jueves, 14 de septiembre de 2023

SUBIR A RESPIRAR ORWELL GEORGE FRAGMENTO

 I

1

Comencé a pensar en ello el día que estrené la dentadura postiza

nueva.

Recuerdo bien aquella mañana. Salté de la cama hacia las ocho

menos cuarto, y me encerré en el cuarto de baño justo a tiempo de

evitar que entrasen los niños detrás de mí. Era una horrible mañana

de enero. El cielo estaba sucio, de un color gris amarillento. Por la

pequeña ventana se veía, abajo, el denominado jardín posterior, los

nueve metros por cinco de hierba rodeados de seto de ligustro, con

un trozo pelado en el centro. Todas las casas de la calle Ellesmere

tienen detrás el mismo jardín, los mismos ligustros y la misma

hierba. La única diferencia consiste en que aquellas donde no hay

niños no tienen espacio pelado en medio.

Mientras se llenaba la bañera, trataba de afeitarme con una hoja

ya gastada. Al otro lado del espejo, mi cara me miraba, y abajo, en

un vaso de agua, en el estante encima del lavabo, estaban los

dientes que correspondían a la cara. Era la dentadura provisional

que me había dado Warner, mi dentista, para que la llevase mientras

me preparaban la nueva. En realidad, yo no soy feo. Tengo una de

esas caras de color rojo ladrillo que suelen ir acompañadas de un

cabello rubio y de unos ojos de un azul muy claro. Por fortuna, no he

encanecido ni me he vuelto calvo, y cuando lleve la nueva

dentadura seguramente no aparentaré mi edad, que es de cuarenta

y cinco años.

Anotando mentalmente la necesidad de comprar hojas de afeitar,

me metí en la bañera y empecé a enjabonarme. Comencé por los

brazos (tengo los brazos rechonchos, con arrugas hacia el codo) y

después tomé el cepillo de la espalda y me enjaboné los omóplatos,

que no puedo alcanzar con la mano. Es triste, pero hay varias partes

de mi cuerpo a las que ya no llego con la mano. El caso es que

tengo cierta propensión a la obesidad. No es que sea ninguna

atracción de feria, desde luego. No peso mucho más de noventa

kilos, y la última vez que me tomé la medida de la cintura era de un

metro veinte o metro veintidós, no me acuerdo. Y no resulto

desagradable a causa de mi gordura; no tengo una de esas barrigas

que cuelgan hasta las rodillas. Simplemente, tengo el estómago

desarrollado, con tendencia a adquirir forma de tonel. ¿Saben

ustedes ese tipo de hombres dinámicos, enérgicos, atléticos y

joviales a los que se da el apodo de «gordinflón» o «gordito» y que

son siempre «el alma» de las fiestas? Pues yo soy uno de esos.

«Gordito» es como me llaman generalmente. «Gordito Bowling.» Yo

me llamo George Bowling.

Pero aquella mañana no me sentía, ni mucho menos, el alma de

ninguna fiesta. Y caí en la cuenta de que, en los últimos tiempos,

casi siempre me siento como deprimido a primera hora de la

mañana, a pesar de que duermo bien y hago bien las digestiones.

Sabía cuál era la razón, desde luego: era aquella condenada

dentadura postiza. El artefacto en cuestión aparecía agrandado por

el agua del vaso, y los dientes me sonreían como lo haría una

calavera. Es una sensación muy rara la que se tiene cuando se

junta una encía con otra, una especie de sensación angustiosa y

deprimente, como cuando se muerde una manzana verde. Y, digan

lo que digan, la dentadura postiza representa un hito en la vida de

un hombre. Cuando desaparecen los dientes propios, toca

claramente a su fin la época en que uno puede creerse un galán de

Hollywood. Además, estaba gordo y tenía cuarenta y cinco años.

Cuando me puse en pie para enjabonarme la entrepierna, miré mi

cuerpo en el espejo. No es cierto que los hombres gordos no

pueden verse los pies; pero sí es verdad que yo, cuando estoy de

pie, solo puedo ver la mitad delantera de los míos. Mientras me

enjabonaba la barriga, pensé que ninguna mujer podría mirarme ya

con interés, a menos que le pagase para ello. Pero en aquel

momento tampoco me preocupaba especialmente que ninguna

mujer me mirase con interés.

Sin embargo, recordé que aquella mañana también tenía razones

para estar de buen humor. En primer lugar, aquel día no había de

trabajar. Tenía en el taller el viejo coche con el cual «cubro» mi

distrito (no les he dicho aún que soy inspector de seguros; trabajo

en La Salamandra Volante, vida, incendio, robo, gemelos,

naufragio... todo), y, aunque tenía que dejarme caer por las oficinas

de Londres para entregar unos papeles, me tomaría el resto del día

libre para ir a buscar mi nueva dentadura postiza. Además, había

otra cuestión de la que me había olvidado hacía algún tiempo. Tenía

en el banco diecisiete libras de cuya existencia no había informado a

nadie, es decir, a nadie de la familia. Ocurrió de la siguiente manera.

Un empleado de mi empresa, Mellors se llama, tenía un libro

llamado La astrología aplicada a las carreras de caballos, en donde

se afirmaba que todo depende de la influencia de los planetas en los

colores que lleva el jockey. Y resultaba que en no sé qué carrera

participaba una yegua llamada Corsair’s Bride, bastante

desconocida, pero cuyo jockey vestía de verde, color que parecía

ser exactamente el adecuado para los planetas ascendentes en

aquel momento. Mellors, que cree a pies juntillas en esto de la

astrología, quería apostar unas libras por aquel caballo y se puso

pesadísimo diciéndome que apostase yo también. Por fin, y con el

objeto principal de hacerle callar, aposté diez chelines, en contra de

mi costumbre. Y resultó que Corsair’s Bride ganó la carrera. No

recuerdo los detalles; el caso es que a mí me tocaron diecisiete

libras. Llevado por un impulso —bastante insólito y probablemente

sintomático de otro hito en mi vida— deposité el dinero en el banco

sin hacer nada con él ni decirle a nadie que lo tenía. Nunca había

hecho una cosa así. Un buen esposo y padre se lo habría gastado

en un vestido para Hilda (mi mujer) y zapatos para los niños. Pero

yo llevo quince años siendo un buen marido y un buen padre, y ya

empiezo a estar harto.

Cuando me hube enjabonado del todo me sentí mejor, y me

sumergí tranquilamente en el agua, pensando en mis diecisiete

libras y en la forma de gastarlas. La alternativa, según me parecía,

estaba entre pasar un fin de semana con una mujer o ir gastándolas

poco a poco en cosas pequeñas, como cigarros puros y whiskies

dobles. Acababa de abrir otra vez el grifo del agua caliente y

pensaba en habanos y en mujeres, cuando oí un ruido semejante al

que armaría una manada de búfalos saltando los dos escalones que

conducen al cuarto de baño. Eran los niños, claro. Dos niños en una

casa de las dimensiones de la nuestra son muchos niños. Al otro

lado de la puerta se oyó un frenético patear y un angustioso gemido.

—¡Papá! ¡Quiero entrar!

—¡No puedes entrar! ¡Vete!

—¡Pero, papá...! ¡Quiero ir a un sitio!

—Pues vete a otro sitio. Y cállate. Me estoy bañando.

—¡Pa-pá! ¡Quie-ro-ir-a-un-si-tio!

No había nada que hacer. Conocía bien la señal de alarma. El

váter está en el cuarto de baño; no podía ser de otra forma en una

casa como la nuestra. Destapé el desagüe de la bañera y me sequé

a medias, tan deprisa como pude. Cuando abrí la puerta, el pequeño

Billy —el más pequeño, de siete años— pasó como una exhalación

junto a mí, esquivando el pescozón destinado a su cabeza. Solo

cuando ya estaba casi vestido y buscaba una corbata, descubrí que

tenía aún jabón en el cuello.

Es muy desagradable tener jabón en el cuello. Le da a uno una

molestísima sensación de estar todo pegajoso, y lo curioso es que,

por más que uno se lo limpie, una vez ha descubierto que tiene

jabón en el cuello, se siente pegajoso todo el día. Bajé la escalera

malhumorado y dispuesto a mostrarme desagradable.

