Otros objetos semióticos
¿Hay alguien más que
comparta el mismo destino? Sí: los héroes y dioses de toda
mitología; los seres legendarios como los unicornios, los elfos, las
hadas y Santa Claus; y casi todos los entes reverenciados por las
distintas religiones del mundo. Es obvio que para un ateo todo ente
religioso es ficticio, mientras que para un creyente existe un mundo
espiritual de «objetos sobrenaturales» (dioses, ángeles, etcétera)
inaccesibles a nuestros sentidos pero absolutamente «reales». Y en
este sentido, un ateo y un creyente se basan en dos ontologías
diferentes. Pero si los católicos romanos creen que un Dios en
persona existe verdaderamente y asumen que el Espíritu Santo procede
de Él y de Su Hijo, entonces tienen que ver a Alá, Shiva y el Gran
Espíritu de las Praderas como meras ficciones, inventadas por
narrativas sacras. Del mismo modo, para un budista, el Dios de la
Biblia es un individuo ficticio, y el Gitche Manitú de los
algonquinos es un ser de ficción para un musulmán o un cristiano.
Esto significa que para un creyente en una fe determinada todos los
entes religiosos de otras religiones —en otras palabras, la
abrumadora mayoría de esos entes— son individuos ficticios, así
que debemos considerar ficticios a aproximadamente el noventa por
ciento de todos los entes religiosos.
Los
términos que designan a los entes religiosos tienen una referencia
semántica dual. Para un escéptico, Jesucristo era
un OFE que existió durante treinta y tres años a comienzos del
primer milenio; para un cristiano devoto, es un objeto que sigue
subsistiendo (en el cielo, según el imaginario popular) en una forma
no material de existencia1.
Hay muchos casos de referencia semántica dual. Pero a la hora de
averiguar las verdaderas creencias de la gente corriente, algunos
británicos (como hemos dicho) creen que Sherlock Holmes fue una
persona de verdad. Del mismo modo, se sabe de muchos poetas
cristianos que han empezado sus versos invocando a las musas de
Apolo, y no podríamos decir realmente si solo están usando un topos
literario o si, de algún modo, se toman en serio a las divinidades
del monte Olimpo. Muchos personajes mitológicos se han convertido en
protagonistas de narrativas escritas, y de forma simétrica, muchos
protagonistas de narrativas seculares se han convertido en algo
similar a personajes de cuentos mitológicos. Los límites entre
héroes legendarios, dioses míticos, personajes literarios y entes
religiosos son a menudo bastante imprecisos.
El poder ético de los
personajes de ficción
Hemos
dicho que, a diferencia de todo el resto de objetos semióticos, que
están culturalmente sujetos a revisión y tal vez solo se parezcan a
los entes matemáticos, los personajes de
ficción no cambiarán nunca y serán para siempre los agentes de lo
qae hicieron. Por este motivo son importantes para nosotros,
especialmente desde un punto de vista moral.
Imaginemos
que estamos viendo una representación de Edipo
Rey, de
Sófocles. Deseamos con desesperación que Edipo tome cualquier
camino diferente de aquel que le lleva a encontrar y asesinar a su
padre. Nos preguntamos por qué acaba en Tebas y no, pongamos, en
Atenas, donde podría haberse casado con Friné o Aspasia. De modo
similar, leemos Hamlet
preguntándonos
por qué un chico tan simpático no podía casarse con Ofelia y vivir
feliz con ella, después de matar al sinvergüenza de su tío y
expulsar amablemente de Dinamarca a.su madre. ¿Por qué no podía
Heathcliff mostrar un poco más de fortaleza ante sus humillaciones,
esperando a poder casarse con Catherine y vivir con ella como un
digno caballero rural? ¿Por qué el príncipe Andréi no pudo
recuperarse de su enfermedad mortal y casarse con Natasha? ¿Por qué
Raskólnikov tiene la enfermiza idea de matar a la vieja en lugar de
terminar sus estudios y convertirse en un profesional respetado? ¿Por
qué cuando Gregor Sarasa se convierte en un patético escarabajo no
llega una hermosa princesa que le besa y lo transforma en el joven
más apuesto de Praga? ¿Por qué Robert Jordan no pudo aplastar a
esos cerdos fascistas en las áridas
colinas
de España y reencontrarse con su dulce María?
