martes, 31 de enero de 2023

J. P. Donleavy El hombre de mazapán . FRAGMENTO. NOVELA.

 

    

 Lírica y obscena, conmovedora y tremendamente divertida, El hombre de mazapán es un obra escrita con el virtuosismo de un Joyce, la potencia expresiva de un Henry Miller y el desenfado de un Rabelais. Esta crónica de una lucha contra la castidad, la fidelidad, la sobriedad y el honor, denostada en su momento por su irreverencia y su obscenidad, se ha convertido en un clásico y ha pasado a formar parte de la lista de «Las mejores 100 novelas del siglo XX» elaborada por la Modern Library.

 En el personaje de Sebastián Dangerfield, alias Hombre de mazapán, Donleavy ha sabido crear un tipo inolvidable. Irresponsable, sucio, seductor, embaucador y pobre de solemnidad, este americanoirlandés extraviado en la vieja patria que se tambalea desde el pub a la casa de empeños, murmurando proposiciones libidinosas al oído de toda muchacha que se le pone a tiro, está empeñado en la búsqueda de la libertad, la riqueza y la fama que siente que le pertenecen.

 Y, aunque se burla del mundo y de sí mismo, es tan frágil como esos bizcochos con figura humana que se deshacen entre los dedos. El talento de Donleavy logra trastornar el universo moral haciendo que el lector se deslumbre ante este héroe, ante su encanto, su ingenio y su feroz apetito por gozar de cada minuto de la vida.

 


 


 

J. P. Donleavy

 

El hombre de mazapán

 

 

 

 


 Título original: The ginger man

 J. P. Donleavy, 1955

 Traducción: Aníbal Leal

 

 

 

 

 


 El traductor agradece al profesor John J. Scanlan, director general del St. Brendan’s College, la ayuda que permitió dilucidar misteriosos aspectos de la vida, la lengua y las costumbres de su patria, la vieja Irlanda.

 Gracias a su colaboración experta, el traductor no se extravió en los vericuetos y las callejuelas de Dublín, ni quedó varado —¡suprema indignidad!— en alguna de las tabernas que visitó acompañando a Sebastián Dangerfield.

 


1

 

 

 Brilla un extraño sol de primavera. Y los carros tirados por caballos retumban avanzando hacia el desembarcadero, al final de la calle Tara, y los chicos descalzos de rostro blanco gritan.

 Entra O’Keefe y se trepa a una banqueta. La mochila se le balancea sobre la espalda, y él mira a Sebastián Dangerfield.

 —Unas bañeras enormes. El primer baño en dos meses. Cada vez me parezco más a los irlandeses. Es como entrar en el subte, allá en Estados Unidos, uno pasa por un molinete.

 —¿Fuiste en primera o tercera clase, Kenneth?

 —En primera. Me rompí el culo lavándome la ropa interior y en esos condenados cuartos de Trinity no se secaba nada. Finalmente, envié mi toalla al lavadero. Allá en Harvard podía usar un cuarto de baño con azulejos y enfundarme en la ropa interior limpia.

 —¿Qué tomarás, Kenneth?

 —¿Quién paga?

 —Acabo de visitar a mi prestamista con una estufa eléctrica.

 —Entonces, págame una sidra. ¿Marion sabe que empeñaste la estufa?

 —No está en casa. Fue con Felicity a visitar a sus padres. En los páramos de Escocia. Creo que Balscaddoon estaba deprimiéndola. Rasguidos en el cielorraso y gemidos del entrepiso.

 —¿Cómo es el lugar? ¿No tienes miedo?

 —Ven conmigo. Puedes quedarte el fin de semana. No hay mucho de comer, pero compartiremos lo que sea.

 —Es decir, nada.

 —Yo no lo diría así.

 —Yo sí. Desde que llegué todo anda mal, y esos tipos de Trinity creen que me sobra el dinero. Piensan que la Ayuda a los Veteranos significa que cago dólares o tengo una diarrea de monedas. ¿Recibiste el cheque?

 —Iré a ver el lunes.

 —Si el mío no llega, reviento. Y tú cargas con una esposa y una hija. Puf. Pero por lo menos te sacas el gusto. En cambio, yo… absolutamente nada. ¿Hay mujeres abordables aquí en Howth?

 —Trataré de averiguar.

 —Mira, tengo que hablar con mi instructor, y preguntar dónde dictan mis clases de griego. Nadie lo sabe, todo se hace en secreto. No, no quiero otra copa. Iré el fin de semana.

 —Kenneth, quizá te esté esperando con la primera mujer en tu vida.

 —Sí.

 


2

 

 

 Para llegar a Balscaddoon había que subir una empinada pendiente. Corría pegada a las casas y los ojos de los vecinos lo examinaban a uno. Niebla sobre el espejo de agua.

 Y la figura encorvada subía por el camino. Arriba el suelo se nivelaba, y en medio de una pared de cemento había una puerta verde.

 Pasando la puerta, sonrisas, tenía puestos zapatos blancos de golf y pantalones color canela asegurados con pedazos de alambre.

 —Vamos, entra, Kenneth.

 —Caramba, qué lugar. ¿Cómo lo sostienes?

 —Con fe.

 O’Keefe recorrió la casa. Abrió puertas, cajones y armarios, descargó el agua del inodoro, levantó la tapa, lo descargó otra vez.

 Asomó la cabeza a la sala.

 —Parece que esta cosa funciona realmente. Si tuviéramos algo de comer estaríamos bien. Ahí en el pueblo vi una tienda bastante grande ¿por qué no vas con ese acento inglés que tienes y consigues crédito? Me gusta mucho tu compañía, Dangerfield, pero la prefiero con el estómago lleno.

 —Ya agoté mi crédito.

 —Y por cierto no tienes muy buen aspecto con esa ropa.

 O’Keefe entró en la sala. Abrió la puerta del invernadero, pellizcó las hojas de una planta moribunda y salió al jardín. De pie sobre el colchón de césped emitió un agudo silbido cuando vio la caída de rocas hacia el oleaje del mar, muchos metros más abajo. Recorrió el estrecho fondo de la casa, mirando por las ventanas. En un dormitorio vio a Dangerfield de rodillas tajeando con un hacha una gran manta azul. Entró apresuradamente en la casa.

 —Por Dios, Dangerfield, ¿qué haces? ¿Te has vuelto loco?

 —Paciencia.

 —Pero esa manta está buena. Dámela en lugar de destrozarla.

