domingo, 24 de diciembre de 2023

Raymond Queneau El instante fatal Título original: L’Instant fatal Raymond Queneau, 1948 Traducción: Adolfo García Ortega FRAGMENTO

 



Raymond Queneau (Le Havre, 1903-Paris, 1976) participó activamente en el surrealismo aunque lo asimilara añadiéndole un tono algo festivo y popular. Toda su obra, tanto la narrativa como la poética, está elaborada con un humor agudo, cortante, pero también compasivo y humano, y con un lenguaje siempre cuestionado, perseguido en sus costumbres y tendencias con una magia peculiar. El lenguaje es una fuente de placer para Queneau, quien, sin dejarse arrastrar, controlándolo, no se cansa de mostrar hallazgos con él o de tomarlo a burla. Su obra es un luminoso laboratorio lingüístico y cultural, abierto siempre a las eventualidades de la razón y de la imaginación.

 

Raymond Queneau

El instante fatal

Título original: L’Instant fatal

Raymond Queneau, 1948

Traducción: Adolfo García Ortega

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

 

I

MARINA

(1920-1930)

MARINA

Los peces tienen tan bonitas cabezas

que hay que desplazarlos con frecuencia

a causa de los destrozos que hacen en el corazón de las medusas

Los corazones de medusa destrozados varan en los puertos

bajo forma de buques carboneros o petroleros

Las medusas mismas no son nunca pescadas

un nuevo corazón las impulsa mucho mayor que el primero

mucho más bello y mucho más verde y mucho más duro

pues las medusas han dejado de amar a los peces de aletas filudas y agallas blancas

tan sólo aman el centro de gravedad de cada cosa

en el cielo y en la tierra

Los tiburones no se aburren

con la funda de un colchón

fabrican hermosas sábanas

para los ahogados astutos

que han acudido hasta ellos

masticando hoja de verbena

para perfumarse las venas

no los tiburones no se aburren

ellos también tienen bonitas cabezas

para destrozar el corazón de las medusas inquietas

EL BUEN USO DE LAS ENFERMEDADES

Patas de salamandra en la hoguera

abrasadora de cadáveres blandos

las hierbas especiadas por la orina de los muertos

bailan en la rabia del perro pelirrojo

Sentados a la sombra de los muros del precipicio

salvo en aquél que sacrifica sus piojos

a los valores mortinatos de las primeras fresas

los males del amor incuban sus festines

Verde sífilis inglesa pelliza

y la sarta de viejos quistes

que habéis cogido bajo escuálidos setos

el mercurio emplasta con caricias negras

Coloreadas al fuego de un ceramista

que sólo buscaba la honestidad

las enfermedades han adoptado el aire mágico

de las miniaturas y del pan fresco

El treponema se traga las quimeras

presta su fulgor a las flores de los pechos

a los vellos a las carnes a las rajas a los labios

y corta de un tajo los lloros médicos

EL ORO DE LOS HONORES

Todo el invierno en las manos del alumbrador de farolas

se torna una pequeña llama un seno trémulo

palpitan los corazones húmedos cantan los vahos de la noche

la gloria del sol se muere mientras se pone el nombre

de cometas de los mejores días de cometas del otoño

a los trozos de tejados en el cielo susurrante

la gloria a pequeña escala es mostaza en sobremesa

nada: la miseria o el reducto de lo negro

la gloria de las promesas vanas

piojos en la melena del Sol

ni los gatos querrían una morada así

piojos animales endomingados

que pasean respetuosos al sur de los baluartes de la sabiduría

el pánico de sus arco iris

a la entrada del pueblo unas piedras saltan

pero ninguna lapidación podría allanar

el camino en el que resuenan duros los pasos

el camino bloqueado

EL CARDO

Aun cuando estuviera yo en el tajo del carnicero

Expuesto en piezas como un misérrimo buey

Aun cuando mi testa con las narices floridas

Y un ojo glauco esperase la cebolla y el perejil

Aun cuando mi vientre con las tripas desparramadas

A la curiosidad se abriera sangrante a chorros

Aun cuando mi corazón sobre un bien ornado plato

Se juntase con mis sesos mi hígado y mis riñones

Nadie sabría encontrar entre mis chuletas

Mis vísceras y mis menudillos

El cardo que florece de una semilla triunfal

Porque nada lo desarraigará

El vivaz cardo que echa sus raíces

En las más secas y estériles tierras

El cardo sin piedad que frota sus espinas

Para causar tan penosos dolores como el mismo tiempo

FAETÓN

Oropimente pirita carbón ágata… precipicios… noche clara sementera de estrellas

El aire incrusta de tornasoles la hora de ignoto pórfiro…

El espacio se traga el sonido en sus vastas orejas…

En los caminos desiertos que por negros abandonan los dementes

El granito se hace más pesado y toda gravedad se modifica

Y el humilde heliotropo que se posaba sobre el tórax del esquisto

Corre hasta el fondo de los años funerarios sin carro ni criterio

La carretera desaparece el fruto de la esfera y del rubí madura

Su pie se roza contra el océano y el sol empalado se mece en la punta de los montes

LAS TERMÓPILAS

Al ejército que sucumbió en las penumbras últimas

damos las últimas penumbras de la muerte

el aire es más fresco en el norte de las canteras

más rápido en las canteras del norte

pobres y fatigados son los árboles de la llanura

en la llanura los árboles se volverán pálidos

los astros se arrojarán a las patas de las arañas

en las patas de la araña habrá monstruos que devorarán ese instante

muchos no llegarán a vivir más allá de un suspiro

el destino se insertará en el esmalte de los dientes

la catástrofe pasa bajo los arcos del fuego

arcos que abrasan el cuerpo del herido que gime

CATÁLOGO ANÁLOGO

Pavesas apagadas de los votos del antiguo norte

libertad de los navíos surgidos de las conquistas

pimienta de los cines con los errores oportunos

ciclámenes del amor en ropa de incidencia

pastiches de la extremaunción del día

jarrones sacados de supremos versalles

sistros de los bailes a las lunas nefréticas

cuellos de caseríos aspirando el aire de las montañas

abetos nadando entre los arroyos incoloros

ríos arañados por el vuelo de los martín-pescadores

caravanas ocultas en los cuadros de un pintor

testamento después de beber o dormir sin comer

fantasmas y presuntos presagios en el cielo

extremos juiciosos que nadie considera

remos de bajeles apaleando medusas

circos embrujados que las tormentas engalanan

tinieblas intrincadas de las noches de revuelta

ADIÓS

Adiós a ese gran puente y a sus horizontales

a sus arcos a sus muros a sus zócalos

a sus hierros pintados de rojo y a sus balaustradas

adiós a ese gran puente que se baña los pies

adiós a la casa y a sus verticales

a su techumbre malva y a sus postigos grises

a su radio berreante y dominical

adiós a la casa de donde salí

adiós a esta ciudad y a su vida oblicua

a sus aceras desnudas y a su asfalto negro

a sus esqueletos grasos y a sus huesos mefíticos

adiós a esta ciudad donde muere mi memoria

SIN SALIDA

Los pontones de las catedrales

las galerías de los paquebotes

estorbaban la marcha animal

de un vagabundo caraculo

la armonía aritmética

de la ciudad insuperada

inundaba el caos quimérico

de sus mermados pensamientos

cambiando por enésima vez

la misma vida de siempre

devoró dos mandrágoras

mientras bebía agua mineral

LA ESTATUA DE YESO

Sobre un fondo morado el arco iris

Sutil revela lo esencial

De un sueño nacido del crepúsculo

Sueño de muertos que se desvanece

Los cohetes de colores

Culminan su trayectoria

Y un cartel de cine

Invita a probar la aventura

Para recompensar al arlequín

Con flores negras las extranjeras

Engalanan el extraño berbiquí

Que taladra a la joven dependienta

MATERIA PARLANTE

la lavanda las uvas secas

cuidaos de los cuidados arpía truco

accesorio no dice amén

sin embargo rey huye del exilio

carnaval rosa verbo virgen

sal rumana verde nieve

morral áspero ni verde ni sal

por fin el zuavo grita clemencia

libertad para el testigo naval

civil soberbia espalda parda

corazón herido juguete de Navidad

la serpiente sentencia a un caballo

estrella gigante raso negro

la hora cerrada ni noche ni día

el postigo mudo año púber

ningún anuncio canta las cuarenta

el hospital turbia farmacia

aceras en aceite de hígado de bacalao

lejía para los chavales

yoduro para el municipal

cacahuetes corazón faltado poco

el juego de un muro a punto de romperse

atrae el huevo de un perro deshuesado

músculos hechos con falsa halterofilia

corbatas de puntillas rojas

dragan el fondo de una espiga madura

Nilo o Volga el as crujiente

cardinales cocinados

ADELGAZAR

I

Hay quienes adelgazan sobre tierra

Vientre coxis o rodillas

Hay quienes adelgazan el carácter

Hay quienes no adelgazan nada de nada

Sí pero

Yo adelgazo la punta digital

Sí la punta digital Sí la punta digital

Yo adelgazo la punta digital

Lo más distinguido que hay

II

Lotro día en bulevar de la Villette

Mencuentro un buey dizque estofado

Le digo Tienes pinta de pocho

Ven que te compro un buen trasero

Sólo yo puedo porque

Yo adelgazo la punta digital

Sí la punta digital Sí la punta digital

Yo adelgazo la punta digital

Lo más distinguido que hay

Ill

Desdhace ya tiempo hago gimnasia

Y mastengo de los deportes dinvierno

Y como con furor mastico

Pienso que si persevero

Pues

Adelgazaré la punta digital

Sí la punta digital Sí la punta digital

Adelgazaré incluso por todas partes

Incluso laxtremidad del cuello

EL RELOJ (DE PARED)

