PRESENTACIÓN
La principal inspiración de los escritos de Orwell parece haber sido la época
que pasó en el extranjero, en Birmania, en París y en España. Incluso el
«camino a Wigan» podría formar parte de esas vivencias «extranjeras»,
aunque las «áreas deprimidas» de Inglaterra, como se conocía en los años
treinta a las regiones del norte castigadas por la pobreza, no puedan
considerarse «países extranjeros», no hay duda de que a los habitantes del sur
más rico debía parecérselo. También el tiempo que Orwell pasó en el norte de
África le sirvió de inspiración, no tanto para sus escritos sobre, digamos,
Marrakech y la política del norte de África, como porque le proporcionó el
descanso necesario para crear lo que podríamos llamar su «novela más
relajada»: Subir a por aire.
Las primeras obras de Orwell como escritor proporcionan una perspectiva
sorprendentemente exacta de lo que serían sus principales preocupaciones a
lo largo de su vida. Estos intentos de principiante se escribieron mientras
vivía en París e intentaba (sin éxito) formarse como novelista; en el tiempo
que vivió allí escribió y destruyó dos novelas. Colaboró con varios artículos
en Le Progrès Civique y por cada uno de ellos le pagaron 225 francos, poco
menos de 2 libras de la época, aunque hoy habría supuesto bastante más. Su
primer artículo trataba sobre la censura y el segundo, titulado «Un periódico
de un cuarto de penique», lo publicó en un periódico inglés de segunda,
financiado por François Coty, un hombre más famoso por sus empresas de
perfumería que periodísticas. Varias décadas después ambos escritos se
clasificarían entre los «estudios culturales», un género que, tal vez de forma
inconsciente, hizo mucho por impulsar. Varios artículos trataban sobre la
situación de los pobres —el desempleo, los mendigos y los vagabundos— y
hay uno muy interesante sobre el modo en que el Imperio británico (tal como
era entonces) explotaba, al menos a su entender, a Birmania. También
publicó un artículo puramente literario, un estudio sobre el escritor John
Galsworthy, en Monde (que no debe confundirse con el periódico
considerablemente posterior y mucho más influyente Le Monde). Dichos
artículos delinearon sus intereses de toda una vida: la literatura, las
condiciones sociales y la cultura popular.
No es difícil comprender cómo las vivencias de Orwell en Birmania,
París y las zonas deprimidas inglesas contribuyeron a dar forma a sus
respuestas sociales, políticas y críticas al mundo y cómo estas influyeron
directamente en su escritura. Sus vagabundeos le permitieron verse desde
fuera, por así decirlo, y contemplar el mundo de un modo al mismo tiempo
distante y cercano. Fueron sus vivencias en España —de España en sí misma
y de los españoles a quienes conoció— las que sirvieron para que sus
vivencias pasadas madurasen y diesen lugar al gran y muy influyente escritor
en el que llegaría a convertirse. Dos incidentes de su artículo «Recuerdos de
la Guerra de España», probablemente escrito en 1942, son particularmente
reveladores de la personalidad de Orwell y en mi opinión señalan con
precisión lo que Orwell aprendió del tiempo que pasó en España. Sería mejor
leerlo completo, pero un breve resumen servirá para recordárselo a quienes
conozcan el artículo y tal vez para tentar a leerlo a los que no lo conocen.
En el primer resumen Orwell describe por qué no disparó a un enemigo
que se expuso como un blanco fácil. Cuenta que vio a un hombre
a medio vestir y se sujetaba los pantalones con ambas manos mientras corría. No le
disparé. Es cierto que soy un mal tirador, incapaz de acertar a un hombre que vaya
corriendo cien metros más allá; además, en ese instante pensaba sobre todo en
volver a nuestra trinchera mientras toda la atención de los fascistas se concentraba
en los aviones. Aun así, si no intenté matarlo fue en parte a causa del detalle de los
pantalones. Había ido allí a matar «fascistas», pero un hombre que tiene que
sujetarse los pantalones no es un «fascista»; es a todas luces un prójimo, alguien
como uno, y no se tienen deseos de dispararle («Recuerdos de la guerra de España»,
en Ensayos, pp. 415-416).
Orwell no tenía mala puntería ni con el fusil ni con el tirachinas, pero su
humildad es muy característica. Como también lo es la distinción entre un
enemigo y lo que, en esa patética situación, era un semejante.
El segundo extracto hace referencia a un «chico de aspecto asilvestrado»,
«descalzo y vestido con harapos» que habían reclutado en la unidad de
Orwell. Un día a Orwell le robaron unos cuantos cigarros baratos y alguien
denunció la falta de un poco de dinero. Informó a su oficial, que
inmediatamente dio por sentado que el ladrón debía ser el joven de tez
morena.
El desdichado muchacho permitió que lo llevaran al puesto de guardia para
registrarlo. Lo que me impresionó más fue que apenas intentó defender su
inocencia. En el fatalismo de su actitud podía verse la desesperada pobreza en que
había sido criado. El oficial le ordenó que se desnudara. Él lo hizo con espantosa
humildad, y registraron sus ropas. Por supuesto, ahí no estaban ni los cigarros ni el
dinero; de hecho, no era él quien los había robado (p. 416).
