domingo, 26 de agosto de 2018

UMBERTO ECO. CONFESIONES DE UN JOVEN NOVELISTA.


«Wunderkammern» y museos

Un catálogo de museo es un ejemplo de una lista práctica que se refiere a objetos que existen en un lugar predeterminado, y que, como tal, es necesariamente finita. Pero ¿cómo deberíamos considerar a un museo in se, o a una colección? Excepto en los casos, extremadamente raros, de colecciones que contienen todos los objetos de cierto tipo (por ejemplo, todas —y quiero decir todas— las obras de un artista determinado), una colección es siempre abierta y siempre podría ampliarse añadiéndole algún otro elemento, especialmente si la colección se basa —como podríamos decir de las colecciones de los patricios romanos, caballeros medievales y museos modernos— en un gusto por la acumulación y el aumento ad infinitum. Aunque un museo puede exhibir una gran cantidad de obras de arte, da la impresión de que son aún más numerosas.
Es más, salvo en casos extremadamente particulares, las colecciones siempre rayan en la incongruencia. Un viajante del espacio que no fuera consciente de nuestro concepto del arte se preguntaría por qué el Louvre contiene bagatelas de uso común como jarrones, platos o saleros, estatuas de una diosa como la Venus de Milo, representaciones de paisajes, retratos de gente corriente, artefactos de tumbas y momias, retratos de criaturas monstruosas, objetos de culto, imágenes de seres humanos sufriendo torturas, cuadros de batallas, desnudos pensados para despertar el deseo sexual y hallazgos arqueológicos.
Al ser tan variados los objetos, y porque podemos imaginar la sensación de estar rodeados de ellos por la noche, un museo puede ser una experiencia terrorífica. Y la sensación de inquietud aumenta con la cantidad y la incongruencia de los objetos reunidos.
Cuando los objetos reunidos son irreconocibles, incluso un museo moderno puede parecerse a los predecesores de los siglos XVII y XVIII de nuestros museos de ciencias naturales: las así llamadas Wunderkammern —«salas de maravillas», o «gabinetes de curiosidades»— donde ciertas personas intentaron juntar colecciones sistemáticas de todas las cosas que debían ser conocidas, mientras que otras coleccionaban cosas que parecían extraordinarias o insólitas, incluyendo objetos estrafalarios o asombrosos como un cocodrilo disecado, que solía colgarse de una piedra angular, dominando toda la sala. En muchas de esas colecciones, como la que reunió Pedro el Grande en San Petersburgo, fetos deformes eran conservados cuidadosamente en alcohol. Las piezas de cera del Museo della Specola en Florencia presentan una colección de maravillas anatómicas, obras maestras hiperrealistas de cuerpos destripados que yacen desnudos, en una sinfonía de tonalidades que van del rosa al rojo oscuro, y desde allí a los marrones de los intestinos, hígados, pulmones, estómagos y bazos.
Lo que queda de las Wunderkammern son básicamente las representaciones pictóricas en forma de aguafuertes que de ellas se encuentran en sus catálogos. Algunas estaban hechas de cientos de pequeñas repisas que sostenían piedras, conchas, esqueletos de animales raros y obras maestras del arte de la taxidermia, capaces de crear animales no existentes. Otras Wunderkammern eran como museos en miniatura: armarios divididos en compartimentos con piezas que, separadas de su contexto original, parecen contar historias sin sentido o incongruentes.
Catálogos ilustrados como el Museum Celeberrimum de Sepibus (1678) y el Museum Kircherianum de Bonanni (1709) nos muestran que en la colección reunida por el padre Athanasius Kircher en el Colegio Romano, había estatuas antiguas, objetos de culto pagano, amuletos, ídolos chinos, tablas votivas, dos retablos que mostraban las cincuenta encarnaciones de Brahma, inscripciones de tumbas romanas, linternas, anillos, sellos, hebillas, armillas, pesos, campanas, piedras y fósiles con extrañas imágenes grabadas por la naturaleza en su superficie, objetos exóticos ex variis orbis plagis collectum que contenían las correas de indígenas brasileños adornadas con los dientes de víctimas devoradas, pájaros exóticos y otros animales disecados, un libro de Malabar hecho de hojas de palmera, artefactos turcos, escalas chinas, armas bárbaras, frutas indias, el pie de una momia egipcia, fetos de entre cuarenta días y siete meses, esqueletos de águilas, abubillas, urracas, tordos, monos brasileños, gatos y ratones, topos, puercoespines, ranas, camaleones y tiburones, así como algas marinas, un diente de foca, un cocodrilo, un armadillo, una tarántula, una cabeza de hipopótamo, un cuerno de rinoceronte, un monstruoso perro preservado en una solución balsámica en una vasija, huesos de gigante, instrumentos matemáticos y musicales, proyectos experimentales sobre el movimiento perpetuo, máquinas automáticas y otros artefactos basados en las máquinas de Arquímedes y Herón de Alejandría, cócleas, un artilugio catóptrico octogonal que multiplicaba una pequeña reproducción de un elefante de manera que «restaura la imagen de una manada de elefantes que parecen reunidos de África y Asia», aparatos hidráulicos, telescopios y microscopios con observaciones microscópicas de insectos, globos, esferas armilares, astrolabios, planisferios, relojes solares, hidráulicos, mecánicos y magnéticos, lentes, relojes de arena, instrumentos de medición de la temperatura y la humedad, varios cuadros e imágenes de montañas y precipicios, tortuosos cauces en valles, laberintos de madera, espumosas olas, remolinos, colinas, perspectivas arquitectónicas, ruinas, monumentos antiguos, batallas, masacres, duelos, triunfos, palacios, misterios bíblicos y efigies de dioses.