I

Yo mepaseaba porlos bulevares

Cuando mencuentro alamigo Bidard

Tenía aspecto tan de indigestion

Que le pedí sexplicase

Y he aquí que me dice

Acabo de tragarme mi reloj (de pared)

Así que voy a ver al cirujano

Pues tengo un poquimiedo canino

De que mellegue a los vestíbulos

II

Un mes después volviver a mi colega

Tenía aspecto delomás elegantón

Entonces fui a suncuentro

Y ya estamos conminándolo aexplicarse

Y he aquí que me dice

Megano la vida con mi reloj (de pared)

Como tengo en el estómago esa esfera

Vendo lahora a cuantos pasan

Y esperan quetenga elreloj enlos vestíbulos

Ill

Finalmente el tipo sesuicidó

Cuando vio que nadie loperaba

Y cuando llegué apurado al depósito

Le pedí que volviera a explicarse

Y he aquí que me dice

Estaba yharto de tener un reloj (de pared)

Mimpedía dormir de noche

Para darle cuerda tenía quhacerme un agujero en la espalda

Prefiero colgarme a estar colgado

IV

Cuando murió fui a su entierro

Era muy de mañana y yo me aburría mucho

Pero cuando estuvo en el hoyo ah quién se ríe

Desde el fondo del ataúd la séptima campanada de las doce

sonó

Y he aquí que que que

Se había tragado un reloj (de pared)

Eso nocurre a todos los cristianos

Salvo a quienes tienen un estómago canino

Y el corazón en los vestíbulos

SE

Se enciende la lámpara detrás de los frascos

No acaba de llegar la hora del insomnio

Pero alrededor de las casas del centro de la ciudad

Se deshilachan sombras de sombras

De los hilos de la estrella se cuelgan los maniquíes

Pensamientos muertos estropicios y desastres

Las tejas del destino caen canturreando

Sobre el hocico infinitamente largo de los transeúntes

Los estribillos encadenan a los hombres

A sus gustos putrefactos

Se alzan vallados

Para guardar en ellos unos ojos rojos

EL NAUFRAGIO

Los abalorios en el encaje conviven mal

Porque desprecian las suelas de los pegadores de tijeretazos

Y la noche de la que surgió esta extraña matanza

Un alga serpenteaba en arcos movedizos

Para dar a los ballesteros

Sólo los frutos obsesionados por la palidez de un seno

Una mujer tomaba la paleta del pintor

Y cantaba la muerte de un poeta asesino

Qué más dan las pasiones de estas noches aberrantes

Y las llamadas de Ulises a las sirenas vagabundas

Si la esclusa de los cielos se cierra para siempre

Y qué más da el tedio que sorprende a los remeros

Si las olas nevosas arrancan clamores

De caverna mientras bogan por la luz de los días

ROBINSÓN

Sobre el mar muerto junto a los fulgores de poniente

La sirena a los árboles desarraigados que flotan

Ha dado la sombra de sus senos y de sus lomos

Los manotazos de las olas parecen a los ahogados

El indicio de peces que acuden noctivagos

Cuando se alejan del agua salada el casco los catres de hierro

Los mástiles cargados de flores y las nubes exangües

Se abaten sobre la arena donde viene a dormir el verano

Imantados por la muerte los astrolabios los maderos

Y los barriles de ron ruedan hasta el acantilado

Junto con las mesas sucias y los vasos apenas limpios

De café en el litoral perplejo

No se refleja ningún león rampante en estos nubarrones

Comúnmente vestido de seda de púrpura y de oro

Los bosques han perdido la sonrisa de la hierba

Y los pastores mordisquean sus flautas de saúco

Turistas asiduos pintores y señoritas

Abandonan la ciudad donde ya no se canta

Desde que el asesino perdió sus tirantes

En el calabozo plúmbeo en que alguien se ahorcó

CISNES

Cuando Uno hizo el amor con Cero

Las esferas abrazaron a los boceles elípticos

Y los números primos se juntaron

Extendiendo sus manos a los frescos sicómoros

Y las fracciones continuas heridas de muerte

En el torrente de las decimales mudas se acostaron

Cuando B hizo el amor con A

Los parágrafos se abrazaron

Las comas se juntaron

Extendiendo su cuello por encima de los puentes de hierro

Y el alfabeto herido de muerte

Se desvaneció en los brazos de una interrogación muda

POBRE TIPO

Totó tiene una nariz de cabra

y un pie como pezuña de puerco

Lleva unos calcetines

que bien podrían pasar por palos de cerillas

y se peina

con un abrecartas de hace mil años

Cuando se viste las paredes se vuelven de color gris

Cuando se levanta la cama explota

Cuando se lava el agua se agita

Lleva siempre una bolsa

en su bolsillo

Pobre tipo

ALDEA

Acuclillados en los acentos de palabras vetustas

los paseantes descansan de su tedio

el guarda forestal ama a una chiquilla

a quien acechan sátiros desolladores de bosques

el cristiano cree la hipótesis crece

y los esforzados acróbatas graznan

los carceleros disponen las cuerdas

un trabajo disculpado por la fe en el padre

de una mesa dibujada sobre azúcar o cristal

un pato abole la pata municipal

altivo pese a estar vencido el carnicero traga y llora

los rábanos rosas merodean alrededor del feriante

que prepara el carromato entre los árboles de la plaza

un puesto para su sombra un velo para su cara

LÁMPARAS FUNDIDAS

Lámparas fundidas

enfermedades pintadas sobre un abanico

las uñas se arraciman en torno a frascos vacíos

pintura de barcos cubierta de conchas

lámparas fundidas

la luz se calla

sobre el escenario desierto y mudo de un teatro embrutecido

un pájaro tiembla de fiebre

y sus plumas caen del árbol como si fueran dientes

los búhos se acuestan en lechos de delirio

ya no hay fósforo ni azufre

ya ni petróleo ni carbón

la nieve funde en un agua negra

bulevares definitivamente secretos

lámparas frías lámparas fundidas

lámparas fundidas

LA TORRE DE MARFIL

Al abrigo de los robles cargados de miseria

De los robles cargados de la miseria de los muertos

Sombra violeta interpuesta en el declive de todo horizonte

Desde que el hombre nace

Al abrigo de los árboles no se hace justicia

Pues la justicia es un buitre

Que chilla en la noche deseoso de dormir en los cuartos colmados de amor

En los cuartos mortales con niños recién nacidos

Bajo su disfraz tiende una mano sucia

A los pobres que desesperan de la negrura de sus muros

Los carceleros rugen de gozo cuando lamen las esposas

Más frías que la campana de una iglesia

La muchedumbre se abalanza necesita con urgencia su propensión a los bailes llamados populares

La justicia la justicia

Que acabará por ahogarse en su propia tos

Gato perdido al otro lado de una acera viscosa

Triste ventana sólo abierta para apagar

La luz nacida del roce de cuerpos imprevistos

Que suplican un camino y hacen de su fulgor un llanto

Mientras los agentes se vuelven calvos

Y las vidrieras de las capillas son aniquiladas

Por la presión de las manos sudorosas de mujeres que nunca fueron vírgenes

Y por único bulevar sólo esa pasión

De suplicar el camino pero nadie va a responder

Hombres exiliados en las noches infinitas

Semblantes sombríos estrangulados

Saltan chispas de los astros como olas lejanas

Llueve hasta no poder más

Un gavilán brinca bailarín desorientado

El espacio se mueve con soltura por encima de los bosques metálicos

De donde echan a volar los cuervos músicos hacia inhóspitos sinos

Más allá la palpitación acelerada de las landas

Clavadas al suelo como menhires

Espantapájaros de nubes esbozadas o moribundas

Más allá la virginidad mate de los desiertos donde se acuesta el sol

El tedio de este día se ha fundado

Sobre segundos como un cura sobre piojos

El caparazón de esos monstruos se ha roto

Y de su interior polvoriento escapan aves blancas y doradas

Gozo de plumas rapidez de aleteos

Rastro de joyas robadas de ojos de enamorados

Llamas exaltadas nucas transparentes

Senos dulces torsos de estrellas

Vigilantes guardianas del alba que acaricia

El alba cristalina el alba perpetua

Pantera de pelo azul

El amor nace del azar un pulpo se come el arco iris

Una lechuza perfumada abriga bajo su ala

A los fantasmas irónicos y a los amigos del crimen

Las oscuras pendientes del deber se deshacen por los temblores de la fatiga

Una vez más el crepúsculo se ha disuelto en la noche

Después de haber escrito sobre las paredes PROHIBIDO NO SOÑAR

NOCHE

Noche: dos sílabas

Muros: cerrados como hexágonos

Noche: dos sílabas

Otoño: exhaustas y hartas de esperar

en un corazón demasiado dulce las abejas…

Noche: serpiente hueca con anillos irisados

los dioses se entrelazan para hacer bailar los arcos

de cartas olvidadas entre muy muelles mudas palabras

La noche se incendia y asesina al mundo

La noche se incendia y transforma el mundo

La noche se incendia y el mundo se precipita

Todo parece desvanecerse incluso las ágiles montañas

Noche

viernes, 22 de diciembre de 2023

PARÁFRASIS DE LORENZO STECCHETTI EL CANTO DEL ODIO

 


PARÁFRASIS DE LORENZO STECCHETTI

        EL CANTO DEL ODIO

Cuando tú duermas sola y olvidada
En un angosto féretro,
Y la cruz del Señor sobre tu fosa
Vele tu último sueño;

Cuando a caer empiecen tus mejillas
Y gusanos hambrientos
Hiervan entre las cuencas de tus ojos,
Que tan hermosos fueron;

Será el reposo para ti martirio;
Será martirio nuevo,
E irá tenaz remordimiento horrible
A morderte el cerebro.

Y aunque la santa cruz tu sueño ampare,
Ese remordimiento
Irá a tu fosa, donde duermes sola,
A remover tus huesos.

