Once breves capítulos para once
momentos de la intensa vida de Agota Kristof.
Una
obra autobiográfica que sintetiza en once fragmentos, los once momentos
fundamentales de una existencia apasionada. Unas páginas que han sido definidas
por la crítica como «un regalo para el intelecto». Un trayecto vital que
describe primero a una joven que devora libros en húngaro para luego dar la
palabra a una escritora reconocida en otro idioma, el francés. De la infancia
feliz a la pobreza después de la guerra, los años de soledad en el internado,
la muerte de Stalin, la lengua materna y las lenguas enemigas como el alemán y
el ruso, la huida de Austria y la llegada a Lausanne (Suiza) con su bebé.
Una
historia hecha de historias llenas de lucidez y humor. Sus palabras nunca son
tristes, son implacablemente justas y precisas. Todo el mundo de Agota Kristof
está aquí, en este libro caracterizado por frases breves, minimalistas,
diminutas en las que se perciben en todo momento las grandes reflexiones y los
poderosos pensamientos que las han provocado.
Agota Kristof
La analfabeta
Título
original: L’analphabète
Agota
Kristof, 2004
Traducción:
Juli Peradejordi
Retoque
de cubierta: Titivillus
Editor
digital: Titivillus
ePub
base r1.2
\'7b1\'7d
Inicios
Leo. Es como una enfermedad. Leo todo lo que me cae
en las manos, bajo los ojos: diarios, libros escolares, carteles, pedazos de
papel encontrados por la calle, recetas de cocina, libros infantiles. Cualquier
cosa impresa.
Tengo
cuatro años. La guerra acaba de empezar. Vivimos en un pueblecito que no tiene
ni estación, ni electricidad, ni agua corriente, ni teléfono.
Mi
padre es el único maestro del pueblo. Enseña en todos los cursos, desde el
primero hasta el sexto. En la misma aula. La escuela está separada de nuestra
casa sólo por el patio, y las ventanas del colegio dan al huerto de mi madre.
Cuando me encaramo a la ventana más alta del comedor veo a toda la clase con mi
padre delante, de pie, escribiendo en la pizarra negra.
El
aula de mi padre huele a tiza, a tinta, a papel, a calma, a silencio, a nieve
incluso en verano.
La
gran cocina de mi madre huele a animal muerto, a carne cocida, a leche, a
mermelada, a pan, a ropa húmeda, a pipí del bebé, a agitación, a ruido, al calor
del verano… incluso en invierno.
Cuando
el mal tiempo no nos permite jugar fuera, cuando el bebé grita más fuerte de lo
habitual, cuando mi hermano y yo hacemos demasiado ruido y demasiados destrozos
en la cocina, nuestra madre nos envía a nuestro padre para que nos imponga un
«castigo».
Salimos
de casa. Mi hermano se detiene delante del cobertizo en el que guardamos la
leña:
—Yo
prefiero quedarme aquí. Voy a cortar un poco de leña pequeña.
—Sí.
Mamá se pondrá contenta.
Atravieso
el patio, entro en la gran sala y me detengo cerca de la puerta. Bajo los ojos.
Mi padre me dice:
—Acércate.
Me
acerco y le digo a la oreja:
—Castigada…
mamá…
—¿Nada
más?
Me
pregunta «nada más» porque a veces tengo que entregarle sin decir nada una nota
de mi madre, o debo pronunciar las palabras «médico» o «urgencia», o bien
únicamente un número: 38 o 40. Todo esto por culpa del bebé, que se pasa el día
enfermo.
Le
digo a mi padre:
—No.
Nada más.
Me
da un libro con imágenes:
—Ve
y siéntate.
Voy
al fondo de la clase, donde siempre hay lugares vacíos detrás de los mayores.
Fue
así como, muy joven, por casualidad y sin apenas darme cuenta, contraje la
incurable enfermedad de la lectura.
Cuando
vamos de visita a casa de los parientes de mi madre, que viven en una ciudad
cercana, en una casa que tiene luz y agua, mi abuelo me toma de la mano y,
juntos, recorremos el vecindario.
El
abuelo saca un diario del bolsillo de su levita y dice a los vecinos:
—¡Mirad!
¡Escuchad!
Y
a mí me dice:
—¡Lee!
Y
yo leo. Normalmente, sin errores, y tan rápido como me lo pida.