Disfruté mucho imaginando a uno de los personajes de El péndulo de Foucault vagando por los desiertos pasillos del Conservatorio de Artes y Oficios de París, un museo de la historia de la tecnología que alberga mecanismos obsoletos cuya función los visitantes ya no tienen clara, de forma que el Conservatorio entero parece una Wunderkammer barroca. Aumenta la impresión del visitante de estar amenazado por monstruos artificiales desconocidos, y desata en su mente alucinada una serie ininterrumpida de fantasías paranoicas:

Sobre el piso se extiende una procesión de vehículos automóviles, bicicletas y coches de vapor, desde arriba amenazan los aviones de los pioneros, en algunos casos los objetos están íntegros, aunque desconchados, corroídos por el tiempo, y, en la ambigua luz, en parte natural y en parte eléctrica, se presentan todos cubiertos por una pátina, un barniz de violín viejo; en otros casos solo quedan esqueletos, chasis, desarticulaciones de bielas y manivelas que amenazan indescriptibles torturas, y uno se imagina ya encadenado, inmovilizado en esas especies de lechos donde algo podría empezar a moverse y a hurgar en nuestra carne, hasta arrancarnos la confesión.
Más allá de esa secuencia de antiguos objetos móviles, ahora inmóviles, el alma herrumbrada, puros signos de un orgullo tecnológico que ha querido exponerlos a la reverencia de los visitantes, entre la vigilancia de una estatua de la Libertad, modelo reducido de la que Bartholdi proyectara para otro mundo, por la izquierda, y una estatua de Pascal por la derecha, se abre el coro, donde el Péndulo oscila coronado de la pesadilla de un entomólogo enfermo, caparazones, mandíbulas, antenas, proglotis, alas, patas, un cementerio de cadáveres mecánicos que de pronto podrían volver a funcionar todos al mismo tiempo; magnetos, transformadores monofásicos, turbinas, grupos convertidores, máquinas de vapor, dínamos, y al fondo, más allá del Péndulo, en la girola, ídolos asirios, caldeos, cartagineses, grandes Baales de vientre antaño incandescente, vírgenes de Nuremberg con el corazón descubierto, erizado de clavos, los otrora poderosos motores de aviación, indescriptible corona de simulacros postrados en adoración del Péndulo, como si los hijos de la Razón y de las Luces hubieran sido condenados a custodiar eternamente el símbolo mismo de la Tradición y de la Sabiduría.
Bajar. Moverme [...] Llevaba varias horas deseando solo eso, pero ahora que podía, ahora que era oportuno que lo hiciera, me sentía como paralizado. Tendría que atravesar las salas de noche, usando con moderación la linterna. Poca luz nocturna se filtraba por los ventanales, si me había imaginado un museo espectral a la luz de la luna, me había equivocado. A las vitrinas llegaban reflejos imprecisos de las ventanas. Si no me movía con cautela, podía derribar algo, chocar contra ello con un estruendo de cristales o chatarra. Encendí la linterna. Me sentía como en el Crazy Horse, de vez en cuando una luz repentina me revelaba una desnudez, pero no de carne, sino de tornillos, prensas, pernos.
¿Y si de repente iluminaba una presencia viva, la figura de alguien, un enviado de los Señores, que estuviese repitiendo especularmente mi recorrido? ¿Quién habría gritado primero? Aguzaba el oído. ¿Para qué? Yo no hacía ruido, me deslizaba. Por lo tanto también él.
Por la tarde había estudiado atentamente el orden de las salas, estaba convencido de que incluso en la oscuridad sabría encontrar la escalinata. En cambio avanzaba casi a tientas, y me había desorientado.
Quizá estaba pasando de nuevo por la misma sala, quizá nunca lograría salir de allí, quizá esto, este dar vueltas sin sentido entre las máquinas, era el rito.
[...]
[...] Motor de Froment: una estructura vertical de base romboidal, que encerraba, como un modelo anatómico que exhibiese sus costillas artificiales, una serie de bobinas, no sé, pilas, ruptores o como diablos los llamen los libros de texto, accionados por una correa de transmisión conectada a un piñón mediante un engranaje [...] ¿Para qué podía haber servido? Respuesta: para medir las corrientes telúricas, claro está.
Acumuladores. ¿Qué acumulan? Bastaba con imaginarse a los Treinta y Seis Invisibles como otros tantos tenaces secretarios (los guardianes del secreto) que tecleasen por las noches en sus clavicémbalos transmisores para producir un sonido, una chispa, una llamada, pendientes de un diálogo de costa a costa, de abismo a superficie, de Machu Picchu a Avalón, zip zip zip, hola hola hola, Pamersiel Pamersiel, he captado el temblor, la corriente Mu 36, la que los brahmanes adoraban como tenue respiración de Dios, ahora enchufo el clavijero, circuito micro-macrocósmico activado, bajo la costra terrestre tiemblan todas las raíces de mandrágora, escucha el canto de la Simpatía Universal, cambio y corto.
[...]
Ellos estaban aquí, accionando estos electrocapiladores seudotérmicos hexatetragramáticos, así les habría llamado Garamond, ¿no?, y de vez en cuando, no sé, uno habría inventado una vacuna, una bombilla, para justificar la maravillosa aventura de los metales, pero la tarea era muy distinta, ahí estaban, reunidos a medianoche para accionar esta máquina estática de Ducretet, una rueda transparente que parece una bandolera, y detrás dos pequeñas esferas vibrátiles sostenidas por sendas varillas arqueadas, quizá entonces se tocaban, producían chispas, Frankenstein confiaba en que con ello podría infundir vida a su golem, pero no, había que esperar otra señal: conjetura, trabaja, cava cava viejo topo [...]
