Prólogo
Lo Barroco, de Eugenio d’Ors, es uno de los poquísimos textos teóricos
españoles de carácter histórico-artístico y estético, tomados en
consideración por la crítica universal.
Desde que en 1935 apareció la cuidadosa traducción francesa publicada
por Gallimard, obra de Agathe Rouar-Valery, las ingeniosas, inteligentes,
y tantas veces profundas, reflexiones de D’Ors sobre el fenómeno
barroco pasaron a ser de cita obligada para quienes se
ocuparon, en toda Europa, de ese mundo sugestivo, seductor y complejo
del barroco, todavía en gran medida sometido a la inercia peyorativa
que había acumulado sobre él la tradición académica, aún en
plena vigencia en aquellos años en los países latinos.
Baste recordar que, todavía en 1923, Benedetto Croce, que aceptaba
la denominación de «etá barocca» para designar el siglo xvn e
insistía en los valores del pensamiento, la poesía y la vida moral del
siglo, consideraba, sin embargo, que el arte de ese tiempo, al menos
en los países sometidos a la Iglesia —Italia, España, la Alemania católica—,
no era sino la expresión de un delirio decadente, contorsiones
vacías, sin valor positivo alguno: «una de las variedades de lo feo»,
como recuerda el propio D’Ors.
Los años que siguieron a la Primera Guerra Mundial fueron de muy
amplia polémica cultural y moral. Se intentaba, en los espíritus más
limpios, poner en pie un humanismo nuevo basado en un más hondo
conocimiento de las realidades de la cultura y de la historia.
Las barbaries del nazismo se incubaban ya, pero ajenas y ciegas a
su terrible realidad, ciertas elites se reunían en coloquios refinados
para discutir puntos sutiles de exquisita intelectualidad, vueltas sobre
sí mismas, inquisidoras de lo que podría unir a los pueblos de Europa.
Los Entretiens que se organizaban en la abadía cisterciense de Pontigny
en la Borgoña —no lejos de Chablis, «célebre en el libro de oro
de Dionisios», como anota D’Ors con sensual ironía— centraron en
1920 la discusión, por iniciativa de Paul Desjardins, sobre el alcance y
el significado de los términos «barroco» y «barroquismo».
Recientes estaban los Conceptos fundamentales de la Historia del
Arte de Woelflin (1915) de amplia resonancia, la traducción francesa
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10 EUGENIO D’ORS
(1920) de la Praga barroca de Ame Novak, cuya edición checa es
también de 1915, o la Roma barroca de Antonio Muñoz (1919), obras
todas que atestiguan el despertar del interés por el mundo barroco, ligado
en ocasiones a fenómenos de carácter político, nacionalista o religioso,
que culminan en el libro, bien conocido, de Wemer Weisbach
El barroco, arte de la Contrarreforma, cuya edición original es de 1921.
En ese ambiente de renovación y curiosidad por el fenómeno del
barroquismo, que va liberándose a duras penas de los prejuicios que
habían de perdurar todavía largo tiempo en la conciencia popular (y
que en España, por ejemplo, seguirá hasta nuestros días, llamando
«churrigueresco» a lo recargado, al «colmo del mal gusto sin excusa
»), la brillante argumentación D’Ors en Pontigny causó una evidente
sensación, que el libro no hizo luego sino corroborar y difundir.
Lo Barroco —no ya el barroco histórico— se presentaba brillantemente
como algo supratemporal; como una constante, una categoría,
un eón en la terminología dorsiana, que permitía presentar, —con vestiduras
diversas y en diversos momentos de la Historia— una realidad
presente y renovada, en contraposición perpetua al eón clásico, su
contrafigura.
Los defensores del barroco histórico hubieron de admitir en aquellas
memorables «Décadas de Pontigny» —a veces con aire de auténtica
«conversión» tal como de modo un tanto interesado cuenta
D’Ors— que el barroco del siglo xvn no era sino una de las muchas
objetivizaciones posibles del barroco dorsiano.
La ingeniosa exposición del filósofo español, provista de la brillantez
apasionada y un tanto irónica que su agudeza proporcionaba,
ofrece toda una historia natural del barroco, donde, al modo de los géneros
y las especies de la zoología o la botánica, se ordenan en divertida
sucesión —de mmusante et amusée» la calificó Pierre Lavedan—
las diversas objetivizaciones del eón barroco a lo largo de la historia,
descritas en un latín a veces macarrónico —«que los médicos de Moliere,
de haber podido conocerlo no habrían desaprobado», en palabras
de Yves Bottineau—- (Barocchus macedónicas, alexandrinus, romañus,
góticas, manuelinus, tridenünus sive jusuiticus,finisecularis,
posteabelicus) o aquellas manifestaciones populares, intemporales y
licenciosas que, como el folclore campesino o el carnaval (Barocchus
vulgaris y Barocchus officinalis), se escapan un poco al rigor cronológico
y representan, también, la vitalidad constante del espíritu de lo
barroco, tal como lo entiende nuestro autor.
