viernes, 24 de agosto de 2018

UMBERTO ECO. CONFESIONES DE UN JOVEN NOVELISTA.


Otros objetos semióticos

¿Hay alguien más que comparta el mismo destino? Sí: los héroes y dioses de toda mitología; los seres legendarios como los unicornios, los elfos, las hadas y Santa Claus; y casi todos los entes reverenciados por las distintas religiones del mundo. Es obvio que para un ateo todo ente religioso es ficticio, mientras que para un creyente existe un mundo espiritual de «objetos sobrenaturales» (dioses, ángeles, etcétera) inaccesibles a nuestros sentidos pero absolutamente «reales». Y en este sentido, un ateo y un creyente se basan en dos ontologías diferentes. Pero si los católicos romanos creen que un Dios en persona existe verdaderamente y asumen que el Espíritu Santo procede de Él y de Su Hijo, entonces tienen que ver a Alá, Shiva y el Gran Espíritu de las Praderas como meras ficciones, inventadas por narrativas sacras. Del mismo modo, para un budista, el Dios de la Biblia es un individuo ficticio, y el Gitche Manitú de los algonquinos es un ser de ficción para un musulmán o un cristiano. Esto significa que para un creyente en una fe determinada todos los entes religiosos de otras religiones —en otras palabras, la abrumadora mayoría de esos entes— son individuos ficticios, así que debemos considerar ficticios a aproximadamente el noventa por ciento de todos los entes religiosos.
Los términos que designan a los entes religiosos tienen una referencia semántica dual. Para un escéptico, Jesucristo era un OFE que existió durante treinta y tres años a comienzos del primer milenio; para un cristiano devoto, es un objeto que sigue subsistiendo (en el cielo, según el imaginario popular) en una forma no material de existencia1. Hay muchos casos de referencia semántica dual. Pero a la hora de averiguar las verdaderas creencias de la gente corriente, algunos británicos (como hemos dicho) creen que Sherlock Holmes fue una persona de verdad. Del mismo modo, se sabe de muchos poetas cristianos que han empezado sus versos invocando a las musas de Apolo, y no podríamos decir realmente si solo están usando un topos literario o si, de algún modo, se toman en serio a las divinidades del monte Olimpo. Muchos personajes mitológicos se han convertido en protagonistas de narrativas escritas, y de forma simétrica, muchos protagonistas de narrativas seculares se han convertido en algo similar a personajes de cuentos mitológicos. Los límites entre héroes legendarios, dioses míticos, personajes literarios y entes religiosos son a menudo bastante imprecisos.