[...] Una máquina de coser (diferente de esas cuya propaganda se hacía con grabados, junto con la pildora para desarrollar los senos, y la gran águila que vuela entre las montañas llevando en sus garras una botella de la bebida regeneradora, Robur Le Conquérant, R-C), que al funcionar hace girar una rueda, y la rueda un anillo, el anillo [.,.], ¿qué hace?, ¿qué capta el anillo? El cartelito ponía «las corrientes inducidas por el campo terrestre». Sin ningún pudor, lo pueden leer hasta los niños que visitan el museo por las tardes [...]
Iba y venía. Habría podido imaginarme más pequeño, microscópico, y me habría visto como un viajero asombrado recorriendo las calles de una ciudad mecánica, fortificada con rascacielos metálicos. Cilindros, baterías, botellas de Leyden, unas encima de las otras, pequeño tiovivo de veinte centímetros de altura, tourniquet électrique à attraction et repulsión. Talismán para estimular las corrientes de simpatía. Colonnade étincelante formée de neuf tubes, électro-aimant, una guillotina: en el centro, y parecía un tórculo de imprenta, colgaban unos ganchos sujetos con cadenas de caballeriza. Un tórculo en el que se puede meter una mano, una cabeza que aplastar. Campana de vidrio movida por una bomba neumática de dos cilindros, una especie de alambique y debajo tiene una copa y a la derecha una esfera de cobre. Con esto cocinaba Saint-Germain sus tinturas para el landgrave de Hesse.
Un portapipas con una multitud de pequeñas clepsidras de gollete alargado corno una mujer de Modigliani, llenas de una sustancia incierta, ordenadas en dos filas de diez, cada una rematada por una esfera de distinta altura, como pequeños globos a punto de despegar, retenidos por una bola pesada. Aparato para la producción del Rebis, a la vista de todos.
Sección de los cristales. Había retrocedido. Botellitas verdes, un sádico anfitrión estaba ofreciéndome venenos en quintaesencia. Máquinas de hierro para fabricar botellas, se abrían y se cerraban con dos manoplas, ¿y si en lugar de la botella alguien metía la muñeca? Chac, lo mismo sucedería con esas enormes tenazas, esos tijerones, esos bisturíes de pico curvo que podían introducirse en el esfínter, en las orejas, en el útero, para extraer el feto aún fresco y machacarlo con miel y pimienta para saciar la sed de Astarté [...] La sala que atravesaba ahora tenía grandes vitrinas, divisaba botones para accionar punzones helicoidales que avanzarían, inexorablemente hacia el ojo de la víctima, el Pozo y el Péndulo, estábamos al borde de la caricatura, las máquinas inútiles de Goldberg, los tornos de tortura en los que Pata de Palo metía al Ratón Mickey, l'engrenage extérieur à trois pignons, triunfo de la mecánica renacentista. Branca, Ramelli, Zonca, conocía esos engranajes, los había compaginado para la maravillosa aventura de los metales, pero aquí los habían colocado más tarde, en el siglo pasado, estaban preparados para reprimir a los sediciosos después de la conquista del mundo, los templarios habían aprendido de los Asesinos la técnica para hacer callar a Noffo Dei, el día que le capturasen, la esvástica de Von Sebottendorff retorcería en el sentido del movimiento del sol los dolientes miembros de los enemigos de los Señores del Mundo, todo preparado, esperaban una señal, todo estaba ante los ojos de todos, el Plan era público, pero nadie habría podido descubrirlo, fauces chirriantes habrían cantado su himno de conquista, gran orgía de bocas convertidas en puros dientes que se ensamblaban entre sí, en un espasmo de tictac, como si todos los dientes cayesen al suelo al mismo tiempo.
Por último había llegado ante el émetteur à étincelles soufflées, proyectado para la Tour Eiffel, para la emisión de señales horarias entre Francia, Túnez y Rusia (templarios de Provins, paulicianos y Asesinos de Fez; Fez no está en Túnez y los Asesinos estaban en Persia, y qué no se puede sutilizar cuando se habitan las espiras del Tiempo Sutil), yo había visto ya esa máquina enorme, más alta que yo, con las paredes perforadas por una serie de escotillas, tomas de aire, ¿quién quería convencerme de que era una radio? Pues claro, la conocía, aquella misma tarde había pasado junto a ella. ¡El Beaubourg!
Delante de nuestras narices. Y, en efecto, ¿para qué serviría ese inmenso cajón plantado en el centro de Lutecia (Lutecia, la escotilla del mar de fango subterráneo), donde antaño estuviera el Vientre de París, con esas trompas prensiles de corrientes aéreas, ese delirio de tuberías, de conductos, esa oreja de Dionisio desplegada hacia el vacío exterior para introducir sonidos, mensajes, señales, hasta el centro del globo, y devolverlos vomitando informaciones desde el infierno? Primero el Conservatoire, como laboratorio, después la Tour, como sonda, por último el Beaubourg, como máquina receptora transmisora global. ¿O acaso habrían montado aquella enorme ventosa para entretener a cuatro estudiantes melenudos y hediondos que entraban allí para escuchar los últimos discos en un auricular japonés? Delante de nuestras narices. El Beaubourg como puerta de acceso al reino subterráneo de Agarttha, el monumento de los Equites Synarchici Resurgentes. Y los otros, dos, tres, cuatro billones de Otros, lo ignoraban, o se esforzaban por ignorarlo1.




