En La lámpara maravillosa Valle-Inclán resume su estética y su ética.
Haciendo eco de la riqueza de teorías filosófcas, tendencias y movimientos de
fn de siglo, el autor gallego sacraliza la belleza como centro del universo.
Musicalidad, belleza, amor y ética son los cuatro pilares sobre los que se alza
el pensamiento estético de Valle. Una pieza clave para comprender el complejo
entramado teórico que alimenta la obra de uno de nuestros escritores más
geniales. Una de las obras clave para entender la obra de Valle-Inclán. Es una
joya literaria de permanente interés para los amantes de la literatura.
Ramón María del Valle-Inclán
La lámpara maravillosa
Ejercicios espirituales
Ramón María del Valle-Inclán, 1916
Ilustraciones: Joseph Moja
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
HAY dos maneras de conocer, que los místicos
llaman Meditación y Contemplación. La Meditación es aquel enlace de
razonamientos por donde se llega a una verdad, y la Contemplación es la misma
verdad deducida cuando se hace sustancia nuestra, olvidado el camino que enlaza
razones a razones, y pensamientos con pensamientos. La Contemplación es una
manera absoluta de conocer, una intuición amable, deleitosa y quieta, por donde
el alma goza la belleza del mundo, privada del discurso y en divina tiniebla:
Es así como una exégesis mística de todo conocimiento, y la suprema manera de
llegar a la comunión con el Todo. Pero, cuando nuestra voluntad se reparte para
amar a cada criatura separadamente y en sí, jamás asciende de las veredas
meditativas a la cima donde la visión es una suma. Puede una inclinación
filosófica ser disciplina para alcanzar el íntimo consorcio con la suprema
esencia bella —divina razón que nos mueve al amor de todas las cosas—, pero
cuando una vez se llega a este final, el alma queda tan acostumbrada al divino
deleite de comprender intuitivamente, que para volver a gustarle ya no quiere
cansarse con el entendimiento, persuadida de que mejor se logra con el ahínco de
la voluntad. A esta manera llamaron los quietistas tránsito contemplativo,
porque al ser logrado el fin, cesan los medios, como cuando la nave llega al
puerto acaba el oficio de la vela y del remo: Es manera más imperfecta que la
intuición mística, atendiendo que la una nos llega por enlaces de la razón que
medita, y la otra es infusa: Una vista sincera y dulce, sin reflexión ni
razonamiento, como escribe Miguel de Molinos.
Estos EJERCICIOS ESPIRITUALES son una guía para
sutilizar los caminos de la Meditación, siempre cronológicos y de la sustancia
misma de las horas. Ante la razón que medita se vela en el misterio la suprema
comprensión del mundo. El Alma Creadora está fuera del tiempo, de su misma
esencia son los tributos, y uno es la Belleza. La lámpara que se enciende para
conocerla es la misma que se enciende para conocer a Dios: La Contemplación. Y
así como es máxima en la mística teológica que ha de ser primero la experiencia
y luego la teoría, máxima ha de ser para la doctrina estética amar todas las
cosas en una comunión gozosa, y luego inquirir la razón y la norma de su
esencia bella. Pero siempre del significado sensitivo del mundo, como acontece
con la conciencia mística, se les alcanzará más a los humildes que a los
doctos, aun cuando éstos pueden también entrever alguna luz, si no se buscan a
sí mismos ni hacen caso de su artificiosa sabiduría. Más alcanza quien más
olvida, porque aprende a gozar la belleza del mundo intuitivamente, y a
comprender sin forma de concepto, ni figura de cábala, ni de retórica. El amor
de todas las cosas es la cifra de la suma belleza, y quien ama con olvido de sí
mismo penetra el significado del mundo, tiene la ciencia mística, hallase
iluminado por una luz interior, y renuncia los caminos escolásticos abiertos
por las disputas de los ergotistas. Tres son los tránsitos por donde pasa el
alma antes de ser iniciada en el misterio de la Eterna Belleza: Primer
tránsito, amor doloroso. Segundo tránsito, amor gozoso. Tercer tránsito, amor
con renunciamiento y quietud. Para el extático no existe mudanza en las
imágenes del mundo, porque en cualquiera de sus aspectos sabe amarlas con el
mismo amor, remontado al acto eterno por el cual son creadas. Y con relación a
lo inmutable, todo deviene inmutable. El Maestro Eckart aconseja que el alma en
esta cumbre debe olvidar el ejercicio de la voluntad, y no decidir ni del bien
ni del mal de las cosas, estando muy atenta a que la intuición hable en ella. Y
con la misma enseñanza adoctrinaba a sus discípulos, bajo las sombras de un jardín
italiano, frente al mar latino, el español Juan de Valdés. Pero los sabios de
las escuelas en ningún tiempo alcanzaron a penetrar en la selva mística. Su
ciencia ignora el gozoso aniquilamiento del alma en la luz, y todo el místico
conocer, porque nadie sin gustarlo lo entiende. La ciencia de las escuelas es
vana, crasa y difusa como todo aquello que puede ser cifrado en voces y puesto
en escrituras. El más sutil enlace de palabras es como un camino de orugas que
se desenvuelven ateridas bajo un rayo de sol. Hermano peregrinante, que llevas
una estrella en la frente, cuando llegues a la puerta dorada, arrodíllate y
medita sobre estas palabras de San Pablo:
SI QUIS INTER VOS VIDETUR SAPIENS ESSE,
STULTUS FIAT, UT SIT
SAPIENS.
