JUAN A. NUNO
Los mitos filosóficos Exposición atemporal de la filosofía FONDO DE CULTURA ECONÓMICA MÉXICO D.R. © 1985, Fondo de C uli ora Económica,- S.A. de C.V. Av. de la Universidad 975, 03100 México, D. F. ISBN 968-16-2123-9 Impreso en México The myth is in a way a mere unfolding of dogma. B. M aunow ski: Sex, culture and myth There is no sudden transition from a mythical to a rational mentality. Mythical thinking does not die a sudden death, if indeed it ever dies at all. W. K. C. G uth rie: In the beginning Perhaps we may assume that metaphysics origínate from mythology (...) On closer inspection the same contení as that of mythology is here still recognizable behind the repeatedly varied dressing. R. C arnap: The elimination of metaphysics through logical analysis of language Nous ne prétendons pas montrer comment les hommes pensent dans les mythes, mais comment les mythes se pensent dans les hommes, et á leur insu. C. Lévi-Strauss: Le cru et le cuit De fa^on genérale, aprés etre passé de domaine sur- naturel dans le philocr>pH;que, les mythes universels se sont, commc d’autres institutions, modernisés et laíci- sés. Parfois ils ont pris une allure scientifique ou, du moins, se sont abrités derriére ce vocable protecteur; parfois ils affectent une indépendence absolue, mais danr> de nombreux cas, on reconnaít, sous leurs habits neufs, les vieux mythes universels, liens vigoureux de l ’humanité dans l’espace et dans le temps. A. Sauvy: Myth elogie de notre temps II y a production d’un- mythe toutes les fois qu’au lieu de regarder simplement la meniéredont les choses se présentent en fait dans chaqué cas, nous sommes conduits á postuler la présence d’un élément déteminé qui doit rendre compte de la maniere dont elles se présentent dans tous les cas. C’est en ce sens que l’on peut parler, par exemple, d’un mythe de l’inconscient ou d’un mythe des objets mathématiques. J. Bouveressf.: Wittgenstein: la rime et la raison I.
La inútil muerte de la filosofía Si de un siglo acá una institución se ha empeñado en anunciar su muerte, ninguna como la filosofía. Más que un largo aviso, una cadena de proclamadas defunciones, tan recurrentes que bien pudiera hablarse de una extraña propiedad: palintanasia. Morir una y otra vez convoca a la resurrección no menos continua. La filosofía ha muerto, descubre sin mayor sorpresa el profesional, para registrar de inmediato la inocuidad del óbito, uno más sin consecuencias, en un tiempo no indigente de cadáveres ilustres. Además de retórica, la muerte de la filosofía vive de la muy conocida paradoja que alimenta el vivificante asesinato: cada puñalada asestada en el corpus philosophicum abre una nueva arteria vital. Al menos desde Hegei, de muerte en muerte, se acum ulan células reproductoras para engrosar las adiposidades metafísicas. M orir para seguir viviendo, ya que no reinando, pareciera ser la noble divisa.
De estar blasonada, el lema de su escudo, remedando al de Austria, proclamaría: Tu, jelix Philo- sophia, mori. Ese im pulso mortal es antiguo y las muertes de Dios o del hombre sólo pueden ser escandalosas para quien finja ignorar la larga serie de frustrados atentados filosóficos contra la filosofía misma. “Podría haber Erostratos que incendiaran su p ^o io tem plo, en el que adoran sus imágenes”, con palabras deNietzs- che. No sería exagerado hablar de terrorismo interno o de la áutodestrucción considerada como la más bella muestra del verdadero espíritu filosófico.
Desde fuera, el lego no ha dejado de percibirlo al asombrarse del infatigable carácter polémico que presenta el inagotable, el extenso escenario filosófico: Par ménides contra los pitagóricos; Platón contra los sofistas y los “hijos de la tierra”; Aristóteles contra Platón et sic de coeteris, para no abrumar la memoria, hasta Hegel contra Kant, Marx contra Hegel, Nietzsche contra todos, Bergson y Sartre contra la ciencia y los empiristas contra los metafísicos. Son incansables: en filosofía, a rey puesto, rey muerto. Sólo que esa es la imagen externa, la más simple, la más anecdótica, la menos reveladora. La del filósofo-terrorista, dedicado a dinam itar los soportes de otros filósofos en espera de sentir volar el suyo.
