lunes, 20 de agosto de 2018

UMBERTO ECO. CONFESIONES DE UN JOVEN NOVELISTA.









3


Algunas observaciones sobre los personajes de ficción


[Don Quijote] se enfrascó tanto en su letura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en tur­bio; y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el cerebro de manera que vino a perder el juicio. Llenóselc la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamentos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles; y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas so­ñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo. Decía él que el Cid Ruy Díaz había sido muy buen caballero, pero que no tenía que ver con el Caballero de la Ardiente Espada, que de solo un revés había partido por medio dos fieros y descomunales gigantes. Mejor estaba con Bernardo del Carpio, porque en Roncesvalles había muerto a Roldan, el encantado.
Cervantes, Don Quijote

Tras la publicación de El nombre de la rosa, muchos lectores me escribieron diciendo que habían descubierto y visitado la abadía donde yo situaba mi relato. Muchos otros me pidie­ron más información sobre el manuscrito que menciono en la introducción del libro. En esa misma introducción, digo que encontré un libro desconocido de Athanasius Kircher en una librería de viejo de Buenos Aires. Hace poco —es decir, casi treinta años después de la publicación de mi novela—, un colega alemán me escribió diciendo que acababa de en­contrar una librería de viejo en Buenos Aires en la que había un volumen de Kircher, y se preguntó si por casualidad se trataba de la misma librería y del mismo libro que mencio­no en mi novela.
No hace falta decir que me inventé tanto el plano como la localización de la abadía (aunque muchos de sus detalles estaban inspirados en sitios reales); que empezar una obra de ficción diciendo que uno ha encontrado un viejo manuscri­to es un venerable topos literario, hasta el punto de que ti­tulé mi introducción «Naturalmente, un manuscrito»; y que el misterioso libro de Kircher y la aún más misteriosa libre­ría de viejo eran inventados.
Ahora bien, quienes se pusieron a buscar la abadía real y el manuscrito real quizá fueran lectores ingenuos poco fa­miliarizados con las convenciones literarias, que tropezaron con mi novela por accidente después de ver la película. Pero el colega alemán al que acabo de mencionar, que parece habituado a visitar a marchantes de libros raros y que en apariencia conoce a Kircher, es ciertamente una persona cultivada, familiarizada con los libros y los materiales impresos. Así que, por lo que parece, muchos lectores, independientemente de su estatus cultural, son, o se vuelven, incapaces de distinguir entre ficción y realidad. Se toman en serio a personajes de ficción, como si los personajes fueran seres humanos reales.
Un comentario más sobre esta distinción (o la falta de la misma) se encuentra en El péndulo de Foucault. Jacopo Belbo, tras asistir a una liturgia alquímica de ensueño, trata irónicamente de justificar la práctica de los adoradores con la observación de que «el problema no consiste en saber si [estas personas] son mejores o peores que los [cristianos] que van al santuario. Me estaba preguntando quiénes somos nosotros. Nosotros, que pensamos que Hamlet es más real que el portero de nuestra casa. ¿Qué derecho tengo a juzgar a estos, yo que voy buscando a madame Bovary para armarle un escándalo?»1.

