jueves, 31 de marzo de 2016

Caleb Carr. El Gran premio de la literatura policíaca (en francés: Grand prix de littérature policière) 1996.


Caleb Carr (2 de agosto, 1955) novelista e historiador especializado en historia militar americano. Hijo de Lucien Carr, figura clave de la generacion Beat, nació en New York donde curso estudios historicos. Author de varias novelas incluyendo The Alienist, The Angel of Darkness, Casing the Promised Land, Killing Time, The Italian Secretary, y de obras de no ficcion como The Devil Soldier and The Lessons of Terror. Muchas de sus novelas se ambientan en la época victoriana.


El alienista.
Lazlo Kreizler es contratado junto a un grupo de personas para investigar los horribles crímenes de un asesino en serie que se dedica a matar y mutilar salvajemente a jóvenes prostitutas. Ambientada en el Nueva York de finales del siglo XIX.

Fuente: Editorial Zeta. España.
***

El Alienista. (Fragmento).
Caleb Carr
ÍNDICE
PRIMERA PARTE  PERCEPCIÓN 6
SEGUNDA PARTE  ASOCIACIÓN 91
TERCERA PARTE  VOLUNTAD 192
Este libro está dedicado a
ELLEN BLAIN, MEGHANN HALDEMAN
ETHAN RANDALL, JACK EVANS
y EUGENE BYRD


Quienes quieran ser jóvenes cuando sean viejos,
deberán ser viejos cuando sean jóvenes.

John Ray 1670


NOTA

Antes del siglo XX, a las personas que padecían una enfermedad mental se las consideraba alienadas, apartadas no sólo del resto de la sociedad sino de su auténtica naturaleza. Por tanto, a los expertos que estudiaban las patologías mentales se les denominaba alienistas.



AGRADECIMIENTOS

Cuando llevaba a cabo las investigaciones preliminares para este libro, se me ocurrió pensar que el fenómeno que ahora llamamos asesinatos en serie se había venido dando desde que los seres humanos nos agrupamos para formar sociedades. Esta opinión de simple aficionado obtuvo la confirmación, junto con cauces de investigación más profunda, por parte del doctor David Abrahamsen, uno de los principales expertos de Estados Unidos sobre elátema de la violencia en general y de los asesinatos en serie en particular. Deseo agradecerle elátiempo que dedicó a comentar el proyecto.
Quiero expresar también mi agradecimiento al personal de los Archivos Harvard, de la Biblioteca Pública de Nueva York, de la Sociedad Histórica de Nueva York, del Museo Norteamericano de Historia Natural y de la Sociedad de Bibliotecas de Nueva York, pues todos ellos me prestaron su inestimable colaboración.
A John Coston, que en las primeras etapas me sugirió importantes vías de investigación y me dedicó su tiempo para intercambiar ideas, le estoy particularmente agradecido.
Muchos autores, a través de sus escritos sobre los asesinatos y los asesinos en serie, han contribuido sin saberlo a este relato. De todos ellos hay algunos a quienes no puedo dejar de expresar mi agradecimiento: a Colin Wilson, por sus exhaustivas historias sobre el crimen; a Janet Colaizzi, por su brillante estudio de la locura homicida desde 1800; a Harold Schechter, por su análisis del desgraciadamente famoso Albert Fish (cuya famosa nota a la madre de Grace Budd inspiró el documento similar de John Beecham); a Joel Norris, por su tratado justamente famoso sobre los asesinos en serie; a Robert K. Ressler, por sus memorias de una vida dedicada a apresar a tales individuos; y, una vez más, al doctor Abrahamsen, por sus estudios sin parangón sobre David Berkowitz y Jack el Destripador.
Tim Haldeman proporcionó al manuscrito el beneficio de la visión de un experto. He valorado sus incisivos comentarios casi tanto como valoro su amistad.
Como siempre, Suzanne Gluck y Ann Godoff me guiaron desde la absurda idea inicial hasta el proyecto acabado, con entrega, habilidad y afecto. Todos los escritores deberían tener agentes y editores así. La habilidad, diligencia y buen humor de Susan Jensen a menudo ayudaron a mantener al lobo lejos de la puerta, y se lo agradezco.
Irene Webb supervisó en la otra costa, con un encanto y una pericia consumados, el destino de esta narración, por lo que estoy en deuda con ella.
A Scott Rudin me gustaría darle las gracias por su temprana y espectacular profesión de fe.
A través de su propia percepción psicológica, Tom Pivinski contribuyó a convertir las pesadillas en prosa. Ha sido como un puntal.
James Chace, David Fromkin y Rob Cowley me proporcionaron la amistad y los consejos tan necesarios para un proyecto como éste. Me siento orgulloso de considerarlos mis camaradas.
Estoy especialmente agradecido a mis compañeros del Grupo de los Cuatro en La Tourette: Martin Signore, Debbie Deuble y Yong Yoon.
Para finalizar, me gustaría dar las gracias a mi familia, en particular
a mis primos Maria y William von Hartz.


