miércoles, 4 de mayo de 2022

Paul Auster Poesía completa. PRÓLOGO. ordi Doce Sheffield, 1996 / Madrid, 2012.

 


            «Aún siento gran apego por la poesía que escribí… Es probable que sea lo mejor que he escrito». Así expresa Paul Auster el lugar primordial que ocupa su lírica en la totalidad de su producción literaria. Este volumen presenta por primera vez en español todos sus poemas, en edición bilingüe y con traducción y prólogo del poeta y crítico Jordi Doce.

En sus versos Auster aborda los mismos temas y obsesiones que desarrolla en sus novelas: el azar y el destino, la distancia entre mundo y lenguaje o la disolución del yo en el discurso. Ésta es una poesía intensa y emocional, en la que resuena esa música sutil y magistral que caracteriza al autor de La trilogía de Nueva York.

«Imágenes pálidas, de derrota, visiones de la blancura y de las heridas se despliegan verso a verso… Una imprescindible visión de la obra de Paul Auster», Publishers Weekly; «Una poesía ambiciosa y compleja», Library Journal; «Ésta no es la poesía de un aficionado. Los poemas de Auster son secuencias de breves meditaciones líricas sobre la naturaleza de la realidad y nuestra incapacidad para aprehenderla o describirla», The New York Times; «El origen de la elegante metafísica que da forma a la ficción de Auster se encuentra en sus poemas filosóficos. La poesía es un aspecto esencial en el conjunto de su maravillosa obra», Booklist.

 


 

Paul Auster

 

Poesía completa

 

 Título original: Collected Poems

 

Paul Auster, 2004

 

Traducción: Jordi Doce

 

Editor digital: turolero

 

Aporte original: Spleen

 

ePub base r1.2

 

 

 

 


 MANOS QUE SE ABREN: LA POESÍA DE PAUL AUSTER

 

 

En 1990, cinco años después de la publicación de su primera novela, y con una trayectoria literaria bien asentada a sus espaldas, Paul Auster (New Jersey, 1947) decide reunir una selección de sus poemas y ensayos bajo el significativo título de Groundwork: Selected Poems and Essays 1970-1979. «Groundwork», es decir: cimiento, trabajo preliminar o, incluso, trabajo de preparación. A primera vista, el título no puede ser más explícito: el poema, o el ensayo, como preludio y cimiento de lo que más adelante dará en relato y prosa de ficción, la escritura poética y ensayística como exploración y afinación de los diversos elementos que, años después, cristalizarán de forma definitiva en sus novelas. Aunque simplista, la explicación no carece de atractivo. Cualquier lector avisado o conocedor de la obra de Auster es consciente de la excepcional continuidad estética e ideológica de su escritura, alzada sobre un manojo de obsesiones y estrategias verbales que se repiten, con escasas variaciones, de un libro a otro; sabe, asimismo, hasta qué punto, en sus mejores novelas (La ciudad de cristal, La habitación cerrada, Leviatán), los límites entre realidad y ficción, invención y autobiografía, se diluyen, perfilando un continuum de experiencias que sólo se ordenan y adquieren sentido por medio de la escritura. Y esta escritura es menos algo final o cerrado que acción, proceso, voluntad renovada y curiosa. Si los poemas y ensayos que le ocuparon durante los años setenta se conciben o aparecen como trabajo preliminar de las novelas que le harán famoso más adelante, esto no ha de tomarse en un sentido de subordinación e inferioridad. Las diferencias entre géneros, que existen, son cualitativas y no implican un juicio de valor. Más decisivo es explorar la función que estos géneros cumplen dentro del conjunto de la obra y las relaciones de intercambio que establecen entre sí. No hay jerarquías: sí una escritura ligada a diferentes géneros en su intento por dotarse de sentido y encontrar una razón a su existencia.

Auster, sin duda, ha cumplido largamente con el lema ineludible de Pound: «Lo esencial de un poeta es que nos construya su mundo». Su nombre ya pertenece a ese diccionario secreto que todo buen lector lleva dentro para entender la vida: existe un mundo austeriano como existen personajes y sucesos típicamente austerianos, que reconocemos al instante pues se han hecho nuestros con el tiempo. Existe, en fin, una mirada austeriana, porque la escritura es ante todo mirada: no sólo una forma de mirar, sino un lugar desde el cual seguir el mundo: una esquina, una torre, una cueva. Hay escritores insustituibles porque hay miradas insustituibles: nos hemos acostumbrado de tal modo a ver el mundo a través de sus ojos que sin ellos no podemos empezar a comprenderlo. Se ha dicho que leer un libro es habitarlo. Pero cabe añadir que al leer un libro dejamos que su autor nos habite y se asome a nuestros ojos, que es otra forma de decir que nos los presta.

Cuando Auggie Wren, en ese prodigio de sencillez y claroscuros que es Smoke, dirige su cámara hacia la esquina de la Calle 3 con la Séptima Avenida, es consciente de que nos ofrece algo parecido a una definición de la obra de su creador. Durante más de cuatro mil mañanas, desde el mismo lugar y a la misma hora, Auggie fotografía esa esquina que, como afirma, «es mi esquina. Sólo una pequeña parte del mundo, pero también allí pasan cosas, igual que en cualquier otro sitio. Es un documento de mi pequeño lugar». El resultado son miles de fotos en las que la misma esquina exhibe su presencia inmutable pero también, en contrapunto, la constante e inevitable metamorfosis de la existencia a lo largo del tiempo:

[Las fotos] son todas iguales, pero cada una es diferente de todas las demás. Tienes mañanas luminosas y mañanas sombrías. Tienes luz de verano y luz de otoño. Tienes días laborables y fines de semana. Tienes gente con abrigo y botas impermeables y gente con pantalones cortos y camiseta. A veces son las mismas personas, otras veces son diferentes. Y a veces las personas diferentes se convierten en las mismas y las mismas desaparecen. La tierra da vueltas alrededor del sol y cada día la luz del sol da en la tierra en un ángulo diferente.

En las fotos de Wren lo que importa es la mirada y el orden con que esa mirada procede. No es un orden rígido ni estéril; al contrario, acepta la presencia del azar y busca acomodarse a él, fijando en un solo instante las variables de la existencia. En el objetivo de Auggie Wren se combinan sin fin orden y caos, inmutabilidad y cambio, voluntad propia y azar, pero esta combinatoria no tiene otra razón de ser que sí misma, y subordina cuanto la rodea a su propia perpetuación. Wren es sólo un elemento más de este proceso, que contempla fascinado y al cual sirve puntualmente, pero lo mismo cabe decir de esa esquina fotografiada una y otra vez y que funciona como un simulacro de la existencia. Las fotos se contienen y bastan: no son el mundo, pero la verdad que proponen se nos antoja tan válida como cualquier otra. El yo, por otra parte, desaparece, disuelto en una mirada que ha dejado de pertenecerle y que cumple sus propias reglas.

Esta escena, que vale acaso por toda la película, resume no sólo gran parte de las preocupaciones narrativas de Auster sino también, como veremos, las que dieron lugar en los años setenta a su obra poética y ensayística: los problemas del azar y la identidad, la disolución del yo en el discurso, la distancia entre mundo y lenguaje. Wren, como años antes Quinn en La ciudad de cristal, es el genuino alter ego de su autor. Su rutina fotográfica recuerda esa imagen que Auster ha evocado tan a menudo en sus entrevistas: la del escritor encerrado día tras día en su cuarto, bregando durante horas con las palabras, atrapado por un relato que debe expulsar cuanto antes; no porque él quiera, sino porque el relato así lo exige. O como él mismo ha afirmado en alguna ocasión: «No es que escribir me produzca un gran placer, pero es mucho peor si no lo hago.»[1]

* * *

 

Esta lucha con las palabras ha existido siempre. Nace ante todo como conciencia de su irrealidad, de su distancia con uno y con el mundo:

En la clase de francés nos dieron varios poemas para leer —Baudelaire, Rimbaud, Verlaine— y los encontré absolutamente apasionantes, pese a que había muchas cosas que no entendía. El carácter extranjero de estos textos me amilanaba, como si por estar escritos en una lengua extranjera no fueran reales, y sólo cuando empecé a traducirlos al inglés comencé a entenderlos.[2]

Escritura como traducción: he aquí una de las claves para empezar a entender esta poesía. Auster pertenece, aunque con matices que exploraremos más adelante, a esa raza de poetas post-mallarmeanos para quienes, en boca de George Steiner, «el contrato entre palabra y mundo se ha roto». Las palabras son un enigma: algo ajeno, extranjero, incomprensible; y un desafío, pues todo intento por acercarse a ellas y comprenderlas exige de antemano un esfuerzo o una lucha. Se diría que Auster no concibe la existencia de palabras fáciles; al contrario, uno debe hacer méritos, ganarse a pulso el derecho a decirlas o escribirlas sobre la página. No sólo no se entregan gustosas sino que, en su forcejeo con el poeta, terminan imponiendo sus propias condiciones. Es decir, utilizan al poeta para alcanzar ese estado de pureza y coherencia al que todo lenguaje aspira y que sólo encuentra en el poema. Paradoja: el poeta lucha con las palabras para adueñarse de ellas, pero también para convertirse en su esclavo y en un vehículo del lenguaje: gobierna y es gobernado.