Definición por lista de propiedades versus definición por esencia

Homero describe el escudo como una forma porque sabe exactamente cómo funciona la vida en esa sociedad; se limita a poner en una lista a los guerreros porque no sabe cuántos son. Así, podríamos pensar que las formas serían características de las culturas maduras, que conocen el mundo que han logrado explorar y definir, mientras que las listas serían típicas de culturas primitivas que aún tienen una imagen imprecisa del universo e intentan especificar el mayor número posible de sus propiedades, sin establecer una relación jerárquica entre ellas. Veremos que, de acuerdo con cierto perfil, eso puede ser cierto, si bien la lista vuelve a aparecer en la Edad Media (cuando las grandes Summae teológicas y las enciclopedias aspiraban a proporcionar una forma definitiva del universo espiritual y material), en el Renacimiento y en el Barroco (cuando la forma del mundo era la de una nueva astronomía) y, especialmente, en el mundo moderno y posmoderno. Reflexionemos sobre la primera parte del problema.
El sueño de toda filosofía y de toda ciencia, desde los días de la antigua Grecia, ha sido conocer y definir las cosas por su esencia. A partir de Aristóteles, la definición por esencia ha significado definir una cosa determinada como individuo o especie particular, y la especie, a su vez, como miembro de un género particular2. Se trata del mismo procedimiento seguido por la taxonomía moderna a la hora de definir animales y plantas. Naturalmente, el sistema de clases y subclases es más complejo. Por ejemplo, un tigre pertenece a la especie de los Tigris, al género Panthera, a la familia de los Felidae, suborden Fissipedia, orden Carnívora, subclase Eutheria y clase Mamalia.
Un ornitorrinco es una especie de mamífero monotrema (que pone huevos). Pero después del descubrimiento del ornitorrinco, pasaron ochenta años antes de que fuera definido como mamífero monotrema. Durante ese período, los científicos tuvieron que decidir cómo clasificarlo, y hasta que lo hicieron, fue, de forma bastante inquietante, una criatura del tamaño de un topo, con ojos pequeños, pico de pato, cola y zarpas que utilizaba para nadar y para construir sus madrigueras, teniendo las cuatro garras delanteras unidas por una membrana (una membrana más grande que la que unía las garras de las zarpas traseras), con capacidad de producir huevos y la habilidad de alimentar a sus crías con leche de sus glándulas mamarias.
Eso es exactamente lo que los legos dirían al ver un ornitorrinco. Nótese que, al referirnos a este desordenado conjunto de propiedades, los legos serían capaces de distinguir un ornitorrinco de un buey, mientras que si —sin saber nada de taxonomía científica— dijéramos que se trata de un «mamífero monotrema», no serían capaces de distinguir un ornitorrinco de un canguro. Si un niño le pregunta a su madre qué es un tigre y qué aspecto tiene, es poco probable que ella respondiera que es un mamífero del suborden de los Fissipedia o un carnívoro fisípedo, sino que diría probablemente que es una bestia salvaje y feroz que tiene el aspecto de un gato pero mucho más grande, muy ágil, amarillo con rayas negras, que vive en la selva, es a veces un devorador de hombres, etcétera.
Una definición por esencia toma en consideración las sustancias, y suponemos conocer toda la gama de sustancias, como «ser vivo», «animal», «planta» y «mineral». En cambio, y de acuerdo con Aristóteles, una definición a partir de las propiedades es una definición basada en accidentes, y los accidentes son infinitos en número. Un tigre —que según su definición por esencia es un miembro del reino Animalia, filo Chordata— se caracteriza por una serie de propiedades presentes en toda la especie: tiene cuatro patas, parece un gato grande con rayas, pesa una media de tantos kilos, ruge de una manera determinada y vive una media de tantos años. Pero un tigre también podría ser un animal que estuvo en el Coliseo de Roma un día concreto de la época de Nerón, o que fue abatido el 24 de mayo de 1846 por un oficial militar inglés llamado Ferguson, o que posee muchísimos otros rasgos accidentales.
La realidad es que raramente definimos las cosas por esencia; más a menudo presentamos listas de propiedades. Y por eso todas las listas que definen algo a través de una serie de propiedades no finita, aun siendo aparentemente vertiginosas, parecen aproximarse más a la manera cómo, en nuestra vida cotidiana (si bien no en los departamentos académicos de ciencias), definimos y reconocemos las cosas3. Una representación por acumulación o por series de propiedades no presupone un diccionario, sino una especie de enciclopedia, una que jamás se termina, y que los integrantes de una cultura determinada conocen y dominan solo en parte, dependiendo de su competencia.