En
principio, podemos hacer que sucedan todas esas cosas. Solo tenemos
que reescribir Edipo,
Hamlet, Cumbres borrascosas, Guerra y paz, Crimen y castigo, La
metamorfosis y ¿Por quién doblan las campanas? Pero
¿de verdad queremos hacerlo?
La
devastadora experiencia de que, en contra de nuestros deseos, Hamlet,
Robert Jordan y el príncipe Andréi mueran —de que las cosas pasen
de una determinada manera y para siempre, sin que importen nuestros
deseos y
esperanzas
en el transcurso de la lectura— nos produce escalofríos, como si
sintiéramos el tacto del dedo del Destino. Nos damos cuenta de que
no podemos saber si Ahab capturará a la ballena blanca. La verdadera
lección de Moby
Dick es
que la ballena va a donde ella quiere ir. La naturaleza irresistible
de las grandes tragedias deriva del hecho de que sus héroes, en
lugar de escapar de un destino atroz, saltan al abismo —que han
cavado con sus propias manos— porque no tienen idea de qué les
espera; y
nosotros,
que vemos con claridad dónde se están metiendo ciegamente, no
podemos pararles. Tenemos acceso cognitivo al mundo de Edipo, y
lo
sabemos todo sobre él y Yocasta, pero ellos, aun viviendo en un
mundo que depende parasitariamente del nuestro, no saben nada sobre
nosotros. Los personajes de ficción no pueden comunicarse con
personas del mundo real2.
Este problema no es tan
caprichoso como parece. Por favor, traten de tomárselo en serio.
Edipo no puede imaginarse el mundo de Sófocles; de otro modo, no
acabaría casándose con su madre. Los personajes de ficción viven
en un mundo incompleto, o, para ser más rudos y políticamente
incorrectos, en un mundo discapacitado.
Pero
cuando verdaderamente entendemos su destino, empezamos a sospechar
que también nosotros, como ciudadanos del aquí y ahora, topamos con
nuestro destino simplemente porque pensamos en nuestro mundo de la
misma manera que los personajes de ficción piensan en el suyo. La
ficción sugiere que quizá nuestra visión del mundo real sea tan
imperfecta como la visión que los personajes de ficción tienen del
suyo.
Por este motivo, los personajes de ficción bien construidos se
convierten en ejemplos supremos de la «verdadera» condición
humana.
4
Mis listas
Como tuve una educación
católica, me acostumbré a recitar y a escuchar letanías. Las
letanías son repetitivas por naturaleza. Suelen ser listas de
laudatorias, como las letanías de la Virgen: «Sancta Maria»,
«Sancta dei genitrix», «Sancta Virgo virginum», «Mater Christi»,
«Mater divinae gratiae», «Mater purissima», etcétera.
Las letanías, como los
listines telefónicos y los catálogos, son un tipo de lista. Son
casos de enumeración. Al principio de mi carrera como narrador de
ficción, tal vez no fuera consciente de cuánto me gustaban las
listas. Ahora, después de cinco novelas y algunos otros intentos
literarios, estoy en condiciones de elaborar una lista completa de
mis listas. Pero semejante empresa requeriría demasiado tiempo, así
que me limitaré a citar algunas de mis enumeraciones, y —como
prueba de humildad— las compararé con algunos de los mejores
catálogos de la historia de la literatura mundial.
Listas prácticas y listas
poéticas
En
primer lugar, debemos distinguir entre listas «prácticas» (o
«pragmáticas») y aquellas que son «literarias» o «poéticas» o
«estéticas», siendo el último de estos adjetivos más amplio que
los dos primeros, ya que no solamente existen listas verbales, sino
también visuales, musicales y gestuales3.
Una lista práctica podría
ser una lista de la compra, un catálogo de biblioteca, un inventario
de objetos de cualquier lugar (como una oficina, un archivo o un
museo), la carta de un restaurante o incluso un diccionario, que
registra todas las palabras del léxico de una lengua determinada.
Las listas de este tipo tienen una función meramente referencial, ya
que sus componentes designan los objetos correspondientes; y si esos
objetos no existieran, la lista sería simplemente un documento
falso. Al registrar, como hacen, cosas que existen —que están
físicamente presentes en alguna parte—, las listas prácticas son
finitas. Por este motivo, no pueden ser alteradas, ya que no tendría
sentido incluir en el catálogo de un museo un cuadro que no forma
parte de su colección.
