viernes, 22 de diciembre de 2023

PUÉRTOLAS SOLEDAD CUARTETO FRAGMENTO NOVELA

 



Para Diego y Gustavo

1. HORROR VACUI

(HORROR AL VACÍO)

En un año lejano y perdido en la historia y en un reino todavía más remoto y perdido, ocurrió un hecho que conmocionó de forma extraordinaria a sus pobladores y que extendió su fama y su influencia hasta unos límites hasta el momento desconocidos. El caso se comentó más allá de sus fronteras y, en cierto sentido, las empujó hacia atrás, casi las derribó.

La idea de horror vacui estaba en el aire. Todo el mundo sabía, más o menos, qué era. Más o menos. Es decir, se sabía muy poco, apenas nada. Una enfermedad, desde luego, pero una enfermedad enigmática, ya que no podía contraerla cualquiera y, por lo que se decía, tampoco era contagiosa. No era como la peste, de la que, por desgracia, se había tenido cierta experiencia. La peste había invadido el reino en diferentes oleadas como el más destructor de los ejércitos enemigos. Había supuesto, en un principio, reclusión y confinamiento y, finalmente, entierros masivos, grandes hogueras purificadoras y denodados esfuerzos de supervivencia. Cada vez que la epidemia había hecho su aparición, se había tenido que poner en marcha el difícil proceso del combate e, inmediatamente, ya vencida la enfermedad, volver a plantar los cimientos de una nueva pero precaria y frágil sociedad, más endurecida que la anterior y más desconfiada, llena de vicios egoístas, que luego llevaba largo tiempo extirpar.

¡Qué difícil es que los seres humanos abandonen sus malas costumbres tras un periodo de disipación!, ¡qué costoso resulta, a su vez, reinstaurar la normalidad perdida por terribles causas imprevistas y volver a plantar en los corazones humanos sentimientos de compasión y generosidad!

Por fortuna, el horror vacui no era una plaga. Tenía otra particularidad, la enfermedad escogía a sus víctimas entre gente que, en general, disfrutaba de ciertos privilegios. Era raro que a un simple campesino le acometiera el horror vacui. En cambio, había casos, aunque pocos, en que un soldado había sucumbido al extraño mal. Se conocía a uno o dos clérigos que habían sido atacados por la enfermedad, se rumoreaba que, en un famoso convento de monjas, había habido un brote –por fortuna, había podido podarse a tiempo– en la misma cúpula del poder. Pero era en las casas de los nobles donde la enfermedad transitaba con mayor comodidad, lo cual desconcertaba a los galenos, aunque, a la vez, les servía para incrementar los honorarios que pedían por la prestación de sus servicios. El horror vacui, por lo que se decía –todo eran rumores–, producía en sus víctimas un irreprimible anhelo de

actividad y urgencia, un desasosiego que les impedía detener el flujo de sus impulsos, movimientos y actividades. Los enfermos, en cuerpo y en alma, se sentían condenados a mantener una incesante actividad. En cambio, los sentimientos, que crecen en la parte más profunda y, en cierto sentido, más estática de los seres humanos, no sucumbían al contagio de ese afán frenético. No luchaban contra él, se retraían. Se reducían al máximo. Quién sabe si no llegaban a desaparecer.

Los enfermos de horror vacui, aunque no paraban de moverse y siempre tenían algo en las manos, por lo que no prestaban demasiada atención a cuanto les decían los demás, tenían un aspecto bastante normal, pero en las escasas ocasiones en que se detenían, en que se quedaban fugaz pero completamente inmóviles, producían la terrible sensación de no tener nada dentro. Eran seres vacíos. Sí, ahí se captaba la esencia del terrible mal. Ese era, sin duda, el horror vacui.

Alrededor de la misteriosa enfermedad habían proliferado todo tipo de sacerdotes, curanderos y charlatanes, que decían conocer el remedio y que competían entre ellos para ganarse la confianza de los más distinguidos y adinerados enfermos. La credulidad que frente a esa clase de penalidades muestran los hombres y las mujeres de la nobleza es equiparable a la que surge entre las gentes más pobres e incultas. En los dolores y estragos que causa la enfermedad, todos somos iguales. Ricos y pobres, nobles y villanos, todos empeñan sus bienes –pocos o muchos– cuando les anima la esperanza de sanar.