Existen numerosos testimonios en la poesía de Auster de esta lucha en la que poeta y lenguaje ascienden mano a mano por un árbol que no es sino ellos mismos. Es un ascenso lento, que toma como punto de partida esa orografía de las raíces que conforma sus primeros poemas, reunidos bajo el título de «Exhumación»: poemas desenterrados, robados al silencio y la aridez de la tierra. El forcejeo con las palabras se traduce aquí en ritmos abruptos y una sintaxis compleja, apretada, que parece disgregarse a cada instante:

 

Frágil amanecer: la linde

 

de tu lámpara oscurecida: aire

 

sin palabra: rosácea y redonda, plegada

 

corola de ceniza. Desde el más pequeño

 

de tus soles, aprietas

 

la escaldadura: vaina

 

de luz aplacada: la semilla genuina

 

en tu palma en barbecho, hundiéndose

 

en la mudez. Más allá de esta hora, el ojo

 

te enseñará. El ojo aprenderá

 

a anhelar.

 

(«Exhumación, 18»)

 

 

Ésta es una poesía escrita desde el malestar y la confusión: malestar del lenguaje al verse fuera del silencio; confusión del poeta al verse arrastrado por palabras que apenas si sabe pronunciar. Su estructura es siempre la misma: empiezan con un balbuceo, un par de palabras, una frase dicha al azar que tira del resto y abre la puerta a un discurso autista, hecho de velos y sombras, que es a un tiempo el lenguaje y lo que el poeta quiere hacer de él. Por su brevedad parecen simples escaramuzas, que apenas comenzadas se resumen en un fogonazo, una última línea de claridad súbita y precisa que recuerda al aforismo o la iluminación gnómica. Como dice, en conversación con Joseph Mallia:

 

Cuando estudiaba […] me di cuenta de que si me concentraba en formas más breves podría desenvolverme mejor. Pasaron los años y me obsesioné tanto con la poesía que dejé de pensar en cualquier otra cosa. Escribía poemas muy cortos y concisos que solían llevarme meses. Eran muy densos, sobre todo al principio, replegados sobre sí mismos como puños, pero a lo largo de los años comenzaron a abrirse de forma gradual, hasta que sentí que me dirigía hacia la prosa.[3]

 

Y un par de años más tarde añade: «Eran [poemas] breves, densos y oscuros, tan compactos y herméticos como los oráculos de Delfos.»[4] Imagen afortunada: como los oráculos o las fotografías de Auggie Wren, estos poemas dicen su verdad ajenos a todo, incluso al oficiante o escritor sin cuyo concurso no podrían salir a la luz. También, como los oráculos, son puro enigma: interrogación y respuesta, origen y destino.

 

Auster, por lo demás, dibuja con estas citas un mapa bastante preciso de su trayectoria poética: desde «Exhumación» hasta las despedidas de largo aliento y verso discursivo que son «Búsqueda de una definición» y «Aceptando las consecuencias» existe una voluntad coherente de apertura que, años más tarde, desemboca en la prosa abierta y fragmentaria de La invención de la soledad. Se trata, como afirma su autor, de una evolución previsible, de un movimiento exigido por el propio devenir del lenguaje. La sencillez progresiva de la sintaxis y el léxico, la mayor amplitud y serenidad del ritmo, todo responde a una lógica interna que poeta y lenguaje asumen, aunque no sin dificultades, desde los poemas primeros de «Exhumación».

 

Conocemos en parte el motivo. Cuando esos «poemas como puños», al decir de su autor, empiecen a abrirse, lo harán en forma de distancia: distancia del yo, como vimos, pero también distancia de un mundo al que nada les une y que ni siquiera pueden remedar: «Ningún poema puede nacer de la convicción de que ya existe un lenguaje que une dos cosas distintas.»[5] Es aquí donde la filiación mallarmeana de Auster cobra importancia. Si, como primera tarea, fue preciso luchar con las palabras hasta doblegarlas, ahora son éstas las que han de ganarse el no menos difícil derecho a nombrar la realidad y sus accidentes. Como afirma Marco Fogg en El palacio de la luna, la función del arte es «comprender el mundo y encontrar un lugar propio en él». El poema, así, se despliega a la vez sobre dos ejes, diacrónico y sincrónico: por un lado es preludio, antecedente de la prosa hacia la que dirige sus pasos; por otro, debe marcar una y otra vez su distancia con el mundo, pues sólo entonces podrá recorrer cuanto le separa de él y ocupar su lugar entre las cosas. Llegados a este punto, no es difícil suponer que ambos viajes son, en realidad, uno solo.

* * *

 

Escrita a un tiempo como respuesta a la poesía y como preludio de la prosa de ficción, la obra ensayística de Auster es de particular importancia. Hallamos en ella las reflexiones de un joven escritor que, como tantos otros, trata de poner en orden sus ideas y definir su dominio literario, el espacio de sus obsesiones íntimas. Sorprende, sin embargo, la rapidez con que encuentra una voz y un ideal literario que apenas ha cambiado en treinta años: un ideal que, no por azar, reúne en un mismo ámbito a creadores como Kafka, Beckett, Paul Celan, Ungaretti, George Oppen, Edmond Jabès, Jacques Dupin, Laura Riding… Si algo distingue a esta constelación de escritores es, sin duda, una voluntad creativa que asume la herencia vanguardista en su vertiente más radical y pesimista (más radicalmente pesimista, quizá). Hay en todos un intento por purificar y dar sentido a un lenguaje corrupto y violentado por limitaciones sociales, políticas y económicas, y ese intento («dar un sentido más puro a las palabras de la tribu», según Mallarmé) se traduce al cabo en una escritura límite, reducida a lo esencial, en la búsqueda de un punto cero «valentiano» que es por igual centro gravitatorio y nudo de sentido del lenguaje.

 

Tres escritos, en especial, me parecen significativos. Publicados entre 1973 y 1975 y dedicados a la obra de Laura Riding, André du Bouchet y Paul Celan respectivamente, estos breves ensayos nos sirven para iluminar el trasfondo ideológico que envuelve y alimenta los poemas. Se trata de páginas muy austerianas, llenas de ese gusto por la contradicción y la paradoja tan propio de su autor:

 

El poeta; a pesar de todo, el poema… Para ser lo que debe, lo que es capaz de ser —un acto de acercamiento, un movimiento hacia el Otro— debe comenzar con el reconocimiento de su disparidad, admitir de una vez por todas que habla desde otro ámbito y que no puede imponerse, que debe contentarse con ofrecerse a sí mismo, aunque nadie lo solicite, en su desnudez, en el silencio que lo rodea.

