Cristina Rivera Garza
Nadie
me verá llorar
Título original: Nadie me verá llorar
Cristina Rivera Garza, 1999
Ilustración de la cubierta: El suicidio de Dorothy Hale, óleo sobre
madera (1939), de Frida Kahlo
Fotografía de la autora: Ernesto
Lehn
a lrg
Para Hilda Garza Bermea y Antonio
Rivera Peña
Esta enferma observa buena
conducta. Le gusta trabajar, es dedicada y tiene buen carácter. La enferma
habla mucho, ésta es su excitación.
«Estudio psico-patológico de la
enferma Matilda Burgos del pabellón tranquilas, primera sección».
Profesora Magdalena O. viuda de Álvarez
Departamento de sarapes y de
rebozos
Mixcoac, D.F., Manicomio General,
30 de junio, 1935
Beware of those who say we are the beautiful losers
Diane Di Prima, Pieces of a Song
1
Reflejos, gradaciones de luz,
imágenes
Vemos por algo que nos ilumina;
por algo que no vemos.
Antonio Porchia
—¿Cómo se convierte uno en un
fotógrafo de locos?
Dentro de la cabeza de Joaquín
Buitrago hay un zumbido de abeja que no lo deja dormir ni descansar en paz. Matilda. Una palabra, un batir de alas.
Despierto, con los músculos tensos y los ojos abiertos, enciende un cerillo. La
luz anaranjada del fósforo alumbra sus dedos manchados de nicotina y la
carátula del reloj de bolsillo bajo la cual las dos manecillas doradas, encima
la una sobre la otra, parecen haberse detenido para siempre a las doce en
punto. Con la misma llama enciende la lámpara de petróleo, el quemador
izquierdo de la estufa y un cigarrillo Monarca. Hay sobre su rostro una sombra
casi violeta a punto de convertirse en sonrisa que, sin embargo, se queda
congelada en una mueca sobre los labios. Aun sin verla, la expresión lo
molesta, lo avergüenza, pero no puede hacer nada para borrarla. Está alegre.
Pero no sabe qué hacer con la alegría.
Sin camisa, Joaquín se pasa de
cuando en cuando el pañuelo por la frente y alrededor del cuello para eliminar
el sudor. Al mismo tiempo pone a hervir agua en una olla de peltre azul. Está
preparando la emulsión de almendras dulces, clorhidrato de morfina y jarabe de
flor de naranjo que ya no mitiga su insomnio crónico pero cuyo olor de
cualquier manera lo hace soñar, aun con los ojos abiertos y los músculos
tensos. Lo ha intentado todo, las tinturas de colombo, de cuasia, de genciana,
de quina: treinta centímetros cúbicos de cada una mezclado con diez centigramos
de morfina. Tres cucharadas al día. Veinte. Vasos enteros. También ha probado
el opio en agua de almidón; el bromuro de potasio, perfecto para aquellos
atacados por preocupaciones del espíritu, afecciones morales depresivas y
esfuerzos intelectuales excesivos; el bromuro de sodio, recomendado en casos de
constante irritación; el paraldehído en jarabe de laurel de cerezo o en agua de
tilo. Su insomnio ha vencido todos los remedios. Al final, sólo la emulsión de
almendras es capaz de apaciguarlo mientras aguarda el amanecer en el horizonte.
Entonces, entre las seis y las ocho de la mañana, duerme sobre su catre justo
cuando todos los demás despiertan y la ciudad vuelve a juntarse en su nudo de
ruido y velocidad.
La luz lo distrae. No lo puede
evitar. Apenas el ámbar cruza el límite movedizo entre la oscuridad y la falta
de oscuridad, sus pupilas van detrás del color como por instinto. Son muchos
años ya de perseguir la luz como se persigue a un animal. Años de esconder el
rostro y el cuerpo detrás de lentes, esterópidos Gaumont comprados en París y
cámaras Eastman o Graflex traídas directamente de Rochester. Son ya muchos años
inútiles, años extendidos como un lienzo de muselina negra horadado a veces,
muy pocas veces, por algunos agujeros luminosos, efímeros. Luciérnagas como
mujeres y viceversa. Inmóvil, preso una vez más de su automatismo fototrópico,
Joaquín observa las cuatro paredes de su cuarto. Aspira el humo del cigarrillo,
se coloca las madejas de cabello grasoso detrás de las orejas, cruza los brazos
sobre su pecho desnudo y observa. No hay nada que haga o recuerde con mayor
placer. Joaquín es un hombre tenso, alguien que sólo se siente cómodo en los
márgenes de los días, detrás de los espejos. Bajo la luz mortecina que produce
el petróleo, las sobrepuestas capas de pintura crean paisajes umbrosos sobre
los muros de adobe de su cuarto. Hay un bosque otoñal extendido sin orden ni
dirección determinada. Al fondo emergen montañas de aguamarina y cielos
encapotados de púrpura. Aquí y allá aparecen los hocicos abiertos rojos de ira
y melancolía de los perros y, en el fondo, en lo que fue tal vez la primera
capa de pintura original, hay rizos de nieve blanca obligados a caer por los
embates del salitre y la humedad de todas las temporadas de lluvia. La nieve.