El poder ético de los personajes de ficción

Hemos dicho que, a diferencia de todo el resto de objetos semióticos, que están culturalmente sujetos a revisión y tal vez solo se parezcan a los entes matemáticos, los personajes de ficción no cambiarán nunca y serán para siempre los agentes de lo qae hicieron. Por este motivo son importantes para nosotros, especialmente desde un punto de vista moral.
Imaginemos que estamos viendo una representación de Edipo Rey, de Sófocles. Deseamos con desesperación que Edipo tome cualquier camino diferente de aquel que le lleva a encontrar y asesinar a su padre. Nos preguntamos por qué acaba en Tebas y no, pongamos, en Atenas, donde podría haberse casado con Friné o Aspasia. De modo similar, leemos Hamlet preguntándonos por qué un chico tan simpático no podía casarse con Ofelia y vivir feliz con ella, después de matar al sinvergüenza de su tío y expulsar amablemente de Dinamarca a.su madre. ¿Por qué no podía Heathcliff mostrar un poco más de fortaleza ante sus humillaciones, esperando a poder casarse con Catherine y vivir con ella como un digno caballero rural? ¿Por qué el príncipe Andréi no pudo recuperarse de su enfermedad mortal y casarse con Natasha? ¿Por qué Raskólnikov tiene la enfermiza idea de matar a la vieja en lugar de terminar sus estudios y convertirse en un profesional respetado? ¿Por qué cuando Gregor Sarasa se convierte en un patético escarabajo no llega una hermosa princesa que le besa y lo transforma en el joven más apuesto de Praga? ¿Por qué Robert Jordan no pudo aplastar a esos cerdos fascistas en las áridas colinas de España y reencontrarse con su dulce María?
En principio, podemos hacer que sucedan todas esas cosas. Solo tenemos que reescribir Edipo, Hamlet, Cumbres borrascosas, Guerra y paz, Crimen y castigo, La metamorfosis y ¿Por quién doblan las campanas? Pero ¿de verdad queremos hacerlo?
La devastadora experiencia de que, en contra de nuestros deseos, Hamlet, Robert Jordan y el príncipe Andréi mueran —de que las cosas pasen de una determinada manera y para siempre, sin que importen nuestros deseos y esperanzas en el transcurso de la lectura— nos produce escalofríos, como si sintiéramos el tacto del dedo del Destino. Nos damos cuenta de que no podemos saber si Ahab capturará a la ballena blanca. La verdadera lección de Moby Dick es que la ballena va a donde ella quiere ir. La naturaleza irresistible de las grandes tragedias deriva del hecho de que sus héroes, en lugar de escapar de un destino atroz, saltan al abismo —que han cavado con sus propias manos— porque no tienen idea de qué les espera; y nosotros, que vemos con claridad dónde se están metiendo ciegamente, no podemos pararles. Tenemos acceso cognitivo al mundo de Edipo, y lo sabemos todo sobre él y Yocasta, pero ellos, aun viviendo en un mundo que depende parasitariamente del nuestro, no saben nada sobre nosotros. Los personajes de ficción no pueden comunicarse con personas del mundo real2.
Este problema no es tan caprichoso como parece. Por favor, traten de tomárselo en serio. Edipo no puede imaginarse el mundo de Sófocles; de otro modo, no acabaría casándose con su madre. Los personajes de ficción viven en un mundo incompleto, o, para ser más rudos y políticamente incorrectos, en un mundo discapacitado.
Pero cuando verdaderamente entendemos su destino, empezamos a sospechar que también nosotros, como ciudadanos del aquí y ahora, topamos con nuestro destino simplemente porque pensamos en nuestro mundo de la misma manera que los personajes de ficción piensan en el suyo. La ficción sugiere que quizá nuestra visión del mundo real sea tan imperfecta como la visión que los personajes de ficción tienen del suyo. Por este motivo, los personajes de ficción bien construidos se convierten en ejemplos supremos de la «verdadera» condición humana.
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Mis listas


Como tuve una educación católica, me acostumbré a recitar y a escuchar letanías. Las letanías son repetitivas por naturaleza. Suelen ser listas de laudatorias, como las letanías de la Virgen: «Sancta Maria», «Sancta dei genitrix», «Sancta Virgo virginum», «Mater Christi», «Mater divinae gratiae», «Mater purissima», etcétera.
Las letanías, como los listines telefónicos y los catálogos, son un tipo de lista. Son casos de enumeración. Al principio de mi carrera como narrador de ficción, tal vez no fuera consciente de cuánto me gustaban las listas. Ahora, después de cinco novelas y algunos otros intentos literarios, estoy en condiciones de elaborar una lista completa de mis listas. Pero semejante empresa requeriría demasiado tiempo, así que me limitaré a citar algunas de mis enumeraciones, y —como prueba de humildad— las compararé con algunos de los mejores catálogos de la historia de la literatura mundial.

