Forma
y
lista
No
fue hasta más tarde cuando empecé a reflexionar sobre una posible
semiótica de las listas, al escribir sobre las «acumulaciones» del
artista francés Arman: conjuntos —listas tangibles— de varios
tipos de lentes o relojes de pulsera metidos en un contenedor de
plástico. En ese momento, reflexioné sobre el hecho de que el
primer caso de lista como mecanismo literario está en Homero: el así
llamado catálogo de naves en el libro II de la Ilíada1.
De
hecho, Homero nos ofrece una hermosa contraposición entre la
representación de una forma completa y finita y la de una lista
incompleta y potencialmente infinita.
Una
forma completa y finita es el escudo de Aquiles en el libro XVIII de
la Ilíada.
Hefesto
divide ese inmenso escudo en cinco capas y dibuja dos populosas
ciudades. En la primera, retrata una fiesta nupcial y un foro
abarrotado donde se está
celebrando
un juicio. La segunda escena muestra un castillo sitiado; sobre las
murallas, novias, muchachas y ancianos observan la acción. Guiadas
por Minerva, las fuerzas enemigas avanzan, y cuando la gente se lleva
el ganado a un abrevadero, tienden una emboscada. Se produce una gran
batalla. Entonces Hefesto esculpe un fértil y bien arado noval que
entrecruzan los aradores y sus bueyes; una viña llena de uvas
maduras, brotes verdes y vides enredadas en rodrigones de plata,
rodeadas de un foso de negruzco acero y un seto de estaño. Los
animales pastan a orillas de un sonoro río junto a un sonoro
cañaveral. De repente, aparecen dos leones que se abalanzan sobre
las vacas y el toro, hiriéndolo y arrastrándolo mientras da fuertes
mugidos. Cuando los mancebos se aproximan con sus perros, las bestias
salvajes logran desgarrar la piel del animal y se tragan sus
intestinos, y los perros no pueden sino ladrarles, impotentes. La
tabla final de Hefesto representa rebaños de ovejas en el bucólico
paisaje de un valle salpicado de cabañas, potreros y mancebos y
doncellas danzantes. Estos últimos van vestidos con túnicas bien
tejidas y bonitas guirnaldas; los primeros llevan jubones con sables
de oro suspendidos de argénteos tahalíes; y todos dan vueltas y más
vueltas como el torno de un alfarero. Mucha gente contempla el baile,
llegan tres saltadores que cantan mientras ejecutan sus cabriolas. El
enorme río Oceanus rodea todas las escenas y separa el escudo del
resto del universo.
Mi
resumen es incompleto: el escudo tiene tantas escenas que, a no ser
que imagináramos a Hefesto sirviéndose de una
orfebrería de tamaño microscópico, resulta difícil contemplar el
objeto en toda su riqueza de detalles. Es más, los retratos no solo
ocupan un espacio, sino también un tiempo: los distintos
acontecimientos se yuxtaponen como si el escudo fuera una pantalla de
cine o una larga tira de cómic. La perfecta naturaleza circular del
artefacto sugiere que no hay nada más allá de sus límites: es una
forma finita.
Homero pudo imaginarse el
escudo porque tenía una idea clara de la cultura agrícola y militar
de su tiempo. Conocía su mundo; conocía sus leyes, causas y
efectos. Por eso fue capaz de darle una forma.
En el libro II, Homero quiere
evocar la magnitud del ejército griego, y transmite una idea de la
masa de hombres que los aterrados troyanos ven esparcirse por la
orilla del mar. Primero, ensaya una comparación con una manada de
gansos o grullas que parecen cruzar el cielo como un trueno, pero
ninguna metáfora útil le ayuda, y por eso (aquí en la traducción
clásica de Luis Segalá y Estalella) pide ayuda a las Musas:
Decidme
ahora, Musas, que poseéis olímpicos palacios y
como diosas lo presenciáis y conocéis todo mientras que nosotros
oímos tan solo la fama y nada cierto sabemos, cuáles eran los
caudillos y príncipes de los dánaos. A la muchedumbre no podría
enumerarla ni nombrarla, aunque tuviera diez lenguas, diez bocas, voz
infatigable y corazón de bronce: solo las Musas olímpicas hijas de
Zeus, que lleva la égida, podrían decir cuántos a Ilion fueron.
