«Wunderkammern» y museos
Un
catálogo de museo es un ejemplo de una lista práctica que se
refiere a objetos que existen en un lugar predeterminado, y que, como
tal, es necesariamente finita. Pero ¿cómo deberíamos considerar a
un museo in
se, o
a una colección? Excepto en los casos,
extremadamente
raros, de colecciones que contienen todos los objetos de cierto tipo
(por ejemplo, todas —y quiero decir todas— las obras de un
artista determinado), una colección es siempre abierta y siempre
podría ampliarse añadiéndole algún otro elemento, especialmente
si la colección se basa —como podríamos decir de las colecciones
de los patricios romanos, caballeros medievales y museos modernos—
en un gusto por la acumulación y el aumento ad
infinitum. Aunque
un museo puede exhibir una gran cantidad de obras de arte, da la
impresión de que son aún más numerosas.
Es más, salvo en casos
extremadamente particulares, las colecciones siempre rayan en la
incongruencia. Un viajante del espacio que no fuera consciente de
nuestro concepto del arte se preguntaría por qué el Louvre contiene
bagatelas de uso común como jarrones, platos o saleros, estatuas de
una diosa como la Venus de Milo, representaciones de paisajes,
retratos de gente corriente, artefactos de tumbas y momias, retratos
de criaturas monstruosas, objetos de culto, imágenes de seres
humanos sufriendo torturas, cuadros de batallas, desnudos pensados
para despertar el deseo sexual y hallazgos arqueológicos.
Al ser tan variados los
objetos, y porque podemos imaginar la sensación de estar rodeados de
ellos por la noche, un museo puede ser una experiencia terrorífica.
Y la sensación de inquietud aumenta con la cantidad y la
incongruencia de los objetos reunidos.
Cuando
los objetos reunidos son irreconocibles, incluso un museo moderno
puede parecerse a los predecesores de los siglos XVII y XVIII de
nuestros museos de ciencias naturales: las así llamadas
Wunderkammern
—«salas
de maravillas», o «gabinetes de curiosidades»— donde ciertas
personas intentaron juntar colecciones sistemáticas de todas las
cosas que debían ser conocidas, mientras que otras coleccionaban
cosas que parecían extraordinarias o insólitas, incluyendo objetos
estrafalarios o asombrosos como un cocodrilo disecado, que solía
colgarse de una piedra angular, dominando toda la sala. En muchas de
esas colecciones, como la que reunió Pedro el Grande en San
Petersburgo, fetos deformes eran conservados cuidadosamente en
alcohol. Las piezas de cera del Museo della Specola en Florencia
presentan una colección de maravillas anatómicas, obras maestras
hiperrealistas de cuerpos destripados que yacen desnudos, en una
sinfonía de tonalidades que van del rosa al rojo oscuro, y desde
allí a los marrones de los intestinos, hígados, pulmones, estómagos
y bazos.
Lo
que queda de las Wunderkammern
son
básicamente las representaciones pictóricas en forma de aguafuertes
que de ellas se encuentran en sus catálogos. Algunas estaban hechas
de cientos de pequeñas repisas que sostenían piedras, conchas,
esqueletos de animales raros y obras maestras del arte de la
taxidermia, capaces de crear animales no existentes. Otras
Wunderkammern
eran
como museos en miniatura: armarios divididos en compartimentos con
piezas que, separadas de su contexto original, parecen contar
historias sin sentido o incongruentes.
Catálogos
ilustrados como el Museum
Celeberrimum de
Sepibus (1678) y el Museum
Kircherianum de
Bonanni (1709) nos muestran que en la colección reunida por el padre
Athanasius Kircher en el Colegio Romano, había estatuas antiguas,
objetos de culto pagano, amuletos, ídolos chinos, tablas votivas,
dos retablos que mostraban las cincuenta encarnaciones de Brahma,
inscripciones de tumbas romanas, linternas, anillos, sellos,
hebillas, armillas, pesos, campanas, piedras y fósiles con extrañas
imágenes grabadas por la naturaleza en su superficie, objetos
exóticos ex
variis orbis plagis collectum que
contenían las correas de indígenas brasileños adornadas con los
dientes de víctimas devoradas, pájaros exóticos y otros animales
disecados, un libro de Malabar hecho de hojas de palmera, artefactos
turcos, escalas chinas, armas bárbaras, frutas indias, el pie de una
momia egipcia, fetos de entre cuarenta días y siete meses,
esqueletos de águilas, abubillas, urracas, tordos, monos brasileños,
gatos y ratones, topos, puercoespines, ranas, camaleones y tiburones,
así como algas marinas, un diente de foca, un cocodrilo, un
armadillo, una tarántula, una cabeza de hipopótamo, un cuerno de
rinoceronte, un monstruoso perro preservado en una solución
balsámica en una vasija, huesos de gigante, instrumentos matemáticos
y
musicales,
proyectos experimentales sobre el movimiento perpetuo, máquinas
automáticas y otros artefactos basados en las máquinas de
Arquímedes y Herón de Alejandría, cócleas, un artilugio
catóptrico octogonal que multiplicaba una pequeña reproducción de
un elefante de manera que «restaura la imagen de una manada de
elefantes que parecen reunidos de África y Asia», aparatos
hidráulicos, telescopios y microscopios con observaciones
microscópicas de insectos, globos, esferas armilares, astrolabios,
planisferios, relojes solares, hidráulicos, mecánicos y magnéticos,
lentes, relojes de arena, instrumentos de medición de la temperatura
y la humedad, varios cuadros e imágenes de montañas y precipicios,
tortuosos cauces en valles, laberintos de madera, espumosas olas,
remolinos, colinas, perspectivas arquitectónicas, ruinas, monumentos
antiguos, batallas, masacres, duelos, triunfos, palacios, misterios
bíblicos y efigies de dioses.