Empezó siendo un vago rumor, pero, poco a poco, fueron extendiéndose noticias, que provenían de fuentes muy distintas, sobre su veracidad. La princesa heredera del trono había caído enferma. Se trataba de aquella dolencia maldita, el terrible y, por lo que parecía, incurable horror vacui. Las enfermedades resultan especialmente crueles cuando atacan a un cuerpo muy joven, en la flor de la edad. Más aún, cuando ese cuerpo reúne todos los requisitos de perfección y de armonía. ¡Qué triste espectáculo ofrece la destrucción de la belleza! Los hombres y las mujeres del reino estaban consternados. ¿Quién podía soportar la idea de que tras la hermosa apariencia de la joven no hubiera nada, tal como a veces se atisbaba en sus ojos carentes de expresión, perdidos dentro de sí mismos, espantosamente vacíos? ¡Pobre princesa!, ¡pobre Rey, también, que había enviudado en el mismo instante en que su única hija viera la luz que ilumina la tierra que habitamos! Los pobladores del reino estaban desolados.

Al fin, la noticia se hizo oficial. En la plaza mayor de los pueblos se leyó un Comunicado Real. La princesa estaba gravemente enferma. Se habían probado ya numerosos remedios, pero ninguno había dado resultado. El Rey, antes de perder toda esperanza, se dirigía a su pueblo para pedirle ayuda, la que le pudieran prestar. Cualquier sugerencia, viniera de donde viniere, sería considerada y convenientemente agradecida, y no digamos si finalmente procuraba un buen resultado, ¡qué gran recompensa recibiría el benefactor!

Los ávidos de dinero o de poder fueron los primeros en movilizarse. No importa cuánto tuvieran. Querían más. Altos dignatarios de todas las religiones del reino, prestigiosos expertos en enfermedades raras, reputados profetas, aclamados líderes de diferentes y contrarias sectas y, en fin, pícaros de todas clases presentaron al consejo de médicos encargado del asunto gran cantidad de supuestos remedios. Algunos de ellos fueron rechazados por considerarse peligrosos, ya que exigían una colaboración activa, y ciertamente arriesgada, de la bella princesa. Otros fueron desechados en función de su misma simplicidad, que resultaba casi ofensiva. Otros fueron rechazados por el mismo Rey, que, si bien había pedido ayuda al pueblo en su totalidad, sin hacer distinciones entre quienes presentaban credenciales y quienes no tenían otro aval que el que se daban a sí mismos, en cuanto vio la cara de los médicos, sacerdotes o profetas –o lo que fueran– que proponían los remedios, ya no quiso saber nada más. Eran rostros adustos, torcidos, malintencionados. Finalmente, un buen número de los remedios propuestos fueron sometidos a pruebas que demostraron su completa inutilidad.

Después de los pícaros, vinieron los tontos. Literalmente: aquellos que nunca habían dado señales de tener un solo pensamiento coherente en la cabeza. No vinieron solos, sino que los traían sus familiares o conocidos. Con los tontos, el consejo de médicos anduvo entretenido durante varias jornadas, pero al final no se quedó con ninguno. Resultaban demasiado impredecibles. Las cosas, si se les seguía la corriente, podían acabar mal. El Rey no llegó a recibirles, y elogió la prudencia de los consejeros. Luego, fue el mismo Rey quien propuso que se indagara en unos tontos que no fueran tan tontos. Gente dócil y trabajadora, esa clase de personas que nunca preguntan nada ni se quejan de nada. Quizá estos tuvieran la clave de la satisfacción.

Tampoco por ahí pudo obtenerse ningún remedio. Lo más que podía sacarse de esas personas era un leve encogimiento de hombros, un amago de sonrisa, un mínimo reflejo de luz en sus pupilas. Todo era opaco en ellos. Les hablaban de la enfermedad de la princesa y era como si les dijeran que ya era la hora de comer o de dormir o de irse a paseo. No se conmovían por nada. Y cuando sus hombros se encogían ligeramente o cuando parecía que la comisura de sus labios se curvaba un poco hacia arriba o cuando un punto de luz se atisbaba en sus ojos, al final se comprendía que esos gestos mínimos tenían unas causas concretas, una molestia en la manga de la chaqueta, una miga de pan en el bigote, el reflejo cegador de un cristal que proyecta los rayos del sol.