Es una imagen benévola, pues lo de dentro es bastante más grave. No es que desde siempre se haya tratado de hacer la guerra como medio; no es que la filosofía sea combativa como forma de ser. Es que la auténtica, la gran filosofía ha tratado desde sus inicios de autodestruirse; la guerra como fin,. La guerra que term ina con la guerra: la filosofía que extirpa a la filosofía. El terrorism o absoluto: detrás de mí. el diluvio; después de mí no habrá más filosofía. Cada gran sistema filosófico ha aspirado a cerrar la marcha. Todo dicho, todo resuelto. Fin de la filosofía por haber llegado la filosofía a su fin. Desde el “no queda otro camino del que se pueda hablar” parmenídico hasta “la verdad intangible y definitiva” de W ittgenstein, la mejor señal de la legitim idad filosófica es la intención de cerrar para siempre el proceso.
Lo que en los cuarteles marxistas se ha llamado la “realización de la filosofía” no es otra cosa, al menos en inten ciones, que su definitivo cierre. Tales han sido los propósitos; nunca los resultados. Por el contrario: la paradoja ha presidido la empresa autodestructora: la muerte de la filosofía ha supuesto su más espléndida resu rrección; el fin, otro principio; ai ocaso ha sucedido irrem edia ble la brillante aurora de una nueva jornada. Ejemplos es lo que sobra. Sólo algunos, de entre los más apabullantes. Parménides proiiíbe la investigación físico-natural y sobreviene la gran escuela atomista. Kant encierra en precisos límites a la m etafí sica, con otra prohibición, la de la “cosa en sí”, perfecto incog noscible, pero no transcurren muchos años sin que sobrevenga la avalancha metafísica del idealismo alemán. Engels promete el fin de la filosofía y no sólo lo seguimos esperando, bien es verdad que junto a la espera no menos larga de otros paraísos, sino que el propio marxismo se ha convertido en una incontro lable metafísica, proliferada, rígida y escolástica. Antes de sacar conclusiones de este extraño mecanismo de muerte y transfiguración, atiéndase al detalle de dos muertes filosóficas, alejadas entre sí en el tiem po y tan inútiles como todas las otras. Prim er caso de una muerte filosófica algo más que simbólica: la que trató de imponer el cristianism o a la filosofía griega o, si se prefiere, la nueva religión monoteísta y excluyeme al viejo y plural paganismo.
Antes de entrar a revisarla, convendría acla rar de qué cristianism o se habla. O por cristianism o se entiende el dogma constituido (sobre todo, concilios de Nicea y Calcedo nia) o eso otro que muy vagamente suele llamarse cristianismo prim itivo, la incipiente religión, tal y com o se practicó desde los esenios hasta los ebionitas. Si se piensa en la prim era acepción, entonces el intento de liquidación de la filosofía griega es una em presa filosófica normal, pues el cristianism o ya constituido en dogma es una filosofía más que, como la gran mayoría, in tenta cerrar en ella misma el proceso. Si por cristianismo se entienden apenas las prácticas religiosas previas al dogma, recién salidas de la prédica del Nazareno, en lugar de estar ante una filosofía se está ante una parte de la religión hebrea, una más de las muchas sectas que hubo en el judaismo, sin fuerzas suficientes para acometer la empresa evangélica y católica y menos aún para decretar muerte alguna de los viejos y grandes sistemas metafísicos. Pero entre esa secta insignificante y el dogma ya constituido, Pablo de Tarso comienza a exigir posiciones cerradas: “cuida que nadie te eche a perder con la filosofía’’. Recomendación fielm ente seguida por Eusebio, obispo de Cesárea, refutador de aquellos que “presumen de alterar las Sagradas Escrituras, de abandonar los senderos de la fe y de formar sus propias opinio nes según los sutiles preceptos de la lógica”. Para continuar, en su condena: por el estudio de la geometría olvidan las ciencias de la Iglesia y pierden vista el cielo dedicados como están a medir la tierra. Eucli- des jamás se les caede las manos.