 —Vamos, Kenneth, observa un poco. ¿Ves? Me envuelvo el cuello así, escondo los bordes deshilachados, y listo. Ahora tengo puesto el azul de los remeros de Trinity. Siempre es mejor exhibir algún refinamiento fantasioso cuando se apela al poder de la clase. Y ahora iremos en busca de crédito.

 —Bastardo habilidoso. Reconozco que mejora tu apariencia.

 —Enciende fuego en la cocina. Ya vuelvo.

 —Consigue un pollo.

 —Veremos.

 Dangerfield salió al desierto camino de Balscaddoon.

 El mostrador estaba cubierto de generosas fetas de tocino y canastas de mimbre llenas de huevos relucientes. Detrás del largo mostrador los empleados, con sus delantales blancos. Las bananas, traídas verdes de las islas Canarias, florecían en el cielorraso. Dangerfield se detuvo frente a un empleado de pelo gris que se inclinó solícito hacia adelante.

 —Buenos días, señor. ¿En qué puedo servirlo?

 Dangerfield vaciló, con los labios fruncidos.

 —Buenos días, sí. Desearía abrir una cuenta en la casa.

 —Muy bien, señor. Tenga la bondad de pasar por aquí.

 El empleado abrió una gran carpeta que estaba sobre el mostrador. Preguntó nombre y dirección de Dangerfield.

 —Señor, ¿quiere recibir su cuenta por mes o por trimestre?

 —Creo que es mejor por trimestre.

 —¿Desea llevar algo hoy mismo?

 Dangerfield cliqueteó suavemente los dientes, recorriendo los estantes con la mirada.

 —¿Tiene gin Cork?

 —Por supuesto, señor. ¿Tamaño grande o pequeño?

 —Creo que será mejor el grande.

 —¿Algo más, señor?

 —¿Tiene Haig and Haig?

 El empleado llama en dirección al fondo del local. Un chico se mete entre bambalinas y reaparece con una botella. Dangerfield señala un jamón.

 —¿Cuántas libras, señor?

 —Lo llevaré entero. Y dos libras de queso y un pollo.

 El empleado todo sonrisas y comentarios. Oh, sí, claro, el tiempo. Qué niebla tan desagradable. No ayuda a los que salen al mar o a los otros. Batir de palmas llamando al chico.

 —Ven aquí y lleva los paquetes del caballero. Y muy buenos días, señor.

 En lo alto de la colina, O’Keefe espera y recoge en sus brazos los paquetes. En la cocina los deposita sobre la mesa.

 —Dangerfield, no sé cómo lo haces. La primera vez que fui a pedir crédito me dijeron que volviese con la carta de un gerente de banco.

 —La sangre azul, Kenneth. Y ahora cortaremos un pedacito de este queso para el chico.

 Dangerfield vuelve a la cocina sonriendo y frotándose las manos.

 —¿Para qué trajiste tanto licor?

 —Nos calentará. Creo que se aproxima un frente frío desde el Ártico.

 —¿Qué dirá Marion cuando regrese?

 —Ni una palabra. Estas esposas inglesas son magníficas. Saben cuál es su lugar. Deberías casarte con una.

 —Lo único que deseo es encamarme de una vez. Me sobra tiempo para atarme a una esposa y los hijos. Sírveme un poco de escocés y sal de mi camino mientras preparo la comida. A veces creo que lo único que sé hacer es cocinar. Un verano estuve trabajando en Newport y pensé en abandonar Harvard. Había un chef griego que me creía maravilloso porque yo sabía hablar griego aristocrático, pero me despidieron porque invité al club a algunos muchachos de Harvard, y apareció el gerente y me echó sin más trámites. Dijo que el personal no debía alternar con los clientes.

 —Tenía mucha razón.

 —Y ahora me diplomé en los clásicos, y tengo que seguir cocinando.

 —Una noble vocación.

 O’Keefe arrojaba cacharros y bailoteaba entre la pileta y la mesa.

 —Kenneth, ¿crees que sexualmente eres un individuo frustrado e inadaptado?

 —En efecto.

 —Hallarás oportunidades en este excelente país.

 —Sí, muchísimas, de mantener relaciones contranatura con animales de granja. Dios mío, olvido el problema únicamente cuando tengo hambre. Pero cuando como pierdo los estribos. Me siento a leer todos los libros sobre sexo de la Biblioteca Widener para descubrir algún sistema. Pero de nada me ha servido. Seguramente repugno a las mujeres, y eso no tiene cura.

 —¿Nunca interesaste a ninguna?

 —Una sola vez. En el colegio Black Mountain, de Carolina del Norte. Me pidió que fuese a su cuarto para oír música. Comenzó a apretarse contra mí y yo escapé de la habitación.

 —¿Por qué?

 —Seguramente era demasiado fea. Otro de mis inconvenientes. Me siento atraído por las mujeres bellas. La única solución será envejecer y no desearlas más.

 —Las desearás más que nunca.

 —Caray, ¿no hablarás en serio, verdad? Si eso es lo que me espera, ya puedo tirarme desde el jardín al mar. Dime, ¿cómo es la cosa regular?

 —Te acostumbras, como ocurre con la mayoría de las situaciones.

 —Yo nunca podría acostumbrarme.

 —Lo harás.

 —Pero, ¿qué significa esa visita de Marion a sus padres? ¿Disgustos? ¿La bebida?

 —Ella y la nena necesitan descansar.

 —Me parece que el viejo sabe manejarte. ¿Cómo consiguió birlarte doscientos cincuenta billetes? No me extraña que nunca los vieras.

 —Simplemente, me llevó a su estudio y dijo: lo siento hijo, ahora las cosas no están del todo bien.

 —Tendrías que haber dicho: o la dote o no hay matrimonio. Es almirante, debe tener plata. Tenías que haberle recitado el sermón, algo así como que Marion debe vivir en la forma que está acostumbrada. Podrías haberlo conmovido con algunas de esas ideas que suelen ocurrírsete.

 —Demasiado tarde. Fue la víspera de la boda. Incluso rehusé una copa por táctica. De todos modos, esperó sus buenos cinco minutos después que salió el mayordomo antes de alegar pobreza.

 O’Keefe daba vueltas al pollo, sosteniéndolo por la pata.

 —Ya veo, no es tonto. Se ahorró doscientos cincuenta billetes. Si lo hubieses pensado, podrías haberle dicho que tenías agarrada a Marion, y con el apremio del parto necesitabas un pequeño capital. Mira en qué situación estás ahora. Bastará que te reprueben en los exámenes de derecho y te vas al diablo.