El Rey, tras haber escuchado los consejos y propuestas de sabios, pícaros y hechiceros de todas clases, de mentes maliciosas y benévolas, de aprendices de mago y de aspirantes a genio, de gente común y corriente y de tontos de solemnidad, decidió afrontar el problema en soledad. En el largo desvelo de la noche, desde el intenso y constante dolor que le causaba la extraña enfermedad de su hija, asomado al jardín que la luna iluminaba débilmente, se encontró hablando con su difunta esposa, a quien apenas había conocido, y

que llevaba más de quince años muerta. Era casi una niña cuando se habían celebrado los esponsales y no la había vuelto a ver hasta que apareció en palacio, una mañana de junio de algunos años después, preparada ya, según dictaban las normas, para la vida conyugal. ¡Qué breve había sido esa vida! Ahora el Rey se lamentaba de haber apurado la dicha tan deprisa. Se había bebido la vida de un solo sorbo. Se asombraba de no haber recibido ningún consejo o quizá era que no lo había escuchado. Era demasiado fogoso y la visión de la bella jovencita le había nublado el juicio.

Los médicos se lo dijeron después. Habría sido más prudente esperar un poco. La jovencita, según dijeron, acababa de superar una larga enfermedad y aún no había recuperado el vigor que se necesita para llevar una vida plena ni, mucho menos, para alimentar en su seno una nueva vida. Esa nueva vida se llevó por delante lo que quedaba de la suya. La perfección y belleza de la pequeña Georgina iluminó los últimos momentos de la vida de su madre. La llenó de felicidad. La joven reina ni siquiera se dio cuenta de que se estaba muriendo.

Al Rey no se lo dijeron enseguida. Lo sacaron en volandas de la habitación con la excusa de que la Reina necesitaba descansar. Ya tendría más adelante tiempo de sobra para ver a la pequeña princesa. La Reina murió de forma instantánea, como fulminada por un rayo, mientras aún tenía entre sus brazos el delicado y hermoso fruto de su vientre y el Rey cruzaba el umbral del cuarto rumbo a sus aposentos.

Le comunicaron la noticia al anochecer, una vez que los pájaros han puesto fin al estruendo con que se despiden de la luz y empiezan a oírse, aquí y allá, los ruidos solitarios de la noche, ladridos de perro, maullidos de gatas en celo, tan parecidos al llanto de los niños, débiles y lejanos aullidos de lobos, en ese breve lapso de tiempo en que resulta más fácil resignarse a la pérdida, que pronto quedará cubierta por la sombra alargada de la noche, cuando la curiosidad por conocer los detalles del día ha ido empalideciendo y todo parece encajar en la idea de desaparición y de oscuridad.

El Rey estaba preparado para la noticia, eso dijeron todos. En su fuero interno, lo debía de saber, porque, nada más escucharla, se sumió en un profundo silencio, más propio de un filósofo que de un ser humano cualquiera, por muy rey que fuera. Enseguida adquirió reputación de profeta. Sus súbditos sentían hacia él un respeto casi sagrado y quienes tenían la suerte de conocerlo más de cerca competían en desgranar los más laudatorios adjetivos para describir sus virtudes.

La princesa Georgina, hasta el momento de hacerse pública su extraña enfermedad, era querida por su pueblo, que veía en ella a la Reina de la que apenas había disfrutado y por quien aún sentía una dulce compasión. La imaginaba adornada de extraordinarias

cualidades. Sería, sin duda, una digna sucesora del Rey filósofo y, cuando le tocara hacerse cargo del reino, se ganaría con facilidad la admiración y confianza de todos los súbditos.

El Rey, abrumado por la enfermedad de su hija, decepcionado por los sucesivos remedios que se le habían aplicado a la enferma y que se habían revelado completamente inútiles, pasaba muchos ratos en la sola compañía de sus perros, tres enormes mastines de color marfil, incluso les hablaba, como si creyera que podían entenderle mejor que los seres humanos que le rodeaban. Bastaba mirar, para entregarse a esa ilusión, los grandes ojos castaños de los perros, colmados de bondad y de compasión, infinitamente cansados de algo que bien podía ser un reproche por no ser considerados como los seres que realmente eran. Los humanos fueron muy deprisa dando nombres a los perros. Muy deprisa, porque los humanos, en cierto modo, son –somos– todos víctimas del horror vacui. Eso se decía el Rey, hundiendo sus dedos, con una complacencia de la que no era del todo consciente, en el abundante y algo áspero pelaje que cubría el cuerpo de sus mastines.