Aristóteles y Teofrasto constituyen el objeto de su admiración y expresan una reverencia poco común por las obras de Galeno. Sus errores se derivan del abuso que hacen de las artes y ciencias de los paganos, corrompiendo la sencillez del (..cigelio con los refinamientos de la humana razón. Advertencias nada vanas que, de haberse observado, hubie ran encerrado a la naciente religión en los límites de sí misma, esto es, en los de una pobre secta judía. Pero el intento de apertura del cristianismo expansivo tuvo que ser plenamente filosófico, ya que no podía aspirar a penetrar de otra manera en el refinado y altamente intelectual m undo pagano; sólo que ai adquirir el ropaje de la filosofía ganó también esa morbosa y obsesiva tendencia a autodestruirse, dando fin al proceso. Orígenes es ya uno de los primeros teólogos (es decir plena mente filósofo), a caballo entre los siglos n y m después de la Cruz. Debió de ser un cristiano combativo y un filósofo muy consecuente, pues se tomó tan en serio lo de ganar el cielo mediante la renuncia al mundo y el sacrificio del cuerpo que no se lim itó a hacer la apología del eunuquism o, sino que lo puso en práctica en su propia carne. Esa clase de exageración le llevó heréticamente a creer en algo más que la inm ortalidad del alma: en su preexistencia, lo cual es platonism o puro y, por resultar demasiado racional, echó las bases de una de las grandes dispu tas metafísicas de la nueva religión: la relativa a la real natura leza del Cristo, hum ana y divina o hum ana sólo o sólo divina. Pero si Origines sirve para entender que ya a fines del siglo n el cristianism o es una verdadera filosofía en marcha, Cirilo, el patriarca de Alejandría, del siglo iv, es la verdadera muestra de un pensamiento auténticam ente filosófico, en la medida en que se propuso term inar para siempre con la’filosofía.
San Cirilo no era un filósofo contemplativo cualquiera, sino un perfecto militante; se le debe el inicio de la liquidación m aterial de la cultura antigua. Estaba en el sitio exacto para atacarla: Patriarca de la gran ciudad cosmopolita y culta de la antigüedad, la Alejandría de los ptolomeos, la de la fabulosa biblioteca, la ciudad de Eratóstenes. Allí, en el corazón de la cultura grecorro mana, residía la bella Hipatia, quizá vestal, ciertam ente cientí fica, que había enseñado en Atenas y que investigaba sobre matemáticas en la biblioteca de Alejandría; comentarista de Diofantes, el de las ecuaciones de segundo grado que aún lle>an su nombre, e hija de un matemático famoso. En una oscura ma niobra política, arrastrado por sus continuas prédicas antifilosófi cas, Cirilo m anda elim inar a H ipatia y la perm anente turba que acompaña a los fanáticos de todos los tiempos ejecutó el m an dato del patriarca con exquisito cuidado. EsG ibbon quien lo relata en su clásico Decline and Fall of the Román Empire: En un fatal día de la santa Cuaresma, fue arrancada de su carruaje, violentamente desnudada, arrastrada a la iglesiaen donde procedie ron a rasparle la carne de los huesos con ayuda de afiladas conchas de ostras, para terminar echando a las llamas los palpitantes miem bros. : i J usto es reconocer que, al menos en aquella ocasión, no se trató de un intento simbólico de acabar con la filosofía.