Usamos las descripciones a partir de propiedades cuando pertenecemos a una cultura primitiva que tiene que construir aún una jerarquía de géneros y especies, y que carece de definiciones por esencia, Pero esto también puede ser cierto en el caso de una cultura desarrollada insatisfecha con algunas definiciones esenciales existentes, y que desea ponerlas en tela de juicio, o que intenta, al descubrir nuevas propiedades, aumentar el acervo de conocimientos sobre determinados elementos de su enciclopedia.
En Il Cannocchiale aristotélico, o El telescopio aristotélico (1665), el retórico italiano Emanuele Tesauro propone el modelo de la metáfora como forma de descubrir relaciones desconocidas hasta ese momento entre datos conocidos. Ese método funciona recopilando un repertorio de cosas conocidas que la imaginación metafórica puede utilizar para descubrir nuevas relaciones. De esta manera, Tesauro formula la idea del índice categórico, que parece un enorme diccionario pero es en realidad una serie de propiedades accidentales. Presenta su índice (con barroco deleite ante una idea tan «maravillosa») como «secreto verdaderamente secreto», una herramienta esencial para «revelar objetos ocultos dentro de varias categorías y para hacer comparaciones entre ellos». En otras palabras, tiene la capacidad de desenterrar analogías y similaridades que habrían pasado desapercibidas si todo hubiera permanecido clasificado en su propia categoría.
Aquí, no puedo sino ofrecer unos pocos ejemplos del catálogo de Tesauro, que parece capaz de expandirse sin fin. Su lista de «sustancias» tiene un final completamente abierto, y comprende Personas Divinas, Ideas, Dioses de Fábula, Ángeles, Demonios y Espíritus; bajo «Cielos», incluye Estrellas Errantes, el Zodíaco, Vapores, Exhalaciones, Meteoros, Cometas, los Rayos y los Vientos; la categoría «Tierra» comprende Campos, Desiertos, Montañas, Colinas y Promontorios; la de «Cuerpos» incluye Piedras, Gemas, Metales y Hierbas; «Matemáticas» incluye Globos, Brújulas, Cuadrados, etcétera. De modo similar es la categoría «Cantidades»: bajo «Cantidades de volúmenes» encontramos lo Pequeño, lo Grande, lo Largo y lo Corto; bajo «Cantidades de pesos», lo Ligero y lo Pesado. En la categoría «Calidad», bajo «Vista», encontramos lo Visible y lo Invisible, lo Aparente, lo Hermoso y lo Deforme, lo Claro y lo Oscuro, el Blanco y el Negro; bajo «Olor» encontramos Aroma y Pestilencia, y así sucesivamente con las categorías de «Relación», «Acción y Afección», «Posición», «Tiempo», «Espacio» y «Estado». Para tomar un ejemplo, bajo la categoría de «Cantidad», subcategoría «Cantidad de volumen», subsubcategoría «Cosas Pequeñas», se encuentran ángeles en el extremo de un broche, formas incorpóreas, los polos como puntos inmóviles de una esfera, el cénit y el nadir. Entre «Cosas elementales» encontramos las chispas del fuego, las gotas de agua, el escrúpulo de piedra, el grano de arena, la gema y el átomo; entre las «Cosas Humanas», el embrión, el aborto, el pigmeo y el enano; entre «Animales», la hormiga y la pulga; entre «Plantas», la semilla de mostaza y la migaja de pan; entre «Ciencias», el punto matemático; bajo «Arquitectura», la punta de la pirámide.
La lista no parece tener rima ni razón, como todos los intentos barrocos de encapsular el contenido global de un cuerpo de conocimiento. En Technica curiosa (1664) y en su libro de magia natural Joco-seriorium naturae et artis sive magiae naturalis centuriae tres (1665), Caspar Schott menciona una obra, escrita en 1653, cuyo autor presentaba en Roma un Artificium compuesto de cuarenta y cuatro clases fundamentales: Elementos (fuego, viento, humo, ceniza, infierno, purgatorio, el centro de la Tierra), Entes Celestiales (estrellas, rayos, arcoíris), Entes Intelectuales (Dios, Jesús, discurso, opinión, sospecha, alma, estratagema, espectro), Estados Seculares (emperadores, barones, plebeyos), Estados Eclesiásticos, Artesanos (pintores, marineros), Instrumentos, Afectos (amor, justicia, deseo), Religión, Confesión Sacramental, Tribunal, Ejército, Medicina (médicos, hambre, enema), Bestias Feroces, Pájaros, Reptiles, Peces, Partes de Animales, Mobiliarios, Comidas, Bebidas y Líquidos (vino, cerveza, agua, mantequilla, cera, resina), Ropa, Fábricas de Seda, Lana, Óleos y Otras Fábricas Textiles, Náutica (barco, ancla), Aromas (canela, chocolate), Metales, Monedas, Artefactos Varios, Piedras, Joyas, Árboles, Frutas, Lugares Públicos, Pesos, Medidas, Números, Tiempo, Adjetivos, Adverbios, Preposiciones, Personas (pronombres, títulos como «su Eminencia el Cardenal»), Viajes (heno, camino, salteador).
Podría seguir citando otras listas barrocas, desde Kircher a Wilkins, a cuál más vertiginosa. En todas ellas, la carencia de un espíritu sistemático atestigua el esfuerzo acometido por el enciclopedista para eludir las clasificaciones obsoletas por género y especie4.
Exceso

