lunes, 25 de abril de 2022

Capítulo XLI De la codicia de la gloria. MONTAIGNE

 


Capítulo XLI

De la codicia de la gloria

 

De todos los ensueños de este mundo ninguno hay más universalmente aceptado y extendido que la ceguedad del renombre y de la gloria, la cual nos domina con tal imperio, que a ella sacrificamos las riquezas, el sosiego, la vida y la salud, que son bienes efectivos y tangibles, para ir en pos de aquella vana imagen engañadora, que es voz sin cuerpo ni figura:


La fama, che invaghisce a un dolce suono

voi superbi mortali, e par si bella,

e un eco, un sogno, anzi del sogno un'ombra

ch'ad ogni vento si dilegua o agombra.[1]


De cuantos sentimientos irrazonables el hombre alimenta, diríse que hasta los mismos filósofos se libran más tarde y con mayor dificultad de esta quimera que de ninguna otra, por ser la más tenaz y persistente: quia etiam bene proficientes animos tentare non cessat[2]. Ninguna ilusión existe de que la razón acuse tan claramente la vanidad, pero ésta reside en nosotros de manera tan viva y arraigada, que ignoro si jamás hombre alguno ha sido capaz de desembarazarse de ella por completo. Después de haberlo dicho todo; después de haberlo todo imaginado para combatirla, todavía produce en nuestra alma una inclinación tan intensa y avasalladora, que deja pocas probabilidades de vencerla; pues como Cicerón afirma, hasta los mismos que la combaten quieren que los libros que componen con tal designio lleven su nombre, pretenden conquistarla por haberla desdeñado. Todas las demás cosas de la vida se comunican de buen grado, mas de la gloria nos encontramos avaros; prestamos nuestros bienes, sacrificamos nuestra vida a las necesidades de nuestros amigos; pero hacer jamás a otro presente del propio honor y gloria, es caso peregrino e inaudito.

  -219-  

En la guerra contra los cimbrios[3] hizo Catulo Luctacio cuantos esfuerzos estuvieron en su mano por detener a sus soldados que huían ante el enemigo, y se colocó entre ellos, simulando la cobardía y el miedo, a fin de que su ejército pareciese más bien seguirle, que escapar ante los adversarios. Por ocultar la deshonra ajena perdía la propia reputación. Citando Carlos V pasó a Provenza, en el año 1537, asegúrase que Antonio de Leyva, viendo al emperador decidido a emprender la expedición, que consideraba de sumo provecho para su gloria, fue de parecer, sin embargo, aparentemente que el monarca no la hiciera, y trató de disuadirle con objeto de que todo el honor y la gloria del proyecto fuesen atribuidos a Carlos V, y que se encarecieran luego su perspicacia y previsión, puesto que contra la opinión de todos se oponía al viaje. Habiendo los embajadores de Tracia dado el pésame a Arquileonide, madre de Brásidas, por la muerte de su hijo, cuya memoria ensalzaron hasta asegurar que en el mundo no existía quien se le asemejara, aquélla rechazó la alabanza privada para comunicarla al pueblo, reponiendo: «No me habléis de tal suerte; bien sé que en la ciudad de Esparta hay muchos ciudadanos más grandes y más valientes que mi hijo.» En la batalla de Crecy se encomendó al príncipe de Gales, joven aún, el mando le la vanguardia; la resistencia principal del encuentro tuvo lugar precisamente merced al arrojo de dichas fuerzas; hallándose en situación comprometida, los señores que le acompañaban rogaron al rey Eduardo que se acercara para socorrerle. Informado éste de la situación de su hijo, tuvo conocimiento de que aún se mantenía vivo sobre su caballo, y exclamó: «Le perjudicaría si fuese a despojarle del honor de la victoria de este combate, a que hasta ahora con solas sus fuerzas ha hecho frente; la gloria debe pertenecerle por entero.» No queriendo verle ni enviar a nadie en su ayuda, y conociendo que de obrar diferentemente hubiérase dicho que habría perdido sin su concurso, y que se le atribuiría la gloria del combate. Semper enim quod postremum adjectum est, id rem totam videlur traxisse[4]. Algunos creían en Roma, y era frecuente oírlo, que las principales hazañas de Escipión eran en parte debidas a Lelio, el cual sin embargo proclamaba y secundaba por todas partes la grandeza y gloria de aquél, sin preocuparse para nada de las suyas. Teopompo, rey de Esparta, contestaba a los que le decían que la república se mantenía bajo su mando porque era un excelente gobernante, que no era aquélla la causa, sino que el pueblo sabía obedecer las leyes.

  -220-  

Como la mujeres que sucedían a los pares, no obstante su sexo, tenían el derecho de asistir y emitir su opinión en las causas pertenecientes a la jurisdicción de aquéllos, así los eclesiásticos, a pesar de su profesión, estaban obligados a prestar su concurso a los reyes en las guerras, no sólo con sus amigos y servidores, sino con sus personas mismas. Encontrándose el obispo de Beauvais con Felipe Augusto en la batalla de Bouvines, tomó una parte ardorosa en el combate, mas pareciole que no debía sacar ningún provecho de la gloria de una batalla que había sido tan sangrienta el prelado se había hecho dueño de algunos enemigos aquel día, entregábalos al primer caballero que encontraba para que los ahorcase o hiciese prisioneros, creyendo resignar con ello toda responsabilidad; así puso en manos a Guillermo, conde de Salsberi, del señor Juan de Nesle. Por un caso singular de sutileza de conciencia, semejante al de que antes hablé, estaba conforme con matar, pero no con herir, por lo cual combatía con una gruesa maza. Alguien en mi tiempo, a quien el rey censuró por haber puesto las manos en un eclesiástico, lo negaba en redondo con toda frescura, y alegaba que no había hecho más que echarle por tierra y pisotearle.





[1]  La fama, cuya dulce voz trastorna a los soberbios mortales y que les parece tan encantadora, no es sino un eco, un sueño, o más bien la sombra de un sueño que se desvanece y disipa en un momento. TASSO, Jerusalén, canto XVI, estancia 63. (N. del T.)

[2]  Porque no cesa de tentar hasta a los mismos que progresaron en la virtud. SAN AGUSTÍN, de Civit. Dei, V, 15. (N. del T.)

[3]  Como se ve por ejemplos que siguen, Montaigne habla en este capítulo de las excepciones a lo que deja sentado en el epígrafe anterior, es decir, de algunos personajes cuya generosidad fue tan rara que de su propia gloria hicieron presente a los demás o que la sacrificaron en beneficio ajeno. (N. del T.)

[4]  Los postreros en llegar al combate semejan haber decidido solos la victoria. TITO LIVIO, XXVII, 45. (N. del T.)

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