—Le presento a mi séquito. Lo hago de uno en uno, pero
con el mínimo de formalidad, porque creo que a todos ya los
conoce —dije.
Realicé las presentaciones al poeta González y escuché una
voz:
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—Maestro Deford —Era Aamón, que había interrumpido
protocolariamente, sin importar la risa histérica que me
ofrecía Pepe González—. Le presento también al escritor y
novelista Antonio Jiménez.
El aludido había tenido oportunidad de abrirse paso a
trompicones e informar a Aamón quién era, en una autopresentación
ridícula y grotesca, como después me enteré en
boca del propio Aamón.
—Mucho gusto, señor Deford —dijo Jiménez, con una
parquedad que más me parecía una actitud de igualarse con
mi persona y que pronto podría confirmar con las observaciones
de mi secretario, Belfegor.
Lo saludé. Antonio Jiménez era un tipo de piel morena, de
anteojos, de enorme boca y el cabello cortado al rape. Una
cintura pequeña y feminoide se le adivinaba cada vez que
su chaqueta se abría con el movimiento de sus brazos y no
podía ocultar un quiebre de cadera, aun cuando estábamos
charlando.
Terceando en las presentaciones, el poeta Pepe González
dijo:
—Dicen que su novela, Suicidio con boquitas pintadas, es el
nuevo canon de la posmodernidad. Acá se le tacha de genio,
una verdadera revolución dentro de la narrativa latinoamericana.
Algunos le dicen “el Borges centroamericano” y otros
lo llaman el “Cortázar centroamericano”, por sus textos lúdicos
en unos capítulos de su novela. Pero, otros lo consideran
de un barroquismo delirante y afirman que no existe
una novela tan bellamente escrita. Que es la “Gran Novela”
de finales del siglo XX y principios del XXI. Y, lo más importante,
que su novela posee un fin teleológico: el de educar,
como una nueva paideia.
Y a la mala disertación impostada por Pepe González
acerca de la obra de Jiménez, este exhibía una sonrisa de estúpida
superioridad.
—¿El nuevo canon de la posmodernidad? ¡Qué interesante!
—dijo Belfegor y me miró. Sin que nadie más que yo
pudiera escucharlo, mi primer secretario apuntó:
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—Mienten, mi señor. Mienten... Aquí la tengo y ya la leí.
Cuando su sire estaba dando la charla en el Teatro Nacional,
pues, la leí. —Belfegor tenía el poder de leer al instante un
libro con solo tocarlo—. ¿Y sabe qué? No es una novela; se
le podría llamar texto delirante, no más.
Sus palabras me confundían. No entendí cómo una persona
era capaz de aceptar aquella rethaíla de palabras cursis
sobre su obra a sabiendas de que, en verdad, esta no poseía
ningún valor. Pero, era cierto, era así: el señor Antonio Jiménez
se mentía o, quizá, era tal su soberbia que realmente
se creyó toda la pantomima que su amigo Pepe González me
disparaba acerca de su grandiosa novela.
—Me siento abrumado con tanto epíteto para don Antonio
Jiménez —dije a Belfegor al oído. Luego, pregunté,
mientras Pepe González volvía a hablarle a Jiménez, quizá
para redondear más la inflada presentación—. Pero, ¿quién
ha hecho tales comentarios de esa novela? Porque, la persona
que da esas opiniones literarias debe de ser un sesudo
crítico de literatura, un verdadero catedrático, un profesor
universitario de una universidad europea o quizá de una de
las mejores universidades norteamericanas y yo no me he enterado.
Debe de ser alguien de noble entendimiento, quizás
un juez de autoridad. ¿Será?... —dije, conmovido y un poco
avergonzado por no conocer la obra de Antonio Jiménez.
Pensé que había fallado por no estar al tanto de las novedades,
de los últimos grandes comentarios literarios, y que,
sin saberlo, mis acompañantes habían dejado escapar una
noticia novelística como la de Suicidios con boquitas pintadas.
Entonces, Belfegor, con desprecio y burla, replicó:
—Pero, ¿qué dice sire? No, no, no; el que lo dice es un
mequetrefe, un periodista de esta pobre región centroamericana,
alguien sin importancia. Una persona que no posee
ni poseerá ningún peso literario, ni como crítico. Es su amigote
y de ahí que se exprese con tan barrocos y risibles comentarios.
Acuérdese de lo que hemos manifestado: aquí,
el mediocre ensalza al mediocre. Y noooo, no es una novela.
Repito: es un texto delirante y mal escrito que, como un mal
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rompecabezas, a la hora de armarlo las piezas no calzan. Los
mediocres en esta pequeña república conspiran, pero conspiran
a su favor y han hecho creer a los menos duchos en las
artes que son La Prima Donna, con el perdón de usted, pues
La Prima Donna es el grupo al cual su excelencia pertenece.
¡Pero no es novela! Han hecho creer a los ilusos que es novela
y los ilusos desean creerlo. Además, es demasiada aburrida.
Detendré el tiempo para explicarle —dijo Belfegor, ahora
malhumorado.
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