Nuestro comedor, como todos los comedores de la calle

Ellesmere, es una habitación pequeña y atiborrada, de cuatro

metros y medio por tres y medio, o quizá son cuatro por tres, no

recuerdo. El aparador de roble con sus dos ampollas decorativas y

la huevera de plata que nos regaló la madre de Hilda para la boda

no deja mucho espacio libre. Hilda estaba esperándome detrás de la

tetera con aspecto abatido, en su habitual estado de inquietud y

desánimo porque el News Chronicle traía que la mantequilla había

subido de precio o algo de este tipo. No había encendido la estufa

de gas, y aunque las ventanas estaban cerradas hacía un frío

horroroso. Me levanté de la mesa y apliqué una cerilla a la estufa,

resollando ostensiblemente (siempre que me inclino me quedo sin

aliento), como una especie de indirecta a Hilda. Ella me dedicó a su

vez la fugaz mirada de través con la que suele obsequiarme cuando

cree que malgasto algo.

Hilda tiene treinta y nueve años, y cuando la conocí tenía

exactamente el aspecto de una liebre. Es el mismo que tiene ahora,

pero ahora, además, está muy delgada y marchita, y tiene siempre

una mirada triste e inquieta. Cuando está más preocupada que de

costumbre, hace siempre el mismo gesto: encorva los hombros y

cruza los brazos, como una vieja gitana junto a la hoguera. Es una

de esas personas cuya principal diversión en la vida consiste en

predecir catástrofes. Pero son catástrofes pequeñas; las guerras,

terremotos, epidemias, hambres y revoluciones la tienen sin

cuidado. La letanía de Hilda es que si la mantequilla ha subido de

precio, que la factura del gas es enorme, que los niños tienen los

zapatos gastados, o que hemos de pagar otro plazo de la radio. He

llegado a la conclusión de que le causa verdadero placer el hecho

de balancearse con los brazos cruzados mirándome

dramáticamente y diciéndome: «Pero, George, ¡esto es muy serio!

Realmente, no sé lo que vamos a hacer. No sé de dónde vamos a

sacar el dinero. Es que me parece que no te das cuenta de lo serio

que es, George...». Etcétera, etcétera. Tiene la firme convicción de

que acabaremos en el asilo. Y lo curioso es que, si alguna vez

vamos a parar efectivamente al asilo, a Hilda no le importará ni

mucho menos tanto como a mí: de hecho, seguramente le agradará

la sensación de seguridad que debe de experimentarse allí.

Los niños habían bajado ya. Se habían lavado y vestido a una

velocidad meteórica, como hacen siempre cuando no tienen ocasión

de quitarle a nadie el cuarto de baño. Cuando me senté a la mesa

otra vez, sostenían una discusión en los siguientes términos:

—Lo has hecho tú.

—No, señor. Yo no he sido.

—Que sí.

—Que no.

—Que sí.

La cosa llevaba trazas de durar toda la mañana, y les dije que se

callasen de una vez.

Tengo solo dos hijos: Billy, de siete años, y Lorna, de once. Lo que

siento por ellos es bastante especial. Durante la mayor parte del

tiempo, apenas puedo resistir su simple presencia. En cuanto a su

conversación, es sencillamente inaguantable. Están en esa edad tan

tonta en que el pensamiento gira en torno a cosas como los lápices

de colores, los compases y las notas de francés. En algunos

momentos, en especial cuando están dormidos, siento algo

completamente distinto. A veces, en las tardes de verano, cuando

ellos están acostados y todavía hay luz, me pongo a mirar cómo

duermen, con sus caritas redondas y su pelo color de estopa,

bastante más claro que el mío, y entonces me asalta aquel

sentimiento del que habla la Biblia cuando dice que las entrañas de

un hombre se conmueven. En tales momentos, tengo la impresión

de que no soy más que una especie de vaina vacía que no sirve ya

para nada, y de que lo único importante que he hecho en la vida ha

sido traer al mundo a estas criaturas y alimentarlas mientras crecen.

Pero esto me ocurre solo en algunos momentos. Por lo general, mi

existencia autónoma me parece considerablemente importante; me

siento aún lleno de vida y pienso que me quedan todavía cantidad

de buenos ratos por disfrutar. Y la idea de mí mismo como una

especie de mansa vaca lechera destinada al sustento de mujeres y

niños no me atrae en absoluto.

Aquel día no hablamos mucho durante el desayuno. Hilda estaba

con uno de sus leitmotivs, el «no sé qué vamos a hacer»,

refiriéndose en parte al precio de la mantequilla y en parte al hecho

de que debíamos todavía cinco libras a la escuela por el curso

pasado y estábamos ya a finales de las vacaciones de Navidad. Me

comí mi huevo duro y unté una rebanada de pan con mermelada

Golden Crown. Hilda se empeña en comprar ese producto, que

cuesta cinco peniques y medio el bote de medio kilo, y cuya etiqueta

dice, en el tipo de letra más pequeño que permite la ley, que

«contiene cierta proporción de zumo de fruta neutro». Eso fue lo que

me dio ocasión de comenzar a hablar, en la forma bastante irritante

que tengo a veces, de los árboles frutales neutros, y de preguntarme

cómo serían sus frutos y en qué países crecerían, hasta que Hilda

se enfadó. No es que le importe mucho que la haga rabiar, sino

simplemente que considera que hay algo de pecaminoso en reírse

de algo que permite ahorrar dinero.

Eché una ojeada al periódico, pero no había muchas novedades.

En España y en China se mataban unos a otros, algo que se había

convertido en habitual. Se habían encontrado unas piernas de mujer

en la sala de espera de una estación, y la boda del rey Zog estaba

pendiente de un hilo. Por fin, hacia las diez, bastante más temprano

de lo que me proponía, salí para la ciudad. Los niños se habían ido

a jugar al jardín público. Era una mañana tremendamente fría. Al

salir a la calle, una desagradable ráfaga de viento me dio en el

cuello, haciéndome recordar el jabón. Me hizo sentir súbitamente

que mis ropas no me sentaban bien y que todo mi cuerpo estaba

pegajoso.

2

¿Conocen ustedes mi calle, la calle Ellesmere, en West Bletchley?

Pero no importa, seguro que conocen otras cincuenta iguales a ella.

Ya saben cómo abunda este tipo de calles por todas las zonas

suburbiales. Son siempre las mismas. Largas, larguísimas filas de

casitas semiseparadas (la calle Ellesmere tiene 212 números; el

nuestro es el 191), tan parecidas entre sí como las que construye el

ayuntamiento y generalmente más feas, con sus fachadas de

estuco, sus puertas impregnadas de creosota, sus setos de ligustro

y su puerta principal de color verde. Los Laureles, Los Mirtos, Los

Espinos, Mon Abri, Mon Repos, Belle Vue... Quizá, en una de cada

cincuenta, algún individuo antisocial —que seguramente acabará en

el asilo— ha pintado la puerta de la calle azul en lugar de verde.

Aquella sensación pegajosa en el cuello me había dejado

deprimido. Es curioso lo que le afecta a uno llevar jabón en el cuello.

Parece que le arrebata toda la seguridad en sí mismo, como cuando

se descubre en un lugar público que se lleva un agujero en la suela

del zapato. Aquella mañana yo no me hacía ninguna ilusión acerca

de mi apariencia. Era casi como si pudiese salir de mí mismo y

verme desde alguna distancia bajando por la calle, con mi cara

llenita y colorada, mi dentadura postiza y mi vestimenta vulgar. Un

tipo como yo nunca podrá parecer un señor. A doscientos metros de

distancia, se sabe inmediatamente a qué me dedico; no se nota,

quizá, que trabajo concretamente en seguros, pero sí que soy algún

tipo de corredor o vendedor. Mi atuendo de aquel día era

prácticamente el uniforme de la tribu: traje gris de espiga bastante

gastado, abrigo azul de cincuenta chelines y sombrero hongo, y no

llevaba guantes. Y tengo el aspecto característico de las personas

que venden a comisión, una especie de aspecto descarado y basto.

En mis mejores momentos, cuando llevo un traje nuevo o cuando

fumo un puro, podría pasar por un corredor de apuestas o por un

recaudador de impuestos, y cuando las cosas andan muy mal

podría ser un vendedor de aspiradores, pero, en general, mi aspecto

denota con exactitud lo que soy. «De cinco a diez libras a la

semana», dirían ustedes inmediatamente al verme. Económica y

socialmente, represento al habitante medio de la calle Ellesmere.

