miércoles, 28 de mayo de 2025

Cristina Rivera Garza Nadie me verá llorar fragmento

 




Cristina Rivera Garza

Nadie me verá llorar

 

 

 


Título original: Nadie me verá llorar

Cristina Rivera Garza, 1999

Ilustración de la cubierta: El suicidio de Dorothy Hale, óleo sobre madera (1939), de Frida Kahlo

Fotografía de la autora: Ernesto Lehn

 

 

 

 


 a lrg

Para Hilda Garza Bermea y Antonio Rivera Peña

 

 


Esta enferma observa buena conducta. Le gusta trabajar, es dedicada y tiene buen carácter. La enferma habla mucho, ésta es su excitación.

«Estudio psico-patológico de la enferma Matilda Burgos del pabellón tranquilas, primera sección».

 Profesora Magdalena O. viuda de Álvarez

Departamento de sarapes y de rebozos

Mixcoac, D.F., Manicomio General,

30 de junio, 1935

Beware of those who say we are the beautiful losers

Diane Di Prima, Pieces of a Song

 

 


1

Reflejos, gradaciones de luz, imágenes

 

Vemos por algo que nos ilumina;

por algo que no vemos.

Antonio Porchia

 

—¿Cómo se convierte uno en un fotógrafo de locos?

Dentro de la cabeza de Joaquín Buitrago hay un zumbido de abeja que no lo deja dormir ni descansar en paz. Matilda. Una palabra, un batir de alas. Despierto, con los músculos tensos y los ojos abiertos, enciende un cerillo. La luz anaranjada del fósforo alumbra sus dedos manchados de nicotina y la carátula del reloj de bolsillo bajo la cual las dos manecillas doradas, encima la una sobre la otra, parecen haberse detenido para siempre a las doce en punto. Con la misma llama enciende la lámpara de petróleo, el quemador izquierdo de la estufa y un cigarrillo Monarca. Hay sobre su rostro una sombra casi violeta a punto de convertirse en sonrisa que, sin embargo, se queda congelada en una mueca sobre los labios. Aun sin verla, la expresión lo molesta, lo avergüenza, pero no puede hacer nada para borrarla. Está alegre. Pero no sabe qué hacer con la alegría.

Sin camisa, Joaquín se pasa de cuando en cuando el pañuelo por la frente y alrededor del cuello para eliminar el sudor. Al mismo tiempo pone a hervir agua en una olla de peltre azul. Está preparando la emulsión de almendras dulces, clorhidrato de morfina y jarabe de flor de naranjo que ya no mitiga su insomnio crónico pero cuyo olor de cualquier manera lo hace soñar, aun con los ojos abiertos y los músculos tensos. Lo ha intentado todo, las tinturas de colombo, de cuasia, de genciana, de quina: treinta centímetros cúbicos de cada una mezclado con diez centigramos de morfina. Tres cucharadas al día. Veinte. Vasos enteros. También ha probado el opio en agua de almidón; el bromuro de potasio, perfecto para aquellos atacados por preocupaciones del espíritu, afecciones morales depresivas y esfuerzos intelectuales excesivos; el bromuro de sodio, recomendado en casos de constante irritación; el paraldehído en jarabe de laurel de cerezo o en agua de tilo. Su insomnio ha vencido todos los remedios. Al final, sólo la emulsión de almendras es capaz de apaciguarlo mientras aguarda el amanecer en el horizonte. Entonces, entre las seis y las ocho de la mañana, duerme sobre su catre justo cuando todos los demás despiertan y la ciudad vuelve a juntarse en su nudo de ruido y velocidad.

La luz lo distrae. No lo puede evitar. Apenas el ámbar cruza el límite movedizo entre la oscuridad y la falta de oscuridad, sus pupilas van detrás del color como por instinto. Son muchos años ya de perseguir la luz como se persigue a un animal. Años de esconder el rostro y el cuerpo detrás de lentes, esterópidos Gaumont comprados en París y cámaras Eastman o Graflex traídas directamente de Rochester. Son ya muchos años inútiles, años extendidos como un lienzo de muselina negra horadado a veces, muy pocas veces, por algunos agujeros luminosos, efímeros. Luciérnagas como mujeres y viceversa. Inmóvil, preso una vez más de su automatismo fototrópico, Joaquín observa las cuatro paredes de su cuarto. Aspira el humo del cigarrillo, se coloca las madejas de cabello grasoso detrás de las orejas, cruza los brazos sobre su pecho desnudo y observa. No hay nada que haga o recuerde con mayor placer. Joaquín es un hombre tenso, alguien que sólo se siente cómodo en los márgenes de los días, detrás de los espejos. Bajo la luz mortecina que produce el petróleo, las sobrepuestas capas de pintura crean paisajes umbrosos sobre los muros de adobe de su cuarto. Hay un bosque otoñal extendido sin orden ni dirección determinada. Al fondo emergen montañas de aguamarina y cielos encapotados de púrpura. Aquí y allá aparecen los hocicos abiertos rojos de ira y melancolía de los perros y, en el fondo, en lo que fue tal vez la primera capa de pintura original, hay rizos de nieve blanca obligados a caer por los embates del salitre y la humedad de todas las temporadas de lluvia. La nieve. La nieve del tiempo, mansa y blanca, duradera. Por un momento, el deseo de sentir los copos de nieve es tan agudo que Joaquín tiene que cerrar los ojos. Entonces, refugiado en la penumbra de su cabeza, recuerda cuánto le disgusta el color blanco.