En realidad, la dualidad del eón barroco y el eón clásico, como dos
entendimientos absolutamente contrapuestos de la vida y del arte, no es
LO BARROCO 11
sino la traslación a un plano abstracto, más brillante y cargado de otras
resonancias culturalistas, del riguroso análisis de Woélfíin, al contraponer
sus parejas de conceptos, y definir con ellas dos tipos de creación
artística, que, aunque él ejemplarizaba con obras del renacimiento y del
barroco histórico, podían también, sin dificultad alguna, trasponerse a
otros momentos de la historia artística. Aunque D’Ors obligue a aceptar
el barroco woelfliniano como uno de los infinitos barrocos dorsianos
posibles, lo cierto es que, como ha subrayado Víctor L, Tapie, «los
Conceptos fundamentales de Woelflin habían ya sentado la primera
piedra del templo que se estaba levantando al Barroco eterno», del cual
iba D’Ors a ser reconocido como el más brillante arquitecto.
Educado desde una voluntad y vocación de clasicismo y razón, el
maestro catalán evoca su relación con el mundo barroco como una novela
y aún «novela autobiográfica», en la que el pensador severo va
descubriendo lentamente los encantos —turbadores todavía— de esa
misteriosa categoría, lo barroco, que se le ofrece una y otra vez, con
aspectos múltiples bajo rostros cambiantes, en lugares y circunstancias
diversas y siempre igualmente seductoras.
El libro se abre con unas páginas fechadas nada menos que en 1908
dedicadas al «maldito» Churriguera, «sirena deliciosa», anunciando
para él «una hora próxima de justiciera venganza». Es evidente que la
sensibilidad aguda del maestro supo advertir la validez profunda del
barroquismo español y adivinar su resurrección cuando más radical
era su negación entre nosotros.
Sin embargo, su demasiado tajante contraposición entre lo clásico
—razón, equilibrio y mesura;—, de una parte, y lo barroco —irracionalidad,
instinto y sensualidad—, de otra, parece llevar implícita, por
más que intente ponerlo a salvo en varias ocasiones, una evidente —y
peligrosa— condenación de lo segundo, aceptado sólo como una debilidad,
como una concesión pecaminosa.
Lo Barroco es posterior, en su redacción definitiva, a las famosísimas
Tres horas en el Museo del Prado (1922), donde aparece ya la
brillante imagen —fórmula le llama el autor— de las «formas que pesan
» y «las formas que vuelan», para definir, con gráfica oposición,
las dos morfologías, clásica y barroca.
La vieja contraposición de lo apolíneo y lo dionisíaco, resuelta apasionadamente
en el Nietzsche zaratustriano a favor del arrebato irracional,
iluminado y creador, se plantea de nuevo en estas páginas, recurriendo
a veces a ejemplos y alusiones que subrayan, para el
barroco, un carácter de marginalidad, de paréntesis, frente a la dignidad
severa del clasicismo:
12 EUGENIO D’ORS
«Conviene que, así Anteo al contacto con la tierra, la Cultura venga
de cuando en cuando a refrescarse en las aguas vivas —vivas y turbias—
del Barroco Carnaval, vacaciones de la Historia.»
A pesar de su evidente «enamoramiento» del barroco, y de sus esfuerzos
por subrayar su eternidad y su vigencia, parece estar siempre
presente en D’Ors su preferencia clásica, y una y otra vez se recurre a
la imagen de la fiebre, del arrebato, de la disolución panteística del yo,
de la enfermedad incluso, para acotar la noción de barroco, aunque precise
que la enfermedad ha de entenderse en el sentido en que Michelet
dice que «la mujer es una eterna enferma». Lo que no deja tampoco de
ser bien sintomático de una actitud de superioridad de lo varonil.
Víctor L. Tapié, que años más tarde abordó el barroco histórico con
muy otro bagaje —y muy lejos de lo que señala como «metafísica del
barroco» a que D’Ors se aboca—, ha subrayado cómo el barroco histórico
que hoy consideramos ha sido, con frecuencia, intérprete de valores
bien asentados: la gloria, la fuerza, el poder, la libertad, la fe, el
sacrificio...: «¿Diremos que éstos son florecimientos viciosos, disolución
del yo?», observa con acierto.
