TENEBRAE
— 1982 —
John Saxon, protagonista del que bien puede ser considerado el primer giallo de la historia, «La muchacha que
sabía demasiado» de Mario Bava. Para la fotografía. Argento contó con Luciano
Tovoli, artífice del deslumbrante cromatismo de «Suspiria», aunque, esta vez,
el cineasta buscaba una textura situada a las antípodas de aquella.
“Los homicidios que suceden de noche
los he iluminado como a pleno sol —explicó Argento a raíz del estreno— porque quería subrayar que las tinieblas
también se manifiestan a la luz del día”.
Sinopsis
La llegada a Roma del escritor norteamericano de novelas policíacas Peter
Neal (Anthony Franciosa) coincide con el asesinato de una delincuente de poca
monta (Anjia Pieroni). El asesino ha seguido el método descrito en el último
libro de Neal. En el aereopuerto romano. Neal es recibido por su agente Bullmer
(John Saxon). Durante la rueda de prensa, el novelista se enfrenta a las
agresivas preguntas de una antigua amiga periodista. Tilde (Mirella D’Angelo).
A la salida del aereopuerto les espera Anne (Daria Nicolodi), secretaria
personal y amiga íntima del escritor, y Gianni (Christiano Borromeo), ayudante
de Bullmer. Una vez en su apartamento, Neal se encuentra con el detective
Giermani (Giuliano Gemma) y la inspectora Altieri (Carola Stagnaro), que le
informan del reciente asesinato. El policía le entrega un anónimo que ha
encontrado debajo de su puerta y que reproduce una frase de su novela. Unas
imágenes ilustran lo que puede ser un traumático recuerdo: una hermosa joven
(Eva Robins) pasea por la playa en compañía de un grupo de admiradores. Uno de
ellos, al ser rechazado por ella, la abofetea y huye. El grupo le persigue
hasta alcanzarle y la muchacha le golpea brutalmente y le introduce el tacón de
su zapato rojo en la boca. Durante la noche, Tilde y su amante son asesinadas
en la casa que comparten. Neal reconoce a Jane (Verónica Lario), su mujer, a la
que creía en Nueva York, espiándole por los alrededores. Más tarde, se
entrevista con el periodista televisivo Christiano Berti (John Steiner), que se
refiere a “la perversidad humana” de
sus novelas. Maria (Lara Wendel), hija del recepcionista de los apartamentos en
que Neal se aloja, es asesinada. Un nuevo anónimo amenaza directamente al
escritor, que decide investigar por su cuenta. Las sospechas le llevan hasta el
estrambótico periodista televisivo. Por la noche, y en compañía de Gianni,
entra en la casa de Christiano. Gianni y Neal se separan. El primero ve morir a
Christiano de un contundente hachazo. Gianni corre en busca de Neal, al que
ayuda a recobrar el sentido. Gianni está impresionado por lo que ha visto, pero
confiesa al escritor la inquietud que le provoca un detalle que no puede
recordar. Nuevas imágenes de un flashback
interrumpen el relato. La muchacha de la playa pasea con un acompañante (Michele
Soavi). Alguien les observa. La joven se queda unos instantes sola. El
observador se aproxima a ella, la apuñala y se apodera de sus zapatos rojos.
Neal acude a la agencia de Bullmer y le anuncia su intención de dejar Roma. Una
vez solo. Bullmer deja entrar a Jane: ambos se funden en un apasionado beso y
se citan para más tarde. Jane recibe en su apartamento unos zapatos rojos, que
cree que son un regalo de Bullmer. Este aguarda la llegada de Jane en una plaza
pública, pero alguien lo apuñala. Neal se despide de Anne y Gianni. Éste
anuncia su intención de regresar a casa de Christiano para recordar el detalle
que le obsesiona. Una vez en el lugar, el joven da con la pieza que permite
reconstruir lo sucedido: Christiano, un momento antes de morir, se confesó
autor de las muertes. Nada de ello explica la muerte de Christiano, pero
mientras Gianni se interroga por el nuevo misterio, alguien lo estrangula. El
mismo asesino entra en el apartamento de Jane y la mata a golpes de hacha. La
figura se hace visible: es el propio Peter Neal, que no duda en matar a un
nuevo visitante, la inspectora Altieri. El detective Giermani y Anne detienen a
Neal: éste confiesa su plan, consistente en aprovechar la cadena de asesinatos
abierta por Christiano para incluir en ella su venganza personal contra Bullmer
y Jane, que estaban manteniendo una relación amorosa a sus espaldas. Neal,
después de confesar, se corta el cuello con una navaja de afeitar. Giermani y
Anne regresan al coche. El policía revela que Neal fue, en su adolescencia,
acusado de matar a una joven, pero se le absolvió por falta de pruebas. Una
intuición hace que el detective regrese junto a los cadáveres. El cuerpo de
Neal ha desaparecido: la navaja utilizada para el suicidio resulta ser falsa.