Listas prácticas y listas poéticas

En primer lugar, debemos distinguir entre listas «prácticas» (o «pragmáticas») y aquellas que son «literarias» o «poéticas» o «estéticas», siendo el último de estos adjetivos más amplio que los dos primeros, ya que no solamente existen listas verbales, sino también visuales, musicales y gestuales3.
Una lista práctica podría ser una lista de la compra, un catálogo de biblioteca, un inventario de objetos de cualquier lugar (como una oficina, un archivo o un museo), la carta de un restaurante o incluso un diccionario, que registra todas las palabras del léxico de una lengua determinada. Las listas de este tipo tienen una función meramente referencial, ya que sus componentes designan los objetos correspondientes; y si esos objetos no existieran, la lista sería simplemente un documento falso. Al registrar, como hacen, cosas que existen —que están físicamente presentes en alguna parte—, las listas prácticas son finitas. Por este motivo, no pueden ser alteradas, ya que no tendría sentido incluir en el catálogo de un museo un cuadro que no forma parte de su colección.
Por el contrario, las listas poéticas son abiertas, y presuponen de alguna manera un etcétera final. Tienen por objeto sugerir una infinidad de personas, objetos o acontecimientos, y por dos razones: 1) el escritor es consciente de que la cantidad de cosas es demasiado vasta para ser registrada, y 2) el escritor se deleita —a veces a modo de placer puramente auditivo— con las enumeraciones incesantes4. A su manera, las listas prácticas representan una forma, porque confieren unidad a un conjunto de objetos que, con independencia de lo disímiles que sean, están sujetos a una presión contextual, es decir, que guardan relación entre sí simplemente porque están todos en el mismo lugar, o porque constituyen el objetivo de un proyecto determinado (un ejemplo sería la lista de invitados a una fiesta). Una lista práctica no es nunca incongruente, siempre y cuando podamos identificar el criterio de composición que la gobierna. En la novela de Thornton Wilder El puente de San Luis Rey hay un grupo de personas que no tienen nada en común excepto la circunstancia accidental de que cruzan el puente en el momento en que se derrumba.
Un excelente modelo de lista práctica es la famosa enumeración de Leporello en Don Giovanni, de Mozart. Don Giovanni ha seducido a un gran número de mujeres del país, criadas, damas de la ciudad, condesas, baronesas, marquesas, princesas, mujeres de todo rango, forma y edad. Pero Leporello es un contable preciso, y su catálogo es matemáticamente completo:

En Italia, seiscientas cuarenta
en Alemania, doscientas treinta y una,
cien en Francia, noventa y una en Turquía,
pero en España son ya mil tres.

Eso suma dos mil sesenta y cinco, ni más, ni menos. Si don Giovanni sedujera a donna Ana o a Zerlina al día siguiente, entonces habría una lista nueva.
Es obvio por qué la gente hace listas prácticas, Pero ¿por qué hace listas poéticas?

La retórica de la enumeración

Como he dicho, los escritores hacen listas o bien cuando el conjunto de elementos del que se ocupan es tan extenso que escapa a su capacidad de dominarlo, o bien cuando se enamoran del sonido de las palabras que designan una serie de cosas. En este último caso, uno pasa de una lista que se ocupa de referentes y significados a una lista que se ocupa de significantes.
Piensen en la genealogía de Jesús al principio del Evangelio de Mateo. Somos libres de dudar de la existencia histórica de muchos de esos antepasados, pero Mateo (o alguien en su lugar) quiso sin duda introducir a personas «reales» en el mundo de sus creencias, de modo que la lista tuviera un valor práctico y una función referencial. En cambio, las letanías de la Virgen Bendita —un catálogo de atributos prestado de pasajes de la Escritura o de la tradición y la devoción populares— tiene que recitarse como un mantra, casi como el «Om mani padme hum» de los budistas. No importa demasiado si el virgo es potens o clemens (en cualquier caso, hasta el Concilio Vaticano II, las letanías las recitaban en latín unos fieles que en su mayoría no entendían esa lengua). Lo que importa es que uno se ve embargado por el sonido hipnótico de la lista. Como sucede con las letanías de los santos, lo que importa no es qué nombres están presentes y cuáles ausentes en ellas, sino el hecho de que son enunciados rítmicamente durante un período de tiempo suficientemente largo.
Es este último tipo de motivación el que los retóricos de la Antigüedad analizaron y definieron con detalle. Examinaron muchos casos en los que era menos importante sugerir cantidades inagotables que atribuir propiedades a cosas por agregación, a menudo por puro disfrute de la iteración.
Las distintas formas de las listas consistían entonces en acumulaciones, es decir, secuencias y yuxtaposiciones de términos lingüísticos pertenecientes a la misma esfera conceptual. Una de esas formas de acumulación se conocía como enumerado, que aparece con regularidad en la literatura medieval. A veces, los términos de la lista parecen carecer de consistencia y homogeneidad, porque su intención era definir las propiedades de Dios, y Dios, según Pseudo Dionisio Areopagita, solo puede ser descrito por medio de imágenes disímiles. De ahí que, en el siglo V, Enodio escribiera que Cristo era «la fuente, el camino, el derecho, la roca, el león, el portador de la luz, el cordero; la puerta, la esperanza, la virtud, la palabra, la sabiduría, el profeta; la víctima, el vástago, el pastor, la montaña, el lazo, la paloma; la llama, el gigante, el águila, la esposa, la paciencia, el gusano»5. Esas listas, como las letanías de la virgen, se denominan panegíricos o encomiásticas.
Otra forma de acumulación es la congeries, una secuencia de palabras o frases que significan lo mismo, y en la que la misma idea se reproduce de manera muy numerosa. Eso se corresponde con el principio de la «amplificación oratoria», que ilustra el famoso primer discurso de Cicerón contra Catilina en el Senado romano (63 a.C): «¿Hasta cuándo has de abusar de nuestra paciencia, Catilina? ¿Cuándo nos veremos libres de tus sediciosos intentos? ¿A qué extremos se arrojará tu desenfrenada audacia? ¿No te arredran ni la nocturna guardia del Palatino, ni la vigilancia en la ciudad, ni la alarma del pueblo, ni el acuerdo de todos los hombres honrados, ni este protegidísimo lugar donde el Senado se reúne, ni las miradas y semblantes de todos los senadores? ¿No comprendes que tus designios están descubiertos? ¿No ves tu conjuración fracasada por conocerla ya todos?»6. Etcétera.
El incrementum, también conocido como climax o gradatio, es una forma ligeramente diferente. Aun refiriéndose al mismo campo conceptual, a cada, paso dice algo más, o con mayor intensidad. Un ejemplo de ello se encuentra, una vez más, en el primer discurso de Cicerón contra Catilina: «Nada haces, nada intentas, nada piensas que yo no oiga o vea o sepa con certeza»7.
La retórica clásica también define la enumeración por anáfora y la enumeración por asíndeton o polisíndeton. La anáfora es la repetición de la misma palabra al principio de cada oración o de cada verso. Puede que esto no constituya siempre lo que llamaríamos una lista. Hay un hermoso ejemplo de anáfora en el poema «Posibilidades» de Wislawa Szymborska.

