Ramón Díaz Eterovic Imágenes de la muerte Detective Heredia - 20
A mis amigos Óscar Barrientos Bradasic y Juan Ignacio Colil. Cuando sufre el alma de un gran pueblo, toda la vida está perturbada, los espíritus vivos se agitan y los que tienen un noble corazón inmaculado van al sacrificio.
LEONID ANDRÉIEV Sachka Yegulev
1 E RAN días de fuego y furiosas esperanzas. Desde hacía unas semanas las manifestaciones populares desbordaban las plazas y calles del país. El centro de Santiago y los alrededores de mi barrio estaban convertidos en un campo de batalla en el que se enfrentaban los ciudadanos indignados y las fuerzas especiales de la policía. La represión era intensa y del lado de los manifestantes se conocían numerosos casos de personas golpeadas, violadas o que habían perdido sus ojos a causa de los balines disparados por los uniformados para contener a los manifestantes que se reunían por las tardes en la plaza Italia, rebautizada desde el inicio de las protestas como la plaza de la Dignidad. Había entrado a un restaurante en busca de un tentempié y en la pantalla instalada en un rincón del comedor principal se sucedían las escenas de incendios, saqueos de locales comerciales y estaciones del ferrocarril subterráneo destruidas, por lo que el locutor de turno llamaba «vándalos descontrolados». Las demandas sociales corrían por las calles con una fuerza que recordaba las grandes protestas contra la pasada pero siempre omnipresente dictadura pinochetista. –Hoy cerramos temprano. Solo puedo ofrecerle bebidas, sándwiches y empanadas de pino o queso –dijo el mozo al que conocía desde visitas anteriores–. Si tengo suerte podré encontrar un bus que me acerque a mi casa. Anoche me dejaron a seis cuadras y tuve que andar entre barricadas y gases. Los muchachos trataban de impedir que los pacos entraran a la población con sus tanquetas y en las casas apenas se podía respirar por el efecto de las bombas lacrimógenas. Se llamaba Pedro y no debía tener más de veinticinco años. Llevaba la cabeza rapada y bajo la oreja izquierda tenía tatuado un escorpión. Vestía una polera musculosa y bluyines negros.
Solía conversar con él cuando pasaba al restaurante a comer el plato del día o tomar una copa de vino. –Los muchachos de mi población dicen que la revuelta seguirá por mucho tiempo. La gente está cansada de vivir en la miseria, atropellada en sus derechos, sin dinero para las compras esenciales y víctima de cuanto abuso se pueda imaginar –agregó. –«Dignidad para todos». Eso dice el mural que veo por las mañanas desde la ventana de mi dormitorio. –El patrón nos dijo que cerrará el restaurante si esto continúa. Dice que lo que se vende no alcanza para cubrir los gastos básicos.
–Algunos patrones lloran con razón y otros porque no pueden ganar los millones de siempre. –No puedo negar que cada día vienen menos clientes. –El fuego ya prendió, Pedro. Los que mandan no pueden seguir ofreciendo migajas. Tienen que abrir sus billeteras. –¿Y usted no tiene que pagar sueldos en su oficina? ¿Sigue recibiendo clientes? –Recibo dos o tres clientes al mes y no pago sueldos. Mi secretario es un gato viejo que trabaja por la comida y un rincón donde dormir. Lo mismo corre para Pugliese, el gato pequeño que comparte el departamento como ayudante y compañía de mi gato Simenon. –Su trabajo no parece un negocio muy bueno.
–No me quejo. Hasta ahora no me ha faltado para mantener activa la olla. –¿Qué va a pedir? Como ya le dije, el patrón pretende cerrar el boliche antes de las seis. –Dile al cocinero que caliente una empanada de pino y sírveme una copa de tinto respondí–. Después, y antes de ir a mi departamento, daré una vuelta por el Parque Forestal. Me bastó caminar unos minutos para apreciar la agitación de la gente que se dirigía a las estaciones del Metro o a los paraderos de buses. Las tiendas comerciales cubrían sus puertas y ventanas con planchas de zinc.