Aquella mañana, tenía la calle casi para mí solo. Los hombres se

habían ido corriendo para atrapar el tren de las 8.21, y las mujeres

estaban encendiendo las estufas de gas. Cuando uno tiene tiempo

de mirar a su alrededor y además se encuentra en el estado de

ánimo adecuado, puede ser divertido andar por estas calles de

barrio y pensar en las vidas que transcurren en ellas. Porque, al fin y

al cabo, ¿qué es una calle como la de Ellesmere sino una cárcel con

las celdas dispuestas en línea recta? Una hilera de cámaras de

tortura semiseparadas donde los pobres asalariados con cinco o

diez libras semanales lloran y crujen de dientes. Cada uno de ellos

tiene al jefe haciéndole la puñeta, a la mujer subida en sus lomos y

a los niños chupándole la sangre como sanguijuelas. Se dicen

muchas tonterías acerca de los sufrimientos de la clase trabajadora.

Yo no siento tanta compasión por los obreros. ¿Han visto alguna vez

a algún peón que no pudiese dormir pensando en la posibilidad de

ser despedido? El obrero sufre físicamente, pero cuando no está en

el trabajo es un hombre libre. En cambio, en cada una de estas

cajitas de estuco vive un pobre desgraciado que nunca es libre

excepto cuando está a punto de dormirse y sueña que ha tirado al

jefe al fondo de un pozo y lo está sepultando con piedras.

Desde luego, pensé, lo peor de nosotros es que nos imaginamos

que tenemos algo que perder. Para empezar, el noventa por ciento

de los vecinos de la calle Ellesmere tienen la impresión de ser

propietarios de sus casas. La calle Ellesmere y toda la zona que la

rodea, hasta la avenida principal, forma parte de una enorme

empresa inmobiliaria llamada Urbanización Las Hespérides,

propiedad de la Sociedad Constructora Cheerful Credit. Las

constructoras son, probablemente, el negocio más redondo de

nuestro tiempo. Los seguros son una estafa, lo reconozco, pero una

estafa declarada, con las cartas boca arriba. Lo bueno de la

empresa constructora es que las víctimas de la estafa creen ser

objeto de un favor. La empresa las desvalija, y ellas le lamen la

mano agradecidas. A veces pienso que me gustaría ver la

urbanización Hespérides presidida por un enorme monumento al

dios de las sociedades constructoras. Sería un dios extraño. Entre

otras cosas, sería bisexual. La mitad superior de su cuerpo sería un

director gerente, y la mitad inferior, una señora embarazada. En una

mano mostraría una enorme llave —la llave del asilo, claro— y en la

otra —¿cómo se llaman esas cosas como cuernos con regalos

dentro?— una cornucopia, de la que saldrían radios portátiles,

pólizas de seguro de vida, dentaduras postizas, aspirinas,

preservativos y rodillos de apisonadores de jardín.

En realidad, los vecinos de la calle Ellesmere no somos

propietarios de nuestras casas ni siquiera al terminar de pagarlas.

No son nunca de nuestra absoluta propiedad, sino solo arrendadas.

Su precio es de quinientas cincuenta libras, a pagar en un período

de dieciséis años; y si las comprásemos al contado nos costarían

alrededor de las trescientas ochenta. Esto representa un beneficio

de ciento setenta para la Cheerful Credit, pero ni que decir tiene que

la sociedad en cuestión obtiene muchos más beneficios. El precio

de trescientas ochenta libras incluiría el beneficio del constructor,

pero la Cheerful Credit, bajo el nombre de Wilson & Bloom,

construye las casas ella misma y se queda con la diferencia. No

tiene que pagar más que los materiales. Y también se queda con los

beneficios de los materiales, pues, bajo el nombre de Brookes &

Scatterby, vende ella misma los ladrillos, baldosas, puertas, marcos

de ventana, arena, cemento y creo que incluso los cristales. Y no

me sorprendería en absoluto enterarme de que bajo otro alias

vendiese incluso la madera para las puertas y los marcos de

ventanas. Así pues —y esto es algo que realmente podíamos haber

previsto, pero que constituyó una gran sorpresa cuando lo

descubrimos—, la Cheerful Credit no cumple siempre su parte del

contrato. Cuando se construyó la calle Ellesmere, esta quedaba

junto a una zona de campo abierto —nada del otro jueves, pero

suficiente para que jugasen los niños— llamada Platt’s Meadows.

No había nada escrito, pero se había dado siempre por supuesto

que Platt’s Meadows no sería edificado. Pero West Bletchley era un

barrio que crecía; en 1928 se instaló allí la fábrica de mermelada

Rothwells y en 1933 la angloamericana All-Steel Bicycle; la zona se

iba poblando y los alquileres subían. Nunca he visto en persona a sir

Hubert Crum ni a ningún otro de los peces gordos de la Cheerful

Credit, pero puedo imaginarme cómo se les haría la boca agua. Un

día llegaron las excavadoras y comenzaron a construirse casas en

Platt’s Meadows. De las Hespérides surgió un alarido de terror, y se

constituyó una asociación para defender los intereses de los

inquilinos. Pero no sirvió de nada. Los abogados de Crum nos

taparon la boca en dos días, y Platt’s Meadows fue edificado. Pero

lo realmente fino del engaño, lo que me hace pensar que el viejo

Crum tiene bien ganado su título de baronet, es el lado psicológico.

Simplemente por la ilusión de ser dueños de nuestras casas, de

tener lo que se llama un pie en el campo, los pobres desgraciados

de las Hespérides y de todos los lugares semejantes nos hemos

convertido para toda la vida en los devotos esclavos de Crum.

Somos todos respetables propietarios, es decir, gente de orden,

conservadores y pelotas. Somos la gallina de los huevos de oro. Y

el hecho de que en realidad no seamos propietarios, de que

estemos todos a medio pagar nuestras casas y vivamos devorados

por el terror de que nos ocurra algo antes de haber efectuado el

último pago no hace más que aumentar esta impresión. Estamos

comprados, y, lo que es más, comprados con nuestro propio dinero.

Y cada uno de los pobres imbéciles oprimidos que están echando el

bofe para pagar en el doble de su valor una jaulita de ladrillo

llamada Belle Vue porque no tiene vista alguna, cada uno de estos

pobres primos está dispuesto a morir en el campo de batalla para

salvar a su país del bolchevismo.

Torcí por la calle Walpole y llegué a la avenida principal. Hay un

tren para Londres a las 10.14. Al pasar por delante del Sixpenny

Bazaar, recordé mi propósito de comprar hojas de afeitar. Cuando

llegué al departamento de jabones, el jefe de sección o comoquiera

que se llame ese empleado estaba abroncando a la dependienta.

Por lo general, a esa hora de la mañana no hay mucha gente en el

Sixpenny. A veces, si se entra inmediatamente después de que

abran, se puede ver a las chicas en fila escuchando el sermón

matinal, encaminado a ponerlas en forma para toda la jornada.

Dicen que estas grandes cadenas de almacenes emplean a

individuos con una especial facilidad para el insulto y el sarcasmo,

para que vayan de sucursal en sucursal a animar a las chicas. El

empleado en cuestión era un tipo bajo y feo, de hombros muy

anchos y bigote gris y erizado. Acababa de sorprender a la chica en

algún descuido, un error en el cambio, al parecer, y le estaba

chillando con una voz parecida al sonido de una sierra circular.

—¡Ah, no! ¡Claro que no podía contarlo! ¡Claro que no podía! Se

habría cansado mucho...

Antes de que pudiera evitarlo, mi mirada se cruzó con la de la

chica. No era agradable para ella tener a un tipo gordo, mayor y con

la cara colorada mirándola mientras la estaban poniendo verde.

Desvié mis pasos tan rápidamente como pude y fingí interesarme

por las cosas del mostrador de al lado, anillas para cortinas o algo

así. El jefecillo continuaba con la bronca. Era una de esas personas

que le dejan a uno en paz y después, súbitamente, se vuelven y

atacan de nuevo, como las libélulas.

—¡Claro que no podía contarlo! A usted qué le importa que falten

dos chelines... No le importa un comino. Qué son dos chelines para

usted... ¿Para qué molestarse en contarlos como Dios manda? ¡Ah,

no! Aquí nada interesa excepto su conveniencia. Usted no piensa en

los demás, ¿verdad?