Prefiero el cine.
Prefiero los gatos.
Prefiero los robles a orillas del Warta,
Prefiero Dickens a Dostoievski.
Prefiero que me guste la gente a amar a la humanidad.
Prefiero tener a mano hilo y aguja.
Prefiero no afirmar
que la razón es la culpable de todo.

Y etcétera, en veintiséis líneas más8.
El asíndeton es una estrategia retórica que omite las conjunciones entre los elementos de una serie. Un buen ejemplo es el clásico comienzo del Orlando furioso de Ariosto: «Las damas, caballeros, armas, amores, / y grandes hechos, quiero aquí cantar»9.
Lo contrario de un asíndeton es un polisíndeton, que une todos los elementos de una serie. En el libro II de El paraíso perdido de Milton, el verso 949 ilustra un asíndeton, seguido en el verso siguiente por un polisíndeton:

y con cabeza, manos, alas y pies,
nada, se sumerge, oscila, se arrastra y vuela.

Pero en la retórica tradicional, no hay una definición específica de aquello que nos impresiona en forma de la vertiginosa voracidad de la lista, especialmente en el caso de listas largas de cosas variadas, como en este breve pasaje de la novela de Italo Calvino El caballero inexistente:

Debéis disculpar: somos muchachas del campo [...] fuera de funciones religiosas, triduos, novenas, trabajos del campo, trillas, vendimias, fustigaciones de siervos, incestos, incendios, ahorcamientos, invasiones de ejércitos, saqueos, violaciones, pestilencias, no hemos visto nada10.

Cuando escribía mi tesis doctoral sobre estética medieval, leí mucha poesía medieval y descubrí cuánto amaba la enumeración la Edad Media. Tomen por ejemplo este elogio de la ciudad de Narbona que hizo Sidonius Apollinaris, quien vivió en el siglo V:

Salve Narbo, potens salubritate, urbe et rure simul bonus videri, muris, civibus, ambito, tabernis, portis, porticibus, foro theatro, delubris, capitoliis, monetis, thermis, arcubus, horreis, macellis, pratis, fontibus, insulis, salinis, stagnis, ilumine, merce, ponte, ponto; unus qui venerere iure divos Laeneum, Cererem, Palem, Minervan spicis, palmite, pascuis, trapetis.