Los vendedores ambulantes anunciaban sus mercancías a los nerviosos transeúntes y en algunas esquinas las personas observaban el espectáculo de una ciudad agitada por la oleada de descontento que había comenzado, tal vez sin calcular sus alcances, con un inesperado aumento de la tarifa del tren subterráneo. Encontré a Moquete, el conserje haitiano, a la entrada del edificio. Era un hombre de treinta años que residía en Chile con su esposa y dos hijos de corta edad. Solía conversar con él sobre noticias o asuntos que iban más allá de los problemas del edificio y lo había sorprendido alguna vez leyendo revistas de mecánica automotriz o resolviendo crucigramas que le servían para aprender nuevas palabras en español. –Una señora lo espera en su oficina desde hace una hora –dijo–. La dejé entrar porque venía cansada y dispuesta a no moverse de la conserjería hasta que usted llegara. –Bien hecho, Moquete. Subiré de inmediato.
–Aguarde un momento, señor Heredia –agregó el haitiano al tiempo que sacaba un alto de cartas desde la parte inferior del mesón de la conserjería–. Tengo que entregarle la correspondencia recibida para la señora Griseta Ordóñez. Antes de salir de viaje me encargó que se la diera a usted. –Gracias, Moquete. Veré de qué se trata y seleccionaré lo que sirva. –No piense que soy un entrometido, pero todavía no entiendo por qué su vecina instaló su departamento y pocas semanas después viajó a Berlín. –Me dijo que la habían invitado a participar en un seminario y luego la contrataron para impartir un curso de tres meses.
Al parecer la invitación provino de una profesora que la ayudó bastante mientras estudió en España y a la que no podía rechazar su nueva oferta. –Eso tiene más sentido. –Quedó en regresar apenas termine el curso. Y debo reconocer que la extraño. –No desespere, señor Heredia. Los días pasan rápido. –Sí, eso dicen –respondí antes de abordar el ascensor que me condujo hasta el séptimo piso. Sentada frente a mi escritorio encontré a una mujer morena. Debía tener a lo menos cincuenta años. Sus ojos eran oscuros y tristes. Vestía un sencillo vestido azul y un chaleco del mismo color que probablemente había tejido ella. Sostenía una cartera de tela negra.
Al verme llegar se puso de pie. Le hice un gesto para que volviera a sentarse y me acomodé en mi sillón tras el escritorio. Mi gato Simenon me dedicó una mirada desganada desde el librero en el que se encontraba tendido como una añosa mascota de peluche. –¿En qué puedo ayudarle? –le pregunté, y al tiempo que encendía el hervidor eléctrico que estaba sobre una mesa de rincón, agregué–: Apenas hierva el agua le ofreceré un té. –Me contaron que usted busca personas extraviadas. Me llamo Dalia Véliz y quiero que me ayude a encontrar a mi hijo Tomás. Salió de nuestra casa hace una semana y no ha regresado. Temo que le haya sucedido alguna desgracia. –¿Qué edad tiene Tomás? –Dieciséis años recién cumplidos. –Supongo que va al liceo. ¿Cómo le va en sus estudios? –Dejó de estudiar y de vez en cuando consigue trabajos ocasionales que le permiten ganar unos pocos pesos.
Pero la mayor parte del tiempo lo pasa viendo tele o conversando con sus amigotes en la sanguchería de la esquina. No es el hijo que soñé, pero es mi hijo y lo quiero. –¿Y por qué teme que le haya pasado algo malo? –Nunca ha estado tanto tiempo fuera de la casa. Y no solo eso. He hablado con varios de sus amigos y dicen que lo vieron por última vez en la calle, el día que estalló la revuelta. –¿Cree que pudo participar en una marcha o en una barricada? –Es lo que creo. Tampoco descarto que haya participado en los saqueos que se hicieron en la comuna. La mayoría de mis vecinos ha sacado cosas desde los supermercados. Yo no los juzgo. Todos tienen muchas necesidades y poco dinero. –Tal vez fue detenido. ¿Preguntó por su hijo a los carabineros? –Fui, pero no me dieron ninguna información. No saben nada de él y tampoco muestran interés en buscarlo. Están preocupados de la gente que anda en las calles. –Cuando alguien desaparece suelo pensar en algunas preguntas.
