1
Comencé a pensar en ello el día que estrené la dentadura postiza
nueva.
Recuerdo bien aquella mañana. Salté de la cama hacia las ocho
menos cuarto, y me encerré en el cuarto de baño justo a tiempo de
evitar que entrasen los niños detrás de mí. Era una horrible mañana
de enero. El cielo estaba sucio, de un color gris amarillento. Por la
pequeña ventana se veía, abajo, el denominado jardín posterior, los
nueve metros por cinco de hierba rodeados de seto de ligustro, con
un trozo pelado en el centro. Todas las casas de la calle Ellesmere
tienen detrás el mismo jardín, los mismos ligustros y la misma
hierba. La única diferencia consiste en que aquellas donde no hay
niños no tienen espacio pelado en medio.
Mientras se llenaba la bañera, trataba de afeitarme con una hoja
ya gastada. Al otro lado del espejo, mi cara me miraba, y abajo, en
un vaso de agua, en el estante encima del lavabo, estaban los
dientes que correspondían a la cara. Era la dentadura provisional
que me había dado Warner, mi dentista, para que la llevase mientras
me preparaban la nueva. En realidad, yo no soy feo. Tengo una de
esas caras de color rojo ladrillo que suelen ir acompañadas de un
cabello rubio y de unos ojos de un azul muy claro. Por fortuna, no he
encanecido ni me he vuelto calvo, y cuando lleve la nueva
dentadura seguramente no aparentaré mi edad, que es de cuarenta
y cinco años.
Anotando mentalmente la necesidad de comprar hojas de afeitar,
me metí en la bañera y empecé a enjabonarme. Comencé por los
brazos (tengo los brazos rechonchos, con arrugas hacia el codo) y
después tomé el cepillo de la espalda y me enjaboné los omóplatos,
que no puedo alcanzar con la mano. Es triste, pero hay varias partes
de mi cuerpo a las que ya no llego con la mano. El caso es que
tengo cierta propensión a la obesidad. No es que sea ninguna
atracción de feria, desde luego. No peso mucho más de noventa
kilos, y la última vez que me tomé la medida de la cintura era de un
metro veinte o metro veintidós, no me acuerdo. Y no resulto
desagradable a causa de mi gordura; no tengo una de esas barrigas
que cuelgan hasta las rodillas. Simplemente, tengo el estómago
desarrollado, con tendencia a adquirir forma de tonel. ¿Saben
ustedes ese tipo de hombres dinámicos, enérgicos, atléticos y
joviales a los que se da el apodo de «gordinflón» o «gordito» y que
son siempre «el alma» de las fiestas? Pues yo soy uno de esos.
«Gordito» es como me llaman generalmente. «Gordito Bowling.» Yo
me llamo George Bowling.
Pero aquella mañana no me sentía, ni mucho menos, el alma de
ninguna fiesta. Y caí en la cuenta de que, en los últimos tiempos,
casi siempre me siento como deprimido a primera hora de la
mañana, a pesar de que duermo bien y hago bien las digestiones.
Sabía cuál era la razón, desde luego: era aquella condenada
dentadura postiza. El artefacto en cuestión aparecía agrandado por
el agua del vaso, y los dientes me sonreían como lo haría una
calavera. Es una sensación muy rara la que se tiene cuando se
junta una encía con otra, una especie de sensación angustiosa y
deprimente, como cuando se muerde una manzana verde. Y, digan
lo que digan, la dentadura postiza representa un hito en la vida de
un hombre. Cuando desaparecen los dientes propios, toca
claramente a su fin la época en que uno puede creerse un galán de
Hollywood. Además, estaba gordo y tenía cuarenta y cinco años.
Cuando me puse en pie para enjabonarme la entrepierna, miré mi
cuerpo en el espejo. No es cierto que los hombres gordos no
pueden verse los pies; pero sí es verdad que yo, cuando estoy de
pie, solo puedo ver la mitad delantera de los míos. Mientras me
enjabonaba la barriga, pensé que ninguna mujer podría mirarme ya
con interés, a menos que le pagase para ello. Pero en aquel
momento tampoco me preocupaba especialmente que ninguna
mujer me mirase con interés.
