jueves, 14 de septiembre de 2023

SUBIR A RESPIRAR ORWELL GEORGE FRAGMENTO

 I

1

Comencé a pensar en ello el día que estrené la dentadura postiza

nueva.

Recuerdo bien aquella mañana. Salté de la cama hacia las ocho

menos cuarto, y me encerré en el cuarto de baño justo a tiempo de

evitar que entrasen los niños detrás de mí. Era una horrible mañana

de enero. El cielo estaba sucio, de un color gris amarillento. Por la

pequeña ventana se veía, abajo, el denominado jardín posterior, los

nueve metros por cinco de hierba rodeados de seto de ligustro, con

un trozo pelado en el centro. Todas las casas de la calle Ellesmere

tienen detrás el mismo jardín, los mismos ligustros y la misma

hierba. La única diferencia consiste en que aquellas donde no hay

niños no tienen espacio pelado en medio.

Mientras se llenaba la bañera, trataba de afeitarme con una hoja

ya gastada. Al otro lado del espejo, mi cara me miraba, y abajo, en

un vaso de agua, en el estante encima del lavabo, estaban los

dientes que correspondían a la cara. Era la dentadura provisional

que me había dado Warner, mi dentista, para que la llevase mientras

me preparaban la nueva. En realidad, yo no soy feo. Tengo una de

esas caras de color rojo ladrillo que suelen ir acompañadas de un

cabello rubio y de unos ojos de un azul muy claro. Por fortuna, no he

encanecido ni me he vuelto calvo, y cuando lleve la nueva

dentadura seguramente no aparentaré mi edad, que es de cuarenta

y cinco años.

Anotando mentalmente la necesidad de comprar hojas de afeitar,

me metí en la bañera y empecé a enjabonarme. Comencé por los

brazos (tengo los brazos rechonchos, con arrugas hacia el codo) y

después tomé el cepillo de la espalda y me enjaboné los omóplatos,

que no puedo alcanzar con la mano. Es triste, pero hay varias partes

de mi cuerpo a las que ya no llego con la mano. El caso es que

tengo cierta propensión a la obesidad. No es que sea ninguna

atracción de feria, desde luego. No peso mucho más de noventa

kilos, y la última vez que me tomé la medida de la cintura era de un

metro veinte o metro veintidós, no me acuerdo. Y no resulto

desagradable a causa de mi gordura; no tengo una de esas barrigas

que cuelgan hasta las rodillas. Simplemente, tengo el estómago

desarrollado, con tendencia a adquirir forma de tonel. ¿Saben

ustedes ese tipo de hombres dinámicos, enérgicos, atléticos y

joviales a los que se da el apodo de «gordinflón» o «gordito» y que

son siempre «el alma» de las fiestas? Pues yo soy uno de esos.

«Gordito» es como me llaman generalmente. «Gordito Bowling.» Yo

me llamo George Bowling.

Pero aquella mañana no me sentía, ni mucho menos, el alma de

ninguna fiesta. Y caí en la cuenta de que, en los últimos tiempos,

casi siempre me siento como deprimido a primera hora de la

mañana, a pesar de que duermo bien y hago bien las digestiones.

Sabía cuál era la razón, desde luego: era aquella condenada

dentadura postiza. El artefacto en cuestión aparecía agrandado por

el agua del vaso, y los dientes me sonreían como lo haría una

calavera. Es una sensación muy rara la que se tiene cuando se

junta una encía con otra, una especie de sensación angustiosa y

deprimente, como cuando se muerde una manzana verde. Y, digan

lo que digan, la dentadura postiza representa un hito en la vida de

un hombre. Cuando desaparecen los dientes propios, toca

claramente a su fin la época en que uno puede creerse un galán de

Hollywood. Además, estaba gordo y tenía cuarenta y cinco años.

Cuando me puse en pie para enjabonarme la entrepierna, miré mi

cuerpo en el espejo. No es cierto que los hombres gordos no

pueden verse los pies; pero sí es verdad que yo, cuando estoy de

pie, solo puedo ver la mitad delantera de los míos. Mientras me

enjabonaba la barriga, pensé que ninguna mujer podría mirarme ya

con interés, a menos que le pagase para ello. Pero en aquel

momento tampoco me preocupaba especialmente que ninguna

mujer me mirase con interés.