La cosa continuó durante unos cinco minutos. Los gritos se oían

en casi todo el establecimiento. El tipo repitió varias veces el

número de dejarla, haciéndole creer que había terminado con ella, y

volver al cabo de un momento como un perro furioso para soltarle

otra andanada. Alejándome un poco más, los miré nuevamente. La

chica no tenía más de dieciocho años, estaba bastante gordita y

tenía una expresión alelada. Era el tipo de chica que nunca contaría

bien los cambios. Estaba toda colorada y se retorcía literalmente de

inquietud. Era exactamente como si el hombre le estuviese pegando

con un látigo. Las chicas de los otros mostradores fingían no

enterarse de nada. El tipo era un hombrecillo feo y engreído, de los

que sacan el pecho y se ponen las manos bajo los faldones de la

chaqueta, que serían sargentos si les alcanzase la talla. ¿No han

observado cuán a menudo se emplea a hombres bajitos para esta

clase de trabajos de dirección de personal? El individuo acercaba la

cara a la de la muchacha, como para chillarle mejor. Y ella estaba

toda roja y se retorcía.

Finalmente, el hombre decidió que ya había dicho bastante y se

alejó, erguido y solemne como un almirante. Yo me acerqué al

mostrador a por mis hojas de afeitar. El tipo sabía que yo lo había

oído todo, y la chica lo sabía también, y los dos sabían que yo sabía

que ellos sabían. Pero lo peor era que ella, en atención a mí, tenía

que fingir que no había ocurrido nada y adoptar la actitud reservada

y distante propia de una dependienta ante los clientes masculinos.

Segundos después de que yo viese cómo la trataban como a una

fregona, tenía que representar el papel de la señorita bien educada

y dueña de sí misma. Estaba aún sonrojada y le temblaban las

manos. Yo le había pedido hojas de un penique, y ella revolvía

nerviosamente en el cajón de las de tres peniques. En un momento

dado, el jefecillo miró hacia nosotros y por un instante ambos

creímos que quería volver a empezar. La chica se encogió, como un

perro al ver el látigo. Pero no dejaba de mirarme con el rabillo del

ojo. Pude darme cuenta de que me odiaba intensamente porque

había visto cómo la reñían. Qué extraño...

Me marché por fin con mis hojas de afeitar. ¿Por qué lo

aguantan?, pensaba. Por simple miedo, desde luego. Una sola

réplica y le echan a uno a la calle. En todas partes ocurre igual.

Pensé en el chico que a veces me atiende en el establecimiento de

comestibles, el cual forma parte también de una cadena. Es un

muchachote alto y fornido de veinte años, de mejillas sonrosadas y

enormes antebrazos, que debería trabajar más bien en una herrería.

Y allí lo tienen ustedes, embutido en una chaqueta blanca, inclinado

sobre el mostrador, frotándose las manos y diciendo: «¡Sí, señor!

¡Tiene razón, señor! Hace muy buen tiempo para esta época,

¿verdad, señor? ¿En qué puedo servirle, señor?», prácticamente

pidiéndole a uno que le pegue una patada en el trasero. Pero son

las órdenes que ha recibido. El cliente siempre tiene razón. Y en su

cara se ve el miedo cerval a que alguien se queje de sus modales y

haga que le echen. Además, ¿cómo sabe él que el cliente que tiene

delante no es uno de los espías que la empresa envía a veces? ¡El

miedo! Estamos inmersos en él; es nuestro elemento. Todo aquel

que no teme perder su trabajo teme a la guerra, al fascismo, al

comunismo, a lo que sea. Los judíos tiemblan pensando en Hitler.

Se me ocurrió que aquel gusano del bigote erizado tenía

probablemente mucho más miedo de perder su empleo que la chica.

Seguramente él tiene una familia que mantener. Y, quién sabe, quizá

en su casa el tipo es dócil y amable, cultiva pepinos en el jardín de

atrás, deja que su mujer se le siente en las rodillas y que los niños le

tiren del bigote. De la misma manera, cuando se lee algo sobre un

inquisidor español o sobre un jerarca de la OGPU, siempre aparece

aquello de que en su vida privada era muy buena persona, el mejor

de los esposos y padres, que quería mucho a su canario y cosas

así.

La chica de la sección de jabones me siguió con la mirada

mientras me iba. Creo que, de haber podido, me hubiese matado.

¡Cómo me odiaba por lo que había visto! Mucho más de lo que

odiaba al jefecillo…

miércoles, 13 de septiembre de 2023

Lo Barroco, de Eugenio d’Ors. PRÓLOGO




 Prólogo

Lo Barroco, de Eugenio d’Ors, es uno de los poquísimos textos teóricos

españoles de carácter histórico-artístico y estético, tomados en

consideración por la crítica universal.

Desde que en 1935 apareció la cuidadosa traducción francesa publicada

por Gallimard, obra de Agathe Rouar-Valery, las ingeniosas, inteligentes,

y tantas veces profundas, reflexiones de D’Ors sobre el fenómeno

barroco pasaron a ser de cita obligada para quienes se

ocuparon, en toda Europa, de ese mundo sugestivo, seductor y complejo

del barroco, todavía en gran medida sometido a la inercia peyorativa

que había acumulado sobre él la tradición académica, aún en

plena vigencia en aquellos años en los países latinos.

Baste recordar que, todavía en 1923, Benedetto Croce, que aceptaba

la denominación de «etá barocca» para designar el siglo xvn e

insistía en los valores del pensamiento, la poesía y la vida moral del

siglo, consideraba, sin embargo, que el arte de ese tiempo, al menos

en los países sometidos a la Iglesia —Italia, España, la Alemania católica—,

no era sino la expresión de un delirio decadente, contorsiones

vacías, sin valor positivo alguno: «una de las variedades de lo feo»,

como recuerda el propio D’Ors.

Los años que siguieron a la Primera Guerra Mundial fueron de muy

amplia polémica cultural y moral. Se intentaba, en los espíritus más

limpios, poner en pie un humanismo nuevo basado en un más hondo

conocimiento de las realidades de la cultura y de la historia.

Las barbaries del nazismo se incubaban ya, pero ajenas y ciegas a

su terrible realidad, ciertas elites se reunían en coloquios refinados

para discutir puntos sutiles de exquisita intelectualidad, vueltas sobre

sí mismas, inquisidoras de lo que podría unir a los pueblos de Europa.

Los Entretiens que se organizaban en la abadía cisterciense de Pontigny

en la Borgoña —no lejos de Chablis, «célebre en el libro de oro

de Dionisios», como anota D’Ors con sensual ironía— centraron en

1920 la discusión, por iniciativa de Paul Desjardins, sobre el alcance y

el significado de los términos «barroco» y «barroquismo».

Recientes estaban los Conceptos fundamentales de la Historia del

Arte de Woelflin (1915) de amplia resonancia, la traducción francesa

[9]

10 EUGENIO D’ORS

(1920) de la Praga barroca de Ame Novak, cuya edición checa es

también de 1915, o la Roma barroca de Antonio Muñoz (1919), obras

todas que atestiguan el despertar del interés por el mundo barroco, ligado

en ocasiones a fenómenos de carácter político, nacionalista o religioso,

que culminan en el libro, bien conocido, de Wemer Weisbach

El barroco, arte de la Contrarreforma, cuya edición original es de 1921.

En ese ambiente de renovación y curiosidad por el fenómeno del

barroquismo, que va liberándose a duras penas de los prejuicios que

habían de perdurar todavía largo tiempo en la conciencia popular (y

que en España, por ejemplo, seguirá hasta nuestros días, llamando

«churrigueresco» a lo recargado, al «colmo del mal gusto sin excusa

»), la brillante argumentación D’Ors en Pontigny causó una evidente

sensación, que el libro no hizo luego sino corroborar y difundir.

Lo Barroco —no ya el barroco histórico— se presentaba brillantemente

como algo supratemporal; como una constante, una categoría,

un eón en la terminología dorsiana, que permitía presentar, —con vestiduras

diversas y en diversos momentos de la Historia— una realidad

presente y renovada, en contraposición perpetua al eón clásico, su

contrafigura.

Los defensores del barroco histórico hubieron de admitir en aquellas

memorables «Décadas de Pontigny» —a veces con aire de auténtica

«conversión» tal como de modo un tanto interesado cuenta

D’Ors— que el barroco del siglo xvn no era sino una de las muchas

objetivizaciones posibles del barroco dorsiano.