Sin embargo, recordé que aquella mañana también tenía razones
para estar de buen humor. En primer lugar, aquel día no había de
trabajar. Tenía en el taller el viejo coche con el cual «cubro» mi
distrito (no les he dicho aún que soy inspector de seguros; trabajo
en La Salamandra Volante, vida, incendio, robo, gemelos,
naufragio... todo), y, aunque tenía que dejarme caer por las oficinas
de Londres para entregar unos papeles, me tomaría el resto del día
libre para ir a buscar mi nueva dentadura postiza. Además, había
otra cuestión de la que me había olvidado hacía algún tiempo. Tenía
en el banco diecisiete libras de cuya existencia no había informado a
nadie, es decir, a nadie de la familia. Ocurrió de la siguiente manera.
Un empleado de mi empresa, Mellors se llama, tenía un libro
llamado La astrología aplicada a las carreras de caballos, en donde
se afirmaba que todo depende de la influencia de los planetas en los
colores que lleva el jockey. Y resultaba que en no sé qué carrera
participaba una yegua llamada Corsair’s Bride, bastante
desconocida, pero cuyo jockey vestía de verde, color que parecía
ser exactamente el adecuado para los planetas ascendentes en
aquel momento. Mellors, que cree a pies juntillas en esto de la
astrología, quería apostar unas libras por aquel caballo y se puso
pesadísimo diciéndome que apostase yo también. Por fin, y con el
objeto principal de hacerle callar, aposté diez chelines, en contra de
mi costumbre. Y resultó que Corsair’s Bride ganó la carrera. No
recuerdo los detalles; el caso es que a mí me tocaron diecisiete
libras. Llevado por un impulso —bastante insólito y probablemente
sintomático de otro hito en mi vida— deposité el dinero en el banco
sin hacer nada con él ni decirle a nadie que lo tenía. Nunca había
hecho una cosa así. Un buen esposo y padre se lo habría gastado
en un vestido para Hilda (mi mujer) y zapatos para los niños. Pero
yo llevo quince años siendo un buen marido y un buen padre, y ya
empiezo a estar harto.
Cuando me hube enjabonado del todo me sentí mejor, y me
sumergí tranquilamente en el agua, pensando en mis diecisiete
libras y en la forma de gastarlas. La alternativa, según me parecía,
estaba entre pasar un fin de semana con una mujer o ir gastándolas
poco a poco en cosas pequeñas, como cigarros puros y whiskies
dobles. Acababa de abrir otra vez el grifo del agua caliente y
pensaba en habanos y en mujeres, cuando oí un ruido semejante al
que armaría una manada de búfalos saltando los dos escalones que
conducen al cuarto de baño. Eran los niños, claro. Dos niños en una
casa de las dimensiones de la nuestra son muchos niños. Al otro
lado de la puerta se oyó un frenético patear y un angustioso gemido.
—¡Papá! ¡Quiero entrar!
—¡No puedes entrar! ¡Vete!
—¡Pero, papá...! ¡Quiero ir a un sitio!
—Pues vete a otro sitio. Y cállate. Me estoy bañando.
—¡Pa-pá! ¡Quie-ro-ir-a-un-si-tio!
No había nada que hacer. Conocía bien la señal de alarma. El
váter está en el cuarto de baño; no podía ser de otra forma en una
casa como la nuestra. Destapé el desagüe de la bañera y me sequé
a medias, tan deprisa como pude. Cuando abrí la puerta, el pequeño
Billy —el más pequeño, de siete años— pasó como una exhalación
junto a mí, esquivando el pescozón destinado a su cabeza. Solo
cuando ya estaba casi vestido y buscaba una corbata, descubrí que
tenía aún jabón en el cuello.
Es muy desagradable tener jabón en el cuello. Le da a uno una
molestísima sensación de estar todo pegajoso, y lo curioso es que,
por más que uno se lo limpie, una vez ha descubierto que tiene
jabón en el cuello, se siente pegajoso todo el día. Bajé la escalera
malhumorado y dispuesto a mostrarme desagradable.