Desde un punto de vista literario, esas tentativas de clasificación «científicas» ofrecían a los escritores un modelo de prodigalidad, aunque podríamos decir que, al contrario, fueron los escritores quienes ofrecían el modelo a los científicos. Sin duda, uno de los primeros maestros de las listas fugitivas fue Rabelais, que usó esas listas precisamente para subvertir el rígido orden de las académicas Summae medievales.
En este punto, la lista —que en la época clásica había sido casi un pis aller, un último recurso, una manera de hablar de lo inexpresable cuando faltaban las palabras, un tortuoso catálogo que implicaba la silenciosa esperanza de encontrar tal vez una forma que impusiera orden en unos cuantos accidentes aleatorios— se convirtió en un acto poético ejecutado por puro amor a la deformación. Rabelais inició una poética de la lista por la lista, una poética de la lista por exceso.
Solo un gusto por el exceso pudo haber inspirado al fabulador barroco Giambattista Basile, en Pentamerón, el cuento de los cuentos —cuando cuenta cómo siete hermanos se convierten en siete palomas por la fechoría cometida por su hermana—, para expandir su texto con una bandada de nombres de pájaros: milanos reales, gavilanes, halcones, gallinas de agua, becacinas, jilgueros, pájaros carpinteros, urracas, lechuzas, gayas, grajos, cornejas, estorninos, becadas, gallos, gallinas y pollos, pavos, mirlos, tordos, pinzones, petroicas carboneras, chochines, avefrías, pardillos, verderones, piquituertos, atrapamoscas, alondras, chorlitos, reyes pescadores, aguzanieves, petirrojos, pinzones, gorriones, patos, zorzales, palomas torcaces y piñoneros. Fue por amor al exceso que Robert Burton, en su Anatomía de la melancolía (libro II, parte II), describió a una mujer fea acumulando, a lo largo de páginas y páginas, un número atroz de expresiones peyorativas e insultos. Y fue el amor al exceso lo que llevó a Giambattista Marino, en la parte X de su Adonis, a producir un diluvio de líneas sobre los frutos del artificio humano: «Astrolabios y almanaques, escotillas, escofinas y ganzúas, jaulas, manicomios, tabardos, estuches y sacos, laberintos, plomadas y niveles, dados, cartas, pelota, tablero y figuras de ajedrez,y cascabeles y poleas y barrenas de mano, bobinas, carretes, racamentos, relojes, alambiques, garrafas, fuelles, crisoles, mira, bolsas y ampollas rellenas de viento, y burbujas hinchadas de jabón, torres de humo, hojas de ortiga, flores de calabaza, plumas amarillas y verdes, arañas, escarabajos, grillos, hormigas, avispas, mosquitos, luciérnagas y polillas, ratones, gatos, gusanos de seda, y cien extravagancias semejantes de artilugios y animales; todos estos que ves y otros extraños fantasmas de nuevo en cuantiosas categorías»5.
En Noventa y tres (libro II, capítulo III), es un gusto por el exceso lo que lleva a Víctor Hugo, cuando sugiere las mastodónticas dimensiones de la Convención Republicana, a una explosión de nombres página tras página, de modo que lo que pudiera ser un registro archivístico se convierte en una experiencia alucinante. La propia lista de listas excesivas y extravagantes podría convertirse ella misma en extravagante y excesiva.
El desenfreno no significa incongruencia: una lista puede ser excesiva (véase, por ejemplo, el catálogo de juegos de Gargantúa) y sin embargo absolutamente coherente (esa lista de juegos es una enumeración lógica de pasatiempos). Hay, pues, listas que son coherentes en su exceso, y otras que no son excesivamente largas pero que representan un ensamblaje de cosas deliberadamente desprovistas de cualquier interrelación aparente; tanto es así que esos casos se denominan casos de enumeración caótica6.
El mejor ejemplo de una mezcla lograda de desmesura y coherencia tal vez sea la descripción de las flores del jardín de Paradou en la novela La caída del abate Mouret, de Zola. Un ejemplo completamente caótico podría ser la enumeración de nombres y cosas recopilada por Cole Porter en su canción «You're the Top!»: el Coliseo, el Museo del Louvre, una melodía de una sinfonía de Strauss, una gorra de Bendel, un soneto de Shakespeare, el ratón Mickey, el Nilo, la torre de Pisa, la sonrisa de la Mona Lisa, Mahatma Gandhi, el brandy Napoleón, la luz púrpura de una noche de verano en España, la National Gallery de Londres, el celofán, pavo para cenar, un dólar de Coolidge, los ágiles pasos de los pies de Fred Astaire, un drama de O'Neill, la madre de Whistler, el queso camembert, una rosa, el Infierno de Dante, la nariz del gran Durante, una danza en Bali, un tamal caliente, un ángel, un Botticelli, Keats, Shelley, Ovaltine, un estruendo, la luna sobre el hombro de Mae West, una ensalada Waldorf, una balada de Berlín, los botes que se deslizan por el Zuider Zee, un viejo maestro holandés, lady Astor, el brócoli, un romance... Y aun así, la lista adquiere cierta coherencia porque menciona todas las cosas que Porter ve tan maravillosas como la persona amada. Podemos criticar la falta de criterio en su lista de valores, pero no su lógica.
La enumeración caótica no es lo mismo que el monólogo interior. Todos los monólogos interiores de Joyce serían simples conjuntos de elementos completamente anómalos si no fuera porque, para convertirlos en un todo coherente, suponemos que emergen de la conciencia de un personaje concreto, sucesivamente, por medio de asociaciones que el autor no siempre está obligado a explicar.
El escritorio de Tyrone Slothrop que describe Thomas Pynchon en el primer capítulo de El arco iris de gravedad es ciertamente caótico, pero su descripción no lo es. Lo mismo sucede con la descripción del caos en la cocina de Bloom en Ulises. Es difícil decir si la lista desenfrenada de las cosas que Georges Perec ve en un solo día en la place Saint-Sulpice de París (Tentative d'épuissement d'un lieuparisién) es coherente o caótica. La lista está destinada a ser aleatoria y desordenada: la plaza, ese día, fue sin duda escenario de cien mil acontecimientos más aparte de los que Perec percibió o apuntó. Pero por otra parte, el hecho de que la lista contenga solo lo que él percibió la hace desconcertantemente homogénea.
Entre las listas que son excesivas y coherentes, deberíamos incluir también el retrato del matadero en la novela Berlín Alexanderplatz, de Alfred Döblin. En principio, ese pasaje debería ser la descripción ordenada de unas instalaciones de procesamiento y de las operaciones que se llevan a cabo en ellas; pero el lector tiene dificultades para percibir el trazado del lugar y la secuencia lógica de actividades, en medio de esa densa aglomeración de detalles, datos numéricos, gotas de sangre y piaras de cerditos asustados. El matadero de Döblin es horrible porque la masa de datos es tan abrumadora que aturde al lector. Cualquier orden posible simplemente se desmorona en medio de ese desorden de bestialidad demente, que alude proféticamente a futuros mataderos.
La descripción que hace Döblin del matadero es como la que hace Pynchon del escritorio de Slothrop: una representación no caótica de una situación caótica. Fue esa clase de listas pseudocaóticas las que me inspiraron cuando escribí el capítulo 28 de Baudolino.
Baudolino y sus amigos están de camino al legendario país del Preste Juan. De repente, llegan al Sambatyón, el río que, según la tradición rabínica, no lleva agua. No hay más que un furioso torrente de arena y piedras que hace un ruido tan ensordecedor que puede oírse a una distancia de un día de camino. Ese flujo pétreo solo cesa al comienzo del sabat, y solo durante el sabat puede cruzarse.
Imaginé que un río de piedras sería bastante caótico, especialmente si las piedras fueran de diferentes tamaños, colores y consistencias. Encontré una maravillosa lista de piedras en la Historia natural de Plinio; los propios nombres de esas sustancias trabajaban en concierto para hacer la lista más «musical». Estos son algunos de los especímenes de mi catálogo:

Era un fluir majestuoso de macizos y terruños, que corría sin pausas, y se podían divisar, en aquella corriente de grandes rocas sin forma, losas irregulares, cortantes como cuchillas, amplias como piedras sepulcrales, y entre una y otra, fósiles, cimas, escollos y espolones.
A igual velocidad, como empujados por un viento impetuoso, fragmentos de travertino rodaban unos sobre otros, grandes fallas se deslizaban por encima, para luego disminuir su ímpetu cuando rebotaban en riadas de guijarros, mientras cantos ya redondos, pulidos como por el agua por ese deslizamiento suyo entre roca y roca, brincaban por los aires, caían con ruidos secos y eran atrapados por esos remolinos que ellos mismos creaban al chocar los unos con los otros. En medio y por encima de ese encabalgarse de moles minerales, se formaban rebufos de arena, ráfagas de yeso, nubes de deyecciones, espumas de piedra pómez, regueros de calcina.
Acá y allá salpicaduras de escayola, pedreas de carbones, recaían en la orilla, y los viajeros debían cubrirse a veces la cara para no quedar desfigurados.
[...]
[...] se había visto surgir en el horizonte una cadena inaccesible de montes altísimos, que al final señoreaban sobre los viajeros, casi impidiéndoles la vista del cielo, encerrados como estaban en una vereda cada vez más estrecha y sin salida alguna, desde donde, arriba en las alturas, se divisaba solo un celaje apenas luminoso que se recomía las cimas de aquellas cumbres.
Aquí, entre dos montes, se veía nacer el Sambatyón de una hendidura, casi una herida: un rebullir de arenisca, un borbotear de toba, un gotear de limo, un repiquetear de esquirlas, un borbollar de tierra que se condensa, un rebosar de terrones, una lluvia de arcillas, se iban transformando poco a poco en un flujo más constante, que empezaba su viaje hacia algún infinito océano de arena.
Nuestros amigos emplearon un día en intentar rodear las montañas y buscar un paso río arriba del manantial, pero en vano.
Decidieron entonces seguir el río [...] hasta que, después de casi cinco días de viaje, y de noches bochornosas como el día, se dieron cuenta de que el continuo retrueno de aquella marea se estaba transformando. El río había ganado más velocidad, se dibujaban en su curso una suerte de corrientes, rápidos que arrastraban trozos de basalto como pajillas, se oía una especie de trueno lejano [...] Luego, cada vez más impetuoso, el Sambatyón se dividía en una miríada de riachuelos, que se introducían entre pendientes montañosas como los dedos de la mano en un grumo de fango; a veces una oleada se sumía en una gruta para luego salir con un rugido de una especie de paso rocoso que parecía transitable y arrojarse rabiosamente río abajo. Y de golpe, después de un amplio rodeo que se vieron obligados a hacer porque las orillas mismas se habían vuelto impracticables, golpeadas por torbellinos de gravilla, una vez alcanzada la cima de una planicie, vieron cómo el Sambatyón, a sus pies, se anulaba en una especie de garganta del Infierno.
Eran unas cataratas que se precipitaban desde decenas de ombornales rupestres, dispuestos en anfiteatro, en un desmedido torbellino final, un regurgitar incesante de granito, una vorágine de brea, una resaca única de alumbre, un rebullir de esquisto, un repercutirse de azarnefe contra las orillas. Y por encima de la materia que la tolvanera eructaba hacia el cielo, pero más abajo con respecto a los ojos de quien mirara como desde lo alto de una torre, los rayos del sol formaban sobre esas gotitas silíceas un inmenso arco iris que, al reflejar cada cuerpo los rayos con un esplendor distinto según su propia naturaleza, tenía muchos más colores que los que se solían formar en el cielo después de una tormenta, y a diferencia de aquellos, parecía destinado a brillar eternamente sin disolverse jamás.
Era un rojear de hematites y cinabrio, un tililar de atramento cual acero, un trasvolar de pizcas de oropimente del amarillo al naranja flamante, un azular de armeniana, un blanquear de conchas calcinadas, un verdear de malaquitas, un desvanecerse de litargirio en azafranes cada vez más pálidos, un repercutir de rejalgar, un eructar de terruño verduzco que palidecía en polvo de crisocola y emigraba en matices de añil y violeta, un triunfo de oro musivo, un purpurear de albayalde quemado, un llamear de sandáraca, un irisarse de greda argentada, una sola transparencia de alabastros.
Ninguna voz humana podía oírse en ese clangor, ni los viajeros tenían deseos de hablar. Asistían a la agonía del Sambatyón, que se enfurecía por tener que desaparecer en las entrañas de la tierra, e intentaba llevar consigo cuanto tenía a su alrededor, rechinando sus piedras para expresar toda su impotencia7.