 

Ningún poema puede nacer de la convicción de que ya existe un lenguaje que une dos cosas distintas: aún debemos crear y descubrir el todavía-no del lenguaje: el anhelo de una utopía, de un sitio inexistente. Como si desde este punto del vacío por fin pudiéramos continuar y averiguar dónde estamos.[6]

 

He aquí, resumido en estas pocas líneas, el credo poético de Auster. Leyéndolo es imposible no pensar en ese apunte escondido en la correspondencia de Emily Dickinson: «La mente se halla tan cerca de sí misma que no puede verse con propiedad». Hay en ambos, como afirma Auster, «el anhelo de una utopía», la búsqueda de un nuevo ángulo desde el cual sea posible abarcar con la mirada al mundo y a uno mismo. No es casual, pues, que cuando pase a discutir la poesía de Paul Celan se fije en estas líneas: «La realidad no existe. Debe ser buscada y ganada. Los poemas están navegando […] hacia un lugar abierto que puede ser habitado, hacia un sujeto a quien es posible referirse, y tal vez hacia una realidad a la que es posible referirse.»[7] En nuestro autor, esta idea toma la fuerza de una obsesión, hasta el punto de que sin ella no habría habido escritura: la necesidad de apartarse de uno mismo y del mundo es la que crea el espacio y el lugar sin el cual ni el regreso ni el poema son posibles:

 

 

… Ya no estoy aquí. Nunca he dicho

 

lo que tú dices

 

que he dicho. Y, sin embargo, el cuerpo es un lugar

 

donde nada muere. Y cada noche,

 

desde el silencio de los árboles, sabes

 

que mi voz

 

viene caminando hacia ti.

 

(«Noches blancas»)

 

 

… Donde no hemos estado

 

estaremos. Un árbol

 

arraigará en nosotros

 

hasta erguirse en la luz

 

de nuestras bocas.

 

El día se pondrá en pie ante nosotros.

 

El día nos seguirá

 

hasta el día.

 

(«Pulso»)

 

Estos poemas, escritos con posterioridad a «Exhumación», atestiguan formal y temáticamente ese movimiento que propicia la escritura poética: un movimiento que Auster, como vimos, compara a una mano que al abrirse llena su propio espacio. Sus poemas se constituyen no tanto en objetos cerrados cuanto en procesos, formas abiertas y necesariamente incompletas que se extienden hacia el mundo sin tocarlo; pues el mundo es todavía un destino lejano y casi inalcanzable.

 

Poemas como «Matriz y sueño» o «Lapsario» no tienen término, no pueden cerrarse ni completarse con el último verso, ya que ese término es algo ajeno, remoto. En esta poesía primera, la cesura entre mundo y palabra, entre palabra y yo, se ha vuelto casi insalvable; y quien se aparta para volver establece una distancia de recorrido difícil y azaroso. El trayecto, lejos de finalizar, se prolonga, y el hecho mismo de prolongarse se convierte en una especie de final. Auster subraya, pues, la idea de proceso, de lo que está por hacer y se completa con la espera. ¿Cómo explicar, de otro modo, los paseos diarios del novelista y detective improvisado Quinn en La ciudad de cristal, para quien «Nueva York era un espacio inagotable, un laberinto de pasos sin fin, [donde] por mucho que anduviera, por muy bien que conociera sus barrios y calles, siempre se quedaba con la sensación de haberse perdido. Perdido no sólo en la ciudad, sino también dentro de sí mismo»? ¿O ese impulso repentino y compulsivo con que se abre La música del azar y que lleva a Nashe, su protagonista, a recorrer varias veces en coche los Estados Unidos?

 

Auster expresa estas ideas con singular claridad al comentar la poesía de André du Bouchet, aunque en el escritor francés esta ruptura entre mundo y escritura se haya vuelto definitiva, irremediable:

 

Avanzamos hacia un punto que no deja de alejarse, hacia un destino al que es imposible acceder, y al final este movimiento se transforma en un objetivo en sí mismo; el simple hecho de avanzar se convierte en una forma de estar presente en el mundo, aunque el mundo permanezca siempre más allá de nuestro alcance. No hay esperanza, pero tampoco desesperación.[8]

 

Surge así la figura del poeta como ser dividido. Uno escribe, pero también reside en lo escrito, y ambos se persiguen sin encontrarse nunca; el que habla desde el papel no alcanza nunca al que lo hace hablar desde el mundo y viceversa: «El ser que vive en el mundo —aquel cuyo nombre aparece en las cubiertas [del libro]— no es el mismo que escribe el libro.»[9] La paradoja central sobre la que se levanta la poesía primera de Auster cobra aquí toda su fuerza: por un lado, el carácter fatal de la escritura; por otro, su imposibilidad. Fatalidad, ya que desde el mismo instante en que la escritura toma conciencia de su distancia con el mundo aspira a moverse hacia él; imposibilidad, puesto que la distancia que los divide es desde un principio excesiva, casi insalvable.

 

 

Pero esta división no ha de tomarse en su sentido más extremo. Si Auster evita caer en el solipsismo o el silencio suicida de gran parte de sus predecesores, esto se debe a que opera, en palabras de Jaime Siles, «un giro de la inteligencia hacia el territorio de la plasticidad. La retina, por así decirlo, le protege y encuentra consuelo en el color. De ahí su multitud de referencias ópticas y la guía espiritual que son los ojos, que dirigen y erigen su mirada como gramática del mundo: como una escritura del mirar».[10] Esta preeminencia de la mirada sostiene, en última instancia, su creencia en que palabra y mundo pueden restañar sus heridas y retomar un diálogo, ya que no inocente, sí al menos iluminador: impulsados por un «anhelo de utopía», los poemas se abren lentamente hasta convertirse en la palma de la prosa y ocupar su lugar entre lo real:

 

… quiero que sientas

 

esta palabra

 

que ha vivido en mi interior

 

todo el día, este

 

deseo de nada

 

salvo el día en sí mismo, y cómo ha crecido

 

en mis ojos, más fuerte

 

que las palabras de que está hecho, como si

 

nunca pudiera haber otra palabra

 

que fuera a sostenerme

 

sin romper.

 

(«Aceptando las consecuencias»)

 

* * *

 

En la década de los setenta, Paul Auster escribe cuatro obras dramáticas, de las cuales sólo una es puesta en escena. Según su autor, esta obra «trataba de dos hombres que construyen un muro. Durante toda la obra apilan piedras alrededor del escenario hasta que quedan completamente aislados del público. La obra nunca me satisfizo, pero no pude librarme de la idea. Me obsesionó y me persiguió durante todos estos años».[11] En efecto, pocas imágenes se repiten tanto en esta obra como la del muro: si en La música del azar Nashe y Pozzi deben reparar su deuda construyendo un muro en mitad del campo, en los siete poemas de «Desapariciones» el muro figura como motivo principal, compartiendo protagonismo con un personaje en apariencia tan desconcertado como los de la novela. Con un intervalo de diez años, Auster incluye en obras de diversos géneros una misma imagen, y lo hace intuyendo, o vislumbrando, la importancia que esta imagen tiene en el desarrollo de su obra, como espejo o resumen de los cambios por los que atraviesa.

 

En el contexto del movimiento de la poesía a la prosa que tiene lugar en esta escritura, la conexión entre estas piezas parece bastante evidente. En las tres, aunque con matices diferenciados, el muro opera en su sentido lato de barrera, de obstáculo: por un lado, los hombres de la obra teatral construyen a su alrededor un muro con el propósito de aislarse del público; por otro, la obligación de construir el muro se convierte para Pozzi y Nashe en un obstáculo en sí mismo, impidiéndoles volver al hogar y recuperar su libertad. Con una pequeña diferencia, dado que en este segundo caso la terminación del muro es precisamente la que ha de darles la libertad, excusándoles de una tarea absurda y alienante. La diferencia es trivial ya que, en última instancia, ninguno de estos dos personajes sobrevivirá a la experiencia: como en la obra de teatro, ambos desaparecen por culpa de fuerzas que el muro parece haber concentrado o invocado.

 

Los poemas de «Desapariciones» gravitan en torno a esta concepción: «Es un muro. Y el muro es muerte». Cada palabra puesta sobre el papel es una piedra más en esa barrera que rodea al escritor y lo separa de las cosas. Es decir, que impide al poema ocupar su lugar en el mundo. La escritura se convierte en muro y divide al escritor en dos, impidiendo su regreso. «Desapariciones» tiene, en cierto modo, la cualidad de un aviso: informa de los peligros que aguardan a un poeta de concepciones rigurosas como Auster: el solipsismo, la impotencia, el silencio. La búsqueda de la realidad puede convertirse en extravío: la división entre palabra y mundo puede hacerse irreparable.