El policía cae abatido por el hacha que empuña el escritor. Anne corre a la
casa y Neal se dispone a asesinarla, pero la oportuna caída de una escultura de
hierro acaba finalmente con el criminal.
La que fuera Mater Lacrimarum, recibe su justo castigo en «Tenebrae».
La muerte en la escritura
«Tenebrae» se inicia de forma similar a «Inferno»: la lectura de las
primeras frases de un libro. Aunque la temática de los textos ha cambiado (de
la alquimia y sus arcanos hemos pasado al universo popular del best-seller policíaco), la pauta rectora
es similar: rasgar el primer velo de un enigma.
“El impulso se había convertido en
irresistible. Sólo existía una respuesta a la furia que le torturaba. Y así
cometió su primer asesinato. Había roto el tabú más hondamente arraigado, y no
encontró ninguna culpa, ni ansiedad, ni miedo, sino libertad. Cada humillación
que se interponía en su camino podía ser apartada con el simple acto de la
aniquilación: el asesinato”.
La lectura, oficiada ritualmente por unas manos enguantadas, culmina con la
quema simbólica del ejemplar. La siguiente secuencia parece nacer de sus
llamas: un solitario Peter Neal atraviesa en bicicleta un puente, un puente que
le aleja de alguna parte familiar y le lleva hasta un territorio de signo
liminal, mágico, fuera del tiempo. Un movimiento habitual en el cine de
Argento. El cineasta elige para la ocasión el barrio romano de Eur, un satélite
residencial de la época de Mussolini que Argento no vacila en definir como “una especie de ciudad futurista, imaginaria,
que no existe”. Peter Neal aterriza en esta Roma encantada para
protagonizar un viaje simbólico al universo de sus libros, y acceder al corazón
de las tinieblas que palpita en su reverso. No en vano, el cineasta define el
film como “un rito ancestral donde uno se
sacrifica a sí mismo, siendo crucificada su parte oscura al final de la
ceremonia”. Sobre esta tierra de nadie, de casas blancas, cuidadoso césped
y perpetua luz solar, se instaura una realidad imposible, subordinada a la
lógica de las novelas policíacas: un asesino mata siguiendo a pies juntillas
las descripciones de la novela de Neal; Bullmer, el agente literario del
escritor, lleva un sombrero salido de un nostálgico guardarropía hard-boiled; el policía encargado de la
investigación, el capitán Giermani, se declara entusiasta del género y lector
empedernido de Rex Stout, Mike Spillane, Ed Me Bain y del propio Peter Neal;
paradójicamente, es incapaz de descubrir al asesino antes de la última pagina,
circunstancia que influirá decisivamente en su muerte; Neal confiesa al joven
Gianni su técnica novelística —“Estas
cosas siempre son aburridas, pero si dejas a un lado la parte aburrida, puedes
obtener un best-seller”— en pleno asalto a la casa del sospechoso Cristiano
Berti —acción que les convierte en genuinos personajes de pulp—; Neal cita una frase de ‘El perro de Bakerville’ (“Cuando se ha eliminado lo imposible, aquello
que queda, por improbable que parezca, será la verdad”), los asesinatos,
organizados, como en «Rojo oscuro», en forma de sequenza lunga, encuentran un posible parangón en aquellos
capítulos que, encabezados por el nombre de la víctima, caracterizaban la
estructura de algunas novelas de William Irish. En las páginas de este giallo encarnado, Neal interpreta el
papel de carismático escritor de historias de misterio reciclado a detective,
mientras, en off, su parte oscura
trama una despiadada intriga criminal sobre la cual pretende mantener el más
absoluto control demiúrgico. Pero es Argento quien maneja los hilos y hace del
film una arquitectura que, como la academia de baile de «Suspiria» y el
edificio de apartamentos de «Inferno», atrapa al personaje y lo transforma. El
cineasta juega con Neal, acosándolo con una cámara que finge ser la
subjetividad de Cristiano Berti, su perverso fan, pero que, en realidad, oculta
un vacío a la espera de ser ocupado por la parte oscura del escritor. Argento
se divierte haciendo de Neal un personaje esquizofrénico que no duda en
confesar a Giermani:
“Tengo la corazonada de que hay algo
que se me escapa, una pieza que no encaja… Como si alguien que debiera estar
muerto siguiera vivo, o alguien que debiera estar vivo ya estuviera muerto”.