Llorando por Ana Karenina

En 1860, cuando estaba a punto de navegar por el Mediterráneo para seguir la expedición de Garibaldi a Sicilia, Alexandre Dumas padre hizo escala en Marsella y visitó el Château d'If, donde su héroe Edmond Dantès, antes de convertirse en el conde de Montecristo, estuvo encarcelado durante catorce años y fue instruido por su compañero de celda, el abad Faria2. Estando allí, Dumas descubrió que a los visitantes les mostraban regularmente lo que se conocía como la «verdadera» celda de Montecristo, y que los guías hablaban constantemente de Dantès, Faria y el resto de personajes de la novela como si hubieran existido de verdad3. En contraste con ello, los mismos guías nunca mencionaban que el Château d'If había acogido como prisioneros a algunas figuras históricas importantes, como Honoré Mirabeau.
Así, Dumas comenta en sus memorias: «Crear personajes que matan a los de los historiadores es privilegio de los novelistas. El motivo es que los historiadores evocan a simples fantasmas, mientras que los novelistas crean a personas de carne y hueso»4.
En cierta ocasión, un amigo me instó a organizar un simposio sobre el siguiente tema: si sabemos que Ana Karenina es un personaje de ficción que no existe en el mundo real, ¿por qué lloramos por su difícil situación?, o, en todo caso, ¿por qué nos conmueven sus desgracias?
Hay probablemente muchos lectores muy cultivados que no derraman lágrimas por el destino de Scarlett O'Hara, pero les conmociona el de Ana Karenina. Sin embargo, he visto a sofisticados intelectuales llorando a mares al final de Cyrano de Bergerac, un hecho que no debería sorprender a nadie, porque cuando una estrategia dramática pretende inducir al público a derramar lágrimas, la gente llora independientemente de su nivel cultural. Esto no constituye un problema estético: las grandes obras de arte pueden no provocar una respuesta emocional, mientras que muchas películas malas y noveluchas lo consiguen5. Y recordemos que madame Bovary, un personaje por el que muchos lectores han llorado, solía llorar con las historias de amor que leía.
Le dije a mi amigo que este fenómeno no tenía relevancia ontológica ni lógica, y que solo podía interesar a los psicólogos. Podemos identificarnos con personajes de ficción y con sus hazañas porque, según un acuerdo narrativo, empezamos a vivir en el mundo posible de sus historias como si fuera nuestro propio mundo. Pero esto no sucede solamente cuando leemos ficción.
Muchos de nosotros hemos pensado alguna vez en la posible muerte de un ser querido y nos hemos visto profundamente afectados, si es que no hemos incluso llorado, aun sabiendo que el acontecimiento era imaginado y no real. Esos fenómenos de identificación y proyección son absolutamente normales y (repito) son un asunto para los psicólogos. Si hay ilusiones ópticas en las que vemos una forma determinada más grande que otra aun sabiendo que son exactamente del mismo tamaño, ¿por qué no puede haber asimismo ilusiones emocionales?6
También traté de explicar a mi amigo que la capacidad de un personaje ficticio para hacer llorar a la gente depende no solo de sus cualidades, sino también de los hábitos culturales de los lectores, o de la relación entre sus expectativas culturales y la estrategia narrativa. A mediados del siglo XIX, la gente lloraba, sollozaba incluso, por el destino de la Fleur-de-Marie de Eugène Sue, mientras que hoy, los infortunios de la pobre muchacha nos dejan cínicamente indiferentes. En contraste con ello, hace décadas mucha gente se vio conmocionada por el destino de Jenny en Love Story de Erich Segal, tanto la novela como la película.
Con el tiempo, me di cuenta de que no podía despachar el asunto con tanta facilidad. Tuve que admitir que hay una diferencia entre llorar por la muerte imaginaria de un ser querido y llorar por la muerte de Ana Karenina. Es cierto que en ambos casos damos por sentado lo que sucede en un mundo posible: el mundo de nuestra imaginación en el primer caso y el mundo creado por Tolstói en el segundo. Pero si luego nos preguntan si nuestro ser querido ha muerto realmente, podemos decir con gran alivio que no es así; es la forma de alivio que sentimos cuando despertamos de una pesadilla. En cambio, si nos preguntan si Ana Karenina ha muerto, siempre tenemos que responder que sí, ya que el hecho de que Ana se suicidara es cierto en todos los mundos posibles.
Sin embargo, cuando se trata de amor romántico, sufrimos al imaginarnos que la persona que nos ama nos abandona, y algunas personas que han sido realmente abandonadas se ven empujadas al suicidio. Pero no sufrimos demasiado si unos amigos nuestros son abandonados por las personas que les quieren. Simpatizamos con ellos, ciertamente, pero no he oído hablar nunca de alguien que se suicidara porque uno de sus amigos hubiera sido abandonado. De modo que parece extraño que cuando Goethe publicó Las tribulaciones del joven Werther, donde el héroe, Werther, se suicida por su amor de destino enfermizo, muchos jóvenes lectores románticos hicieran lo mismo. El fenómeno fue conocido como «el efecto Werther». ¿Qué podemos pensar cuando la gente se siente solo ligeramente inquieta por la muerte de hambre de millones de individuos reales —incluidos muchos niños— y sienten en cambio una gran angustia personal por la muerte de Ana Karenina? ¿Qué podemos pensar cuando compartimos profundamente el dolor de una persona que sabemos que jamás existió?