Por las noches, el Rey salía a la balconada a la que daban sus habitaciones y que recorría parte de la fachada del palacio, y se entregaba a la contemplación del jardín, envuelto en sombras, que se extendía a sus pies. Hablaba solo.

Una noche, de pronto, dirigió sus palabras a su esposa como si creyera que ella vivía allí y que seguía siendo la bella jovencita que, una mañana de junio, apareció en palacio cargada de bienes y de una docena de criados, hombres y mujeres, y tres damas de honor, con la idea de pasar la vida a su lado, de ser su esposa y de proporcionarle descendencia. No había visto nada más hermoso en su vida. Hacía tiempo que en aquel palacio no había puesto sus pies una jovencita tan bella. Las criadas y las damas que atendían a los reyes tenían una edad indefinida y vestían ropas discretas de colores pardos. La antigua Reina, que ya había muerto porque eso es lo que sucedía con las reinas, que morían muy pronto, tampoco había sido aficionada al lujo. Durante la infancia del Rey, siendo príncipe, se habían producido muy pocas celebraciones. La palabra «fiesta» era casi desconocida. Aquellos años habían sido de guerras, plagas, epidemias y muchas penurias, pero en el país ya reinaba la calma y se vislumbraba una época de prosperidad. La llegada de la princesa Rosalinda lo cambió todo. En la vida del Rey, en la vida de palacio, en la vida del reino. Cuando la joven princesa recibió la corona de Reina, el pueblo disfrutó, por primera vez en muchos años, de una auténtica fiesta.

La noche en que el Rey habló con la Reina difunta no distinguió su figura entre las sombras, aunque la veía nítidamente en su interior, pero, a medida que se sucedieron las conversaciones nocturnas, la silueta de la joven Reina se recortaba, luminosa, entre la oscuridad de los árboles y los altos muros del jardín. Aquella primera noche, el Rey le contó sus cuitas a la joven Reina y le preguntó si ella había tenido noticias de aquella enfermedad tan extraña que había contraído su hija y para la que no parecía existir remedio alguno. La Reina Rosalinda, tras escuchar atentamente las quejas del Rey Doncel, le dijo que en el reino

de los muertos se sabían cosas que se ignoraban en el reino de los vivos y que, aunque ella, por su parte, nunca había oído hablar del horror vacui ni imaginaba en qué pudiera consistir, conocía a personas que podrían orientarla. En el reino de los muertos las relaciones entre las personas son muy sencillas. No siguen ningún protocolo. Todos son iguales allí, no hay rangos ni categorías. Los muertos son, por encima de todo, muertos. No se andan con rodeos. Si alguien quiere hablar con alguien, lo hace. No hace falta recurrir a ningún intermediario ni establecer una cita previa.

Noche tras noche, la difunta Reina Rosalinda le relataba al Rey Doncel el resultado de sus indagaciones, que avanzaban lentamente, porque los muertos, aunque son muy directos en su modo de expresarse, nunca tienen prisa y se lo toman todo un poco a la ligera. También son proclives a la distracción, aunque siempre acaban retomando el hilo perdido y suelen presumir de lealtad. Si se les pide algo, ellos cumplen. Tarde o temprano, pero cumplen.

Una noche, cuando ya la visión interior que el Rey Doncel tenía de la Reina Rosalinda se había convertido en una figura nimbada de luz que destacaba entre las sombras, dijo la Reina:

–Por lo que me has contado y yo, a mi vez, he ido contando a otros, hay todo un grupo de personas, me refiero al mundo de los vivos, que han quedado excluidas de tus consultas. Y a ellas, me dicen, hay que recurrir. Se trata de los vagos, de los inútiles. Estas personas deambulan por ahí, sin acabar de fijar su rumbo, sin oficio ni beneficio, o con escaso oficio y no mayor beneficio, estorbando el paso de los otros, desacelerándolo todo, encogiéndose de hombros de verdad, desde lo más profundo de su alma, a veces riéndose, o sonriéndose, a veces quejándose, a veces durmiendo, a veces cantando. A veces, opacos, a veces, brillantes. Según me han dicho, por muchas clases de pícaros que existan, contando a los que se creen buenos y a los que son tenidos como tales, el universo de los vagos presenta muchos más matices. Algunos de ellos son francamente difíciles de detectar. Pero esas son cuestiones de detalle. Lo importante ahora es hacerse con un grupo selecto de vagos, ponerles al tanto del problema y escuchar sus propuestas. No puedes esperar que todos respondan, claro está, porque se trata de vagos, es decir, de personas dadas a la inacción. Pero alguno te contestará, porque a los vagos también les gusta enredarse en la resolución de problemas, especialmente de los difíciles, y, de vez en cuando y como por casualidad, aciertan.

–Quienquiera que sea el muerto del que has obtenido este consejo, querida Rosalinda –dijo el Rey–, parece alguien de gran perspicacia, y estoy dispuesto a seguirlo, una vez que, habiendo probado tantas cosas, me encuentro en un punto muerto, del que quiero salir como sea. Convocaré a los vagos, vive el Cielo, y les plantearé la penosa situación en que se encuentra nuestra amada Georgina. Alguno de ellos, creo yo, a pesar de su naturaleza radicalmente pasiva, se sentirá conmovido y dispuesto a prestarnos ayuda, en forma de consejo, de pócima o de lo que sea. ¡Qué poco hablamos cuando estabas viva, Rosalinda!, ¡qué de conversaciones provechosas o simplemente felices nos perdimos! Por milagrosa

fortuna, se nos ha concedido esta segunda oportunidad, aunque nace de una grave desdicha, como es la enfermedad de nuestra hija.

Pero el Rey estaba hablando solo. La figura luminosa de la Reina Rosalinda ya había desaparecido. Los mastines del Rey, que dormían bajo la balconada y que, mientras había discurrido el coloquio entre los esposos, habían mantenido erguidas sus enormes cabezas, se relajaron y parecieron desentenderse de ellas. Sus cuerpos desmadejados, recorridos por respiraciones acompasadas y sonoras, hundidos, casi derramados, en la tierra, velaban la calma de la noche.

El Rey convocó al Consejo del Reino. Prudentemente, no desveló la fuente de aquella idea –recabar la opinión de los vagos– que, ante su propio asombro, fue inmediatamente aceptada por todos. Hasta hubo quien se palmeó la frente, como castigándose un poco por no haber pensado en ello. Los vagos, claro, dijeron.

¡Qué gran idea!, los vagos están a salvo de padecer horror vacui. A ellos no les preocupa en absoluto la falta de actividad o de utilidad. No piensan en el porvenir. El concepto de provecho no cabe en sus cabezas. De forma natural, se dedican enteramente a perder el tiempo. Así es como entienden la vida. Si alguien podía tener la clave para resolver el horror vacui, ese alguien tenía que ser un auténtico vago, una criatura a quien el sentido del tiempo no le causara la menor perturbación, porque, según había dictaminado, tras innumerables reuniones, el Consejo del Reino, era allí donde residía el origen del problema, en el tiempo, en el sentido del tiempo. Los enfermos de horror vacui tenían propensión a hundirse y quedarse para siempre en una diminuta proporción de tiempo. Una décima de segundo podía ser insoportable para ellos. Eso les llevaba a mantenerse siempre en un movimiento agotador, extenuante.

¿De qué forma puede convocarse a los vagos, que nunca tienen deseos de moverse, que no son fácilmente alanceados por la curiosidad? A los vagos no se les convoca. Se les busca, se les trae al lugar donde serán entrevistados. Por sí mismos, no harían nada. Para llevar a un vago a palacio hay que recurrir a regalos, hay que proporcionar comodidades. Nada de imposiciones, nada que despida el más ligero olor a orden, a deber.

Se organizaron varias expediciones. Tampoco muchas. El Consejo del Reino pensó que los vagos eran casi intercambiables. Ciertamente, cada uno era un mundo, pero el punto fundamental, el sentido del tiempo, no podía diferir mucho de un vago a otro. Con media docena bastaría.