Seré el Remordimiento. Iré a buscarte
De noche, en el silencio;
Como una hiena que del día huye
Iré a turbar tu sueño;

Y con las uñas cavaré la tierra,
Y por la ira ciego
La cruz que marque tu postrer morada
Arrancaré del suelo.

¡Cómo en tu corazón el odio antiguo
He de saciar colérico!...
¡Y con qué gozo clavaré las uñas
En tu cárdeno seno!

A tus lívidas carnes he de unirme,
Y me uniré a tus huesos,
Como sombrío espectro de venganza,
O aborto del infierno.

Y a tus oídos, que en lejanos días
Mis quejas desoyeron,
Diré palabras que, cual hierro ardiente,
Quemarán tu cerebro.

Y cuando tú me digas: «¿Por qué viertes
En mí cruel veneno?»
Yo te responderé: «¿Ya no te acuerdas
De tus blondos cabellos?

¿No recuerdas la rubia cabellera
Que fue cual manto espléndido,
Y tus pupilas negras y profundas
Con fulgores de incendio?

¿Ya olvidaste lo esbelto de tu talle,
Las formas de tu cuerpo?
¿Ya no recuerdas tú cuan blanca eras,
Y tu rostro cuan bello?

¡Y yo te amaba! Y a tus pies me viste
Y cerraste tu pecho...
¡Y por una mirada de tus ojos
Feliz hubiera muerto!»

¿Ríes? Escucha. De tu abierta fosa
Levantaré tu cuerpo,
Y en la picota lo pondré desnudo
Como infamado reo.

Mis versos son picota en que a la burla
De los hombres te entrego,
Picota en que te entrego a la amargura
De indecibles tormentos.

Morirás otra vez. Te daré muerte
Con un martirio lento,
Y tu vergüenza —la venganza mía—
¡Pondré en tu frente como estigma eterno!

 

 

PUÉRTOLAS SOLEDAD CUARTETO FRAGMENTO NOVELA

 



Para Diego y Gustavo

1. HORROR VACUI

(HORROR AL VACÍO)

En un año lejano y perdido en la historia y en un reino todavía más remoto y perdido, ocurrió un hecho que conmocionó de forma extraordinaria a sus pobladores y que extendió su fama y su influencia hasta unos límites hasta el momento desconocidos. El caso se comentó más allá de sus fronteras y, en cierto sentido, las empujó hacia atrás, casi las derribó.

La idea de horror vacui estaba en el aire. Todo el mundo sabía, más o menos, qué era. Más o menos. Es decir, se sabía muy poco, apenas nada. Una enfermedad, desde luego, pero una enfermedad enigmática, ya que no podía contraerla cualquiera y, por lo que se decía, tampoco era contagiosa. No era como la peste, de la que, por desgracia, se había tenido cierta experiencia. La peste había invadido el reino en diferentes oleadas como el más destructor de los ejércitos enemigos. Había supuesto, en un principio, reclusión y confinamiento y, finalmente, entierros masivos, grandes hogueras purificadoras y denodados esfuerzos de supervivencia. Cada vez que la epidemia había hecho su aparición, se había tenido que poner en marcha el difícil proceso del combate e, inmediatamente, ya vencida la enfermedad, volver a plantar los cimientos de una nueva pero precaria y frágil sociedad, más endurecida que la anterior y más desconfiada, llena de vicios egoístas, que luego llevaba largo tiempo extirpar.

¡Qué difícil es que los seres humanos abandonen sus malas costumbres tras un periodo de disipación!, ¡qué costoso resulta, a su vez, reinstaurar la normalidad perdida por terribles causas imprevistas y volver a plantar en los corazones humanos sentimientos de compasión y generosidad!

Por fortuna, el horror vacui no era una plaga. Tenía otra particularidad, la enfermedad escogía a sus víctimas entre gente que, en general, disfrutaba de ciertos privilegios. Era raro que a un simple campesino le acometiera el horror vacui. En cambio, había casos, aunque pocos, en que un soldado había sucumbido al extraño mal. Se conocía a uno o dos clérigos que habían sido atacados por la enfermedad, se rumoreaba que, en un famoso convento de monjas, había habido un brote –por fortuna, había podido podarse a tiempo– en la misma cúpula del poder. Pero era en las casas de los nobles donde la enfermedad transitaba con mayor comodidad, lo cual desconcertaba a los galenos, aunque, a la vez, les servía para incrementar los honorarios que pedían por la prestación de sus servicios. El horror vacui, por lo que se decía –todo eran rumores–, producía en sus víctimas un irreprimible anhelo de

actividad y urgencia, un desasosiego que les impedía detener el flujo de sus impulsos, movimientos y actividades. Los enfermos, en cuerpo y en alma, se sentían condenados a mantener una incesante actividad. En cambio, los sentimientos, que crecen en la parte más profunda y, en cierto sentido, más estática de los seres humanos, no sucumbían al contagio de ese afán frenético. No luchaban contra él, se retraían. Se reducían al máximo. Quién sabe si no llegaban a desaparecer.

Los enfermos de horror vacui, aunque no paraban de moverse y siempre tenían algo en las manos, por lo que no prestaban demasiada atención a cuanto les decían los demás, tenían un aspecto bastante normal, pero en las escasas ocasiones en que se detenían, en que se quedaban fugaz pero completamente inmóviles, producían la terrible sensación de no tener nada dentro. Eran seres vacíos. Sí, ahí se captaba la esencia del terrible mal. Ese era, sin duda, el horror vacui.

Alrededor de la misteriosa enfermedad habían proliferado todo tipo de sacerdotes, curanderos y charlatanes, que decían conocer el remedio y que competían entre ellos para ganarse la confianza de los más distinguidos y adinerados enfermos. La credulidad que frente a esa clase de penalidades muestran los hombres y las mujeres de la nobleza es equiparable a la que surge entre las gentes más pobres e incultas. En los dolores y estragos que causa la enfermedad, todos somos iguales. Ricos y pobres, nobles y villanos, todos empeñan sus bienes –pocos o muchos– cuando les anima la esperanza de sanar.

Empezó siendo un vago rumor, pero, poco a poco, fueron extendiéndose noticias, que provenían de fuentes muy distintas, sobre su veracidad. La princesa heredera del trono había caído enferma. Se trataba de aquella dolencia maldita, el terrible y, por lo que parecía, incurable horror vacui. Las enfermedades resultan especialmente crueles cuando atacan a un cuerpo muy joven, en la flor de la edad. Más aún, cuando ese cuerpo reúne todos los requisitos de perfección y de armonía. ¡Qué triste espectáculo ofrece la destrucción de la belleza! Los hombres y las mujeres del reino estaban consternados. ¿Quién podía soportar la idea de que tras la hermosa apariencia de la joven no hubiera nada, tal como a veces se atisbaba en sus ojos carentes de expresión, perdidos dentro de sí mismos, espantosamente vacíos? ¡Pobre princesa!, ¡pobre Rey, también, que había enviudado en el mismo instante en que su única hija viera la luz que ilumina la tierra que habitamos! Los pobladores del reino estaban desolados.

Al fin, la noticia se hizo oficial. En la plaza mayor de los pueblos se leyó un Comunicado Real. La princesa estaba gravemente enferma. Se habían probado ya numerosos remedios, pero ninguno había dado resultado. El Rey, antes de perder toda esperanza, se dirigía a su pueblo para pedirle ayuda, la que le pudieran prestar. Cualquier sugerencia, viniera de donde viniere, sería considerada y convenientemente agradecida, y no digamos si finalmente procuraba un buen resultado, ¡qué gran recompensa recibiría el benefactor!

Los ávidos de dinero o de poder fueron los primeros en movilizarse. No importa cuánto tuvieran. Querían más. Altos dignatarios de todas las religiones del reino, prestigiosos expertos en enfermedades raras, reputados profetas, aclamados líderes de diferentes y contrarias sectas y, en fin, pícaros de todas clases presentaron al consejo de médicos encargado del asunto gran cantidad de supuestos remedios. Algunos de ellos fueron rechazados por considerarse peligrosos, ya que exigían una colaboración activa, y ciertamente arriesgada, de la bella princesa. Otros fueron desechados en función de su misma simplicidad, que resultaba casi ofensiva. Otros fueron rechazados por el mismo Rey, que, si bien había pedido ayuda al pueblo en su totalidad, sin hacer distinciones entre quienes presentaban credenciales y quienes no tenían otro aval que el que se daban a sí mismos, en cuanto vio la cara de los médicos, sacerdotes o profetas –o lo que fueran– que proponían los remedios, ya no quiso saber nada más. Eran rostros adustos, torcidos, malintencionados. Finalmente, un buen número de los remedios propuestos fueron sometidos a pruebas que demostraron su completa inutilidad.

Después de los pícaros, vinieron los tontos. Literalmente: aquellos que nunca habían dado señales de tener un solo pensamiento coherente en la cabeza. No vinieron solos, sino que los traían sus familiares o conocidos. Con los tontos, el consejo de médicos anduvo entretenido durante varias jornadas, pero al final no se quedó con ninguno. Resultaban demasiado impredecibles. Las cosas, si se les seguía la corriente, podían acabar mal. El Rey no llegó a recibirles, y elogió la prudencia de los consejeros. Luego, fue el mismo Rey quien propuso que se indagara en unos tontos que no fueran tan tontos. Gente dócil y trabajadora, esa clase de personas que nunca preguntan nada ni se quejan de nada. Quizá estos tuvieran la clave de la satisfacción.