La nieve del tiempo, mansa y blanca, duradera. Por un momento, el deseo de
sentir los copos de nieve es tan agudo que Joaquín tiene que cerrar los ojos.
Entonces, refugiado en la penumbra de su cabeza, recuerda cuánto le disgusta el
color blanco.
—Matilda —murmura mientras mueve
la cabeza de izquierda a derecha y vierte un poco de la emulsión en un pocillo
de barro. El líquido deja un escozor amargo en la punta de la lengua. Una vez
en el estómago, los almendros y la flor de naranjo crean una tarde fresca en
los labios.
—¿Cómo se convierte uno en
fotógrafo de locos? —le había preguntado. Joaquín, desacostumbrado a oír la voz
de los sujetos que fotografiaba, pensó que se trataba del murmullo de su propia
conciencia. Ahí, frente a él, sentada sobre el banquillo de los locos,
vistiendo un uniforme azul, la mujer que debería de haber estado inmóvil y
asustada, con los ojos perdidos y una hilerilla de baba cayendo por la comisura
de los labios, se comportaba en cambio con la socarronería y altivez de una
señorita de alcurnia posando para su primera tarjeta de visita. Él había hecho
tantas después de todo, cientos de ellas. Antes de llegar a las cárceles y,
después, al manicomio, ya era un profesional de la fotografía. Un hombre de
levita y zapatos boleados ante el cual las mujeres más diversas se abrían como
puertas. Bastaba una frase, cierto tono sugerente en la voz, para propiciar la
mejor coquetería y el más honesto exhibicionismo femenino. Lo que él buscaba
era el azoro, el rasgamiento del pudor, su misma médula. Antes. No desde hacía
muchos años. No hasta volver a encontrar a Matilda. En lugar de recargarse
sobre la pared y mirar en silencio el vacío, ella se había inclinado hacia la
cámara, y acomodándose el largo cabello de caoba con gestos seductores, formuló
la única pregunta que le recordaba la muerte. La suya.
El fotógrafo pudo haberle
respondido lo que siempre se decía a sí mismo: la maldita morfina. O lo que
nunca se decía a sí mismo pero que hoy, este 26 de julio a las tres treinta de
la tarde, le llegó de repente a su cabeza: Roma, la imposibilidad de la luz
romana. Por algunos instantes, todavía incapaz de creer que una loca le
preguntara aquello, estuvo tentado a contarle el milagro de sus tres años en
Italia. 1897. El ejercicio voraz de la fotografía. Roma fija para siempre en
papeles albuminados, placas de plata sobre gelatina. Roma, hiriendo sus retinas
de veintiséis años. Tres veranos muy largos. Un paisaje de lomas, nubes, ríos. Una
mujer: Alberta. Roma que había partido su vida en dos: antes y después. Antes
Alberta, y después la morfina.
—¿Cómo te llamas? —el sonido de
su propia voz lo sorprendió.
—Matilda. Matilda Burgos.
Repitió el nombre un par de veces
tratando de mantener la atención de la mujer en la lente. Luego, la tercera, la
cuarta vez, empezó a degustarlo, a masticarlo, a exprimirlo. Ella cedió. Su
sonrisa primero y después sus ojos. La mujer ya estaba posando. En ese momento
la luz de julio se transformó y las aguas del Tíber llegaron a sus rodillas.
Alberta estaba gritando su nombre y agitando sus manos como si él se encontrara
en la otra orilla.
—Aquí estoy —le dijo.
—No, tú estás aquí —murmuró la
mujer llevando la mano de él hacia sus piernas. Joaquín no supo qué hacer. Ella
lo atrajo hacia sí, mesó sus cabellos y se burló de su torpeza.
—¿Entonces, cómo se convierte uno
en un fotógrafo de locos? —la pregunta de Matilda lo sacó de las aguas del
Tíber y lo regresó a Mixcoac.
En voz muy baja, totalmente
inaudible, Joaquín se dijo a sí mismo: «Todo fracaso comienza con la luz, con
el deseo de atrapar la luz para siempre». Luego, molesto, reaccionando con la
hostilidad habitual, dijo algo en voz alta:
—Mejor dime cómo se convierte uno
en una loca.
Por toda respuesta Matilda alzó
los hombros y le hizo un guiño con el ojo izquierdo.
—¿De verdad quiere que le cuente?
Joaquín Buitrago, que había
olvidado la risa, se asombró al sentir en sus labios el estruendo de una
carcajada. El eco recorrió el manicomio y, como si no tuviera más lugar a donde
ir, se le introdujo por las orejas. El sonido invadió su cabeza todo el día y
toda la noche. No era el monótono zumbido de una abeja, sino el estrépito de un
vaso de cristal rompiéndose en la sangre. Como siempre a las seis de la mañana,
cayó rendido, engarruñado y todavía tenso sobre su camastro maltrecho.
No hay comentarios:
Publicar un comentario