No es necesario saber latín para apreciar este tipo de listas. Lo que cuenta es la obstinación de la enumeración; el tema de la lista —en este caso, los elementos arquitectónicos de la ciudad— es irrelevante. El único propósito verdadero de una buena lista es transmitir la idea de infinidad y el vértigo del etcétera.
A medida que me fui haciendo mayor y más sabio, descubrí las listas de Rabelais y de Joyce. Las listas representan una inmensa parte del vasto opus de cada uno de estos autores. Pero como no puedo pasar por alto estos modelos, que desempeñaron un papel decisivo en mi evolución como escritor, permítanme citar al menos dos pasajes.
El primero es de Gargantúa:

Jugaban al paso, a prima, al arrastre, al robo, al triunfo, a la picardía, a las cien, a la espineta, a la malilla, al engaño, a pasa diez, a las treinta y una, al chinchón, a las trescientas, a malas, a condenado, a pillar, al tormento, al ronquido, al glic, a figuras, a la morra, al ajedrez, al zorro, a tres en raya, a vacas, a la blanca, a suertes, a los tres dados, a las tablas, al chaquete, al farfullo, a la ranita, a los reales, al triquitraque, a tablero lleno, a tablero tapado, al mentiroso, al forzado, a las damas, al mono, a primus, secundus, al clavo, a las llaves, al cuadrado, a pares o nones, a cara o cruz, a las tablas, al agarrado, al croquet, al zapatero, al falso villano, a charlatanes, al jorobado, al santo aparecido, a los pellizcos, al peral, al pimpompedo, al danzarín, al corro, a batear, al vientre con vientre, a la comba, a la varita, al tejo, al ya llegué, al soplido, a los bolos, a las bolas, al disco, al virote, a la pica en Roma, a embucha-mierda, a Angenaxt, a bola corta, a la griega, a enroscarse, a la piñata, a mi capricho, a las piruetas, a los palillos, a la paja más corta, a volteretas, al escondite, a pique, a que se cae el puente, a la gallina quieta, a la corneja, al saltamonte, a la gallina ciega, a mírame y no me toques, al chivato, al monigote, al gamote, al pistón, al boliche, a las reinas, a los oficios, al cara a cara, a la pinocha, a la mala muerte, a los capones, a lavar la cofia, señora, a la criba, a sembrar arena, al novato, al molinete, a defendo, a la revirivuelta, al báculo, al labrador, a la lechuza, a la cara tapada, al descontento, al lansquenete, al cabrón, al que la tiene habla, a roba, pasa, juega, fuera, a las parejas, al inocente, a me lo pienso, a doblarse, a la escalera, a campanillas, al tarot, al pisaverde, quien gana pierde, al buho, al gazapo, al tirolirolí, al primero el cochinillo, a la cotorra, al cuerno, al buey violado, a la lechuza, al aguanta-cosquillas, a los pinchazos, a desherrar el asno, al laralí, al tararí que te vi, a las sillas, a barba de vela, a la basquiña, a las sacadas, a librar, a pásame el saco, compadre, a rabo de carnero, al bote, a higos de Marsella, a la mosca, al arquero, a desollar el zorro...11

Y así sucesivamente, por espacio de varias páginas más.
El segundo extracto procede del Ulises de Joyce, y representa un pequeño fragmento del decimoséptimo capítulo (que tiene más de cien páginas). Es una relación de solo algunas de las cosas que Bloom encuentra en el aparador de su cocina:

¿Qué contenía el primer cajón que abrió? Un cuaderno de caligrafía Veré Foster, propiedad de Milly (Millicent) Bloom, algunas páginas del cual tenían dibujos diagramáticos marcados Papi, que mostraban una gran cabeza esférica con 5 pelos tiesos, 2 ojos de perfil, el tronco completamente de frente con 3 grandes botones, 1 pie triangular; 2 fotografías descoloridas de la reina Alejandra de Inglaterra y de Maud Branscombre, actriz y belleza profesional; una felicitación de Navidad, mostrando una representación pictórica de una planta parásita, el rótulo Mitzpah, la fecha Navidad 1892, el nombre de los remitentes; del señor y la señora M. Comerford, y la aleluya Ojalá esta Navidad te traiga felicidad, un cabo de lacre rojo parcialmente licuefacto, obtenido de los almacenes de la empresa Hely's Limited, calle Dame 89, 90 y 91; una caja que contenía el resto de una gruesa de plumillas «J», obtenidas del mismo departamento de la misma empresa; un viejo reloj de arena que se volcaba conteniendo arena que se volcaba; una profecía sellada (nunca abierta) escrita por Leopold Bloom en 1886 sobre las consecuencias de la aprobación del proyecto de Ley de Autonomía de William Ewart Gladstone, en 1886 (nunca aprobado como Ley); un tíquet de tómbola N.° 2004, de la feria de beneficencia de San Kevin, precio 6 peniques, 100 premios; una epístola infantil, fechada lunes 1 minúscula, que decía: P mayúscula Papi coma ce mayúscula Cómo estás signo de interrogación y griega mayúscula Yo muy bien punto y aparte empezar párrafo firma con rúbrica eme mayúscula Milly sin punto; un broche de camafeo, propiedad de Ellen Bloom (nacida Higgins), fallecida; un alfiler para echarpe con camafeo, propiedad de Rudolph Bloom (nacido Virag), fallecido; 3 cartas a máquina, dirigidas a Henry Flower, Lista de Correos Dolphins Barn: el nombre transliterado y la dirección de la remitente de las tres cartas en criptograma reservado alfabético boustrofedóntico puntuado cuatrilinear (suprimidas las vocales) N. IGS./WI.UU. OX/W. OKS. MH/ Y. IM; un recorte de prensa de un semanario inglés, Modern Society, tema el castigo corporal en las escuelas de niñas; una cinta rosa que había festoneado un huevo de Pascua el año 1899; dos preservativos de goma parcialmente desenrollados con bolsa de reserva, adquiridos por correo de Apartado 32, Lista de Correos, Charing Cross, Londres W.C.; 1 paquete de 1 docena de sobres color crema y papel de cartas ligeramente rayado, con filigrana, ahora reducidos a 3; algunas monedas austrohúngaras variadas; 2 cupones de la Lotería con Privilegio Real de Hungría; una lente de aumento de baja potencia…12

Bajo esa clase de influencias, y con un gusto rabelaisiano por la acumulación, a principios de los años sesenta escribí una carta a mi hijo (que en ese momento tenía 1 año) en la que le decía que en cuanto fuera posible, le daría un gran montón de armas de juguete con el fin de convertirle de mayor en un pacifista convencido. He aquí el arsenal que mencioné:

Así que te regalaré fusiles. De dos cañones. De repetición. Subfusiles. Cañones. Bazookas. Sables. Ejércitos de soldaditos de plomo en uniforme completo de batalla. Castillos con puentes levadizos. Fortificaciones a arrasar. Casamatas, almacenes de pólvora, destructores, cazas. Ametralladoras, dagas, revólveres. Cok y Winchester. Fusiles Chassepot, del 91, Garands, cartuchos, arquebuces, culebrinas, tirachinas, ballestas, bolas de plomo, catapultas, aviones Firebrand, granadas, balistas, espadas, picas, arietes, alabardas y anclas de escalada. Y piezas de ocho, como las del capitán Flint (en memoria de Long John Silver y Ben Gunn), puñales, como los que le gustaban tanto a Don Barrejo, piezas toledanas para dar con ellas el golpe de las tres pistolas y dejar seco al marqués de Montelimar, o usar la finta napolitana con la que el barón de Sigognac fulminaba al primer rufián que se atreviera a robarle a su Isabella. Y luego hachas de batalla, partisanos, misericordes, krises, jabalinas, cimitarras, dardos y bastones como el que John Carradine sostenía cuando se electrocutó en la tercera vía, y quien no se acuerde, peor para él. Y alfanjes que harían palidecer de envidia a Carmaux y Van Stiller, y pistolas con arabescos como jamás vio sir James Brook (de otro modo no se hubiera rendido ante el sardónico, enésimo cigarrillo del portugués), y estiletos de hojas triangulares, como la que el discípulo de sir William, cuando el día se apagaba suavemente sobre Clignancourt, mató al asesino Zampa, quien mató a su propia madre, la vieja y sorda Fipart. Y peras vaginales, como las que introdujeron en la boca del carcelero La Ramée mientras el duque de Beaufort, los pelos de su barba cobriza aún más fascinantes gracias a los constantes cuidados de un peine de plomo, se alejaba degustando ya la futura ira de Mazarino. Y bocas de cañón con agujas, para ser disparadas por hombres de dientes con manchas rojas de betel, y pistolas con culata de madreperla, para ocuparse de corsarios árabes de pelo brillante y piernas nerviosas, arcos efectivísimos, que ponen verde al sherif de Nottingham, y cuchillos de escalpar, como el que Minnehaha seguramente usó o (ya que eres bilingüe) Winnetou. Pequeñas pistolas planas, de marsina, para golpes de ladrón gentilhombre, o pesadísimas Luger que ocupan todo el bolsillo o llenan toda una axila a lo Michael Shayne. Y más fusiles. Fusiles, fusiles de Jesse James y Wild Bill Hickok o de Sambigliong, de avancarga. En otras palabras, armas. Muchas armas. Esto te traerán tus navidades13.

