En las «Fábulas mitológicas de España», José María de Cossío planteó una nueva visión sobre nuestra literatura al sacar a la luz sus aspectos antirrealistas y universales y, por tanto, los menos admitidos cuando esta obra se publicó por primera vez en 1952. Al ofrecer al lector la reedición de este libro, agotado desde hacía mucho tiempo, lo hacemos no sólo con la intencion de recuperar un «clásico» en su especialidad, sino que tenemos el convencimiento de que se trata de una obra plenamente actual, que no ha perdido un ápice de interés o utilidad pues, desde su primera salida al mercado, no ha aparecido ningún otro trabajo que, como éste, rastreé totalmente la presencia de la mitología en la cultura literaria española.
A Gerardo Diego
NOTA INTRODUCTORIA Ofrecemos al lector Fábulas mitológicas en España, que apareció publicado en Madrid en 1952. Y lo hacemos no sólo con la intención de reeditar un «clásico» en su especialidad, sino también desde el convencimiento de que se trata de una obra plenamente actual que no ha perdido ni un ápice de interés o utilidad desde que salió por primera vez al mercado, pues desde entonces no ha aparecido ningún otro trabajo que, como éste, rastree globalmente la presencia de la mitología en la cultura literaria española. Por el contrario, son relativamente abundantes los estudios parciales sobre el tema, todos los cuales a su vez han tenido entre sus fuentes primordiales el libro de Cossío, lo que da idea de su importancia y utilidad.
Una enumeración de los más generales puede ayudar al lector interesado en profundizar sobre algunos aspectos de la obra que tiene en las manos. Así, desde el punto de vista de la presencia de la fábula mitológica en arte español, además de numerosísimos artículos sobre problemas concretos, contamos con dos estudios de alcance más amplio: La mitología y el arte español del Renacimiento, de Diego Angulo, publicado el mismo año que estas Fábulas mitológicas…, y La mitología en la pintura española del Siglo de Oro, de Rosa López Torrijos, que vio la luz en Madrid en 1985.
Más estrechamente relacionados con la literatura, que es el campo donde se centró Cossío, existen numerosos trabajos sobre la presencia de los dioses antiguos en la obra de los más importantes literatos, como, por citar un caso paradigmático, los de Neumeister. Levan o Benedetti acerca de Calderón; y hay también varios estudios que tienen por objeto el rastreo de la utilización de personajes míticos a lo largo de amplios períodos de nuestra historia literaria. Son las obras que, por su carácter general, están más cercanas a los propósitos globalizadores de Cossío, aunque constreñidas a figuras particulares, y no a todo el panteón mítico.
Entre las más importantes figuran El mito de Faetón en la literatura española, de A. Gallego Morell (Madrid, 1961); El tema de Hero y Leandro en la literatura española, de F. Moya del Baño (Murcia, 1966); The Myth of Icarus in Spain Renaissance Poetry, de J. H. Turner (Londres, 1970); El mito de Adonis en la poesía de la Edad de Oro, de J. Cebrián (Barcelona, 1989); El mito de Narciso en la literatura española, de Y. Ruiz Esteban (Madrid, 1990); El mito de Proserpina: fuentes grecolatinas y pervivencia en la literatura española, de M. D. Castro Jiménez (Madrid, 1993) o Arachnes Tapestry: The Transformation of myth in Seventeenth-century Spain (San Antonio, Texas, 1985).
De carácter algo más general son La función del mito clásico en la literatura contemporánea, de L. Diez del Corral (Madrid, 1957) y El conocimiento de la mitología clásica en los siglos XIV al XVI, de M. C. Álvarez Morán (Madrid, 1976). PRÓLOGO PRIMAVERA DEL MITO (Este prólogo empieza en el año 0). Tiempo en verdad dichoso. ¡Qué primavera del mundo! El mundo es un prado verde (y un verde prado no es todavía un lugar común). Muchas fuentes borbotean en el prado (ninguna es aún «fuente literaria»). Bajan las aguas y juntándose terminan por formar un río: parece no fluir, de tan lento, y con tal diafanidad que se pueden contar en su fondo hasta las piedras más diminutas (aún no lo han dicho así ni Ovidio ni Garcilaso). El aire es como un esmalte cristalino que todo lo llena: sí, un aire eglógico (y aún no ha nacido la Égloga). Todo está reciente, jugoso, sensual, virginal, terso, brillante.
¡Qué bello es el mundo aún no usado! ¡Qué bello es el mundo cuando aún no ha nacido la literatura! La mañana sube, lenta, hacia su plenitud. ¡Qué colores enterizos, como iluminados por dentro, brillantes y no charros: rojo, verde, azul, blanco, rosa! Y el terso esmalte del aire (limitado por las cosas, posado sobre las cosas cuya superficie perlustra) vibra. ¡El aire vibra, zumba, está lleno de algo!