Por
el contrario, las listas poéticas son abiertas, y presuponen de
alguna manera un etcétera final. Tienen por objeto sugerir una
infinidad de personas, objetos o acontecimientos, y por dos razones:
1) el escritor es consciente de que la cantidad de cosas es demasiado
vasta para ser registrada, y 2) el escritor se deleita —a veces a
modo de placer puramente
auditivo— con las enumeraciones incesantes4.
A
su manera, las listas prácticas representan una forma, porque
confieren unidad a un conjunto de objetos que, con independencia de
lo disímiles que sean, están sujetos a una presión contextual, es
decir, que guardan relación entre sí simplemente porque están
todos en el mismo lugar, o porque constituyen el objetivo de un
proyecto determinado (un ejemplo sería la lista de invitados a una
fiesta). Una lista práctica no es nunca incongruente, siempre y
cuando podamos identificar el criterio de composición que la
gobierna. En la novela de Thornton Wilder El
puente de San Luis Rey hay
un grupo de personas que no tienen nada en común excepto la
circunstancia accidental de que cruzan el puente en el momento en que
se derrumba.
Un
excelente modelo de lista práctica es la famosa enumeración de
Leporello en Don
Giovanni, de
Mozart. Don Giovanni ha seducido a un gran número de mujeres del
país, criadas, damas de la ciudad, condesas, baronesas, marquesas,
princesas, mujeres de todo rango, forma y edad. Pero Leporello es un
contable preciso, y su catálogo es matemáticamente completo:
En Italia, seiscientas
cuarenta
en Alemania, doscientas
treinta y una,
cien en Francia, noventa y una
en Turquía,
pero en España son ya mil
tres.
Eso suma dos mil sesenta y
cinco, ni más, ni menos. Si don Giovanni sedujera a donna Ana o a
Zerlina al día siguiente, entonces habría una lista nueva.
Es obvio por qué la gente
hace listas prácticas, Pero ¿por qué hace listas poéticas?
La retórica de la
enumeración
Como he dicho, los escritores
hacen listas o bien cuando el conjunto de elementos del que se ocupan
es tan extenso que escapa a su capacidad de dominarlo, o bien cuando
se enamoran del sonido de las palabras que designan una serie de
cosas. En este último caso, uno pasa de una lista que se ocupa de
referentes y significados a una lista que se ocupa de significantes.
Piensen
en la genealogía de Jesús al principio del Evangelio de Mateo.
Somos libres de dudar de la existencia histórica de muchos de esos
antepasados, pero Mateo (o alguien en su lugar) quiso sin duda
introducir a personas «reales» en el mundo de sus creencias, de
modo que la lista tuviera un valor práctico y una función
referencial. En cambio, las letanías de la Virgen Bendita —un
catálogo de atributos prestado de pasajes de la Escritura o de la
tradición y la devoción populares— tiene que recitarse como un
mantra, casi como el «Om mani padme hum» de los budistas. No
importa demasiado si el virgo
es
potens
o
clemens
(en
cualquier caso, hasta el Concilio Vaticano II, las letanías las
recitaban en latín unos fieles que en su mayoría no entendían esa
lengua). Lo que importa es que uno se ve embargado por el sonido
hipnótico de la lista. Como sucede con las letanías de los santos,
lo que importa no es qué nombres están presentes y cuáles ausentes
en ellas, sino el hecho de que son enunciados rítmicamente durante
un período de tiempo suficientemente largo.
Es este último tipo de
motivación el que los retóricos de la Antigüedad analizaron y
definieron con detalle. Examinaron muchos casos en los que era menos
importante sugerir cantidades inagotables que atribuir propiedades a
cosas por agregación, a menudo por puro disfrute de la iteración.
Las
distintas formas de las listas consistían entonces en acumulaciones,
es decir, secuencias y yuxtaposiciones de términos lingüísticos
pertenecientes a la misma esfera conceptual. Una de esas formas de
acumulación se conocía como enumerado,
que
aparece con regularidad en la literatura medieval. A veces, los
términos de la lista parecen carecer de consistencia y homogeneidad,
porque su intención era definir las propiedades de Dios, y Dios,
según Pseudo Dionisio Areopagita, solo puede ser descrito por medio
de imágenes disímiles. De ahí que, en
el
siglo V, Enodio escribiera que Cristo era «la fuente, el camino, el
derecho, la roca, el león, el portador de la luz, el cordero; la
puerta, la esperanza, la virtud, la palabra, la sabiduría, el
profeta; la víctima, el vástago, el pastor, la montaña, el lazo,
la paloma; la llama, el gigante, el águila, la esposa, la paciencia,
el gusano»5.