Ontología versus semiótica

Pero ¿estamos seguros de que los personajes de ficción no gozan de ningún tipo de existencia? Usemos los términos «Objeto Físicamente Existente» (OFE) para designar objetos que existen en la actualidad (como usted, la luna y la ciudad de Atlanta), así como para objetos que solo existieron en el pasado (como Julio César o las naves de Colón). Sin duda, nadie diría que los personajes de ficción son OFE. Pero ello no significa que no sean en absoluto objetos.
Basta con adoptar el tipo de ontología desarrollado por Alexius Meinong (1853-1920) para aceptar la idea de que cualquier representación o juicio debe corresponder a un objeto, aun cuando ese objeto no sea un objeto existente. Un objeto es cualquier cosa dotada de ciertas propiedades, pero la existencia no es una propiedad indispensable. Siete siglos antes de Meinong, el filósofo Avicena dijo que la existencia era simplemente la propiedad accidental de una esencia o sustancia («accidens adveniens quidditati»). En este sentido, puede haber objetos abstractos —como el número diecisiete o un ángulo recto, que no existen exactamente, sino que subsisten— y objetos concretos, como yo mismo y Ana Karenina, con la diferencia de que yo soy un OFE y Ana no.
Ahora, quiero dejar claro que no me estoy ocupando aquí de la ontología de los personajes de ficción. Para convertirse en sujeto de la reflexión ontológica, un objeto tiene que ser considerado como existente, más allá de cualquier mente, como es el caso del ángulo recto, que muchos matemáticos y filósofos ven como una especie de entidad platónica, queriendo decir que la afirmación de que «el ángulo recto tiene noventa grados» seguiría siendo cierta si nuestra especie desapareciera, y su verdad la aceptarían también los alienígenas del espacio exterior.
En cambio, el hecho de que Ana Karenina se suicidara depende de la competencia cultural de muchos lectores vi­vos; viene atestiguada por algunos libros, pero sin duda se olvidará si la especie humana y todos los libros desaparecen del planeta. Una posible objeción a ello es que un ángulo recto solo tendrá noventa grados para alienígenas que com­partan nuestra geometría euclidiana y que, de la misma ma­nera, cualquier afirmación sobre Ana Karenina seguiría sien­do cierta para los alienígenas si lograran recuperar al menos una copia de la novela de Tolstói. Pero no estoy obligado a adoptar aquí una postura sobre la naturaleza platónica de los entes matemáticos, y no dispongo de información alguna sobre la geometría o la literatura comparada de los alieníge­nas. Permítaseme suponer, de todos modos, que el teorema de Pitágoras seguiría siendo válido aunque no existieran se­res humanos que lo pensaran, mientras que si hay que atribuir alguna existencia a Ana Karenina, tiene que haber sin duda una mente cuasihumana capaz de transformar el texto de Tolstói en fenómenos mentales.
La única cosa de la que estoy bastante seguro es que al­gunas personas se emocionan ante la revelación de que Emma Bovary se suicidó, pero muy pocas (si es que las hay) se quedan tristes o impresionadas al darse cuenta de que un ángulo recto tiene noventa grados. Puesto que el núcleo de mis reflexiones es aquí averiguar por qué la gente se emocio­na con los personajes de ficción, no puedo asumir un punto de vista ontológico. Estoy obligado a considerar a Ana Karenina como un objeto dependiente de la mente, un objeto de la cognición. En otras palabras (y más adelante expondré con claridad mi punto de vista), mi enfoque no es ontológi­co, sino semiótico. O sea, que el asunto del que me ocupo consiste en averiguar qué tipo de contenido corresponde, para un lector competente, a la expresión «Ana Karenina», en especial si ese lector da por sentado que Ana no es ni ha sido nunca un OFE7.
Sin embargo, el problema que estoy investigando es: ¿en qué sentido pueden un lector o una lectora normal dar por cierta la afirmación «Ana Karenina se suicidó» si están segu­ros de que Ana no es un OFE? La cuestión que planteo no es "¿dónde, en qué región del universo, viven los personajes de ficción?», sino más bien «¿de qué modo hablamos de ellos como si vivieran en alguna región del universo?».
Para dar, si es posible, con una respuesta a todas estas cues­tiones, creo que será útil reconsiderar algunos hechos obvios sobre los personajes de ficción y el mundo en el que viven.