Tampoco por ahí pudo obtenerse ningún remedio. Lo más que podía sacarse de esas personas era un leve encogimiento de hombros, un amago de sonrisa, un mínimo reflejo de luz en sus pupilas. Todo era opaco en ellos. Les hablaban de la enfermedad de la princesa y era como si les dijeran que ya era la hora de comer o de dormir o de irse a paseo. No se conmovían por nada. Y cuando sus hombros se encogían ligeramente o cuando parecía que la comisura de sus labios se curvaba un poco hacia arriba o cuando un punto de luz se atisbaba en sus ojos, al final se comprendía que esos gestos mínimos tenían unas causas concretas, una molestia en la manga de la chaqueta, una miga de pan en el bigote, el reflejo cegador de un cristal que proyecta los rayos del sol.

El Rey, tras haber escuchado los consejos y propuestas de sabios, pícaros y hechiceros de todas clases, de mentes maliciosas y benévolas, de aprendices de mago y de aspirantes a genio, de gente común y corriente y de tontos de solemnidad, decidió afrontar el problema en soledad. En el largo desvelo de la noche, desde el intenso y constante dolor que le causaba la extraña enfermedad de su hija, asomado al jardín que la luna iluminaba débilmente, se encontró hablando con su difunta esposa, a quien apenas había conocido, y

que llevaba más de quince años muerta. Era casi una niña cuando se habían celebrado los esponsales y no la había vuelto a ver hasta que apareció en palacio, una mañana de junio de algunos años después, preparada ya, según dictaban las normas, para la vida conyugal. ¡Qué breve había sido esa vida! Ahora el Rey se lamentaba de haber apurado la dicha tan deprisa. Se había bebido la vida de un solo sorbo. Se asombraba de no haber recibido ningún consejo o quizá era que no lo había escuchado. Era demasiado fogoso y la visión de la bella jovencita le había nublado el juicio.

Los médicos se lo dijeron después. Habría sido más prudente esperar un poco. La jovencita, según dijeron, acababa de superar una larga enfermedad y aún no había recuperado el vigor que se necesita para llevar una vida plena ni, mucho menos, para alimentar en su seno una nueva vida. Esa nueva vida se llevó por delante lo que quedaba de la suya. La perfección y belleza de la pequeña Georgina iluminó los últimos momentos de la vida de su madre. La llenó de felicidad. La joven reina ni siquiera se dio cuenta de que se estaba muriendo.

Al Rey no se lo dijeron enseguida. Lo sacaron en volandas de la habitación con la excusa de que la Reina necesitaba descansar. Ya tendría más adelante tiempo de sobra para ver a la pequeña princesa. La Reina murió de forma instantánea, como fulminada por un rayo, mientras aún tenía entre sus brazos el delicado y hermoso fruto de su vientre y el Rey cruzaba el umbral del cuarto rumbo a sus aposentos.

Le comunicaron la noticia al anochecer, una vez que los pájaros han puesto fin al estruendo con que se despiden de la luz y empiezan a oírse, aquí y allá, los ruidos solitarios de la noche, ladridos de perro, maullidos de gatas en celo, tan parecidos al llanto de los niños, débiles y lejanos aullidos de lobos, en ese breve lapso de tiempo en que resulta más fácil resignarse a la pérdida, que pronto quedará cubierta por la sombra alargada de la noche, cuando la curiosidad por conocer los detalles del día ha ido empalideciendo y todo parece encajar en la idea de desaparición y de oscuridad.

El Rey estaba preparado para la noticia, eso dijeron todos. En su fuero interno, lo debía de saber, porque, nada más escucharla, se sumió en un profundo silencio, más propio de un filósofo que de un ser humano cualquiera, por muy rey que fuera. Enseguida adquirió reputación de profeta. Sus súbditos sentían hacia él un respeto casi sagrado y quienes tenían la suerte de conocerlo más de cerca competían en desgranar los más laudatorios adjetivos para describir sus virtudes.

La princesa Georgina, hasta el momento de hacerse pública su extraña enfermedad, era querida por su pueblo, que veía en ella a la Reina de la que apenas había disfrutado y por quien aún sentía una dulce compasión. La imaginaba adornada de extraordinarias

cualidades. Sería, sin duda, una digna sucesora del Rey filósofo y, cuando le tocara hacerse cargo del reino, se ganaría con facilidad la admiración y confianza de todos los súbditos.

El Rey, abrumado por la enfermedad de su hija, decepcionado por los sucesivos remedios que se le habían aplicado a la enferma y que se habían revelado completamente inútiles, pasaba muchos ratos en la sola compañía de sus perros, tres enormes mastines de color marfil, incluso les hablaba, como si creyera que podían entenderle mejor que los seres humanos que le rodeaban. Bastaba mirar, para entregarse a esa ilusión, los grandes ojos castaños de los perros, colmados de bondad y de compasión, infinitamente cansados de algo que bien podía ser un reproche por no ser considerados como los seres que realmente eran. Los humanos fueron muy deprisa dando nombres a los perros. Muy deprisa, porque los humanos, en cierto modo, son –somos– todos víctimas del horror vacui. Eso se decía el Rey, hundiendo sus dedos, con una complacencia de la que no era del todo consciente, en el abundante y algo áspero pelaje que cubría el cuerpo de sus mastines.

Por las noches, el Rey salía a la balconada a la que daban sus habitaciones y que recorría parte de la fachada del palacio, y se entregaba a la contemplación del jardín, envuelto en sombras, que se extendía a sus pies. Hablaba solo.

Una noche, de pronto, dirigió sus palabras a su esposa como si creyera que ella vivía allí y que seguía siendo la bella jovencita que, una mañana de junio, apareció en palacio cargada de bienes y de una docena de criados, hombres y mujeres, y tres damas de honor, con la idea de pasar la vida a su lado, de ser su esposa y de proporcionarle descendencia. No había visto nada más hermoso en su vida. Hacía tiempo que en aquel palacio no había puesto sus pies una jovencita tan bella. Las criadas y las damas que atendían a los reyes tenían una edad indefinida y vestían ropas discretas de colores pardos. La antigua Reina, que ya había muerto porque eso es lo que sucedía con las reinas, que morían muy pronto, tampoco había sido aficionada al lujo. Durante la infancia del Rey, siendo príncipe, se habían producido muy pocas celebraciones. La palabra «fiesta» era casi desconocida. Aquellos años habían sido de guerras, plagas, epidemias y muchas penurias, pero en el país ya reinaba la calma y se vislumbraba una época de prosperidad. La llegada de la princesa Rosalinda lo cambió todo. En la vida del Rey, en la vida de palacio, en la vida del reino. Cuando la joven princesa recibió la corona de Reina, el pueblo disfrutó, por primera vez en muchos años, de una auténtica fiesta.

La noche en que el Rey habló con la Reina difunta no distinguió su figura entre las sombras, aunque la veía nítidamente en su interior, pero, a medida que se sucedieron las conversaciones nocturnas, la silueta de la joven Reina se recortaba, luminosa, entre la oscuridad de los árboles y los altos muros del jardín. Aquella primera noche, el Rey le contó sus cuitas a la joven Reina y le preguntó si ella había tenido noticias de aquella enfermedad tan extraña que había contraído su hija y para la que no parecía existir remedio alguno. La Reina Rosalinda, tras escuchar atentamente las quejas del Rey Doncel, le dijo que en el reino

de los muertos se sabían cosas que se ignoraban en el reino de los vivos y que, aunque ella, por su parte, nunca había oído hablar del horror vacui ni imaginaba en qué pudiera consistir, conocía a personas que podrían orientarla. En el reino de los muertos las relaciones entre las personas son muy sencillas. No siguen ningún protocolo. Todos son iguales allí, no hay rangos ni categorías. Los muertos son, por encima de todo, muertos. No se andan con rodeos. Si alguien quiere hablar con alguien, lo hace. No hace falta recurrir a ningún intermediario ni establecer una cita previa.

Noche tras noche, la difunta Reina Rosalinda le relataba al Rey Doncel el resultado de sus indagaciones, que avanzaban lentamente, porque los muertos, aunque son muy directos en su modo de expresarse, nunca tienen prisa y se lo toman todo un poco a la ligera. También son proclives a la distracción, aunque siempre acaban retomando el hilo perdido y suelen presumir de lealtad. Si se les pide algo, ellos cumplen. Tarde o temprano, pero cumplen.

Una noche, cuando ya la visión interior que el Rey Doncel tenía de la Reina Rosalinda se había convertido en una figura nimbada de luz que destacaba entre las sombras, dijo la Reina:

–Por lo que me has contado y yo, a mi vez, he ido contando a otros, hay todo un grupo de personas, me refiero al mundo de los vivos, que han quedado excluidas de tus consultas. Y a ellas, me dicen, hay que recurrir. Se trata de los vagos, de los inútiles. Estas personas deambulan por ahí, sin acabar de fijar su rumbo, sin oficio ni beneficio, o con escaso oficio y no mayor beneficio, estorbando el paso de los otros, desacelerándolo todo, encogiéndose de hombros de verdad, desde lo más profundo de su alma, a veces riéndose, o sonriéndose, a veces quejándose, a veces durmiendo, a veces cantando. A veces, opacos, a veces, brillantes. Según me han dicho, por muchas clases de pícaros que existan, contando a los que se creen buenos y a los que son tenidos como tales, el universo de los vagos presenta muchos más matices. Algunos de ellos son francamente difíciles de detectar. Pero esas son cuestiones de detalle. Lo importante ahora es hacerse con un grupo selecto de vagos, ponerles al tanto del problema y escuchar sus propuestas. No puedes esperar que todos respondan, claro está, porque se trata de vagos, es decir, de personas dadas a la inacción. Pero alguno te contestará, porque a los vagos también les gusta enredarse en la resolución de problemas, especialmente de los difíciles, y, de vez en cuando y como por casualidad, aciertan.