 

Llegado a este punto, al poeta no le queda otra salida que redefinir su concepción de la palabra o, lo que es igual, sustituirla por otra más flexible. Si quiere proseguir su viaje y no encerrarse en un callejón sin salida, no tiene más remedio que establecer una nueva relación entre mundo y palabra. En Auster este cambio es brusco y repentino. De versos como:

 

Pues el muro es una palabra. Y no hay palabra

 

que él no cuente

 

como piedra en el muro.

 

(«Desapariciones, 4»)

 

 

llegamos casi de inmediato a esta declaración de intenciones:

 

Éstas son las palabras

 

que no sobreviven al mundo. Y hablarlas

 

es desaparecer

 

en el mundo.

 

(«Luces del norte»)

 

Es decir: de una palabra rígida como la que gobernaba «Exhumación» llegamos a otra que ha de sacrificarse o desaparecer. La palabra se convierte en «sencilla habla del deseo» y sólo así logra llegar al mundo, dar cuenta de él. Los poemas que siguen a «Desapariciones» deben leerse como testimonio y explicación de este proceso, y al menos uno, «Fragmento del frío», lo resume de manera explícita:

 

Porque nos volvemos ciegos

 

en el día que expira con nosotros,

 

y porque hemos visto a nuestro aliento

 

nublar

 

el espejo del aire,

 

el ojo del aire no ha de abrirse

a nada salvo a la palabra

 

a la que renunciamos: el invierno

 

habrá sido un lugar

 

de madurez.

 

Nosotros, convertidos en los muertos

 

de otra vida que la nuestra.

 

De un «aliento que nubla […] el aire» a un aliento hecho renuncia para que «el ojo del aire» pueda abrirse: arrancado definitivamente al frío y a la tierra, el poema empieza a hablar con otra voz: menos rígida, menos imperiosa. Y el poeta, a diferencia de Nashe y Pozzi, recorre de nuevo la distancia que lo separa de las cosas, lejos de ese muro donde su antiguo cuerpo quedó encerrado:

 

En el ojo del cuervo que vuela ante ti

 

te verás a ti mismo

 

dejarte atrás a ti mismo.

 

(«Reminiscencia del hogar»)

 

* * *

 

Auster ha descrito alguna vez ese momento de transición de la poesía a la prosa como «una revelación, una epifanía». No es extraño: lo que hasta el momento se juzgaba lejanía o espejismo se convierte al fin en destino real y palpable. Ese instante en que la escritura halla un lugar entre las cosas es un final y un principio y tiene el sello de lo memorable: el escritor cruza una frontera que es él mismo, y al cruzarla vislumbra un nuevo territorio, un dominio inexplorado. Pero no sin problemas ni incertidumbres: antes es necesario tomar impulso y dar un paso atrás, hacer recuento. Como ha recordado él mismo en líneas que evocan hechos narrados más tarde en Leviatán:

No escribí prácticamente nada en un año. Mi esposa y yo hacíamos traducciones para llevarnos el pan a la mesa y el resto del tiempo me dedicaba a continuar con mis alocados proyectos financieros. Por momentos pensaba que estaba acabado, que nunca escribiría otra palabra. Entonces, en diciembre de 1978, asistí a un espectáculo de danza cuya coreografía había compuesto el amigo de un amigo y allí me ocurrió algo. Una revelación, una epifanía —no sabría cómo llamarlo—. De repente se abrió ante mí un mundo lleno de posibilidades. Creo que tuvo que ver con la absoluta fluidez del espectáculo, el movimiento continuo de los bailarines que giraban sobre el escenario. El simple hecho de contemplar a hombres y mujeres moviéndose en el espacio me llenaba de una sensación cercana a la euforia. Al día siguiente, me senté y comencé a escribir White Spaces [«Espacios blancos»], una pequeña obra de género impreciso, un intento de traducir en palabras la experiencia de aquel espectáculo de danza. Fue una liberación, un tremendo desahogo, y ahora recuerdo aquel incidente como un puente entre el acto de escribir poesía y el de escribir prosa. Aquella obra me convenció de que aún había un escritor dentro de mí.[12]

Poco cabe añadir a estas líneas. Con lucidez característica, su autor desgrana el rostro súbito de esa «revelación»: el baile, a sus ojos, es un baile de palabras; las evoluciones de los bailarines sobre la escena se le antojan un equivalente de ese otro movimiento de las palabras en el mundo; la euforia del escritor al contemplar a «hombres y mujeres moviéndose en el espacio» es la misma que, a la mañana siguiente, le anima a mover palabras sobre el papel y explorar los espacios blancos de la página. La identidad entre estos dos ámbitos de la escena y la página es, al fin, prueba suficiente de que en Auster escritura y mundo han logrado encontrarse.

Dos conceptos fundamentales articulan estas líneas: fluidez, espacio. Conceptos que sugieren otros semejantes: amplitud, aliento, desarrollo… y que parecen aplicarse mejor a la prosa de ficción que a un poema breve. Esa euforia sostenida con la que Auster aborda la escritura de Espacios blancos, «como un puente entre el acto de escribir poesía y el de escribir prosa», es la euforia de quien, atrapado por el relato, dispone una tras otra las palabras como eslabones de una misma cadena incesante. Frente a la intensidad de un poema, la extensión y el aliento de la novela; frente a la contracción y densidad del poema, la palma expuesta de la prosa. No es un cambio súbito: todavía en La invención de la soledad, la prosa se muestra al lector como un conjunto de fragmentos unidos por los eslabones resonantes del silencio y el espacio en blanco.

La imagen utilizada por el escritor, no obstante, es mucho más gráfica y sorprende por lo que tiene de anticipo o adelanto:

Aún siento gran apego por la poesía que escribí, todavía la defiendo. En un análisis global, es probable que sea lo mejor que he escrito; pero hay una diferencia fundamental entre estas dos formas de escribir, al menos en mi enfoque personal. En cierto sentido, la poesía es como tomar fotografías, mientras que la prosa es como filmar con una cámara cinematográfica. La película es el instrumento de las dos artes, pero los resultados son totalmente diferentes […]. Mis poemas eran la búsqueda de lo que llamaría una expresión unívoca. Expresaban lo que sentía en un momento determinado, como si nunca hubiera sentido nada antes ni fuera a sentirlo después.[13] Abríamos esta lectura con una referencia a la película Smoke y a su protagonista Auggie Wren, y parece apropiado cerrarla con esta cita, donde tanto el cine como la fotografía hacen acto de presencia. Wren es, en más de un sentido, el alter ego de su autor: si Smoke puede considerarse una consecuencia natural de la práctica novelística de Paul Auster, Wren surge como un homenaje del autor a su pasado como poeta y a esos poemas-fotografías tomados «como si nunca hubiera sentido nada antes ni fuera a sentirlo después». Wren no es más, quizá, que una representación del Auster poeta, como Paul Benjamin lo es del Auster novelista. Y ambas representaciones se cierran y entrecruzan de modo admirable en el guión original cuando Wren decide narrarle a Benjamin un cuento de Navidad: es decir, cuando Wren deja la poesía para convertirse en narrador. No existe, tal vez, metáfora más limpia ni más hermosa de las relaciones que poesía y prosa establecen en esta obra como ese preciso instante en que Wren comienza su relato y la voz en off se superpone a las imágenes que Benjamin anotará más tarde, con lento esfuerzo, dando rostro y forma a lo que en el estanquero era sólo espacio, palabra: puro azar hecho aliento.

 Jordi Doce

Sheffield, 1996 / Madrid, 2012

jueves, 28 de abril de 2022

Desiderius Erasmus Alabanza de la estupidez. INTRODUCCIÓN DE E. GIL BERA

 


 

Desiderius Erasmus

Alabanza de la estupidez

Penguin Clásicos

 

 


 INTRODUCCIÓN

 

 

En los retratos de Erasmo realizados por Hans Holbein el Joven se aprecia uno de los rasgos más sugerentes de la humana condición en su variante literaria. No es la mirada viva perdida en la lejanía, ni las dos manos reposando sobre el papel, como quien escribe con doble cuidado y desconfianza vigilante. Se trata de la comisura de los labios, donde juguetea el rasgo de la ironía, el músculo de los cuentos, como lo describió Hoffmann, otro de los grandes irónicos. En Erasmo, pese a toda la amargura, el cansancio y la resignación de la boca prieta, bulle la sonrisa traviesa de quien sabe que la estupidez humana nunca tendrá fin.