Pero
mencionaré los caudillos y las naves todas.
Eso tiene una apariencia de
atajo, pero el atajo le toma cerca de trescientas líneas del
original griego para reunir una relación de 1.186 naves.
Aparentemente, la lista es finita (se supone que no hay más
capitanes ni más barcos), pero como no puede decir cuántos hombres
sirven a las órdenes de cada comandante, el número al que alude
debe considerarse indefinido.
Lo inefable
Con
este catálogo de naves, Homero no nos ofrece simplemente un ejemplo
espléndido de lista, sino que presenta también lo que se ha dado en
llamar el «topos de lo inefable»2.
Este topos se produce varias veces en Homero (por ejemplo, en la
Odisea,
canto
IV, verso 240 y ss.: «No os relataré ni enumeraré cuántas proezas
están en el haber del sufrido Odiseo...»); y a veces el poeta
—enfrentado a la necesidad de mencionar una infinidad de cosas o
acontecimientos— decide guardar silencio. Dante se siente incapaz
de nombrar todos los ángeles del cielo, porque no conoce su vasto
número (en el canto XXIX del Paraíso,
dice
que eso excede la capacidad de la mente humana). Así que, ante lo
inefable, el poeta, en lugar de tratar de compilar una serie
incompleta de nombres, prefiere expresar el éxtasis de lo inefable.
A lo sumo, para transmitir una idea del incalculable número de
ángeles, alude a la leyenda en la que el inventor del ajedrez le
pidió al rey de Persia como recompensa por su invento que le diera
un grano de trigo por el primer cuadro de la tabla, dos por el
segundo, cuatro por el tercero y así sucesivamente, hasta el
sexagésimo cuarto, alcanzando así un número astronómico de
granos: «...que eran tantos, que más millares cifraban / que los
escaques cuando se duplican»3.
En otros casos, ante algo que
es vasto o desconocido, de lo que aún no sabemos lo suficiente o de
lo que nunca sabremos lo suficiente, el autor propone una lista como
muestra, ejemplo o indicación, dejando que el lector imagine el
resto.
En
mis novelas, hay por lo menos un punto en el que inserté una lista
simplemente porque me quedé deslumhrado por la idea de lo inefable.
No me paseaba por el cielo, como Dante, pero de una manera más
terrestre, visitaba los arrecifes de coral de los mares del Sur. Fue
cuando escribía La
isla del día de antes, y
tuve la impresión de que ninguna lengua humana podía describir la
abundancia, la variedad y los increíbles colores de los corales y
peces de esa región. Pero aunque hubiera sido capaz de hacerlo, mi
personaje de Roberto, naufragado en esas costas en el siglo XVII y
probablemente el primer ser humano que veía esos arrecifes, no
hubiera podido encontrar palabras para expresar su éxtasis.
Mi problema era que los
corales de los mares del Sur proyectan una infinidad de sombras
(quien solo haya visto los pobres corales de otros mares no puede
hacerse una idea real de lo que esto significa), y me vi obligado a
representar colores a través de palabras, por medio del mecanismo
retórico conocido como hipotiposis. El desafío consistía en evocar
una enorme variedad de colores mediante una enorme variedad de
palabras, sin usar nunca dos veces el mismo término y recurriendo a
sinónimos.
He aquí un fragmento de mi
doble lista de corales (y peces) y palabras:
Durante
un trecho vio solo manchas, luego, como quien llega
en navío, en una noche de niebla, ante un acantilado, que
de repente se perfila a pique ante el navegante, vio el borde del
abismo sobre el que estaba nadando.
Quitóse
la máscara, vacióla, voiviósela a colocar, sujetándola
con las manos, y con lentos golpes de pies fue al encuentro del
espectáculo que había vislumbrado apenas.