Esas listas, como las letanías de la virgen, se denominan
panegíricos o encomiásticas.
Otra
forma de acumulación es la congeries,
una
secuencia de palabras o frases que significan lo mismo, y en la que
la misma idea se reproduce de manera muy numerosa. Eso se corresponde
con el principio de la «amplificación oratoria», que ilustra el
famoso primer discurso de Cicerón contra Catilina en el Senado
romano (63 a.C): «¿Hasta cuándo has de abusar de nuestra
paciencia, Catilina? ¿Cuándo nos veremos libres de tus sediciosos
intentos? ¿A qué extremos se arrojará tu desenfrenada audacia? ¿No
te arredran ni la nocturna guardia del Palatino, ni la vigilancia en
la ciudad, ni la alarma del pueblo, ni el acuerdo de todos los
hombres honrados, ni este protegidísimo lugar donde el Senado se
reúne, ni las miradas y semblantes de todos los senadores? ¿No
comprendes que tus designios están descubiertos? ¿No ves tu
conjuración fracasada por conocerla ya todos?»6.
Etcétera.
El
incrementum,
también
conocido como climax o gradatio,
es
una forma ligeramente diferente. Aun refiriéndose al mismo campo
conceptual, a cada, paso dice algo más, o con mayor intensidad. Un
ejemplo de ello se encuentra, una vez más, en el primer discurso de
Cicerón contra Catilina: «Nada haces, nada intentas, nada piensas
que yo no oiga o vea o sepa con certeza»7.
La retórica clásica también
define la enumeración por anáfora y la enumeración por asíndeton
o polisíndeton. La anáfora es la repetición de la misma palabra al
principio de cada oración o de cada verso. Puede que esto no
constituya siempre lo que llamaríamos una lista. Hay un hermoso
ejemplo de anáfora en el poema «Posibilidades» de Wislawa
Szymborska.
Prefiero el cine.
Prefiero los gatos.
Prefiero los robles a
orillas del Warta,
Prefiero Dickens a
Dostoievski.
Prefiero que me guste la
gente a amar a la humanidad.
Prefiero tener a mano hilo
y aguja.
Prefiero no afirmar
que la razón es la
culpable de todo.
Y
etcétera, en veintiséis líneas más8.
El
asíndeton es una estrategia retórica que omite las conjunciones
entre los elementos de una serie. Un buen ejemplo es el clásico
comienzo del Orlando
furioso de
Ariosto: «Las damas, caballeros, armas, amores, / y grandes hechos,
quiero aquí cantar»9.
Lo
contrario de un asíndeton es un polisíndeton, que une
todos
los elementos de una serie. En el libro II de El
paraíso perdido de
Milton, el verso 949 ilustra un asíndeton, seguido en el verso
siguiente por un polisíndeton:
y con cabeza, manos, alas y
pies,
nada, se sumerge, oscila,
se arrastra y vuela.
Pero
en la retórica tradicional, no hay una definición específica de
aquello que nos impresiona en forma de la vertiginosa voracidad de la
lista, especialmente en el caso de listas largas de cosas variadas,
como en este breve pasaje de la novela de Italo Calvino El
caballero inexistente:
Debéis
disculpar: somos muchachas del campo [...] fuera
de funciones religiosas, triduos, novenas, trabajos del campo,
trillas, vendimias, fustigaciones de siervos, incestos, incendios,
ahorcamientos, invasiones de ejércitos, saqueos, violaciones,
pestilencias, no hemos visto nada10.
Cuando
escribía mi tesis doctoral sobre estética medieval, leí mucha
poesía medieval y descubrí cuánto amaba la enumeración la Edad
Media. Tomen por ejemplo este elogio de la ciudad de Narbona que hizo
Sidonius Apollinaris, quien vivió
en
el
siglo V:
Salve Narbo, potens
salubritate, urbe et rure simul bonus videri, muris, civibus, ambito,
tabernis, portis, porticibus, foro theatro, delubris, capitoliis,
monetis, thermis, arcubus, horreis, macellis, pratis, fontibus,
insulis, salinis, stagnis, ilumine, merce, ponte, ponto; unus qui
venerere iure divos Laeneum, Cererem, Palem, Minervan spicis,
palmite, pascuis, trapetis.