Las idas y venidas, los anhelos sobrenaturales y los deseos más rastreros, los atuendos y las poses, las artes y la teología, el amor y la guerra, nada humano es ajeno a la tontería. Ese poder fatal y bendito se eleva en esta obra a personaje y expresa la convicción de que la razón tiene un peso irrelevante y menos que mínimo sobre la realidad del hombre.

Del título Alabanza de la estupidez (Laus Stultitiae) es preciso entender lo que en el lenguaje gramatical se denomina un genitivo subjetivo, o sea, la estupidez es la autora de la alabanza y a la vez un genitivo objetivo, o sea, compone la alabanza de sí misma, como corresponde a la más auténtica estupidez.

Erasmo nació probablemente en 1466, fruto de la relación irregular entre un cura y una joven. Su origen ilegítimo le preocupó siempre y en sus alusiones autobiográficas bosquejó un cuadro idealizado donde su padre fue obligado por la familia a dejar a su pareja y ordenarse sacerdote. En el capítulo XI de la Alabanza hay un pasaje que todas las traducciones (en todas las lenguas) trasladan como «si debéis la vida al matrimonio, y el matrimonio por su parte lo debéis a la Insensatez». No es cierto que todo el mundo deba la vida al matrimonio y, desde luego, no fue así en el caso de Erasmo. El original dice «si conjugiis debetis vitam», y aquí el sentido de «conjugium» es el mismo que leemos en las Geórgicas de Virgilio (III, vv. 274-275) «et saepe sine ullis / conjugiis vento gravidae mirabile dictu» (y muchas veces [las yeguas] quedan preñadas por el viento sin ningún apareamiento, cosa admirable). Es decir, significa coyunda, apareamiento o relación sexual. De hecho, a continuación leemos: «¿Qué mujer experimentada se atrevería a repetir si, en su momento, no le ayudara con su presencia la divinidad del Olvido?». Es una reflexión semejante a la de Chamfort cuando asegura que ninguna mujer en sus cabales cambiaría la epilepsia de unos instantes por una enfermedad de un año, si no fuera porque el amor escapa al dominio de la razón y no mediara un arrebato de vanidad y olvido. Naturalmente «conjugium» también significa unión conyugal o matrimonio, y así lo emplea Erasmo más adelante. Pero aquí, como tantas veces, se trata de un estudiado rasgo irónico.

Sólo es un ejemplo de la desactivación que ha sufrido la ironía de la Alabanza en numerosos pasajes de la mayoría de las traducciones. El caso más patente reside en el título, donde «stultitiae» se ha trasladado en todas las lenguas casi siempre como «de la locura». Erasmo cuenta que tuvo la idea al asociar el apellido de su amigo Tomás Moro con el término griego «moria». La palabra proviene de «moros», que significa reblandecido o inerte, y de ahí tonto, estúpido y, aplicado a los alimentos, insípido. O sea, en griego «moria» no equivale a locura, sino a estupidez: «morologos» es el que dice tonterías. El equivalente latino que emplea Erasmo es «stultitia», que originalmente significa rigidez, tiesura y, en consecuencia, incapacidad de cambiar de opinión, alelamiento, estupidez. De hecho, el centro de gravedad de toda la obra radica esencialmente en la contraposición sabio/ignorante, y no en la de loco/cuerdo. No cabe ningún malentendido, sobre todo porque Erasmo se extiende en varios pasajes para matizar la diferencia entre estupidez y locura, a la que llama de manera inequívoca «insania»; en uno de los más polémicos, describe el cristianismo como una mezcla de estupidez y locura.

Pero esa desactivación de la ironía original y del genio auténtico de la obra no es sólo una equivocación generalizada por el seguidismo imperante en las traducciones de los clásicos. Muchos traductores han anotado que la traslación de «stultitia» como locura no es la mejor, pero sí la tradicional, y tal vez todos han sido conscientes de que se trataba de un licencia no del todo afortunada, aunque masivamente admitida. Tampoco se debe sólo a la importante influencia que ejercieron los grabados de Holbein en los márgenes del manuscrito original, que luego se han reproducido acompañando a muchísimas ediciones y que sugieren que nos encontramos ante una bufonada o chifladura. El malentendido es más bien consecuencia de la actitud insistente del propio Erasmo, que buscó justificarse ante los ataques y censuras y se refirió a la obra como discursillo («declamatiuncula») ocurrente que redactó por puro entretenimiento en unos pocos días. El extendido tópico de que la escribió en una semana procede de una carta dirigida por Erasmo al teólogo Dorp, que le había acusado de denigrar el cristianismo y la vida eterna. De la misiva disculpatoria de Erasmo se concluye que todo empezó con un par de líneas jocosas que comunicó a unos amigos, los cuales le animaron a prolongarlas, lo hizo en una semana. De ahí los repetidos «nosotros» que esparció en el texto, como si hablase de cierta autoría colegiada y que tampoco se recogen en las traducciones tradicionales.

Un obra que condensa toda la insatisfacción y acidez de su autor de la manera más elegante y estudiadamente superficial, y que contiene más rasgos autobiográficos e implacables contra sí mismo que todas las cartas y confesiones sinceras redactadas en su vida, no es consecuencia de un arrebato ni un juego, aunque luego se sintiera obligado a dar esa sensación y ya lo presintiera desde el mismo momento de su redacción, como se trasluce en la carta de dedicatoria a Tomás Moro, cuya fecha de junio de 1508 es errónea a propósito. Erasmo afirma escribir «ex rure», que, en un primer y recto sentido, significa «desde el campo», pero en una segunda lectura se percibe un guiño al «vestigia ruris» de Horacio (Epístolas, II, v. 160), con lo cual se puede entender también «sin formalidad», «a la pata la llana».

No es posible determinar con exactitud cuándo se compuso esta obra maestra de la ironía y la polémica. La versión de Erasmo, que sostiene que tomó apuntes mientras iba a caballo por los Alpes y luego la terminó sin tener sus libros a mano, en un par de días, durante un ataque de ciática en la casa de Tomás Moro en Bucklersbury, es ciertamente divertida, y casa a la perfección con el tono del texto, pero no es válida para determinar una datación más allá de lo aproximado y aún menos para hacerse una idea de su verdadero fondo e intención. Que tantos estudiosos y comentaristas hayan tomado al pie de la letra la indicación que hace la propia Estupidez sobre su manera de redactar: «No vayáis a creer que [esta conferencia] está pergeñada para lucir mi ingenio, como acostumbran a hacer la mayoría de los oradores. Como bien sabéis, suelen jurar que un discurso, que les ha llevado treinta años de elaboración, y que a veces ni siquiera es suyo, lo han escrito o incluso dictado en tres días, poco menos que por pasar el rato. A mí, en cambio, siempre me ha gustado por encima de todo decir lo primero que se me ocurre», ofrece una elocuente medida del grado de eficacia de la finura y la afilada malicia del autor.

Esta pieza brillante de la literatura del humanismo se imprimió por primera vez seguramente en 1511, en París, por Gilles de Gourmont. Erasmo valoró la edición como pésima y plagada de erratas («pessimis formulis depravatissime»). La primera versión revisada y autorizada por el autor apareció al año siguiente, también en París, impresa por Josse Bade van Assche (Jodocus Badius Ascensius). En vida de Erasmo, o sea, hasta 1536, se publicaron treinta y seis ediciones, que salieron de veintiuna imprentas diferentes en once ciudades. Durante ese tiempo, el autor la reescribió siete veces y la versión final era una quinta parte más extensa que la primera. Una de tantas ocasiones en que Erasmo se alude a sí mismo por boca de la Estupidez en la Alabanza dice: «[los eruditos] me parecen más que felices, dignos de compasión, porque se atormentan sin parar, añaden, cambian, suprimen, vuelven a empezar, reescriben, repasan, insisten y luego lo retienen nueve años para no estar nunca satisfechos». La edición de Basilea impresa por Froben en 1515 incluye unos detallados y bastante ingenuos comentarios del médico humanista holandés Gerhardus Listrius, que contó con la colaboración del propio Erasmo, y que después han sido aprovechados en numerosas versiones. En la actualidad, se sigue el texto establecido por Clarence H. Miller en Ámsterdam y Oxford en 1979.