–Quienquiera que sea el muerto del que has obtenido este consejo, querida Rosalinda –dijo el Rey–, parece alguien de gran perspicacia, y estoy dispuesto a seguirlo, una vez que, habiendo probado tantas cosas, me encuentro en un punto muerto, del que quiero salir como sea. Convocaré a los vagos, vive el Cielo, y les plantearé la penosa situación en que se encuentra nuestra amada Georgina. Alguno de ellos, creo yo, a pesar de su naturaleza radicalmente pasiva, se sentirá conmovido y dispuesto a prestarnos ayuda, en forma de consejo, de pócima o de lo que sea. ¡Qué poco hablamos cuando estabas viva, Rosalinda!, ¡qué de conversaciones provechosas o simplemente felices nos perdimos! Por milagrosa

fortuna, se nos ha concedido esta segunda oportunidad, aunque nace de una grave desdicha, como es la enfermedad de nuestra hija.

Pero el Rey estaba hablando solo. La figura luminosa de la Reina Rosalinda ya había desaparecido. Los mastines del Rey, que dormían bajo la balconada y que, mientras había discurrido el coloquio entre los esposos, habían mantenido erguidas sus enormes cabezas, se relajaron y parecieron desentenderse de ellas. Sus cuerpos desmadejados, recorridos por respiraciones acompasadas y sonoras, hundidos, casi derramados, en la tierra, velaban la calma de la noche.

El Rey convocó al Consejo del Reino. Prudentemente, no desveló la fuente de aquella idea –recabar la opinión de los vagos– que, ante su propio asombro, fue inmediatamente aceptada por todos. Hasta hubo quien se palmeó la frente, como castigándose un poco por no haber pensado en ello. Los vagos, claro, dijeron.

¡Qué gran idea!, los vagos están a salvo de padecer horror vacui. A ellos no les preocupa en absoluto la falta de actividad o de utilidad. No piensan en el porvenir. El concepto de provecho no cabe en sus cabezas. De forma natural, se dedican enteramente a perder el tiempo. Así es como entienden la vida. Si alguien podía tener la clave para resolver el horror vacui, ese alguien tenía que ser un auténtico vago, una criatura a quien el sentido del tiempo no le causara la menor perturbación, porque, según había dictaminado, tras innumerables reuniones, el Consejo del Reino, era allí donde residía el origen del problema, en el tiempo, en el sentido del tiempo. Los enfermos de horror vacui tenían propensión a hundirse y quedarse para siempre en una diminuta proporción de tiempo. Una décima de segundo podía ser insoportable para ellos. Eso les llevaba a mantenerse siempre en un movimiento agotador, extenuante.

¿De qué forma puede convocarse a los vagos, que nunca tienen deseos de moverse, que no son fácilmente alanceados por la curiosidad? A los vagos no se les convoca. Se les busca, se les trae al lugar donde serán entrevistados. Por sí mismos, no harían nada. Para llevar a un vago a palacio hay que recurrir a regalos, hay que proporcionar comodidades. Nada de imposiciones, nada que despida el más ligero olor a orden, a deber.

Se organizaron varias expediciones. Tampoco muchas. El Consejo del Reino pensó que los vagos eran casi intercambiables. Ciertamente, cada uno era un mundo, pero el punto fundamental, el sentido del tiempo, no podía diferir mucho de un vago a otro. Con media docena bastaría.

Finalmente, por raro que parezca, solo encontraron a uno. No es que no hubiera más, pero todos tenían alguna pega, todos habían sido tentados, en cierto momento, por algún

tipo de actividad. El Consejo del Reino llegó a la conclusión de que el tipo de vago en estado puro no existía. Escogieron al que reunía la mayor cantidad –y calidad– de características propias de la pereza. Estas se habían encarnado en un joven extraordinariamente hermoso en cuya mirada no predominaba, tal como sucedía en otro tipo de vagos, la sensación de un vacío aburrido y opaco, sino una clase de ensoñación profunda y casi seductora. Los hombres y las mujeres que componían el Consejo del Reino no se acababan de dar cuenta de que el joven les había encandilado. Su desgana, su despego, su indiferencia, la forma en que sus párpados caían de vez en cuando sobre sus ojos, como si el panorama que se extendía ante ellos le produjera un insondable cansancio, la lentitud con que se derrumbó sobre el rígido banco de madera cuando le invitaron a sentarse, la forma en que, algo después, despegó su cuerpo del asiento y se puso en pie, como si una parte importante de él siguiera acomodada o quizá echada en un lecho invisible, produjo en todos una extraña fascinación. Y esa manera de hablar, arrastrando un poco las palabras, en un tono de voz que no era ni alto si bajo, y que, sin embargo, se colaba en el interior del interlocutor sin encontrar resistencia alguna, esa suavidad que también tenía algo de rudeza, porque el ritmo monótono de su conversación estaba curiosamente lleno de matices, todo eso les cautivó.

El joven, que respondía al nombre de Longor, no entendía muy bien por qué aquel grupo de hombres y mujeres se mostraba tan interesado en su persona, pero como no solía hacerse muchas preguntas sobre las cosas que sucedían en su vida, se dejó llevar y habló y contó historias, todas muy confusas y sin un final claro, que fueron escuchadas con gran interés, como si se tratara de grandes revelaciones.

–Creemos –dijo el hombre encargado de trasladar al Rey las conclusiones del Consejo del Reino– que el joven Longor debería ser presentado a la princesa Georgina. Dada su singular personalidad, pudiera ser que entendiera el profundo abatimiento en que ha caído nuestra desgraciada princesa. Probablemente, solo alguien como Longor podría penetrar en la zozobra de su corazón y mostrarnos el camino para aligerar el insoportable peso que la atenaza. Lo que no se nos ocurre es la forma de plantear el encuentro entre los dos jóvenes. Este es un asunto sumamente delicado que dejamos en manos de Su Majestad.

El Rey despidió a los miembros del Consejo del Reino un poco desconcertado. No se trataba de un desconcierto enteramente nuevo. Más de una vez, cuando por alguna razón no del todo prevista había acudido a ellos, le habían dado una respuesta parecida. Una respuesta a medias. Señalaban un camino, pero el tramo final debía recorrerlo él solo, el Rey. No era eso lo que había esperado. Quería solucionar un problema, pero el problema, una vez planteado, volvía a él. De acuerdo, había –o podía haberla– una medicina, pero ¿cómo se da la medicina al enfermo? Ese joven vago, comoquiera que se llamase, ¿cómo iba a ser presentado a la princesa?, ¿habría que planear un encuentro casual en el jardín?, ¿habría que celebrar una fiesta?, ¿habría, quizá, que meterlo de un empujón en el cuarto de

Georgina? Solo Rosalinda, su dulce y difunta esposa, podría saber cómo llevar adelante semejante empresa.

El Rey tomó una cena frugal y se retiró temprano a sus habitaciones, aunque con ese gesto no consiguiera acelerar el ritmo de las horas. Se sentó en la balconada, absorto en la contemplación del anochecer, en los colores rojizos y violetas, en la luz que los hacía vibrar y se extinguía de pronto, abandonándose a una tonalidad más azulada y tenebrosa. ¡Qué belleza había allí, en el final de cada día! La forma en que terminan los días es lo que los hace únicos y singulares. Se desvanecen en un preciso –pero larguísimo– instante. Se cae, entonces, en la conciencia del tiempo, que cumple su ciclo y se despide. La enfermedad de su hija, ¿no se curaría sola, simplemente con dejar pasar los días? El Rey se lo había preguntado más de una vez. El tiempo pasa. El tiempo concluye. El tiempo se lo lleva todo al otro lado, las penas y las alegrías. Da igual si no vuelve nunca. No es terrible que el tiempo desaparezca.

–Georgina, hija mía –susurraba el Rey–, ¿es que no lo ves? Nada importa mucho. Todo se lo lleva el tiempo. Y lo hace con tanta belleza que no podemos reclamarle nada.

El balcón del Rey hacía esos milagros. El balcón del Rey no estaba al alcance de cualquiera. Ni siquiera estaba al alcance de la princesa Georgina, su hija.

El tinte rojizo que se había posado sobre las nubes al fin desapareció y la noche se apoderó del cielo y de la tierra. El jardín cobró profundidad, como si fuera un inmenso pozo. La difunta Reina Rosalinda emergió de aquella oscuridad. Su silueta brillaba con un fulgor intermitente.

–Querido Rey Doncel –dijo–, querido mío, no tienes por qué sentirte tan abatido, ahora que acaban de ofrecernos un nuevo remedio para la enfermedad de nuestra hija. Aquí, en el reino de los muertos, no nos andamos con rodeos. Celebra cuanto antes los desposorios de nuestra desdichada hija con el joven Longor, vago entre los vagos, por ver si en verdad es esa la solución para la enfermedad de Georgina. Dejemos en manos del joven Longor el posible remedio.

–¿Y si Georgina se niega a casarse? –objetó el Rey.

–¿Por qué iba a hacerlo? A fin de cuentas, es un cambio, una novedad. Georgina es aficionada a los cambios, ya lo sabes. Su deseo de actividad es insaciable. Nuestra hija es muy consciente de su mal y está siempre dispuesta a probar nuevas medicinas. El movimiento constante a que la somete su enfermedad le produce un gran agotamiento. Si el matrimonio es un remedio, vale la pena probarlo. Tiempo habrá de enmendar el error si se revela inservible.

–¿Y Longor?, ¿querrá casarse él con la princesa?

–No veo por qué no. Él no tiene que encargarse de los preparativos. Ya te lo han dicho, es un vago ejemplar. Se le lleva y se le trae, se le viste, se le dirige. Una vez que los recién casados se queden a solas, empieza la posible curación. Ahí, de momento, es mejor no meterse.

–No lo sé, querida Reina mía, amada Rosalinda. Haré lo que me dices, pero no te tomes a mal mi desgana. Creo que he ido perdiendo la fe en la posible curación de nuestra hija. En el reino de los vivos esta clase de cosas no son tan fáciles como en el mundo de los muertos. Aquí perdemos fácilmente la fe en una cosa o en otra.