No es necesario saber latín
para apreciar este tipo de listas. Lo que cuenta es la obstinación
de la enumeración; el tema de la lista —en este caso, los
elementos arquitectónicos de la ciudad— es irrelevante. El único
propósito verdadero de una buena lista es transmitir la idea de
infinidad y el vértigo del etcétera.
A
medida que me fui haciendo mayor y más sabio, descubrí las listas
de Rabelais y de Joyce. Las listas representan una inmensa parte del
vasto opus
de cada uno de estos autores. Pero como no puedo pasar por alto estos
modelos, que desempeñaron un papel decisivo en mi evolución como
escritor, permítanme citar al menos dos pasajes.
El primero es de Gargantúa:
Jugaban
al paso, a prima, al arrastre, al robo, al triunfo, a la picardía, a
las cien, a la espineta, a la malilla, al engaño, a pasa diez, a las
treinta y una, al chinchón, a las trescientas, a malas, a condenado,
a pillar, al tormento, al ronquido, al glic, a figuras, a la morra,
al ajedrez, al zorro, a tres en raya, a vacas, a la blanca, a
suertes, a los tres dados, a las tablas, al chaquete, al farfullo, a
la ranita, a los reales, al triquitraque, a tablero lleno, a tablero
tapado, al mentiroso, al forzado, a las damas, al mono, a primus,
secundus,
al clavo, a las llaves, al cuadrado, a pares o nones, a cara o cruz,
a las tablas, al agarrado, al croquet, al zapatero, al falso villano,
a charlatanes, al jorobado, al santo aparecido, a los pellizcos, al
peral, al pimpompedo, al danzarín, al corro, a batear, al vientre
con vientre, a la comba, a la varita, al tejo, al ya
llegué, al soplido, a los
bolos, a las bolas, al disco, al virote, a la pica en Roma, a
embucha-mierda, a Angenaxt, a bola corta, a la griega, a enroscarse,
a la piñata, a mi capricho, a las piruetas, a los palillos, a la
paja más corta, a volteretas, al escondite, a pique, a que se cae el
puente, a la gallina quieta, a la corneja, al saltamonte,
a la gallina ciega, a mírame y no me toques, al chivato, al
monigote, al gamote, al pistón, al boliche, a las reinas, a los
oficios, al cara a cara,
a la pinocha, a la mala muerte, a los capones, a lavar
la cofia, señora, a la
criba, a sembrar arena, al novato, al molinete, a defendo,
a la revirivuelta, al báculo, al labrador, a la lechuza, a la cara
tapada, al descontento, al lansquenete, al cabrón, al que
la tiene habla, a roba,
pasa, juega, fuera, a las
parejas, al inocente, a me lo pienso, a doblarse,
a la escalera, a campanillas, al tarot, al pisaverde,
quien gana pierde, al buho,
al gazapo, al tirolirolí, al primero
el cochinillo, a la cotorra,
al cuerno, al buey violado, a la lechuza, al aguanta-cosquillas,
a los pinchazos, a desherrar el asno, al laralí, al tararí
que te vi, a las sillas,
a barba de vela, a la
basquiña, a las sacadas, a librar, a pásame
el saco, compadre, a rabo de
carnero, al bote, a higos de Marsella, a la mosca, al arquero, a
desollar el zorro...11
Y así sucesivamente, por
espacio de varias páginas más.