Sin embargo, recordé que aquella mañana también tenía razones

para estar de buen humor. En primer lugar, aquel día no había de

trabajar. Tenía en el taller el viejo coche con el cual «cubro» mi

distrito (no les he dicho aún que soy inspector de seguros; trabajo

en La Salamandra Volante, vida, incendio, robo, gemelos,

naufragio... todo), y, aunque tenía que dejarme caer por las oficinas

de Londres para entregar unos papeles, me tomaría el resto del día

libre para ir a buscar mi nueva dentadura postiza. Además, había

otra cuestión de la que me había olvidado hacía algún tiempo. Tenía

en el banco diecisiete libras de cuya existencia no había informado a

nadie, es decir, a nadie de la familia. Ocurrió de la siguiente manera.

Un empleado de mi empresa, Mellors se llama, tenía un libro

llamado La astrología aplicada a las carreras de caballos, en donde

se afirmaba que todo depende de la influencia de los planetas en los

colores que lleva el jockey. Y resultaba que en no sé qué carrera

participaba una yegua llamada Corsair’s Bride, bastante

desconocida, pero cuyo jockey vestía de verde, color que parecía

ser exactamente el adecuado para los planetas ascendentes en

aquel momento. Mellors, que cree a pies juntillas en esto de la

astrología, quería apostar unas libras por aquel caballo y se puso

pesadísimo diciéndome que apostase yo también. Por fin, y con el

objeto principal de hacerle callar, aposté diez chelines, en contra de

mi costumbre. Y resultó que Corsair’s Bride ganó la carrera. No

recuerdo los detalles; el caso es que a mí me tocaron diecisiete

libras. Llevado por un impulso —bastante insólito y probablemente

sintomático de otro hito en mi vida— deposité el dinero en el banco

sin hacer nada con él ni decirle a nadie que lo tenía. Nunca había

hecho una cosa así. Un buen esposo y padre se lo habría gastado

en un vestido para Hilda (mi mujer) y zapatos para los niños. Pero

yo llevo quince años siendo un buen marido y un buen padre, y ya

empiezo a estar harto.

Cuando me hube enjabonado del todo me sentí mejor, y me

sumergí tranquilamente en el agua, pensando en mis diecisiete

libras y en la forma de gastarlas. La alternativa, según me parecía,

estaba entre pasar un fin de semana con una mujer o ir gastándolas

poco a poco en cosas pequeñas, como cigarros puros y whiskies

dobles. Acababa de abrir otra vez el grifo del agua caliente y

pensaba en habanos y en mujeres, cuando oí un ruido semejante al

que armaría una manada de búfalos saltando los dos escalones que

conducen al cuarto de baño. Eran los niños, claro. Dos niños en una

casa de las dimensiones de la nuestra son muchos niños. Al otro

lado de la puerta se oyó un frenético patear y un angustioso gemido.

—¡Papá! ¡Quiero entrar!

—¡No puedes entrar! ¡Vete!

—¡Pero, papá...! ¡Quiero ir a un sitio!

—Pues vete a otro sitio. Y cállate. Me estoy bañando.

—¡Pa-pá! ¡Quie-ro-ir-a-un-si-tio!

No había nada que hacer. Conocía bien la señal de alarma. El

váter está en el cuarto de baño; no podía ser de otra forma en una

casa como la nuestra. Destapé el desagüe de la bañera y me sequé

a medias, tan deprisa como pude. Cuando abrí la puerta, el pequeño

Billy —el más pequeño, de siete años— pasó como una exhalación

junto a mí, esquivando el pescozón destinado a su cabeza. Solo

cuando ya estaba casi vestido y buscaba una corbata, descubrí que

tenía aún jabón en el cuello.

Es muy desagradable tener jabón en el cuello. Le da a uno una

molestísima sensación de estar todo pegajoso, y lo curioso es que,

por más que uno se lo limpie, una vez ha descubierto que tiene

jabón en el cuello, se siente pegajoso todo el día. Bajé la escalera

malhumorado y dispuesto a mostrarme desagradable.