Mundos posibles incompletos y personajes completos

Por definición, los textos de ficción hablan claramente de personas y acontecimientos no existentes (y precisamente por esta razón, reclaman la suspensión de nuestra incredulidad). Por ello, desde el punto de vista de una semántica condicionada por la verdad, una afirmación en una ficción siempre dice algo contrario a los hechos.
Pese a ello, no consideramos mentiras las afirmaciones de la ficción. En primer lugar, cuando leemos una pieza de ficción, aceptamos un acuerdo tácito con su autor o autora, que finge que lo que ha escrito es cierto y nos pide fingir que nos lo tomamos en serio8. Al hacer esto, todo novelista diseña un mundo posible, y todos nuestros juicios sobre lo verdadero y lo falso se refieren a ese mundo posible. Así, desde el punto de vista de la ficción, es cierto que Sherlock Holmes vivía en Baker Street y, desde el punto de vista de la ficción, es falso que viviera en las orillas del río Spoon.
Los textos de ficción nunca toman como escenario un mundo totalmente diferente del mundo en que vivimos, aunque se trate de cuentos de hadas o historias de ciencia ficción. También en esos casos, si sale un bosque, se entiende que es más o menos como los bosques de nuestro mundo real, donde los árboles son vegetales y no minerales, etcétera. Y si por una de esas nos dijeran que el bosque está hecho de árboles minerales, las nociones de «mineral» y «árbol» serían las mismas que en nuestro mundo real.
Habitualmente, una novela elige como escenario el mundo de nuestra vida cotidiana, al menos por lo que se refiere a sus rasgos principales. Las historias de Rex Stout reclaman a sus lectores dar por cierto el hecho de que la ciudad de Nueva York está habitada por gente como Nero Wolfe, Archie Goodwín, Saul Panzer y el inspector Cramer, que no figuran en los registros municipales de Nueva York. Pero todo el resto de la acción ocurre en una ciudad de Nueva York que es como es (o como era) en nuestro mundo real, de modo que nos quedaríamos desconcertados si de repente Archie Goodwin decidiera encaramarse a la torre Eiffel de Central Park.
Un mundo de ficción no es solamente un mundo posible, sino también un pequeño mundo, es decir, «una serie relativamente corta de acontecimientos locales en algún rincón o recodo del mundo real»9.
Un mundo de ficción es un estado de cosas incompleto, no maximal10. En el mundo real, si la afirmación «John vive en París» es cierta, también es cierto que John vive en la capital de Francia y que vive al norte de Milán y al sur de Estocolmo. Ese conjunto de estipulaciones no es válido en el caso de los mundos posibles de nuestras creencias, los así llamados «mundos doxásticos». Si es cierto que John cree que Tom vive en París, eso no significa que John crea que Tom vive al norte de Milán, porque John podría adolecer de una falta de información geográfica11. Los mundos de ficción son tan incompletos como los mundos doxásticos, pero de forma distinta.