PRIMERA PARTE

PERCEPCIÓN

Mientras una parte de lo que percibimos penetra a través de nuestros sentidos a partir del objeto que tenemos ante nosotros, otra parte (y tal vez ésta sea la mayor) surge siempre de nuestra propia mente.

Willliam James
Principios de psicología

Estos pensamientos de sangre,
¿qué es lo que les habrá dado vida?

Francesco Plave
del Macbeth de Verdi


1

8 de enero de 1919

Theodore está en la tumba.
Las palabras, mientras las escribo, tienen tan poco sentido como la visión de su ataúd descendiendo al interior del suelo arenoso, cerca de Sagamore Hill, el lugar que más amó sobre la tierra. Mientras yo permanecía allí de pie esta tarde, bajo el frío viento que soplaba del estrecho de Long Island, me dije: Sin duda es una broma. Seguro que de golpe abrirá la tapa, nos cegará con su ridícula sonrisa y nos perforará los tímpanos con su risa estridente como un ladrido. Entonces exclamará que hay trabajo por hacer. "¡Hay que poner manos a la obra!" y todos nos movilizaremos en la tarea de proteger una ignorada especie de salamandras acuáticas contra los destrozos de un gigante industrial depredador, empeñado en montar una pestilente fábrica sobre eláterreno de cría de los pequeños reptiles. No era yo el único que albergaba semejantes fantasías. Todo el mundo en el funeral esperaba algo por el estilo; estaba escrito en sus rostros. Todas las noticias indicaban que la mayor parte del país, y gran parte del mundo, compartía este mismo sentimiento. La idea de que Theodore Roosevelt nos hubiera dejado era... inaceptable.
La verdad es que se había ido apagando desde hacía más tiempo del que nos gustaría admitir; en realidad, desde que murió su hijo Quentin en los últimos días de la Gran Masacre. Cecil Spring—Rice había comentado en una ocasión, con su mejor mezcla de afecto y socarronería británicos, que Roosevelt había concluido su vida alrededor de los seis años. Y Herm Hagedorn advirtió que después de que derribaran de los cielos a Quentin en el verano de 1918, el muchacho que había dentro de Theodore había muerto. Esta noche he cenado con Laszlo Kreizler en Delmonico's, y le he mencionado el comentario de Hagedorn. Durante los dos platos que aún me quedaban por comer, me he visto obsequiado con una larga y apasionada explicación de por qué la muerte de Quentin había significado algo más que una simple pena desgarradora para Theodore: también había despertado en él un profundo sentimiento de culpabilidad. Se sentía culpable por haber inculcado en sus hijos su filosofía sobre la vida activa, lo cual a menudo les había llevado a exponerse deliberadamente al peligro, conscientes de que eso complacería a su querido padre. El dolor casi siempre había sido insoportable para Theodore, y yo siempre me había dado cuenta de ello: cada vez que tenía que enfrentarse a la muerte de alguien próximo a él parecía como si no fuera capaz de sobrevivir a aquella adversidad. Pero hasta esta noche, mientras escuchaba a Kreizler, no he comprendido hasta qué punto la inseguridad moral había sido también insoportable para nuestro vigésimo sexto presidente, el cual a veces se veía a sí mismo como la Justicia personificada.
Kreizler... Él no había querido asistir al funeral, aunque a Edith Roosevelt le habría gustado verle. Ella siempre se había mostrado realmente objetiva hacia el hombre al que apodaba el enigma, el brillante doctor cuyos estudios sobre la mente humana habían inquietado tan profundamente a tanta gente durante los últimos cuarenta años. Kreizler le había escrito una nota a Edith explicándole que no le gustaba la idea de un mundo sin Theodore y que, dado que ya tenía sesenta y cuatro años y había pasado su vida mirando de frente a la fea realidad, pensaba que ahora podía permitírselo e ignorar el hecho de la muerte de su amigo. Edith me ha dicho hoy que leer la nota de Kreizler la había conmovido hasta las lágrimas porque había comprendido que la cordialidad y el entusiasmo sin límites de Theodore (los cuales habían repelido a tantos cínicos e incluso a veces —estoy obligado a decirlo en interés de la integridad periodística— hasta a sus amigos les había resultado difícilátolerar) habían sido lo bastante fuertes como para enternecer a un hombre cuyo distanciamiento de la sociedad humana parecía intolerable a casi todo el mundo.