Disfruté
mucho imaginando a uno de los personajes de El
péndulo de Foucault vagando
por los desiertos pasillos del Conservatorio de Artes y Oficios de
París, un museo de la historia de la tecnología que alberga
mecanismos obsoletos cuya función los visitantes ya no tienen clara,
de forma que el Conservatorio entero parece una Wunderkammer
barroca.
Aumenta la impresión del visitante de estar amenazado por monstruos
artificiales desconocidos, y desata en su mente alucinada una serie
ininterrumpida de fantasías paranoicas:
Sobre
el piso se extiende una procesión de vehículos automóviles,
bicicletas y coches de vapor, desde arriba amenazan
los aviones de los pioneros, en algunos casos los objetos están
íntegros, aunque desconchados, corroídos por el tiempo, y, en la
ambigua luz, en parte natural y en parte eléctrica, se presentan
todos cubiertos por una pátina, un barniz de violín viejo; en otros
casos solo quedan
esqueletos, chasis, desarticulaciones de bielas y manivelas que
amenazan indescriptibles torturas, y uno se imagina ya encadenado,
inmovilizado en esas especies de lechos donde algo podría empezar a
moverse y a hurgar en nuestra carne, hasta arrancarnos la confesión.
Más allá de esa secuencia de
antiguos objetos móviles, ahora inmóviles, el alma herrumbrada,
puros signos de un orgullo tecnológico que ha querido exponerlos a
la reverencia de los visitantes, entre la vigilancia de una estatua
de la Libertad, modelo reducido de la que Bartholdi proyectara para
otro mundo, por la izquierda, y una estatua de Pascal por la derecha,
se abre el coro, donde el Péndulo oscila coronado de la pesadilla de
un entomólogo enfermo, caparazones, mandíbulas, antenas, proglotis,
alas, patas, un cementerio de cadáveres mecánicos que de pronto
podrían volver a funcionar todos al mismo tiempo; magnetos,
transformadores monofásicos, turbinas, grupos convertidores,
máquinas de vapor, dínamos, y al fondo, más allá del Péndulo, en
la girola, ídolos asirios, caldeos, cartagineses, grandes Baales de
vientre antaño incandescente, vírgenes de Nuremberg con el corazón
descubierto, erizado de clavos, los otrora poderosos motores de
aviación, indescriptible corona de simulacros postrados en adoración
del Péndulo, como si los hijos de la Razón y de las Luces hubieran
sido condenados a custodiar eternamente el símbolo mismo de la
Tradición y de la Sabiduría.
Bajar. Moverme [...] Llevaba
varias horas deseando solo eso, pero ahora que podía, ahora que era
oportuno que lo hiciera, me sentía como paralizado. Tendría que
atravesar las salas de noche, usando con moderación la linterna.
Poca luz nocturna se filtraba por los ventanales, si me había
imaginado un museo espectral a la luz de la luna, me había
equivocado. A las vitrinas llegaban reflejos imprecisos de las
ventanas. Si no me movía con cautela, podía derribar algo, chocar
contra ello con un estruendo de cristales o chatarra. Encendí la
linterna. Me sentía como en el Crazy Horse, de vez en cuando una luz
repentina me revelaba una desnudez, pero no de carne, sino de
tornillos, prensas, pernos.
¿Y si de repente iluminaba
una presencia viva, la figura de alguien, un enviado de los Señores,
que estuviese repitiendo especularmente mi recorrido? ¿Quién habría
gritado primero? Aguzaba el oído. ¿Para qué? Yo no hacía ruido,
me deslizaba. Por lo tanto también él.
Por la tarde había estudiado
atentamente el orden de las salas, estaba convencido de que incluso
en la oscuridad sabría encontrar la escalinata. En cambio avanzaba
casi a tientas, y me había desorientado.
Quizá estaba pasando de nuevo
por la misma sala, quizá nunca lograría salir de allí, quizá
esto, este dar vueltas sin sentido entre las máquinas, era el rito.
[...]
[...] Motor de Froment: una
estructura vertical de base romboidal, que encerraba, como un modelo
anatómico que exhibiese sus costillas artificiales, una serie de
bobinas, no sé, pilas, ruptores o como diablos los llamen los libros
de texto, accionados por una correa de transmisión conectada a un
piñón mediante un engranaje [...] ¿Para qué podía haber servido?
Respuesta: para medir las corrientes telúricas, claro está.
Acumuladores. ¿Qué acumulan?
Bastaba con imaginarse a los Treinta y Seis Invisibles como otros
tantos tenaces secretarios (los guardianes del secreto) que tecleasen
por las noches en sus clavicémbalos transmisores para producir un
sonido, una chispa, una llamada, pendientes de un diálogo de costa a
costa, de abismo a superficie, de Machu Picchu a Avalón, zip zip
zip, hola hola hola, Pamersiel Pamersiel, he captado el temblor, la
corriente Mu 36, la que los brahmanes adoraban como tenue respiración
de Dios, ahora enchufo el clavijero, circuito micro-macrocósmico
activado, bajo la costra terrestre tiemblan todas las raíces de
mandrágora, escucha el canto de la Simpatía Universal, cambio y
corto.
[...]
