3
Algunas observaciones sobre
los personajes de ficción
[Don
Quijote] se enfrascó tanto en su letura, que se le pasaban las
noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio;
y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el cerebro de
manera que vino a perder el juicio. Llenóselc la fantasía de todo
aquello que leía en los libros, así de encantamentos como de
pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores,
tormentas y disparates imposibles; y asentósele de tal modo en la
imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas
soñadas invenciones que leía, que para él no había otra
historia más cierta en el mundo. Decía él que el Cid Ruy Díaz
había sido muy buen caballero, pero que no tenía que ver con el
Caballero de la Ardiente Espada, que de solo un revés había partido
por medio dos fieros y descomunales gigantes. Mejor estaba con
Bernardo del Carpio, porque en Roncesvalles había muerto a Roldan,
el encantado.
Cervantes,
Don
Quijote
Tras
la publicación de El
nombre de la rosa,
muchos lectores me escribieron diciendo que habían descubierto y
visitado la abadía donde yo situaba mi relato. Muchos otros me
pidieron más información sobre el manuscrito que menciono en
la introducción del libro. En esa misma introducción, digo que
encontré un libro desconocido de Athanasius Kircher en una librería
de viejo de Buenos Aires. Hace poco —es decir, casi treinta años
después de la publicación de mi novela—, un colega alemán me
escribió diciendo que acababa de encontrar una librería de
viejo en Buenos Aires en la que había un volumen de Kircher, y se
preguntó si por casualidad se trataba de la misma librería y del
mismo libro que menciono en mi novela.
No hace falta decir que me
inventé tanto el plano como la localización de la abadía (aunque
muchos de sus detalles estaban inspirados en sitios reales); que
empezar una obra de ficción diciendo que uno ha encontrado un viejo
manuscrito es un venerable topos literario, hasta el punto de
que titulé mi introducción «Naturalmente, un manuscrito»; y
que el misterioso libro de Kircher y la aún más misteriosa
librería de viejo eran inventados.
Ahora bien, quienes se
pusieron a buscar la abadía real y el manuscrito real quizá fueran
lectores ingenuos poco familiarizados con las convenciones
literarias, que tropezaron con mi novela por accidente después de
ver la película. Pero el colega alemán al que acabo de mencionar,
que parece habituado a visitar a marchantes de libros raros y que en
apariencia conoce a Kircher, es ciertamente una persona cultivada,
familiarizada con los libros y los materiales impresos. Así que, por
lo que parece, muchos lectores, independientemente de su estatus
cultural, son, o se vuelven, incapaces de distinguir entre ficción y
realidad. Se toman en serio a personajes de ficción, como si los
personajes fueran seres humanos reales.
Un
comentario más sobre esta distinción (o la falta de la misma) se
encuentra en El
péndulo de Foucault. Jacopo
Belbo, tras asistir a una liturgia alquímica de ensueño, trata
irónicamente de justificar la práctica de los adoradores con la
observación de que «el problema no consiste en saber si [estas
personas] son mejores o peores que los [cristianos] que van al
santuario. Me estaba preguntando quiénes somos nosotros. Nosotros,
que pensamos que Hamlet es más real que el portero de nuestra casa.
¿Qué derecho tengo a juzgar a estos, yo que voy buscando a madame
Bovary para armarle un escándalo?»1.
Llorando por Ana Karenina
En
1860, cuando estaba a punto de navegar por el Mediterráneo para
seguir la expedición de Garibaldi a Sicilia, Alexandre Dumas padre
hizo escala en Marsella y
visitó
el Château d'If, donde
su héroe Edmond Dantès, antes de convertirse en el conde de
Montecristo, estuvo encarcelado durante catorce años y fue instruido
por su compañero de celda, el abad Faria2.
Estando allí, Dumas descubrió que a los visitantes les mostraban
regularmente lo que se conocía como la «verdadera» celda de
Montecristo, y que los guías hablaban constantemente de Dantès,
Faria y el resto de personajes de la novela como si hubieran existido
de verdad3.