EL ANILLO DE GIGES
CUANDO
YO era mozo, la gloria literaria y la gloria aventurera me tentaron por igual.
Fue un momento lleno de voces oscuras, de un vasto rumor ardiente y místico,
para el cual se hacía sonoro todo mi ser como un caracol de los mares. De
aquella gran voz atávica y desconocida sentí el aliento como un vaho de horno,
y el son como un murmullo de marea que me llenó de inquietud y de perplejidad.
Pero los sueños de aventura, esmaltados con los colores del blasón, huyeron
como los pájaros del nido. Sólo alguna vez, por el influjo de la Noche, por el
influjo de la Primavera, por el influjo de la Luna, volvían a posarse y a
cantar en los jardines del alma, sobre un ramaje de lambrequines… Luego dejé de
oírlos para siempre. Al cumplir los treinta años, hubieron de cercenarme un
brazo, y no sé si remontaron el vuelo o se quedaron mudos. ¡En aquella tristeza
me asistió el amor de las musas! Ambicioné beber en la sagrada fuente, pero
antes quise escuchar los latidos de mi corazón y dejé que hablasen todos mis
sentidos. Con el rumor de sus voces hice mi ESTÉTICA.
De niño, y aun de mozo, la
historia de los capitanes aventureros, violenta y fiera, me había dado una
emoción más honda que la lunaria tristeza de los poetas: Era el estremecimiento
y el fervor con que debe anunciarse la vocación religiosa. Yo no admiraba tanto
los hechos hazañosos como el temple de las almas, y este apasionado sentimiento
me sirvió, igual que una hoguera, para purificar mi Disciplina Estética. Me
impuse normas luminosas y firmes como un cerco de espadas. Azoté sobre el alma
desnuda y sangrienta con cíngulo de hierro. Maté la vanidad y exalté el
orgullo. Cuando en mí se removieron las larvas del desaliento, y casi me
envenenó una desesperación mezquina, supe castigarme como pudiera hacerlo un
santo monje tentado del Demonio. Salí triunfante del antro de las víboras y de
los leones. Amé la soledad y, como los pájaros, canté sólo para mí. El antiguo
dolor de que ninguno me escuchaba se hizo contento. Pensé que estando solo
podía ser mi voz más armoniosa, y fui a un tiempo árbol antiguo, y rama verde,
y pájaro cantor. Si hubo alguna vez oídos que me escucharon, yo no lo supe
jamás. Fue la primera de mis Normas.
I.
SÉ COMO EL RUISEÑOR, QUE NO MIRA
A LA TIERRA DESDE LA RAMA VERDE DONDE CANTA.
EN ESTE AMANECER de mi vocación literaria hallé una extrema dificultad para expresar el secreto de las cosas, para fijar en palabras su sentido esotérico, aquel recuerdo borroso de algo que fueron, y aquella aspiración inconcreta de algo que quieren ser. Yo sentía la emoción del mundo místicamente, con la boca sellada por los siete sellos herméticos, y mi alma en la cárcel de barro temblaba con la angustia de ser muda. Pero, antes del empeño febril por alcanzar la expresión evocadora, ha sido el empeño por fijar dentro de mí lo impreciso de las sensaciones. Casi siempre se disipaba al querer concretarlo: Era algo muy vago, muy lejano, que había quedado en los nervios como la risa, como las lágrimas, como la memoria oscura de los sueños, como un perfume sutil y misterioso que sólo se percibe en el primer momento que se aspira. Y cuando del arcano de mis nervios lograba arrancar la sensación, precisarla y exaltarla, venía el empeño por darle vida en palabras, la fiebre del estilo, semejante a un estado místico, con momentos de arrobo y momentos de aridez y desgana. En esta rebusca, al cabo logré despertar en mí desconocidas voces y entender su vario murmullo, que unas veces me parecía profético y otras familiar, cual si de pronto el relámpago alumbrase mi memoria, una memoria de mil años. Pude sentir un día en mi carne, como una gracia nueva, la frescura de las hierbas, el cristalino curso de los ríos, la sal de los mares, la alegría del pájaro, el instinto violento del toro. Otro día, sobre la máscara de mi rostro, al mirarme en un espejo, vi modelarse cien máscaras en una sucesión precisa, hasta la edad remota en que aparecía el rostro seco, barbudo y casi negro de un hombre que se ceñía los riñones con la piel de un rebeco, que se alimentaba con miel silvestre y predicaba el amor de todas las cosas con rugidos. Otro día logré concretar la forma de mi Daemonium. Ya lo había entrevisto cuando niño, bajo los nogales de un campo de romerías. Es un aldeano menudo, alegre y viejo, que parece modelado con la precisión realista de un bronce romano, de un pequeño Dionisos. Baila siempre en el bosque de los nogales, sobre la hierba verde, a un son cambiante, moderno y antiguo, como si en la flauta panida oyese el preludio de las canciones nuevas. Cuando logré concretar esta figura, tantas veces entrevista bajo el pabellón de mi cuna, creí llegado el momento. Todas las larvas de mi reino interior eran advertidas, las sentía removerse como otros tantos arcanos, y había aprendido a oír las voces más lejanas. Entonces alcancé la segunda norma de mi Disciplina Estética.