Nuestro comedor, como todos los comedores de la calle
Ellesmere, es una habitación pequeña y atiborrada, de cuatro
metros y medio por tres y medio, o quizá son cuatro por tres, no
recuerdo. El aparador de roble con sus dos ampollas decorativas y
la huevera de plata que nos regaló la madre de Hilda para la boda
no deja mucho espacio libre. Hilda estaba esperándome detrás de la
tetera con aspecto abatido, en su habitual estado de inquietud y
desánimo porque el News Chronicle traía que la mantequilla había
subido de precio o algo de este tipo. No había encendido la estufa
de gas, y aunque las ventanas estaban cerradas hacía un frío
horroroso. Me levanté de la mesa y apliqué una cerilla a la estufa,
resollando ostensiblemente (siempre que me inclino me quedo sin
aliento), como una especie de indirecta a Hilda. Ella me dedicó a su
vez la fugaz mirada de través con la que suele obsequiarme cuando
cree que malgasto algo.
Hilda tiene treinta y nueve años, y cuando la conocí tenía
exactamente el aspecto de una liebre. Es el mismo que tiene ahora,
pero ahora, además, está muy delgada y marchita, y tiene siempre
una mirada triste e inquieta. Cuando está más preocupada que de
costumbre, hace siempre el mismo gesto: encorva los hombros y
cruza los brazos, como una vieja gitana junto a la hoguera. Es una
de esas personas cuya principal diversión en la vida consiste en
predecir catástrofes. Pero son catástrofes pequeñas; las guerras,
terremotos, epidemias, hambres y revoluciones la tienen sin
cuidado. La letanía de Hilda es que si la mantequilla ha subido de
precio, que la factura del gas es enorme, que los niños tienen los
zapatos gastados, o que hemos de pagar otro plazo de la radio. He
llegado a la conclusión de que le causa verdadero placer el hecho
de balancearse con los brazos cruzados mirándome
dramáticamente y diciéndome: «Pero, George, ¡esto es muy serio!
Realmente, no sé lo que vamos a hacer. No sé de dónde vamos a
sacar el dinero. Es que me parece que no te das cuenta de lo serio
que es, George...». Etcétera, etcétera. Tiene la firme convicción de
que acabaremos en el asilo. Y lo curioso es que, si alguna vez
vamos a parar efectivamente al asilo, a Hilda no le importará ni
mucho menos tanto como a mí: de hecho, seguramente le agradará
la sensación de seguridad que debe de experimentarse allí.
Los niños habían bajado ya. Se habían lavado y vestido a una
velocidad meteórica, como hacen siempre cuando no tienen ocasión
de quitarle a nadie el cuarto de baño. Cuando me senté a la mesa
otra vez, sostenían una discusión en los siguientes términos:
—Lo has hecho tú.
—No, señor. Yo no he sido.
—Que sí.
—Que no.
—Que sí.
La cosa llevaba trazas de durar toda la mañana, y les dije que se
callasen de una vez.
Tengo solo dos hijos: Billy, de siete años, y Lorna, de once. Lo que
siento por ellos es bastante especial. Durante la mayor parte del
tiempo, apenas puedo resistir su simple presencia. En cuanto a su
conversación, es sencillamente inaguantable. Están en esa edad tan
tonta en que el pensamiento gira en torno a cosas como los lápices
de colores, los compases y las notas de francés. En algunos
momentos, en especial cuando están dormidos, siento algo
completamente distinto. A veces, en las tardes de verano, cuando
ellos están acostados y todavía hay luz, me pongo a mirar cómo
duermen, con sus caritas redondas y su pelo color de estopa,
bastante más claro que el mío, y entonces me asalta aquel
sentimiento del que habla la Biblia cuando dice que las entrañas de
un hombre se conmueven. En tales momentos, tengo la impresión
de que no soy más que una especie de vaina vacía que no sirve ya
para nada, y de que lo único importante que he hecho en la vida ha
sido traer al mundo a estas criaturas y alimentarlas mientras crecen.
Pero esto me ocurre solo en algunos momentos. Por lo general, mi
existencia autónoma me parece considerablemente importante; me
siento aún lleno de vida y pienso que me quedan todavía cantidad
de buenos ratos por disfrutar. Y la idea de mí mismo como una
especie de mansa vaca lechera destinada al sustento de mujeres y
niños no me atrae en absoluto.