–Aun así cásalos, Rey Doncel. No se pierde nada por probar.

El tono de la Reina Rosalinda era firme, resolutivo, y, cuando la figura luminosa se desvaneció, permaneció, como un eco, dentro de la cabeza del Rey.

La boda se celebró una semana después. Tal como había vaticinado la difunta Reina Rosalinda, ni la princesa Georgina ni el joven vago Longor opusieron resistencia alguna al compromiso nupcial. Cada cual de diferente manera, los dos se dejaron llevar. Fue una ceremonia breve y austera, carente de todo boato y desprovista de significado religioso alguno, porque el Rey se había desengañado de las creencias establecidas. Sin embargo, cuando, cumplido el rito, estrechó entre sus brazos el cuerpo de Longor, que era sorprendentemente firme y musculoso –a los vagos se les presuponía un cuerpo débil y perezoso–, y vio que los mastines, siempre a su lado, se acercaron al esposo de su hija y le lamieron las manos, lo consideró una señal de buen agüero, una señal divina.

Quizá aquel consejo salido del reino del muertos –buscar el remedio de la enfermedad entre los vagos– había sido verdaderamente sabio, se dijo el Rey.

Hay cosas difíciles de saber. Cosas muy secretas e íntimas. Entrar en el espacio que se creó cuando Georgina y Longor se quedaron a solas, al final de la larga jornada de su boda, no se encuentra entre nuestras capacidades. Parecerá mentira, pero es más sencillo conocer los procesos de la mente y del corazón, aun si se trata de mentes y corazones que no son el nuestro, que describir la pasión o la indiferencia de los cuerpos cuando se enfrentan entre sí e intuyen que ha llegado el momento de dar el extraño paso de disolverse el uno en el otro, de formar, por unos instantes, un solo cuerpo. Nadie les ha dado instrucciones para eso. La mente y el corazón acuden en ayuda de los cuerpos. A veces, colaboran activa y eficazmente. Otras, entorpecen y frustran la tarea.

Georgina y Longor se quedaron a solas. El horror vacui de Georgina y la intensa pereza de Longor no tenían por qué suponer verdaderos obstáculos para el acto conyugal. No había testigos, ¿quién sabe lo que pasó? No lo vimos, solo sabemos lo que nos han contado, y nos han contado cosas que hemos escuchado mil veces y que les han acaecido a miles de personas. Nada nuevo. Hay, también, quien cuenta cosas muy distintas. Pero incluso estas, las distintas, nos remiten a todas las cosas distintas que nos han contado y que se refieren a otras personas, a un número suficiente de personas como para que lo distinto ya no sea tan distinto.

Dejemos las elucubraciones, siempre a nuestro alcance. Georgina y Longor, que, días después de su casamiento, se instalaron en el hermoso palacio de Belamar, lo suficientemente alejado de Volarén como para que el joven matrimonio pudiera disfrutar de independencia y facilitar así cualquier iniciativa que pudiera mejorar la salud de la princesa, compartían el lecho cada noche, compartían muchos ratos del día, se cruzaban por los pasillos y por los senderos del jardín, compartían la mesa de las libaciones, el agua de los estanques, el vino de las comidas. Unas veces se miraban y otras no. Unas veces parecían un matrimonio de recién casados que empieza a acostumbrarse a la convivencia. Otras, un par de desconocidos que se ignoran mutuamente.

Empezaron las especulaciones. Las dudas, más o menos, duraron un año.

¿Se había curado la princesa Georgina? En cuanto a Longor, estaba claro: seguía siendo un vago. Pero la enfermedad de la princesa era más difícil de detectar. Ciertas clases de dolencias no desaparecen sin más ni más. Aparentemente, parecía algo más calmada. Seguía haciendo muchas cosas a lo largo del día, seguía yendo de un lado para otro, pero sus movimientos habían cobrado un ritmo más pausado y, eso era evidente, eran frecuentes las veces en que se quedaba inmóvil. ¿Qué expresión tenían sus ojos en tales ocasiones? Eso era difícil de saber, porque Georgina, cuando se quedaba quieta, se escondía de las miradas ajenas. Se la veía de espaldas, de cara a la ventana, o al fondo del jardín, como si fuera una estatua que hubiera sido dejada allí por error o con el absurdo objeto de contemplar el confín del territorio.

La palidez de su rostro, según algunas opiniones, se había atenuado un poco. Pero eso era discutible y dependía del momento en que la luz cayera sobre su piel. Ciertamente, cuando, al atardecer, el cielo de tonos rojizos se reflejaba en su rostro, un suave tono rosado teñía su piel, pero, en otras ocasiones, la princesa parecía más blanca que nunca, mortalmente blanca, como si estuviera a punto de desaparecer, como si una sábana inmaculada hubiera empezado a cubrirla. Era entonces cuando todos pensaban que la princesa seguía enferma y que, fueran cuales fueren los sentimientos que le inspirara su marido –unas veces a su lado y otras no se sabía dónde–, no bastaban para hacer desaparecer aquel terrible vacío que albergaba en su seno.

Por lo demás –y este era el dato definitivo–, reinaba un silencio clamoroso en lo que hacía a la posibilidad de descendencia. A nadie se le ocurría hablar de un supuesto embarazo de la princesa. Era un asunto tabú. Parecía de mal gusto preocuparse por el futuro cuando el mismo presente estaba sobre ascuas. La princesa estaba enferma, ¿a quién se le podía ocurrir que, en esas condiciones, se quedara embarazada? Sin embargo, más de una persona lo pensaba. El pensamiento no se puede prohibir, pero nadie se atrevía a decirlo, y un pensamiento que no llega a expresarse se queda fuera de juego.

Al cabo de un largo año, el asunto seguía sin resolverse. El Rey no hablaba de ir a hacer una visita al nuevo matrimonio. Eso inquietaba al pueblo, que ansiaba tener noticias sobre la salud de la princesa.

jueves, 21 de diciembre de 2023

Ramón María del Valle-Inclán La lámpara maravillosa Ejercicios espirituales

 




En La lámpara maravillosa Valle-Inclán resume su estética y su ética. Haciendo eco de la riqueza de teorías filosófcas, tendencias y movimientos de fn de siglo, el autor gallego sacraliza la belleza como centro del universo. Musicalidad, belleza, amor y ética son los cuatro pilares sobre los que se alza el pensamiento estético de Valle. Una pieza clave para comprender el complejo entramado teórico que alimenta la obra de uno de nuestros escritores más geniales. Una de las obras clave para entender la obra de Valle-Inclán. Es una joya literaria de permanente interés para los amantes de la literatura.

 Ramón María del Valle-Inclán

La lámpara maravillosa

Ejercicios espirituales

  

Ramón María del Valle-Inclán, 1916

 

Ilustraciones: Joseph Moja

 

Editor digital: Titivillus

 

ePub base r1.2

  GNOSIS

  HAY dos maneras de conocer, que los místicos llaman Meditación y Contemplación. La Meditación es aquel enlace de razonamientos por donde se llega a una verdad, y la Contemplación es la misma verdad deducida cuando se hace sustancia nuestra, olvidado el camino que enlaza razones a razones, y pensamientos con pensamientos. La Contemplación es una manera absoluta de conocer, una intuición amable, deleitosa y quieta, por donde el alma goza la belleza del mundo, privada del discurso y en divina tiniebla: Es así como una exégesis mística de todo conocimiento, y la suprema manera de llegar a la comunión con el Todo. Pero, cuando nuestra voluntad se reparte para amar a cada criatura separadamente y en sí, jamás asciende de las veredas meditativas a la cima donde la visión es una suma. Puede una inclinación filosófica ser disciplina para alcanzar el íntimo consorcio con la suprema esencia bella —divina razón que nos mueve al amor de todas las cosas—, pero cuando una vez se llega a este final, el alma queda tan acostumbrada al divino deleite de comprender intuitivamente, que para volver a gustarle ya no quiere cansarse con el entendimiento, persuadida de que mejor se logra con el ahínco de la voluntad. A esta manera llamaron los quietistas tránsito contemplativo, porque al ser logrado el fin, cesan los medios, como cuando la nave llega al puerto acaba el oficio de la vela y del remo: Es manera más imperfecta que la intuición mística, atendiendo que la una nos llega por enlaces de la razón que medita, y la otra es infusa: Una vista sincera y dulce, sin reflexión ni razonamiento, como escribe Miguel de Molinos.

Estos EJERCICIOS ESPIRITUALES son una guía para sutilizar los caminos de la Meditación, siempre cronológicos y de la sustancia misma de las horas. Ante la razón que medita se vela en el misterio la suprema comprensión del mundo. El Alma Creadora está fuera del tiempo, de su misma esencia son los tributos, y uno es la Belleza. La lámpara que se enciende para conocerla es la misma que se enciende para conocer a Dios: La Contemplación. Y así como es máxima en la mística teológica que ha de ser primero la experiencia y luego la teoría, máxima ha de ser para la doctrina estética amar todas las cosas en una comunión gozosa, y luego inquirir la razón y la norma de su esencia bella. Pero siempre del significado sensitivo del mundo, como acontece con la conciencia mística, se les alcanzará más a los humildes que a los doctos, aun cuando éstos pueden también entrever alguna luz, si no se buscan a sí mismos ni hacen caso de su artificiosa sabiduría. Más alcanza quien más olvida, porque aprende a gozar la belleza del mundo intuitivamente, y a comprender sin forma de concepto, ni figura de cábala, ni de retórica. El amor de todas las cosas es la cifra de la suma belleza, y quien ama con olvido de sí mismo penetra el significado del mundo, tiene la ciencia mística, hallase iluminado por una luz interior, y renuncia los caminos escolásticos abiertos por las disputas de los ergotistas. Tres son los tránsitos por donde pasa el alma antes de ser iniciada en el misterio de la Eterna Belleza: Primer tránsito, amor doloroso. Segundo tránsito, amor gozoso. Tercer tránsito, amor con renunciamiento y quietud. Para el extático no existe mudanza en las imágenes del mundo, porque en cualquiera de sus aspectos sabe amarlas con el mismo amor, remontado al acto eterno por el cual son creadas. Y con relación a lo inmutable, todo deviene inmutable. El Maestro Eckart aconseja que el alma en esta cumbre debe olvidar el ejercicio de la voluntad, y no decidir ni del bien ni del mal de las cosas, estando muy atenta a que la intuición hable en ella. Y con la misma enseñanza adoctrinaba a sus discípulos, bajo las sombras de un jardín italiano, frente al mar latino, el español Juan de Valdés. Pero los sabios de las escuelas en ningún tiempo alcanzaron a penetrar en la selva mística. Su ciencia ignora el gozoso aniquilamiento del alma en la luz, y todo el místico conocer, porque nadie sin gustarlo lo entiende. La ciencia de las escuelas es vana, crasa y difusa como todo aquello que puede ser cifrado en voces y puesto en escrituras. El más sutil enlace de palabras es como un camino de orugas que se desenvuelven ateridas bajo un rayo de sol. Hermano peregrinante, que llevas una estrella en la frente, cuando llegues a la puerta dorada, arrodíllate y medita sobre estas palabras de San Pablo:

 

 SI QUIS INTER VOS VIDETUR SAPIENS ESSE,

STULTUS FIAT, UT SIT SAPIENS.