En contraste con ello, los mismos guías nunca mencionaban que el
Château d'If había acogido como prisioneros a algunas figuras
históricas importantes, como Honoré Mirabeau.
Así,
Dumas comenta en sus memorias: «Crear personajes que matan a los de
los historiadores es privilegio de los novelistas. El motivo es que
los historiadores evocan a simples fantasmas, mientras que los
novelistas crean a personas de carne y hueso»4.
En cierta ocasión, un amigo
me instó a organizar un simposio sobre el siguiente tema: si sabemos
que Ana Karenina es un personaje de ficción que no existe en el
mundo real, ¿por qué lloramos por su difícil situación?, o, en
todo caso, ¿por qué nos conmueven sus desgracias?
Hay
probablemente muchos lectores muy cultivados que no derraman lágrimas
por el destino de Scarlett O'Hara, pero les conmociona el de Ana
Karenina. Sin embargo, he visto a sofisticados intelectuales llorando
a mares al final de Cyrano
de Bergerac, un
hecho que no debería sorprender a nadie, porque cuando una
estrategia dramática pretende inducir al público a derramar
lágrimas, la gente llora independientemente de su nivel cultural.
Esto no constituye un problema estético: las grandes obras de arte
pueden no provocar una respuesta emocional, mientras que muchas
películas malas y noveluchas lo consiguen5.
Y recordemos que madame Bovary, un personaje por el que muchos
lectores han llorado, solía llorar con las historias de amor que
leía.
Le
dije a mi amigo que este fenómeno no tenía relevancia ontológica
ni lógica, y que solo podía interesar a los psicólogos. Podemos
identificarnos con personajes de ficción y con sus hazañas porque,
según un acuerdo narrativo, empezamos a vivir en el mundo posible de
sus historias como si
fuera
nuestro propio mundo. Pero esto no sucede solamente cuando leemos
ficción.
Muchos
de nosotros hemos pensado alguna vez en la posible muerte de un ser
querido y nos hemos visto profundamente afectados, si es que no hemos
incluso llorado, aun sabiendo que el acontecimiento era imaginado y
no real. Esos fenómenos de identificación y proyección son
absolutamente normales y (repito) son un asunto para los psicólogos.
Si hay ilusiones ópticas en las que vemos una forma determinada más
grande que otra aun sabiendo que son exactamente del mismo tamaño,
¿por qué no puede haber asimismo ilusiones emocionales?6
También
traté de explicar a mi amigo que la capacidad de
un personaje ficticio para hacer llorar a la gente depende no solo de
sus cualidades, sino también de los hábitos culturales de los
lectores, o de la relación entre sus expectativas culturales y la
estrategia narrativa. A mediados del siglo XIX, la gente lloraba,
sollozaba incluso, por el destino de la Fleur-de-Marie de Eugène
Sue, mientras que hoy, los infortunios de la pobre muchacha nos dejan
cínicamente indiferentes. En contraste con ello, hace décadas mucha
gente se vio conmocionada por el destino de Jenny en Love
Story de
Erich Segal, tanto la novela como la película.
Con
el tiempo, me di cuenta de que no podía despachar el asunto con
tanta facilidad. Tuve que admitir que hay una diferencia entre llorar
por la muerte imaginaria de un ser querido y llorar por la muerte de
Ana Karenina. Es cierto que en ambos casos damos por sentado lo que
sucede en un mundo posible: el mundo de nuestra imaginación en el
primer caso y el mundo creado por Tolstói en el segundo. Pero si
luego nos preguntan si nuestro ser
querido
ha muerto realmente, podemos decir con gran alivio que no es así; es
la forma de alivio que sentimos cuando despertamos de una pesadilla.
En cambio, si nos preguntan si Ana Karenina ha muerto, siempre
tenemos que responder que sí, ya que el hecho de que Ana se
suicidara es cierto en todos los mundos posibles.