Finalmente, por raro que parezca, solo encontraron a uno. No es que no hubiera más, pero todos tenían alguna pega, todos habían sido tentados, en cierto momento, por algún

tipo de actividad. El Consejo del Reino llegó a la conclusión de que el tipo de vago en estado puro no existía. Escogieron al que reunía la mayor cantidad –y calidad– de características propias de la pereza. Estas se habían encarnado en un joven extraordinariamente hermoso en cuya mirada no predominaba, tal como sucedía en otro tipo de vagos, la sensación de un vacío aburrido y opaco, sino una clase de ensoñación profunda y casi seductora. Los hombres y las mujeres que componían el Consejo del Reino no se acababan de dar cuenta de que el joven les había encandilado. Su desgana, su despego, su indiferencia, la forma en que sus párpados caían de vez en cuando sobre sus ojos, como si el panorama que se extendía ante ellos le produjera un insondable cansancio, la lentitud con que se derrumbó sobre el rígido banco de madera cuando le invitaron a sentarse, la forma en que, algo después, despegó su cuerpo del asiento y se puso en pie, como si una parte importante de él siguiera acomodada o quizá echada en un lecho invisible, produjo en todos una extraña fascinación. Y esa manera de hablar, arrastrando un poco las palabras, en un tono de voz que no era ni alto si bajo, y que, sin embargo, se colaba en el interior del interlocutor sin encontrar resistencia alguna, esa suavidad que también tenía algo de rudeza, porque el ritmo monótono de su conversación estaba curiosamente lleno de matices, todo eso les cautivó.

El joven, que respondía al nombre de Longor, no entendía muy bien por qué aquel grupo de hombres y mujeres se mostraba tan interesado en su persona, pero como no solía hacerse muchas preguntas sobre las cosas que sucedían en su vida, se dejó llevar y habló y contó historias, todas muy confusas y sin un final claro, que fueron escuchadas con gran interés, como si se tratara de grandes revelaciones.

–Creemos –dijo el hombre encargado de trasladar al Rey las conclusiones del Consejo del Reino– que el joven Longor debería ser presentado a la princesa Georgina. Dada su singular personalidad, pudiera ser que entendiera el profundo abatimiento en que ha caído nuestra desgraciada princesa. Probablemente, solo alguien como Longor podría penetrar en la zozobra de su corazón y mostrarnos el camino para aligerar el insoportable peso que la atenaza. Lo que no se nos ocurre es la forma de plantear el encuentro entre los dos jóvenes. Este es un asunto sumamente delicado que dejamos en manos de Su Majestad.

El Rey despidió a los miembros del Consejo del Reino un poco desconcertado. No se trataba de un desconcierto enteramente nuevo. Más de una vez, cuando por alguna razón no del todo prevista había acudido a ellos, le habían dado una respuesta parecida. Una respuesta a medias. Señalaban un camino, pero el tramo final debía recorrerlo él solo, el Rey. No era eso lo que había esperado. Quería solucionar un problema, pero el problema, una vez planteado, volvía a él. De acuerdo, había –o podía haberla– una medicina, pero ¿cómo se da la medicina al enfermo? Ese joven vago, comoquiera que se llamase, ¿cómo iba a ser presentado a la princesa?, ¿habría que planear un encuentro casual en el jardín?, ¿habría que celebrar una fiesta?, ¿habría, quizá, que meterlo de un empujón en el cuarto de

Georgina? Solo Rosalinda, su dulce y difunta esposa, podría saber cómo llevar adelante semejante empresa.

El Rey tomó una cena frugal y se retiró temprano a sus habitaciones, aunque con ese gesto no consiguiera acelerar el ritmo de las horas. Se sentó en la balconada, absorto en la contemplación del anochecer, en los colores rojizos y violetas, en la luz que los hacía vibrar y se extinguía de pronto, abandonándose a una tonalidad más azulada y tenebrosa. ¡Qué belleza había allí, en el final de cada día! La forma en que terminan los días es lo que los hace únicos y singulares. Se desvanecen en un preciso –pero larguísimo– instante. Se cae, entonces, en la conciencia del tiempo, que cumple su ciclo y se despide. La enfermedad de su hija, ¿no se curaría sola, simplemente con dejar pasar los días? El Rey se lo había preguntado más de una vez. El tiempo pasa. El tiempo concluye. El tiempo se lo lleva todo al otro lado, las penas y las alegrías. Da igual si no vuelve nunca. No es terrible que el tiempo desaparezca.