Un comentario sobre sí mismo que refleja el estado de transición
surrealista al que está sometido en este país de las maravillas que Argento
recrea en el barrio de Eur. Antes de volcarse al abismo, Neal se detiene en el
umbral de la puerta de su apartamento y mira unos segundos hacia dentro,
despidiéndose para siempre del impoluto escritor con charme. El personaje queda personaje escindido entre el estereotipo
que vemos en pantalla y su sombra, aquella que encabezaría el flashback, y que Neal contendría
vanamente con pastillas: una figura siniestra siempre fuera de campo que
planearía los crímenes y asesinaría sin que su otra mitad se enterase de nada.
Nada que ver con las zapatillas rojas de Dorothy.
Cadáveres exquisitos
—Elsa. El primer asesinato viene precedido de una espera que intercala
distintos motivos de tensión, que tienen como protagonista a una delincuente de
poca monta (interpretada por Anja Pieroni, la que fuera Mater Lacrimarum en
«Inferno»): el robo de un libro —‘Tenebrae’, de Peter Neal—, un plano subjetivo
que la focaliza durante unos segundos, el incidente con el encargado de
seguridad que la sorprende, el altercado con un impertinente vagabundo… Pero la
auténtica inquietud se hace palpable a partir de la angulación en picado que
recoge la entrada de la muchacha en su apartamento y se materializa con esa
mano surgida de ninguna parte, que hace pensar por un momento en «Repulsión» de
Polanski. Un montaje veloz y certero resuelve la secuencia. Mientras una de las
manos sostiene la navaja de afeitar contra el cuello de Anja Pieroni, la otra
arranca las páginas del libro de Neal y se las introduce en la boca. Los planos
se suceden siguiendo un mecanismo que privilegia el detalle por encima del
conjunto (ahora la navaja que desciende, ahora el ojo de la muchacha) hasta
culminar con el plano de la bola de papel de la boca cayendo al suelo, como
inapelable certificado de su muerte. Argento muestra la caída del cuerpo
mediante tres planos sucesivos que congelan y suspenden el instante: el rostro
de la joven deslizándose fuera de campo / el cuerpo desplomándose visto desde
el exterior a través de una cortina / el cuerpo en el suelo, víctima de los
flashes fotográficos del asesino.
—Tilde. Como preludio al asesinato de la periodista y de su amante, la
cámara se decanta por una inenarrable y desprejuiciado ejercicio de vuelo
libre, de más de dos minutos y medio de duración, durante los cuales recorre
ingrávidamente los cuatro puntos cardinales de la fachada del edificio de las
dos futuras víctimas. El movimiento prueba el talante de un cineasta siempre
dispuesto a saltarse la ley, un maquinista outsider
aquejado de un desmesurado amor por el cine, que comanda el más loco de los
trenes eléctricos que jamás han circulado por la historia del Séptimo Arte.