Ellos estaban aquí,
accionando estos electrocapiladores seudotérmicos
hexatetragramáticos, así les habría llamado Garamond, ¿no?, y de
vez en cuando, no sé, uno habría inventado una vacuna, una
bombilla, para justificar la maravillosa aventura de los metales,
pero la tarea era muy distinta, ahí estaban, reunidos a medianoche
para accionar esta máquina estática de Ducretet, una rueda
transparente que parece una bandolera, y detrás dos pequeñas
esferas vibrátiles sostenidas por sendas varillas arqueadas, quizá
entonces se tocaban, producían chispas, Frankenstein confiaba en que
con ello podría infundir vida a su golem, pero no, había que
esperar otra señal: conjetura, trabaja, cava cava viejo topo [...]
[...] Una máquina de coser
(diferente de esas cuya propaganda se hacía con grabados, junto con
la pildora para desarrollar los senos, y la gran águila que vuela
entre las montañas llevando en sus garras una botella de la bebida
regeneradora, Robur Le Conquérant, R-C), que al funcionar hace girar
una rueda, y la rueda un anillo, el anillo [.,.], ¿qué hace?, ¿qué
capta el anillo? El cartelito ponía «las corrientes inducidas por
el campo terrestre». Sin ningún pudor, lo pueden leer hasta los
niños que visitan el museo por las tardes [...]
Iba
y venía. Habría podido imaginarme más pequeño, microscópico, y
me habría visto como un viajero asombrado recorriendo las calles de
una ciudad mecánica, fortificada con rascacielos metálicos.
Cilindros, baterías, botellas de Leyden, unas encima de las otras,
pequeño tiovivo de veinte centímetros de altura, tourniquet
électrique à attraction et repulsión. Talismán
para estimular las corrientes de simpatía. Colonnade
étincelante formée de neuf tubes, électro-aimant, una
guillotina: en el centro, y parecía un tórculo de imprenta,
colgaban unos ganchos sujetos con cadenas de caballeriza. Un tórculo
en el que se puede meter una mano, una cabeza que aplastar. Campana
de vidrio movida por una bomba neumática de dos cilindros, una
especie de alambique y debajo tiene una copa y a la derecha una
esfera de cobre. Con esto cocinaba Saint-Germain sus tinturas para el
landgrave de Hesse.
Un portapipas con una multitud
de pequeñas clepsidras de gollete alargado corno una mujer de
Modigliani, llenas de una sustancia incierta, ordenadas en dos filas
de diez, cada una rematada por una esfera de distinta altura, como
pequeños globos a punto de despegar, retenidos por una bola pesada.
Aparato para la producción del Rebis, a la vista de todos.
Sección
de los cristales. Había retrocedido. Botellitas verdes, un sádico
anfitrión estaba ofreciéndome venenos en quintaesencia. Máquinas
de hierro para fabricar botellas, se abrían y se cerraban con dos
manoplas, ¿y si en lugar de la botella alguien metía la muñeca?
Chac, lo mismo sucedería con esas enormes tenazas, esos tijerones,
esos bisturíes de pico curvo que podían introducirse en el
esfínter, en las orejas, en el útero, para extraer el feto aún
fresco y
machacarlo con miel y
pimienta para saciar la sed de Astarté [...] La sala que atravesaba
ahora tenía grandes vitrinas, divisaba botones para accionar
punzones helicoidales que avanzarían, inexorablemente hacia el ojo
de la víctima, el Pozo y el Péndulo, estábamos al borde de la
caricatura, las máquinas inútiles de Goldberg, los tornos de
tortura en los que Pata de Palo metía al Ratón Mickey, l'engrenage
extérieur à trois pignons, triunfo
de la mecánica renacentista. Branca, Ramelli, Zonca, conocía esos
engranajes, los había compaginado para la maravillosa aventura de
los metales, pero aquí los
habían colocado más tarde, en el siglo pasado, estaban preparados
para reprimir a los sediciosos después de la conquista del mundo,
los templarios habían aprendido de los Asesinos la técnica para
hacer callar a Noffo Dei, el día que le capturasen, la esvástica de
Von Sebottendorff retorcería en el sentido del movimiento del sol
los dolientes miembros de los enemigos de los Señores del Mundo,
todo preparado, esperaban una señal, todo estaba ante los ojos de
todos, el Plan era público, pero nadie habría podido descubrirlo,
fauces chirriantes habrían cantado su himno de conquista, gran orgía
de bocas convertidas en puros dientes que se ensamblaban entre sí,
en un espasmo de tictac, como si todos los dientes cayesen al suelo
al mismo tiempo.
Por
último había llegado ante el émetteur
à étincelles soufflées, proyectado
para la Tour Eiffel, para la emisión de señales horarias entre
Francia, Túnez y Rusia (templarios de Provins, paulicianos y
Asesinos de Fez; Fez no está en Túnez y los Asesinos estaban en
Persia, y qué no se puede sutilizar cuando se habitan las espiras
del Tiempo Sutil), yo había visto ya esa máquina enorme, más alta
que yo, con las paredes perforadas por una serie de escotillas, tomas
de aire, ¿quién quería convencerme de que era una radio? Pues
claro, la conocía, aquella misma tarde había pasado junto a ella.
¡El Beaubourg!