Es la vida: el aire es todo como la suprema vibración de mil élitros. Si se oye bien, comienzan a distinguirse, dentro de esa nota total, voces, suspiros, aves, gritos, cánticos, imprecaciones. Es la vida. ¡Esta primavera está poblada! La comprendemos poblada de seres vivos, los cuales (¡cosa más curiosa!) están llenos los unos de amor, los otros de odio, muchos de sensualidad, este de furia, tal de sedosa nostalgia…
Fijémonos bien en esto: si acaso pasan años, si este mundo tan tierno logra hacerse viejo alguna vez, no podrá volver a estar coloreado ni poblado así; nunca los colores tendrán esta esmaltación virginal, nunca el aire volverá a vibrar con tal polifonía. Es que el mundo es ahora muy joven. ¡Jóvenes fuerzas del joven mundo! ¡Qué esguinces, qué frenesí de esas ninfas que se chapuzan, que se persiguen por el agua! El agua, golpeada, salta rota en mil partículas de fuego.
El sol —que nunca tostó espaldas divinas— deslumbra reflejado en la piel chorreante. Los chillidos de estas muchachas excitadas —¡qué alimañas estupendas!— nos desgarran los oídos. Pero arriba, alrededor de las copas de los árboles, ¡cuántos amorcillos, revoloteando!: quizá de servicio hacia algún vínculo nuevo. Unos giran persiguiéndose, en bandadas, alrededor de la copa de un gran pino; algunos se calan, cabeza abajo, vertiginosamente, hasta casi tocar con la tierra —¡qué susto, cuánta diablura!—; y el más mofletudo, que siempre se quedaba atrás, llora agitando desesperadamente las alitas, porque se le han enganchado las nalgas en la rama de un chopo.
¡También en los abismos, también en las entrañas de la tierra hierve la vida, no ya sólo el sombrío amor que envuelve en noche a Perséfona: aquel lejano volcán que humea en el impoluto azul, exhala la inútil ira de los vencidos gigantes; y esta vibración del suelo la causan los martillazos ciclópeos: sin duda los herreros de Vulcano están forjando la armadura de algún héroe o algún dios. Una plenitud de vida, una hinchazón de savia pujante hace que el mundo reviente ahora en yemas, que se abra en espléndidas flores.
Esta juventud de savia es, sin duda, lo que produce un maravilloso fenómeno de mutación de formas: un lánguido muchacho. Narciso, enamorado de un imposible, este otro. Adonis, que un celoso colmillo destrozó, ante nuestros ojos se deshilan, se deshacen, y se convierten en sendas flores; de estas dos hermanas fugitivas.
Progne y Filomela, la una se disolverá en alas negras que. vertiginosas, anuncien la vuelta de la primavera, la otra será una dulce voz que cantará siempre su desgracia; a esta ninfa esquiva. Dafne, ya se le arraigan los pies, la cabellera que aun ondeaba con el viento de su huida, se le está cambiando en hojas inmarcesibles; y de este mozo, Acis, aplastado por despechada ira. bajo la peña que le oprime, nacerá un claro río. Mil y mil fuerzas, mil seres, abandonan su posición, sus límites, su color, dulcemente se deforman, para informarse, de nuevo, distintas. Parece que la furia creativa no ha cesado: y una sola fuerza común es la que late en todas las fuerzas particulares.
Tal prodigiosa mutación multitudinaria ocurre ante nuestros ojos: basta la voluntad de un dios, ya en iracundo arrebato, ya piadoso. Todo este mundo virginal está en metamorfosis. Es una evolución que va de las formas humanas a las vegetales o animales. ¡No, no pisemos esta flor, este jacinto: es otro bello muchacho, herido por un disco (larga historia)! ¡Ese ciervo, ese pobre ciervo perseguido por furiosa jauría: es Acteón, a quien la diosa sorprendida no perdona!
Y tú, arañita, vete en paz: fuiste doncella tejedora; arrogante desafiaste en tu oficio a la diosa; ella te convirtió en araña; bastante castigo tienes. Sí; son fuerzas jóvenes de un mundo juvenil. Por eso nunca después — si va a existir un después— se formarán tan intensas, tan prodigiosas concentraciones de vida. Quizá llegará un día en que el amor esté dividido entre muchos seres: ahora está condensado en sólo uno: Cupido. Tal vez millones y millones de mujeres hermosas giren en la rueda de la vida: pues ahora la hermosura está toda cifrada en Venus. Marte es el poderío militar; Hércules, la fuerza heroica… Todo el prado está lleno de bellas figuras; se diría que son estatuas: no tienen pupila. Pero no: son seres vivos.