Pero la im portancia filosófica del santo Cirilo no termina ahí. Fue famosa su disputa teológica con Nestorio, patriarca de Cons- tantinopla, acerca de la naturaleza del Cristo. Para Nestorio, Jesús había sido ante todo un ser humano, en el que, ya bien desarrollado, entra un buen día el espíritu de Dios y al que en la cruz le abandona. En tales condiciones, ni se puede hablar de una sola naturaleza ni se puede llamar a María madre de Dios, lo que para la inteligencia antigua (y para cualquiera) no deja de ser un aberrante contrasentido. De ese modo, Nestorio inau guró con gran éxito la tesis dualista del Señor, hum ano prim ero y, luego, divino. Cirilo, por el contrario, era un ferviente parti- diario de la unidad a rajatabla en la persona del Cristo. En el concilio de Éfeso (431), convocado para dirim ir la diferencia, ganó Cirilo apoyado, una vez más, en sus. eficaces métodos directos: intim idó, m andó matar, encerró y demoró la llegada de pa.*:e de sus rivales teológicos. Lo que no im pidió que los nestorianos siguieran con su dualism o por mucho teimpo, ya que en definitiva su tesis era ■'aái lógica y comprensible: aun en el xvi, los misioneros españoles y portugueses encuentran cris tianos nestorianos en India y China.
Cirilo, por su parte, gran destructor de la filosofía, m urió antes de que en aquella misma ciudad (Éfeso) se condenara otra herejía que muy probable- mente, de haber vivido, hubiera sostenido, la del monofisismo, a saber, la total y excluyeme unidad de Jesús. Los monofisistas, el otro extremo del nestorianismo, tan Mén fueron condenados por afirm ar que había una sola naturaleza en Cristo, la divina, siendo la hum ana mero asiento y apariencia de aquélla. Aun que la forma más extrema de interpretar a Jesús por la vía unitaria correspondió a la fantástica secta de los docetistas, para quienes, en tanto radicales enemigos de todo lo material, Jesús no nació, sino que un buen día apareció, cual fantasma, en las márgenes del Jordán, hombre perfecto y realizado. Pero se trataba apenas de una forma, una apariencia, una figura humana creada por Dios para ser impuesta a los hombres mediante la ilusión de los sentidos; simple imagen impresa momentáneamente en el aire, como un adelanto de la increíble invención de Morel. De tal modo que la entrada en Jerusalén, la últim a cena, las escenas místicas de la Pasión y Muerte no fueron sino magníficos cuadros del gran teatro de Dios para los hombres, representados a través de su actor preferido, el Logos o Espíritu Santo transm utado en la apariencia de un hombre. Al fin y al cabo, es una solución, todo lo radical que se quiera, pero ciertam ente nada absurda, al gran problema de fondo: qué era eso de una mezcla hombre/dios. Tratábase de un problema tan grande que por algo la naciente filosofía religiosa eligió darle el nombre oficial de “misterio", lo secreto, aquello de lo que no se habla. Porque, en tanto problema, no necesariamente había que buscarle solución racional.
Por lo demás, no era la prim era vez que los espíritus religiosos de la época se enfrentaban a semejante tipo de dificultades. La verdad es que el mundo antiguo estaba cansado de oír absurdos y de creerlos, y en lo tocante al conjunto hombre/Dios (o a su subconjunto niño/ Dios), estaban más que acostumbrados desde Hércules hasta Dionisos Zagreus y Mitra. Lo aceptaban o no; lo creían o lo descreían. Si el cristianism o se hubiera lim itado a buscar la simple creencia, hubiera sido una religión más de las muchas que pulularon en los últimos tiempos del Imperio. En cambio, el cristianism o dio un gran giro, del plano meramen;e religioso al profundam ente filosófico. Y, al igual que Parménides, decla rándose depositario de la única vía de verdad, el cristianism o se declaró custodio de la verdad exclusiva. No sólo creencia, sino aceptación y argum entación racionales; no sólo una verdad más, sino la verdad. De ahí la doble cara filosófica: por un lado, todo el ropaje conceptual, la teología; por el otro, la destrucción de la misma filosofía que le había servido para sal ir de los estrechos lím ites de una religión doméstica y provinciana como el judaism o. Destruye la filosofía antigua, pero se alim enta de filosofía platónico-aristotélica. Desde el Logos del cuarto Evan gelio, estará para siempre infestada de metafísica griega y s^rá una filosofía más y, por lo mismo, una filosofía autodestrucíiva. Las pruebas acerca de las intenciones liquidacionistas del cristianism o filosófico se encuentran en los escritos polémicos de los primeros padres de la Iglesia; empeño vano, pues sin esa mismi. riosofía que tan radicalmente se combate y condena no habría cristianism o tal y como logra al fin proyectarse um ver salmente. Repárese, por ejemplo, en el esqueleto conceptual que sostiene al problema de la naturaleza del Cristo y sus diferentes soluciones. Recordando ante todo la solución final (esto es, dogma) que dio la Iglesia al misterio de la Encarnación: dos en uno. Dos naturalezas (humana, divina) que subsiste en una sola persona. Típica solución sintética, prefijada con la “ mezcla” en el Filebo y a la que cualquier hegeliano llamaría i ! sin mayor dificultad “dialéctica”.