¡Aquellos
eran los corales! Su primera impresión fue, a juzgar por sus notas,
confusa y atónita. Hízose la impresión de
encontrarse en la ciencia de un mercader de telas, que adereza
ante sus ojos cendales y tafetanes, brocados, rasos, damascos,
terciopelos, y flecos, borlas y caireles, y luego estolas,
capas pluviales, casullas, dalmáticas. Pero las telas movíanse con
vida propia con la sensualidad de bailarinas orientales.
En
aquel paisaje, que Roberto no sabe describir porque lo ve por primera
vez, y no encuentra en la memoria imágenes para poderlo traducir en
palabras, he aquí que de improviso hizo erupción una cohorte de
seres que, estos sí, él podía reconocer, o por lo menos,
parangonar con algo ya visto. Eran peces que se intersecaban como
estrellas fugaces en el cielo de agosto, y al componer y surtir los
tonos de los dibujos de sus
escamas parecía que
la naturaleza hubiere querido demostrar cuál variedad de mordientes
existe en el universo y cuántos pueden reunirse en una sola
superficie.
Había
algunos rayados con más colores, cuales a lo largo, cuales a lo
ancho, cuales al través, y otros
aún a ondas, había unos
labrados de taracea con migajas de manchas caprichosamente ordenadas,
unos granados y moteados, otros remendados, apedreados, y
minutísimamente punteados, o
recorridos por vetas como los mármoles.
Otros
aún con dibujo de serpentinas, o trenzados con más cadenas. Los
había cuajados de esmaltes, diseminados de escudos y rosetas. Y uno,
bellísimo entre todos, que parecía totalmente envuelto por
cordoncillos que formaban dos filas de uva y leche; y era un milagro
que ni siquiera una vez faltare de volver encima el hilo que se habla
enrollado por abajo, como si fuere trabajo de mano de artista.
Solo en aquel momento, viendo
sobre el fondo de los peces las formas coralinas que no había sabido
reconocer a primera vista, Roberto identificaba cepas de plátanos,
cestas de hogazas de pan, canastos de nísperos broncíneos sobre los
que pasaban canarios y lagartos verdes y colibríes.
Estaba encima de un jardín,
no, habíase equivocado, ahora parecía una selva petrificada, hecha
de escombros de hongos. No otra vez. Habíanle engañado, ahora eran
oteros, berruecos, riscos, quebradas y grutas, un único resbalar de
piedras vivas, en las que una vegetación no terrestre componíase en
formas aplastadas, redondas o escamosas, que parecían llevar una
jacerina de granito, o nudosas, o aovilladas sobre sí mismas. Mas,
por cuanto diversas, todas eran estupendas por garbo y hermosura, a
tal punto que incluso las trabajadas con simulada negligencia, con
hechura ruin, mostraban su tosquedad con majestad, y parecían
monstruos, pero de belleza.
O aún (Roberto se borra y se
corrige, y no consigue referir, como quien tuviera que describir por
vez primera un círculo cuadrado, una ladera llana, un ruidoso
silencio, un arco iris nocturno) lo que estaba viendo eran arbustos
de cinabrio.
Quizá, a fuer de contener la
respiración, habíase obnubilado, el agua le estaba invadiendo la
máscara, confundíale formas y matices. Había sacado la cabeza para
dar aire a los pulmones, y había vuelto a sobrenadar al borde del
dique, siguiendo anfractos y quebradas, allá donde se abrían
pasillos de greda en los que introducíanse arlequines envinados,
mientras sobre un peñasco veía descansar, movido por una lenta
respiración y agitar de pinzas, un cangrejo con cresta nacarada,
encima de una red de corales (estos similares a los que conocía,
pero dispuestos como panes y peces, que no se acaban nunca).
Lo
que veía ahora no era un pez, mas ni siquiera una hoja, sin duda era
algo vivo, como dos anchas rebanadas de materia albicante, bordadas
de carmesí, y un
abanico de plumas; y
allá donde nos habríamos
esperado los ojos, dos cuernos de lacre agitado.