El grave riesgo de la actitud de D’Ors ante lo barroco es que sutilmente,
al aceptarlo en paralelo constante con la racionalidad del clasicismo,
justifica de algún modo su condenación pasada o futura.
Y, al intentar oficiar de profeta y oráculo del juego alternativo de ambos
eones, no deja de manifestarse su espíritu de orden y jerarquía, que
habría, bien poco tiempo después, hacer de él un decorativo gerifalte de
los primeros años del Movimiento Nacional español. Suponía, para «las
horas del siglo xx que vamos a vivir», una etapa de «Clasicismo, de
restauración de la inteligencia, de vocación de conciencia —o de sobreconciencia—,
de logro de unidad». Tras el mundo de entreguerras, en
el que había crecido un arte desgarrado, crispado: «una especie de recaída,
una vuelta al Ochocientos, de orientación panteística —“todo es
relativo...”, “no existen ni el bien ni el mal...”, “ni la belleza ni la fealdad...”,
“no hay pecado”— y de color alejandrino también», D’Ors entreveía
un «regresó al orden», una «hueva objetividad». Los hubo, ciertamente,
pero no tardaron en cegarse con los fuegos del fascismo y el
nazismo. Y el barroco «posteabelicus», en el lenguaje dorsiano, iba a
ser bien pronto anatematizado con el calificativo de «arte degenerado».
La dicotomía resultó, sin duda, ciertamente peligrosa.
¿Cuál puede ser hoy el valor de las páginas de D’Ors? En términos
generales, el concepto de barroco artístico que hoy habitualmente usamos
se ha ido circunscribiendo, de modo cada vez más preciso, a un
ámbito cronológico más reducido. Se ha llegado a escribir un valiosíLO
BARROCO 13
simo texto con el título, casi provocador por su limitación temporal,
de «Mille seicento trenta, o sia il Barocco»; procurando una más
exacta definición cronológica y unos puntos de partida o de referimiento
más precisos. Se ha ido acotando su contenido al mundo del
siglo xvn y comienzos del xvni, y se ha ahondado en sus conexiones
con el mundo de la literatura, la retórica y la teoría política de ese
tiempo. Se ve en él un arte en el que el halago de los sentidos encaminaba
a la persuación a través de las formas: arte para las masas, retórico
y complejo, pero eficaz a través de los recursos del boato opulento
y adormecedor: sensualista y naturalista.
Los juegos intelectuales que D’Ors ofrecía y su sugestiva historia
natural del «género barroco», han quedado un tanto atrás. Si bien
algunos fenómenos culturales del pasado —alejandrinismo o mundo
romano— ofrecen indudables concomitancias con el fenómeno del barroco
«histórico» tal como hoy se entiende, las investigaciones recientes
han puesto de manifiesto la radical diferencia, en lo profundo, de
otros fenómenos que D’Ors incluía en su esquema y que, en un más
atento análisis desde sus aspectos históricos, sociológicos o morales,
se muestran bien diversos en su sustancia, aunque haya evidentes—y
superficiales— analogías entre ellos.
Especialmente el manierismo, que se insertaba en su tabla como
«Barocchus maniera», se ha mostrado, al ahondar en su trasfondo,
como algo radicalmente distinto, no tanto en sus formas —lo que podía
poner en cuestión la validez de análisis apoyados sólo en la simple
contraposición de «formas que vuelan» y «formas que pesan»—, sino
en sus condicionamientos más profundos y muy especialmente en su
actitud ante el mundo de lo sensible.
Frente a la concepción intelectualizada y metafísica de nuestro filósofo,
la crítica de los últimos años ha ido profundizando en aspectos
más precisos, poniendo a contribución la sociología, la psicología y la
economía incluso.
Y aunque existen evidentes analogías —en cuya detección fue sin
duda D’Ors excepcional piloto— entre las creaciones artísticas de momentos
diversos de la historia, las diferencias profundas son de tal entidad,
que las semejanzas formales pasan a un muy segundo lugar en
términos de rigor analítico.
Si hoy hubiésemos de descubrir, buscando, una especie de vínculo
común entre las artes que se emparentan a través de los siglos, habríamos
quizás de ceñimos no a la inmanencia de los eones, sino a relaciones,
más claramente definibles, del diálogo del artista con su medio
y la realidad —social, económica, política, religiosa— que le rodea.
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En la aceptación sumisa y gozosa de cuanto el mundo ofrece estaría
quizás la fundamentación de los barroquismos a lo largo de la historia.
Arte de exaltación, de goce, de complacencia en los bienes del mundo
y de aceptación también —desde la fe—, incluso de los aspectos negativos
de la realidad: fealdad, muerte, violencia, que se insertan sin
dificultad en una totalidad. Arte capaz de conducir, de arrastrar, de
arrebatar también con el halago. Al servicio tantas veces de un poder
que se acepta y se exalta, sin discusión.