 —Kenneth, estoy bien. Tengo algo de dinero, y el resto en orden. Tengo casa, esposa, hija.

 —Querrás decir que pagas alquiler por una casa. Si dejas de pagar, no hay casa.

 —Kenneth, te serviré otra copa. Creo que la necesitas.

 O’Keefe llena un cuenco con cortezas de pan. Afuera la noche y el estruendo del mar. Campanas del Angelus. Una pausa reconfortante.

 —De modo, Dangerfield, que por dignidad toda tu familia se morirá de hambre y finalmente irán a parar al asilo. Llegas borracho, te encamas y pum, otra boca que alimentar. Comerán spaghetti como yo tuve que hacerlo cuando era chico, hasta que te salgan por los ojos, o tendrás que volver a Estados Unidos con tu esposa inglesa y tus hijos ingleses.

 El pollo, con hongos, fue depositado con gesto reverente en la fuente. Relamiéndose, O’Keefe lo metió en el horno.

 —Dangerfield, cuando esté listo comeremos pollo a la Balscaddoon. Ya sabes, esta es una casa bastante espectral cuando oscurece. Pero por ahora lo único que oigo es el ruido del mar.

 —Espera.

 —Bien, los fantasmas no me molestarán si tengo el estómago lleno, y si mi vida sexual fuese satisfactoria jamás les prestaría atención. Mira, en Harvard finalmente conseguí atrapar a Constance Kelly. Esa chica me tuvo sujeto dos años, hasta que descubrí qué falsa era la feminidad norteamericana, y me la saqué de encima. Pero ciertas cosas son inexplicables. Nunca pude conseguirla. Era capaz de cualquier cosa, salvo lo definitivo. Ahí en Beacon Hill estaba a la pesca de la riqueza. Me habría casado con ella, pero no quería entramparse conmigo al pie de la escala social. Con su propia clase. Caramba, tiene razón. Pero, ¿sabes lo que haré? Cuando vuelva a Estados Unidos y tenga mucho dinero, con mis trajes cortados en Saville Row, y la pipa negra, el M.G. y mi propio chofer, y mi acento inglés a todo vapor. Me llegaré hasta una casa suburbana donde ella vive con su marido, que es un comepapas, desairada por todos los viejos bostonianos, y dejo a mi chofer al volante. Avanzo por el camino del jardín y con mi bastón aparto los juguetes de los chicos y doy unos golpecitos impacientes en la puerta. Ella sale. Tiene una mancha de harina en la mejilla y de la cocina llega la peste de repollo hervido. La miro con sorpresa conmovida. Reacciono lentamente y luego con mi mejor acento, envuelto en resonancias devastadoras, le digo Constance… te has convertido… exactamente en lo que yo preveía. Luego, me vuelvo, le permito que examine atentamente el corte de mi traje, con el bastón aparto otro juguete y con un rugido del motor mi coche se aleja.

 Dangerfield se balanceaba en la mecedora verde con un gesto de regocijo, meneando la cabeza en múltiples afirmaciones. O’Keefe recorría los azulejos rojos del piso de la cocina, esgrimiendo un tenedor, su único ojo vivo reluciente en el rostro, sin duda un irlandés enloquecido. Tal vez resbale con uno de los juguetes y se rompa el hueso de la cadera.

 —Y la madre de Constance me odiaba a muerte. Pensaba que yo la perjudicaba socialmente. Abría todas las cartas que escribía a la hija, y yo me instalaba en la Biblioteca Widener e ideaba las cosas más sucias que puedan imaginarse, creo que a la vieja podrida le encantaba. Me reía pensando que ella leía mis cartas y luego tenía que quemarlas. Cristo, la verdad es que repugno a las mujeres. Y ese invierno que pasé en Connemara visitando a los viejos, mi prima, que es lo más parecido a una vaca que conozco, no quería saber nada conmigo. La esperaba para salir de la casa y buscar la leche, por las noches, con la intención de acompañarla. Al final del campo trataba de tumbarla en la zanja. Jadeaba como una loca y decía que haría cualquier cosa si me la llevaba a Estados Unidos y nos casábamos. Lo intenté tres noches seguidas, de pie bajo la lluvia y hundidos hasta los tobillos en el barro y el estiércol de vaca, yo tratando de meterla en la zanja, queriendo tumbarla, pero era demasiado fuerte. Al fin le dije que era un montón de grasa y que no la llevaría ni al infierno. Hay que conseguirles la visa antes de tocarles siquiera un brazo.

 —Cásate con ella, Kenneth.

 —¿Y cargar con esa bestia el resto de mi vida? Podría funcionar si consiguiera encadenarla a la cocina para que preparase las comidas, pero casarse con una irlandesa es condenarse a la pobreza. Me casaría con Constance Kelly por despecho.

 —Te sugiero la columna matrimonial del Evening Mail. Trata de facilitar las cosas. Hombre acomodado, amplias propiedades en el Oeste. Prefiere mujeres robustas, con capital propio y automóvil para recorrer el Continente. Inútil presentarse si no reúne las condiciones.

 —Comamos. Prefiero no complicar mi problema.

 —Kenneth, eres realmente amable.

 El ave cocida fue depositada sobre la mesa verde. O’Keefe hundió un tenedor en la pechuga chorreante y arrancó las patas. En el estante un cacharro tembló. Las cortinitas de pintas rojas se estremecieron. Afuera soplaba el viento. Pensándolo bien, O’Keefe sabe cocinar. Y éste es mi primer pollo desde la noche que salí de Nueva York y el mozo me preguntó si quería llevarme el menú como recuerdo y yo me senté en la sala alfombrada de azul y dije sí. Y a la vuelta de la esquina, en un bar, un hombre de traje marrón me invita a beber. Se acerca y me palpa la pierna. Dice que le gusta Nueva York y que podríamos ir a un lugar tranquilo y charlar, estar juntos, chico simpático, chico educado. Lo dejé enganchado en el asiento, sobre la chaqueta el manchón de rojo, blanco y azul de la corbata, y me dirigí a Yorktown y bailé con una chica de vestido estampado que afirmó que no se divertía y que el lugar estaba desierto. Se llamaba Jean, tenía unos pechos notables y yo pensaba en los de Marion, mi rubia delgada y alta de dientes regulares. Había concluido la guerra y viajaba para casarme con ella. Listo para abordar el gran avión que me llevaría del otro lado del mar. Cuando la conocí tenía puesto un sweater celeste y supe inmediatamente que eran peras. Nada mejor que las peras maduras. En Londres, en el Antílope, sentado al fondo con una excelente copa de gin gozando de la compañía de esta gente inobjetable. Ella estaba sentada a pocos centímetros, un cigarrillo largo entre los dedos blancos. Mientras las bombas caían en Londres. Le oí pedir cigarrillos y no tenían. E inclinándome en mi uniforme naval, apuesto y fuerte, por favor, sírvase. Oh, realmente no puedo aceptar, gracias, no. Pero por favor sírvase, insisto. Es muy amable de su parte. De ningún modo. Y dejó caer uno y yo me incliné y le rocé el tobillo con el dedo. Dios, qué pies grandes, carnosos y gratos.