II.
EL POETA SOLAMENTE TIENE ALGO
SUYO QUE REVELAR A LOS OTROS CUANDO LA PALABRA ES IMPOTENTE PARA LA EXPRESIÓN
DE SUS SENSACIONES: TAL ARIDEZ ES EL COMIENZO DEL ESTADO DE GRACIA.
QUÉ MEZQUINO, qué torpe, qué difícil balbuceo el nuestro para expresar este deleite de lo inefable que reposa en todas las cosas con la gracia de un niño dormido! ¿Con cuáles palabras decir la felicidad de la hoja verde y del pájaro que vuela? Hay algo que será eternamente hermético e imposible para las palabras. ¡Cuántas veces al encontrarme bajo las sombras de un camino al viñador, al mendigo peregrinante, al pastor infantil que vive en el monte guardando ovejas y contando estrellas, me dijeron sus almas con los labios mudos, cosas más profundas que las sentencias de los infolios! Ningún grito de la boca, ningún signo de la mano puede cifrar ese sentido remoto del cual apenas nos damos cuenta nosotros mismos, y que, sin embargo, nos penetra con un sentimiento religioso. Nuestro ser parece que se prolonga, que se difunde con la mirada, y que se suma en la sombra grave del árbol, en el canto del ruiseñor, en la fragancia del heno. Esta conciencia casi divina nos estremece como un aroma, como un céfiro, como un sueño, como un anhelo religioso.
Recuerdo un caso de mi vida: Era
en el mes de diciembre, ya cerca de la Navidad. Yo volvía de un ferial con mi
criado, y antes de montar para ponerme al camino, había fumado bajo unas
sombras gratas mi pipa de cáñamo índico. Hacíamos el retorno con las monturas
muy cansadas. Pasaba de la media tarde, y aún no habíamos atravesado los
Pinares del Rey. Nos quedaban tres leguas largas de andadura, y para atajar
llevábamos los caballos por un desfiladero de ovejas. Mirando hacia abajo se
descubrían tierras labradas con una geometría ingenua, y prados cristalinos
entre mimbrales. El campo tenía una gracia inocente bajo la lluvia. Los
senderos de color barcino ondulaban cortando el verde de los herberos y la
geometría de las siembras. Cuando el sol rasgaba la boira, el campo se entonaba
de oro con la emoción de una antigua pintura, y sobre la gracia inocente de los
prados, y en el tablero de las siembras, los senderos parecían las flámulas
donde escribían las leyendas de sus cuadros los viejos maestros de aquel tiempo
en que las sombras de los santos peregrinaban por los senderos de Italia.
Atajábamos la Tierra de Salnés, donde otro tiempo estuvo la casa de mis
abuelos, y donde yo crecí desde zagal a mozo endrino. Sin embargo, aquellos
parajes monteses no los había traspuesto jamás. Íbamos tan cimeros, que los
valles se aparecían lejanos, miniados, intensos, con el translúcido de los
esmaltes. Eran regazos de gracia, y los ojos se santificaban en ellos. Pero
nada me llenó de gozo como el ondular de los caminos a través de los herbales y
las tierras labradas. Yo los reconocía de pronto con una sacudida. Reconocía
las encrucijadas abiertas en medio del campo, los vados de los arroyos, las
sombras de los cercados. Aquel aprendizaje de las veredas diluido por mis pasos
en tantos años, se me revelaba en una cifra, consumado en el regazo de los
valles, cristalino por el sol, intenso por la altura, sagrado como un número
pitagórico. Fui feliz bajo el éxtasis de la suma, y al mismo tiempo me tomó un
gran temblor comprendiendo que tenía el alma desligada. Era otra vida la que me
decía su anuncio en aquel dulce desmayo del corazón y aquel terror de la carne.
Con una alegría coordinada y profunda, me sentí enlazado con la sombra del
árbol, con el vuelo del pájaro, con la peña del monte. La Tierra de Salnés
estaba toda en mi conciencia por la gracia de la visión gozosa y teologal.
Quedé cautivo, sellados los ojos por el sello de aquel valle hondísimo, quieto
y verde, con llovizna y sol, que resumía en una comprensión cíclica todo mi
conocimiento cronológico de la Tierra de Salnés.
No hay comentarios:
Publicar un comentario