Aquel día no hablamos mucho durante el desayuno. Hilda estaba
con uno de sus leitmotivs, el «no sé qué vamos a hacer»,
refiriéndose en parte al precio de la mantequilla y en parte al hecho
de que debíamos todavía cinco libras a la escuela por el curso
pasado y estábamos ya a finales de las vacaciones de Navidad. Me
comí mi huevo duro y unté una rebanada de pan con mermelada
Golden Crown. Hilda se empeña en comprar ese producto, que
cuesta cinco peniques y medio el bote de medio kilo, y cuya etiqueta
dice, en el tipo de letra más pequeño que permite la ley, que
«contiene cierta proporción de zumo de fruta neutro». Eso fue lo que
me dio ocasión de comenzar a hablar, en la forma bastante irritante
que tengo a veces, de los árboles frutales neutros, y de preguntarme
cómo serían sus frutos y en qué países crecerían, hasta que Hilda
se enfadó. No es que le importe mucho que la haga rabiar, sino
simplemente que considera que hay algo de pecaminoso en reírse
de algo que permite ahorrar dinero.
Eché una ojeada al periódico, pero no había muchas novedades.
En España y en China se mataban unos a otros, algo que se había
convertido en habitual. Se habían encontrado unas piernas de mujer
en la sala de espera de una estación, y la boda del rey Zog estaba
pendiente de un hilo. Por fin, hacia las diez, bastante más temprano
de lo que me proponía, salí para la ciudad. Los niños se habían ido
a jugar al jardín público. Era una mañana tremendamente fría. Al
salir a la calle, una desagradable ráfaga de viento me dio en el
cuello, haciéndome recordar el jabón. Me hizo sentir súbitamente
que mis ropas no me sentaban bien y que todo mi cuerpo estaba
pegajoso.
2
¿Conocen ustedes mi calle, la calle Ellesmere, en West Bletchley?
Pero no importa, seguro que conocen otras cincuenta iguales a ella.
Ya saben cómo abunda este tipo de calles por todas las zonas
suburbiales. Son siempre las mismas. Largas, larguísimas filas de
casitas semiseparadas (la calle Ellesmere tiene 212 números; el
nuestro es el 191), tan parecidas entre sí como las que construye el
ayuntamiento y generalmente más feas, con sus fachadas de
estuco, sus puertas impregnadas de creosota, sus setos de ligustro
y su puerta principal de color verde. Los Laureles, Los Mirtos, Los
Espinos, Mon Abri, Mon Repos, Belle Vue... Quizá, en una de cada
cincuenta, algún individuo antisocial —que seguramente acabará en
el asilo— ha pintado la puerta de la calle azul en lugar de verde.
Aquella sensación pegajosa en el cuello me había dejado
deprimido. Es curioso lo que le afecta a uno llevar jabón en el cuello.
Parece que le arrebata toda la seguridad en sí mismo, como cuando
se descubre en un lugar público que se lleva un agujero en la suela
del zapato. Aquella mañana yo no me hacía ninguna ilusión acerca
de mi apariencia. Era casi como si pudiese salir de mí mismo y
verme desde alguna distancia bajando por la calle, con mi cara
llenita y colorada, mi dentadura postiza y mi vestimenta vulgar. Un
tipo como yo nunca podrá parecer un señor. A doscientos metros de
distancia, se sabe inmediatamente a qué me dedico; no se nota,
quizá, que trabajo concretamente en seguros, pero sí que soy algún
tipo de corredor o vendedor. Mi atuendo de aquel día era
prácticamente el uniforme de la tribu: traje gris de espiga bastante
gastado, abrigo azul de cincuenta chelines y sombrero hongo, y no
llevaba guantes. Y tengo el aspecto característico de las personas
que venden a comisión, una especie de aspecto descarado y basto.
En mis mejores momentos, cuando llevo un traje nuevo o cuando
fumo un puro, podría pasar por un corredor de apuestas o por un
recaudador de impuestos, y cuando las cosas andan muy mal
podría ser un vendedor de aspiradores, pero, en general, mi aspecto
denota con exactitud lo que soy. «De cinco a diez libras a la
semana», dirían ustedes inmediatamente al verme. Económica y
socialmente, represento al habitante medio de la calle Ellesmere.