 —¿Qué te pasa, Kenneth? Estás pálido como una sábana.

 O’Keefe tiene los ojos en el cielorraso, y de su puño cuelga una pata de pollo a medio masticar.

 —¿Oíste? Eso que araña el techo, está vivo.

 —Querido Kenneth, cuando te plazca puedes revisar la casa. Se mueve por todos lados. Incluso gime y tiene la desconcertante costumbre de seguirnos de cuarto en cuarto.

 —Por Dios, acábala. Eso me da miedo. ¿Por qué no averiguas?

 —Prefiero no hacerlo.

 —El ruido es real.

 —Kenneth, quizá te interese revisar los cuartos. En el vestíbulo hay una puerta trampa. Te prestaré un hacha y una linterna.

 —Espera que digiera la comida. La verdad, esto empezaba a gustarme. Creí que bromeabas.

 Al fondo O’Keefe, llevando la escalera al vestíbulo.

 Con el hacha preparada, O’Keefe avanza lentamente hacia la puerta trampa. Dangerfield lo alienta. O’Keefe levanta la puerta, y con los ojos sigue el rayo de luz. Silencio. Ni el más mínimo sonido. Reaparición general del coraje.

 —Dangerfield, pareces muerto de miedo. Creí que tú eras el hombre fuerte. Quizá no son más que algunos papeles sueltos que rozan el piso.

 —Como gustes, Kenneth. Avísame cuando se te enrosque alrededor del cuello. Vamos, adelante.

 O’Keefe desapareció. Dangerfield levanta los ojos hacia el polvo que desciende. El ruido de los pasos de O’Keefe hacia la sala de estar. Un gemido. Un grito de O’Keefe.

 —Demonios, sostén la escalera. Voy a bajar.

 La puerta trampa se cierra con un golpe resonante.

 —Por Dios, ¿qué es eso, Kenneth?

 —Un gato. Con un solo ojo. El otro es un gran agujero. Qué espectáculo. ¿Cómo demonios llegó allí?

 —No tengo la menor idea. Seguramente estuvo siempre. Tal vez perteneció a cierto señor Gilhooley que vivía aquí, pero se cayó por el peñasco una noche y apareció tres meses después en la isla de Man. Kenneth, ¿tú dirías que esta casa tiene una historia de muerte?

 —¿Dónde dormiré?

 —Vamos, Kenneth, anímate. Pareces aterrorizado. No permitirás que te deprima un pobre gatito. Puedes dormir donde gustes.

 —Esta casa me pone la piel de gallina. Encendamos fuego… hagamos algo.

 —Ven a la sala y toca el piano para mí.

 Atravesaron el vestíbulo de azulejos rojos en dirección a la sala. Instalado en un trípode, frente al balcón cerrado, un gran telescopio de bronce apuntando al mar. En el rincón, un antiguo piano, la tapa cubierta de latas abiertas y cáscaras de queso. Tres sillones robustos deformados por prominencias de relleno y resortes sueltos. Dangerfield se acomodó en uno y O’Keefe enfiló hacia el piano, oprimió una tecla y empezó a cantar:

 En este cuarto lóbrego

 en esta oscuridad vivimos

 como bestias.

 Las ventanas repiquetean en los marcos carcomidos. Las notas retorcidas de O’Keefe. Aquí estás, Kenneth, instalado en esta banqueta, y anduviste mucho desde Cambridge, Massachusetts, pecoso y alimentado a spaghetti. Y yo, que vine de Saint Louis, Missouri, porque esa noche en el Antílope llevé a Marion a cenar y ella pagó. Y una semana después a un hotel. Y le bajé el piyama verde y dijo que no podía y yo dije sí puedes. Y otros fines de semana hasta el fin de la guerra. Adiós a las bombas y vuelta a Estados Unidos donde me sentí trágico y solitario y pensé que Gran Bretaña estaba hecha para mí. Lo único que conseguí del viejo Wilton fue que pagara el taxi que nos llevó a nuestra luna de miel. Llegamos y compré un bastón para recorrer los valles de Yorkshire. Nuestro cuarto estaba sobre un arroyo en ese fin del verano. Y la mucama estaba loca y puso flores en la cama y esa noche Marion se las puso en el cabello, que desprendió sobre el camisón azul. Oh las peras. Cigarrillos y gin. Abandono de los cuerpos hasta que Marion perdió sus dientes postizos detrás de la cómoda y se echó a llorar, envuelta en una sábana, desplomada en un sillón. Le dije que no se preocupase, que cosas así ocurrían en la luna de miel y pronto saldríamos para Irlanda donde había tocino y manteca y largas noches al lado del fuego mientras yo estudiaba derecho y quizá incluso hacíamos fugazmente el amor sobre la alfombra lanuda del piso.

 Esta voz de Boston cacareando su canción. La luz amarillenta sale por la ventana y se derrama sobre los parches de pasto doblado por el viento y las rocas oscuras. Y baja por los escalones húmedos rozando los tocones de aulaga y los brezos rojizos hasta la superficie del agua y la piscina. Donde las algas marinas suben y bajan en la noche de Balscaddoon.

lunes, 30 de enero de 2023

Alfred Döblin Las dos amigas y el envenenamiento . FRAGMENTO DE NOVELA.

