sábado, 25 de agosto de 2018

UMBERTO ECO. CONFESIONES DE UN JOVEN NOVELISTA.


Forma y lista

No fue hasta más tarde cuando empecé a reflexionar sobre una posible semiótica de las listas, al escribir sobre las «acumulaciones» del artista francés Arman: conjuntos —listas tangibles— de varios tipos de lentes o relojes de pulsera metidos en un contenedor de plástico. En ese momento, reflexioné sobre el hecho de que el primer caso de lista como mecanismo literario está en Homero: el así llamado catálogo de naves en el libro II de la Ilíada1. De hecho, Homero nos ofrece una hermosa contraposición entre la representación de una forma completa y finita y la de una lista incompleta y potencialmente infinita.
Una forma completa y finita es el escudo de Aquiles en el libro XVIII de la Ilíada. Hefesto divide ese inmenso escudo en cinco capas y dibuja dos populosas ciudades. En la primera, retrata una fiesta nupcial y un foro abarrotado donde se está celebrando un juicio. La segunda escena muestra un castillo sitiado; sobre las murallas, novias, muchachas y ancianos observan la acción. Guiadas por Minerva, las fuerzas enemigas avanzan, y cuando la gente se lleva el ganado a un abrevadero, tienden una emboscada. Se produce una gran batalla. Entonces Hefesto esculpe un fértil y bien arado noval que entrecruzan los aradores y sus bueyes; una viña llena de uvas maduras, brotes verdes y vides enredadas en rodrigones de plata, rodeadas de un foso de negruzco acero y un seto de estaño. Los animales pastan a orillas de un sonoro río junto a un sonoro cañaveral. De repente, aparecen dos leones que se abalanzan sobre las vacas y el toro, hiriéndolo y arrastrándolo mientras da fuertes mugidos. Cuando los mancebos se aproximan con sus perros, las bestias salvajes logran desgarrar la piel del animal y se tragan sus intestinos, y los perros no pueden sino ladrarles, impotentes. La tabla final de Hefesto representa rebaños de ovejas en el bucólico paisaje de un valle salpicado de cabañas, potreros y mancebos y doncellas danzantes. Estos últimos van vestidos con túnicas bien tejidas y bonitas guirnaldas; los primeros llevan jubones con sables de oro suspendidos de argénteos tahalíes; y todos dan vueltas y más vueltas como el torno de un alfarero. Mucha gente contempla el baile, llegan tres saltadores que cantan mientras ejecutan sus cabriolas. El enorme río Oceanus rodea todas las escenas y separa el escudo del resto del universo.
Mi resumen es incompleto: el escudo tiene tantas escenas que, a no ser que imagináramos a Hefesto sirviéndose de una orfebrería de tamaño microscópico, resulta difícil contemplar el objeto en toda su riqueza de detalles. Es más, los retratos no solo ocupan un espacio, sino también un tiempo: los distintos acontecimientos se yuxtaponen como si el escudo fuera una pantalla de cine o una larga tira de cómic. La perfecta naturaleza circular del artefacto sugiere que no hay nada más allá de sus límites: es una forma finita.
Homero pudo imaginarse el escudo porque tenía una idea clara de la cultura agrícola y militar de su tiempo. Conocía su mundo; conocía sus leyes, causas y efectos. Por eso fue capaz de darle una forma.
En el libro II, Homero quiere evocar la magnitud del ejército griego, y transmite una idea de la masa de hombres que los aterrados troyanos ven esparcirse por la orilla del mar. Primero, ensaya una comparación con una manada de gansos o grullas que parecen cruzar el cielo como un trueno, pero ninguna metáfora útil le ayuda, y por eso (aquí en la traducción clásica de Luis Segalá y Estalella) pide ayuda a las Musas:

Decidme ahora, Musas, que poseéis olímpicos palacios y como diosas lo presenciáis y conocéis todo mientras que nosotros oímos tan solo la fama y nada cierto sabemos, cuáles eran los caudillos y príncipes de los dánaos. A la muchedumbre no podría enumerarla ni nombrarla, aunque tuviera diez lenguas, diez bocas, voz infatigable y corazón de bronce: solo las Musas olímpicas hijas de Zeus, que lleva la égida, podrían decir cuántos a Ilion fueron. Pero mencionaré los caudillos y las naves todas.