Pólipos sirios, que en su
vermicular lúbrico manifestaban el encarnadino de un gran labio
central, acariciaban planteles de méntulas albinas con el glande de
amaranto; pececillos rosados y jaspeados de aceituní acariciaban
coliflores cenicientas sembradas de escarlata, raigones listados de
cobre negreante [...] Y luego veíase el hígado poroso color
cólquico de un gran animal, o un fuego artificial de arabescos de
plata viva, hispidumbres de espinas salpicadas de sangriento y, por
fin, una suerte de cáliz de fláccida madreperla [...]
Ese
cáliz le pareció a un cierto punto como una urna, y pensó que
entre aquellas rocas recibía sepultura el cadáver del padre Caspar.
Ya no visible, si la acción del agua lo había recubierto
primeramente de terneza coralina, mas los corales, absorbiendo los
humores terrestres de aquel cuerpo, habían tomado forma de flores y
frutas de jardín. Quizá
al cabo de poco habría reconocido al pobre viejo convertido en una
criatura hasta entonces extranjera allá abajo, el globo
de la cabeza fabricado con un coco peloso, dos pomas
caseras que componían las mejillas, ojos y párpados convertidos
en dos níspolas verdecillas, la nariz de cohombro
verrugoso como el estiércol de un animal; debajo, en lugar de los
labios, higos secos, una betarraga con su raíz apical
para la barbilla, y un cardo rugoso en oficio de garganta;
y en una y otra sien dos erizos de castaño para hacer guedejas,
y como orejas sendas cáscaras de nuez dividida; como
dedos, zanahorias; de sandía es el vientre; de membrillo las
rodillas4.
Listas de cosas, personas y
lugares
La
historia de la literatura está llena de colecciones obsesivas de
objetos. A veces son de carácter fantástico, como las cosas que,
según Ariosto, encontró en la luna Astolfo, que había ido allí a
recuperar el ingenio de Orlando. A veces son inquietantes, como las
listas de sustancias malignas que usan las brujas en el acto IV de
Macbeth.
A
veces son éxtasis de perfumes, como la colección de flores que
Giambattista Marino describe en su
Adonis (VI,
115-159). A
veces
son miserables
pero esenciales, como la colección de pecios que permiten a Robinson
Crusoe sobrevivir en su isla, o el pequeño y humilde tesoro que,
según nos cuenta Mark Twain, reúne Tom Sawyer. A veces son
vertiginosamente normales, como la enorme colección de objetos
insignificantes en la cocina de Leopold Bioom. A veces son profundas,
pese a su inmovilidad museística, casi funeralesca, como la
colección de instrumentos musicales descrita por Thomas Mann en el
capítulo VII de Doctor
Fausto.
Lo
mismo vale para los lugares. También en este caso, los escritores
confían en los etcétera de la lista. Ezequiel 27 expone una lista
de propiedades para dar una idea de la grandeza de Tiro. En el primer
capítulo de Casa
desolada, Dickens
se esfuerza por mostrar Londres con rasgos invisibilizados por la
niebla que invade la ciudad. En «El hombre de la multitud», Poe
entrena su ojo visionario en una serie de individuos que percibe de
manera compacta como «multitud». Proust (Por
el camino de Swan, capítulo
3) evoca la ciudad de su infancia. Calvino (Las
ciudades invisibles, capítulo
9) evoca las ciudades soñadas por el Gran Kan. Blaise Cendrars (La
prosa del Transiberiano) retrata
el traqueteo de un tren por las estepas siberianas a través del
recuerdo de varios lugares. Whitman —celebrado como el poeta que
mejor y
más
excesivo fue en componer listas vertiginosas— apiló objetos uno
sobre otro para celebrar su país natal:
¡El hacha rebota!