El
segundo extracto procede del Ulises
de
Joyce, y representa un pequeño fragmento del decimoséptimo capítulo
(que tiene más de cien páginas). Es una relación de solo algunas
de las cosas que Bloom encuentra en el aparador de su cocina:
¿Qué
contenía el primer cajón que abrió? Un cuaderno de caligrafía
Veré Foster, propiedad de Milly (Millicent) Bloom, algunas páginas
del cual tenían dibujos diagramáticos marcados Papi, que mostraban
una gran cabeza esférica con 5 pelos tiesos, 2 ojos de perfil, el
tronco completamente de frente con 3 grandes botones, 1 pie
triangular; 2 fotografías descoloridas de la reina Alejandra de
Inglaterra y de Maud Branscombre, actriz y belleza profesional; una
felicitación de Navidad, mostrando una representación pictórica de
una planta parásita, el rótulo Mitzpah,
la fecha Navidad 1892, el
nombre de los remitentes; del señor y la señora M. Comerford, y la
aleluya Ojalá esta Navidad te
traiga felicidad, un cabo de
lacre rojo parcialmente licuefacto, obtenido de los almacenes de la
empresa Hely's Limited, calle Dame 89, 90 y 91; una caja que contenía
el resto de una gruesa de plumillas «J», obtenidas del mismo
departamento de la misma empresa; un viejo reloj de arena que se
volcaba conteniendo arena que se volcaba; una profecía sellada
(nunca abierta) escrita por Leopold Bloom en 1886 sobre las
consecuencias de la aprobación del proyecto de Ley de Autonomía de
William Ewart Gladstone, en 1886 (nunca aprobado como Ley); un tíquet
de tómbola N.° 2004, de la feria de beneficencia de San Kevin,
precio 6 peniques, 100 premios; una epístola infantil, fechada lunes
1 minúscula, que decía: P mayúscula Papi coma ce mayúscula Cómo
estás signo de interrogación y griega mayúscula Yo muy bien punto
y aparte empezar párrafo firma con rúbrica eme mayúscula Milly sin
punto; un broche de camafeo, propiedad de Ellen Bloom (nacida
Higgins), fallecida; un alfiler para echarpe con camafeo, propiedad
de Rudolph Bloom (nacido Virag), fallecido; 3 cartas a máquina,
dirigidas a Henry Flower, Lista de Correos Dolphins Barn: el nombre
transliterado y la dirección de la remitente de las tres cartas en
criptograma reservado alfabético boustrofedóntico puntuado
cuatrilinear (suprimidas las vocales) N. IGS./WI.UU. OX/W. OKS. MH/
Y. IM; un recorte de prensa de un semanario inglés, Modern
Society, tema el castigo
corporal en las escuelas de niñas; una cinta rosa que había
festoneado un huevo de Pascua el año 1899; dos preservativos de goma
parcialmente desenrollados con bolsa de reserva, adquiridos por
correo de Apartado 32, Lista de Correos, Charing
Cross, Londres W.C.; 1 paquete de 1 docena de sobres color crema y
papel de cartas ligeramente rayado, con filigrana, ahora reducidos a
3; algunas monedas austrohúngaras variadas; 2 cupones de la Lotería
con Privilegio Real de Hungría; una lente de aumento de baja
potencia…12
Bajo esa clase de influencias,
y con un gusto rabelaisiano por la acumulación, a principios de los
años sesenta escribí una carta a mi hijo (que en ese momento tenía
1 año) en la que le decía que en cuanto fuera posible, le daría un
gran montón de armas de juguete con el fin de convertirle de mayor
en un pacifista convencido. He aquí el arsenal que mencioné:
Así
que te regalaré fusiles. De dos cañones. De repetición.
Subfusiles. Cañones. Bazookas. Sables. Ejércitos de soldaditos de
plomo en uniforme completo de batalla. Castillos con puentes
levadizos. Fortificaciones a arrasar. Casamatas, almacenes de
pólvora, destructores, cazas. Ametralladoras, dagas, revólveres.