Eso tiene una apariencia de atajo, pero el atajo le toma cerca de trescientas líneas del original griego para reunir una relación de 1.186 naves. Aparentemente, la lista es finita (se supone que no hay más capitanes ni más barcos), pero como no puede decir cuántos hombres sirven a las órdenes de cada comandante, el número al que alude debe considerarse indefinido.

Lo inefable

Con este catálogo de naves, Homero no nos ofrece simplemente un ejemplo espléndido de lista, sino que presenta también lo que se ha dado en llamar el «topos de lo inefable»2. Este topos se produce varias veces en Homero (por ejemplo, en la Odisea, canto IV, verso 240 y ss.: «No os relataré ni enumeraré cuántas proezas están en el haber del sufrido Odiseo...»); y a veces el poeta —enfrentado a la necesidad de mencionar una infinidad de cosas o acontecimientos— decide guardar silencio. Dante se siente incapaz de nombrar todos los ángeles del cielo, porque no conoce su vasto número (en el canto XXIX del Paraíso, dice que eso excede la capacidad de la mente humana). Así que, ante lo inefable, el poeta, en lugar de tratar de compilar una serie incompleta de nombres, prefiere expresar el éxtasis de lo inefable. A lo sumo, para transmitir una idea del incalculable número de ángeles, alude a la leyenda en la que el inventor del ajedrez le pidió al rey de Persia como recompensa por su invento que le diera un grano de trigo por el primer cuadro de la tabla, dos por el segundo, cuatro por el tercero y así sucesivamente, hasta el sexagésimo cuarto, alcanzando así un número astronómico de granos: «...que eran tantos, que más millares cifraban / que los escaques cuando se duplican»3.
En otros casos, ante algo que es vasto o desconocido, de lo que aún no sabemos lo suficiente o de lo que nunca sabremos lo suficiente, el autor propone una lista como muestra, ejemplo o indicación, dejando que el lector imagine el resto.
En mis novelas, hay por lo menos un punto en el que inserté una lista simplemente porque me quedé deslumhrado por la idea de lo inefable. No me paseaba por el cielo, como Dante, pero de una manera más terrestre, visitaba los arrecifes de coral de los mares del Sur. Fue cuando escribía La isla del día de antes, y tuve la impresión de que ninguna lengua humana podía describir la abundancia, la variedad y los increíbles colores de los corales y peces de esa región. Pero aunque hubiera sido capaz de hacerlo, mi personaje de Roberto, naufragado en esas costas en el siglo XVII y probablemente el primer ser humano que veía esos arrecifes, no hubiera podido encontrar palabras para expresar su éxtasis.
Mi problema era que los corales de los mares del Sur proyectan una infinidad de sombras (quien solo haya visto los pobres corales de otros mares no puede hacerse una idea real de lo que esto significa), y me vi obligado a representar colores a través de palabras, por medio del mecanismo retórico conocido como hipotiposis. El desafío consistía en evocar una enorme variedad de colores mediante una enorme variedad de palabras, sin usar nunca dos veces el mismo término y recurriendo a sinónimos.
He aquí un fragmento de mi doble lista de corales (y peces) y palabras:

Durante un trecho vio solo manchas, luego, como quien llega en navío, en una noche de niebla, ante un acantilado, que de repente se perfila a pique ante el navegante, vio el borde del abismo sobre el que estaba nadando.
Quitóse la máscara, vacióla, voiviósela a colocar, sujetándola con las manos, y con lentos golpes de pies fue al encuentro del espectáculo que había vislumbrado apenas.
¡Aquellos eran los corales! Su primera impresión fue, a juzgar por sus notas, confusa y atónita. Hízose la impresión de encontrarse en la ciencia de un mercader de telas, que adereza ante sus ojos cendales y tafetanes, brocados, rasos, damascos, terciopelos, y flecos, borlas y caireles, y luego estolas, capas pluviales, casullas, dalmáticas. Pero las telas movíanse con vida propia con la sensualidad de bailarinas orientales.
En aquel paisaje, que Roberto no sabe describir porque lo ve por primera vez, y no encuentra en la memoria imágenes para poderlo traducir en palabras, he aquí que de improviso hizo erupción una cohorte de seres que, estos sí, él podía reconocer, o por lo menos, parangonar con algo ya visto. Eran peces que se intersecaban como estrellas fugaces en el cielo de agosto, y al componer y surtir los tonos de los dibujos de sus escamas parecía que la naturaleza hubiere querido demostrar cuál variedad de mordientes existe en el universo y cuántos pueden reunirse en una sola superficie.
Había algunos rayados con más colores, cuales a lo largo, cuales a lo ancho, cuales al través, y otros aún a ondas, había unos labrados de taracea con migajas de manchas caprichosamente ordenadas, unos granados y moteados, otros remendados, apedreados, y minutísimamente punteados, o recorridos por vetas como los mármoles.
Otros aún con dibujo de serpentinas, o trenzados con más cadenas. Los había cuajados de esmaltes, diseminados de escudos y rosetas. Y uno, bellísimo entre todos, que parecía totalmente envuelto por cordoncillos que formaban dos filas de uva y leche; y era un milagro que ni siquiera una vez faltare de volver encima el hilo que se habla enrollado por abajo, como si fuere trabajo de mano de artista.
Solo en aquel momento, viendo sobre el fondo de los peces las formas coralinas que no había sabido reconocer a primera vista, Roberto identificaba cepas de plátanos, cestas de hogazas de pan, canastos de nísperos broncíneos sobre los que pasaban canarios y lagartos verdes y colibríes.
Estaba encima de un jardín, no, habíase equivocado, ahora parecía una selva petrificada, hecha de escombros de hongos. No otra vez. Habíanle engañado, ahora eran oteros, berruecos, riscos, quebradas y grutas, un único resbalar de piedras vivas, en las que una vegetación no terrestre componíase en formas aplastadas, redondas o escamosas, que parecían llevar una jacerina de granito, o nudosas, o aovilladas sobre sí mismas. Mas, por cuanto diversas, todas eran estupendas por garbo y hermosura, a tal punto que incluso las trabajadas con simulada negligencia, con hechura ruin, mostraban su tosquedad con majestad, y parecían monstruos, pero de belleza.
O aún (Roberto se borra y se corrige, y no consigue referir, como quien tuviera que describir por vez primera un círculo cuadrado, una ladera llana, un ruidoso silencio, un arco iris nocturno) lo que estaba viendo eran arbustos de cinabrio.
Quizá, a fuer de contener la respiración, habíase obnubilado, el agua le estaba invadiendo la máscara, confundíale formas y matices. Había sacado la cabeza para dar aire a los pulmones, y había vuelto a sobrenadar al borde del dique, siguiendo anfractos y quebradas, allá donde se abrían pasillos de greda en los que introducíanse arlequines envinados, mientras sobre un peñasco veía descansar, movido por una lenta respiración y agitar de pinzas, un cangrejo con cresta nacarada, encima de una red de corales (estos similares a los que conocía, pero dispuestos como panes y peces, que no se acaban nunca).
Lo que veía ahora no era un pez, mas ni siquiera una hoja, sin duda era algo vivo, como dos anchas rebanadas de materia albicante, bordadas de carmesí, y un abanico de plumas; y allá donde nos habríamos esperado los ojos, dos cuernos de lacre agitado.
Pólipos sirios, que en su vermicular lúbrico manifestaban el encarnadino de un gran labio central, acariciaban planteles de méntulas albinas con el glande de amaranto; pececillos rosados y jaspeados de aceituní acariciaban coliflores cenicientas sembradas de escarlata, raigones listados de cobre negreante [...] Y luego veíase el hígado poroso color cólquico de un gran animal, o un fuego artificial de arabescos de plata viva, hispidumbres de espinas salpicadas de sangriento y, por fin, una suerte de cáliz de fláccida madreperla [...]
Ese cáliz le pareció a un cierto punto como una urna, y pensó que entre aquellas rocas recibía sepultura el cadáver del padre Caspar. Ya no visible, si la acción del agua lo había recubierto primeramente de terneza coralina, mas los corales, absorbiendo los humores terrestres de aquel cuerpo, habían tomado forma de flores y frutas de jardín. Quizá al cabo de poco habría reconocido al pobre viejo convertido en una criatura hasta entonces extranjera allá abajo, el globo de la cabeza fabricado con un coco peloso, dos pomas caseras que componían las mejillas, ojos y párpados convertidos en dos níspolas verdecillas, la nariz de cohombro verrugoso como el estiércol de un animal; debajo, en lugar de los labios, higos secos, una betarraga con su raíz apical para la barbilla, y un cardo rugoso en oficio de garganta; y en una y otra sien dos erizos de castaño para hacer guedejas, y como orejas sendas cáscaras de nuez dividida; como dedos, zanahorias; de sandía es el vientre; de membrillo las rodillas4.