«Tenebrae», por supuesto, no sería la misma sin el trazo de esa cámara especial
llamada Louma sobre el plano. En ese trazo cinematográfico se superponen una
mirada demiúrgica y otra depredadora. Esta segunda mirada se diría excitada por
el propio artilugio que la genera, y que trueca su voracidad escoptofílica por
pulsión criminal cuando las manos del asesino entran en campo: ojos y manos de
un cineasta que anhela dejar sus huellas más allá de la pura dimensión
tecnológica de su aventura cinematográfica. El asesinato de Tilde se vertebra a
partir del desgarro que produce la navaja en la camiseta de la víctima, justo
en el instante en que ésta se desnuda y la pasa por su cuello. Ese desgarro
estimula la retórica del cuadro dentro del cuadro: vemos el rostro de la joven
a través del agujero que la navaja deja en el vestido, y vemos, luego, al
asesino, desde el punto de vista de Tilde, siempre a partir del agujero de la
camiseta. La violencia que el criminal inflige a la mujer se traslada
cinematográficamente a la mano: el encuadre la retiene y la aísla; sólo a
través de ella y de sus movimientos crispados nos llega noticia del horror que
acontece fuera de campo. El plano se enhebra con otro que muestra la rotura de
un jarrón: de la mano que sintetiza el cuerpo pasamos al objeto cuya rotura
conjura a la muerte.
—Maria. Sequenza lunga de diez
minutos. Estamos en el cubil del asesino: el encuadre recoge la fotografía de
una joven prostituta. A continuación, dos rápidos planos del sótano, y un
tercero de una bombilla encendida que la mano del criminal apaga: acaba de
designar a la próxima víctima. Sin embargo, al abandonar su macabro refugio,
olvida las llaves en la cerradura. La importancia de esas llaves —repiqueteando
en primer plano— va a centrar obsesivamente estos prolegómenos de la futura
secuencia de asesinato. Justo en el momento en que va abordar a su próxima
víctima, en un descampado, el asesino repara en la ausencia de las llaves:
escuchamos el familiar repiqueteo de las mismas, antes de que Argento inserte
de nuevo, casi musicalmente, dos primeros planos de las mismas, todavía
colgando de la cerradura del sótano. La decisión del criminal de volver al
sótano, al percibir su olvido, es primordial para un azaroso cambio de víctima:
del plano de la prostituta asediada pasamos por corte directo a un primer plano
de Maria, la hija del recepcionista de los apartamentos donde vive Neal, que,
debido a un cúmulo de circunstancias azarosas —una discusión con su novio la ha
dejado sola en una calle donde, inesperadamente, es perseguida por un perro
hasta ponerse a salvo de él en el dichoso sótano—, acabará siendo asesinada.
Ese extraño giro que toman los acontecimientos —una adolescente perseguida
durante la noche por un perro, a través de un solitario paisaje, que encuentra
refugio en una casa abandonada cuyo sótano esconde un terrible secreto— hace
pensar nuevamente en los cuentos clásicos que inspiraron «Suspiria». A
diferencia, sin embargo, del film anterior, la atmósfera carece ahora del menor
pliegue expresionista. Basta comparar la huida a través del bosque de la
primera víctima de «Suspiria» con la de Maria. En los dos casos se impone un travelling lateral, pero las noches
pertenecen a distintas tesituras. Al caserón neogótico y coloristico se opone
una casa de líneas claras, acogedora de una modernidad que actúa de exorcismo
frente a cualquier sospecha de un posible Mal en su interior. Pero entre las
paredes luminosas, abiertas, en perfecta comunión con un exterior de impecable
césped y agua domesticada, Maria encuentra un personaje enfermizo, que Argento
filma como una sombra viviente, sin otro rasgo visible que la navaja que empuña
y que, al final, sustituye por un hacha, instrumento de lectura bárbara en
contraposición a la racionalidad arquitectónica del lugar.
El erotismo del miedo.
—Bullmer. El agente literario que encarna John Saxon es asesinado en medio
de una plaza pública, a plena luz del día, rodeado de gente. La secuencia se
constituye en antítesis rigurosa de aquella que mostraba la muerte del pianista
ciego en «Suspiria», también en una plaza, pero de noche, en estricta soledad,
y a consecuencia de inasibles fuerzas sobrenaturales. El cineasta italiano
recurre en «Tenebrae» a una planificación que persigue, ante todo, la escala
humana, para intensificar un clima de absoluta normalidad, del que nada malo
puede esperarse. Hay, en Bullmer, algo del espíritu de Milton Arbogasth, el
detective que interpretaba Martin Balsam en «Psicosis», un halo de inocencia
que hace posible aplicarle la misma sentencia de Truffaut: “Il arrive comme une fleur… se faire cueillir”.