Nuestro comedor, como todos los comedores de la calle

Ellesmere, es una habitación pequeña y atiborrada, de cuatro

metros y medio por tres y medio, o quizá son cuatro por tres, no

recuerdo. El aparador de roble con sus dos ampollas decorativas y

la huevera de plata que nos regaló la madre de Hilda para la boda

no deja mucho espacio libre. Hilda estaba esperándome detrás de la

tetera con aspecto abatido, en su habitual estado de inquietud y

desánimo porque el News Chronicle traía que la mantequilla había

subido de precio o algo de este tipo. No había encendido la estufa

de gas, y aunque las ventanas estaban cerradas hacía un frío

horroroso. Me levanté de la mesa y apliqué una cerilla a la estufa,

resollando ostensiblemente (siempre que me inclino me quedo sin

aliento), como una especie de indirecta a Hilda. Ella me dedicó a su

vez la fugaz mirada de través con la que suele obsequiarme cuando

cree que malgasto algo.

Hilda tiene treinta y nueve años, y cuando la conocí tenía

exactamente el aspecto de una liebre. Es el mismo que tiene ahora,

pero ahora, además, está muy delgada y marchita, y tiene siempre

una mirada triste e inquieta. Cuando está más preocupada que de

costumbre, hace siempre el mismo gesto: encorva los hombros y

cruza los brazos, como una vieja gitana junto a la hoguera. Es una

de esas personas cuya principal diversión en la vida consiste en

predecir catástrofes. Pero son catástrofes pequeñas; las guerras,

terremotos, epidemias, hambres y revoluciones la tienen sin

cuidado. La letanía de Hilda es que si la mantequilla ha subido de

precio, que la factura del gas es enorme, que los niños tienen los

zapatos gastados, o que hemos de pagar otro plazo de la radio. He

llegado a la conclusión de que le causa verdadero placer el hecho

de balancearse con los brazos cruzados mirándome

dramáticamente y diciéndome: «Pero, George, ¡esto es muy serio!

Realmente, no sé lo que vamos a hacer. No sé de dónde vamos a

sacar el dinero. Es que me parece que no te das cuenta de lo serio

que es, George...». Etcétera, etcétera. Tiene la firme convicción de

que acabaremos en el asilo. Y lo curioso es que, si alguna vez

vamos a parar efectivamente al asilo, a Hilda no le importará ni

mucho menos tanto como a mí: de hecho, seguramente le agradará

la sensación de seguridad que debe de experimentarse allí.

Los niños habían bajado ya. Se habían lavado y vestido a una

velocidad meteórica, como hacen siempre cuando no tienen ocasión

de quitarle a nadie el cuarto de baño. Cuando me senté a la mesa

otra vez, sostenían una discusión en los siguientes términos:

—Lo has hecho tú.

—No, señor. Yo no he sido.

—Que sí.

—Que no.

—Que sí.

La cosa llevaba trazas de durar toda la mañana, y les dije que se

callasen de una vez.

Tengo solo dos hijos: Billy, de siete años, y Lorna, de once. Lo que

siento por ellos es bastante especial. Durante la mayor parte del

tiempo, apenas puedo resistir su simple presencia. En cuanto a su

conversación, es sencillamente inaguantable. Están en esa edad tan

tonta en que el pensamiento gira en torno a cosas como los lápices

de colores, los compases y las notas de francés. En algunos

momentos, en especial cuando están dormidos, siento algo

completamente distinto. A veces, en las tardes de verano, cuando

ellos están acostados y todavía hay luz, me pongo a mirar cómo

duermen, con sus caritas redondas y su pelo color de estopa,

bastante más claro que el mío, y entonces me asalta aquel

sentimiento del que habla la Biblia cuando dice que las entrañas de

un hombre se conmueven. En tales momentos, tengo la impresión

de que no soy más que una especie de vaina vacía que no sirve ya

para nada, y de que lo único importante que he hecho en la vida ha

sido traer al mundo a estas criaturas y alimentarlas mientras crecen.

Pero esto me ocurre solo en algunos momentos. Por lo general, mi

existencia autónoma me parece considerablemente importante; me

siento aún lleno de vida y pienso que me quedan todavía cantidad

de buenos ratos por disfrutar. Y la idea de mí mismo como una

especie de mansa vaca lechera destinada al sustento de mujeres y

niños no me atrae en absoluto.