Delante
de nuestras narices. Y, en efecto, ¿para qué serviría ese inmenso
cajón plantado en el centro de Lutecia (Lutecia,
la escotilla del mar de fango subterráneo), donde antaño
estuviera el Vientre de París, con esas trompas prensiles de
corrientes aéreas, ese delirio de tuberías, de conductos,
esa oreja de Dionisio desplegada hacia el vacío exterior
para introducir sonidos, mensajes, señales, hasta el centro
del globo, y devolverlos vomitando informaciones desde
el infierno? Primero el Conservatoire, como laboratorio, después la
Tour, como sonda, por último el Beaubourg, como
máquina receptora transmisora global. ¿O acaso habrían
montado aquella enorme ventosa para entretener a cuatro estudiantes
melenudos y hediondos que entraban allí para escuchar los últimos
discos en un auricular japonés?
Delante de nuestras narices. El Beaubourg como puerta
de acceso al reino subterráneo de Agarttha, el monumento de los
Equites Synarchici Resurgentes. Y los otros, dos, tres, cuatro
billones de Otros, lo ignoraban, o se esforzaban por ignorarlo1.
Definición por lista de
propiedades versus definición por esencia
Homero
describe el escudo como una forma porque sabe exactamente cómo
funciona la vida en esa sociedad; se limita a poner en una lista a
los guerreros porque no sabe cuántos son. Así, podríamos pensar
que las formas serían características de las culturas maduras, que
conocen el mundo que han logrado explorar y definir, mientras que las
listas serían típicas de culturas primitivas que aún tienen una
imagen imprecisa del universo e intentan especificar el mayor número
posible de sus propiedades, sin establecer una relación jerárquica
entre ellas. Veremos que, de acuerdo con cierto perfil, eso puede ser
cierto, si bien la lista vuelve a aparecer en la Edad Media (cuando
las grandes Summae
teológicas
y las enciclopedias aspiraban a proporcionar una forma definitiva del
universo espiritual y material), en el Renacimiento y en el Barroco
(cuando la forma del mundo era la de una nueva astronomía) y,
especialmente, en el mundo moderno y posmoderno. Reflexionemos sobre
la primera parte del problema.
El
sueño de toda filosofía y
de
toda ciencia, desde los
días
de la antigua Grecia, ha sido conocer y definir las cosas por su
esencia. A partir de Aristóteles, la definición por esencia ha
significado definir una cosa determinada como individuo o especie
particular, y la especie, a su vez, como miembro de un género
particular2.
Se trata del mismo procedimiento seguido por la taxonomía moderna a
la hora de definir animales y plantas. Naturalmente, el sistema de
clases y subclases es más complejo. Por ejemplo, un tigre pertenece
a la especie de los Tigris,
al
género Panthera,
a
la familia de los Felidae,
suborden
Fissipedia,
orden
Carnívora,
subclase
Eutheria
y
clase Mamalia.
Un
ornitorrinco es una especie de mamífero monotrema (que
pone huevos). Pero después del descubrimiento del ornitorrinco,
pasaron ochenta años antes de que fuera definido como mamífero
monotrema. Durante ese período, los científicos tuvieron que
decidir cómo clasificarlo, y hasta que lo hicieron, fue, de forma
bastante inquietante, una criatura del tamaño de un topo, con ojos
pequeños, pico de pato, cola y zarpas que utilizaba para nadar y
para construir sus madrigueras, teniendo las cuatro garras delanteras
unidas por una membrana (una membrana más grande que la que unía
las garras de las zarpas traseras), con capacidad de producir huevos
y la habilidad de alimentar a sus crías con leche de sus glándulas
mamarias.
Eso
es exactamente lo que los legos dirían al ver un ornitorrinco.
Nótese que, al referirnos a este desordenado conjunto de
propiedades, los legos serían capaces de distinguir un ornitorrinco
de un buey, mientras que si —sin saber nada de taxonomía
científica— dijéramos que se trata de un «mamífero monotrema»,
no serían capaces de distinguir un ornitorrinco de un canguro. Si un
niño le pregunta a su madre qué es un tigre y qué aspecto tiene,
es poco probable que ella respondiera que es un mamífero del
suborden de los Fissipedia
o
un carnívoro fisípedo, sino que diría probablemente que es una
bestia salvaje y feroz que tiene el aspecto de un gato pero mucho más
grande, muy ágil, amarillo con rayas negras, que vive en la selva,
es a veces
un
devorador de hombres, etcétera.
Una
definición por esencia toma en consideración las sustancias, y
suponemos conocer toda la gama de sustancias, como «ser vivo»,
«animal», «planta» y «mineral». En cambio, y de acuerdo con
Aristóteles, una definición a partir de las propiedades es una
definición basada en accidentes, y los accidentes son infinitos en
número. Un tigre —que según su definición por esencia es un
miembro del reino Animalia,
filo
Chordata—
se caracteriza por una serie de propiedades presentes en toda la
especie: tiene cuatro patas, parece un gato grande con rayas, pesa
una media de tantos kilos, ruge de una manera determinada y vive una
media de tantos años. Pero un tigre también podría ser un animal
que estuvo en el Coliseo de Roma un día concreto de la época de
Nerón, o que fue abatido el 24 de mayo de 1846 por un oficial
militar inglés llamado Ferguson, o que posee muchísimos otros
rasgos accidentales.
La
realidad es que raramente definimos las cosas por esencia; más a
menudo presentamos listas de propiedades. Y por eso todas las listas
que definen algo a través de una serie de propiedades no finita, aun
siendo aparentemente vertiginosas, parecen aproximarse más a la
manera cómo, en nuestra vida cotidiana (si bien no en los
departamentos académicos de ciencias), definimos y reconocemos las
cosas3.
Una representación por acumulación o por series de propiedades no
presupone un diccionario, sino una especie de enciclopedia, una que
jamás se termina, y que los integrantes de una cultura determinada
conocen y dominan solo en parte, dependiendo de su competencia.