La ingeniosa exposición del filósofo español, provista de la brillantez

apasionada y un tanto irónica que su agudeza proporcionaba,

ofrece toda una historia natural del barroco, donde, al modo de los géneros

y las especies de la zoología o la botánica, se ordenan en divertida

sucesión —de mmusante et amusée» la calificó Pierre Lavedan—

las diversas objetivizaciones del eón barroco a lo largo de la historia,

descritas en un latín a veces macarrónico —«que los médicos de Moliere,

de haber podido conocerlo no habrían desaprobado», en palabras

de Yves Bottineau—- (Barocchus macedónicas, alexandrinus, romañus,

góticas, manuelinus, tridenünus sive jusuiticus,finisecularis,

posteabelicus) o aquellas manifestaciones populares, intemporales y

licenciosas que, como el folclore campesino o el carnaval (Barocchus

vulgaris y Barocchus officinalis), se escapan un poco al rigor cronológico

y representan, también, la vitalidad constante del espíritu de lo

barroco, tal como lo entiende nuestro autor.

En realidad, la dualidad del eón barroco y el eón clásico, como dos

entendimientos absolutamente contrapuestos de la vida y del arte, no es

LO BARROCO 11

sino la traslación a un plano abstracto, más brillante y cargado de otras

resonancias culturalistas, del riguroso análisis de Woélfíin, al contraponer

sus parejas de conceptos, y definir con ellas dos tipos de creación

artística, que, aunque él ejemplarizaba con obras del renacimiento y del

barroco histórico, podían también, sin dificultad alguna, trasponerse a

otros momentos de la historia artística. Aunque D’Ors obligue a aceptar

el barroco woelfliniano como uno de los infinitos barrocos dorsianos

posibles, lo cierto es que, como ha subrayado Víctor L, Tapie, «los

Conceptos fundamentales de Woelflin habían ya sentado la primera

piedra del templo que se estaba levantando al Barroco eterno», del cual

iba D’Ors a ser reconocido como el más brillante arquitecto.

Educado desde una voluntad y vocación de clasicismo y razón, el

maestro catalán evoca su relación con el mundo barroco como una novela

y aún «novela autobiográfica», en la que el pensador severo va

descubriendo lentamente los encantos —turbadores todavía— de esa

misteriosa categoría, lo barroco, que se le ofrece una y otra vez, con

aspectos múltiples bajo rostros cambiantes, en lugares y circunstancias

diversas y siempre igualmente seductoras.

El libro se abre con unas páginas fechadas nada menos que en 1908

dedicadas al «maldito» Churriguera, «sirena deliciosa», anunciando

para él «una hora próxima de justiciera venganza». Es evidente que la

sensibilidad aguda del maestro supo advertir la validez profunda del

barroquismo español y adivinar su resurrección cuando más radical

era su negación entre nosotros.

Sin embargo, su demasiado tajante contraposición entre lo clásico

—razón, equilibrio y mesura;—, de una parte, y lo barroco —irracionalidad,

instinto y sensualidad—, de otra, parece llevar implícita, por

más que intente ponerlo a salvo en varias ocasiones, una evidente —y

peligrosa— condenación de lo segundo, aceptado sólo como una debilidad,

como una concesión pecaminosa.

Lo Barroco es posterior, en su redacción definitiva, a las famosísimas

Tres horas en el Museo del Prado (1922), donde aparece ya la

brillante imagen —fórmula le llama el autor— de las «formas que pesan

» y «las formas que vuelan», para definir, con gráfica oposición,

las dos morfologías, clásica y barroca.

La vieja contraposición de lo apolíneo y lo dionisíaco, resuelta apasionadamente

en el Nietzsche zaratustriano a favor del arrebato irracional,

iluminado y creador, se plantea de nuevo en estas páginas, recurriendo

a veces a ejemplos y alusiones que subrayan, para el

barroco, un carácter de marginalidad, de paréntesis, frente a la dignidad

severa del clasicismo:

12 EUGENIO D’ORS

«Conviene que, así Anteo al contacto con la tierra, la Cultura venga

de cuando en cuando a refrescarse en las aguas vivas —vivas y turbias—

del Barroco Carnaval, vacaciones de la Historia.»

A pesar de su evidente «enamoramiento» del barroco, y de sus esfuerzos

por subrayar su eternidad y su vigencia, parece estar siempre

presente en D’Ors su preferencia clásica, y una y otra vez se recurre a

la imagen de la fiebre, del arrebato, de la disolución panteística del yo,

de la enfermedad incluso, para acotar la noción de barroco, aunque precise

que la enfermedad ha de entenderse en el sentido en que Michelet

dice que «la mujer es una eterna enferma». Lo que no deja tampoco de

ser bien sintomático de una actitud de superioridad de lo varonil.

Víctor L. Tapié, que años más tarde abordó el barroco histórico con

muy otro bagaje —y muy lejos de lo que señala como «metafísica del

barroco» a que D’Ors se aboca—, ha subrayado cómo el barroco histórico

que hoy consideramos ha sido, con frecuencia, intérprete de valores

bien asentados: la gloria, la fuerza, el poder, la libertad, la fe, el

sacrificio...: «¿Diremos que éstos son florecimientos viciosos, disolución

del yo?», observa con acierto.

El grave riesgo de la actitud de D’Ors ante lo barroco es que sutilmente,

al aceptarlo en paralelo constante con la racionalidad del clasicismo,

justifica de algún modo su condenación pasada o futura.

Y, al intentar oficiar de profeta y oráculo del juego alternativo de ambos

eones, no deja de manifestarse su espíritu de orden y jerarquía, que

habría, bien poco tiempo después, hacer de él un decorativo gerifalte de

los primeros años del Movimiento Nacional español. Suponía, para «las

horas del siglo xx que vamos a vivir», una etapa de «Clasicismo, de

restauración de la inteligencia, de vocación de conciencia —o de sobreconciencia—,

de logro de unidad». Tras el mundo de entreguerras, en

el que había crecido un arte desgarrado, crispado: «una especie de recaída,

una vuelta al Ochocientos, de orientación panteística —“todo es

relativo...”, “no existen ni el bien ni el mal...”, “ni la belleza ni la fealdad...”,

“no hay pecado”— y de color alejandrino también», D’Ors entreveía

un «regresó al orden», una «hueva objetividad». Los hubo, ciertamente,

pero no tardaron en cegarse con los fuegos del fascismo y el

nazismo. Y el barroco «posteabelicus», en el lenguaje dorsiano, iba a

ser bien pronto anatematizado con el calificativo de «arte degenerado».

La dicotomía resultó, sin duda, ciertamente peligrosa.

¿Cuál puede ser hoy el valor de las páginas de D’Ors? En términos

generales, el concepto de barroco artístico que hoy habitualmente usamos

se ha ido circunscribiendo, de modo cada vez más preciso, a un

ámbito cronológico más reducido. Se ha llegado a escribir un valiosíLO

BARROCO 13

simo texto con el título, casi provocador por su limitación temporal,

de «Mille seicento trenta, o sia il Barocco»; procurando una más

exacta definición cronológica y unos puntos de partida o de referimiento

más precisos. Se ha ido acotando su contenido al mundo del

siglo xvn y comienzos del xvni, y se ha ahondado en sus conexiones

con el mundo de la literatura, la retórica y la teoría política de ese

tiempo. Se ve en él un arte en el que el halago de los sentidos encaminaba

a la persuación a través de las formas: arte para las masas, retórico

y complejo, pero eficaz a través de los recursos del boato opulento

y adormecedor: sensualista y naturalista.

Los juegos intelectuales que D’Ors ofrecía y su sugestiva historia

natural del «género barroco», han quedado un tanto atrás. Si bien

algunos fenómenos culturales del pasado —alejandrinismo o mundo

romano— ofrecen indudables concomitancias con el fenómeno del barroco

«histórico» tal como hoy se entiende, las investigaciones recientes

han puesto de manifiesto la radical diferencia, en lo profundo, de

otros fenómenos que D’Ors incluía en su esquema y que, en un más

atento análisis desde sus aspectos históricos, sociológicos o morales,

se muestran bien diversos en su sustancia, aunque haya evidentes—y

superficiales— analogías entre ellos.