Sin
embargo, cuando se trata de amor romántico, sufrimos al imaginarnos
que la persona que nos ama nos abandona, y algunas personas que han
sido realmente abandonadas se
ven empujadas al suicidio. Pero no sufrimos demasiado si unos amigos
nuestros son abandonados por las personas que les quieren.
Simpatizamos con ellos, ciertamente, pero no he oído hablar nunca de
alguien que se suicidara porque uno de sus amigos hubiera sido
abandonado. De modo que parece extraño que cuando Goethe publicó
Las
tribulaciones del joven Werther, donde
el héroe, Werther, se suicida por su amor de destino enfermizo,
muchos jóvenes lectores románticos hicieran lo mismo. El fenómeno
fue conocido como «el efecto Werther». ¿Qué podemos pensar cuando
la gente se siente solo ligeramente inquieta por la muerte de hambre
de millones de individuos reales —incluidos muchos niños— y
sienten en cambio una gran angustia personal por la muerte de Ana
Karenina? ¿Qué podemos pensar cuando compartimos profundamente el
dolor de una persona que sabemos que jamás existió?
Ontología
versus semiótica
Pero ¿estamos seguros de que
los personajes de ficción no gozan de ningún tipo de existencia?
Usemos los términos «Objeto Físicamente Existente» (OFE) para
designar objetos que existen en la actualidad (como usted, la luna y
la ciudad de Atlanta), así como para objetos que solo existieron en
el pasado (como Julio César o las naves de Colón). Sin duda, nadie
diría que los personajes de ficción son OFE. Pero ello no significa
que no sean en absoluto objetos.
Basta con adoptar el tipo de
ontología desarrollado por Alexius Meinong (1853-1920) para aceptar
la idea de que cualquier representación o juicio debe corresponder a
un objeto, aun cuando ese objeto no sea un objeto existente. Un
objeto es cualquier cosa dotada de ciertas propiedades, pero la
existencia no es una propiedad indispensable. Siete siglos antes de
Meinong, el filósofo Avicena dijo que la existencia era simplemente
la propiedad accidental de una esencia o sustancia («accidens
adveniens quidditati»). En este sentido, puede haber objetos
abstractos —como el número diecisiete o un ángulo recto, que no
existen exactamente, sino que subsisten— y objetos concretos, como
yo mismo y Ana Karenina, con la diferencia de que yo soy un OFE y Ana
no.
Ahora, quiero dejar claro que
no me estoy ocupando aquí de la ontología de los personajes de
ficción. Para convertirse en sujeto de la reflexión ontológica, un
objeto tiene que ser considerado como existente, más allá de
cualquier mente, como es el caso del ángulo recto, que muchos
matemáticos y filósofos ven como una especie de entidad platónica,
queriendo decir que la afirmación de que «el ángulo recto tiene
noventa grados» seguiría siendo cierta si nuestra especie
desapareciera, y su verdad la aceptarían también los alienígenas
del espacio exterior.
En cambio, el hecho de que Ana
Karenina se suicidara depende de la competencia cultural de muchos
lectores vivos; viene atestiguada por algunos libros, pero sin
duda se olvidará si la especie humana y todos los libros desaparecen
del planeta. Una posible objeción a ello es que un ángulo recto
solo tendrá noventa grados para alienígenas que compartan
nuestra geometría euclidiana y que, de la misma manera,
cualquier afirmación sobre Ana Karenina seguiría siendo cierta
para los alienígenas si lograran recuperar al menos una copia de la
novela de Tolstói. Pero no estoy obligado a adoptar aquí una
postura sobre la naturaleza platónica de los entes matemáticos, y
no dispongo de información alguna sobre la geometría o la
literatura comparada de los alienígenas. Permítaseme suponer,
de todos modos, que el teorema de Pitágoras seguiría siendo válido
aunque no existieran seres humanos que lo pensaran, mientras que
si hay que atribuir alguna existencia a Ana Karenina, tiene que haber
sin duda una mente cuasihumana capaz de transformar el texto de
Tolstói en fenómenos mentales.