Listas de cosas, personas y lugares

La historia de la literatura está llena de colecciones obsesivas de objetos. A veces son de carácter fantástico, como las cosas que, según Ariosto, encontró en la luna Astolfo, que había ido allí a recuperar el ingenio de Orlando. A veces son inquietantes, como las listas de sustancias malignas que usan las brujas en el acto IV de Macbeth. A veces son éxtasis de perfumes, como la colección de flores que Giambattista Marino describe en su Adonis (VI, 115-159). A veces son miserables pero esenciales, como la colección de pecios que permiten a Robinson Crusoe sobrevivir en su isla, o el pequeño y humilde tesoro que, según nos cuenta Mark Twain, reúne Tom Sawyer. A veces son vertiginosamente normales, como la enorme colección de objetos insignificantes en la cocina de Leopold Bioom. A veces son profundas, pese a su inmovilidad museística, casi funeralesca, como la colección de instrumentos musicales descrita por Thomas Mann en el capítulo VII de Doctor Fausto.
Lo mismo vale para los lugares. También en este caso, los escritores confían en los etcétera de la lista. Ezequiel 27 expone una lista de propiedades para dar una idea de la grandeza de Tiro. En el primer capítulo de Casa desolada, Dickens se esfuerza por mostrar Londres con rasgos invisibilizados por la niebla que invade la ciudad. En «El hombre de la multitud», Poe entrena su ojo visionario en una serie de individuos que percibe de manera compacta como «multitud». Proust (Por el camino de Swan, capítulo 3) evoca la ciudad de su infancia. Calvino (Las ciudades invisibles, capítulo 9) evoca las ciudades soñadas por el Gran Kan. Blaise Cendrars (La prosa del Transiberiano) retrata el traqueteo de un tren por las estepas siberianas a través del recuerdo de varios lugares. Whitman —celebrado como el poeta que mejor y más excesivo fue en componer listas vertiginosas— apiló objetos uno sobre otro para celebrar su país natal:

¡El hacha rebota!
La compacta selva tiembla de resonancias fluidas,
ruedan y se prolongan, se elevan y cobran formas:
choza, tienda, embarcadero, jalones,
balancín, carreta, pico, tenazas, alfajía,
balaustrada, horquilla, artesón, palote, paleta de locero,[tablero mural, rueda dentada,
ciudadela, cielorraso, café, academia, órgano, sala de exposición, biblioteca,
cornisa, celosía, pilastra, balcón, ventana, torrecilla, pórtico,
azada, rastrillo, horquilla, lápiz, carruaje, bastón, sierra, garlopa, mazo de madera, cala,
mango de prensa, silla, cuba, esfera, mesa, ventanilla, ala de molino, marco, piso, caja, cofre,
instrumento de cuerda, navío, armadura de edificio y todo lo demás,
Capitolio de los Estados y Capitolio de la nación hecha de Estados,
largas, imponentes ringleras de edificios flanqueando las avenidas, hospicios para huérfanos,
para pobres, para enfermos, vapores y veleros de Manhattan, peregrinos de todos los mares5