La compacta selva tiembla
de resonancias fluidas,
ruedan y se prolongan, se
elevan y cobran formas:
choza, tienda, embarcadero,
jalones,
balancín, carreta, pico,
tenazas, alfajía,
balaustrada, horquilla,
artesón, palote, paleta de locero,[tablero mural, rueda dentada,
ciudadela,
cielorraso, café, academia, órgano, sala de exposición,
biblioteca,
cornisa, celosía,
pilastra, balcón, ventana, torrecilla, pórtico,
azada, rastrillo,
horquilla, lápiz, carruaje, bastón, sierra, garlopa, mazo de
madera, cala,
mango de prensa, silla,
cuba, esfera, mesa, ventanilla, ala de molino, marco, piso, caja,
cofre,
instrumento de cuerda,
navío, armadura de edificio y todo lo demás,
Capitolio de los Estados y
Capitolio de la nación hecha de Estados,
largas,
imponentes ringleras de edificios flanqueando las avenidas, hospicios
para huérfanos,
para
pobres, para enfermos, vapores y veleros de Manhattan, peregrinos de
todos los mares5
A
propósito de la acumulación de lugares, en Noventa
y tres (parte
I, capítulo III), de Hugo, hay una lista singular de localidades de
la Vandea que el marqués de Lantenac comunica oralmente al marinero
Halmalo para que pase por todas ellas llevando la orden de
insurrección. Es evidente que el pobre Halmalo jamás podría
recordar esa enorme lista, y sin duda Hugo tampoco espera que el
lector la recuerde. La inmensidad de la lista de nombres de lugares
tiene simplemente la intención de sugerir la inmensidad de la
rebelión popular.
Joyce
reúne otra vertiginosa lista de lugares en el capítulo de Finnegans
Wake titulado
«Anna Livia Plurabelle», donde, para dar una idea del flujo del río
Liffey, Joyce inserta centenares de nombres de ríos de todo el
mundo, disfrazados de juegos de palabras o palabras híbridas. Para
el lector, no resulta fácil reconocer ríos prácticamente
desconocidos en nombres como Chebb, Futt, Bann, Duck, Sabrainn, Till,
Waag, Bomu, Boyana, Chu, Batha, Skollis, Shari, Sui, Tom, Chef, Syr
Darya, Ladder Burn, etcétera. Puesto que las traducciones de «Anna
Livia» suelen ser bastante libres, en una edición extranjera, la
referencia a un río determinado puede aparecer en un lugar distinto
del que ocupa en el texto original, o puede verse alterado por
completo. En la primera traducción italiana, elaborada con la
colaboración del propio Joyce, hay referencias a ríos italianos
como el Serio, el Po, el Serchio, el Piave, el Conca, el Aniene, el
Ombrone, el Lambro, el Taro, el Toce, el Belbo, el Sillaro, el
Tagliamento, el Lamone, el Brembo, el Trebbio, el Mincio, el Tidone y
el Panaro, ninguno de los cuales sale en el texto inglés6.
Lo mismo sucede con la primera, histórica, traducción al francés7.
Esta
lista da la impresión de ser potencialmente infinita. No solo el
lector tiene que hacer un esfuerzo para identificar todos los ríos,
sino que uno sospecha que los críticos han identificado más ríos
de los que Joyce menciona explícitamente. Y uno sospecha también
que, como consecuencia de las posibilidades combinatorias que ofrece
el alfabeto inglés, podría haber muchos más de lo que pensaron los
críticos de Joyce.
Este tipo de lista resulta
difícil de clasificar. Es el resultado de la voracidad, del topos de
lo inefable (nadie puede decir cuántos ríos hay en el mundo), y del
puro amor a las listas. Joyce tuvo que haberse afanado durante mucho
tiempo y con gran esfuerzo por encontrar todos esos nombres de ríos,
con la ayuda de mucha gente. Sin duda, no lo hizo a raíz de una
pasión por la geografía. Es probable que no quisiera que la lista
tuviese un final.