La
única cosa de la que estoy bastante seguro es que algunas
personas se emocionan ante la revelación de que Emma Bovary se
suicidó, pero muy pocas (si es que las hay) se quedan tristes o
impresionadas al darse cuenta de que un ángulo recto tiene noventa
grados. Puesto que el núcleo de mis reflexiones es aquí averiguar
por qué la gente se emociona con los personajes de ficción, no
puedo asumir un punto de vista ontológico. Estoy obligado a
considerar a Ana Karenina como un objeto dependiente de la mente, un
objeto de la cognición. En otras palabras (y más adelante expondré
con claridad mi punto de vista), mi enfoque no es ontológico,
sino semiótico. O sea, que el asunto del que me ocupo consiste en
averiguar qué tipo de contenido corresponde, para un lector
competente, a la expresión «Ana Karenina», en especial si ese
lector da por sentado que Ana no es ni ha sido nunca un OFE7.
Sin embargo, el problema que
estoy investigando es: ¿en qué sentido pueden un lector o una
lectora normal dar por cierta la afirmación «Ana Karenina se
suicidó» si están seguros de que Ana no es un OFE? La
cuestión que planteo no es "¿dónde, en qué región del
universo, viven los personajes de ficción?», sino más bien «¿de
qué modo hablamos de ellos como si vivieran en alguna región del
universo?».
Para dar, si es posible, con
una respuesta a todas estas cuestiones, creo que será útil
reconsiderar algunos hechos obvios sobre los personajes de ficción y
el mundo en el que viven.
Mundos posibles incompletos
y personajes completos
Por
definición, los textos de ficción hablan claramente de personas y
acontecimientos no existentes (y precisamente por esta
razón, reclaman la suspensión de nuestra incredulidad). Por ello,
desde el punto de vista de una semántica condicionada por la verdad,
una afirmación en una ficción siempre dice algo contrario a los
hechos.
Pese
a ello, no consideramos mentiras las afirmaciones de la ficción. En
primer lugar, cuando leemos una pieza de ficción, aceptamos un
acuerdo tácito con su autor o autora, que finge que lo que ha
escrito es cierto y nos pide fingir que nos lo tomamos en serio8.
Al hacer esto, todo novelista diseña un mundo posible, y todos
nuestros juicios sobre lo verdadero y lo falso se refieren a ese
mundo posible. Así, desde el punto de vista de la ficción, es
cierto que Sherlock Holmes vivía en Baker Street y, desde el punto
de vista de la ficción, es falso que viviera en las orillas del río
Spoon.
Los
textos de ficción nunca toman como escenario un mundo totalmente
diferente del mundo en que vivimos, aunque se trate de cuentos de
hadas o historias de ciencia ficción. También en esos casos, si
sale un bosque, se entiende que es más o menos como los bosques de
nuestro mundo real, donde los árboles son vegetales y
no
minerales, etcétera. Y si por una de esas nos dijeran que el bosque
está hecho de árboles minerales, las nociones de «mineral» y
«árbol» serían las mismas que en nuestro mundo real.
Habitualmente,
una novela elige como escenario el mundo de nuestra vida cotidiana,
al menos por lo que se refiere a sus rasgos principales. Las
historias de Rex Stout reclaman a sus
lectores dar por cierto el hecho de que la ciudad de Nueva York está
habitada por gente como Nero Wolfe, Archie Goodwín, Saul Panzer y
el
inspector
Cramer, que no figuran en los registros municipales de Nueva York.
Pero todo el resto de la acción ocurre en una ciudad de Nueva York
que es como es (o como era) en nuestro mundo real, de modo que nos
quedaríamos desconcertados si de repente Archie Goodwin decidiera
encaramarse a la torre Eiffel de Central Park.
Un
mundo de ficción no es solamente un mundo posible, sino también un
pequeño mundo, es decir, «una serie relativamente corta de
acontecimientos locales en algún rincón o recodo del mundo real»9.
Un
mundo de ficción es un estado de cosas incompleto, no maximal10.