Aquel día no hablamos mucho durante el desayuno. Hilda estaba

con uno de sus leitmotivs, el «no sé qué vamos a hacer»,

refiriéndose en parte al precio de la mantequilla y en parte al hecho

de que debíamos todavía cinco libras a la escuela por el curso

pasado y estábamos ya a finales de las vacaciones de Navidad. Me

comí mi huevo duro y unté una rebanada de pan con mermelada

Golden Crown. Hilda se empeña en comprar ese producto, que

cuesta cinco peniques y medio el bote de medio kilo, y cuya etiqueta

dice, en el tipo de letra más pequeño que permite la ley, que

«contiene cierta proporción de zumo de fruta neutro». Eso fue lo que

me dio ocasión de comenzar a hablar, en la forma bastante irritante

que tengo a veces, de los árboles frutales neutros, y de preguntarme

cómo serían sus frutos y en qué países crecerían, hasta que Hilda

se enfadó. No es que le importe mucho que la haga rabiar, sino

simplemente que considera que hay algo de pecaminoso en reírse

de algo que permite ahorrar dinero.

Eché una ojeada al periódico, pero no había muchas novedades.

En España y en China se mataban unos a otros, algo que se había

convertido en habitual. Se habían encontrado unas piernas de mujer

en la sala de espera de una estación, y la boda del rey Zog estaba

pendiente de un hilo. Por fin, hacia las diez, bastante más temprano

de lo que me proponía, salí para la ciudad. Los niños se habían ido

a jugar al jardín público. Era una mañana tremendamente fría. Al

salir a la calle, una desagradable ráfaga de viento me dio en el

cuello, haciéndome recordar el jabón. Me hizo sentir súbitamente

que mis ropas no me sentaban bien y que todo mi cuerpo estaba

pegajoso.

2

¿Conocen ustedes mi calle, la calle Ellesmere, en West Bletchley?

Pero no importa, seguro que conocen otras cincuenta iguales a ella.

Ya saben cómo abunda este tipo de calles por todas las zonas

suburbiales. Son siempre las mismas. Largas, larguísimas filas de

casitas semiseparadas (la calle Ellesmere tiene 212 números; el

nuestro es el 191), tan parecidas entre sí como las que construye el

ayuntamiento y generalmente más feas, con sus fachadas de

estuco, sus puertas impregnadas de creosota, sus setos de ligustro

y su puerta principal de color verde. Los Laureles, Los Mirtos, Los

Espinos, Mon Abri, Mon Repos, Belle Vue... Quizá, en una de cada

cincuenta, algún individuo antisocial —que seguramente acabará en

el asilo— ha pintado la puerta de la calle azul en lugar de verde.

Aquella sensación pegajosa en el cuello me había dejado

deprimido. Es curioso lo que le afecta a uno llevar jabón en el cuello.

Parece que le arrebata toda la seguridad en sí mismo, como cuando

se descubre en un lugar público que se lleva un agujero en la suela

del zapato. Aquella mañana yo no me hacía ninguna ilusión acerca

de mi apariencia. Era casi como si pudiese salir de mí mismo y

verme desde alguna distancia bajando por la calle, con mi cara

llenita y colorada, mi dentadura postiza y mi vestimenta vulgar. Un

tipo como yo nunca podrá parecer un señor. A doscientos metros de

distancia, se sabe inmediatamente a qué me dedico; no se nota,

quizá, que trabajo concretamente en seguros, pero sí que soy algún

tipo de corredor o vendedor. Mi atuendo de aquel día era

prácticamente el uniforme de la tribu: traje gris de espiga bastante

gastado, abrigo azul de cincuenta chelines y sombrero hongo, y no

llevaba guantes. Y tengo el aspecto característico de las personas

que venden a comisión, una especie de aspecto descarado y basto.

En mis mejores momentos, cuando llevo un traje nuevo o cuando

fumo un puro, podría pasar por un corredor de apuestas o por un

recaudador de impuestos, y cuando las cosas andan muy mal

podría ser un vendedor de aspiradores, pero, en general, mi aspecto

denota con exactitud lo que soy. «De cinco a diez libras a la

semana», dirían ustedes inmediatamente al verme. Económica y

socialmente, represento al habitante medio de la calle Ellesmere.