Hay listas que se vuelven caóticas por medio de un exceso de ira, odio y rencor, cascadas desenfrenadas de insultos. Un ejemplo típico es un pasaje de Bagateiles pour un massacre, donde Céline se explaya en un diluvio de insultos, no contra los judíos, por una vez, sino contra la Rusia soviética:

Dine! Paradine! Crevent! Boursouflent! Ventre dieu! [...] 487 millions! D'empalafiés cosacologues! Quid? Quid? Quod? Dans tous les chancres de Slavie! Quid? De Baltique slavigote en Blanche Altramer noire? Quam? Balkans! Visqueux! Ratagan! De concombres! [...] Mornes! Roteux! De ratamerde! Je me'n pourfentre! [...] Je me'n pourfoutre! Gigantement! Je m'envole! Coloquinte! [...] Barbatoliers? Immensement! Volgaronoff! [...] Mongomoleux Tartaronesques! [...] Stakhanoviciants! [...] Culodovitch! [...] Quatrecent mílle verstes myriamétres! [...] De steppes de condachiures, de peaux de Zébis-Laridon! [...] Ventre Poultre! Je me'n gratte tous les Vésuves! [...] Déluges! [...] Fongeux de margachiante! [...] Pour vos tout sales pots fiottés d'entzarinavés! [...] Stabiline! Vorokchiots! Surplus Déconfits! [...] Transibérie!8
1 Umberto Eco, El péndulo de Foucault, trad. de R.P. revisada por Helena Lozano.
2 No abordaremos aquí el viejo problema de la diferencia específica, en virtud del cual los humanos pueden distinguirse como animales racionales en contraste con los demás animales, carentes de la capacidad de razonar. Sobre esto, véase Umberto Eco, Semiótica y filosofía del lenguaje, cap. 2. Sobre el ornitorrinco, véase id., Kant y el ornitorrinco.

3 Por supuesto, una lista de propiedades también puede tener una intención evaluativa. Un ejemplo de ello sería el elogio de Tiro en Ezequiel, 27, o el himno a Inglaterra («esta isla coronada...») en el acto II de Ricardo II de Shakespeare. Otra lista evaluativa a partir de propiedades es el topos de la laudatio puellae —la representación de las mujeres hermosas—, cuyo ejemplo más noble es el Cantar de los Cantares. Pero también tropezamos con él en autores modernos como Rubén Darío, en su «Canto a la Argentina», que es una verdadera explosión de listas encomiásticas al estilo de Whitman, De forma similar, está la vituperatio puellae (o vituperatio dominae) —la descripción de mujeres feas— como en Horacio o en Clément Marot, Hay también descripciones de hombres feos, como la famosa diatriba de Cyrano contra su propia nariz, en el Cyrano de Bergerac de Edmond Rostand.
4 Véase Umberto Eco, La búsqueda de la lengua perfecta, Barcelona, Crítica, 1999.
5 Se sigue la traducción de María Pons Irazazábal en Eco, El vértigo de las listas.
6 Véase Leo Spitzer, La enumeración caótica en la poesía moderna, Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, 1945.
7 Eco, Baudolino, cap. 28, trad. de Helena Lozano Miralles.

8 Louis-Ferdinand Céline, Bagatelles pour un massacre. Céline prohibió en su herencia cualquier traducción de esa obra, rabiosamente antisemita.

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