Aquella mañana, tenía la calle casi para mí solo. Los hombres se
habían ido corriendo para atrapar el tren de las 8.21, y las mujeres
estaban encendiendo las estufas de gas. Cuando uno tiene tiempo
de mirar a su alrededor y además se encuentra en el estado de
ánimo adecuado, puede ser divertido andar por estas calles de
barrio y pensar en las vidas que transcurren en ellas. Porque, al fin y
al cabo, ¿qué es una calle como la de Ellesmere sino una cárcel con
las celdas dispuestas en línea recta? Una hilera de cámaras de
tortura semiseparadas donde los pobres asalariados con cinco o
diez libras semanales lloran y crujen de dientes. Cada uno de ellos
tiene al jefe haciéndole la puñeta, a la mujer subida en sus lomos y
a los niños chupándole la sangre como sanguijuelas. Se dicen
muchas tonterías acerca de los sufrimientos de la clase trabajadora.
Yo no siento tanta compasión por los obreros. ¿Han visto alguna vez
a algún peón que no pudiese dormir pensando en la posibilidad de
ser despedido? El obrero sufre físicamente, pero cuando no está en
el trabajo es un hombre libre. En cambio, en cada una de estas
cajitas de estuco vive un pobre desgraciado que nunca es libre
excepto cuando está a punto de dormirse y sueña que ha tirado al
jefe al fondo de un pozo y lo está sepultando con piedras.
Desde luego, pensé, lo peor de nosotros es que nos imaginamos
que tenemos algo que perder. Para empezar, el noventa por ciento
de los vecinos de la calle Ellesmere tienen la impresión de ser
propietarios de sus casas. La calle Ellesmere y toda la zona que la
rodea, hasta la avenida principal, forma parte de una enorme
empresa inmobiliaria llamada Urbanización Las Hespérides,
propiedad de la Sociedad Constructora Cheerful Credit. Las
constructoras son, probablemente, el negocio más redondo de
nuestro tiempo. Los seguros son una estafa, lo reconozco, pero una
estafa declarada, con las cartas boca arriba. Lo bueno de la
empresa constructora es que las víctimas de la estafa creen ser
objeto de un favor. La empresa las desvalija, y ellas le lamen la
mano agradecidas. A veces pienso que me gustaría ver la
urbanización Hespérides presidida por un enorme monumento al
dios de las sociedades constructoras. Sería un dios extraño. Entre
otras cosas, sería bisexual. La mitad superior de su cuerpo sería un
director gerente, y la mitad inferior, una señora embarazada. En una
mano mostraría una enorme llave —la llave del asilo, claro— y en la
otra —¿cómo se llaman esas cosas como cuernos con regalos
dentro?— una cornucopia, de la que saldrían radios portátiles,
pólizas de seguro de vida, dentaduras postizas, aspirinas,
preservativos y rodillos de apisonadores de jardín.
En realidad, los vecinos de la calle Ellesmere no somos
propietarios de nuestras casas ni siquiera al terminar de pagarlas.
No son nunca de nuestra absoluta propiedad, sino solo arrendadas.
Su precio es de quinientas cincuenta libras, a pagar en un período
de dieciséis años; y si las comprásemos al contado nos costarían
alrededor de las trescientas ochenta. Esto representa un beneficio
de ciento setenta para la Cheerful Credit, pero ni que decir tiene que
la sociedad en cuestión obtiene muchos más beneficios. El precio
de trescientas ochenta libras incluiría el beneficio del constructor,
pero la Cheerful Credit, bajo el nombre de Wilson & Bloom,
construye las casas ella misma y se queda con la diferencia. No
tiene que pagar más que los materiales. Y también se queda con los
beneficios de los materiales, pues, bajo el nombre de Brookes &
Scatterby, vende ella misma los ladrillos, baldosas, puertas, marcos
de ventana, arena, cemento y creo que incluso los cristales. Y no
me sorprendería en absoluto enterarme de que bajo otro alias
vendiese incluso la madera para las puertas y los marcos de
ventanas. Así pues —y esto es algo que realmente podíamos haber
previsto, pero que constituyó una gran sorpresa cuando lo
descubrimos—, la Cheerful Credit no cumple siempre su parte del
contrato. Cuando se construyó la calle Ellesmere, esta quedaba
junto a una zona de campo abierto —nada del otro jueves, pero
suficiente para que jugasen los niños— llamada Platt’s Meadows.