Algunos de los muchachos del Times querían que yo asistiera a una cena conmemorativa esta noche, pero me ha parecido mucho más adecuada una tranquila velada con Kreizler. No hemos levantado nuestras copas por nostalgia de una infancia compartida, pues en realidad Laszlo y Theodore no se conocieron hasta entrar en Harvard. No, Kreizler y yo hemos dirigido nuestros corazones a la primavera de 1896 —¡hace ya casi un cuarto de siglo!— y a una serie de acontecimientos que aún parecen demasiado extraños para haber ocurrido incluso en esta ciudad. Al finalizar los postres y probar el Madeira (cuán enternecedor celebrar una cena conmemorativa en Delmonico's, el querido Del's, ahora camino de la desaparición, como el resto de nosotros, pero en aquel entonces el bullicioso escenario de algunos de nuestros encuentros más importantes), los dos estábamos riendo y meneando nuestras cabezas, asombrados de que hubiésemos podido pasar la dura prueba salvando el pellejo y al mismo tiempo tristes —como he podido ver en el rostro de Kreizler y sentir en mi propio pecho— al pensar en aquellos que no lo consiguieron.
No hay una forma sencilla de describirlo. Podría decir que, mirándolo retrospectivamente, parece que las vidas de nosotros tres, y las de muchos otros, se vieron arrastradas inevitable y fatídicamente hacia aquella experiencia, pero entonces estaría introduciendo elátema del determinismo psicológico y cuestionando el libre albedrío del ser humano; en otras palabras, reabriría el acertijo filosófico que aparecía y desaparecía incontrolablemente en aquel angustioso proceso, como la única melodía tarareable de una ópera difícil. O podría decir que en elátranscurso de aquellos meses, Roosevelt, Kreizler y yo, ayudados por algunas de las mejores personas que he conocido en mi vida, partimos en pos de un monstruoso asesino y terminamos enfrentándonos a una criatura asustada; pero esto sería deliberadamente vago, excesivamente cargado con esa ambiguedad que parece fascinar a los novelistas de hoy en día y que últimamente me ha mantenido lejos de las librerías y de los cinematógrafos. No, sólo hay una forma de conseguirlo, y es explicando todo lo ocurrido, retrocediendo a aquella primera noche espantosa y a aquel primer cadáver mutilado; o incluso más atrás, a nuestra época con el profesor James en Harvard... Sí, rastrearlo todo hasta el principio y exponerlo ante el público: ésta es la forma correcta.
Aunque puede que al público no le guste. En realidad fue la preocupación por cómo reaccionaría la opinión pública lo que nos obligó a mantener nuestro secreto durante tantos años. La mayoría de las notas necrológicas sobre Theodore ni siquiera han hecho referencia al acontecimiento. En el repaso de sus logros como presidente de la Junta de Comisarios de la Policía de la Ciudad de Nueva York entre los años 1895 y 1897, sólo el Herald —que apenas se lee en la actualidad— menciona, como si le incomodara: Y, por supuesto, están los espantosos homicidios de 1896, que tanta consternación produjeron en la ciudad. Sin embargo, Theodore nunca exigió reconocimiento alguno por la solución de aquel enigma. La verdad es que, a pesar de sus propias dudas, era un hombre lo bastante liberal como para poner la investigación en manos de un hombre capaz de solucionar aquel rompecabezas. En privado siempre reconoció que ese hombre era Kreizler.
Pero en público difícilmente habría podido hacerlo. Theodore sabía que el pueblo norteamericano no estaba preparado para creerle, ni siquiera para escuchar los detalles de la declaración. Me pregunto si lo estará ahora. Kreizler lo pone en duda. Le he dicho que tengo intención de escribir la historia, y me ha respondido con una de sus risitas sardónicas, diciéndome que sólo conseguiré asustar y repeler a la gente, nada más. En realidad el país, me ha comentado esta noche, no ha cambiado gran cosa desde 1896, a pesar de la gente como Theodore, Jake Riis, Lincoln Steffens, y muchos otros hombres y mujeres de su misma clase. Todos estamos huyendo aún, según Kreizler: en nuestros momentos más íntimos, los norteamericanos huimos tan veloces y asustados como lo hacíamos entonces, escapando de la oscuridad que sabemos yace detrás de tantos hogares aparentemente tranquilos, lejos de las pesadillas que continúan inyectándose en la mente de las criaturas a través de personas a las que la naturaleza les dicta que deberían amar y en las que deberían confiar, huyendo cada vez más veloces y en mayor número hacia esas pociones, polvos, predicadores y filosofías que prometen desterrar tales miedos y pesadillas, y que a cambio sólo piden una devoción de esclavos... ¿Estará Kreizler en lo cierto?
Pero estoy pecando de ambiguedad. Así que empecemos por el principio.

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