Aquella mañana, tenía la calle casi para mí solo. Los hombres se

habían ido corriendo para atrapar el tren de las 8.21, y las mujeres

estaban encendiendo las estufas de gas. Cuando uno tiene tiempo

de mirar a su alrededor y además se encuentra en el estado de

ánimo adecuado, puede ser divertido andar por estas calles de

barrio y pensar en las vidas que transcurren en ellas. Porque, al fin y

al cabo, ¿qué es una calle como la de Ellesmere sino una cárcel con

las celdas dispuestas en línea recta? Una hilera de cámaras de

tortura semiseparadas donde los pobres asalariados con cinco o

diez libras semanales lloran y crujen de dientes. Cada uno de ellos

tiene al jefe haciéndole la puñeta, a la mujer subida en sus lomos y

a los niños chupándole la sangre como sanguijuelas. Se dicen

muchas tonterías acerca de los sufrimientos de la clase trabajadora.

Yo no siento tanta compasión por los obreros. ¿Han visto alguna vez

a algún peón que no pudiese dormir pensando en la posibilidad de

ser despedido? El obrero sufre físicamente, pero cuando no está en

el trabajo es un hombre libre. En cambio, en cada una de estas

cajitas de estuco vive un pobre desgraciado que nunca es libre

excepto cuando está a punto de dormirse y sueña que ha tirado al

jefe al fondo de un pozo y lo está sepultando con piedras.

Desde luego, pensé, lo peor de nosotros es que nos imaginamos

que tenemos algo que perder. Para empezar, el noventa por ciento

de los vecinos de la calle Ellesmere tienen la impresión de ser

propietarios de sus casas. La calle Ellesmere y toda la zona que la

rodea, hasta la avenida principal, forma parte de una enorme

empresa inmobiliaria llamada Urbanización Las Hespérides,

propiedad de la Sociedad Constructora Cheerful Credit. Las

constructoras son, probablemente, el negocio más redondo de

nuestro tiempo. Los seguros son una estafa, lo reconozco, pero una

estafa declarada, con las cartas boca arriba. Lo bueno de la

empresa constructora es que las víctimas de la estafa creen ser

objeto de un favor. La empresa las desvalija, y ellas le lamen la

mano agradecidas. A veces pienso que me gustaría ver la

urbanización Hespérides presidida por un enorme monumento al

dios de las sociedades constructoras. Sería un dios extraño. Entre

otras cosas, sería bisexual. La mitad superior de su cuerpo sería un

director gerente, y la mitad inferior, una señora embarazada. En una

mano mostraría una enorme llave —la llave del asilo, claro— y en la

otra —¿cómo se llaman esas cosas como cuernos con regalos

dentro?— una cornucopia, de la que saldrían radios portátiles,

pólizas de seguro de vida, dentaduras postizas, aspirinas,

preservativos y rodillos de apisonadores de jardín.

En realidad, los vecinos de la calle Ellesmere no somos

propietarios de nuestras casas ni siquiera al terminar de pagarlas.

No son nunca de nuestra absoluta propiedad, sino solo arrendadas.

Su precio es de quinientas cincuenta libras, a pagar en un período

de dieciséis años; y si las comprásemos al contado nos costarían

alrededor de las trescientas ochenta. Esto representa un beneficio

de ciento setenta para la Cheerful Credit, pero ni que decir tiene que

la sociedad en cuestión obtiene muchos más beneficios. El precio

de trescientas ochenta libras incluiría el beneficio del constructor,

pero la Cheerful Credit, bajo el nombre de Wilson & Bloom,

construye las casas ella misma y se queda con la diferencia. No

tiene que pagar más que los materiales. Y también se queda con los

beneficios de los materiales, pues, bajo el nombre de Brookes &

Scatterby, vende ella misma los ladrillos, baldosas, puertas, marcos

de ventana, arena, cemento y creo que incluso los cristales. Y no

me sorprendería en absoluto enterarme de que bajo otro alias

vendiese incluso la madera para las puertas y los marcos de

ventanas. Así pues —y esto es algo que realmente podíamos haber

previsto, pero que constituyó una gran sorpresa cuando lo

descubrimos—, la Cheerful Credit no cumple siempre su parte del

contrato. Cuando se construyó la calle Ellesmere, esta quedaba

junto a una zona de campo abierto —nada del otro jueves, pero

suficiente para que jugasen los niños— llamada Platt’s Meadows.

