Capítulo
XLI
De la codicia de la gloria
De
todos los ensueños de este mundo ninguno hay más universalmente aceptado y
extendido que la ceguedad del renombre y de la gloria, la cual nos domina con
tal imperio, que a ella sacrificamos las riquezas, el sosiego, la vida y la
salud, que son bienes efectivos y tangibles, para ir en pos de aquella vana imagen
engañadora, que es voz sin cuerpo ni figura:
La fama, che invaghisce a un dolce suono
voi superbi mortali, e par si bella,
e un eco, un sogno, anzi del sogno un'ombra
ch'ad ogni vento si dilegua o agombra.[1]
De
cuantos sentimientos irrazonables el hombre alimenta, diríse que hasta los
mismos filósofos se libran más tarde y con mayor dificultad de esta quimera que
de ninguna otra, por ser la más tenaz y persistente: quia etiam bene proficientes animos
tentare non cessat[2].
Ninguna ilusión existe de que la razón acuse tan claramente la vanidad, pero
ésta reside en nosotros de manera tan viva y arraigada, que ignoro si jamás
hombre alguno ha sido capaz de desembarazarse de ella por completo. Después de
haberlo dicho todo; después de haberlo todo imaginado para combatirla, todavía
produce en nuestra alma una inclinación tan intensa y avasalladora, que deja
pocas probabilidades de vencerla; pues como Cicerón afirma, hasta los mismos
que la combaten quieren que los libros que componen con tal designio lleven su
nombre, pretenden conquistarla por haberla desdeñado. Todas las demás cosas de
la vida se comunican de buen grado, mas de la gloria nos encontramos avaros;
prestamos nuestros bienes, sacrificamos nuestra vida a las necesidades de
nuestros amigos; pero hacer jamás a otro presente del propio honor y gloria, es
caso peregrino e inaudito.
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En
la guerra contra los cimbrios[3]
hizo Catulo Luctacio cuantos esfuerzos estuvieron en su mano por detener a sus
soldados que huían ante el enemigo, y se colocó entre ellos, simulando la
cobardía y el miedo, a fin de que su ejército pareciese más bien seguirle, que
escapar ante los adversarios. Por ocultar la deshonra ajena perdía la propia
reputación. Citando Carlos V pasó a Provenza, en el año 1537, asegúrase que
Antonio de Leyva, viendo al emperador decidido a emprender la expedición, que
consideraba de sumo provecho para su gloria, fue de parecer, sin embargo,
aparentemente que el monarca no la hiciera, y trató de disuadirle con objeto de
que todo el honor y la gloria del proyecto fuesen atribuidos a Carlos V, y que
se encarecieran luego su perspicacia y previsión, puesto que contra la opinión
de todos se oponía al viaje. Habiendo los embajadores de Tracia dado el pésame
a Arquileonide, madre de Brásidas, por la muerte de su hijo, cuya memoria
ensalzaron hasta asegurar que en el mundo no existía quien se le asemejara,
aquélla rechazó la alabanza privada para comunicarla al pueblo, reponiendo: «No
me habléis de tal suerte; bien sé que en la ciudad de Esparta hay muchos
ciudadanos más grandes y más valientes que mi hijo.» En la batalla de Crecy se
encomendó al príncipe de Gales, joven aún, el mando le la vanguardia; la
resistencia principal del encuentro tuvo lugar precisamente merced al arrojo de
dichas fuerzas; hallándose en situación comprometida, los señores que le
acompañaban rogaron al rey Eduardo que se acercara para socorrerle. Informado
éste de la situación de su hijo, tuvo conocimiento de que aún se mantenía vivo
sobre su caballo, y exclamó: «Le perjudicaría si fuese a despojarle del honor
de la victoria de este combate, a que hasta ahora con solas sus fuerzas ha
hecho frente; la gloria debe pertenecerle por entero.» No queriendo verle ni
enviar a nadie en su ayuda, y conociendo que de obrar diferentemente hubiérase
dicho que habría perdido sin su concurso, y que se le atribuiría la gloria del
combate. Semper enim quod postremum adjectum est, id rem totam
videlur traxisse[4]. Algunos creían en
Roma, y era frecuente oírlo, que las principales hazañas de Escipión eran en
parte debidas a Lelio, el cual sin embargo proclamaba y secundaba por todas
partes la grandeza y gloria de aquél, sin preocuparse para nada de las suyas.
Teopompo, rey de Esparta, contestaba a los que le decían que la república se
mantenía bajo su mando porque era un excelente gobernante, que no era aquélla
la causa, sino que el pueblo sabía obedecer las leyes.
-220-
Como
la mujeres que sucedían a los pares, no obstante su sexo, tenían el derecho de
asistir y emitir su opinión en las causas pertenecientes a la jurisdicción de
aquéllos, así los eclesiásticos, a pesar de su profesión, estaban obligados a
prestar su concurso a los reyes en las guerras, no sólo con sus amigos y
servidores, sino con sus personas mismas. Encontrándose el obispo de Beauvais
con Felipe Augusto en la batalla de Bouvines, tomó una parte ardorosa en el
combate, mas pareciole que no debía sacar ningún provecho de la gloria de una
batalla que había sido tan sangrienta el prelado se había hecho dueño de
algunos enemigos aquel día, entregábalos al primer caballero que encontraba
para que los ahorcase o hiciese prisioneros, creyendo resignar con ello toda
responsabilidad; así puso en manos a Guillermo, conde de Salsberi, del señor
Juan de Nesle. Por un caso singular de sutileza de conciencia, semejante al de
que antes hablé, estaba conforme con matar, pero no con herir, por lo cual
combatía con una gruesa maza. Alguien en mi tiempo, a quien el rey censuró por
haber puesto las manos en un eclesiástico, lo negaba en redondo con toda
frescura, y alegaba que no había hecho más que echarle por tierra y pisotearle.
[1] La fama, cuya dulce voz trastorna a los
soberbios mortales y que les parece tan encantadora, no es sino un eco, un
sueño, o más bien la sombra de un sueño que se desvanece y disipa en un
momento. TASSO, Jerusalén, canto XVI, estancia 63. (N. del T.)
[2] Porque no cesa de tentar hasta a los mismos
que progresaron en la virtud. SAN AGUSTÍN, de Civit. Dei, V, 15. (N. del T.)
[3] Como se ve por ejemplos que siguen, Montaigne
habla en este capítulo de las excepciones a lo que deja sentado en el epígrafe
anterior, es decir, de algunos personajes cuya generosidad fue tan rara que de
su propia gloria hicieron presente a los demás o que la sacrificaron en
beneficio ajeno. (N. del T.)
[4] Los postreros en llegar al combate semejan
haber decidido solos la victoria. TITO LIVIO, XXVII, 45. (N. del T.)
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