 

 

 

Inspirada en un proceso que saltó a las páginas de los periódicos en los años 20 del siglo pasado, Las dos amigas y el envenenamiento describe los recónditos pliegues del resentimiento. Una mujer, envilecida por un marido que la maltrata, se rebela y encuentra refugio en una amiga, se confía, se abandona a ella y en sus brazos descubre otra cara de la sexualidad. Nace entonces la idea de hacer pagar al esposo sus ultrajes. Con un ritmo implacable, el deseo de venganza de las dos amigas se insinúa y propaga de frase en frase con una crudeza que confiere a la narración de Döblin una textura magistral e inolvidable.

 


 

 


Alfred Döblin

 

 Las dos amigas y el envenenamiento

 

 

 

 


Título original: Die beiden Freundinnen und ihr Giftmord

 

Alfred Döblin, 1924

 

Traducción: Joan Fontcuberta

 

Diseño de portada: Editorial

 

 

 

 

 


E. L., una hermosa muchacha rubia, llegó a Berlín en 1918. Tenía diecinueve años. Había sido aprendiz de peluquera en Brunswick, donde sus padres tenían una carpintería. Pero un día cometió una chiquillada: robó cinco marcos del monedero de una dienta. Luego pasó algunas semanas en una fábrica de municiones y finalmente terminó su aprendizaje en Wriezen. Era una muchacha despreocupada, que disfrutaba de la vida; se dice que en Wriezen no llevaba precisamente una vida de asceta, y que era dada a las francachelas.

Se instaló en Berlín-Friedrichsfelde. El peluquero que la empleó la encontraba aplicada, honesta y dotada de un excelente carácter. La conservó quince meses, hasta que ella se casó. El peluquero también pudo constatar cómo disfrutaba de la vida. En noviembre de 1919, durante sus salidas con una de sus dientas, Elli conoció al joven carpintero Link.

Elli era un tanto especial, sin llegar a ser rara. Poseía una franqueza inofensiva, era alegre como unas castañuelas, juguetona como un niño. Le divertía provocar a los hombres. Quizá se entregaba a éste o aquél por curiosidad, por el placer de observar al otro, al varón, y de armar jaleo entre compañeros. Se asombraba y encontraba extraño, aunque curioso de ver, que los hombres se tomaran esas cosas tan a pecho, que se pusieran tan nerviosos. Ellos se le acercaban, los volvía tarumba y después los rechazaba. Entonces apareció el joven carpintero Link.

Era un muchacho serio y tenaz. Comunista apasionado, hablaba de temas políticos que ella no comprendía. Se aferró a ella. A aquella cabecita de cabellos rubios y ensortijados, de mejillas lozanas, que contemplaba el mundo con una alegría tan desbordante que a él el corazón se le derretía. La quería por esposa. Quería tenerla a su lado.

A ella no le extrañó. Link procedía del ambiente de hombres que ella conocía. Ejercía la misma profesión que el padre de ella, por lo que ella estaba familiarizada con las cosas del trabajo de las que él hablaba. Esto la refrenaba un poco. No podía manejarlo como a los demás hombres. Se sentía honrada y dichosa de que él la pretendiera: estaba en su elemento, pero también tenía que cambiar; él tomó posesión de ella.

Elli tanteó el terreno en casa: les comunicó que tenía un buen empleo y que el carpintero Link, trabajador diligente que se ganaba bien la vida, la cortejaba. La familia la felicitó. Padre y madre estaban encantados. Y Elli, al reflexionar sobre su situación, también notó una sensación agradable. En el fondo, apreciaba a Link. Él tenía la intención de cuidar de ella, y ella tendría su propio hogar. Se le ocurrió que el matrimonio era algo muy extraño, pero agradable: quiere cuidar de mí y está contento. En el fondo le apreciaba. Pero no renunciaba a ocasionales escapadas a escondidas.

Link estaba completamente prendado de ella. Cuanto más tiempo pasaban juntos, más claro lo tenía Elli. Al principio, ella no le daba importancia. Así se comportaban siempre los hombres. Pero luego le resultó incómodo. En Link el sentimiento era muy fuerte y constante. Poco a poco surgió algo en el interior de Elli: imperceptiblemente fue tomándole inquina a Link por ser así. Él le impedía seguir pensando que se trataba de un hombre serio, como su padre, y de que fundarían una familia. Entonces él cayó al nivel de sus amantes anteriores. No, incluso cayó más bajo, porque se le pegaba mucho, la asediaba de forma muy insistente. Con rabia y con dolor se dio cuenta de que también a él se le podía manejar. Y de que él mismo la empujaba a hacerlo.

Se quedó con él. Las cosas siguieron su curso. Pero con el tiempo se fue amargando. Se reconcomía. Este Link la había engañado con falsas apariencias: Elli lo había presentido. Ahora se avergonzaba, incluso delante de él. Era una decepción subterránea.

De vez en cuando salía a la superficie en accesos de cólera. A menudo ella lo trataba con desafecto. Le hablaba en un tono espantoso, lo regañaba como a un perro. Él pensaba entonces, consternado: me dejará.

Luego ella hacía borrón y cuenta nueva. Se casará conmigo, ¿por qué no? Tener un hogar propio era una cosa nada desdeñable. Además, daba tanta lástima, el pobre; le daba pena. Pronto terminaría con él. Había muchos momentos en que se abandonaba divertida a sus fantasías: era una mujer casada, tenía una familia como la de Brunswick, su marido ocupaba una buena posición, la amaba, era un hombre serio. En noviembre de 1920 se casaron: ella tenía veintiún años y él veintiocho.

Se mudaron a casa de la madre de Link. No era realmente como tener un hogar propio. La madre hubiera querido cambiar de domicilio, pero no lo hizo. Aquella mujer era bastante poco cariñosa con su hijo, y éste, por su parte, no demostraba un gran apego por su madre. Ella no toleraba la competencia de la joven nuera. En los casos de desavenencia, Link tomaba partido a favor de su mujer, le daba su lugar. Insultaba groseramente a su madre. La joven Elli escuchaba. Empezó a tener miedo de que un día la tratara de igual modo. Cuando se lo decía, él refunfuñaba: «¿Qué disparates dices?». Pronto pudo oponerse más abiertamente a su suegra, cuando los ingresos del marido disminuyeron y éste le permitió volver a su oficio de peluquera. Durante la semana cuidaba de la casa, hacía las cosas a su manera. Los sábados y los domingos ayudaba en la peluquería y no le importaba que la vieja la reemplazara en casa.

Luego vino un tiempo en que Link salía solo por la noche a menudo. Pronto fue noche tras noche, dejando en casa a la joven esposa, que se quejaba de lo poco que él se ocupaba de ella. Nada de lo que ella hacía era del agrado de Link. Y, sin embargo, era él quien la había empujado al matrimonio. ¿Qué había ocurrido?