Por ejemplo, al comienzo de la novela Mercaderes del espacio, de Frederik Pohl y C. M. Kornbluth, leemos: «Me froté el jabón depilatorio por la cara y lo enjuagué con un chorrito del grifo de agua dulce»12. En una frase que se refiriera al mundo real, la mención del agua «dulce» parecería redundante, ya que los grifos suelen ser de agua dulce. Pero al suponer que esta frase describe un mundo de ficción, entendemos que facilita información indirecta sobre un determinado mundo donde, en los lavabos normales, el grifo del agua dulce está al lado del grifo de agua salada (mientras que en nuestro mundo la contraposición es caliente/fría). Aunque la historia no facilitara más información, los lectores estarían ansiosos por inferir que trata de un mundo de ciencia ficción en el que hay una carestía de agua dulce. En ausencia de información más precisa, nos veríamos obligados a pensar que tanto el agua dulce como la salada era H20 corriente. En este sentido, parece que los mundos de ficción son parasitarios del mundo real13. Un mundo de ficción posible es aquel en el que todo es similar a nuestro así llamado mundo real, excepto por las variaciones explícitamente introducidas por el texto.
En Cuento de invierno, Shakespeare dice que la escena 3 del acto III tiene lugar en «Bohemia», un país desierto cerca del mar. Nosotros sabemos que Bohemia no tiene costa, del mismo modo que no hay lugares de veraneo junto al mar en Suiza, pero damos por sentado que —en el mundo posible de la obra de Shakespeare— «Bohemia» tiene costa. Por medio de un acuerdo de la ficción, y de la suspensión de la incredulidad, damos semejantes variaciones por ciertas14.
Se ha dicho que los personajes de ficción son indeterminados —es decir, conocemos solo unos pocos atributos suyos—, mientras que los individuos reales son completamente determinados, y que deberíamos ser capaces de afirmar cada uno de sus atributos conocidos15. Pero aun siendo esto cierto desde el punto de vista ontológico, desde un punto de vista epistemológico es exactamente lo contrario: nadie puede afirmar todas las propiedades de un individuo dado o de una especie dada, que son potencialmente infinitos, mientras que las propiedades de los personajes de ficción están severamente limitadas por el texto narrativo, y solo los atributos que menciona el texto cuentan para la identificación del personaje.
De hecho, conozco mejor a Leopold Bloom que a mi propio padre. ¿Quién podría decir cuántos episodios de la vida de mi padre me son desconocidos, cuántos pensamientos de mi padre no fueron nunca revelados, cuántas veces ocultó sus dolores, sus dilemas, sus debilidades? Ahora que se ha ido, probablemente no descubriré nunca esos aspectos secretos y quizá fundamentales de su ser. Como los historiadores descritos por Dumas, medito y medito en vano sobre ese amado fantasma, para mí perdido para siempre. En contraste con ello, sé todo lo que necesito saber de Leopold Bloom, y cada vez que releo Ulises descubro algo nuevo sobre él.
Cuando se ocupan de las verdades históricas, los historiadores pueden discutir durante siglos sobre si una determinada información es relevante o no. Por ejemplo, ¿es relevante para la historia de Napoleón saber lo que comió justo antes de la batalla de Waterloo? La mayoría de los biógrafos consideraría irrelevante ese detalle. Pero puede haber estudiosos profundamente convencidos de que la comida puede tener una influencia decisiva en el comportamiento humano. Así que ese detalle sobre Napoleón, si estuviera documentado, sería de extrema importancia para su investigación.
Por el contrario, los textos de ficción nos dicen, de forma bastante precisa, qué detalles son relevantes para la interpretación del relato, la psicología de los personajes, etcétera, y cuáles son periféricos.