Usamos las descripciones a
partir de propiedades cuando pertenecemos a una cultura primitiva que
tiene que construir aún una jerarquía de géneros y especies, y que
carece de definiciones por esencia, Pero esto también puede ser
cierto en el caso de una cultura desarrollada insatisfecha con
algunas definiciones esenciales existentes, y que desea ponerlas en
tela de juicio, o que intenta, al descubrir nuevas propiedades,
aumentar el acervo de conocimientos sobre determinados elementos de
su enciclopedia.
En
Il
Cannocchiale
aristotélico, o
El
telescopio aristotélico (1665),
el retórico italiano Emanuele Tesauro propone el modelo de la
metáfora como forma de descubrir relaciones desconocidas hasta ese
momento entre datos conocidos. Ese método funciona recopilando un
repertorio de cosas conocidas que la imaginación metafórica puede
utilizar para descubrir nuevas relaciones. De esta manera, Tesauro
formula la idea del índice categórico, que parece un enorme
diccionario pero es en realidad una serie de propiedades
accidentales. Presenta su índice (con barroco deleite ante una idea
tan «maravillosa») como «secreto verdaderamente secreto», una
herramienta esencial para «revelar objetos ocultos dentro de varias
categorías y para hacer comparaciones entre ellos». En otras
palabras, tiene la capacidad de desenterrar analogías y
similaridades
que habrían pasado desapercibidas si todo hubiera permanecido
clasificado en su propia categoría.
Aquí,
no puedo sino ofrecer unos pocos ejemplos del catálogo de Tesauro,
que parece capaz de expandirse sin fin. Su lista de «sustancias»
tiene un final completamente abierto, y comprende Personas Divinas,
Ideas, Dioses de Fábula, Ángeles, Demonios y Espíritus; bajo
«Cielos», incluye Estrellas Errantes, el Zodíaco, Vapores,
Exhalaciones, Meteoros, Cometas, los Rayos y los Vientos; la
categoría «Tierra» comprende Campos, Desiertos, Montañas, Colinas
y Promontorios; la de «Cuerpos» incluye Piedras, Gemas, Metales y
Hierbas; «Matemáticas» incluye Globos, Brújulas, Cuadrados,
etcétera. De modo similar es la categoría «Cantidades»: bajo
«Cantidades de volúmenes» encontramos lo Pequeño, lo Grande, lo
Largo y lo Corto; bajo «Cantidades de pesos», lo Ligero y lo
Pesado. En la categoría «Calidad», bajo «Vista», encontramos lo
Visible y lo Invisible, lo Aparente, lo Hermoso y lo Deforme, lo
Claro y lo Oscuro, el Blanco y el Negro; bajo «Olor» encontramos
Aroma y Pestilencia, y así sucesivamente con las categorías de
«Relación», «Acción y Afección», «Posición», «Tiempo»,
«Espacio» y «Estado». Para tomar un ejemplo, bajo la categoría
de «Cantidad», subcategoría «Cantidad de volumen»,
subsubcategoría «Cosas Pequeñas», se
encuentran ángeles en el extremo de un
broche,
formas incorpóreas, los polos como puntos inmóviles de una esfera,
el cénit y el nadir. Entre «Cosas elementales» encontramos las
chispas del fuego, las gotas de agua, el escrúpulo de piedra, el
grano de arena, la gema y el átomo; entre las «Cosas Humanas», el
embrión, el aborto, el pigmeo y el enano; entre «Animales», la
hormiga y la pulga; entre «Plantas», la semilla de mostaza y la
migaja de pan; entre «Ciencias», el punto matemático; bajo
«Arquitectura», la punta de la pirámide.
La
lista no parece tener rima ni razón, como todos los intentos
barrocos de encapsular el contenido global de un cuerpo de
conocimiento. En Technica
curiosa (1664)
y en su libro de magia natural Joco-seriorium
naturae et artis sive magiae naturalis centuriae tres (1665),
Caspar Schott menciona una obra, escrita en 1653, cuyo autor
presentaba en Roma un Artificium
compuesto
de cuarenta y cuatro clases fundamentales: Elementos (fuego, viento,
humo, ceniza, infierno, purgatorio, el centro de la Tierra), Entes
Celestiales (estrellas, rayos, arcoíris), Entes Intelectuales (Dios,
Jesús, discurso, opinión, sospecha, alma, estratagema, espectro),
Estados Seculares (emperadores, barones, plebeyos), Estados
Eclesiásticos, Artesanos (pintores, marineros), Instrumentos,
Afectos (amor, justicia, deseo), Religión, Confesión Sacramental,
Tribunal, Ejército, Medicina (médicos, hambre, enema), Bestias
Feroces, Pájaros, Reptiles, Peces, Partes de Animales, Mobiliarios,
Comidas, Bebidas y Líquidos (vino, cerveza, agua, mantequilla, cera,
resina), Ropa, Fábricas de Seda, Lana, Óleos y Otras Fábricas
Textiles, Náutica (barco, ancla), Aromas (canela, chocolate),
Metales, Monedas, Artefactos Varios, Piedras, Joyas, Árboles,
Frutas, Lugares Públicos, Pesos, Medidas, Números, Tiempo,
Adjetivos, Adverbios, Preposiciones, Personas (pronombres, títulos
como «su Eminencia el Cardenal»), Viajes (heno, camino, salteador).
Podría
seguir citando otras listas barrocas, desde Kircher a Wilkins, a cuál
más vertiginosa. En todas ellas, la carencia de un espíritu
sistemático atestigua el esfuerzo acometido por el enciclopedista
para eludir las clasificaciones obsoletas por género y especie4.