Link se había criado con su madre, en el trabajo y el mal humor. Quería progresar. Su mujer, aquella rizada cabeza de chorlito, no tenía ningún interés en él, no había cambiado en nada, se entregaba a sus caprichos, ora esto ora lo otro. A veces se aferraba a él; otras, lo trataba con indiferencia. Él pensaba: ¿quién se cree que es? Era un hombre rudo al que le gustaba decir que trabajaba como un negro. Y ahora, para tenerla por entero, se acercaba a ella… físicamente.

En otros tiempos ella había frecuentado a muchos hombres. Ahora la acosaba uno del que, divertida o enojada, no podía zafarse. Y éste imponía sus exigencias. Tenía a su favor sus derechos de marido. Aunque a Elli le disgustaba el contacto físico, lo toleraba en silencio. La inquietaba de un modo nada agradable. Se obligaba a soportar al hombre porque sabía que las cosas eran así en el matrimonio, pero hubiera preferido que no lo fueran. Estaba contenta cuando volvía a estar sola en la cama.

Link se había casado con una mujer joven y bonita. Se había considerado feliz de que le hubiera tocado en suerte. Ahora echaba pestes. ¿Qué ocurría? Ella iba demasiado lejos con sus chiquillerías, no era cariñosa con él. Por amable que fuera con Elli durante el día, aun pasando por alto las frecuentes ocasiones en que ella se mostraba hosca, de noche ella era como un cuerpo inerte en sus brazos. Estaba resentido. Y ella no cambiaba: Link no tenía hogar. Por más que la tratara con ternura, como a una muñeca, cuando quería unirse a ella para conseguirla por entero, ella se mantenía extraña, no lo aceptaba.

Elli notaba el malestar de su marido. Y se alegraba. Con la alegría del mal ajeno. Link no podía sino dejarla en paz. Y luego ella volvió a ser una esposa, se esforzó por cambiar sus sentimientos, pero no lo consiguió. Empezaba a comprender con temor que nunca lo conseguiría. La idea se deslizaba poco a poco en su interior y a menudo la empujaba a ceder a las peticiones de Link. Pero cada vez era más fuerte el sentimiento de desamor. Y después, una sensación total de hastío.

De noche, Link se refugiaba en sus reuniones y procuraba que fueran lo más animadas y radicales posible. Un pensamiento lo corroía, un terrible sentimiento de indignidad lo atenazaba: no soy lo bastante bueno para ella, se hace la importante. Pero luego temblaba de ira: la meteré en cintura. Lo que más lo trastornaba era la repugnancia que ella sentía por el sexo.

domingo, 29 de enero de 2023

Eliseo Alberto Caracol Beach FRAGMENTO.

 


Es un sábado del mes de junio, y Beto Milanés, emigrante de origen cubano, sale a buscar a alguien que lo mate. Al frente de la comisaría está un sargento calvo y obeso, que ha decidido pedirle perdón a su único hijo, Mandy, un travestí que vive con un modista armenio. El fantasma de una pianista vuela de un lado a otro, como una mariposa nocturna, tratando de salvar a su hija. Un oscuro profesor de literatura se pasa la noche en un bar, conversando con la mujer más linda del mundo. Los orishas africanos descienden del Olimpo y acuden a la cita son sus tambores. Tres muchachos han ido por cerveza a un supermercado, para seguir la fiesta, y se cruzan en la autopista con el cubano que quiere una tumba. Ha estado lloviendo, hay luna, alguien ha descerebrado a un perro contra un muro.

 


 

Eliseo Alberto

 Caracol Beach

 

 

 

 

 

 


Título original: Caracol Beach

Eliseo Alberto, 1998

Imagen de cubierta: Juan Pablo Rada

Editor digital: Meddle

ePub base r1.2

 

 


 La muerte es ese amigo que aparece en las fotografías de la familia, discretamente a un lado, y al que nadie acertó nunca a reconocer.

PAPÁ

 

El día del fin del mundo será limpio y ordenado, como el cuaderno del mejor alumno.

JORGE TEILLER

 

 

 

 


 Advertencia y dedicatoria

 

 

En el verano de 1989, Gabriel García Márquez impartió un taller de guión a diez alumnos de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de Los Baños, Cuba. Yo fui su asistente. Entre las mil y una historias que nos contamos estaba la seductora pesadilla de cuatro jóvenes puertorriqueños que habían sido acosados toda una noche por un asaltante de caminos, sin más detalles. Ante la carencia de datos precisos, los talleristas aportamos nuestras propias soluciones. Alguien dijo que el personaje debía ser un asesino nato; otro sugirió que fuese alcohólico. Mejor, mudo. Drogadicto. O quizás armenio. «¿Y no sería oportuno incluir en algún episodio el acoso de un tigre de Bengala?», comentó un estudiante de Nueva Delhi durante una animada sobremesa. Gabriel propuso que fuese un sicópata de guerra y que llevara tatuados en el brazo izquierdo los nombres de sus muertos particulares. Yo consideré que debía encarnar a un suicida. Un pobre diablo. Casi un inocente. El loco quedó en el aire. Un año después supe de un marine de La Florida que había secuestrado en Port-au-Prince a una prostituta dominicana y, a cambio de la liberación de la rehén, sólo exigía que lo mataran en el intento de rescate. Le cumplieron con seis impactos de bala. Luego, en Madrid, me contaron de un gallego que, en la cruda de una borrachera, se ahorcó con la corbata porque estaba convencido de que era responsable de la muerte de sus dos mejores amigos —que no habían fallecido, todavía. A la mañana siguiente, por esas casualidades de este mundo, los susodichos perecieron en un absurdo accidente de tránsito, camino al entierro del ahorcado. En 1994, en México, García Márquez me pidió que escribiera algunas de aquellas embrionarias ficciones del taller, y como tuve vía libre, el asaltante de caminos pasó a ser un veterano de California en la guerra de Vietnam, un marinero argentino en la guerra de las Malvinas, un combatiente sandinista en la guerrilla nicaragüense, un terrorista palestino en la guerra del Medio Oriente, un artillero soviético en la guerra de Afganistán, un piloto inglés en la guerra de Irak, un miliciano croata en la guerra de Bosnia, hasta que terminó convertido en un soldado cubano en la guerra de Angola, 1975-1985. Guerras no faltan. La posible película nunca se realizó. Por último, hace dos años volví a leer un cuento de Gabriel que empieza con esta frase que es, en sí misma, una joya narrativa: «Como es domingo y ha dejado de llover, voy a llevar un ramo de flores a mi tumba». Entonces me senté a escribir esta novela sobre el miedo, la locura, la inocencia, el perdón y la muerte.