Cuando empecé a escribir El nombre de la rosa, tomé prestados de antiguas crónicas los nombres de distintas clases de vagabundos, ladrones y herejes errantes para dar una idea de la gran confusión social y religiosa que prevaleció durante el siglo XIV en Italia. Mi lista venía justificada por la cantidad de ese tipo de gente poco ortodoxa y errática, pero está claro que me complací en ampliar ese batiburrillo por afición al flatus vocis, al puro placer del sonido.

Con palabras truncadas, obligándome a recordar lo poco que sabía de provenzal y de algunos dialectos italianos, me contó su fuga de la aldea natal, y su vagabundeo por el mundo. Y en su relato reconocí a muchos que ya había conocido o encontrado por el camino, y ahora reconozco a muchos otros que conocí más tarde, de modo que quizá, después de [...]
[...] Salvatore viajó por diversos países, desde su Monferrate natal hacia la Liguria, y después a Provenza, para subir luego hacia las tierras del rey de Francia.
Salvatore vagó por el mundo, mendigando, sisando, fingiéndose enfermo, sirviendo cada tanto a algún señor, para volver después al bosque y al camino real. Por el relato que me hizo, lo imaginé unido a aquellas bandas de vagabundos que luego, en los años que siguieron, vería pulular cada vez más por toda Europa: falsos monjes, charlatanes, tramposos, truhanes, perdularios y harapientos, leprosos y tullidos, caminantes, vagabundos, cantores ambulantes, clérigos apatridas, estudiantes que iban de un sitio a otro, tahúres, malabaristas, mercenarios inválidos, judíos errantes, antiguos cautivos de los infieles que vagaban con la mente perturbada, locos, desterrados, malhechores con las orejas cortadas, sodomitas, y, mezclados con ellos, artesanos ambulantes, tejedores, caldereros, silleros, afiladores, empajadores, albañiles, junto con pícaros de toda calaña, tahúres, bribones, pillos, granujas, bellacos, tunantes, faramalleros, saltimbanquis, trotamundos, buscones, y canónigos y curas simoníacos y prevaricadores, y gente que ya solo vivía de la inocencia ajena, falsificadores de bulas y sellos papales de indulgencias, falsos paralíticos que se echaban a la puerta de las iglesias, tránsfugas de los conventos, vendedores de reliquias, perdonadores, adivinos y quiromantes, nigromantes, curanderos, falsos mendicantes, y fornicadores de toda calaña, corruptores de monjas y de muchachas por el engaño o la violencia, falsos hidrópicos, epilépticos fingidos, seudohemorróidicos, simuladores de gota, falsos llagados, e incluso falsos dementes, melancólicos ficticios. Algunos se aplicaban emplastos en el cuerpo para fingir llagas incurables, otros se llenaban la boca de una sustancia del color de la sangre para simular esputos de tuberculoso, y había pícaros que simulaban la invalidez de alguno de sus miembros, que llevaban bastones sin necesitarlos, que imitaban ataques de epilepsia, que se fingían sarnosos, con falsos bubones, con tumores simulados, llenos de vendas, pintados con tintura de azafrán, con hierros en las manos y vendajes en la cabeza, colándose hediondos en las iglesias y dejándose caer de golpe en las plazas, escupiendo baba y con los ojos en blanco, echando por la nariz una sangre hecha con zumo de moras y bermellón, para robar comida o dinero a las gentes atemorizadas que les recordaban la invitación de los santos padres a la limosna: comparte tu pan con el hambriento, ofrece tu casa al que no tiene techo, visitemos a Cristo, recibamos a Cristo, porque así como el agua purga al fuego, la limosna purga nuestros pecados.