Lo que más impresionó a Orwell y lo que le resultó más doloroso fue que,
una vez demostrada su inocencia, no parecía estar menos avergonzado. Esa noche lo
llevé al cine y le di coñac y chocolate. Pero eso también fue terrible; me refiero al
intento de borrar un agravio con dinero. Durante un rato estuve dispuesto a creer
que era un ladrón, y eso no puede borrarse (p. 416).
Con qué claridad revela tan conmovedora descripción la humanidad de
Orwell, una característica que subyace en toda su obra.
Tal vez podría añadirse otro interés constante de Orwell que duró toda su
vida: el mundo natural. Su pasión por la naturaleza se ve fácilmente en las
cartas que envió a casa desde el colegio y, sobre todo, en sus diarios
domésticos, pero también se vislumbra en sitios menos evidentes. Así, en la
entrada del 4 de marzo de 1941 de su diario de guerra, entre una visita a un
refugio antiaéreo que, cuando estaba abarrotado, despedía un hedor «casi
insoportable», y un largo análisis sobre lo que podía estar ocurriendo en los
Balcanes (14 de marzo de 1941), encuentra sitio para escribir unas líneas
sobre la llegada de la primavera a Wallington en Hertfordshire donde tenía
una casa: «Hay flores de azafrán silvestre por todas partes, algunos brotes de
alhelíes y las campanillas están en su mejor momento. Parejas de liebres se
contemplaban entre el trigo de invierno». Y concluye que de vez en cuando
en esta guerra «uno saca la nariz del agua un momento y repara en que la
tierra sigue girando alrededor del sol» (véase infra p. 332).
Es imposible no recordar un momento similar en mitad de los combates
en España cuatro años antes. Al principio de la sección VII de Homenaje a
Cataluña escribe en el primer párrafo que empezaban a formarse gruesos
«racimos de cerezas». «Rosas silvestres del tamaño de un platillo de té»
florecían en torno a los cráteres de los obuses que rodeaban Torre Fabián. Y
continúa con una descripción de cómo los campesinos cazaban codornices
imitando el canto de las hembras para atrapar a los machos con una red verde.
No solo tenemos aquí una íntima descripción natural, sino la conclusión de
Orwell —y su comentario casi social—: «Por lo visto solo cazaban machos,
lo que me pareció un tanto injusto».
El interés de Orwell por el mundo natural fue mucho más que una afición
pasajera. Uno de sus compañeros en Eton College, el eminente erudito sir
Roger Mynors, recordaba que él y Orwell «desarrollaron una gran pasión por
la biología y obtuvieron permiso para hacer disecciones en el laboratorio».
Un día Orwell, que era muy hábil con el tirachinas, cazó una grajilla que se
había posado en lo alto del tejado de la capilla de Eton College. Mynors y él
llevaron el pájaro muerto al laboratorio y lo diseccionaron. Mynors
proseguía: «Cometimos el gran error de seccionar la vesícula biliar y llenarlo
todo de, ejem… Dejémoslo en que fue un desastre». El interés posterior de
Orwell no se limitó a su observación del mundo natural, sino que se extendió
a las dimensiones políticas de la investigación botánica y biológica. Por ello
asistió a una conferencia de John R. Baker en el Congreso del PEN celebrado
en Londres entre el 22 y el 26 de agosto de 1944, en la que expuso, pese a
que contaban con el apoyo de Stalin, los calamitosos errores producidos por
el rechazo de Trofim Denísovich Lísenko de las teorías tradicionales de
hibridación. Al parecer, la conferencia de Baker fue lo que animó a Orwell a
escribir lo que llegaría a ser 1984. (The Lost Orwell, pp. 128-133; véase la
relación de lecturas recomendadas en los apéndices). La negación de la
ciencia objetiva y desapasionada subyace en gran parte de lo que inspira la
novela. Eso se resume en los Principios de nuevalengua. Orwell escribe que
«no había ningún término para referirse a la “Ciencia”, pues todos sus
significados los recogía suficientemente la palabra Socing» (p. 377). Así, en
el mundo de la novela, los equivalentes de Lísenko y Stalin han triunfado y
millones de personas están condenadas a morir de hambre.
Quisiera hacer una última referencia a Orwell y España. Es bien sabido
que Orwell, su mujer Eileen y el joven Stafford Cottman escaparon por poco
de España cuando los comunistas se disponían a detenerlos y llevarlos a
juicio en Valencia como a muchos de sus camaradas del POUM. Uno de ellos
fue Jordi Arquer i Saltó, que fue condenado a once años de cárcel. Tras su
liberación, unos seis meses antes de la muerte del escritor, escribió a Orwell y
este envió 10 libras (el equivalente a unas 500 libras de hoy en día) al Comité
de Socorro Español y a Jordi un ejemplar de Homenaje a Cataluña.
Peter Davison
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