miércoles, 6 de septiembre de 2023

GUILLERMO DE TORRE HISTORIA DE LITERATURAS DE VANGUARDIA TOMO III FRAGMENTO




 9

EL EXISTENCIALISMO COMO LITERATURA

Al igual que en el caso del personalismo, una

cuestión previa se nos impone abordar en el presente

capítulo. ¿Por qué incluir el existencialismo?

¿Acaso se trata de un movimiento literario?

No; corresponde contestar categóricamente: ni

sus orígenes ni sus propósitos últimos encajan

en el plano literario. Ahora bien, restaría por examinar

la estación intermedia: sus medios. Y en

este punto aparecen muy visibles sus conexiones

con lo literario, con aquella literatura que se pretende

aparentemente bordear o rebajar, pero en

la cual, de hecho, el existencialismo se inserta y

halla su más sonoro portavoz, cuando no frecuentemente

su expresión más lograda. ¿Por qué?

Porque la interacción entre pensamiento y vida,

así como también las interferencias entre filosofía,

o al menos determinada concepción del mundo,

y literatura, se han hecho durante los años

últimos más acusadas que nunca.

Diversos testimonios teóricos —aparte los empíricos—

formulados por Simone de Beauvoir, por

Sartre, inclusive por una figura algo lateral a-1

existencialismo, como Albert Camus, lo demuestran.

«El pensamiento abstracto —escribía el último

de los nombrados (Le mythe de Sisyphe,

1946)— reencuentra al fin su soporte carnal. Así

también los juegos novelescos del cuerpo y de las

pasiones se ordenan según las exigencias de una

visión del mundo. Ya no se cuentan 'historias'; se

crea un universo. Los grandes novelistas son novelistas

filósofos, es decir, lo contrario de escritores

de tesis. Así Balzac, Sade, Melville, Stendhal,

16 Existencialismo

Dostoievsky, Proust, Malraux, Kafka... La elección

que hacen, al escribir con imágenes, más que

con razonamientos, revela cierto pensamiento que

les es común, persuadidos como están de la inutilidad

de todo principio de explicación y convencidos

del mensaje enseñante que posee la apariencia

sensible. Consideran la obra de arte a la

vez como un fin y como un comienzo. Es la

consecuencia de una filosofía inexpresada, su ilustración

y su culmen.»

Por su parte, Simone de Beauvoir (en el ensayo

«Littérature et métaphysique» de Pour une morale

de Vambigüité), tras afirmar la relación entre novela

y metafísica, defiende que el pensamiento

existencial se exprese tanto por ficciones como

por medio de tratados teóricos. «Es un esfuerzo

por conciliar lo objetivo con lo subjetivo, lo abstracto

con lo relativo, lo temporal con lo histórico;

pretende captar el sentido en el corazón de la

existencia; y si la descripción de la esencia corresponde

a la filosofía propiamente dicha, sólo

la novela permitirá reconstruir en su verdad completa,

singular y temporal el flujo original de la

existencia.» «No se trata —añade— de que el escritor

explote, en un plano literario, verdades previamente

establecidas en el plano filosófico, sino

de manifestar un aspecto de la experiencia metafísica

que no puede expresarse de otro modo:

su carácter subjetivo, singular, dramático, y también

su ambigüedad; como quiera que la realidad

no es aprehensible por la sola inteligencia, ninguna

descripción intelectual podría darle expresión

adecuada.» De esta suerte —apostillaríamos—,

la meta propuesta por cada una de las obras

literarias adscritas genéricamente al existencialismo,

cada una de sus novelas y dramas, viene a

ser la proyección de un estado de conciencia, de

un problema filosófico o moral.

El alcance logrado por tales obras demuestra,

en primer término, no exactamente el triunfo o

la oportunidad de la literatura comprometida (en

su sentido más estricto —adelantemos—: responEl

existencialismo como literatura 17

sable), pero sí la superfluidad, cuando no el acabamiento,

de la literatura que algunos han llamado

«envilecida», y que menos ofensivamente tacharíamos

de «gratuita» puesto que frecuentemente

ni siquiera alcanza la categoría de «entretenida».

Por modo adverso, la literatura filosófica, no animada

por el soplo artístico, aquella —según escribía

Julien Benda— que no posee capacidad para

encarnar las ideas o los conceptos en seres vivos,

en situaciones trascendentes, es improbable que

pueda llegar muy lejos. Luego queda evidenciado

que al considerar como eje lo artístico —en cuantas

obras buscan la comunicabilidad— el arte no

está divorciado de nada, ni es incompatible con

ninguna técnica o teoría; al contrario, resulta su

complemento, su inexcusable soporte.