Dedico Caracol Beach a Gabriel García Márquez, mi querido maestro; a los amigos que me cuentan mentiras y a los alumnos que me las creen; y a los muchachos: María José, Ismael, José Adrián, Laurita, Sergio Efigenio, Cristian, María Fernanda, Andrés Palma, Hari, Sidarta, Jasai, Eli y Memo. Mi tropa.

 


 Tarde del sábado

 

 

Lo despertó un estrépito que interpretó como un disparo contra un búho.

ADOLFO BIOY CASARES

 

 


 Capítulo 1

 

 

Clemencia es una palabra que se usa poco. La noche anterior el soldado había vuelto a soñar con el tigre de Bengala y se levantó de un salto, con un sabor a carne podrida en la boca. Escupió sangre. Los nervios le habían destruido las encías y por mucho que se lavara los dientes con sales de bicarbonato, y aunque bebiera mil tazas de café para fumarse mil cigarrillos Camel sin filtro, el ácido de la infección seguía drenando gota a gota. Se arropó bajo la manta. Desde el calvario de la guerra en Ibondá de Akú, dieciocho años atrás, tenía la precaución de dormir con los botines puestos, costumbre que terminó por desbaratarle los pies con hongos impertinentes. Quiso refugiarse en algún buen recuerdo de su vida y escapar allí de la encerrona. No pudo. Por la rendija de los párpados vio entrar al tigre. Un tigre. El tigre. Ése. El amarillo. De Bengala. Su presencia le cortó el aliento. Aparecía sin previo aviso en cualquier confusión de sueños y ya no lo dejaba en paz un instante. Antes de descubrirlo bajo la mesa jugando con una rata de basurero había percibido su olor a crema de amapolas rancias flotando en el aire del amanecer, como cosmético de puta, y despertó angustiado. Escuchó en la distancia el canto de los gallos mañaneros, los motores de los coches por la autopista, el rumor de un mar que él sabía demasiado lejos, pero sólo al ver un aro de siete moscardones posado en la lámpara del techo, un ruido de rama que se quiebra le dijo que el demonio estaba cerca. Los insectos se avisparon y movieron el aire con las aspas de sus alas. Cada vez que sufría esa pesadilla la brújula de la conciencia trocaba los polos y lo hacía tomar por callejones sin salida. El tigre babeaba. Tenía sed. O quizás hambre. No le bastaba la rata. Quería otra. Lo quería a él.

—¡Virgen de Regla! ¡Por lo que más tú quieras dile que se vaya! Luz y Progreso para ti —rogó. La oración fue a dar contra los cerros. El eco vino de rebote entre humos turbulentos.

Desde que aceptó el trabajo de velador nocturno en el deshuesadero de coches de Caracol Beach, vivía en un trailer que alguna vez fue transporte de un circo. Aún podían leerse los créditos en un arco de vistosa caligrafía, algo desdibujados por los azotes de la intemperie: «Arena Cinco Estrellas. Rodeo Ambulante. Atracciones y Adivinos. Gitanos. Animales Inteligentes. Cunas y Camerinos». Las láminas laterales estaban pintadas con imágenes de leones, mujeres barbudas y equilibristas. El vagón contaba en su interior con el equipamiento necesario para hacer de él un calabozo habitable: el catre ajustado con bisagras a la pared del fondo, dos parrillas eléctricas por cocineta y un diminuto retrete donde apenas cabía una persona, pero diseñado con la funcionalidad de los camarotes de tren, de manera que los servicios estuviesen al alcance de la mano: desde la taza del inodoro se podía abrir cómodamente la llave de la jofaina y darse una ducha siempre sentado. La cinta de bombillas rojas, azules y amarillas que rodeaba el trailer por los cuatro puntos cardinales era el único lujo que el solitario huésped se permitía mantener en perfectas condiciones técnicas. Le gustaba encender el sistema de alumbrado y contemplar desde la autopista cómo brillaba su nave de hojalata en el centro de aquel cementerio de coches destrozados.

Cuando salió afuera, aturdido por los ecos del sueño, el tigre rondaba el techo del trailer. A la luz del amanecer reparó en la extravagancia de que traía alas, articuladas al cuerpo con armonía. Alas de cisne o de ángel. Dos abanicos de plumaje blanco, sedoso, bien peinado. Llegaba de algún sitio donde había estado lloviendo porque en el filo de las plumas brillaban gotas de agua como perdigones de mercurio. Había que verlo. Saltaba del techo a las nubes con soltura y de nube en nube, por el prado de cúmulos pisando suave, y desde allí se dejaba caer en pronunciada curva hasta el deshuesadero, sin batir las alas, y se perdía de vista entre los montes de hierros torcidos. No dejaba de ser un espectáculo hermoso. El soldado encendió un cigarro y la picadura le supo a cianuro. «Strike, Strike Two, ¿dónde estás, hijo de tu perra madre», gritó.

Strike Two se asomó en la ventanilla del Oldsmobile. El juego de escondidos se repetía con teatral puntualidad. Primero dejaba ver las orejas puntiagudas, luego los ojos, el hocico, la lengua, el cuello, hasta sacar medio cuerpo y asumir públicamente pose de gran mastín. Era un cachorro. Un vagabundo. Un buscapleitos. Había llegado al deshuesadero durante la Navidad anterior y por varios días prefirió acampar al aire libre, bajo los coches. El soldado tampoco hizo mucho por acercársele. Se tenían mutua desconfianza. A veces el cachorro ladraba cuando venía un cliente, atribuyéndose un rol de centinela que nadie le había encargado. Se entretenía persiguiendo inalcanzables mariposas por los corredores del cementerio o mordiéndose la cola en graciosos remolinos. El agua la bebía de los charcos. Ninguno de los dos claudicaba en sus posiciones. Eran tercos. Muy tercos. La noche del 31 de diciembre, sin embargo, el animalito entró en el trailer y saltó a las piernas del soldado justo en el momento en que él iba a cortarse las venas con una bayoneta de campaña. La irrupción del perro impidió el suicidio. El soldado le puso un nombre que le recordaba sus tiempos de beisbolista: Strike Two. El One era él. A partir del Año Nuevo, el perro durmió siempre en el Oldsmobile, un engendro construido con partes y piezas de otros vehículos, como un Frankenstein mecánico. Cada mañana, hombre y mascota repetían el juego de los escondidos. El amo debía fingir que lo buscaba por los patios. «Strike, Strike Two, ¿dónde estás, hijo de tu perra madre.» Tres o cuatro gritos después, el cachorro iba asomando orejas, ojos, hocico, lengua y cuello con estudiada complicidad. Pero ese sábado de lluvia el soldado lo recibió con un puntapié. Strike atravesó el cementerio barriga en tierra y llegó a la autopista decidido a marcharse. Se echó en la cuneta. Jadeaba. Se puso a ver. Por la pista de asfalto corrían manadas de camiones carnívoros, jaurías de coches rabiosos, rebaños de ómnibus monteses, piaras de automóviles jíbaros. Strike regresó al cementerio y se tumbó en la escalerilla del trailer. En la selva de los humanos hay caminos intransitables.