En la aceptación «crítica» del mundo, formulando salvedades y juicios
valorativos, sometiendo la realidad circundante a un minucioso
análisis, buscando lo que se piensa que puede tener valor universal y
modélico, y rechazando lo que se considera accidental y contingente,
para crear arquetipos que encamen no lo que es, sino lo que «debe
ser», tendríamos las actitudes clasicistas, con su peligro de rigorismo
académico en los espíritus carentes de la suficiente fuerza creadora
para verificar por sí mismos la difícil operación del análisis de lo real.
Y con el riesgo, también, de proyectar lo ético sobre lo estético y llenar
las artes de buenas intenciones y frío didactismo.
Orden y claridad, ejemplaridad, belleza «definida» y enseñable, carácter
modélico, rigor, al servicio de la razón, de la prudencia. Arte
especialmente adecuado para las sociedades «ilustradas», para los momentos
de dominio «culto», para los sectores de educación con pretensión
universalista y totalizadora.
Y, por último, cabe la actitud de rechazo radical del mundo visible;
la negación de la realidad sensible exterior, la complacencia en lo más
hondo del individuo (el sueño, el sexo), como refugio frente a una realidad
hostil, ingrata, incomprensible o arbitraria. Elementos de esa realidad
se han de introducir, como es inevitable, en las creaciones del
artista que adopte esta actitud, pero se presentarán en ellas, desjerarquizada,
misteriosa o absurda, tal como aparecen en el sueño.
El desprecio a las leyes de lo verosímil y a las convenciones de la
realidad sensible son constantes en este tercer caso, y una carga de
singularidad irrepetible, de capricho y de arbitrariedad —entendida
desde el mundo de la razón— desborda esas creaciones que sólo pueden
ser gozadas desde la complicidad, desde la exquisita torre de marfil
de quienes pueden desentenderse de las realidades cotidianas, o
desde la rabia, solitaria y destructora, de quienes se sienten arrancados
de todo compromiso.
El mundo que hoy llamamos «manierismo», y que también se ha
manifestado en diversos momentos de la historia —las «épocas inciertas
», en que los principios se tambalean y las convicciones hacen criLO
BARROCO 15
sis— responde a esa actitud, en la que los artistas —como los poetas—
actúan, inconscientemente, de notarios de la disolución.
Estas consideraciones, que podrían dar lugar a reflexiones que me
alejarían mucho de D’Ors y su libro, explican, de un modo más próximo
a nuestra sensibilidad de hoy, esas evidentes concomitancias de
ciertas formas artísticas por encima de las limitaciones del tiempo y la
historia, y ayudan a precisar, también, aspectos que en la obra dorsiana
quedan sin justificación alguna.
Pero el gran éxito de D’Ors, y las razones de su relativa vigencia,
está sobre todo en la magia de su escritura, capaz de servirse de la erudición
más recóndita, junto a la expresión más desgarrada y popular.
El tono, siempre doctamente didáctico, que a veces puede resultar casi
pedantesco, se compensa sobradamente con los hallazgos de ingenio,
con la metáfora brillante o el aforismo rotundo.
Frente al preciso y sistemático análisis de Woélflin, absolutamente
germánico en su rectilíneo desarrollo, D’Ors da una impresión que podría
decirse impresionista, saltando de la filosofía a la historia, de la
escultura o la arquitectura a la lírica, de la pintura a la matemática moderna;
desplegando su amplísimo abanico de referencias múltiples, insertas
en la llamada «ciencia de la cultura», aspiración la más rotunda
de su espíritu, tendente a la unidad sintética y analógica, pero partiendo
siempre de lo más menudo, «la Anécdota», para elevarla a la
«Categoría».
Quizás hoy las elucubraciones de D’Ors sobre lo barroco hayan de
ser vistas como brillantes juegos intelectuales, al margen de la línea
habitual en que se mueven en nuestros días la investigación y la especulación
crítica sobre este fascinante capítulo de la historia de la Cultura.
Y si bien «el Barroco» parece ser, ya para siempre, un fenómeno
cultural bien definido en el tiempo —siglo xvn y primeras décadas
del x v iii— , que cristaliza en muy específicas realizaciones artísticas,
crecidas al par que las realidades políticas y sociales de aquel tiempo,
«el barroquismo» y «lo barroco» continúan siendo conceptos usados
con un valor universal, en un modo que no es ajeno al que D’Ors hubo
de darle en estas páginas de imperecedera fascinación.
A lfonso E. Pérez Sánchez
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