En el mundo real, si la afirmación «John vive en París» es
cierta, también es cierto que John vive en la capital de Francia y
que vive al norte de Milán y
al
sur de Estocolmo. Ese conjunto de estipulaciones no es válido en el
caso de los mundos posibles de nuestras creencias, los así llamados
«mundos doxásticos». Si es cierto que John cree que Tom vive en
París, eso no significa que John crea que Tom vive al norte de
Milán, porque John podría adolecer de una falta de información
geográfica11.
Los mundos de ficción son tan incompletos como los mundos
doxásticos, pero de forma distinta.
Por
ejemplo, al comienzo de la novela Mercaderes
del espacio, de
Frederik Pohl y
C.
M. Kornbluth, leemos: «Me froté el jabón depilatorio por la cara y
lo enjuagué con un chorrito del grifo de agua dulce»12.
En una frase que se refiriera al mundo real, la mención del agua
«dulce» parecería redundante, ya que los grifos suelen ser de agua
dulce. Pero al suponer que esta frase describe un mundo de ficción,
entendemos que facilita información indirecta sobre un determinado
mundo donde, en los lavabos normales, el grifo del agua dulce está
al lado del grifo de agua salada (mientras que en nuestro mundo la
contraposición es caliente/fría). Aunque la historia no facilitara
más información, los lectores estarían ansiosos por inferir que
trata de un mundo de ciencia ficción en el que hay una carestía de
agua dulce. En ausencia de información más precisa, nos veríamos
obligados a pensar que tanto el agua dulce como la salada era H20
corriente. En este sentido, parece que los mundos de ficción son
parasitarios del mundo real13.
Un mundo de ficción posible es aquel en el que todo es similar a
nuestro así llamado mundo real, excepto por las variaciones
explícitamente introducidas por el texto.
En
Cuento
de invierno, Shakespeare
dice que la escena 3 del acto III tiene lugar en «Bohemia», un país
desierto cerca del mar. Nosotros sabemos que Bohemia no tiene costa,
del mismo modo que no hay lugares de veraneo junto al mar en Suiza,
pero damos por sentado que —en el mundo posible de la obra de
Shakespeare— «Bohemia» tiene costa. Por medio de un acuerdo de la
ficción, y de la suspensión de
la incredulidad, damos semejantes variaciones por ciertas14.
Se
ha dicho que los personajes de ficción son indeterminados —es
decir, conocemos solo unos pocos atributos suyos—, mientras que los
individuos reales son completamente determinados, y que deberíamos
ser capaces de afirmar cada uno de sus atributos conocidos15.
Pero aun siendo esto cierto desde el punto de vista ontológico,
desde un punto de vista epistemológico es exactamente lo contrario:
nadie puede afirmar todas las propiedades de un individuo dado o de
una especie dada, que son potencialmente infinitos, mientras que las
propiedades de los personajes de ficción están severamente
limitadas por el texto narrativo, y solo los atributos que menciona
el texto cuentan para la identificación del personaje.
De
hecho, conozco mejor a Leopold Bloom que a mi propio padre. ¿Quién
podría decir cuántos episodios de la vida de mi padre me son
desconocidos, cuántos pensamientos de mi padre no fueron nunca
revelados, cuántas veces ocultó sus dolores, sus dilemas, sus
debilidades? Ahora que se ha ido, probablemente no descubriré nunca
esos aspectos secretos y quizá fundamentales de su ser. Como los
historiadores descritos por Dumas, medito y medito en vano sobre ese
amado fantasma, para mí perdido para siempre. En contraste con ello,
sé todo lo que necesito saber de Leopold Bloom, y cada vez que releo
Ulises
descubro
algo nuevo sobre él.