También después de la época a la que me estoy refiriendo he visto y sigo viendo, a lo largo del Danubio, muchos de aquellos charlatanes, que, como los demonios, tenían sus propios nombres y sus propias subdivisiones [...]
Era como légamo que se derramaba por los senderos de nuestro mundo, y entre ellos se mezclaban predicadores de buena fe, herejes en busca de nuevas presas, sembradores de discordia [...]
[...] y así había pasado a formar parte de unas sectas y grupos de penitentes cuyos nombres no sabía repetir y cuyas doctrinas apenas lograba explicar. Deduje que se había encontrado con patarinos y valdenses, y quizá también con cátaros, arnaldistas y humillados, y que vagando por el mundo había pasado de un grupo a otro, asumiendo poco a poco como misión su vida errante, y haciendo por el Señor lo que hasta entonces había hecho por su vientre14.
1 Para ser rigurosos, deberíamos decir que la expresión «Jesucristo» se refiere a dos objetos diferentes, y que cuando alguien pronuncia ese nombre deberíamos —para dar significado a la pronunciación— determinar qué tipo de creencias religiosas (o no religiosas) comparte el hablante.
2 Sobre estas cuestiones, véase Umberto Eco, The Role of the Reader, Bloomington, Indiana University Press, 1979.
3 Véase Umberto Eco, El vértigo de las listas, trad. de María Pons Irazazábal, Barcelona, Lumen, 2009.
4 Sobre la diferencia enere listas «pragmáticas» y «literarias», véase Robert E. Belknap, The List, New Haven, Yale University Press, 2004. Una valiosa antología de listas literarias se encuentra asimismo en Francis Spufford, ed., The Chatto Book of Cabbages and Kings: Lists in Literature, Londres, Chatto and Windus, 1989. Belknap piensa que las listas «pragmáticas» pueden extenderse hasta el infinito (un listín telefónico, por ejemplo, puede alargarse cada año, y podemos alargar una lista de la compra de camino a la tienda), mientras que las listas que llama «literarias» son de hecho cerradas debido a las restricciones formales de la obra que las contiene (métrica, rima, forma de soneto, etcétera). Me parece que es fácil darle la vuelta a ese argumento. En la medida en que designan una serie finita de cosas en un momento determinado, las listas prácticas son necesariamente finitas. Pueden extenderse, sin duda, como sucede con un listín telefónico, pero el listín de 2008, comparado con el de 2007, es simplemente otra lista. En contraste con ello, y a pesar de las restricciones que implican las técnicas artísticas, todas las listas poéticas que mencionaré más adelante podrían extenderse ad infinitum.
5 Enodio, Carmina, libro 9, secc. 323C, en Patrología Latina, ed. de J.P. Migne, vol. 63, París, 1847.
6 Cicerón, «Primera Catilinaria», trad. de Juan Bautista Calvo, Barcelona, Planeta, 1994.
7 Ibíd.
8 Wislawa Szymborska, «Posibilidades», en Poesía no completa, trad. de Abel A. Murcia Soriano y Gerardo Beltrán, México, Fondo de Cultura Económica, 2009.
9 Traducción de Hernando Alcocer, 1550.
10 Italo Calvino, El caballero inexistente, traducción de Esther Benítez, Madrid, Siruela, 1989.
11 François Rabelais, Gargantúa y Pantagruel, trad. de Juan Borja, Madrid, Akal, 2004.
12 James Joyce, Ulises, trad. de José María Valverde, Barcelona, Lumen, 2010, pp. 862-863.
13 Umberto Eco, Diario mínimo.

14 Umberto Eco, El nombre de la rosa, trad. de Ricardo Pochtar, Barcelona, Lumen, 2005.

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