Bullmer, sentado en un banco, mira a derecha e izquierda, motivando una
sucesión de contraplanos que reflejan de manera realista aquello que le rodea:
una pelea en la terraza de un bar, la discusión de una pareja, un niño jugando
con una pelota. El método es semejante al utilizado en la secuencia del parque
de «Cuatro moscas sobre terciopelo gris». La rítmica combinación de
plano/contraplano sienta el tiempo en la secuencia hasta llegar a una
hipertrofia de la cotidianidad que la vuelve agresiva. Bullmer se levanta y
alguien choca con él. La ausencia inicial de música deja paso a un tema
desasosegante, que prepara el inminente crimen. Una sombra irrumpe sobre el
rostro de Bullmer, que se muestra sorprendido al reconocer a su imprevisto
acompañante y definitivamente perplejo ante el cuchillo que se clava en su
vientre una y otra vez. El agente literario agoniza junto al banco con una gran
mancha de sangre en la camisa.
De la muerte en flashback a la muerte de Jane
Argento estructura el flashback
que remite al primer crimen juvenil de Neal en tres tiempos que interrumpen la
narración, sembrándola de la ambigüedad que requiere todo buen giallo. Es una incógnita (¿A quién
pertenecen esos recuerdos?) que actúa de comodín al poder señalar a cualquiera
de los personajes del film. Al margen de lo sugerente de las imágenes, llama la
atención el lugar que ocupan los distintos tiempos en la narración. El primero
funciona como segmento desestabilizador que indica un sospechoso poseído por
demonios: el flashback como máscara
de la que pueden participar todos. El segundo es más significativo, y entronca
con el pesimismo del que Argento siempre ha hecho gala a la hora de
pronunciarse sobre la pareja. Después de la muerte de Christiano, Anne se queda
a pasar la noche en el apartamento de Neal para atenderle de la pedrada que le
ha dejado sin sentido. La profesionalidad y la amistad de la pareja se diluyen
en un repentino e inevitable beso. Es, sin duda, el principio de algo, y
Argento lo filma consciente de ello… para, a renglón seguido, hacerlo pedazos,
al insertar el segundo tiempo del flashback
y, una vez concluido éste, volver al apartamento, ya pasada la noche, para
mostrar a Anne sola en el sofá. Hemos pasado de la intimidad amorosa a un
despertar que contagia el frío al que la relación está condenada. El pasado, la
locura y el crimen implícitos en el flashback
ocupan el espacio simbólico de la elipsis, interponiéndose entre las dos
secuencias, robándoles la posibilidad del amor y del sexo. El tercer tiempo
surge después del brutal asesinato de Jane, y cierra la estructura de la
venganza antes de acceder a las últimas piezas: los zapatos rojos de la joven
de la playa golpeando al acompañante rechazado / Jane recibiendo unos zapatos
rojos / Bullmer asesinado, Jane luciendo los zapatos / Jane abatida a golpes de
hacha / flashback con el asesinato de
la joven, después desposeída de los zapatos rojos. Ese rojo se adivina como una
encendida nota de color sobre el blanco dominante, una pincelada de pura
abstracción plástica que va saltando de plano en plano, formando una especie de
nota musical obsesiva que se mantiene a lo largo de todo el metraje.
Morirá a pleno sol.
Gianni
En la muerte de Gianni por estrangulamiento destaca el plano que muestra la
mirada del joven focalizada desde el punto de vista del asesino. Unos ojos
miran hacia otros ojos que no vemos. Es un instante de tensión extrema. Lo que
ve Gianni es casi tan terrible como la muerte que se lo lleva. El espectador
deberá, sin embargo, esperar todavía un recorrido de varias secuencias para
encontrar cara a cara el contraplano que le muestre el rostro del asesino,
aunque las sospechas sobre su identidad empiezan a gestar una imagen que está
más allá del retrato de humo. Uno de los variados alicientes de volver a
«Tenebrae» es intentar, en un ejercicio de funambulismo inspirado en «Cuatro
moscas sobre terciopelo gris», reconstruir a través de los ojos del joven
Gianni la expresión del rostro del que parte la mirada de Peter Neal. De esa
imposibilidad y de su deseo nace uno de los alicientes alquímicos del cine
Argento.