Aquí Hipomenes corre en competencia con Atalanta, y en ganar la carrera no le va menos que la vida, por lo que con disimulo le arroja al paso unas bolas de oro; la moza se agachará para coger el oro: ¡brava estratagema! También Júpiter se ha disuelto, aquí, en lluvia de oro para penetrar hasta Dánae; y un poco más lejos, se ha revestido de toro para raptar a Europa; la muchacha acaricia el cuello del animal —¡tan inocente, tan manso!— y aun se atreve a sentarse en el lomo: ¡ya está perdida! Silencio: en la linde del bosque está dormido Endimión; un rayo de luna —fiel enamorada— le cae sobre el rostro. Por una senda del boscaje, tristemente prerrománticas, pasean dos parejas: Píramo y Tisbe, Hero y Leandro: ya desde el comienzo del mundo están unidos el amor y la muerte. Hay muchas locas carreras por el prado; parece que en este momento auroral el modo más inmediato de mostrar que una bella no corresponde a un galan o de que un galán no se deja cautivar por los atractivos de una ninfa, es salir corriendo: Narciso huye de Eco; Dafne, de Apolo; Aretusa, de Alfeo; de Polifemo, Galaica…
Ab initio. las fuerzas del mundo son fundamentalmente de dos clases: atractivas y dispersivas. ¡Y cuánto caso particular, novelesco! Aquí está la competencia tejedora de Aracnes y Palas. Ahí. escondida tras un matorral, la celosa Procris espía a su esposo: nadie la librará del venablo que no marro nunca. Más allá, en un secreto palacio. Psique ha encendido la lampara para contemplar a su dormido amante. Sobre aquella peña batida por el mar, llora, amarrada, la pobre Andrómeda; su deslumbrante desnudez se diría un campo de nieve en la hendidura del peñasco: ¡animo, valiente Perseo que vienes por el aire, ánimo, que ya te falla poco para llegar!
Y este meteoro luciente, muy bajo, que cruza el ciclo —¡que se cae!, ¡que nos aplasta!— es el desatentado Faetón: las aguas han rugido al clavarse sobre ellas la triste antorcha humana… (Este prólogo continúa en el año 1952). ¡Qué tristeza!: alrededor, un mundo sobado, ajado. Hace mucho que las fuerzas del mundo ya no tienen aquella petulancia apretada, crujiente, virginal.
Aquel borbotón ya no apremia hacia mutaciones aparenciales. Y los tristes hombres nacen, crecen, maduran, se arterioesclerotizan, mueren. Antes, amados por los dioses, se destruían jóvenes —se aniquilaban, ¿cómo diría yo? lujosamente—, mientras sus fuerzas inmortales se reconcentraban de nuevo en dorados narcisos, en pensativas violas… Escribo en la primavera: pero ¿acaso no hay un cansancio, una vejez, en esta primavera sigilosa? ¿No están cansadas las fuerzas del mundo? (¿O soy yo el cansado?). Dejémonos de tonterías y de farsas. Juguemos con las cartas boca arriba: hasta ahora he estado mintiendo. Porque ese bellísimo, ese impoluto mundo —esa primavera de la vida— sólo lo conocemos por la literatura.
Más aún: porque ese mundo cristalino y virginal no ha existido: es una fantasía, una creación del hombre, y por tanto, no es primario, sino secundario, pues supone al hombre mismo: es como una depuración, como una proyección de la triste experiencia del hombre. Es una creación, en parte religiosa y en gran parte también literaria.
Esa bella nitidez es fábula, una mentira, un trampatojo de la inventora literatura. Es una bella socaliña perfeccionada a lo largo de la historia humana —hasta este mismo libro que tu. lector, tienes en tus manos— porque todos los pueblos de nuestra cultura europea han colaborado en la invención.
El caudal griego se juntó con el romano, y a través de la Edad Media, fue a desembocar en otro día bellísimo, también como con un lustre virginal, pero día bien real éste, y casi al alcance de la mano: el Renacimiento. Las aguas afloraron antes en Italia. De allí, y directamente de la antigüedad, bebimos largamente los españoles. (Con cuanta sed, para cuánta belleza —aunque alguno ¡vaya vista! lo niegue— bien a las claras lo prueba el presente libro). Luego, cada día trajo sus modas: el siglo XVI contemplo otra vez toda la primavera mítica, como si la viviera, como si la estuviera creando: pero con un refreno de compensada ley. la fuerza se serenaba en armonía, y el amor se adelgazaba, hacia perfume, en nostalgia.
Pero el siglo XVII lo alborrascó todo, todo lo apasiono y dramatizó; porque soñaba re-crear también: predominaba el impulso, otra vez se enlomaban las inmensas fuerzas telúricas ¡oh, crear vida! Y, quien lo diría, no pudiendo soportar el frenesí sublevado, el mismo siglo XVII habría de sofocar esa vida por él evocada: la llegaría a comprimir en violentos contrastes, la ahormaría en duros esquemas.
Después, más tarde, todo había de ser decadencia: el mito clásico se arrastra por el siglo menos clásico (el neoclásico) y muere — salvo coletazos ocasionales— con el Romanticismo. Si en algo se perfecciona después, es en re-creación científica: este libro es ilustre ejemplo. Tal es el panorama, tal la tradición en que José María de Cossío se ha sumergido, primero para amar y admirar, y luego para escribir la presente maravillosa obra. Nada te digo, lector, sino sencillamente esto: Abre por la primera página y, lentamente, vete impregnando hasta la última: tienes entre tus manos el mejor libro de Cossío (que tantos y tan buenos ha escrito ya), un libro en el que se han juntado máximo conocimiento y sensibilidad máxima, una de las obras maestras de la crítica moderna española.
DÁMASO ALONSO
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