No había nada escrito, pero se había dado siempre por supuesto

que Platt’s Meadows no sería edificado. Pero West Bletchley era un

barrio que crecía; en 1928 se instaló allí la fábrica de mermelada

Rothwells y en 1933 la angloamericana All-Steel Bicycle; la zona se

iba poblando y los alquileres subían. Nunca he visto en persona a sir

Hubert Crum ni a ningún otro de los peces gordos de la Cheerful

Credit, pero puedo imaginarme cómo se les haría la boca agua. Un

día llegaron las excavadoras y comenzaron a construirse casas en

Platt’s Meadows. De las Hespérides surgió un alarido de terror, y se

constituyó una asociación para defender los intereses de los

inquilinos. Pero no sirvió de nada. Los abogados de Crum nos

taparon la boca en dos días, y Platt’s Meadows fue edificado. Pero

lo realmente fino del engaño, lo que me hace pensar que el viejo

Crum tiene bien ganado su título de baronet, es el lado psicológico.

Simplemente por la ilusión de ser dueños de nuestras casas, de

tener lo que se llama un pie en el campo, los pobres desgraciados

de las Hespérides y de todos los lugares semejantes nos hemos

convertido para toda la vida en los devotos esclavos de Crum.

Somos todos respetables propietarios, es decir, gente de orden,

conservadores y pelotas. Somos la gallina de los huevos de oro. Y

el hecho de que en realidad no seamos propietarios, de que

estemos todos a medio pagar nuestras casas y vivamos devorados

por el terror de que nos ocurra algo antes de haber efectuado el

último pago no hace más que aumentar esta impresión. Estamos

comprados, y, lo que es más, comprados con nuestro propio dinero.

Y cada uno de los pobres imbéciles oprimidos que están echando el

bofe para pagar en el doble de su valor una jaulita de ladrillo

llamada Belle Vue porque no tiene vista alguna, cada uno de estos

pobres primos está dispuesto a morir en el campo de batalla para

salvar a su país del bolchevismo.

Torcí por la calle Walpole y llegué a la avenida principal. Hay un

tren para Londres a las 10.14. Al pasar por delante del Sixpenny

Bazaar, recordé mi propósito de comprar hojas de afeitar. Cuando

llegué al departamento de jabones, el jefe de sección o comoquiera

que se llame ese empleado estaba abroncando a la dependienta.

Por lo general, a esa hora de la mañana no hay mucha gente en el

Sixpenny. A veces, si se entra inmediatamente después de que

abran, se puede ver a las chicas en fila escuchando el sermón

matinal, encaminado a ponerlas en forma para toda la jornada.

Dicen que estas grandes cadenas de almacenes emplean a

individuos con una especial facilidad para el insulto y el sarcasmo,

para que vayan de sucursal en sucursal a animar a las chicas. El

empleado en cuestión era un tipo bajo y feo, de hombros muy

anchos y bigote gris y erizado. Acababa de sorprender a la chica en

algún descuido, un error en el cambio, al parecer, y le estaba

chillando con una voz parecida al sonido de una sierra circular.

—¡Ah, no! ¡Claro que no podía contarlo! ¡Claro que no podía! Se

habría cansado mucho...

Antes de que pudiera evitarlo, mi mirada se cruzó con la de la

chica. No era agradable para ella tener a un tipo gordo, mayor y con

la cara colorada mirándola mientras la estaban poniendo verde.

Desvié mis pasos tan rápidamente como pude y fingí interesarme

por las cosas del mostrador de al lado, anillas para cortinas o algo

así. El jefecillo continuaba con la bronca. Era una de esas personas

que le dejan a uno en paz y después, súbitamente, se vuelven y

atacan de nuevo, como las libélulas.

—¡Claro que no podía contarlo! A usted qué le importa que falten

dos chelines... No le importa un comino. Qué son dos chelines para

usted... ¿Para qué molestarse en contarlos como Dios manda? ¡Ah,

no! Aquí nada interesa excepto su conveniencia. Usted no piensa en

los demás, ¿verdad?