A propósito de la acumulación de lugares, en Noventa y tres (parte I, capítulo III), de Hugo, hay una lista singular de localidades de la Vandea que el marqués de Lantenac comunica oralmente al marinero Halmalo para que pase por todas ellas llevando la orden de insurrección. Es evidente que el pobre Halmalo jamás podría recordar esa enorme lista, y sin duda Hugo tampoco espera que el lector la recuerde. La inmensidad de la lista de nombres de lugares tiene simplemente la intención de sugerir la inmensidad de la rebelión popular.
Joyce reúne otra vertiginosa lista de lugares en el capítulo de Finnegans Wake titulado «Anna Livia Plurabelle», donde, para dar una idea del flujo del río Liffey, Joyce inserta centenares de nombres de ríos de todo el mundo, disfrazados de juegos de palabras o palabras híbridas. Para el lector, no resulta fácil reconocer ríos prácticamente desconocidos en nombres como Chebb, Futt, Bann, Duck, Sabrainn, Till, Waag, Bomu, Boyana, Chu, Batha, Skollis, Shari, Sui, Tom, Chef, Syr Darya, Ladder Burn, etcétera. Puesto que las traducciones de «Anna Livia» suelen ser bastante libres, en una edición extranjera, la referencia a un río determinado puede aparecer en un lugar distinto del que ocupa en el texto original, o puede verse alterado por completo. En la primera traducción italiana, elaborada con la colaboración del propio Joyce, hay referencias a ríos italianos como el Serio, el Po, el Serchio, el Piave, el Conca, el Aniene, el Ombrone, el Lambro, el Taro, el Toce, el Belbo, el Sillaro, el Tagliamento, el Lamone, el Brembo, el Trebbio, el Mincio, el Tidone y el Panaro, ninguno de los cuales sale en el texto inglés6. Lo mismo sucede con la primera, histórica, traducción al francés7.
Esta lista da la impresión de ser potencialmente infinita. No solo el lector tiene que hacer un esfuerzo para identificar todos los ríos, sino que uno sospecha que los críticos han identificado más ríos de los que Joyce menciona explícitamente. Y uno sospecha también que, como consecuencia de las posibilidades combinatorias que ofrece el alfabeto inglés, podría haber muchos más de lo que pensaron los críticos de Joyce.
Este tipo de lista resulta difícil de clasificar. Es el resultado de la voracidad, del topos de lo inefable (nadie puede decir cuántos ríos hay en el mundo), y del puro amor a las listas. Joyce tuvo que haberse afanado durante mucho tiempo y con gran esfuerzo por encontrar todos esos nombres de ríos, con la ayuda de mucha gente. Sin duda, no lo hizo a raíz de una pasión por la geografía. Es probable que no quisiera que la lista tuviese un final.
Por último, vislumbramos el lugar de lugares: el universo. En su relato «El Aleph», Borges lo contempla a través de una pequeña grieta y lo ve como una lista destinada a ser incompleta, una lista de lugares, personas e inquietantes epifanías. Ve el populoso mar, el alba y la tarde, las muchedumbres de América, una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, un laberinto roto (era Londres), interminables ojos inmediatos, todos los espejos del planeta, un traspatio de la calle Soler con las mismas baldosas que hace treinta años viera en el zaguán de una casa en Fray Bentos, racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, una mujer en Inverness, su violenta cabellera, su altivo cuerpo, un cáncer en su pecho, un círculo de tierra seca donde antes hubo un árbol, una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio; ve a un tiempo cada letra de cada página, la noche y el día contemporáneo, un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, su propio dormitorio sin nadie, un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplican sin fin en un gabinete de Alkmaar, caballos de crin arremolinada en una playa del mar Caspio en el alba, la delicada osatura de una mano, los supervivientes de una batalla enviando tarjetas postales, una baraja española en un escaparate de Mirzapur, las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, todas las hormigas que hay en la tierra, un astrolabio persa, un cajón de escritorio que esconde obscenas, increíbles y precisas cartas escritas por su adorada amiga Beatriz Viterbo, un adorado monumento en el cementerio de Chacarita, la reliquia atroz de lo que antaño había sido deliciosamente Beatriz, la circulación de su propia oscura sangre, el engranaje del amor y la modificación de la muerte. Ve el Aleph —uno de los puntos en el espacio que contienen todos los demás puntos— desde todos los puntos, en el Aleph la Tierra, y en la Tierra otra vez el Aleph, y en el Aleph la Tierra. Vislumbra su propia cara y sus propias vísceras, y siente vértigo, y llora, porque sus ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural cuyo nombre usurpan los hombres pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.
Siempre me han fascinado esas listas, y creo que estoy en buena compañía. Sin duda bajo la influencia de Borges intenté componer una geografía imaginaria en Baudolino. Baudolino está describiendo las maravillas de Occidente al hijo del Preste Juan, un leproso enfrentado a una muerte segura por su enfermedad y que vive recluido en un legendario país de Extremo Oriente. Así, se pone a hablar de los lugares y cosas del mundo occidental de la misma manera fabulosa en que el mundo medieval de Occidente soñaba el Extremo Oriente:

[...] le describía los lugares que había visto, desde Ratisbona a París, de Venecia a Bizancio, y luego, Iconio y Armenia, y los pueblos que habíamos encontrado en nuestro viaje. Estaba destinado a morir sin haber visto nada excepto los nichos de Pndapetzim, y yo intentaba hacerle vivir a través de mis relatos. Y quizá también inventé, le hablé de ciudades que nunca había visitado, de batallas que nunca había combatido, de princesas que nunca había poseído. Le contaba las maravillas de las tierras donde nunca muere el sol. Le hice disfrutar de ponientes en la Propóntide, de reflejos de esmeralda en la laguna veneciana, de un valle de Hibernia, donde siete iglesias blancas se extienden a orillas de un fago silencioso, entre rebaños de ovejas igual de blancas; le conté cómo los Alpes están cubiertos siempre por una mullida sustancia cándida, que en verano se deshace en cataratas majestuosas y se desperdiga en ríos y arroyos a lo largo de pendientes lozanas de castaños; le dije de los desiertos de sal que se extienden en las costas de Apulia; le hice temblar evocando mares que nunca había navegado, donde saltan peces del tamaño de una ternera, tan mansos que los hombres pueden cabalgarlos; le referí de los viajes de san Brandán a las ínsulas Afortunadas y cómo un día, creyendo arribar a una tierra en medio del mar, descendió al lomo de una ballena, que es un pez grande como una montaña, capaz de tragarse una nave entera; pero tuve que explicarle qué eran las naves, peces de madera que surcan las aguas moviendo alas blancas; le enumeré los animales prodigiosos de mis países, el ciervo, que tiene dos grandes cuernos en forma de cruz; la cigüeña, que vuela de tierra en tierra, y se hace cargo de sus propios padres senescentes llevándolos en su dorso por los cielos; la mariquita, que se parece a una pequeña seta, roja y punteada de manchas color leche; la lagartija, que es como un cocodrilo, pero tan pequeña que pasa por debajo de las puertas; el cuclillo, que pone sus huevos en los nidos de otros pájaros; la lechuza, con sus ojos redondos que en la noche parecen dos lámparas, y que vive comiendo el aceite de los candiles de las iglesias; el puerco espín, animal con el lomo erizado de acúleos que chupa la leche de las vacas; la ostra, cofre vivo, que produce a veces una belleza muerta pero de inestimable valor; el ruiseñor, que vela la noche cantando y vive en adoración de la rosa; la langosta, monstruo lorigado de un rojo flamante, que huye hacia atrás para sustraerse a la caza de los que desean sus carnes; la anguila, espantosa serpiente acuática de sabor graso y exquisito; la gaviota, que sobrevuela las aguas como si fuera un ángel del señor pero emite gritos estridentes como los de un demonio; el mirlo, pájaro negro con el pico amarillo que habla como nosotros, sicofante que dice lo que le ha confiado el amo; el cisne, que surca majestuoso las aguas de un lago y canta en el momento de su muerte una melodía dulcísima; la comadreja, sinuosa como una doncella; el halcón, que vuela en picado sobre su presa y se la lleva al caballero que lo ha educado. Me imaginé el esplendor de gemas que el Diácono nunca había visto —ni yo con él—, las manchas purpúreas y lechosas de la murrina, las venas cárdenas y blancas de algunas gemas egipcias, el candor del oricalco, la transparencia del cristal, el brillo del diamante, y luego le celebré el esplendor del oro, metal tierno que se puede plasmar en hojas finas, el chirrido de las cuchillas al rojo vivo cuando se sumergen en el agua para templarlas; le describí cuáles inimaginables relicarios se ven en los tesoros de las grandes abadías, lo altas y puntiagudas que son las torres de nuestras iglesias, así como altas y derechas son las columnas del Hipódromo de Constantinopla, qué libros leen los judíos, sembrados de signos que parecen insectos, y qué sonidos pronuncian cuando los leen, cómo un gran rey cristiano había recibido de un califa un gallo de hierro que cantaba solo cuando salía el sol, qué es la esfera que gira eructando vapor, cómo queman los espejos de Arquímedes, lo espantoso que es ver por la noche un molino de viento; y luego le conté del Grial, de los caballeros que lo estaban buscando en Bretaña, de nosotros que se lo habríamos entregado a su padre en cuanto hubiéramos encontrado al infame Zósimo. Viendo que estos esplendores lo fascinaban, pero su inaccesibilidad lo