Cok y Winchester. Fusiles
Chassepot, del 91, Garands, cartuchos, arquebuces, culebrinas,
tirachinas, ballestas, bolas de plomo, catapultas, aviones Firebrand,
granadas, balistas, espadas, picas, arietes, alabardas y anclas de
escalada. Y piezas de ocho, como las del capitán Flint (en memoria
de Long John Silver y Ben Gunn), puñales, como los que le gustaban
tanto a Don Barrejo, piezas
toledanas para dar con ellas el golpe de las tres pistolas y dejar
seco al marqués de Montelimar, o usar la finta napolitana con la que
el barón de Sigognac fulminaba al primer rufián que se atreviera a
robarle a su Isabella. Y luego hachas de batalla, partisanos,
misericordes, krises, jabalinas, cimitarras, dardos y bastones como
el que John Carradine sostenía cuando se electrocutó en la tercera
vía, y quien no se acuerde, peor para él. Y alfanjes que harían
palidecer de envidia a Carmaux y Van Stiller, y pistolas con
arabescos como jamás vio sir James Brook (de otro modo no se hubiera
rendido ante el sardónico, enésimo cigarrillo del portugués), y
estiletos de hojas triangulares, como la que el discípulo de sir
William, cuando el día se apagaba suavemente sobre Clignancourt,
mató al asesino Zampa, quien mató a su propia madre, la vieja y
sorda Fipart. Y peras vaginales, como las que introdujeron en la boca
del carcelero La Ramée mientras el duque de Beaufort, los pelos de
su barba cobriza aún más fascinantes gracias a los constantes
cuidados de un peine de plomo, se alejaba degustando ya la futura ira
de Mazarino. Y bocas de cañón con agujas, para ser disparadas por
hombres de dientes con manchas rojas de betel, y pistolas con culata
de madreperla, para ocuparse de corsarios árabes de pelo brillante y
piernas nerviosas, arcos efectivísimos, que ponen verde al sherif de
Nottingham, y cuchillos de escalpar, como el que Minnehaha
seguramente usó o (ya que eres bilingüe) Winnetou. Pequeñas
pistolas planas, de marsina, para golpes de ladrón gentilhombre, o
pesadísimas Luger que ocupan todo el bolsillo o llenan toda una
axila a lo Michael Shayne. Y más fusiles. Fusiles, fusiles de Jesse
James y Wild Bill Hickok o de Sambigliong, de avancarga. En otras
palabras, armas. Muchas armas. Esto te traerán tus navidades13.
Cuando
empecé a escribir El
nombre de la rosa, tomé
prestados de antiguas crónicas los nombres de distintas clases de
vagabundos, ladrones y herejes errantes para dar una idea de la gran
confusión social y religiosa que prevaleció durante el siglo XIV en
Italia. Mi lista venía justificada por la cantidad de ese tipo de
gente poco ortodoxa y errática, pero está claro que me complací en
ampliar ese batiburrillo por afición al flatus
vocis, al
puro placer del sonido.
Con palabras truncadas,
obligándome a recordar lo poco que sabía de provenzal y de algunos
dialectos italianos, me contó su fuga de la aldea natal, y su
vagabundeo por el mundo. Y en su relato reconocí a muchos que ya
había conocido o encontrado por el camino, y ahora reconozco a
muchos otros que conocí más tarde, de modo que quizá, después de
[...]
[...] Salvatore viajó por
diversos países, desde su Monferrate natal hacia la Liguria, y
después a Provenza, para subir luego hacia las tierras del rey de
Francia.
Salvatore vagó por el mundo,
mendigando, sisando, fingiéndose enfermo, sirviendo cada tanto a
algún señor, para volver después al bosque y al camino real. Por
el relato que me hizo, lo imaginé unido a aquellas bandas de
vagabundos que luego, en los años que siguieron, vería pulular cada
vez más por toda Europa: falsos monjes, charlatanes, tramposos,
truhanes, perdularios y harapientos, leprosos y tullidos, caminantes,
vagabundos, cantores ambulantes, clérigos apatridas, estudiantes que
iban de un sitio a otro, tahúres, malabaristas, mercenarios
inválidos, judíos errantes, antiguos cautivos de los infieles que
vagaban con la mente perturbada, locos, desterrados, malhechores con
las orejas cortadas, sodomitas, y, mezclados con ellos, artesanos
ambulantes, tejedores, caldereros, silleros, afiladores, empajadores,
albañiles, junto con pícaros de toda calaña, tahúres, bribones,
pillos, granujas, bellacos, tunantes, faramalleros, saltimbanquis,
trotamundos, buscones, y canónigos y curas simoníacos y
prevaricadores, y gente que ya solo vivía de la inocencia ajena,
falsificadores de bulas y sellos papales de indulgencias, falsos
paralíticos que se echaban a la puerta de las iglesias, tránsfugas
de los conventos, vendedores de reliquias, perdonadores, adivinos y
quiromantes, nigromantes, curanderos, falsos mendicantes, y
fornicadores de toda calaña, corruptores de monjas y de muchachas
por el engaño o la violencia, falsos hidrópicos, epilépticos
fingidos, seudohemorróidicos, simuladores de gota, falsos llagados,
e incluso falsos dementes, melancólicos ficticios. Algunos se
aplicaban emplastos en el cuerpo para fingir llagas incurables, otros
se llenaban la boca de una sustancia del color de la sangre para
simular esputos de tuberculoso, y había pícaros que simulaban la
invalidez de alguno de sus miembros, que llevaban bastones sin
necesitarlos, que imitaban ataques de epilepsia, que se fingían
sarnosos, con falsos bubones, con tumores simulados, llenos de
vendas, pintados con tintura de azafrán, con hierros en las manos y
vendajes en la cabeza, colándose hediondos en las iglesias y
dejándose caer de golpe en las plazas, escupiendo baba y con los
ojos en blanco, echando por la nariz una sangre hecha con zumo de
moras y bermellón, para robar comida o dinero a las gentes
atemorizadas que les recordaban la invitación de los santos padres a
la limosna: comparte tu pan con el hambriento, ofrece tu casa al que
no tiene techo, visitemos a Cristo, recibamos a Cristo, porque así
como el agua purga al fuego, la limosna purga nuestros pecados.
