lunes, 11 de septiembre de 2023

¿Y el pacto? ¿De qué se trataba el pacto entre los siete demonios y mi persona? FRAGMENTO NOVELA


 



¿Y el pacto? ¿De qué se trataba el pacto entre los siete

demonios y mi persona?

¡Nada nuevo en la historia de la literatura universal! Yo

conseguiría ser el número uno, el gran escritor. Revolucionaría

las estructuras novelísticas, revolucionaría la lengua

castellana como otro Rubén Darío y, a cambio, al morir les

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daría mi alma, mi alma quedaría al servicio del Diablo Mayor.

Más, con el trato existía una oportunidad de no quedar a sus

órdenes y de la cual más adelante hablaré.

Y esa mañana, entonces, la señora Muerte, llegó al despuntar

el alba, a hurtadillas, porque no deseaba enfrentarse,

ni discutir con ninguno de mis secretarios acerca de mi último

viaje.

Esfria, padre de la lujuria y embajador itinerante, demonio

de la Edad Media, yacía en las recámaras contiguas a la mía

con una vedette de nombre Himenea, quien adornaba como

un lupanar de la belle epoque parisina el recinto para satisfacer

a su invitada: ornamentación barroca.

El ministro sin cartera Malfas, señor de la Gula, amo de la

inmundicia, constructor y arquitecto de fortalezas y quien

construía las mansiones una vez a mi servicio, destructor de

mis enemigos literarios, amo indiscreto de las orgías opíparas,

dormía satisfecho por una noche libertina con amigos

(diablos inferiores), quienes saciaban con varios toneles de

vino chianti la comilona con ordenanzas de perdices, lampreas

y todos los platos marinos del Mediterráneo.

El consejero editor y presidente del Senado de los Demonios,

Adremelech, dormitaba a unas dos habitaciones más a

la izquierda de Malfas. Adremelech, señor de la Avaricia, en

medio del duermevela desplegaba una y otra vez un enorme

pergamino en una destartalada mesilla de caoba. ¿La labor?

Debía rendir cuentas al diablo supremo para un listado de

tareas resumidas esa semana y que debían cumplir. Anoto

también que el consejero Adremelech se hacía acompañar de

un solo cirio que proyectaba la mínima luz en su habitación.

Contrario a lo que los diablos temían cada mañana, el

segundo secretario, el señor de la Ira, habilidoso en hacer

espionaje a mis otros colegas de cuanto escribían, el señor

Nergal, alias Gilles II de Rais, dormía con placidez porque

la noche anterior había sido el promotor de un pleito en una

taberna en donde morían dos jovenzuelos en disputa por

amores hacia una Mesalina del lupanar y taberna improvisada

en donde habían pasado la noche.

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El tercer secretario, Goodfellow, señor de la Envidia, alias

Gorgus Black, demonio menor de los viejos aquelarres en

la época shakesperiana, no ponía atención por ningún ruido

que pudiera existir en la mañana. Quizá la misma envidia lo

aquietaba, porque lo corroía el suponer que él estaría desvelado

y los otros diablos dormían. Entonces, Goodfellow

cabeceaba con Morfeo.

El último que dormía muy al fondo de la mansión era el

agregado diplomático, señor de la Soberbia, el galán Aamón,

conocido como Fabiano Stirge en el mundo de los mortales,

al cual yo, el escritor Byron Deford, tenía en alta estima, pues

me recordaba el modelo a seguir por su belleza, dignidad y

sobriedad, tanto en los ademanes como en sus trajes usados

en citas con empresarios, políticos, demiurgos, actrices de

cine latinoamericano y hollywoodense, y por supuesto con

otros colegas escritores a los que no veía con buen agrado.

Acepto que –y nunca lo oculté– su soberbia de demonio se

hermanaba con mi soberbia de humano.

Hago la observación de que, en las convenciones y ferias de

libros fuera de las fronteras de mi país, me hacía acompañar

por los siete demonios, pero permitía que el señor de la Soberbia

se presentara como el secretario personalísimo.

Retomo ideas anteriores: entonces, el día que morí y los

siete demonios se daban cuenta de mi ausencia, yo ya estaba

en el hospital.

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