–Georgina, hija mía –susurraba el Rey–, ¿es que no lo ves? Nada importa mucho. Todo se lo lleva el tiempo. Y lo hace con tanta belleza que no podemos reclamarle nada.

El balcón del Rey hacía esos milagros. El balcón del Rey no estaba al alcance de cualquiera. Ni siquiera estaba al alcance de la princesa Georgina, su hija.

El tinte rojizo que se había posado sobre las nubes al fin desapareció y la noche se apoderó del cielo y de la tierra. El jardín cobró profundidad, como si fuera un inmenso pozo. La difunta Reina Rosalinda emergió de aquella oscuridad. Su silueta brillaba con un fulgor intermitente.

–Querido Rey Doncel –dijo–, querido mío, no tienes por qué sentirte tan abatido, ahora que acaban de ofrecernos un nuevo remedio para la enfermedad de nuestra hija. Aquí, en el reino de los muertos, no nos andamos con rodeos. Celebra cuanto antes los desposorios de nuestra desdichada hija con el joven Longor, vago entre los vagos, por ver si en verdad es esa la solución para la enfermedad de Georgina. Dejemos en manos del joven Longor el posible remedio.

–¿Y si Georgina se niega a casarse? –objetó el Rey.

–¿Por qué iba a hacerlo? A fin de cuentas, es un cambio, una novedad. Georgina es aficionada a los cambios, ya lo sabes. Su deseo de actividad es insaciable. Nuestra hija es muy consciente de su mal y está siempre dispuesta a probar nuevas medicinas. El movimiento constante a que la somete su enfermedad le produce un gran agotamiento. Si el matrimonio es un remedio, vale la pena probarlo. Tiempo habrá de enmendar el error si se revela inservible.

–¿Y Longor?, ¿querrá casarse él con la princesa?

–No veo por qué no. Él no tiene que encargarse de los preparativos. Ya te lo han dicho, es un vago ejemplar. Se le lleva y se le trae, se le viste, se le dirige. Una vez que los recién casados se queden a solas, empieza la posible curación. Ahí, de momento, es mejor no meterse.

–No lo sé, querida Reina mía, amada Rosalinda. Haré lo que me dices, pero no te tomes a mal mi desgana. Creo que he ido perdiendo la fe en la posible curación de nuestra hija. En el reino de los vivos esta clase de cosas no son tan fáciles como en el mundo de los muertos. Aquí perdemos fácilmente la fe en una cosa o en otra.

–Aun así cásalos, Rey Doncel. No se pierde nada por probar.

El tono de la Reina Rosalinda era firme, resolutivo, y, cuando la figura luminosa se desvaneció, permaneció, como un eco, dentro de la cabeza del Rey.

La boda se celebró una semana después. Tal como había vaticinado la difunta Reina Rosalinda, ni la princesa Georgina ni el joven vago Longor opusieron resistencia alguna al compromiso nupcial. Cada cual de diferente manera, los dos se dejaron llevar. Fue una ceremonia breve y austera, carente de todo boato y desprovista de significado religioso alguno, porque el Rey se había desengañado de las creencias establecidas. Sin embargo, cuando, cumplido el rito, estrechó entre sus brazos el cuerpo de Longor, que era sorprendentemente firme y musculoso –a los vagos se les presuponía un cuerpo débil y perezoso–, y vio que los mastines, siempre a su lado, se acercaron al esposo de su hija y le lamieron las manos, lo consideró una señal de buen agüero, una señal divina.

Quizá aquel consejo salido del reino del muertos –buscar el remedio de la enfermedad entre los vagos– había sido verdaderamente sabio, se dijo el Rey.

Hay cosas difíciles de saber. Cosas muy secretas e íntimas. Entrar en el espacio que se creó cuando Georgina y Longor se quedaron a solas, al final de la larga jornada de su boda, no se encuentra entre nuestras capacidades. Parecerá mentira, pero es más sencillo conocer los procesos de la mente y del corazón, aun si se trata de mentes y corazones que no son el nuestro, que describir la pasión o la indiferencia de los cuerpos cuando se enfrentan entre sí e intuyen que ha llegado el momento de dar el extraño paso de disolverse el uno en el otro, de formar, por unos instantes, un solo cuerpo. Nadie les ha dado instrucciones para eso. La mente y el corazón acuden en ayuda de los cuerpos. A veces, colaboran activa y eficazmente. Otras, entorpecen y frustran la tarea.