Al final del libro II, capítulo 35, de Rojo y negro, Stendhal cuenta cómo Julien Sorel intenta matar a madame de Renal en la iglesia de Verrières. Tras decir que a Julien le tiembla el brazo, concluye: «Llegó el momento de la elevación; la señora de Renal dobló la cabeza sobre el pecho. Julien disparó un pistoletazo sobre ella, sin hacer blanco; hizo fuego por segunda vez, y la señora de Renal cayó desplomada»16.
En la página siguiente, Stendhal nos cuenta que la herida de madame de Renal no fue mortal: la primera bala agujereó su sombrero y la segunda le alcanzó el hombro. Es interesante observar que, por motivos que han fascinado a muchos críticos17, Stendhal especifica dónde fue a parar la segundanbala: dio en el hueso del hombro y rebotó en un pilar gótico, arrancando un enorme pedazo de piedra. Pero si ofrece detalles sobre la trayectoria de la segunda bala, dice en cambio poco sobre la primera.
Hay gente que se pregunta aún qué pasó con la primera bala de Julien. Sin duda, muchos admiradores de Stendhal intentan localizar esa iglesia para encontrar rastros de ese balazo (como columnas a las que les falten trozos de piedra). Del mismo modo, se sabe de muchos admiradores de James Joyce que han ido a buscar a Dublín la farmacia donde Bloom compró jabón de limón, y esa farmacia existe, o existía aún en 1965, cuando compré la misma clase de jabón, probablemente producido por el farmacéutico solo para complacer a los turistas joyceanos.
Ahora supongamos que un crítico desea interpretar toda la novela de Stendhal tomando como punto de partida esa bala perdida. Ciertamente, existen ejercicios de crítica aún más alocados. Puesto que el texto no otorga relevancia a la bala perdida (de hecho, apenas la menciona), tendríamos derecho a considerar descabellada semejante estrategia interpretativa. Un texto de ficción no solo nos dice lo que es verdadero y lo que es falso en su mundo narrativo, sino también lo que es relevante y lo que puede ser desatendido por inmaterial.
Por este motivo, tenemos la impresión de poder hacer afirmaciones incuestionables sobre los personajes de ficción. Es absolutamente cierto que el primer balazo de Julien Sorel erró, como es absolutamente cierto que el ratón Mickey es el novio de Minnie.
1 Umberto Eco, El péndulo de Foucault, traducción de R.P. revisada por Helena Lozano, capítulo 57.
2 Existió, por cierto, un Faria de verdad, y Dumas se inspiró en ese curioso cura portugués. Pero el Faria de verdad era aficionado al mesmerismo y tenía muy poco que ver con el mentor de Montecristo. Dumas solía sacar algunos de sus personajes de la historia (como hizo con D'Artagnan), pero no esperaba que sus lectores estuvieran familiarizados con los atributos de esos personajes reales.
3 Hace años visité la fortaleza y, además de lo que llamaban La celda de Montecristo, vi también el túnel que supuestamente cavó el abad Faria.
4 Alexandre Dumas, Viva Garibaldi! Une odysée en 1860, París, Fayard, 2002, cap. 4.
5 Un amable y sensible amigo mío solía decir: «Lloro cada vez que veo una bandera al viento en una película, independientemente de la nacionalidad». En cualquier caso, el hecho de que los seres humanos se emocionen con los personajes ficticios ha dado pie a una vasta bibliografía, tanto en psicología como en narratología. Para una exhaustiva visión de conjunto, véase Margit Sutrop, «Sympathy, Imagination, and the Reader's Emotional Response to Fiction», en Jürgen Schlaeger y Gesa Stedman, eds., Representations of Emotions, Tubinga, Günter Narr Verlag, 1999, pp. 29-42. Véanse también Margit Sutrop, Fiction and Imagination, Paderborn, Mentís Verlag, 2000, 5.2; Colin Radford, «How Can We Be Moved by the Fate of Ana Karenina?», Proceedings of the Aristotelian Society, 69, suplemento (1975), p. 77; Francis Farrugia, «Syndrome narratif et archétipes romanesques de la sentimentalité: Don Quíchotte, Madame Bovary, un discurs du pape, et autres histories», en Farrugia et al., Emotions et sentiments: Une construction sociale, París, L'Harmattan, 2008.