Exceso
Desde
un punto de vista literario, esas tentativas de clasificación
«científicas» ofrecían a los escritores un modelo de
prodigalidad, aunque podríamos decir que, al contrario, fueron los
escritores quienes ofrecían el modelo a los científicos. Sin duda,
uno de los primeros maestros de las listas fugitivas fue Rabelais,
que usó esas listas precisamente para subvertir el rígido orden de
las académicas Summae
medievales.
En
este punto, la lista —que en la época clásica había sido casi un
pis
aller, un
último recurso, una manera de hablar de lo inexpresable cuando
faltaban las palabras, un tortuoso catálogo que implicaba la
silenciosa esperanza de encontrar tal vez una forma que impusiera
orden en unos cuantos accidentes aleatorios— se convirtió en un
acto poético ejecutado por puro amor a la deformación. Rabelais
inició una poética de la lista por la lista, una poética de la
lista por exceso.
Solo
un gusto por el exceso pudo haber inspirado al fabulador barroco
Giambattista Basile, en Pentamerón,
el cuento de los cuentos —cuando
cuenta cómo siete hermanos se convierten en siete palomas por la
fechoría cometida por su hermana—, para expandir su texto con una
bandada de nombres de pájaros: milanos reales, gavilanes, halcones,
gallinas de agua, becacinas, jilgueros, pájaros carpinteros,
urracas, lechuzas, gayas, grajos, cornejas, estorninos, becadas,
gallos, gallinas y pollos, pavos, mirlos, tordos, pinzones, petroicas
carboneras, chochines, avefrías, pardillos, verderones,
piquituertos, atrapamoscas, alondras, chorlitos, reyes pescadores,
aguzanieves, petirrojos, pinzones, gorriones, patos, zorzales,
palomas torcaces y piñoneros. Fue por amor al exceso que Robert
Burton, en su Anatomía
de la melancolía (libro
II, parte II), describió a una mujer fea acumulando, a lo largo de
páginas y páginas, un número atroz de expresiones peyorativas e
insultos. Y fue el amor al exceso lo que llevó a Giambattista
Marino, en la parte X de su Adonis,
a
producir un diluvio de líneas sobre los frutos del artificio humano:
«Astrolabios y almanaques, escotillas, escofinas y ganzúas, jaulas,
manicomios, tabardos, estuches y sacos, laberintos, plomadas y
niveles, dados, cartas, pelota, tablero y figuras de ajedrez,y
cascabeles y poleas y barrenas de mano, bobinas, carretes,
racamentos, relojes, alambiques, garrafas, fuelles, crisoles, mira,
bolsas y ampollas rellenas de viento, y burbujas hinchadas de jabón,
torres de humo, hojas de ortiga, flores de calabaza, plumas amarillas
y verdes, arañas, escarabajos, grillos, hormigas, avispas,
mosquitos, luciérnagas y polillas, ratones, gatos, gusanos de seda,
y cien extravagancias semejantes de artilugios y animales; todos
estos que ves y otros extraños fantasmas de nuevo en cuantiosas
categorías»5.
En
Noventa
y tres (libro
II, capítulo III), es un gusto por el exceso lo que lleva a Víctor
Hugo, cuando sugiere las mastodónticas dimensiones de la Convención
Republicana, a una explosión de nombres página tras página, de
modo que lo que pudiera ser un registro archivístico se convierte en
una experiencia alucinante. La propia lista de listas excesivas y
extravagantes podría convertirse ella misma en extravagante y
excesiva.
El
desenfreno no significa incongruencia: una lista puede ser excesiva
(véase, por ejemplo, el catálogo de juegos de Gargantúa) y sin
embargo absolutamente coherente (esa lista de juegos es una
enumeración lógica de pasatiempos). Hay, pues, listas que son
coherentes en su exceso, y otras que no son excesivamente largas pero
que representan un ensamblaje de cosas deliberadamente desprovistas
de cualquier interrelación aparente; tanto es así que esos casos se
denominan casos de enumeración caótica6.
El
mejor ejemplo de una mezcla lograda de desmesura y coherencia tal vez
sea la descripción de las flores del jardín de Paradou en la novela
La
caída del abate Mouret, de
Zola. Un ejemplo completamente caótico podría ser la enumeración
de nombres y cosas
recopilada
por Cole Porter en su canción «You're the Top!»: el Coliseo, el
Museo del Louvre, una melodía de una sinfonía de Strauss, una gorra
de Bendel, un soneto de Shakespeare, el ratón Mickey, el Nilo, la
torre de Pisa, la sonrisa de la Mona Lisa, Mahatma Gandhi, el brandy
Napoleón, la luz púrpura de una noche de verano en España, la
National Gallery de Londres, el celofán, pavo para cenar, un dólar
de Coolidge, los ágiles pasos de los pies de Fred Astaire, un drama
de O'Neill, la madre de Whistler, el queso camembert, una rosa, el
Infierno de Dante, la nariz del gran Durante, una danza en Bali, un
tamal caliente, un ángel, un Botticelli, Keats, Shelley, Ovaltine,
un estruendo, la luna sobre el hombro de Mae West, una ensalada
Waldorf, una balada de Berlín, los botes que se deslizan por el
Zuider Zee, un viejo maestro holandés, lady Astor, el brócoli, un
romance... Y aun así, la lista adquiere cierta coherencia porque
menciona todas las cosas que Porter ve tan maravillosas como la
persona amada. Podemos criticar la falta de criterio en su lista de
valores, pero no su lógica.