Georgina y Longor se quedaron a solas. El horror vacui de Georgina y la intensa pereza de Longor no tenían por qué suponer verdaderos obstáculos para el acto conyugal. No había testigos, ¿quién sabe lo que pasó? No lo vimos, solo sabemos lo que nos han contado, y nos han contado cosas que hemos escuchado mil veces y que les han acaecido a miles de personas. Nada nuevo. Hay, también, quien cuenta cosas muy distintas. Pero incluso estas, las distintas, nos remiten a todas las cosas distintas que nos han contado y que se refieren a otras personas, a un número suficiente de personas como para que lo distinto ya no sea tan distinto.

Dejemos las elucubraciones, siempre a nuestro alcance. Georgina y Longor, que, días después de su casamiento, se instalaron en el hermoso palacio de Belamar, lo suficientemente alejado de Volarén como para que el joven matrimonio pudiera disfrutar de independencia y facilitar así cualquier iniciativa que pudiera mejorar la salud de la princesa, compartían el lecho cada noche, compartían muchos ratos del día, se cruzaban por los pasillos y por los senderos del jardín, compartían la mesa de las libaciones, el agua de los estanques, el vino de las comidas. Unas veces se miraban y otras no. Unas veces parecían un matrimonio de recién casados que empieza a acostumbrarse a la convivencia. Otras, un par de desconocidos que se ignoran mutuamente.

Empezaron las especulaciones. Las dudas, más o menos, duraron un año.

¿Se había curado la princesa Georgina? En cuanto a Longor, estaba claro: seguía siendo un vago. Pero la enfermedad de la princesa era más difícil de detectar. Ciertas clases de dolencias no desaparecen sin más ni más. Aparentemente, parecía algo más calmada. Seguía haciendo muchas cosas a lo largo del día, seguía yendo de un lado para otro, pero sus movimientos habían cobrado un ritmo más pausado y, eso era evidente, eran frecuentes las veces en que se quedaba inmóvil. ¿Qué expresión tenían sus ojos en tales ocasiones? Eso era difícil de saber, porque Georgina, cuando se quedaba quieta, se escondía de las miradas ajenas. Se la veía de espaldas, de cara a la ventana, o al fondo del jardín, como si fuera una estatua que hubiera sido dejada allí por error o con el absurdo objeto de contemplar el confín del territorio.

La palidez de su rostro, según algunas opiniones, se había atenuado un poco. Pero eso era discutible y dependía del momento en que la luz cayera sobre su piel. Ciertamente, cuando, al atardecer, el cielo de tonos rojizos se reflejaba en su rostro, un suave tono rosado teñía su piel, pero, en otras ocasiones, la princesa parecía más blanca que nunca, mortalmente blanca, como si estuviera a punto de desaparecer, como si una sábana inmaculada hubiera empezado a cubrirla. Era entonces cuando todos pensaban que la princesa seguía enferma y que, fueran cuales fueren los sentimientos que le inspirara su marido –unas veces a su lado y otras no se sabía dónde–, no bastaban para hacer desaparecer aquel terrible vacío que albergaba en su seno.

Por lo demás –y este era el dato definitivo–, reinaba un silencio clamoroso en lo que hacía a la posibilidad de descendencia. A nadie se le ocurría hablar de un supuesto embarazo de la princesa. Era un asunto tabú. Parecía de mal gusto preocuparse por el futuro cuando el mismo presente estaba sobre ascuas. La princesa estaba enferma, ¿a quién se le podía ocurrir que, en esas condiciones, se quedara embarazada? Sin embargo, más de una persona lo pensaba. El pensamiento no se puede prohibir, pero nadie se atrevía a decirlo, y un pensamiento que no llega a expresarse se queda fuera de juego.

Al cabo de un largo año, el asunto seguía sin resolverse. El Rey no hablaba de ir a hacer una visita al nuevo matrimonio. Eso inquietaba al pueblo, que ansiaba tener noticias sobre la salud de la princesa.

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