Cuando se ocupan de las
verdades históricas, los historiadores pueden discutir durante
siglos sobre si una determinada información es relevante o no. Por
ejemplo, ¿es relevante para la historia de Napoleón saber lo que
comió justo antes de la batalla de Waterloo? La mayoría de los
biógrafos consideraría irrelevante ese detalle. Pero puede haber
estudiosos profundamente convencidos de que la comida puede tener una
influencia decisiva en el comportamiento humano. Así que ese detalle
sobre Napoleón, si estuviera documentado, sería de extrema
importancia para su investigación.
Por el contrario, los textos
de ficción nos dicen, de forma bastante precisa, qué detalles son
relevantes para la interpretación del relato, la psicología de los
personajes, etcétera, y cuáles son periféricos.
Al
final del libro II, capítulo 35, de Rojo
y negro, Stendhal
cuenta cómo Julien Sorel intenta matar a madame de Renal en la
iglesia de Verrières. Tras decir que a Julien le tiembla el brazo,
concluye: «Llegó el momento de la elevación; la señora de Renal
dobló la cabeza sobre el pecho. Julien disparó un pistoletazo sobre
ella, sin hacer blanco; hizo fuego por segunda vez, y la señora de
Renal cayó desplomada»16.
En
la página siguiente, Stendhal nos cuenta que la herida de madame de
Renal no fue mortal: la primera bala agujereó su sombrero y la
segunda le alcanzó el hombro. Es interesante observar que, por
motivos que han fascinado a muchos críticos17,
Stendhal especifica dónde fue a parar la segundanbala:
dio en el hueso del hombro y rebotó en un pilar gótico, arrancando
un enorme pedazo de piedra. Pero si ofrece detalles sobre la
trayectoria de la segunda bala, dice en cambio poco sobre la primera.
Hay
gente que se pregunta aún qué pasó con la primera bala de Julien.
Sin duda, muchos admiradores de Stendhal intentan localizar esa
iglesia para encontrar rastros de ese balazo (como columnas a las que
les falten trozos de piedra). Del mismo modo, se sabe de muchos
admiradores de James Joyce que han ido a buscar a Dublín la farmacia
donde Bloom compró jabón de limón, y esa farmacia existe,
o
existía aún en 1965, cuando compré la misma clase de jabón,
probablemente producido por el farmacéutico solo para complacer a
los turistas joyceanos.
Ahora supongamos que un
crítico desea interpretar toda la novela de Stendhal tomando como
punto de partida esa bala perdida. Ciertamente, existen ejercicios de
crítica aún más alocados. Puesto que el texto no otorga relevancia
a la bala perdida (de hecho, apenas la menciona), tendríamos derecho
a considerar descabellada semejante estrategia interpretativa. Un
texto de ficción no solo nos dice lo que es verdadero y lo que es
falso en su mundo narrativo, sino también lo que es relevante y lo
que puede ser desatendido por inmaterial.
Por este motivo, tenemos la
impresión de poder hacer afirmaciones incuestionables sobre los
personajes de ficción. Es absolutamente cierto que el primer balazo
de Julien Sorel erró, como es absolutamente cierto que el ratón
Mickey es el novio de Minnie.
2
Existió, por cierto, un Faria de
verdad, y Dumas se inspiró en ese curioso cura portugués. Pero el
Faria de verdad era aficionado al mesmerismo y tenía muy poco que
ver con el mentor de Montecristo. Dumas solía sacar algunos de sus
personajes de la historia (como hizo con D'Artagnan), pero no
esperaba que sus lectores estuvieran familiarizados con los
atributos de esos personajes reales.
3
Hace años visité la fortaleza y,
además de lo que llamaban La celda de Montecristo, vi también el
túnel que supuestamente cavó el abad Faria.