La Alabanza fue un best seller en su época y ha seguido siéndolo hasta hoy. Naturalmente, se tradujo enseguida a numerosas lenguas. Quizá la primera traducción fue al checo por Gregorius Gelenius en 1512, aunque no se imprimió hasta el siglo XIX. La siguiente fue la versión francesa de George Halewin en 1517, que contenía añadidos superfluos, omisiones y errores, y supuso un gran disgusto para Erasmo. La primera traducción alemana fue obra de Sebastian Franck en 1534, y estaba como mínimo a la altura de la francesa en todos sus defectos. La versión italiana de Antonio Pellegrini en 1539 fue la primera en merecer la consideración de íntegra y fiel. Después siguieron las traducciones inglesa en 1549, de Thomas Chaloner, y holandesa, en 1560. Se supone la existencia de versiones españolas manuscritas, no se sabe si parciales o completas, que pasaron de mano en mano en los círculos erasmistas a lo largo del siglo XVI, pero no se conoce con certeza ninguna anterior al manuscrito hallado en la sinagoga portuguesa de Ámsterdam y que data del siglo XVII.

El genial rasgo medular de la Alabanza consiste en que sea la propia Estupidez la que tome la palabra desde la cátedra y pronuncie una conferencia llena de verdades amargas contra el género humano. Con tal personaje, el autor accede a una posición privilegiada desde donde puede escoger un tono más libre y al mismo tiempo quedar amparado de los eventuales ofendidos. Naturalmente la treta no engaña a nadie, pero su eficacia ha sido más que evidente. La Estupidez se excusa por su falta de estilo y letras en el latín más brillante, elegante y flexible, de musicalidad asombrosa y ritmo hechicero.

Los frailes y los teólogos son los gremios peor parados. Erasmo se matriculó en 1495 en la facultad de teología de la Sorbona, donde tuvo el disgusto de conocer los rancios excesos y las sofisterías estériles de la escolástica. Dos años antes se había ordenado cura para huir de las excelencias de la vida monacal de los agustinos de Delft. En 1499 viajó por primera vez a Inglaterra invitado por su compañero de estudios William Blount, el futuro lord Mountjoy. En diversas temporadas llegó a pasar cinco años en Inglaterra y para él siempre fue el país más querido, donde conoció a sus mejores amigos. Como casi todos los humanistas de primer rango de su época, estuvo en Italia y conoció la triple herencia cultural de la Roma pagana, la Roma cristiana y el Renacimiento italiano. En Bolonia asistió a la entrada triunfal de Julio II, el papa guerrero criticado en la Alabanza con una alusión muy clara («robur/rovere», «robusto») para lo que suele ser usual en la siempre estudiada sutileza erasmiana. También los abusos homicidas de los luteranos ansiosos de dinero tienen su capítulo particular.

No es demasiado complaciente en su autodescripción: «Un hombre que pasó toda su niñez y adolescencia estudiando asignaturas, y la mejor parte de su vida en vigilias interminables, preocupaciones y fatigas, y por lo demás sin probar ni un tanto así de placer, siempre parco, pobre, triste, sombrío, duro e injusto consigo mismo, serio y riguroso con los demás, pálido, macilento, débil, legañoso, envejecido y canoso prematuro». En general, habla de sí mismo con tono de escarnio: aquí se burla de los que estudian griego en la vejez, en sus cartas se confiesa el más feliz del mundo por hacerlo; aquí llama a Homero «padre de las bobadas», y en una carta a Nicolas Sygeros, que le regaló una copia de un manuscrito de la obra del griego dice: «Ardo en tal amor por él, que a pesar de no entenderlo me recreo y alimento sólo con ver la traza de sus palabras escritas», y en otra a su amigo Blatt: «Cómo me gustaría que supieras griego, porque la literatura latina es incompleta sin la griega, y nuestro trato sería más agradable si nos recreásemos en los mismos estudios».

En 1509, Erasmo conoció a Giovanni de’ Medici, el futuro papa León X, aficionado a la caza y las letras y sumo despreciador de las órdenes mendicantes. Su secretario personal, el humanista Pietro Bembo, recogió del pontífice renacentista estas palabras: «Quantum nobis nostrisque ea de Christo fabula profuerit, satis est omnibus saeculis notum» (Es cosa notable qué larguísimo provecho sacamos de este cuento de Cristo). Erasmo nunca llegó a ese extremo de cinismo y su desprecio por la pompa eclesiástica romana era radical. Tampoco pasó por alto su propia vanidad de autor: «Hay que verlos huecos de satisfacción cuando la gente vulgar los alaba y señala con el dedo “por ahí va el famoso”, y se ven en los escaparates, y leen en la cabecera de cada página sus tres nombres que parecen tan singulares y cosa de magia. Pero, por los dioses inmortales, ¿qué son más que nombres?». Erasmo, en efecto, firmaba los libros como Desiderius Erasmus Roterodamus.

La Estupidez menciona en su conferencia tres principales concepciones de sí misma: la estupidez como fabricante de ilusiones imprescindibles para vivir en este mundo, la estupidez como poder efectivo en la sociedad y la historia, y la estupidez del cristianismo y la mística.

Entre los incontables rasgos de valor actual e imperecedero, encontramos el ensalzamiento irónico de la adulación colectiva como fuerza que cohesiona al grupo social. Sólo en eso, hay más verdad y penetración que en toda la obra de Rousseau y Habermas reunida. «Esa estupidez engendra los estados y mantiene los imperios, los magistrados, las religiones, los consejos y las judicaturas, porque toda la vida humana no es más que una burla de la estupidez».

En los pasajes donde se cita a sí mismo, Erasmo se alinea sin demérito con los más grandes de todos los tiempos: Ulises oyendo el canto de su vida en boca de las sirenas y Cervantes asistiendo al escrutinio de su propia obra.

Ningún texto de Erasmo irritó tanto a católicos y protestantes como esta Alabanza de la estupidez. En 1527 supo que la Sorbona la había condenado como incompatible con la fe y la moral. Tanto y tanto se defendió contra unos y otros, que acabó por hacer creer, siquiera a los mediocres, que su gran obra era pequeña y su lucidez, locura.

 E. GIL BERA

2016

Título original: Enchomion moriae seu laus stultitiae

Desiderius Erasmus, 1511

Traducción: Eduardo Gil Bera

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

 

miércoles, 27 de abril de 2022

Capítulo LVII De la edad. MONTAIGNE.

 



Capítulo LVII

De la edad

 

No puedo aprobar la manera cómo entendemos el tiempo que dura nuestra vida. Yo veo que los filósofos la consideran de menor duración de lo que en general la creemos nosotros. «¡Cómo! dice Catón el joven a los que querían impedir que se matase, ¿estoy yo en edad, a los años que tengo, de que se me pueda reprochar el abandonar la vida con anticipación?» Tenía entonces sólo cuarenta y ocho años, y estimaba que esta edad era ya madura y avanzada, considerando cuán pocos son los hombres que la alcanzan. Los que creen que el curso de la vida, que llaman natural, promete pasar de aquel tiempo, se engañan; podrían asegurarse de mayor duración, si gozaran de un privilegio que los librase del número grande de accidentes a que todos fatalmente nos encontramos sujetos, y que pueden interrumpir el largo curso en que los optimistas creen. ¡Qué ilusión la de esperar morir de la falta de fuerzas, que a la vejez extrema acompaña, y la de creer que nuestros días acabarán sólo entonces! Esa es la muerte más rara de todas la menos acostumbrada, y la llamamos natural, como si tan natural no fuera morir de una caída, ahogarse en un naufragio, sucumbir en una epidemia o de una pleuresía, y como si nuestra constitución ordinaria no nos abocara todos los días a semejantes accidentes. No confiemos en   -278-   esas esperanzas; el que se realicen es cosa siempre rara; antes bien debe llamarse natural a lo que es general, común y universal.