Dejando
de lado este orgullo de abuelo, mi enfermedad de la lectura me traerá sobre
todo reproches y desprecio:
«No
hace nada. Se pasa el día leyendo.»
«No
sabe hacer nada más.»
«Es
la tarea más pasiva de todas.»
«Perezosa.»
Y,
sobre todo, «Lee en vez de…».
¿En
vez de qué?
«Hay
miles de cosas más útiles, ¿no?»
Incluso
ahora, por la mañana, cuando la casa se vacía y todos mis vecinos se van a
trabajar, tengo un poco de cargo de conciencia por instalarme en la mesa de la
cocina a leer los diarios durante horas en vez de… fregar los platos del día
anterior, ir de compras, lavar y planchar la ropa, hacer mermeladas o pasteles…
Y,
¡sobre todo!, en vez de escribir.
\'7b2\'7d
De la palabra
a la escritura
Ya desde muy pequeña me gustaba contar historias.
Historias inventadas por mí misma.
A
veces viene a visitarnos mi abuela, para ayudar a mi madre. Por la noche, la
abuela nos acuesta; intenta dormirnos con cuentos que ya hemos escuchado
centenares de veces.
Salgo
de mi cama y le digo a la abuela:
—Las
historias las explico yo, no tú.
Me
sienta sobre sus rodillas y me acuna:
—Cuéntame,
cuéntame, pues…
Comienzo
por una frase, no importa cuál, y todo se encadena. Aparecen personajes, mueren
o desaparecen. Hay los buenos, los malos, los pobres y los ricos, los
vencedores y los vencidos. «No se acabará nunca», balbuceo sobre las rodillas
de la abuela:
—Y
después… y después…
La
abuela me deja en la cama plegable, baja la llama de la lámpara de petróleo y
se va a la cocina.
Mis
hermanos duermen y yo también. Pero la historia sigue en mi sueño, hermosa y
terrorífica.
Lo
que más me gusta es explicarle historias a mi hermanito Tila. Es el preferido
de mamá. Tiene tres años menos que yo, así que se cree todo lo que le cuento.
Por ejemplo, lo llevo hasta un rincón del jardín y le pregunto:
—¿Quieres
que te cuente un secreto?
—¿Qué
secreto?
—El
secreto de tu nacimiento.
—No
hay ningún secreto en mi nacimiento.
—Pues
sí, pero sólo te lo diré si me juras que no se lo contarás a nadie.
—Te
lo juro.
—Pues
mira, eres un niño encontrado. No eres de nuestra familia. Te encontraron en un
campo, abandonado y desnudo.
Tila
dice:
—No
es verdad.
—Mis
padres te lo explicarán más adelante, cuando seas mayor. Si supieras qué pena
nos dabas, tan delgado, tan desnudo…
Tila
empieza a llorar. Lo tomo en brazos:
—No
llores. Te quiero como si fueras mi propio hermano.
—¿Tanto
como a Yano?
—Casi.
Al fin y al cabo Yano es mi hermano de verdad.
Tila
reflexiona:
—Entonces,
¿por qué tengo el mismo apellido que vosotros? ¿Por qué mamá me quiere más que
a vosotros dos? Os castiga todo el rato, a ti y a Yano. A mí nunca.
Se
lo explico:
—Tienes
el mismo apellido porque se te adoptó oficialmente. Y si mamá es más buena
contigo que con nosotros, es porque quiere demostrar que no hace ninguna
diferencia entre tú y sus verdaderos hijos.
—¡Yo
soy su verdadero hijo!
Tila
chilla, corre hacia la casa:
—¡Mamá,
mamá!
Corro
detrás de él:
—Me
has jurado que no dirías nada. ¡Era una broma!
Demasiado
tarde. Tila llega a la cocina, se arroja a los brazos de mamá:
—Dime
que soy tu hijo. Tu verdadero hijo. Tú eres mi verdadera madre.
Me
castigan, desde luego, por haber explicado necedades. Me arrodillo frente a una
mazorca de maíz en una esquina de la habitación. Enseguida llega Yano con otra
mazorca y se arrodilla a mi lado.
Le
pregunto:
—¿Por
qué te han castigado?
—No
lo sé. Sólo he acariciado la cabeza de Tila y le he dicho «te quiero,
bastardito».
Reímos.
Sé que lo ha hecho expresamente para que le castigaran, por solidaridad, y
porque sin mí se aburre.
Explicaré
muchas otras burradas a Tila; lo intento también con Yano, pero él no me cree
porque tiene un año más que yo.