La cosa continuó durante unos cinco minutos. Los gritos se oían

en casi todo el establecimiento. El tipo repitió varias veces el

número de dejarla, haciéndole creer que había terminado con ella, y

volver al cabo de un momento como un perro furioso para soltarle

otra andanada. Alejándome un poco más, los miré nuevamente. La

chica no tenía más de dieciocho años, estaba bastante gordita y

tenía una expresión alelada. Era el tipo de chica que nunca contaría

bien los cambios. Estaba toda colorada y se retorcía literalmente de

inquietud. Era exactamente como si el hombre le estuviese pegando

con un látigo. Las chicas de los otros mostradores fingían no

enterarse de nada. El tipo era un hombrecillo feo y engreído, de los

que sacan el pecho y se ponen las manos bajo los faldones de la

chaqueta, que serían sargentos si les alcanzase la talla. ¿No han

observado cuán a menudo se emplea a hombres bajitos para esta

clase de trabajos de dirección de personal? El individuo acercaba la

cara a la de la muchacha, como para chillarle mejor. Y ella estaba

toda roja y se retorcía.

Finalmente, el hombre decidió que ya había dicho bastante y se

alejó, erguido y solemne como un almirante. Yo me acerqué al

mostrador a por mis hojas de afeitar. El tipo sabía que yo lo había

oído todo, y la chica lo sabía también, y los dos sabían que yo sabía

que ellos sabían. Pero lo peor era que ella, en atención a mí, tenía

que fingir que no había ocurrido nada y adoptar la actitud reservada

y distante propia de una dependienta ante los clientes masculinos.

Segundos después de que yo viese cómo la trataban como a una

fregona, tenía que representar el papel de la señorita bien educada

y dueña de sí misma. Estaba aún sonrojada y le temblaban las

manos. Yo le había pedido hojas de un penique, y ella revolvía

nerviosamente en el cajón de las de tres peniques. En un momento

dado, el jefecillo miró hacia nosotros y por un instante ambos

creímos que quería volver a empezar. La chica se encogió, como un

perro al ver el látigo. Pero no dejaba de mirarme con el rabillo del

ojo. Pude darme cuenta de que me odiaba intensamente porque

había visto cómo la reñían. Qué extraño...

Me marché por fin con mis hojas de afeitar. ¿Por qué lo

aguantan?, pensaba. Por simple miedo, desde luego. Una sola

réplica y le echan a uno a la calle. En todas partes ocurre igual.

Pensé en el chico que a veces me atiende en el establecimiento de

comestibles, el cual forma parte también de una cadena. Es un

muchachote alto y fornido de veinte años, de mejillas sonrosadas y

enormes antebrazos, que debería trabajar más bien en una herrería.

Y allí lo tienen ustedes, embutido en una chaqueta blanca, inclinado

sobre el mostrador, frotándose las manos y diciendo: «¡Sí, señor!

¡Tiene razón, señor! Hace muy buen tiempo para esta época,

¿verdad, señor? ¿En qué puedo servirle, señor?», prácticamente

pidiéndole a uno que le pegue una patada en el trasero. Pero son

las órdenes que ha recibido. El cliente siempre tiene razón. Y en su

cara se ve el miedo cerval a que alguien se queje de sus modales y

haga que le echen. Además, ¿cómo sabe él que el cliente que tiene

delante no es uno de los espías que la empresa envía a veces? ¡El

miedo! Estamos inmersos en él; es nuestro elemento. Todo aquel

que no teme perder su trabajo teme a la guerra, al fascismo, al

comunismo, a lo que sea. Los judíos tiemblan pensando en Hitler.

Se me ocurrió que aquel gusano del bigote erizado tenía

probablemente mucho más miedo de perder su empleo que la chica.

Seguramente él tiene una familia que mantener. Y, quién sabe, quizá

en su casa el tipo es dócil y amable, cultiva pepinos en el jardín de

atrás, deja que su mujer se le siente en las rodillas y que los niños le

tiren del bigote. De la misma manera, cuando se lee algo sobre un

inquisidor español o sobre un jerarca de la OGPU, siempre aparece

aquello de que en su vida privada era muy buena persona, el mejor

de los esposos y padres, que quería mucho a su canario y cosas

así.

La chica de la sección de jabones me siguió con la mirada

mientras me iba. Creo que, de haber podido, me hubiese matado.

¡Cómo me odiaba por lo que había visto! Mucho más de lo que

odiaba al jefecillo…

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