Morir de viejo es una muerte singular y extraordinaria, mucho menos frecuente que las otras; es la última y extrema manera de morir, y cuanto más lejos estamos de la vejez, menos debemos esperar ese género de muerte. Pero es la ancianidad el límite más allá del cual no pasaremos, y el que la ley natural ha prescrito para no ser traspuesto; mas es un privilegio otorgado a pocos el que la vida dure hasta una edad avanzada, excepción que la naturaleza concede como un favor particular a uno solo en el espacio de dos o tres siglos, descargándole de las luchas y dificultades que interpuso en carrera tan dilatada. Así yo considero que la edad a que por ejemplo somos llegados, alcánzanla pocas personas. Puesto que ordinariamente los hombres no la viven, prueba es de que estamos ya muy avanzados en el camino; y puesto que traspusimos ya los límites acostumbrados, que son la medida verdadera de nuestra vida, no debemos esperar ir más allá, habiendo escapado a la muerte en mil ocasiones en que otros muchos tropezaron. Debemos, por tanto, reconocer que una fortuna tan extraordinaria como la nuestra, que nos coloca aparte de la común usanza, no ha de durarnos largo tiempo.

Es también un defecto de las leyes mismas el que consideren la duración de la vida como dilatada; las leyes no consienten que un hombre sea capaz de la administración de sus bienes hasta que no haya cumplido los veinticinco años, y apenas será dueño entonces del gobierno de su existencia. Augusto suprimió cinco de las antiguas leyes romanas para que la mayor edad fuera declarada, y acordó también que bastaban treinta para desempeñar un cargo en la judicatura. Servio Tulio eximió a los caballeros que habían pasado de los cuarenta y siete años de las fatigas de la guerra, y Augusto a los que contaban cuarenta y cinco. El enviar a los hombres al descanso antes de los cincuenta y cinco o sesenta años no me parece muy puesto en razón. Entiendo que nuestra ocupación o profesión debe prolongarse cuanto se pueda mientras podamos ser útiles al Estado; el defecto, a mi entender, reside en el lado opuesto, en no emplearnos en el trabajo antes del tiempo en que se nos emplea. Augusto fue juez universal del mundo cuando sólo contaba diecinueve años, y se exige que nosotros tengamos treinta para que demos razón del lugar en que hay una gotera.

Yo creo que nuestras almas se encuentran suficientemente desarrolladas a los veinte años; a esta edad son ya lo que deben ser en lo sucesivo y prometen cuantos frutos puedan dar en el transcurso de la vida; jamás espíritu que no hay mostrado entonces prenda evidente de su fuerza,   -279-   presentará después la prueba. Los méritos y virtudes naturales hacen ver en aquel término, o no lo hacen ver nunca, lo que tienen de esforzado y hermoso


Si l'espine non picque quand nai,

a pene que picque jamai[1],


dicen en el Delfinado. Entre todas las acciones nobles de que tengo noticia, sea cual fuere su naturaleza, puedo asegurar que son en mayor número las que fueron realizadas, así en los siglos pasados como en el nuestro, antes, que después de los treinta años, y muchas veces en la vida misma de un hombre ocurre lo propio. ¿No puedo asegurarlo así de Aníbal y de Escipión, su grande adversario? La primera hermosa mitad de sus vidas ganaron la gloria que gozaron luego; fueron después grandes hombres, sin duda, comparados con otros, pero no con ellos mismos. En cuanto a mí, tengo por probado que desde que pasé de aquella edad mi espíritu y mi cuerpo se han debilitado más que fortalecido: he retrocedido más que avanzado. Es posible que en aquellos que emplean bien su tiempo, la ciencia y a experiencia crezcan a medida que su vida avanza; pero la vivacidad, la prontitud, la firmeza y otras varias cualidades más importantes y esenciales, son más nuestras, cuando jóvenes; luego se agostan y languidecen:

 

Ubi iam validis quassatum est viribus aevi

corpus, et obtusis ceciderunt viribus artus,

claudicat ingenium, delirat linguaque, mensque.[2]

 

 

Ya es el cuerpo el que primero sucumbe a la vejez, ya el alma: he visto muchos hombres cuyo cerebro se debilitó antes que el estómago y las piernas, mal tan desconocido al que sufre como peligroso. Por todas estas consideraciones y razones encuentro desacertadas las leyes, no porque nos dejen permanecer hasta demasiado tarde en la labor, sino porque no nos ocupen antes. Paréceme que si se reflexionara en la fragilidad de nuestra vida y en los mil escollos ordinarios y naturales a que está expuesta no debiera repararse tanto en el año en que nacimos, ni dejamos tanto tiempo en la inactividad, ni emplearlo tan de sobra en nuestro aprendizaje.

 



[1]  Si la espina no pica cuando nace, apenas picará ya jamás. (N. del T.)

[2]  Cuando el esfuerzo poderoso de los años ha encorvado los cuerpos y gastado los resortes de una máquina agotada, el juicio vacila, el espíritu se obscurece y la lengua tartamudea. LUCRECIO, III, 452. (N. del T.)

martes, 26 de abril de 2022

Capítulo XLIV Del dormir . MONTAIGNE.

 


Capítulo XLIV

Del dormir

 

La razón nos ordena seguir siempre el mismo camino, pero no constantemente con igual paso, y aunque el filósofo no deba consentir que las humanas pasiones se desvíen de su derecho cauce, puede muy bien, sin faltar a su deber, darlas la libertad de apresurar o retardar su marcha, y no quedarse detenido cual coloso inmóvil e impasible. Aunque la propia virtud estuviera encarnada en él, su pulso se encontraría más agitado yendo a un asalto que cuando va, ásentarse a la mesa; y a veces es necesario que la misma virtud tome alientos y adquiera vigor. Por esta razón he advertido como cosa singular el ver algunas veces a los frandes personajes, en las empresas más preclaras y en los negocios más importantes, mantenerse tan firmes en su actitud, que ni siguiera dejaron de reparar sus fuerzas con el sueño. Alejandro el Grande, el día mismo asignado   -232-   para librar la furiosa batalla contra Darío, durmió tan profundamente y hasta una hora tan avanzada de la mañana, que Parmenión se vio obligado a entrar en su cuarto, acercarse al lecho, y llamarle hasta dos o tres veces para despertarle, pues llegaba la hora del combate. Habiendo decidido darse a muerte el emperador Otón, durmió sosegadamente la víspera, después de haber puesto en orden sus asuntos domésticos, distribuido su caudal entre sus servidores, y afilado el corte de la espada con que se quería sacrificar; y reposó tan profundamente que sus criados le oían roncar. La muerte de este emperador guarda analogía grande con la del gran Catón, hasta en la circunstancia de dormir sueño reposado, pues éste, hallándose casi a punto de suicidarse, mientras aguardaba nuevas de si los senadores a quienes había ordenado retirarse se habían alejado del puerto de Utica, se echó a dormir con tantas ganas, que los ronquidos se oían en la habitación vecina; y habiéndole despertado la persona que había enviado a puerto para decirle que la tormenta impedía partir a los senadores, mandó a otro mensajero, y se entregó de nuevo al sueño hasta que supo que aquéllos habían marchado. Guarda también analogía la muerte de Catón el Grande con la acción dicha de Alejandro Magno, en la tempestad peligrosa que le amenazaba en la época en que el tribuno Metelo quería publicar el decreto de llamamiento de Pompeyo a la ciuda con su ejército, cuando tuvo lugar la conjuración de Catilina; Catón sólo era el que se oponía a tal decreto; él y Metelo mantuvieron en el senado una discusión ruda. Al día siguiente, en la plaza pública, había de dilucidarse la cuestión. Metelo, además de contar con el favor del pueblo y el de César, que conspiraba entonces en beneficio de Pompeyo, disponía de gran número de esclavos extranjeros y de esgrimidores. A Catón sólo alentaba y fortificaba su firmeza, de suerte que su familia, sus criados y muchas buenas gentes estaban con gran cuidado, y algunos pasaron la noche juntos, sin querer dormir, beber ni comer, por el peligro a que le veían abocado; la misma esposa de Catón y sus hermanas no hacían más que llorar y afligirse en la casa; pero aquél, por el contrario, los animaba a todos, y después de haber cenado como de costumbre, se acostó y durmió profundamente hasta la mañana; entonces uno de sus compañeros en el tribunado fue a despertarle para que se encaminara a la escaramuza. El conocimiento que tenemos de la grandeza de alma y del valor de Catón por las demás acciones de su vida, puede servir a hacernos juzgar a ciencia cierta de su firmeza emanaba de un alma tan por cima de aquel acontecimiento, como de los accidentes más insignificantes de la vida.