Y luego, todo lo que está por detrás. Viene a ser, en definitiva, el viejo tema metafísico: la unidad del ser o su ruptura dual en idea y materia. O en sustancia y accidente. Hasta Hegel, con la escisión sujeto/ob jeto; hasta Sartre, con el desgarram iento en en sí/para sí. Hasta Freud. Hasta Marx. Y aun las soluciones intermedias encajan en los grandes sistemas filosóficos, pues, ¿qué proponían los docetistas sino una variante de aquellas sombras de la caverna platónica, remplazo de la verdadera realidad, ilum inadas por Díqs que es el sol o el sol que es Dios, qué más da? La muerte de la filosofía antigua a manos del cristianism o es la rencarnación (esta vez sin mayor misterio adherido) de esa misma filosofía, transfigurada en una serie de dogmas religiosos.
Otra “muerte” de la filosofía: esta vez apenas en el papel. Se alude a la que profetizara el marxismo en nombre del proleta riado y de la ciencia. Lo más curioso es que no está tan alejada de aquella otra muerte cristiana como pudiera pensarse, de atender tan sólo al registro cronológico. El enlace viene dado por las palabras teológicas del propio Marx a quien, para criticar la larga línea de sistemas filosóficos que, como las hojas de los árboles, se suceden los unos a los otros, no se le ocurrió emplear otra imagen que la del propio misterio de la Encarna ción del Cristo: “Cristo conoce tan sólo una encarnación del Logas" —advierte en Miseria de la filosofía—, “pero los filóso fos no ponen fin a sus sucesivas encarnaciones.” Para ello, para poner fin a la interm inable serie, llegó Marx, el últim o filósofo, el que acabaría con todas las filosofías. Grosso modo, su razona miento liquidacionista fue como sigue: la filosofía es sólo teoría pura dedicada apenas a comprender el mundo. En realidad, ni siquiera a eso, pues convertida en ideología, esto es, empleada al servicio de un grupo social, lo que hace es deformar la imagen real del mundo en lugar de reflejarla derechamente.
Objetivo revolucionario: realizar la filosofía, vale decir, destruirla en tanto tal ideología o teoría pura y hacerla real, por aquello de que ya está bien de comprender, que de lo que se trata es de cambiar el mundo. Esto por lo que respecta a Marx. En cuanto a su famoso amigo y coautor, Engels, el ataque a la filosofía no fue menos cerrado. Puesto que la concepción materialista de la historia se dedica a descubrir los hechos en la realidad y no a im aginar deducciones en la cabezas filosóficas, m enguado espa cio subsiste para la filosofía: “arrojada de la naturaleza y de la historia, sólo le queda a la filosofía el dom inio del pensam iento puro, en la medida en que éste existe todavía, a saber, la doctrina de las leyes del propio proceso del pensamiento, es decir, la lógica y la dialéctica”. Tanto la de Marx, como la de Engels son críticas radicales, dirigidas a poner fin al procesó, es decir, una vez más, a cum plir el anhelo secreto de todo gran filósofo, según Gusdorf: term inar con la filosofía misma. Pero hay una cierta diferencia entre ambas posiciones.