La
enumeración caótica no es lo mismo que el monólogo interior. Todos
los monólogos interiores de Joyce serían simples conjuntos de
elementos completamente anómalos si no fuera
porque, para convertirlos en un todo coherente, suponemos que emergen
de la conciencia de un personaje concreto, sucesivamente, por medio
de asociaciones que el autor no siempre está obligado a explicar.
El
escritorio
de Tyrone Slothrop que describe
Thomas
Pynchon en el primer capítulo de El
arco iris de gravedad es ciertamente
caótico, pero su descripción no lo es. Lo mismo sucede con la
descripción del caos en la cocina de Bloom en Ulises.
Es
difícil decir si la lista desenfrenada de las cosas que Georges
Perec ve en un solo día en la place Saint-Sulpice de París
(Tentative
d'épuissement d'un lieuparisién)
es coherente
o
caótica. La lista está destinada a ser aleatoria y desordenada: la
plaza, ese día, fue sin duda escenario de cien mil acontecimientos
más aparte de los que Perec percibió o apuntó. Pero por otra
parte, el hecho de que la lista contenga solo lo que él percibió la
hace desconcertantemente homogénea.
Entre
las listas que son excesivas y coherentes, deberíamos incluir
también el retrato del matadero en la novela Berlín
Alexanderplatz, de Alfred
Döblin. En principio, ese pasaje debería ser la descripción
ordenada de unas instalaciones de procesamiento y de las operaciones
que se llevan a cabo en ellas; pero el lector tiene dificultades para
percibir el trazado del lugar y la secuencia lógica de actividades,
en medio de esa densa aglomeración de detalles, datos numéricos,
gotas de sangre y piaras de cerditos asustados. El matadero de Döblin
es horrible porque la masa de datos es tan abrumadora que aturde al
lector. Cualquier orden posible simplemente se desmorona en medio de
ese desorden de bestialidad demente, que alude proféticamente a
futuros mataderos.
La
descripción que hace Döblin del matadero es como la que hace
Pynchon del escritorio de Slothrop: una representación no caótica
de una situación caótica. Fue esa clase de listas pseudocaóticas
las que me inspiraron cuando escribí el capítulo 28 de Baudolino.
Baudolino y sus amigos están
de camino al legendario país del Preste Juan. De repente, llegan al
Sambatyón, el río que, según la tradición rabínica, no lleva
agua. No hay más que un furioso torrente de arena y piedras que hace
un ruido tan ensordecedor que puede oírse a una distancia de un día
de camino. Ese flujo pétreo solo cesa al comienzo del sabat, y solo
durante el sabat puede cruzarse.
Imaginé
que un río de piedras sería bastante caótico, especialmente si las
piedras fueran de diferentes tamaños, colores y consistencias.
Encontré una maravillosa lista de piedras en la Historia
natural de
Plinio; los propios nombres de esas sustancias trabajaban en
concierto para hacer la lista más «musical». Estos son algunos de
los especímenes de mi catálogo:
Era
un fluir majestuoso de macizos y terruños, que corría sin pausas, y
se podían divisar, en aquella corriente de grandes
rocas sin forma, losas irregulares, cortantes como cuchillas, amplias
como piedras sepulcrales, y entre una y otra, fósiles, cimas,
escollos y espolones.
A igual velocidad, como
empujados por un viento impetuoso, fragmentos de travertino rodaban
unos sobre otros, grandes fallas se deslizaban por encima, para luego
disminuir su ímpetu cuando rebotaban en riadas de guijarros,
mientras cantos ya redondos, pulidos como por el agua por ese
deslizamiento suyo entre roca y roca, brincaban por los aires, caían
con ruidos secos y eran atrapados por esos remolinos que ellos mismos
creaban al chocar los unos con los otros. En medio y por encima de
ese encabalgarse de moles minerales, se formaban rebufos de arena,
ráfagas de yeso, nubes de deyecciones, espumas de piedra pómez,
regueros de calcina.
Acá y allá salpicaduras de
escayola, pedreas de carbones, recaían en la orilla, y los viajeros
debían cubrirse a veces la cara para no quedar desfigurados.
[...]
[...]
se había visto surgir en el horizonte una cadena inaccesible de
montes altísimos, que al final señoreaban sobre los viajeros, casi
impidiéndoles la vista del cielo, encerrados como estaban en una
vereda cada vez más estrecha y sin salida alguna, desde donde,
arriba en las alturas, se divisaba solo un
celaje apenas luminoso que
se recomía las cimas de aquellas cumbres.
Aquí,
entre dos montes, se veía nacer el Sambatyón de una
hendidura, casi una herida: un rebullir de arenisca, un borbotear de
toba, un gotear de limo, un repiquetear de esquirlas, un borbollar de
tierra que se condensa, un rebosar de terrones, una lluvia de
arcillas, se iban transformando poco a poco en un flujo más
constante, que empezaba su viaje hacia algún infinito océano de
arena.
Nuestros amigos emplearon un
día en intentar rodear las montañas y buscar un paso río arriba
del manantial, pero en vano.