No había nada escrito, pero se había dado siempre por supuesto
que Platt’s Meadows no sería edificado. Pero West Bletchley era un
barrio que crecía; en 1928 se instaló allí la fábrica de mermelada
Rothwells y en 1933 la angloamericana All-Steel Bicycle; la zona se
iba poblando y los alquileres subían. Nunca he visto en persona a sir
Hubert Crum ni a ningún otro de los peces gordos de la Cheerful
Credit, pero puedo imaginarme cómo se les haría la boca agua. Un
día llegaron las excavadoras y comenzaron a construirse casas en
Platt’s Meadows. De las Hespérides surgió un alarido de terror, y se
constituyó una asociación para defender los intereses de los
inquilinos. Pero no sirvió de nada. Los abogados de Crum nos
taparon la boca en dos días, y Platt’s Meadows fue edificado. Pero
lo realmente fino del engaño, lo que me hace pensar que el viejo
Crum tiene bien ganado su título de baronet, es el lado psicológico.
Simplemente por la ilusión de ser dueños de nuestras casas, de
tener lo que se llama un pie en el campo, los pobres desgraciados
de las Hespérides y de todos los lugares semejantes nos hemos
convertido para toda la vida en los devotos esclavos de Crum.
Somos todos respetables propietarios, es decir, gente de orden,
conservadores y pelotas. Somos la gallina de los huevos de oro. Y
el hecho de que en realidad no seamos propietarios, de que
estemos todos a medio pagar nuestras casas y vivamos devorados
por el terror de que nos ocurra algo antes de haber efectuado el
último pago no hace más que aumentar esta impresión. Estamos
comprados, y, lo que es más, comprados con nuestro propio dinero.
Y cada uno de los pobres imbéciles oprimidos que están echando el
bofe para pagar en el doble de su valor una jaulita de ladrillo
llamada Belle Vue porque no tiene vista alguna, cada uno de estos
pobres primos está dispuesto a morir en el campo de batalla para
salvar a su país del bolchevismo.
Torcí por la calle Walpole y llegué a la avenida principal. Hay un
tren para Londres a las 10.14. Al pasar por delante del Sixpenny
Bazaar, recordé mi propósito de comprar hojas de afeitar. Cuando
llegué al departamento de jabones, el jefe de sección o comoquiera
que se llame ese empleado estaba abroncando a la dependienta.
Por lo general, a esa hora de la mañana no hay mucha gente en el
Sixpenny. A veces, si se entra inmediatamente después de que
abran, se puede ver a las chicas en fila escuchando el sermón
matinal, encaminado a ponerlas en forma para toda la jornada.
Dicen que estas grandes cadenas de almacenes emplean a
individuos con una especial facilidad para el insulto y el sarcasmo,
para que vayan de sucursal en sucursal a animar a las chicas. El
empleado en cuestión era un tipo bajo y feo, de hombros muy
anchos y bigote gris y erizado. Acababa de sorprender a la chica en
algún descuido, un error en el cambio, al parecer, y le estaba
chillando con una voz parecida al sonido de una sierra circular.
—¡Ah, no! ¡Claro que no podía contarlo! ¡Claro que no podía! Se
habría cansado mucho...
Antes de que pudiera evitarlo, mi mirada se cruzó con la de la
chica. No era agradable para ella tener a un tipo gordo, mayor y con
la cara colorada mirándola mientras la estaban poniendo verde.
Desvié mis pasos tan rápidamente como pude y fingí interesarme
por las cosas del mostrador de al lado, anillas para cortinas o algo
así. El jefecillo continuaba con la bronca. Era una de esas personas
que le dejan a uno en paz y después, súbitamente, se vuelven y
atacan de nuevo, como las libélulas.
—¡Claro que no podía contarlo! A usted qué le importa que falten
dos chelines... No le importa un comino. Qué son dos chelines para
usted... ¿Para qué molestarse en contarlos como Dios manda? ¡Ah,
no! Aquí nada interesa excepto su conveniencia. Usted no piensa en
los demás, ¿verdad?