Desde luego, el existencialismo es fundamentalmente

una doctrina filosófica. Sin embargo, ¿cabe

acaso considerarle asimismo, dados sus medios

expresivos y sus repercusiones más notorias, como

una escuela, como un movimiento literario? Durante

algún tiempo, al promediar la época del 40,

pudo parecer así, pero no tardó en demostrarse

la inanidad de tal supuesto. Como quiera que —diríamos,

sin gran hipérbole— Francia no puede

vivir sin escuelas literarias, en el vacío que siguió

a la guerra quiso llenarse el hueco dejado por

el superrealismo con los primeros actos y ademanes

del existencialismo sartreano. Pero se confundió

la cáscara con la almendra. Se tomó cierta

aureola pintoresca, la pululación anecdótica y la

fauna más o menos amoral que poblaba entonces

los cafés y las «caves» de Saint-Germain-des-Prés

y aledaños, por la representación viva de un «modo

» literario. Los flecos de tal ornamento cubrieron

durante algún tiempo el verdadero rostro del

existencialismo. El absurdo, la nada, el pesimismo,

la ruptura total de convenciones no fueron tanto

expresiones «literarias» como epifenómenos de

una época de guerra, terror y demoliciones físicas,

a la par que morales. Con todo, resultó curioso

observar cómo una doctrina, «la menos escanda-

III.—2

18 Existencialismo

losa, la más austera, destinada estrictamente a

técnicos y filósofos» (según palabras del propio

Sartre), suscitara tales revuelos y equívocos. Cierto,

en última instancia, que una cosa es la doctrina,

a cuya entraña no es tan hacedero llegar,

y otra cosa la representación que todos alcanzan

de un mundo sacudido, de unos personajes turbios

como los que viven en las ficciones existencialistas.

Pero sucede que, en este aspecto, semejantes

caracteres literarios no señalan ninguna novedad

absoluta, ni siquiera una sorpresa. L. F. Céline,

pocos años antes, Henry Miller después, Lawrence

en la década del 30, Zola a comienzos de siglo,

son algunos precedentes que no pueden olvidarse.

Por lo demás, desde hace años veníase hablando

de una corriente «miserabilista» —el apelativo corresponde

a Jean Schlumberger— en la literatura

francesa, introducida quizá por el Voy age au bout

de la nuit del primero de los antes citados. Actitud

plural, desde luego, muy compartida, pero que no

podía erigirse al nivel de una concepción del mundo,

o asumir proyecciones filosóficas, ni menos

aún cristalizar en una escuela literaria. De ahí la

falta de epigonías sartreanas. El propio autor de

La nausée, cuando quiso enrostrársele la fecundación

de ciertos discípulos fáciles, hubo de reaccionar

así: «¿Discípulos míos? ¡Qué disparate!

¡Serán todo lo más juerguistas, bailarines!» Los

cambios y evoluciones de personas en su revista

Les Temps Modernes confirman su desinterés

—más que imposibilidad— de originar nada semejante

a una escuela En el primer número (octubre

de 1945) y algunos siguientes, junto al nombre

de Sartre, aparecen los de Raymond Aron, Simone

de Beauvoir, Michel Leiris, Maurice Merleau-Pon*

1 Apuntemos asimismo que lejos de pretender revelar

nuevas direcciones literarias, Les Temps Modernes ha tendido

sustancialmente a exponer existencias airadas o escabrosas:

así ya en los primeros números aparecen la "Vida

de un ladrón" (por Jean Génet), la de una prostituta, la

de un homosexual...

Momento de la postguerra 19

ty, Albert Olivier y Jean Paulhan. Pocos meses

después desaparecen todos del encabezamiento.

De hecho, como colaboradores asiduos, junto a los

nuevamente llegados, sólo quedaron los de Sartre,

Simone de Beauvoir y Merleau-Ponty; a partir de

cierto momento el del último desaparece —inclusive

se convierte en hostil, según muestra el capítulo

«Sartre et Tultra-bolchevisme» de su libro

Les aventures de la dialectique (1956)—; también

se distancia Robert Aron, como evidencian los

artículos de su libro Polémiques (1955); de suerte

que junto a Sartre la única figura que continúa

vigente (no diremos absolutamente fiel para no

anticipar las confidencias del tercer tomo de sus

memorias) en la tendencia existencialista, es la

de Simone de Beauvoir.

Tendencia: he allí la palabra que mejor conviene

acaso a tal corriente —antes que la de

escuela, inexistente como tal, según acabamos de

comprobar—; tendencia más literaria, al cabo, que

filosófica, ya que ni Sartre ni Simone de Beauvoir

han incurrido nunca en el fácil desliz de abominar

de las letras ni tampoco —pese a su creciente

«politización»— de su condición de literatos. En

este punto, y en contraste con otras mutaciones,

la continuidad de Sartre es incuestionable. Pese a

varias mutaciones, siguen siendo válidas las palabras

con que cierra su presentación de Les Temps

Modernes (1945) (ahora en Situations, I): «En la

literatura comprometida el compromiso no debe

hacer olvidar en ningún caso que nuestra preocupación

debe ser la de servir a la literatura, infundiéndole

sangre nueva», si bien luego añade:

«tanto como la de servir a la colectividad, dándole

la literatura que le conviene».

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