Especialmente el manierismo, que se insertaba en su tabla como

«Barocchus maniera», se ha mostrado, al ahondar en su trasfondo,

como algo radicalmente distinto, no tanto en sus formas —lo que podía

poner en cuestión la validez de análisis apoyados sólo en la simple

contraposición de «formas que vuelan» y «formas que pesan»—, sino

en sus condicionamientos más profundos y muy especialmente en su

actitud ante el mundo de lo sensible.

Frente a la concepción intelectualizada y metafísica de nuestro filósofo,

la crítica de los últimos años ha ido profundizando en aspectos

más precisos, poniendo a contribución la sociología, la psicología y la

economía incluso.

Y aunque existen evidentes analogías —en cuya detección fue sin

duda D’Ors excepcional piloto— entre las creaciones artísticas de momentos

diversos de la historia, las diferencias profundas son de tal entidad,

que las semejanzas formales pasan a un muy segundo lugar en

términos de rigor analítico.

Si hoy hubiésemos de descubrir, buscando, una especie de vínculo

común entre las artes que se emparentan a través de los siglos, habríamos

quizás de ceñimos no a la inmanencia de los eones, sino a relaciones,

más claramente definibles, del diálogo del artista con su medio

y la realidad —social, económica, política, religiosa— que le rodea.

14 EUGENIO D’ORS

En la aceptación sumisa y gozosa de cuanto el mundo ofrece estaría

quizás la fundamentación de los barroquismos a lo largo de la historia.

Arte de exaltación, de goce, de complacencia en los bienes del mundo

y de aceptación también —desde la fe—, incluso de los aspectos negativos

de la realidad: fealdad, muerte, violencia, que se insertan sin

dificultad en una totalidad. Arte capaz de conducir, de arrastrar, de

arrebatar también con el halago. Al servicio tantas veces de un poder

que se acepta y se exalta, sin discusión.

En la aceptación «crítica» del mundo, formulando salvedades y juicios

valorativos, sometiendo la realidad circundante a un minucioso

análisis, buscando lo que se piensa que puede tener valor universal y

modélico, y rechazando lo que se considera accidental y contingente,

para crear arquetipos que encamen no lo que es, sino lo que «debe

ser», tendríamos las actitudes clasicistas, con su peligro de rigorismo

académico en los espíritus carentes de la suficiente fuerza creadora

para verificar por sí mismos la difícil operación del análisis de lo real.

Y con el riesgo, también, de proyectar lo ético sobre lo estético y llenar

las artes de buenas intenciones y frío didactismo.

Orden y claridad, ejemplaridad, belleza «definida» y enseñable, carácter

modélico, rigor, al servicio de la razón, de la prudencia. Arte

especialmente adecuado para las sociedades «ilustradas», para los momentos

de dominio «culto», para los sectores de educación con pretensión

universalista y totalizadora.

Y, por último, cabe la actitud de rechazo radical del mundo visible;

la negación de la realidad sensible exterior, la complacencia en lo más

hondo del individuo (el sueño, el sexo), como refugio frente a una realidad

hostil, ingrata, incomprensible o arbitraria. Elementos de esa realidad

se han de introducir, como es inevitable, en las creaciones del

artista que adopte esta actitud, pero se presentarán en ellas, desjerarquizada,

misteriosa o absurda, tal como aparecen en el sueño.

El desprecio a las leyes de lo verosímil y a las convenciones de la

realidad sensible son constantes en este tercer caso, y una carga de

singularidad irrepetible, de capricho y de arbitrariedad —entendida

desde el mundo de la razón— desborda esas creaciones que sólo pueden

ser gozadas desde la complicidad, desde la exquisita torre de marfil

de quienes pueden desentenderse de las realidades cotidianas, o

desde la rabia, solitaria y destructora, de quienes se sienten arrancados

de todo compromiso.

El mundo que hoy llamamos «manierismo», y que también se ha

manifestado en diversos momentos de la historia —las «épocas inciertas

», en que los principios se tambalean y las convicciones hacen criLO

BARROCO 15

sis— responde a esa actitud, en la que los artistas —como los poetas—

actúan, inconscientemente, de notarios de la disolución.

Estas consideraciones, que podrían dar lugar a reflexiones que me

alejarían mucho de D’Ors y su libro, explican, de un modo más próximo

a nuestra sensibilidad de hoy, esas evidentes concomitancias de

ciertas formas artísticas por encima de las limitaciones del tiempo y la

historia, y ayudan a precisar, también, aspectos que en la obra dorsiana

quedan sin justificación alguna.

Pero el gran éxito de D’Ors, y las razones de su relativa vigencia,

está sobre todo en la magia de su escritura, capaz de servirse de la erudición

más recóndita, junto a la expresión más desgarrada y popular.

El tono, siempre doctamente didáctico, que a veces puede resultar casi

pedantesco, se compensa sobradamente con los hallazgos de ingenio,

con la metáfora brillante o el aforismo rotundo.

Frente al preciso y sistemático análisis de Woélflin, absolutamente

germánico en su rectilíneo desarrollo, D’Ors da una impresión que podría

decirse impresionista, saltando de la filosofía a la historia, de la

escultura o la arquitectura a la lírica, de la pintura a la matemática moderna;

desplegando su amplísimo abanico de referencias múltiples, insertas

en la llamada «ciencia de la cultura», aspiración la más rotunda

de su espíritu, tendente a la unidad sintética y analógica, pero partiendo

siempre de lo más menudo, «la Anécdota», para elevarla a la

«Categoría».

Quizás hoy las elucubraciones de D’Ors sobre lo barroco hayan de

ser vistas como brillantes juegos intelectuales, al margen de la línea

habitual en que se mueven en nuestros días la investigación y la especulación

crítica sobre este fascinante capítulo de la historia de la Cultura.

Y si bien «el Barroco» parece ser, ya para siempre, un fenómeno

cultural bien definido en el tiempo —siglo xvn y primeras décadas

del x v iii— , que cristaliza en muy específicas realizaciones artísticas,

crecidas al par que las realidades políticas y sociales de aquel tiempo,

«el barroquismo» y «lo barroco» continúan siendo conceptos usados

con un valor universal, en un modo que no es ajeno al que D’Ors hubo

de darle en estas páginas de imperecedera fascinación.

A lfonso E. Pérez Sánchez

lunes, 11 de septiembre de 2023

¿Y el pacto? ¿De qué se trataba el pacto entre los siete demonios y mi persona? FRAGMENTO NOVELA


 



¿Y el pacto? ¿De qué se trataba el pacto entre los siete

demonios y mi persona?

¡Nada nuevo en la historia de la literatura universal! Yo

conseguiría ser el número uno, el gran escritor. Revolucionaría

las estructuras novelísticas, revolucionaría la lengua

castellana como otro Rubén Darío y, a cambio, al morir les

3

daría mi alma, mi alma quedaría al servicio del Diablo Mayor.

Más, con el trato existía una oportunidad de no quedar a sus

órdenes y de la cual más adelante hablaré.

Y esa mañana, entonces, la señora Muerte, llegó al despuntar

el alba, a hurtadillas, porque no deseaba enfrentarse,

ni discutir con ninguno de mis secretarios acerca de mi último

viaje.

Esfria, padre de la lujuria y embajador itinerante, demonio

de la Edad Media, yacía en las recámaras contiguas a la mía

con una vedette de nombre Himenea, quien adornaba como

un lupanar de la belle epoque parisina el recinto para satisfacer

a su invitada: ornamentación barroca.

El ministro sin cartera Malfas, señor de la Gula, amo de la

inmundicia, constructor y arquitecto de fortalezas y quien

construía las mansiones una vez a mi servicio, destructor de

mis enemigos literarios, amo indiscreto de las orgías opíparas,

dormía satisfecho por una noche libertina con amigos

(diablos inferiores), quienes saciaban con varios toneles de

vino chianti la comilona con ordenanzas de perdices, lampreas

y todos los platos marinos del Mediterráneo.

El consejero editor y presidente del Senado de los Demonios,

Adremelech, dormitaba a unas dos habitaciones más a

la izquierda de Malfas. Adremelech, señor de la Avaricia, en

medio del duermevela desplegaba una y otra vez un enorme

pergamino en una destartalada mesilla de caoba. ¿La labor?

Debía rendir cuentas al diablo supremo para un listado de

tareas resumidas esa semana y que debían cumplir. Anoto

también que el consejero Adremelech se hacía acompañar de

un solo cirio que proyectaba la mínima luz en su habitación.