La de Engels suena más bien a crítica positi vista. Viene a decir: déjesele a las ciencias todas las parcelas del conocimiento que ya cubren debidamente y permítase única mente la actividad filosófica allí donde no pueden penetrar o no han penetrado aún las ciencias positivas; sólo quedan lógica y dialéctica como pretendidas "leyes del pensam iento”. Lo que significa que Engels ataca a la filosofía por superflua ante la realidad del avance científico; no es tanto la muerte de algo vivo cuanto la constatación de una muerte ya cum plida. Engels no es el verdugo de la filosofía, sino un sim ple notario que se lim ita a certificar su defunción a manos de las ciencias. Visión más del xixes imposible ofrecer. Por lo mismo, Marx resulta más radi cal, ya que no está criticanuú lo que de innecesario tenga la filosofía, sino lo que tiene de engañoso.
Para Engels, la filosofía sobra porque su lugar ya lo ha ocupado la ciencia, m ientras que para Marx ha de destruirse la filosofía sólo por el hecho denun ciado de servir para esconder la verdadera realidad, lim itándose a otrecer “com prensión” allí donde hay que llevar a cabo una revolucionaria “transform ación” . Para Engels, aunque no se haga nada, la filosofía está llamada a .xtinguirse de muerte natural, remplazada por el arrollador progreso científico; en cambio, para Marx, la filosofía es la planta m aligna que ha de ser arrancada en nombre de una revolución que promete una sociedad transparente, en la que ya no será necesaria la ideolo gía deformante. En el fondo, son dos promesas, que es tanto como decir profecías. Por un lado, la profecía de una ciencia avasallante que arrincona la actividad filosófica a una zona cada vez más exigua, suerte de piel de zapa destinada a reducirse hasta su des aparición o poco menos. Por otro lado, la profecía de una revolución triunfante que, al cam biar el rostro de la historia, borrará para siempre la distancia entre teoría y práctica haciendo innecesaria la ideología, producto teórico que oculta las intenciones reales de una mala práctica.
Ambas son profe cías porque no señalan tiempo para la realización de lo prome tido; que, de hacerlo, serían simples predicciones y la diferencia es sabido que no es pequeña. Las predicciones tienen en su contra el inconveniente de comprobarse o refutarse. La gran ventaja de las profecías es que, como el am or de Penélope por su esposo, son eternas: uno puede pasarse varias vidas esperando que alguna vez se cumplan, sin derecho a reclamar por su cumplimiento. Aún no han llegado (o vuelto a llegar) ni el Mesías ni el Reino de los Cielos en la tierra ni la Sociedad sin Clases ni la desaparición de todas las guerras ni la Edad Dorada ni el día aquei en que el león beberá junto al cordero en santa paz y armonía, mientras manan ríos de miel. Pero se sigue esperando: es cosa de armarse de paciencia y, desde luego, de algo de fe. Por supuesto que proceder a criticar el incum pli miento de una promesa profética no tiene sentido, desde el momento en que, por ser profecía, siempre puede contar con otra oportunidad. Todo lo más que podría decirse es que hasta el momento no se ha cumplido. Y en lo que toca a las promesas marxista y engelsista, no cabe la menor duda de que, respecto de la desaparición o muerte de la filosofía tampoco han dado cumplim iento a sus promesas. La serie de “encarnaciones” filosóficas ha continuado dentro del propio marxismo. Es más: la expresión misma, “marxismo”, es la mejor prueba del in cum plim iento de aquella promesa. M arxismo es una filoso fía más, otra encarnación del Logos filosófico.