Por
último, vislumbramos el lugar de lugares: el universo. En su relato
«El Aleph», Borges lo contempla a través de una pequeña grieta y
lo ve como una lista destinada a ser incompleta, una lista de
lugares, personas e inquietantes epifanías. Ve el populoso mar, el
alba y la tarde, las muchedumbres de América, una plateada telaraña
en el centro de una negra pirámide, un laberinto roto (era Londres),
interminables ojos inmediatos, todos los espejos del planeta, un
traspatio de la calle Soler con las mismas baldosas que hace treinta
años viera en el zaguán de una casa en Fray Bentos, racimos, nieve,
tabaco, vetas de metal, vapor de agua, convexos desiertos
ecuatoriales y cada uno de sus
granos
de arena, una mujer en Inverness, su violenta cabellera, su altivo
cuerpo, un cáncer en su pecho, un círculo de tierra seca donde
antes hubo un árbol, una quinta de Adrogué, un ejemplar de la
primera versión inglesa de Plinio; ve a un tiempo cada letra de cada
página, la noche y el día contemporáneo, un poniente en Querétaro
que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, su propio
dormitorio sin nadie, un globo terráqueo entre dos espejos que lo
multiplican sin fin en un gabinete de Alkmaar, caballos de crin
arremolinada en una playa del mar Caspio en el alba, la delicada
osatura de una mano, los supervivientes de una batalla enviando
tarjetas postales, una baraja española en un escaparate de Mirzapur,
las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo,
tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, todas las
hormigas que hay en la tierra, un astrolabio persa, un cajón de
escritorio que esconde obscenas, increíbles y precisas cartas
escritas por su adorada amiga Beatriz Viterbo, un adorado monumento
en el cementerio de Chacarita, la reliquia atroz de lo que antaño
había sido deliciosamente Beatriz, la circulación de su propia
oscura sangre, el engranaje del amor y la modificación de la muerte.
Ve el Aleph —uno de los puntos en el espacio que contienen todos
los demás puntos— desde todos los puntos, en el Aleph la Tierra, y
en la Tierra otra vez el Aleph, y en el Aleph la Tierra. Vislumbra su
propia cara y sus propias vísceras, y siente vértigo, y llora,
porque sus ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural cuyo
nombre usurpan los hombres pero que ningún hombre ha mirado: el
inconcebible universo.
Siempre
me han fascinado esas listas, y creo que estoy en buena compañía.
Sin duda bajo la influencia de Borges intenté componer una geografía
imaginaria en Baudolino.
Baudolino
está describiendo las maravillas de Occidente al hijo del Preste
Juan, un leproso enfrentado a una muerte segura por su enfermedad y
que vive recluido en un legendario país de Extremo Oriente. Así, se
pone a hablar de los lugares y cosas del mundo occidental de la misma
manera fabulosa en que el mundo medieval de Occidente soñaba el
Extremo Oriente:
[...]
le describía los lugares que había visto, desde Ratisbona
a París, de Venecia a Bizancio, y luego, Iconio y Armenia,
y los pueblos que habíamos encontrado en nuestro viaje.