—Matilda —murmura mientras mueve la cabeza de izquierda a derecha y vierte un poco de la emulsión en un pocillo de barro. El líquido deja un escozor amargo en la punta de la lengua. Una vez en el estómago, los almendros y la flor de naranjo crean una tarde fresca en los labios.

—¿Cómo se convierte uno en fotógrafo de locos? —le había preguntado. Joaquín, desacostumbrado a oír la voz de los sujetos que fotografiaba, pensó que se trataba del murmullo de su propia conciencia. Ahí, frente a él, sentada sobre el banquillo de los locos, vistiendo un uniforme azul, la mujer que debería de haber estado inmóvil y asustada, con los ojos perdidos y una hilerilla de baba cayendo por la comisura de los labios, se comportaba en cambio con la socarronería y altivez de una señorita de alcurnia posando para su primera tarjeta de visita. Él había hecho tantas después de todo, cientos de ellas. Antes de llegar a las cárceles y, después, al manicomio, ya era un profesional de la fotografía. Un hombre de levita y zapatos boleados ante el cual las mujeres más diversas se abrían como puertas. Bastaba una frase, cierto tono sugerente en la voz, para propiciar la mejor coquetería y el más honesto exhibicionismo femenino. Lo que él buscaba era el azoro, el rasgamiento del pudor, su misma médula. Antes. No desde hacía muchos años. No hasta volver a encontrar a Matilda. En lugar de recargarse sobre la pared y mirar en silencio el vacío, ella se había inclinado hacia la cámara, y acomodándose el largo cabello de caoba con gestos seductores, formuló la única pregunta que le recordaba la muerte. La suya.

El fotógrafo pudo haberle respondido lo que siempre se decía a sí mismo: la maldita morfina. O lo que nunca se decía a sí mismo pero que hoy, este 26 de julio a las tres treinta de la tarde, le llegó de repente a su cabeza: Roma, la imposibilidad de la luz romana. Por algunos instantes, todavía incapaz de creer que una loca le preguntara aquello, estuvo tentado a contarle el milagro de sus tres años en Italia. 1897. El ejercicio voraz de la fotografía. Roma fija para siempre en papeles albuminados, placas de plata sobre gelatina. Roma, hiriendo sus retinas de veintiséis años. Tres veranos muy largos. Un paisaje de lomas, nubes, ríos. Una mujer: Alberta. Roma que había partido su vida en dos: antes y después. Antes Alberta, y después la morfina.

—¿Cómo te llamas? —el sonido de su propia voz lo sorprendió.

—Matilda. Matilda Burgos.

Repitió el nombre un par de veces tratando de mantener la atención de la mujer en la lente. Luego, la tercera, la cuarta vez, empezó a degustarlo, a masticarlo, a exprimirlo. Ella cedió. Su sonrisa primero y después sus ojos. La mujer ya estaba posando. En ese momento la luz de julio se transformó y las aguas del Tíber llegaron a sus rodillas. Alberta estaba gritando su nombre y agitando sus manos como si él se encontrara en la otra orilla.

—Aquí estoy —le dijo.

—No, tú estás aquí —murmuró la mujer llevando la mano de él hacia sus piernas. Joaquín no supo qué hacer. Ella lo atrajo hacia sí, mesó sus cabellos y se burló de su torpeza.

—¿Entonces, cómo se convierte uno en un fotógrafo de locos? —la pregunta de Matilda lo sacó de las aguas del Tíber y lo regresó a Mixcoac.

En voz muy baja, totalmente inaudible, Joaquín se dijo a sí mismo: «Todo fracaso comienza con la luz, con el deseo de atrapar la luz para siempre». Luego, molesto, reaccionando con la hostilidad habitual, dijo algo en voz alta:

—Mejor dime cómo se convierte uno en una loca.

Por toda respuesta Matilda alzó los hombros y le hizo un guiño con el ojo izquierdo.

—¿De verdad quiere que le cuente?

Joaquín Buitrago, que había olvidado la risa, se asombró al sentir en sus labios el estruendo de una carcajada. El eco recorrió el manicomio y, como si no tuviera más lugar a donde ir, se le introdujo por las orejas. El sonido invadió su cabeza todo el día y toda la noche. No era el monótono zumbido de una abeja, sino el estrépito de un vaso de cristal rompiéndose en la sangre. Como siempre a las seis de la mañana, cayó rendido, engarruñado y todavía tenso sobre su camastro maltrecho.

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