¿Y el pacto? ¿De qué se trataba el pacto entre los siete
demonios y mi persona?
¡Nada nuevo en la historia de la literatura universal! Yo
conseguiría ser el número uno, el gran escritor. Revolucionaría
las estructuras novelísticas, revolucionaría la lengua
castellana como otro Rubén Darío y, a cambio, al morir les
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daría mi alma, mi alma quedaría al servicio del Diablo Mayor.
Más, con el trato existía una oportunidad de no quedar a sus
órdenes y de la cual más adelante hablaré.
Y esa mañana, entonces, la señora Muerte, llegó al despuntar
el alba, a hurtadillas, porque no deseaba enfrentarse,
ni discutir con ninguno de mis secretarios acerca de mi último
viaje.
Esfria, padre de la lujuria y embajador itinerante, demonio
de la Edad Media, yacía en las recámaras contiguas a la mía
con una vedette de nombre Himenea, quien adornaba como
un lupanar de la belle epoque parisina el recinto para satisfacer
a su invitada: ornamentación barroca.
El ministro sin cartera Malfas, señor de la Gula, amo de la
inmundicia, constructor y arquitecto de fortalezas y quien
construía las mansiones una vez a mi servicio, destructor de
mis enemigos literarios, amo indiscreto de las orgías opíparas,
dormía satisfecho por una noche libertina con amigos
(diablos inferiores), quienes saciaban con varios toneles de
vino chianti la comilona con ordenanzas de perdices, lampreas
y todos los platos marinos del Mediterráneo.
El consejero editor y presidente del Senado de los Demonios,
Adremelech, dormitaba a unas dos habitaciones más a
la izquierda de Malfas. Adremelech, señor de la Avaricia, en
medio del duermevela desplegaba una y otra vez un enorme
pergamino en una destartalada mesilla de caoba. ¿La labor?
Debía rendir cuentas al diablo supremo para un listado de
tareas resumidas esa semana y que debían cumplir. Anoto
también que el consejero Adremelech se hacía acompañar de
un solo cirio que proyectaba la mínima luz en su habitación.
Contrario a lo que los diablos temían cada mañana, el
segundo secretario, el señor de la Ira, habilidoso en hacer
espionaje a mis otros colegas de cuanto escribían, el señor
Nergal, alias Gilles II de Rais, dormía con placidez porque
la noche anterior había sido el promotor de un pleito en una
taberna en donde morían dos jovenzuelos en disputa por
amores hacia una Mesalina del lupanar y taberna improvisada
en donde habían pasado la noche.
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El tercer secretario, Goodfellow, señor de la Envidia, alias
Gorgus Black, demonio menor de los viejos aquelarres en
la época shakesperiana, no ponía atención por ningún ruido
que pudiera existir en la mañana. Quizá la misma envidia lo
aquietaba, porque lo corroía el suponer que él estaría desvelado
y los otros diablos dormían. Entonces, Goodfellow
cabeceaba con Morfeo.
El último que dormía muy al fondo de la mansión era el
agregado diplomático, señor de la Soberbia, el galán Aamón,
conocido como Fabiano Stirge en el mundo de los mortales,
al cual yo, el escritor Byron Deford, tenía en alta estima, pues
me recordaba el modelo a seguir por su belleza, dignidad y
sobriedad, tanto en los ademanes como en sus trajes usados
en citas con empresarios, políticos, demiurgos, actrices de
cine latinoamericano y hollywoodense, y por supuesto con
otros colegas escritores a los que no veía con buen agrado.
Acepto que –y nunca lo oculté– su soberbia de demonio se
hermanaba con mi soberbia de humano.
Hago la observación de que, en las convenciones y ferias de
libros fuera de las fronteras de mi país, me hacía acompañar
por los siete demonios, pero permitía que el señor de la Soberbia
se presentara como el secretario personalísimo.
Retomo ideas anteriores: entonces, el día que morí y los
siete demonios se daban cuenta de mi ausencia, yo ya estaba
en el hospital.
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