Estaba destinado a morir sin haber visto nada excepto los nichos de
Pndapetzim, y yo intentaba hacerle vivir a través de mis relatos. Y
quizá también inventé, le hablé de ciudades
que nunca había visitado, de batallas que nunca había combatido, de
princesas que nunca había poseído. Le contaba las maravillas de las
tierras donde nunca muere el sol. Le hice disfrutar de ponientes en
la Propóntide, de reflejos de esmeralda en la laguna veneciana, de
un valle
de Hibernia, donde siete iglesias blancas se extienden a orillas de
un fago silencioso, entre rebaños de ovejas igual de
blancas; le conté cómo los
Alpes están cubiertos
siempre por una mullida sustancia cándida, que en verano se deshace
en cataratas majestuosas y se desperdiga en ríos y
arroyos a lo largo de
pendientes lozanas de castaños; le dije de los desiertos de sal que
se extienden en las costas de Apulia; le hice temblar evocando mares
que nunca había navegado, donde saltan peces del tamaño de una
ternera, tan mansos que los hombres pueden cabalgarlos; le referí de
los viajes de san Brandán a las ínsulas Afortunadas y cómo un día,
creyendo arribar a una tierra en medio del mar, descendió al lomo de
una ballena, que es un pez grande como una montaña, capaz de
tragarse una nave entera; pero tuve que explicarle qué eran las
naves, peces de madera que surcan las aguas moviendo alas blancas; le
enumeré los animales prodigiosos de mis países, el ciervo, que
tiene dos grandes cuernos en forma de cruz; la cigüeña, que vuela
de tierra en tierra, y se hace cargo de sus propios padres
senescentes llevándolos en su dorso por los cielos; la mariquita,
que se parece a una pequeña seta, roja y punteada de manchas color
leche; la lagartija, que es como un cocodrilo, pero tan pequeña que
pasa por debajo de las puertas; el cuclillo, que pone sus huevos en
los nidos de otros pájaros; la lechuza, con sus ojos redondos que en
la noche parecen dos lámparas, y que vive comiendo el aceite de los
candiles de las iglesias; el puerco espín, animal con el lomo
erizado de acúleos que chupa la leche de las vacas; la ostra, cofre
vivo, que produce a veces una belleza muerta pero
de inestimable valor; el
ruiseñor, que vela la noche cantando y vive en adoración de la
rosa; la langosta, monstruo lorigado de un rojo flamante, que huye
hacia atrás para sustraerse a la
caza de los que desean sus carnes; la anguila, espantosa serpiente
acuática de sabor graso y exquisito; la gaviota, que sobrevuela las
aguas como si fuera un ángel del señor pero emite gritos
estridentes como los de un demonio; el mirlo, pájaro negro con el
pico amarillo que habla como nosotros, sicofante que dice lo que le
ha confiado el amo; el cisne, que surca majestuoso las aguas de un
lago y canta en el momento de su muerte una melodía dulcísima; la
comadreja, sinuosa como una doncella; el halcón, que vuela en picado
sobre su presa y se la lleva al caballero que lo ha educado. Me
imaginé el esplendor de gemas que el Diácono nunca había visto —ni
yo con él—, las manchas purpúreas y lechosas de la murrina, las
venas cárdenas y blancas de algunas gemas egipcias, el candor del
oricalco, la transparencia del cristal, el brillo del diamante, y
luego le celebré el esplendor del oro, metal tierno que se puede
plasmar en hojas finas, el chirrido de las cuchillas al rojo vivo
cuando se sumergen en el agua para templarlas; le describí cuáles
inimaginables relicarios se ven en los tesoros de las grandes
abadías, lo altas y puntiagudas que son las torres de nuestras
iglesias, así como altas y derechas son las columnas del Hipódromo
de Constantinopla, qué libros leen los judíos, sembrados de signos
que parecen insectos, y qué sonidos pronuncian cuando los leen, cómo
un gran rey cristiano había recibido de un califa un gallo de hierro
que cantaba solo cuando salía el sol, qué es la esfera que gira
eructando vapor, cómo queman los espejos de Arquímedes, lo
espantoso que es ver por la noche un molino de viento; y
luego le conté del Grial, de
los caballeros que lo estaban buscando en Bretaña, de nosotros que
se lo habríamos entregado a su padre en cuanto hubiéramos
encontrado al infame Zósimo. Viendo que estos esplendores lo
fascinaban, pero su inaccesibilidad lo entristecía, pensé que sería