La cosa continuó durante unos cinco minutos. Los gritos se oían
en casi todo el establecimiento. El tipo repitió varias veces el
número de dejarla, haciéndole creer que había terminado con ella, y
volver al cabo de un momento como un perro furioso para soltarle
otra andanada. Alejándome un poco más, los miré nuevamente. La
chica no tenía más de dieciocho años, estaba bastante gordita y
tenía una expresión alelada. Era el tipo de chica que nunca contaría
bien los cambios. Estaba toda colorada y se retorcía literalmente de
inquietud. Era exactamente como si el hombre le estuviese pegando
con un látigo. Las chicas de los otros mostradores fingían no
enterarse de nada. El tipo era un hombrecillo feo y engreído, de los
que sacan el pecho y se ponen las manos bajo los faldones de la
chaqueta, que serían sargentos si les alcanzase la talla. ¿No han
observado cuán a menudo se emplea a hombres bajitos para esta
clase de trabajos de dirección de personal? El individuo acercaba la
cara a la de la muchacha, como para chillarle mejor. Y ella estaba
toda roja y se retorcía.
Finalmente, el hombre decidió que ya había dicho bastante y se
alejó, erguido y solemne como un almirante. Yo me acerqué al
mostrador a por mis hojas de afeitar. El tipo sabía que yo lo había
oído todo, y la chica lo sabía también, y los dos sabían que yo sabía
que ellos sabían. Pero lo peor era que ella, en atención a mí, tenía
que fingir que no había ocurrido nada y adoptar la actitud reservada
y distante propia de una dependienta ante los clientes masculinos.
Segundos después de que yo viese cómo la trataban como a una
fregona, tenía que representar el papel de la señorita bien educada
y dueña de sí misma. Estaba aún sonrojada y le temblaban las
manos. Yo le había pedido hojas de un penique, y ella revolvía
nerviosamente en el cajón de las de tres peniques. En un momento
dado, el jefecillo miró hacia nosotros y por un instante ambos
creímos que quería volver a empezar. La chica se encogió, como un
perro al ver el látigo. Pero no dejaba de mirarme con el rabillo del
ojo. Pude darme cuenta de que me odiaba intensamente porque
había visto cómo la reñían. Qué extraño...
Me marché por fin con mis hojas de afeitar. ¿Por qué lo
aguantan?, pensaba. Por simple miedo, desde luego. Una sola
réplica y le echan a uno a la calle. En todas partes ocurre igual.
Pensé en el chico que a veces me atiende en el establecimiento de
comestibles, el cual forma parte también de una cadena. Es un
muchachote alto y fornido de veinte años, de mejillas sonrosadas y
enormes antebrazos, que debería trabajar más bien en una herrería.
Y allí lo tienen ustedes, embutido en una chaqueta blanca, inclinado
sobre el mostrador, frotándose las manos y diciendo: «¡Sí, señor!
¡Tiene razón, señor! Hace muy buen tiempo para esta época,
¿verdad, señor? ¿En qué puedo servirle, señor?», prácticamente
pidiéndole a uno que le pegue una patada en el trasero. Pero son
las órdenes que ha recibido. El cliente siempre tiene razón. Y en su
cara se ve el miedo cerval a que alguien se queje de sus modales y
haga que le echen. Además, ¿cómo sabe él que el cliente que tiene
delante no es uno de los espías que la empresa envía a veces? ¡El
miedo! Estamos inmersos en él; es nuestro elemento. Todo aquel
que no teme perder su trabajo teme a la guerra, al fascismo, al
comunismo, a lo que sea. Los judíos tiemblan pensando en Hitler.
Se me ocurrió que aquel gusano del bigote erizado tenía
probablemente mucho más miedo de perder su empleo que la chica.
Seguramente él tiene una familia que mantener. Y, quién sabe, quizá
en su casa el tipo es dócil y amable, cultiva pepinos en el jardín de
atrás, deja que su mujer se le siente en las rodillas y que los niños le
tiren del bigote. De la misma manera, cuando se lee algo sobre un
inquisidor español o sobre un jerarca de la OGPU, siempre aparece
aquello de que en su vida privada era muy buena persona, el mejor
de los esposos y padres, que quería mucho a su canario y cosas
así.
La chica de la sección de jabones me siguió con la mirada
mientras me iba. Creo que, de haber podido, me hubiese matado.
¡Cómo me odiaba por lo que había visto! Mucho más de lo que
odiaba al jefecillo…
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