  EL ANILLO DE GIGES

  CUANDO YO era mozo, la gloria literaria y la gloria aventurera me tentaron por igual. Fue un momento lleno de voces oscuras, de un vasto rumor ardiente y místico, para el cual se hacía sonoro todo mi ser como un caracol de los mares. De aquella gran voz atávica y desconocida sentí el aliento como un vaho de horno, y el son como un murmullo de marea que me llenó de inquietud y de perplejidad. Pero los sueños de aventura, esmaltados con los colores del blasón, huyeron como los pájaros del nido. Sólo alguna vez, por el influjo de la Noche, por el influjo de la Primavera, por el influjo de la Luna, volvían a posarse y a cantar en los jardines del alma, sobre un ramaje de lambrequines… Luego dejé de oírlos para siempre. Al cumplir los treinta años, hubieron de cercenarme un brazo, y no sé si remontaron el vuelo o se quedaron mudos. ¡En aquella tristeza me asistió el amor de las musas! Ambicioné beber en la sagrada fuente, pero antes quise escuchar los latidos de mi corazón y dejé que hablasen todos mis sentidos. Con el rumor de sus voces hice mi ESTÉTICA.

De niño, y aun de mozo, la historia de los capitanes aventureros, violenta y fiera, me había dado una emoción más honda que la lunaria tristeza de los poetas: Era el estremecimiento y el fervor con que debe anunciarse la vocación religiosa. Yo no admiraba tanto los hechos hazañosos como el temple de las almas, y este apasionado sentimiento me sirvió, igual que una hoguera, para purificar mi Disciplina Estética. Me impuse normas luminosas y firmes como un cerco de espadas. Azoté sobre el alma desnuda y sangrienta con cíngulo de hierro. Maté la vanidad y exalté el orgullo. Cuando en mí se removieron las larvas del desaliento, y casi me envenenó una desesperación mezquina, supe castigarme como pudiera hacerlo un santo monje tentado del Demonio. Salí triunfante del antro de las víboras y de los leones. Amé la soledad y, como los pájaros, canté sólo para mí. El antiguo dolor de que ninguno me escuchaba se hizo contento. Pensé que estando solo podía ser mi voz más armoniosa, y fui a un tiempo árbol antiguo, y rama verde, y pájaro cantor. Si hubo alguna vez oídos que me escucharon, yo no lo supe jamás. Fue la primera de mis Normas.


 

 I.

 

 

SÉ COMO EL RUISEÑOR, QUE NO MIRA A LA TIERRA DESDE LA RAMA VERDE DONDE CANTA.

  EN ESTE AMANECER de mi vocación literaria hallé una extrema dificultad para expresar el secreto de las cosas, para fijar en palabras su sentido esotérico, aquel recuerdo borroso de algo que fueron, y aquella aspiración inconcreta de algo que quieren ser. Yo sentía la emoción del mundo místicamente, con la boca sellada por los siete sellos herméticos, y mi alma en la cárcel de barro temblaba con la angustia de ser muda. Pero, antes del empeño febril por alcanzar la expresión evocadora, ha sido el empeño por fijar dentro de mí lo impreciso de las sensaciones. Casi siempre se disipaba al querer concretarlo: Era algo muy vago, muy lejano, que había quedado en los nervios como la risa, como las lágrimas, como la memoria oscura de los sueños, como un perfume sutil y misterioso que sólo se percibe en el primer momento que se aspira. Y cuando del arcano de mis nervios lograba arrancar la sensación, precisarla y exaltarla, venía el empeño por darle vida en palabras, la fiebre del estilo, semejante a un estado místico, con momentos de arrobo y momentos de aridez y desgana. En esta rebusca, al cabo logré despertar en mí desconocidas voces y entender su vario murmullo, que unas veces me parecía profético y otras familiar, cual si de pronto el relámpago alumbrase mi memoria, una memoria de mil años. Pude sentir un día en mi carne, como una gracia nueva, la frescura de las hierbas, el cristalino curso de los ríos, la sal de los mares, la alegría del pájaro, el instinto violento del toro. Otro día, sobre la máscara de mi rostro, al mirarme en un espejo, vi modelarse cien máscaras en una sucesión precisa, hasta la edad remota en que aparecía el rostro seco, barbudo y casi negro de un hombre que se ceñía los riñones con la piel de un rebeco, que se alimentaba con miel silvestre y predicaba el amor de todas las cosas con rugidos. Otro día logré concretar la forma de mi Daemonium. Ya lo había entrevisto cuando niño, bajo los nogales de un campo de romerías. Es un aldeano menudo, alegre y viejo, que parece modelado con la precisión realista de un bronce romano, de un pequeño Dionisos. Baila siempre en el bosque de los nogales, sobre la hierba verde, a un son cambiante, moderno y antiguo, como si en la flauta panida oyese el preludio de las canciones nuevas. Cuando logré concretar esta figura, tantas veces entrevista bajo el pabellón de mi cuna, creí llegado el momento. Todas las larvas de mi reino interior eran advertidas, las sentía removerse como otros tantos arcanos, y había aprendido a oír las voces más lejanas. Entonces alcancé la segunda norma de mi Disciplina Estética.

 II.

 

 

EL POETA SOLAMENTE TIENE ALGO SUYO QUE REVELAR A LOS OTROS CUANDO LA PALABRA ES IMPOTENTE PARA LA EXPRESIÓN DE SUS SENSACIONES: TAL ARIDEZ ES EL COMIENZO DEL ESTADO DE GRACIA.

  QUÉ MEZQUINO, qué torpe, qué difícil balbuceo el nuestro para expresar este deleite de lo inefable que reposa en todas las cosas con la gracia de un niño dormido! ¿Con cuáles palabras decir la felicidad de la hoja verde y del pájaro que vuela? Hay algo que será eternamente hermético e imposible para las palabras. ¡Cuántas veces al encontrarme bajo las sombras de un camino al viñador, al mendigo peregrinante, al pastor infantil que vive en el monte guardando ovejas y contando estrellas, me dijeron sus almas con los labios mudos, cosas más profundas que las sentencias de los infolios! Ningún grito de la boca, ningún signo de la mano puede cifrar ese sentido remoto del cual apenas nos damos cuenta nosotros mismos, y que, sin embargo, nos penetra con un sentimiento religioso. Nuestro ser parece que se prolonga, que se difunde con la mirada, y que se suma en la sombra grave del árbol, en el canto del ruiseñor, en la fragancia del heno. Esta conciencia casi divina nos estremece como un aroma, como un céfiro, como un sueño, como un anhelo religioso.

Recuerdo un caso de mi vida: Era en el mes de diciembre, ya cerca de la Navidad. Yo volvía de un ferial con mi criado, y antes de montar para ponerme al camino, había fumado bajo unas sombras gratas mi pipa de cáñamo índico. Hacíamos el retorno con las monturas muy cansadas. Pasaba de la media tarde, y aún no habíamos atravesado los Pinares del Rey. Nos quedaban tres leguas largas de andadura, y para atajar llevábamos los caballos por un desfiladero de ovejas. Mirando hacia abajo se descubrían tierras labradas con una geometría ingenua, y prados cristalinos entre mimbrales. El campo tenía una gracia inocente bajo la lluvia. Los senderos de color barcino ondulaban cortando el verde de los herberos y la geometría de las siembras. Cuando el sol rasgaba la boira, el campo se entonaba de oro con la emoción de una antigua pintura, y sobre la gracia inocente de los prados, y en el tablero de las siembras, los senderos parecían las flámulas donde escribían las leyendas de sus cuadros los viejos maestros de aquel tiempo en que las sombras de los santos peregrinaban por los senderos de Italia. Atajábamos la Tierra de Salnés, donde otro tiempo estuvo la casa de mis abuelos, y donde yo crecí desde zagal a mozo endrino. Sin embargo, aquellos parajes monteses no los había traspuesto jamás. Íbamos tan cimeros, que los valles se aparecían lejanos, miniados, intensos, con el translúcido de los esmaltes. Eran regazos de gracia, y los ojos se santificaban en ellos. Pero nada me llenó de gozo como el ondular de los caminos a través de los herbales y las tierras labradas. Yo los reconocía de pronto con una sacudida. Reconocía las encrucijadas abiertas en medio del campo, los vados de los arroyos, las sombras de los cercados. Aquel aprendizaje de las veredas diluido por mis pasos en tantos años, se me revelaba en una cifra, consumado en el regazo de los valles, cristalino por el sol, intenso por la altura, sagrado como un número pitagórico. Fui feliz bajo el éxtasis de la suma, y al mismo tiempo me tomó un gran temblor comprendiendo que tenía el alma desligada. Era otra vida la que me decía su anuncio en aquel dulce desmayo del corazón y aquel terror de la carne. Con una alegría coordinada y profunda, me sentí enlazado con la sombra del árbol, con el vuelo del pájaro, con la peña del monte. La Tierra de Salnés estaba toda en mi conciencia por la gracia de la visión gozosa y teologal. Quedé cautivo, sellados los ojos por el sello de aquel valle hondísimo, quieto y verde, con llovizna y sol, que resumía en una comprensión cíclica todo mi conocimiento cronológico de la Tierra de Salnés.