Los ojos de Peter Neal
Peter Neal es, al menos en apariencia, un personaje encantador, un escritor
de novelas de terror víctima de un loco que convierte sus asesinatos de ficción
en cadáveres auténticos. Detrás de Neal se extiende una larga tradición
novelística y cinematográfica que ha hecho del oficio de escritor un
protagonista de privilegio para las intrigas criminales. Argento practica una
sangrienta deconstrucción de su escritor a través de la figura de Anthony
Franciosa, una estrella norteamericana de buen ver, con un pasado
cinematográfico y televisivo en el que ha encarnado a más héroes que villanos.
Nos acomodamos a su estereotipo y al esquema argumental que trae consigo: un
escritor metido a improvisado detective para esclarecer unos asesinatos. Ese
espejismo empieza a desvanecerse a partir del momento en que Neal es golpeado
por una piedra, sin que la narración fílmica se haga testimonio de ello. Es en
este preciso instante en que los ojos de Neal empiezan a significar por encima
de su apostura física. Hay una posterior mirada en Neal que nos sorprende, una
mirada que se marca a hierro candende en el plano, y que es el primer eco del
estigma canceroso que tensa su interior. Se produce al visitar el escritor el
despacho de Bullmer para comunicarle que abandona el país: una llamada
telefónica atrae la atención del editor, Neal se levanta y le mira antes de
despedirse. Es un fragmento casi efímero en la navegación de la secuencia, que
capta las tinieblas que se impacientan bajo su máscara. Antes de partir
supuestamente para París, en la mencionada escena en que Neal abandona el
apartamento de los días romanos después de cerrar la luz, se detiene justo en
la puerta y mira hacia dentro. No sabemos bien lo que están buscando sus ojos,
si un gesto de comunión con esa oscuridad que ya le posee o la nostalgia de
Anne y de lo que pudiera haber sido. No vemos su rostro, sólo una silueta negra
tomada en plano general.
El rostro de Peter Neal
En el último acto de «Tenebrae», ya en el vórtice de la lost highway, un Peter Neal fuera de sí
arremete, hacha en mano, con lo que queda del dramatis personae, y, en una violenta performance, simula su propia muerte: A esa amalgama de gestos y
actos de gusto hiperbólico se une la caída de las máscaras y el mirar de frente
de los supervivientes. Es difícil describir la imagen patética —aunque no
terminal— que ofrece Neal ante los ojos de Anne y del inspector Giermani. De la
primitiva figura estereotipada del escritor sólo permanece un cuerpo empapado
con la sangre de quienes ha asesinado. A este Neal enfermo solo le resta un
acto acorde con su actual estado: exhibir su suicidio en primer plano con una
navaja de afeitar. Pero Argento nos reserva la sorpresa de su resurrección:
cuando, tras descubrir que el suicidio de Neal ha sido una farsa, Giermani se
agacha para coger un pañuelo con las iniciales del escritor, aparece detrás
suyo el auténtico rostro de Peter Neal, hueco de memoria y remordimientos, que
abate el hacha sin el menor escrúpulo. Ese rostro tenebroso de Neal emergiendo,
como una forma sagrada, detrás del capitán Giermani, permite a éste descubrir,
demasiado tarde, la verdad que guarda la ultima página de la novela viviente de
su autor favorito. Neal es ahora un Hyde por fin dispensado de su ingenuo papel
heroico, que ya no vacila en levantar el hacha contra la mujer que ama. Pero
esa parte oscura en estado puro, más allá del bien y del mal, es destruida por
una oportuna escultura de metal que Dario Argento ha colocado ahí para recordar
a su criatura que es él quien dirige el giallo,
y quien escribe el epílogo que sigue a su última página.
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