En el combate naval que Augusto ganó a Sexto Pompeyo en Sicilia, en el instante de dirigirse el emperador al encuentro,   -233-   fue dominado por un sueño tan fuerte, que hubo necesidad de que sus amigos le despertaran para dar la señal de la batalla; esto dio margen a Marco Antonio para reprocharle luego de que no se había atrevido siquiera a mirar a disposición de su ejército, ni tampoco a presentarse ante sus soldados, hasta que Agripa le anunció la nueva de la victoria que había alcanzado contra sus enemigos. Mario el joven dio todavía muestra de mayor presencia de ánimo: el día de su último encuentro contra Sila, después de haber dispuesto el orden de su ejército y dado la palabra y signo de la batalla, se tendió al pie de un árbol, a la sombra, para descansar, y se durmió tan profundamente, que apenas si le despertaron la huida y derrota de sus huestes, y no vio ninguna de las perillecias del combate. Refiérese que se encontraba extenuado por la fatiga hasta tal extremo, y tan falto de sueño, que no pudo ya mantenerse derecho. A este propósito decidirán los médicos, de si el dormir es tan necesario, que la falta de reposo pueda poner en peligro nuestra vida. Sabemos que a Perseo, rey de Macedonia, que fue hecho prisionero en Roma, se le hizo morir no dejando que durmiera; pero Plinio habla de gentes que vivieron largo tiempo sin pegar los ojos, y Herodoto de naciones en las cuales los hombres duermen y velan por medios años; los autores de la vida del sabio Epiménides cuentan que durmió durante cincuenta y siete consecutivos.



 

 

 

lunes, 25 de abril de 2022

Capítulo XLI De la codicia de la gloria. MONTAIGNE

 


Capítulo XLI

De la codicia de la gloria

 

De todos los ensueños de este mundo ninguno hay más universalmente aceptado y extendido que la ceguedad del renombre y de la gloria, la cual nos domina con tal imperio, que a ella sacrificamos las riquezas, el sosiego, la vida y la salud, que son bienes efectivos y tangibles, para ir en pos de aquella vana imagen engañadora, que es voz sin cuerpo ni figura:


La fama, che invaghisce a un dolce suono

voi superbi mortali, e par si bella,

e un eco, un sogno, anzi del sogno un'ombra

ch'ad ogni vento si dilegua o agombra.[1]


De cuantos sentimientos irrazonables el hombre alimenta, diríse que hasta los mismos filósofos se libran más tarde y con mayor dificultad de esta quimera que de ninguna otra, por ser la más tenaz y persistente: quia etiam bene proficientes animos tentare non cessat[2]. Ninguna ilusión existe de que la razón acuse tan claramente la vanidad, pero ésta reside en nosotros de manera tan viva y arraigada, que ignoro si jamás hombre alguno ha sido capaz de desembarazarse de ella por completo. Después de haberlo dicho todo; después de haberlo todo imaginado para combatirla, todavía produce en nuestra alma una inclinación tan intensa y avasalladora, que deja pocas probabilidades de vencerla; pues como Cicerón afirma, hasta los mismos que la combaten quieren que los libros que componen con tal designio lleven su nombre, pretenden conquistarla por haberla desdeñado. Todas las demás cosas de la vida se comunican de buen grado, mas de la gloria nos encontramos avaros; prestamos nuestros bienes, sacrificamos nuestra vida a las necesidades de nuestros amigos; pero hacer jamás a otro presente del propio honor y gloria, es caso peregrino e inaudito.

  -219-  

En la guerra contra los cimbrios[3] hizo Catulo Luctacio cuantos esfuerzos estuvieron en su mano por detener a sus soldados que huían ante el enemigo, y se colocó entre ellos, simulando la cobardía y el miedo, a fin de que su ejército pareciese más bien seguirle, que escapar ante los adversarios. Por ocultar la deshonra ajena perdía la propia reputación. Citando Carlos V pasó a Provenza, en el año 1537, asegúrase que Antonio de Leyva, viendo al emperador decidido a emprender la expedición, que consideraba de sumo provecho para su gloria, fue de parecer, sin embargo, aparentemente que el monarca no la hiciera, y trató de disuadirle con objeto de que todo el honor y la gloria del proyecto fuesen atribuidos a Carlos V, y que se encarecieran luego su perspicacia y previsión, puesto que contra la opinión de todos se oponía al viaje. Habiendo los embajadores de Tracia dado el pésame a Arquileonide, madre de Brásidas, por la muerte de su hijo, cuya memoria ensalzaron hasta asegurar que en el mundo no existía quien se le asemejara, aquélla rechazó la alabanza privada para comunicarla al pueblo, reponiendo: «No me habléis de tal suerte; bien sé que en la ciudad de Esparta hay muchos ciudadanos más grandes y más valientes que mi hijo.» En la batalla de Crecy se encomendó al príncipe de Gales, joven aún, el mando le la vanguardia; la resistencia principal del encuentro tuvo lugar precisamente merced al arrojo de dichas fuerzas; hallándose en situación comprometida, los señores que le acompañaban rogaron al rey Eduardo que se acercara para socorrerle. Informado éste de la situación de su hijo, tuvo conocimiento de que aún se mantenía vivo sobre su caballo, y exclamó: «Le perjudicaría si fuese a despojarle del honor de la victoria de este combate, a que hasta ahora con solas sus fuerzas ha hecho frente; la gloria debe pertenecerle por entero.» No queriendo verle ni enviar a nadie en su ayuda, y conociendo que de obrar diferentemente hubiérase dicho que habría perdido sin su concurso, y que se le atribuiría la gloria del combate. Semper enim quod postremum adjectum est, id rem totam videlur traxisse[4]. Algunos creían en Roma, y era frecuente oírlo, que las principales hazañas de Escipión eran en parte debidas a Lelio, el cual sin embargo proclamaba y secundaba por todas partes la grandeza y gloria de aquél, sin preocuparse para nada de las suyas. Teopompo, rey de Esparta, contestaba a los que le decían que la república se mantenía bajo su mando porque era un excelente gobernante, que no era aquélla la causa, sino que el pueblo sabía obedecer las leyes.

  -220-  

Como la mujeres que sucedían a los pares, no obstante su sexo, tenían el derecho de asistir y emitir su opinión en las causas pertenecientes a la jurisdicción de aquéllos, así los eclesiásticos, a pesar de su profesión, estaban obligados a prestar su concurso a los reyes en las guerras, no sólo con sus amigos y servidores, sino con sus personas mismas. Encontrándose el obispo de Beauvais con Felipe Augusto en la batalla de Bouvines, tomó una parte ardorosa en el combate, mas pareciole que no debía sacar ningún provecho de la gloria de una batalla que había sido tan sangrienta el prelado se había hecho dueño de algunos enemigos aquel día, entregábalos al primer caballero que encontraba para que los ahorcase o hiciese prisioneros, creyendo resignar con ello toda responsabilidad; así puso en manos a Guillermo, conde de Salsberi, del señor Juan de Nesle. Por un caso singular de sutileza de conciencia, semejante al de que antes hablé, estaba conforme con matar, pero no con herir, por lo cual combatía con una gruesa maza. Alguien en mi tiempo, a quien el rey censuró por haber puesto las manos en un eclesiástico, lo negaba en redondo con toda frescura, y alegaba que no había hecho más que echarle por tierra y pisotearle.





[1]  La fama, cuya dulce voz trastorna a los soberbios mortales y que les parece tan encantadora, no es sino un eco, un sueño, o más bien la sombra de un sueño que se desvanece y disipa en un momento. TASSO, Jerusalén, canto XVI, estancia 63. (N. del T.)

[2]  Porque no cesa de tentar hasta a los mismos que progresaron en la virtud. SAN AGUSTÍN, de Civit. Dei, V, 15. (N. del T.)

[3]  Como se ve por ejemplos que siguen, Montaigne habla en este capítulo de las excepciones a lo que deja sentado en el epígrafe anterior, es decir, de algunos personajes cuya generosidad fue tan rara que de su propia gloria hicieron presente a los demás o que la sacrificaron en beneficio ajeno. (N. del T.)

[4]  Los postreros en llegar al combate semejan haber decidido solos la victoria. TITO LIVIO, XXVII, 45. (N. del T.)

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

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