miércoles, 20 de diciembre de 2023

SVEVO, JOYCE Y EL MILAGRO DE LÁZARO por Antonio García Ángel LA HISTORIA DEL BUEN VIEJO Y LA BELLA SEÑORITA





SVEVO, JOYCE Y EL MILAGRO DE LÁZARO

por Antonio García Ángel

LA HISTORIA DEL BUEN VIEJO

Y LA BELLA SEÑORITA


SVEVO, JOYCE

Y EL MILAGRO DE LÁZARO

En 1904 James Augustine Aloysius Joyce vivía en Dublín, tenía 22 años, bebía en exceso y

aún nadie sospechaba que se convertiría en uno de los escritores más importantes del siglo

XX. En junio de ese año comenzó su relación con una camarera de hotel llamada Nora

Barnacle. Después de un confuso episodio en el que alguien hizo disparos a unos trastos

que estaban colgados sobre la cama del joven Joyce, él y Nora abandonaron Dublín y se

fueron primero a Zúrich y después a Trieste, donde empezó a trabajar en la escuela Berlitz

como profesor de inglés. Después de un tiempo, Joyce renunció y se convirtió en el profesor

particular preferido por la rica burguesía triestina.

En 1907, el próspero empresario triestino Aron Ettore Schmitz tenía 46 años y

administraba un negocio de pinturas para embarcaciones propiedad de su suegro,

Gioachino Veneziani. Antes había ayudado a su padre en una cristalería que fue a la

bancarrota y había trabajado 19 años como funcionario en el Unionbank de Viena. También

había escrito dos novelas. Cuando el almirantazgo británico cerró tratos con los Veneziani,

la empresa debió abrir una sucursal en Londres. Para perfeccionar su inglés Schmitz –que

ya dominaba el italiano, el francés y el alemán– contrató a Joyce como profesor.

Pronto, a lo largo de las clases, a ambos los unió una pasión común: la escritura. Pero

para Joyce esta significaba el futuro mientras que para Schmitz era parte del pasado. Joyce

le mostró a su alumno los poemas de Chamber Music, los primeros capítulos del Retrato del

artista adolescente y algunos cuentos de Dublineses, mientras que Shmitz le contó a su

profesor que en algún momento de su vida quiso ser escritor. Le regaló ejemplares de sus

dos novelas, Una vita y Senilità, publicadas con el seudónimo de Italo Svevo hacía quince y

diez años, respectivamente. Entre los dos se forjó una amistad que nació de la mutua

admiración y que tuvo consecuencias literarias.

Se dice que el irlandés se basó en el judaísmo no practicante de Svevo para caracterizar a

Leopold Bloom, y probablemente atendió algunas de las recomendaciones que Svevo le hizo

sobre el primer capítulo del Retrato del artista adolescente, además durante años fue Svevo

el custodio de los originales del último capítulo de Ulises; pero sin Joyce quizá Svevo y su

obra habrían naufragado en el olvido, y estamos seguros de que, sin su intervención, Svevo

jamás habría escrito La conciencia de Zeno, su obra maestra, ni La historia del buen viejo y

la bella señorita, nuestro Libro al Viento 127.

El caso de Flaubert y Maupassant –como el de Joyce y Beckett– es el padrinazgo del

narrador experimentado hacia un escritor más joven, aún en ciernes. Hemingway y

Fitzgerald eran compañeros de ruta y fueron forjando sus obras al mismo tiempo. En

cambio cuando Joyce y Svevo se conocieron el triestino iba de vuelta, había renunciado por

completo a la literatura después de la indiferencia con que fue acogida su segunda novela.

«Me resigné ante aquel juicio tan unánime», dice Svevo en el prólogo a la reedición de

Senilidad, «no existe unanimidad más perfecta que el silencio, y durante veinticinco años

me abstuve de escribir».

Joyce, impresionado, se aprendió de memoria los párrafos finales de la novela, le dijo a

Svevo que había sido juzgado injustamente, que ninguno de los grandes maestros de la

novela francesa habría podido escribir mejor que él algunas páginas de Senilidad. La

correspondencia entre ambos, cuando ya Joyce había partido de Trieste antes de la Primera

Guerra Mundial, muestra la diligente y esforzada labor para que la novela de su amigo

llegara a manos de T. S. Eliot, Fox Maddox Ford, Valéry Larbaud, editores, traductores y

críticos en Alemania, Inglaterra, Francia y Estados Unidos.

Joyce estaba en lo cierto. Senilidad, en la misma línea de grandes novelas como Sonata a

Kreutzer y Por el camino de Swann, explora de manera magistral la obsesión de un hombre

consumido por los celos. Pero su autor ya se había rendido, la literatura no era para él.

Joyce, como el mismo Svevo lo afirmó, «supo renovar el milagro de Lázaro». Gracias a él,

Svevo pudo retomar la pluma y, tras veintitrés años de silencio, comenzar a escribir La

conciencia de Zeno, una obra sobre la vejez cargada de ironía y humor. Cuando fue

publicada, en 1923, Svevo se convirtió a su vez en uno de los escritores más importantes

del siglo XX.

Antes de morir atropellado en 1928, Svevo alcanzó a escribir algunos textos cortos y esta

nouvelle que puede leerse como una continuación de los temas tratados en La conciencia

de Zeno. En ella se cuenta cómo un acaudalado anciano, presa de un último arrebato de

vitalidad, seduce a una humilde y elusiva jovencita, pero nada en esta relación está

garantizado por el dinero ni la experiencia del viejo, y pronto su alma crepuscular se verá

sacudida por la fuerza de las pasiones.

ANTONIO GARCÍA ÁNGEL

martes, 19 de diciembre de 2023

MICHEL TOURNIER EL CREPÚSCULO DE LAS MÁSCARAS PRÓLOGO




 “¿Es necesario hablar o escribir acerca de las obras de arte?

Un cuadro, una sonata, un dibujo, ¿acaso no pueden prescindir de comentario?

Sí pueden, e incluso, a veces se pretende que rechacen las guirnaldas con que

los ‘críticos’ las adornan. Pero la crítica y la estética hacen caso omiso, rompen

el silencio, y el pintor, a menudo, dista mucho de quejarse y presta oído atento a

los discursos que suscita. El caso de la fotografía es aún más apremiante porque

ninguna imagen exige más tajantemente el discurso. Una fotogafía sin leyenda no

se concibe. ‘Leyenda’. Palabra admirable que procede del latín legenda, ‘algo

que tiene que ser leído’. Primero, la leyenda es un escrito que narra vidas santas

o maravillosas. Pero también es la explicación que acompaña e ilustra cualquier

imagen. Explicación y admiración. Tales son las dos razones que hacen que la

lectura de estos textos sea obligatoria, y convierten a este libro en un legendum".

Michel Tournier

Michel Tournier (París, 1924) es un destacado y famoso escritor en su país, y

toda su producción ha sido traducida al castellano y al catalán. Autor de novelas,

ensayos y cuentos, entre sus obras destaca la triología Viernes o los limbos del

Pacífico (1988), El rey de los Alisos (1992) y Los meteoros (1986); así como

Gaspar, Melchor y Baltasar (2000) o El espejo de las ideas (2001).

sábado, 16 de diciembre de 2023

Ramón María del Valle-Inclán Obras completas, III FRAGMENTO

 



 

Ramón María del Valle-Inclán

Obras completas, III

Narrativa y Ensayo

Ramón María del Valle-Inclán, 2017

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

 

INTRODUCCIÓN

Este volumen de las Obras completas de Ramón del Valle-Inclán, tercero y último de los que acogen la prosa narrativa y ensayística del escritor, está integrado por las obras que conforman El Ruedo Ibérico, en las ediciones indicadas en su lugar; al igual que por La Lámpara Maravillosa, incorporada como broche de este volumen, con un criterio que obedece básicamente a razones editoriales, aunque su carácter excepcional (mirada que integra pasado y futuro) en la producción del escritor gallego permite adjudicarle simbólicamente en su trayectoria literaria un papel de alfa u omega.

Además de la problemática textual específica de cada obra, expuesta en las correspondientes introducciones, en este volumen como en los precedentes, se han aplicado a los textos aquí reunidos los criterios establecidos por el Grupo de Investigación Valle-Inclán y expuestos por Margarita Santos Zas en su introducción al primero de ellos, inicial de esta misma colección. Recordemos al respecto que nuestra edición es filológicamente conservadora, lo que supone que respeta el usus escribendi del autor, aunque en ocasiones contraríe la norma académica actual, por las razones que se aducen y con las salvedades que requieren oportuna justificación. Las enmiendas realizadas son básicamente erratas y errores, con independencia de que tengan su origen en el autor, la copia o sean de carácter mecánico. Cada decisión, en cualquier caso, ha sido tomada teniendo en cuenta los testimonios de un mismo texto y el conjunto de las obras del escritor, cotejos que facilita un trabajo en equipo, como el llevado a cabo en la preparación de estas Obras completas[1].

MARGARITA SANTOS ZAS

Archivo del blog

POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

Páginas