Contrario a lo que los diablos temían cada mañana, el

segundo secretario, el señor de la Ira, habilidoso en hacer

espionaje a mis otros colegas de cuanto escribían, el señor

Nergal, alias Gilles II de Rais, dormía con placidez porque

la noche anterior había sido el promotor de un pleito en una

taberna en donde morían dos jovenzuelos en disputa por

amores hacia una Mesalina del lupanar y taberna improvisada

en donde habían pasado la noche.

4

El tercer secretario, Goodfellow, señor de la Envidia, alias

Gorgus Black, demonio menor de los viejos aquelarres en

la época shakesperiana, no ponía atención por ningún ruido

que pudiera existir en la mañana. Quizá la misma envidia lo

aquietaba, porque lo corroía el suponer que él estaría desvelado

y los otros diablos dormían. Entonces, Goodfellow

cabeceaba con Morfeo.

El último que dormía muy al fondo de la mansión era el

agregado diplomático, señor de la Soberbia, el galán Aamón,

conocido como Fabiano Stirge en el mundo de los mortales,

al cual yo, el escritor Byron Deford, tenía en alta estima, pues

me recordaba el modelo a seguir por su belleza, dignidad y

sobriedad, tanto en los ademanes como en sus trajes usados

en citas con empresarios, políticos, demiurgos, actrices de

cine latinoamericano y hollywoodense, y por supuesto con

otros colegas escritores a los que no veía con buen agrado.

Acepto que –y nunca lo oculté– su soberbia de demonio se

hermanaba con mi soberbia de humano.

Hago la observación de que, en las convenciones y ferias de

libros fuera de las fronteras de mi país, me hacía acompañar

por los siete demonios, pero permitía que el señor de la Soberbia

se presentara como el secretario personalísimo.

Retomo ideas anteriores: entonces, el día que morí y los

siete demonios se daban cuenta de mi ausencia, yo ya estaba

en el hospital.

miércoles, 6 de septiembre de 2023

—Le presento a mi séquito. NOVELA PRINCIPIOS NOCTURNOS FRAGMENTO




 —Le presento a mi séquito. Lo hago de uno en uno, pero

con el mínimo de formalidad, porque creo que a todos ya los

conoce —dije.

Realicé las presentaciones al poeta González y escuché una

voz:

302

—Maestro Deford —Era Aamón, que había interrumpido

protocolariamente, sin importar la risa histérica que me

ofrecía Pepe González—. Le presento también al escritor y

novelista Antonio Jiménez.

El aludido había tenido oportunidad de abrirse paso a

trompicones e informar a Aamón quién era, en una autopresentación

ridícula y grotesca, como después me enteré en

boca del propio Aamón.

—Mucho gusto, señor Deford —dijo Jiménez, con una

parquedad que más me parecía una actitud de igualarse con

mi persona y que pronto podría confirmar con las observaciones

de mi secretario, Belfegor.

Lo saludé. Antonio Jiménez era un tipo de piel morena, de

anteojos, de enorme boca y el cabello cortado al rape. Una

cintura pequeña y feminoide se le adivinaba cada vez que

su chaqueta se abría con el movimiento de sus brazos y no

podía ocultar un quiebre de cadera, aun cuando estábamos

charlando.

Terceando en las presentaciones, el poeta Pepe González

dijo:

—Dicen que su novela, Suicidio con boquitas pintadas, es el

nuevo canon de la posmodernidad. Acá se le tacha de genio,

una verdadera revolución dentro de la narrativa latinoamericana.

Algunos le dicen “el Borges centroamericano” y otros

lo llaman el “Cortázar centroamericano”, por sus textos lúdicos

en unos capítulos de su novela. Pero, otros lo consideran

de un barroquismo delirante y afirman que no existe

una novela tan bellamente escrita. Que es la “Gran Novela”

de finales del siglo XX y principios del XXI. Y, lo más importante,

que su novela posee un fin teleológico: el de educar,

como una nueva paideia.

Y a la mala disertación impostada por Pepe González

acerca de la obra de Jiménez, este exhibía una sonrisa de estúpida

superioridad.

—¿El nuevo canon de la posmodernidad? ¡Qué interesante!

—dijo Belfegor y me miró. Sin que nadie más que yo

pudiera escucharlo, mi primer secretario apuntó:

303

—Mienten, mi señor. Mienten... Aquí la tengo y ya la leí.

Cuando su sire estaba dando la charla en el Teatro Nacional,

pues, la leí. —Belfegor tenía el poder de leer al instante un

libro con solo tocarlo—. ¿Y sabe qué? No es una novela; se

le podría llamar texto delirante, no más.

Sus palabras me confundían. No entendí cómo una persona

era capaz de aceptar aquella rethaíla de palabras cursis

sobre su obra a sabiendas de que, en verdad, esta no poseía

ningún valor. Pero, era cierto, era así: el señor Antonio Jiménez

se mentía o, quizá, era tal su soberbia que realmente

se creyó toda la pantomima que su amigo Pepe González me

disparaba acerca de su grandiosa novela.

—Me siento abrumado con tanto epíteto para don Antonio

Jiménez —dije a Belfegor al oído. Luego, pregunté,

mientras Pepe González volvía a hablarle a Jiménez, quizá

para redondear más la inflada presentación—. Pero, ¿quién

ha hecho tales comentarios de esa novela? Porque, la persona

que da esas opiniones literarias debe de ser un sesudo

crítico de literatura, un verdadero catedrático, un profesor

universitario de una universidad europea o quizá de una de

las mejores universidades norteamericanas y yo no me he enterado.

Debe de ser alguien de noble entendimiento, quizás

un juez de autoridad. ¿Será?... —dije, conmovido y un poco

avergonzado por no conocer la obra de Antonio Jiménez.

Pensé que había fallado por no estar al tanto de las novedades,

de los últimos grandes comentarios literarios, y que,

sin saberlo, mis acompañantes habían dejado escapar una

noticia novelística como la de Suicidios con boquitas pintadas.

Entonces, Belfegor, con desprecio y burla, replicó:

—Pero, ¿qué dice sire? No, no, no; el que lo dice es un

mequetrefe, un periodista de esta pobre región centroamericana,

alguien sin importancia. Una persona que no posee

ni poseerá ningún peso literario, ni como crítico. Es su amigote

y de ahí que se exprese con tan barrocos y risibles comentarios.

Acuérdese de lo que hemos manifestado: aquí,

el mediocre ensalza al mediocre. Y noooo, no es una novela.

Repito: es un texto delirante y mal escrito que, como un mal

304

rompecabezas, a la hora de armarlo las piezas no calzan. Los

mediocres en esta pequeña república conspiran, pero conspiran

a su favor y han hecho creer a los menos duchos en las

artes que son La Prima Donna, con el perdón de usted, pues

La Prima Donna es el grupo al cual su excelencia pertenece.

¡Pero no es novela! Han hecho creer a los ilusos que es novela

y los ilusos desean creerlo. Además, es demasiada aburrida.

Detendré el tiempo para explicarle —dijo Belfegor, ahora

malhumorado.

GUILLERMO DE TORRE HISTORIA DE LITERATURAS DE VANGUARDIA TOMO III FRAGMENTO




 9

EL EXISTENCIALISMO COMO LITERATURA

Al igual que en el caso del personalismo, una

cuestión previa se nos impone abordar en el presente

capítulo. ¿Por qué incluir el existencialismo?

¿Acaso se trata de un movimiento literario?

No; corresponde contestar categóricamente: ni

sus orígenes ni sus propósitos últimos encajan

en el plano literario. Ahora bien, restaría por examinar

la estación intermedia: sus medios. Y en

este punto aparecen muy visibles sus conexiones

con lo literario, con aquella literatura que se pretende

aparentemente bordear o rebajar, pero en

la cual, de hecho, el existencialismo se inserta y

halla su más sonoro portavoz, cuando no frecuentemente

su expresión más lograda. ¿Por qué?

Porque la interacción entre pensamiento y vida,

así como también las interferencias entre filosofía,

o al menos determinada concepción del mundo,

y literatura, se han hecho durante los años

últimos más acusadas que nunca.

Diversos testimonios teóricos —aparte los empíricos—

formulados por Simone de Beauvoir, por

Sartre, inclusive por una figura algo lateral a-1

existencialismo, como Albert Camus, lo demuestran.