¿Usted discutió últimamente con su hijo? ¿Sabe si Tomás mantiene alguna relación sentimental? ¿Mencionó algún trabajo nuevo? –A todas esas preguntas le debo responder que no. Ya no pierdo mi tiempo discutiendo con él. No pololea y no creo que se haya preocupado de buscar trabajo durante las últimas semanas. –¿Fue a los hospitales o a las postas? –Es imposible ir a todos los hospitales y postas. Fui al hospital más próximo a nuestro domicilio y a la Posta Central.
Mi hijo no está ni ha sido atendido en esos lugares –respondió la mujer. –Muchas personas no han regresado a sus casas después de las manifestaciones. Gente baleada o golpeada que no quiere ir a los hospitales por temor a ser detenida. –No había pensado en esa posibilidad, señor. –O tal vez se encuentra en la casa de un amigo y no se ha preocupado de avisar. –Tiene razón. No sería la primera vez que me tiene con el alma en un hilo. –¿Puede darme la dirección de su casa, señora? La mujer me dio la dirección y la anoté en mi libreta. –¿Dónde trabaja usted, señora Véliz? –De lunes a viernes en una empresa que presta servicios de aseo a supermercados y grandes tiendas.
Los fines de semana vendo ropa usada en la feria libre de la población. –¿Y su esposo? –Se fue de la casa hace doce años y no lo he visto más de cinco veces desde entonces. –¿Su hijo mantiene contacto con él? –Ninguno. Gustavo, así se llama el padre de Tomás, lo vio durante un tiempo, pero luego encontró otra pareja y la mujer le prohibió juntarse con él. Al principio mi hijo preguntaba por su padre, pero luego se acostumbró a su ausencia. Gustavo trabaja de bodeguero en una cadena de ferreterías, pero no vale la pena que pierda tiempo ubicándolo. –Nunca se sabe. En una de esas es útil hablar con él.
–¿Quiere decir que me ayudará a buscar a Tomás? –Haré las preguntas del caso, pero no se haga muchas ilusiones. No son buenos días para andar haciendo preguntas ni para asomar la nariz en lugares desconocidos. –Tiene que decirme cuánto me cobrará. Los vecinos del barrio juntaron algo de dinero, pero no sé si alcanza para pagar sus servicios. –Primero déjeme resolver si tengo un caso para investigar o si encuentro a su hijo en un abrir y cerrar de ojos. Haré unas preguntas y después hablaremos de honorarios. –Gracias. Tenía razón el Pancho cuando dijo que usted me ayudaría.
–¿Quién es Pancho? ¿Lo conozco? –El hijo de la señora Francisca, mi vecina. Dijo que usted es conocido en el ambiente y que tiempo atrás resolvió unos robos cometidos en la empresa donde él trabajaba. Parece que usted lo interrogó en esa ocasión. –Recuerdo el caso, pero no a todas las personas con las que conversé. Con el tiempo, la mayoría de las investigaciones se convierten en sombras más o menos difusas. –¿Qué piensas hacer? –preguntó Simenon apenas Dalia Véliz abandonó el departamento. En las últimas semanas los años se le habían venido encima y el gato se movía lentamente como tanteando el terreno que pisaba en el trayecto de la biblioteca a mi escritorio. –Lo que suelo hacer al inicio de una investigación. Llamar al comisario Ruperto Chacón para saber si hay una investigación oficial respecto al asunto. Por lo general, él está al tanto de lo sucedido o bien pregunta a sus compañeros.
–Oí decir en la radio que el gobierno impondrá el toque de queda. No podrás salir del departamento después de las diez de la noche. Si te pillan en la calle te mandarán a la cárcel. Habrá que aperarse con lo indispensable: latas de atún, churrascos y bolsitas de alimento para gatos inteligentes. –Todo a su tiempo, Simenon. Por ahora iré a dar una vuelta a la calle. Me interesa observar cómo la chispa se convirtió en fuego. –Ten cuidado, Heredia. No estás en edad de andar escapando de los guanacos ni de las lumas de los carabineros. Mi recorrido llegó hasta la Biblioteca Nacional y desde ahí no pude seguir avanzando hasta la plaza de la Dignidad. No recordaba haber visto tanta gente en las calles ni tanto entusiasmo en los gritos y consignas. Observé a la gente, oí sus consignas y leí los carteles y lienzos que portaban. Rehíce mis pasos y al llegar a mi barrio entré a un bar donde saqué mi libreta y anoté un par de ideas que podrían servirme para encontrar a Tomás Bruna.
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