El miedo es una camisa de fuerza. La primera vez que se enfrentó al tigre fue aquella tarde que perdió la razón en Ibondá de Akú. El soldado llevaba varias jornadas deambulando, desquiciado por una culpa que no se permitía compartir con nadie, ni siquiera con el jefe de su escuadra de infantería, el otro sobreviviente de la emboscada. El oficial era un negro terco que se negaba a morir a pesar de traer el pulmón izquierdo deshecho por una ventosa de esquirlas. De milagro habían roto el cerco enemigo, con lo cual consiguieron una semana de esperanza. El soldado cargó al negro en hombros. Un último resquicio de cordura lo obligaba a asistirle. Se querían. La maniobra se hacía imposible por los delirios de ambos: el soldado disparataba por los escalofríos de la demencia, el jefe por la infección que le invadía las arterias. No dejaba de rezar su propio canto funerario: Yemayá Awoyó. Yemayá Asesú. Yemayá. Durante tres días y cuatro noches el loco lo llevó a cuestas, amarrado a la espalda con bejucos; al amanecer del quinto día el negro dejó de cantar y despertó con los ojos abiertos, la mandíbula descolgada y un insecto dorado en la boca, pero él no prestó atención a las evidencias clarísimas de la muerte y a pesar de la frialdad de la carne y de la rigidez de las extremidades y de la peste que a la sexta mañana hacía irrespirable el aire en un radio de veinte metros a la redonda, seguía arrastrándolo por los pies o los brazos, que entonces no eran brazos sino barras de cemento. Para un hombre en su sano juicio habría sido más lógico enterrarlo en algún claro del monte, pero los locos siempre están en otra parte, nadie sabe dónde con certeza. Poco recordaría de esas jornadas salvo al leopardo africano que apareció de pronto entre los arbustos y comenzó a destripar el torso del negro con la misma curiosidad con la que un gato araña una almohada. Por muy leopardo que sea un leopardo hay rivales que lo superan porque no le temen. Eran tantas las hormigas carniceras que ya daban cuenta del fiambre que la fiera renunció a su tajada de intestinos, después de algunos mordiscos superficiales. Ante un leopardo la fuerza de una hormiga radica precisamente en su insignificancia. El verdadero animal es el hormiguero en su conjunto. El leopardo puede arrasar con cientos de hormigas de un lengüetazo pero el cuerpo del hormiguero reparará las bajas en breves segundos. Las hormigas, entretanto, tocan fondo en los charcos de saliva y pican laboriosas la lengua del leopardo. El loco subió a un árbol y buscó con la mirada una tabla de salvación, mas no encontró nada mejor que el anillo de moscardones trabado entre el follaje. Una escudería de dípteros parásitos con cabezas rojas, como cascos de aviador. Los recuerdos se le escapaban del cuerpo, lo vaciaban. Desde esa tarde remota hasta aquel tercer sábado de junio, la fiera se escondió en la espesura del pasado a la espera de invadir sus pesadillas. El siquiatra que llevaría el caso en un hospital militar de Lisboa llegó a pensar en una recuperación: «Los medicamentos han empezado a dar los efectos esperados. No curamos su locura pero al menos le borramos el miedo de la cabeza. Podemos darle de alta», dictaminó el doctor sin saber que el animal aguardaba a que su presa quedara tirada a la suerte en un cementerio de coches para reanudar la caza a sol y sombra. El miedo es una camisa de fuerza.

El rayo inicial de la tormenta rajó una palma y rompió a diluviar. El aguacero borró el paisaje. La tierra tamboreaba. Un fuerte olor a carne quemada inundó Caracol Beach confundiendo a las aves de rapiña que empezaron a sobrevolar la zona, saboreando el banquete que les esperaba en el matadero de los hombres. Las aguas lavaron los metales de los vehículos, muelles de tapicería, tubos de radiadores, baterías cargadas de moho, y los óxidos se mezclaron con los ríos del fango. Las alimañas pataleaban en los charcos contaminados por aquella amalgama de lodo y astillas ferrosas. El Camel se apagó entre los dedos del soldado. Ese sábado tendría que deshacerse del tigre de la única manera en que aún era posible el duelo con el pasado: liquidándose a sí mismo. Alguien le dijo un día que el miedo era una camisa de fuerza. Pero no recordaba quién. Nada. Que lo único cierto era la palma ardiendo. Los bombazos de los truenos. Un perro echado en la puerta de un trailer de circo. Las aves de rapiña. Y ese segundo rayo, certera estocada de Dios, que se enterró en un hierro del cementerio, forjándolo al rojo vivo —el mismo hierro donde habría de morir un muchacho llamado Tom Chávez unas veinte horas después.

—¡Vaya desgracia la mía, carajo: estoy jodido, qué cosa tan grande! —dijo el soldado. Guardaba bajo el colchón una soga para la horca. Sería más fácil que anudarse una corbata. Y echó a correr, ansioso por matarse. Strike Two confundió la urgencia de su amo con el inicio de los juegos, ese día pospuestos por las figuraciones de la locura: lo seguía guerrero y saltarín y le clavaba los colmillos en los calcetines, le mordía los bajos del overol, le zafaba los cordones de las botas, reclamando un poco de atención. «¡Babalú Ayé: no me eches más animales detrás!», dijo al entrar en el trailer con el cachorrito a cuestas, como un grillete de peluche con cascabel.

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