Quien esté medianamente informado de la monstruosa bibliografía mar xista reconocerá que del marxismo puede predicarse todo menos que ha terminado con la filosofía. No es cosa de repetir la retahila de nombres ni de recordar la variedad de sectas y subsec- tas que agitan y dividen a ia nueva religión; bastará con citar a quien, hasta no hace mucho, tuvo una cierta boga entre los marxistas: Althusser, que levantara una de las más barrocas metafísicas contemporáneas en nombre del marxismo. Llegó h as ta el extremo de comparar a Heidegger- Engels y a despo jar a la filosofía de su condición de producto histórico, por tanto, relativo, para colocarla en un lugar atem poral, haciendo de ella el absoluto “en donde no ocurre propiam ente nada, nada más que la repetición de la nada”. Así, el dios cristiano necesitó tres días para levan tarse de entre los muertos; el dios filosófico, ni siquiera eso: nunca llegó a entrar en el sepulcro por más esfuerzos que se han hecho por enterrarlo. Al contrario: hay que temer que cada vez que anun d an y preparan su muerte, la ironía quiera que recomience con nuevos bríos. De tal modo que el buen programa crítico ha de evitar el error ontocida. Nada de mortuorias declaraciones; ninguna letal superación. Aceptando la morbosa palingenesia filosófica, más valdrá intentar poner orden en el solemne cenotaf io, dejando en paz a tan vivificantes sepulcros.
A ver si reclasificando a la extinta legión de supérstites se obtienen mejores resultados que los logrados con manifiestos necrológicos. Por ello, en lugar de aproximarse a la comprensión del hecho filosófico a través de la línea temporal, mediante su historia, menester será intentar otro enfoque. El diacronismo sólo ha servido para reforzar el proceso. Cada vez que se ha querido criticar radicalmente todo el conjunto sólo se ha logrado agregar un nuevo eslabón a la interm inable cadena. De ahí la inutilidad de su muerte. Preferi ble es saber de antem ano que ningún intento de comprensión escapará a la maldición de Sísifo: seguir cargando la piedra filosófica, cada vez más pesada. Al menos, que se sepa por qué y, de paso, de qué está compuesta. En lugar de registrar lineal mente, hora es de comenzar a clasificar estructuralmente. Q ui zás convenga hacer el tipo de crítica que Nietzsche denom inara “ genealogía”. En relación con Sísifo, no estará de más recordar el mito completo. A parte de ser el fundador de Corinto, tenía Sísifo tal fama de taimado que para algunos pasaba por haber sido nada menos que el padre de Ulises. Tenía además algo de voyeur, pues le tocó ser testigo de una de las habituales hazañas am ato rias del padre Zeus, el rapto de la ninfa Egina. Lo peor es que, no contento con ver, le faltó tiem po para llevarle la noticia al padre de la niña raptada, Asopos, cosa que no fue del total agrado de Zeus, que se apresuró a enviar al delator una terriblp mensajera. Nada menos que Thánatos, la muerte. Como Sísifo era ante todo hombre de recursos, logró la proeza de engañar dos veces a Thánatos: una, atándola fuertemente, y otra, encargando a su propia mujer que, al morir, ni le sepultara ni celebrara ceremo nia funeraria alguna.
Lo que le sirvió, en llegando al Hades, para convencer al dueño del lugar de que le permitiera regresar a la tierra a fin de preparar su propio funeral todavía sin ejecutar. T an pronto se vio de nuevo en Corinto, no tuvo mayor prisa en cum plir lo prometido y, de no haber sido por Hermes, aún más pillo y astuto que él, nunca hubiera regresado a la fría región de los muertos. Arrastrado por Hermes, fue castigado a lo que ya se sabe: a recomenzar infinitam ente el mismo tra bajo.
Aquí es sospechosa la transparencia del mito. En él está todo: la inteligencia, el enfrentam iento a los dioses, el engaño a la muerte, la resurrección y la tarea eternam ente realizada. Filoso fía perenne y perennemente recomenzada. Conocido es por otros dominios y experiencias que no es el Yo quien habla en los libros, sino el lenguaje; que no es el hombre quien hace la historia, sino las relaciones sociales o la voluntad de.poder. En obligada consecuencia, no ha de ser el filósofo ni siquiera la historia quien cargue una y otra vez los sistemas del Sísifo filosófico, sino la subyacente filosofía que, bajo másca ras diversas por más que limitadas, repite una y otra vez sus fatigadas estructuras.