Decidieron entonces seguir el
río [...] hasta que, después de casi cinco días de viaje, y de
noches bochornosas como el día, se dieron cuenta de que el continuo
retrueno de aquella marea se estaba transformando. El río había
ganado más velocidad, se dibujaban en su curso una suerte de
corrientes, rápidos que arrastraban trozos de basalto como pajillas,
se oía una especie de trueno lejano [...] Luego, cada vez más
impetuoso, el Sambatyón se dividía en una miríada de riachuelos,
que se introducían entre pendientes montañosas como los dedos de la
mano en un grumo de fango; a veces una oleada se sumía en una gruta
para luego salir con un rugido de una especie de paso rocoso que
parecía transitable y arrojarse rabiosamente río abajo. Y de golpe,
después de un amplio rodeo que se vieron obligados a hacer porque
las orillas mismas se habían vuelto impracticables, golpeadas por
torbellinos de gravilla, una vez alcanzada la cima de una planicie,
vieron cómo el Sambatyón, a sus pies, se anulaba en una especie de
garganta del Infierno.
Eran unas cataratas que se
precipitaban desde decenas de ombornales rupestres, dispuestos en
anfiteatro, en un desmedido torbellino final, un regurgitar incesante
de granito, una vorágine de brea, una resaca única de alumbre, un
rebullir de esquisto, un repercutirse de azarnefe contra las orillas.
Y por encima de la materia que la tolvanera eructaba hacia el cielo,
pero más abajo con respecto a los ojos de quien mirara como desde lo
alto de una torre, los rayos del sol formaban sobre esas gotitas
silíceas un inmenso arco iris que, al reflejar cada cuerpo los rayos
con un esplendor distinto según su propia naturaleza, tenía muchos
más colores que los que se solían formar en el cielo después de
una tormenta, y a diferencia de aquellos, parecía destinado a
brillar eternamente sin disolverse jamás.
Era un rojear de hematites y
cinabrio, un tililar de atramento cual acero, un trasvolar de pizcas
de oropimente del amarillo al naranja flamante, un azular de
armeniana, un blanquear de conchas calcinadas, un verdear de
malaquitas, un desvanecerse de litargirio en azafranes cada vez más
pálidos, un repercutir de rejalgar, un eructar de terruño verduzco
que palidecía en polvo de crisocola y emigraba en matices de añil y
violeta, un triunfo de oro musivo, un purpurear de albayalde quemado,
un llamear de sandáraca, un irisarse de greda argentada, una sola
transparencia de alabastros.
Ninguna
voz humana podía oírse en ese clangor, ni los viajeros tenían
deseos de hablar. Asistían a la agonía del Sambatyón, que se
enfurecía por tener que desaparecer en las entrañas de la tierra, e
intentaba llevar consigo cuanto tenía a su alrededor, rechinando sus
piedras para expresar toda su impotencia7.
Hay
listas que se vuelven caóticas por medio de un exceso de ira, odio y
rencor, cascadas desenfrenadas de insultos. Un ejemplo típico es un
pasaje de Bagateiles
pour un massacre, donde
Céline se explaya en un diluvio de insultos, no contra los judíos,
por una vez, sino contra la Rusia soviética:
Dine!
Paradine! Crevent! Boursouflent! Ventre dieu! [...] 487 millions!
D'empalafiés cosacologues! Quid?
Quid? Quod? Dans tous les chancres de
Slavie! Quid? De Baltique
slavigote en Blanche Altramer noire? Quam?
Balkans! Visqueux! Ratagan! De
concombres! [...] Mornes! Roteux! De ratamerde! Je me'n pourfentre!
[...] Je me'n pourfoutre! Gigantement!
Je m'envole! Coloquinte! [...]
Barbatoliers? Immensement! Volgaronoff!
[...] Mongomoleux Tartaronesques! [...]
Stakhanoviciants! [...] Culodovitch! [...]
Quatrecent mílle verstes myriamétres! [...] De steppes de
condachiures, de peaux de Zébis-Laridon! [...] Ventre Poultre! Je
me'n gratte tous les Vésuves! [...] Déluges! [...] Fongeux de
margachiante! [...] Pour vos tout sales pots fiottés d'entzarinavés!
[...] Stabiline! Vorokchiots! Surplus Déconfits! [...] Transibérie!8
2
No abordaremos aquí el viejo problema
de la diferencia específica, en virtud del cual los humanos pueden
distinguirse como animales racionales en contraste con los demás
animales, carentes de la capacidad de razonar. Sobre esto, véase
Umberto Eco, Semiótica y
filosofía del lenguaje, cap.
2. Sobre el ornitorrinco, véase id., Kant
y el ornitorrinco.
3
Por supuesto, una lista de propiedades
también puede tener una intención evaluativa. Un ejemplo de ello
sería el elogio de Tiro en Ezequiel, 27, o el himno a Inglaterra
(«esta isla coronada...») en el acto II de Ricardo
II de Shakespeare. Otra
lista evaluativa a partir de propiedades es el topos de la laudatio
puellae —la representación
de las mujeres hermosas—, cuyo ejemplo más noble es el Cantar de
los Cantares. Pero también tropezamos con él en autores modernos
como Rubén Darío, en su «Canto a la Argentina», que es una
verdadera explosión de listas encomiásticas al estilo de Whitman,
De forma similar, está la vituperatio
puellae (o vituperatio
dominae) —la descripción
de mujeres feas— como en Horacio o en Clément Marot, Hay también
descripciones de hombres feos, como la famosa diatriba de Cyrano
contra su propia nariz, en el Cyrano
de Bergerac de Edmond
Rostand.
6
Véase Leo Spitzer, La
enumeración caótica en la poesía moderna, Buenos
Aires, Facultad de Filosofía y Letras, 1945.
8
Louis-Ferdinand Céline, Bagatelles
pour un massacre. Céline
prohibió en su herencia cualquier traducción de esa obra,
rabiosamente antisemita.
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