También después de la época
a la que me estoy refiriendo he visto y sigo viendo, a lo largo del
Danubio, muchos de aquellos charlatanes, que, como los demonios,
tenían sus propios nombres y sus propias subdivisiones [...]
Era como légamo que se
derramaba por los senderos de nuestro mundo, y entre ellos se
mezclaban predicadores de buena fe, herejes en busca de nuevas
presas, sembradores de discordia [...]
[...]
y así había pasado a formar parte de unas sectas y grupos de
penitentes cuyos nombres no sabía repetir y cuyas doctrinas apenas
lograba explicar. Deduje que se había encontrado con patarinos y
valdenses, y quizá también con
cátaros, arnaldistas y humillados, y que vagando por el mundo
había pasado de un grupo a otro, asumiendo poco a
poco como misión su vida errante, y haciendo por el Señor
lo que hasta entonces había hecho por su vientre14.
1
Para ser rigurosos, deberíamos decir
que la expresión «Jesucristo» se refiere a dos objetos
diferentes, y que cuando alguien pronuncia ese nombre deberíamos
—para dar significado a la pronunciación— determinar qué tipo
de creencias religiosas (o no religiosas) comparte el hablante.
2
Sobre estas cuestiones, véase Umberto Eco, The
Role of the Reader, Bloomington,
Indiana University Press, 1979.
3
Véase Umberto Eco, El
vértigo de las listas, trad.
de María Pons Irazazábal, Barcelona, Lumen, 2009.
4
Sobre la diferencia enere listas
«pragmáticas» y «literarias», véase Robert E. Belknap, The
List, New Haven, Yale
University Press, 2004. Una valiosa antología de listas literarias
se encuentra asimismo en Francis Spufford, ed., The
Chatto Book of Cabbages and Kings: Lists in Literature, Londres,
Chatto and Windus, 1989. Belknap piensa que las listas «pragmáticas»
pueden extenderse hasta el infinito (un listín telefónico, por
ejemplo, puede alargarse cada año, y podemos alargar una lista de
la compra de camino a la tienda), mientras que las listas que llama
«literarias» son de hecho cerradas debido a las restricciones
formales de la obra que las contiene (métrica, rima, forma de
soneto, etcétera). Me parece que es fácil darle la vuelta a ese
argumento. En la medida en que designan una serie finita de cosas en
un momento determinado, las listas prácticas son necesariamente
finitas. Pueden extenderse, sin duda, como sucede con un listín
telefónico, pero el listín de 2008, comparado con el de 2007, es
simplemente otra lista. En contraste con ello, y a pesar de las
restricciones que implican las técnicas artísticas, todas las
listas poéticas que mencionaré más adelante podrían extenderse
ad infinitum.
5
Enodio, Carmina,
libro 9, secc. 323C, en
Patrología Latina, ed.
de J.P. Migne, vol. 63, París, 1847.
6
Cicerón, «Primera Catilinaria»,
trad. de Juan Bautista Calvo, Barcelona, Planeta, 1994.
7
Ibíd.
8
Wislawa Szymborska, «Posibilidades»,
en Poesía no completa, trad.
de Abel A. Murcia Soriano y Gerardo Beltrán, México, Fondo de
Cultura Económica, 2009.
9
Traducción de Hernando Alcocer, 1550.
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