Las
ganas de escribir vendrán más tarde, cuando el hilo de plata de la infancia se
haya quebrado, cuando vengan los días malos y lleguen los años de los que diré:
«No me gustan». Cuando, separada de mis padres y mis hermanos, ingreso en un
internado de una ciudad desconocida, donde, para soportar el dolor de la
separación, sólo me queda una solución: escribir.
\'7b3\'7d
Poemas
Cuando entro en el internado tengo catorce años.
Yano, mi hermano, está interno desde hace un año, pero en otra ciudad. Tila
todavía está con mi madre.
No
se trata de un internado para jovencitas ricas, sino todo lo contrario. Es algo
entre un cuartel y un convento, entre un orfelinato y un reformatorio.
Somos
más o menos doscientas chicas de entre catorce y dieciocho años, alojadas y
mantenidas gratuitamente por el Estado.
Tenemos
dormitorios donde caben de diez a veinte personas, con literas cubiertas por jergones
y mantas grises. Nuestros armarios, metálicos, estrechos, están en el pasillo.
A
las seis de la mañana nos despierta una campana, y una vigilante medio dormida
viene a controlar las habitaciones. Algunas alumnas se esconden debajo de la
cama, otras bajan al jardín corriendo. Después de dar tres vueltas por el
jardín, hacemos ejercicio durante diez minutos. Luego subimos corriendo y, ya
dentro del edificio, nos lavamos con agua fría, nos vestimos y después bajamos
al comedor. Nuestro desayuno está compuesto de café con leche y una rebanada de
pan.
Distribución
del correo del día anterior: cartas abiertas por la dirección. Justificación:
«Sois
menores de edad. Reemplazamos a vuestros padres.»
A
las siete y media partimos hacia la escuela en fila india, cantando canciones
revolucionarias mientras atravesamos la ciudad. Los niños se paran para vernos
pasar, silban y nos dicen piropos y palabras vulgares.
Al
volver de la escuela, comemos y luego vamos a la sala de estudio, donde nos
quedamos hasta la hora de cenar.
En
las salas de estudio se exige un silencio total.
¿Qué
hacer durante todo este tiempo? Los deberes, desde luego, pero los deberes te
los quitas de encima enseguida, especialmente porque no tienen ningún tipo de
interés.
También
se puede leer, pero sólo tenemos libros de «lectura obligatoria» que se leen
enseguida y que, en su mayoría, no tienen el más mínimo interés.
Así
pues, durante estas horas de silencio forzado, empiezo a redactar una especie
de diario y me invento una escritura secreta para que nadie pueda leerlo. Anoto
en él mis desgracias, mi pesar, mi tristeza, todo lo que por la noche me hace
llorar en silencio en la cama.
Lloro
la pérdida de mis hermanos, de mis padres, de la casa de la familia, en la que
ahora viven unos extranjeros.
Lloro
sobre todo mi libertad perdida.
Es
cierto que tenemos la posibilidad de recibir visitas los domingos por la tarde
en el «salón» del internado, incluso de chicos, en presencia de una vigilante.
También nos dejan pasear, incluso con chicos, los domingos por la tarde, pero
sólo por la calle principal de la ciudad. También se pasea una vigilante.
Pero
no me dejan ir a ver a mi hermano Yano, que está a veinte kilómetros de aquí,
en la misma situación que yo, y que tampoco puede venir a verme. Nos han prohibido
abandonar la ciudad, aunque, de todos modos, no tenemos dinero para el tren.
También
lloro mi infancia, nuestra infancia, la de los tres, Yano, Tila y yo.
Se
acabaron las carreras descalzos por el bosque sobre el suelo húmedo hasta «la
roca azul»; se acabó subirse a los árboles o caer cuando se quiebra una rama
podrida; se acabó Yano, que me levantaba de mi caída; se acabaron los paseos
nocturnos por el tejado; se acabaron las denuncias de Tila a mi madre.
En
el internado, las luces se apagan a las diez de la noche. Una vigilante
controla las habitaciones.
Leo
aún, si tengo algo que leer, a la luz reverberante. Luego, cuando me duermo
llorando, nacen frases en la noche. Dan vueltas a mi alrededor, cuchichean,
adquieren un ritmo, riman, cantan, se convierten en poemas:
«Ayer,
todo era más bello,
la
música en los árboles
el
viento en mis cabellos
y
en tus manos tendidas
el
Sol.»