6 Véase Gregory Currie, Image and Mind, Cambridge, Cambridge University Press, 1995. La catarsis, tal como la define Aristóteles, es una especie de ilusión emocional: depende de nuestra identificación con los héroes de una tragedia, de manera que sentimos pena y terror al presenciar lo que les pasa.
7 Un debate cuidadoso y completo sobre el punto de vista ontológico se encuentra en Carola Barbero, Madame Bovary: Something Like a Melody, Milán, Albo Versorio, 2005. Barbero hace un buen trabajo al aclarar la diferencia entre un enfoque ontológico y uno cognitivo: «La teoría de los objetos no se ocupa de saber cómo asimos cognitivamente objetos que no existen. De hecho, se concentra solamente en los objetos en su absoluta generalidad e independientemente de su existencia» (p. 65).
8 Véase John Searle, «The Logical Status of Fictional Discourse», New Literary History, 6, n.° 2 (invierno de 1975), pp. 319-332.
9 Jaakko Hintikka, «Exploring Possible Worlds», en Sture Allén, ed., Possible Worlds in Humanities, Arts and Sciences, vol. 65 de Proceedings of the Nobel Symposium, Nueva York, De Gruyter, 1989, p. 55.
10 Lubomir Dolezel, «Possible Worlds and Literary Fiction», en Allén, Possible Worlds, p. 233.
11 Por ejemplo, el presidente George W. Bush dijo en una rueda de prensa el 24 de septiembre de 2001 que «las relaciones fronterizas entre Canadá y México nunca habían sido mejores». Véase usinfo.org/wf-archive/2001 /010924/epf 109.htm.
12 Citado en Samuel Delany, «Generic Protocols», en Teresa de Lauretis, ed., The Technological Imagination, Madison (Wisconsin), Coda Press, 1980.
13 Sobre un mundo posible narrativo de carácter «pequeño» y «parasitario», véase Umberto Eco, Los límites de la interpretación, Barcelona, Lumen, 1992, capítulo titulado «Pequeños mundos».
14 Como dije en Seis paseos por los bosques narrativos, Barcelona, Lumen, 1996, capítulo 5, los lectores están más o menos ansiosos por aceptar ciertas violaciones de las condiciones del mundo real, de acuerdo con el estado de su información enciclopédica. En Los tres mosqueteros, cuya acción tiene lugar en el siglo XVII, Alexandre Dumas situó al personaje de Aramis viviendo en la rue Servandoni, algo imposible, ya que el arquitecto Giovanni Servandoni, a quien la calle debe su nombre, vivió y trabajo un siglo más tarde. Pero los lectores podían aceptar esa información sin desconcertarse porque muy pocos sabían algo de Servandoni. Si, en contraste con ello, Dumas hubiera dicho que Aramis vivía en la rue Bonaparte, los lectores habrían tenido derecho a sentirse inquietos.
15 Véase, por ejemplo, Roman Ingarden, Das literarische Kunstwerk, Halle, Niemayer Verlag, 1931; en inglés, The Literary Work ofArt, Evanston (Illinois), Northwestern University Press, 1973.
16 Stendhal, Rojo y negro, trad, de Carlos Ribas y Gregorio Lafuerza, Buenos Aires, Antonio Fossiti, 1961.

17 Sobre esas dos balas, véase Jacques Geninasca, La Parole littéraire, París, PUF, 1997, II, p. 3.

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