bueno, para convencerle de que su pena no era la peor, relatarle el
suplicio de Andrónico con tales detalles que superaran en mucho lo
que se le había hecho, las carnicerías de Crema, de los prisioneros
con la mano, la oreja, la nariz cortada; hice relampaguear ante sus
ojos enfermedades inenarrables con respecto a las cuales la lepra era
un mal menor; le describí como horrendamente horribles la escrófula,
la erisipeda, el baile de san Vito, el fuego de san Antonio, el
mordisco de la tarántula, la sarna que te lleva a rascarte la piel
escama a escama, la acción pestífera del áspid, el suplicio de
santa Ágata a quien le arrancaron los senos, el de santa Lucía a
quien le sacaron los ojos, el de san Sebastián traspasado de
flechas, el de san Esteban con el cráneo partido por las piedras, el
de san Lorenzo asado a la parrilla a fuego lento, e inventé otros
santos y otras atrocidades: cómo san Ursicino fue empalado del ano
hasta la boca, san Sarapión desollado, san Mopsuestio atado por sus
cuatro extremidades a cuatro caballos encabritados y
luego descuartizado, san
Draconcio obligado a tragar pez hirviendo [...] Me parecía que estos
horrores lo aliviaban, luego temía haber exagerado y pasaba a
describirle las otras bellezas del mundo, cuyo pensamiento a menudo
era el consuelo del prisionero, la gracia de las adolescentes
parisinas, la perezosa venustez de las prostitutas venecianas, el
incomparable arrebol de una emperatriz, la risa infantil de
Colandrina, los ojos de una princesa lejana. El Diácono se excitaba,
pedía que le siguiera contando, preguntaba cómo eran los cabellos
de Melisenda, condesa de Trípoli, los labios de aquellas fúlgidas
bellezas que habían encantado a los caballeros de Brocelianda más
que el santo Grial; se excitaba. Dios me perdone, pero creo que una o
dos veces tuvo una erección y sintió el placer de derramar el
propio semen. Y aún intentaba hacerle entender lo rico que era el
universo de especias con perfumes enervantes, y, como no las llevaba
conmigo, intentaba recordar el nombre de las que había conocido así
como el de las que conocía solo a través de su nombre, pensando que
aquellos nombres lo embriagarían como olores, y le mencionaba el
lauroceraso, el benjuí, el incienso, el nardo, el espicanardo, el
olíbano, el cinamomo, el sándalo, el azafrán, el jengibre, el
cardamomo, la cañafístula, la cedoaria, el laurel, la mejorana, el
cilantro, el eneldo, el estragón, la malagueta, el ajonjolí, la
amapola, la nuez moscada, la hierba de limón, la cúrcuma y el
comino. El Diácono escuchaba en los umbrales del delirio, se tocaba
el rostro como si su pobre nariz no pudiera soportar todas esas
fragancias, preguntaba llorando qué le habían dado de comer hasta
entonces los malditos eunucos, con el pretexto de que estaba enfermo,
leche de cabra y pan mojado en burq,
que decían que era bueno
para la lepra, y
él
pasaba los días aturdido, casi siempre
durmiendo y
con el mismo sabor en la
boca, día tras día.8
1
En esto puede que me equivocara. Aunque
las fechas son inciertas, es posible que la primera lista sea la
Teogonía entera
de Hesíodo.
2
Véase Giuseppe Ledda, «Elenchi
impossibili: Cataloghi e topos de l'indicibilità», inédito; e
Ídem, La Guerra della
lingua: Ineffabilità, retorica e narrativa nella Commedia di Dante,
Rávena, Longo, 2002.
4
Umberto Eco, La
isla del día de antes, trad.
de Helena Lozano Miralles, Barcelona, Random House Mondadori, 1997.
El lector experimentado verá en la última frase un caso no solo de
hipotiposis, sino también de écfrasis; describe una típica cabeza
pintada por Arcimboldo.
5
Walt Whitman, Hojas
de hierba, parte XII, «Canto
del hacha», trad. de Armando Vasseur, Valencia, F. Sempere
Editores, 1910. Véase en particular el capítulo dedicado a Whitman
en Belknap, The List.
6
James Joyce, «Anna Livia Plurabelle»,
trad. de James Joyce y Nino Frank (1938), reimpreso en Joyce,
Scritti italiani, Milán,
Mondadori, 1979.
7
James Joyce, «Anna Livia Plurabelle»,
trad. de Samuel Beckett, Alfred Perron, Philippe Soupault, Paul
Léon, Eugéne Jolas, Ivan Goll y Adrienne Monnier, con la
colaboración de Joyce, Nouvelle
Revue Francaise, 1 de mayo
de 1931.
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