5
Un amable y sensible amigo mío solía
decir: «Lloro cada vez que veo una bandera al viento en una
película, independientemente de la nacionalidad». En cualquier
caso, el hecho de que los seres humanos se emocionen con los
personajes ficticios ha dado pie a una vasta bibliografía, tanto en
psicología como en narratología. Para una exhaustiva visión de
conjunto, véase Margit Sutrop, «Sympathy, Imagination, and the
Reader's Emotional Response to Fiction», en Jürgen Schlaeger y
Gesa Stedman, eds., Representations
of Emotions, Tubinga, Günter
Narr Verlag, 1999, pp. 29-42. Véanse
también Margit Sutrop, Fiction and
Imagination, Paderborn, Mentís
Verlag, 2000, 5.2; Colin Radford, «How Can We Be Moved by the Fate
of Ana Karenina?», Proceedings of the
Aristotelian Society, 69, suplemento
(1975), p. 77; Francis Farrugia, «Syndrome narratif et archétipes
romanesques de la sentimentalité: Don Quíchotte, Madame Bovary, un
discurs du pape, et autres histories», en Farrugia et
al., Emotions et sentiments: Une construction sociale, París,
L'Harmattan, 2008.
6
Véase Gregory Currie, Image and Mind,
Cambridge, Cambridge University Press,
1995. La catarsis, tal como la
define Aristóteles, es una especie de ilusión emocional: depende
de nuestra identificación con los héroes de una tragedia, de
manera que sentimos pena y terror al presenciar lo que les pasa.
7
Un debate cuidadoso y completo sobre el
punto de vista ontológico se encuentra en Carola Barbero, Madame
Bovary: Something Like a Melody, Milán,
Albo Versorio, 2005. Barbero hace un buen trabajo al aclarar la
diferencia entre un enfoque ontológico y uno cognitivo: «La teoría
de los objetos no se ocupa de saber cómo asimos cognitivamente
objetos que no existen. De hecho, se concentra solamente en los
objetos en su absoluta generalidad e independientemente de su
existencia» (p. 65).
8
Véase John Searle, «The Logical Status of Fictional Discourse»,
New Literary History, 6,
n.° 2 (invierno de 1975), pp. 319-332.
9
Jaakko Hintikka, «Exploring Possible Worlds», en Sture Allén,
ed., Possible Worlds in Humanities,
Arts and Sciences, vol. 65 de
Proceedings of the Nobel Symposium,
Nueva York, De Gruyter, 1989, p. 55.
11
Por ejemplo, el presidente George W.
Bush dijo en una rueda de prensa el 24 de septiembre de 2001 que
«las relaciones fronterizas entre Canadá y México nunca habían
sido mejores». Véase
usinfo.org/wf-archive/2001
/010924/epf 109.htm.
12
Citado en Samuel Delany, «Generic
Protocols», en Teresa de Lauretis, ed., The
Technological Imagination, Madison
(Wisconsin), Coda Press, 1980.
13
Sobre un mundo posible narrativo de
carácter «pequeño» y «parasitario», véase Umberto Eco, Los
límites de la interpretación, Barcelona,
Lumen, 1992, capítulo titulado «Pequeños mundos».
14
Como dije en Seis
paseos por los bosques narrativos, Barcelona,
Lumen, 1996, capítulo 5, los lectores están más o menos ansiosos
por aceptar ciertas violaciones de las condiciones del mundo real,
de acuerdo con el estado de su información enciclopédica. En Los
tres mosqueteros, cuya
acción tiene lugar en el siglo XVII, Alexandre Dumas situó al
personaje de Aramis viviendo en la rue Servandoni, algo imposible,
ya que el arquitecto Giovanni Servandoni, a quien la calle debe su
nombre, vivió y trabajo un siglo más tarde. Pero los lectores
podían aceptar esa información sin desconcertarse porque muy pocos
sabían algo de Servandoni. Si, en contraste con ello, Dumas hubiera
dicho que Aramis vivía en la rue Bonaparte, los lectores habrían
tenido derecho a sentirse inquietos.
15
Véase, por ejemplo, Roman Ingarden, Das
literarische Kunstwerk, Halle,
Niemayer Verlag, 1931; en inglés, The
Literary Work ofArt, Evanston
(Illinois), Northwestern University Press, 1973.
16
Stendhal, Rojo
y negro, trad,
de Carlos Ribas y Gregorio Lafuerza, Buenos Aires, Antonio Fossiti,
1961.
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