«El pensamiento abstracto —escribía el último

de los nombrados (Le mythe de Sisyphe,

1946)— reencuentra al fin su soporte carnal. Así

también los juegos novelescos del cuerpo y de las

pasiones se ordenan según las exigencias de una

visión del mundo. Ya no se cuentan 'historias'; se

crea un universo. Los grandes novelistas son novelistas

filósofos, es decir, lo contrario de escritores

de tesis. Así Balzac, Sade, Melville, Stendhal,

16 Existencialismo

Dostoievsky, Proust, Malraux, Kafka... La elección

que hacen, al escribir con imágenes, más que

con razonamientos, revela cierto pensamiento que

les es común, persuadidos como están de la inutilidad

de todo principio de explicación y convencidos

del mensaje enseñante que posee la apariencia

sensible. Consideran la obra de arte a la

vez como un fin y como un comienzo. Es la

consecuencia de una filosofía inexpresada, su ilustración

y su culmen.»

Por su parte, Simone de Beauvoir (en el ensayo

«Littérature et métaphysique» de Pour une morale

de Vambigüité), tras afirmar la relación entre novela

y metafísica, defiende que el pensamiento

existencial se exprese tanto por ficciones como

por medio de tratados teóricos. «Es un esfuerzo

por conciliar lo objetivo con lo subjetivo, lo abstracto

con lo relativo, lo temporal con lo histórico;

pretende captar el sentido en el corazón de la

existencia; y si la descripción de la esencia corresponde

a la filosofía propiamente dicha, sólo

la novela permitirá reconstruir en su verdad completa,

singular y temporal el flujo original de la

existencia.» «No se trata —añade— de que el escritor

explote, en un plano literario, verdades previamente

establecidas en el plano filosófico, sino

de manifestar un aspecto de la experiencia metafísica

que no puede expresarse de otro modo:

su carácter subjetivo, singular, dramático, y también

su ambigüedad; como quiera que la realidad

no es aprehensible por la sola inteligencia, ninguna

descripción intelectual podría darle expresión

adecuada.» De esta suerte —apostillaríamos—,

la meta propuesta por cada una de las obras

literarias adscritas genéricamente al existencialismo,

cada una de sus novelas y dramas, viene a

ser la proyección de un estado de conciencia, de

un problema filosófico o moral.

El alcance logrado por tales obras demuestra,

en primer término, no exactamente el triunfo o

la oportunidad de la literatura comprometida (en

su sentido más estricto —adelantemos—: responEl

existencialismo como literatura 17

sable), pero sí la superfluidad, cuando no el acabamiento,

de la literatura que algunos han llamado

«envilecida», y que menos ofensivamente tacharíamos

de «gratuita» puesto que frecuentemente

ni siquiera alcanza la categoría de «entretenida».

Por modo adverso, la literatura filosófica, no animada

por el soplo artístico, aquella —según escribía

Julien Benda— que no posee capacidad para

encarnar las ideas o los conceptos en seres vivos,

en situaciones trascendentes, es improbable que

pueda llegar muy lejos. Luego queda evidenciado

que al considerar como eje lo artístico —en cuantas

obras buscan la comunicabilidad— el arte no

está divorciado de nada, ni es incompatible con

ninguna técnica o teoría; al contrario, resulta su

complemento, su inexcusable soporte.

Desde luego, el existencialismo es fundamentalmente

una doctrina filosófica. Sin embargo, ¿cabe

acaso considerarle asimismo, dados sus medios

expresivos y sus repercusiones más notorias, como

una escuela, como un movimiento literario? Durante

algún tiempo, al promediar la época del 40,

pudo parecer así, pero no tardó en demostrarse

la inanidad de tal supuesto. Como quiera que —diríamos,

sin gran hipérbole— Francia no puede

vivir sin escuelas literarias, en el vacío que siguió

a la guerra quiso llenarse el hueco dejado por

el superrealismo con los primeros actos y ademanes

del existencialismo sartreano. Pero se confundió

la cáscara con la almendra. Se tomó cierta

aureola pintoresca, la pululación anecdótica y la

fauna más o menos amoral que poblaba entonces

los cafés y las «caves» de Saint-Germain-des-Prés

y aledaños, por la representación viva de un «modo

» literario. Los flecos de tal ornamento cubrieron

durante algún tiempo el verdadero rostro del

existencialismo. El absurdo, la nada, el pesimismo,

la ruptura total de convenciones no fueron tanto

expresiones «literarias» como epifenómenos de

una época de guerra, terror y demoliciones físicas,

a la par que morales. Con todo, resultó curioso

observar cómo una doctrina, «la menos escanda-

III.—2

18 Existencialismo

losa, la más austera, destinada estrictamente a

técnicos y filósofos» (según palabras del propio

Sartre), suscitara tales revuelos y equívocos. Cierto,

en última instancia, que una cosa es la doctrina,

a cuya entraña no es tan hacedero llegar,

y otra cosa la representación que todos alcanzan

de un mundo sacudido, de unos personajes turbios

como los que viven en las ficciones existencialistas.

Pero sucede que, en este aspecto, semejantes

caracteres literarios no señalan ninguna novedad

absoluta, ni siquiera una sorpresa. L. F. Céline,

pocos años antes, Henry Miller después, Lawrence

en la década del 30, Zola a comienzos de siglo,

son algunos precedentes que no pueden olvidarse.

Por lo demás, desde hace años veníase hablando

de una corriente «miserabilista» —el apelativo corresponde

a Jean Schlumberger— en la literatura

francesa, introducida quizá por el Voy age au bout

de la nuit del primero de los antes citados. Actitud

plural, desde luego, muy compartida, pero que no

podía erigirse al nivel de una concepción del mundo,

o asumir proyecciones filosóficas, ni menos

aún cristalizar en una escuela literaria. De ahí la

falta de epigonías sartreanas. El propio autor de

La nausée, cuando quiso enrostrársele la fecundación

de ciertos discípulos fáciles, hubo de reaccionar

así: «¿Discípulos míos? ¡Qué disparate!

¡Serán todo lo más juerguistas, bailarines!» Los

cambios y evoluciones de personas en su revista

Les Temps Modernes confirman su desinterés

—más que imposibilidad— de originar nada semejante

a una escuela En el primer número (octubre

de 1945) y algunos siguientes, junto al nombre

de Sartre, aparecen los de Raymond Aron, Simone

de Beauvoir, Michel Leiris, Maurice Merleau-Pon*

1 Apuntemos asimismo que lejos de pretender revelar

nuevas direcciones literarias, Les Temps Modernes ha tendido

sustancialmente a exponer existencias airadas o escabrosas:

así ya en los primeros números aparecen la "Vida

de un ladrón" (por Jean Génet), la de una prostituta, la

de un homosexual...

Momento de la postguerra 19

ty, Albert Olivier y Jean Paulhan. Pocos meses

después desaparecen todos del encabezamiento.

De hecho, como colaboradores asiduos, junto a los

nuevamente llegados, sólo quedaron los de Sartre,

Simone de Beauvoir y Merleau-Ponty; a partir de

cierto momento el del último desaparece —inclusive

se convierte en hostil, según muestra el capítulo

«Sartre et Tultra-bolchevisme» de su libro

Les aventures de la dialectique (1956)—; también

se distancia Robert Aron, como evidencian los

artículos de su libro Polémiques (1955); de suerte

que junto a Sartre la única figura que continúa

vigente (no diremos absolutamente fiel para no

anticipar las confidencias del tercer tomo de sus

memorias) en la tendencia existencialista, es la

de Simone de Beauvoir.

Tendencia: he allí la palabra que mejor conviene

acaso a tal corriente —antes que la de

escuela, inexistente como tal, según acabamos de

comprobar—; tendencia más literaria, al cabo, que

filosófica, ya que ni Sartre ni Simone de Beauvoir

han incurrido nunca en el fácil desliz de abominar

de las letras ni tampoco —pese a su creciente

«politización»— de su condición de literatos. En

este punto, y en contraste con otras mutaciones,

la continuidad de Sartre es incuestionable. Pese a

varias mutaciones, siguen siendo válidas las palabras

con que cierra su presentación de Les Temps

Modernes (1945) (ahora en Situations, I): «En la

literatura comprometida el compromiso no debe

hacer olvidar en ningún caso que nuestra preocupación

debe ser la de servir a la literatura, infundiéndole

sangre nueva», si bien luego añade:

«tanto como la de servir a la colectividad, dándole

la literatura que le conviene».

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