entristecía, pensé que sería bueno, para convencerle de que su pena no era la peor, relatarle el suplicio de Andrónico con tales detalles que superaran en mucho lo que se le había hecho, las carnicerías de Crema, de los prisioneros con la mano, la oreja, la nariz cortada; hice relampaguear ante sus ojos enfermedades inenarrables con respecto a las cuales la lepra era un mal menor; le describí como horrendamente horribles la escrófula, la erisipeda, el baile de san Vito, el fuego de san Antonio, el mordisco de la tarántula, la sarna que te lleva a rascarte la piel escama a escama, la acción pestífera del áspid, el suplicio de santa Ágata a quien le arrancaron los senos, el de santa Lucía a quien le sacaron los ojos, el de san Sebastián traspasado de flechas, el de san Esteban con el cráneo partido por las piedras, el de san Lorenzo asado a la parrilla a fuego lento, e inventé otros santos y otras atrocidades: cómo san Ursicino fue empalado del ano hasta la boca, san Sarapión desollado, san Mopsuestio atado por sus cuatro extremidades a cuatro caballos encabritados y luego descuartizado, san Draconcio obligado a tragar pez hirviendo [...] Me parecía que estos horrores lo aliviaban, luego temía haber exagerado y pasaba a describirle las otras bellezas del mundo, cuyo pensamiento a menudo era el consuelo del prisionero, la gracia de las adolescentes parisinas, la perezosa venustez de las prostitutas venecianas, el incomparable arrebol de una emperatriz, la risa infantil de Colandrina, los ojos de una princesa lejana. El Diácono se excitaba, pedía que le siguiera contando, preguntaba cómo eran los cabellos de Melisenda, condesa de Trípoli, los labios de aquellas fúlgidas bellezas que habían encantado a los caballeros de Brocelianda más que el santo Grial; se excitaba. Dios me perdone, pero creo que una o dos veces tuvo una erección y sintió el placer de derramar el propio semen. Y aún intentaba hacerle entender lo rico que era el universo de especias con perfumes enervantes, y, como no las llevaba conmigo, intentaba recordar el nombre de las que había conocido así como el de las que conocía solo a través de su nombre, pensando que aquellos nombres lo embriagarían como olores, y le mencionaba el lauroceraso, el benjuí, el incienso, el nardo, el espicanardo, el olíbano, el cinamomo, el sándalo, el azafrán, el jengibre, el cardamomo, la cañafístula, la cedoaria, el laurel, la mejorana, el cilantro, el eneldo, el estragón, la malagueta, el ajonjolí, la amapola, la nuez moscada, la hierba de limón, la cúrcuma y el comino. El Diácono escuchaba en los umbrales del delirio, se tocaba el rostro como si su pobre nariz no pudiera soportar todas esas fragancias, preguntaba llorando qué le habían dado de comer hasta entonces los malditos eunucos, con el pretexto de que estaba enfermo, leche de cabra y pan mojado en burq, que decían que era bueno para la lepra, y él pasaba los días aturdido, casi siempre durmiendo y con el mismo sabor en la boca, día tras día.8
1 En esto puede que me equivocara. Aunque las fechas son inciertas, es posible que la primera lista sea la Teogonía entera de Hesíodo.
2 Véase Giuseppe Ledda, «Elenchi impossibili: Cataloghi e topos de l'indicibilità», inédito; e Ídem, La Guerra della lingua: Ineffabilità, retorica e narrativa nella Commedia di Dante, Rávena, Longo, 2002.
3 Dante, Paraíso, trad. de Luis Martínez de Merlo, Madrid, Cátedra, 2006.

4 Umberto Eco, La isla del día de antes, trad. de Helena Lozano Miralles, Barcelona, Random House Mondadori, 1997. El lector experimentado verá en la última frase un caso no solo de hipotiposis, sino también de écfrasis; describe una típica cabeza pintada por Arcimboldo.
5 Walt Whitman, Hojas de hierba, parte XII, «Canto del hacha», trad. de Armando Vasseur, Valencia, F. Sempere Editores, 1910. Véase en particular el capítulo dedicado a Whitman en Belknap, The List.
6 James Joyce, «Anna Livia Plurabelle», trad. de James Joyce y Nino Frank (1938), reimpreso en Joyce, Scritti italiani, Milán, Mondadori, 1979.
7 James Joyce, «Anna Livia Plurabelle», trad. de Samuel Beckett, Alfred Perron, Philippe Soupault, Paul Léon, Eugéne Jolas, Ivan Goll y Adrienne Monnier, con la colaboración de Joyce, Nouvelle Revue Francaise, 1 de mayo de 1931.

8 Umberto Eco, Baudolino, trad. de Helena Lozano Miralles, Barcelona, Lumen, 2001.

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