«Aún siento gran apego por la poesía
que escribí… Es probable que sea lo mejor que he escrito». Así expresa Paul
Auster el lugar primordial que ocupa su lírica en la totalidad de su producción
literaria. Este volumen presenta por primera vez en español todos sus poemas,
en edición bilingüe y con traducción y prólogo del poeta y crítico Jordi Doce.
En
sus versos Auster aborda los mismos temas y obsesiones que desarrolla en sus
novelas: el azar y el destino, la distancia entre mundo y lenguaje o la disolución
del yo en el discurso. Ésta es una poesía intensa y emocional, en la que
resuena esa música sutil y magistral que caracteriza al autor de La trilogía de Nueva York.
«Imágenes
pálidas, de derrota, visiones de la blancura y de las heridas se despliegan verso
a verso… Una imprescindible visión de la obra de Paul Auster», Publishers Weekly; «Una poesía ambiciosa
y compleja», Library Journal; «Ésta
no es la poesía de un aficionado. Los poemas de Auster son secuencias de breves
meditaciones líricas sobre la naturaleza de la realidad y nuestra incapacidad
para aprehenderla o describirla», The New
York Times; «El origen de la elegante metafísica que da forma a la ficción
de Auster se encuentra en sus poemas filosóficos. La poesía es un aspecto
esencial en el conjunto de su maravillosa obra», Booklist.
Paul Auster
Poesía completa
Título
original: Collected Poems
Paul
Auster, 2004
Traducción:
Jordi Doce
Editor
digital: turolero
Aporte
original: Spleen
ePub
base r1.2
MANOS QUE SE ABREN: LA POESÍA DE
PAUL AUSTER
En
1990, cinco años después de la publicación de su primera novela, y con una
trayectoria literaria bien asentada a sus espaldas, Paul Auster (New
Jersey, 1947) decide reunir una selección de sus poemas y ensayos bajo el
significativo título de Groundwork:
Selected Poems and Essays 1970-1979. «Groundwork», es decir: cimiento,
trabajo preliminar o, incluso, trabajo de preparación.
A primera vista, el título no puede ser más explícito: el poema, o el ensayo, como
preludio y cimiento de lo que más adelante dará en relato y prosa de ficción,
la escritura poética y ensayística como exploración y afinación de los diversos
elementos que, años después, cristalizarán de forma definitiva en sus novelas.
Aunque simplista, la explicación no carece de atractivo. Cualquier lector
avisado o conocedor de la obra de Auster es consciente de la excepcional
continuidad estética e ideológica de su escritura, alzada sobre un manojo de
obsesiones y estrategias verbales que se repiten, con escasas variaciones, de
un libro a otro; sabe, asimismo, hasta qué punto, en sus mejores novelas (La ciudad de cristal, La habitación cerrada,
Leviatán), los límites entre realidad y ficción, invención y autobiografía,
se diluyen, perfilando un continuum
de experiencias que sólo se ordenan y adquieren sentido por medio de la
escritura. Y esta escritura es menos algo final o cerrado que acción, proceso,
voluntad renovada y curiosa. Si los poemas y ensayos que le ocuparon durante
los años setenta se conciben o aparecen como trabajo preliminar de las novelas
que le harán famoso más adelante, esto no ha de tomarse en un sentido de
subordinación e inferioridad. Las diferencias entre géneros, que existen, son
cualitativas y no implican un juicio de valor. Más decisivo es explorar la
función que estos géneros cumplen dentro del conjunto de la obra y las
relaciones de intercambio que establecen entre sí. No hay jerarquías: sí una
escritura ligada a diferentes géneros en su intento por dotarse de sentido y encontrar
una razón a su existencia.
Auster,
sin duda, ha cumplido largamente con el lema ineludible de Pound: «Lo esencial
de un poeta es que nos construya su mundo». Su nombre ya pertenece a ese
diccionario secreto que todo buen lector lleva dentro para entender la vida:
existe un mundo austeriano como
existen personajes y sucesos típicamente austerianos,
que reconocemos al instante pues se han hecho nuestros con el tiempo. Existe,
en fin, una mirada austeriana, porque
la escritura es ante todo mirada: no
sólo una forma de mirar, sino un lugar desde el cual seguir el mundo: una
esquina, una torre, una cueva. Hay escritores insustituibles porque hay miradas
insustituibles: nos hemos acostumbrado de tal modo a ver el mundo a través de
sus ojos que sin ellos no podemos empezar a comprenderlo. Se ha dicho que leer
un libro es habitarlo. Pero cabe añadir que al leer un libro dejamos que su
autor nos habite y se asome a nuestros ojos, que es otra forma de decir que nos
los presta.
Cuando
Auggie Wren, en ese prodigio de sencillez y claroscuros que es Smoke, dirige su cámara hacia la esquina
de la Calle 3 con la Séptima Avenida, es consciente de que nos ofrece algo
parecido a una definición de la obra de su creador. Durante más de cuatro mil
mañanas, desde el mismo lugar y a la misma hora, Auggie fotografía esa esquina
que, como afirma, «es mi esquina. Sólo una pequeña parte del mundo, pero
también allí pasan cosas, igual que en cualquier otro sitio. Es un documento de
mi pequeño lugar». El resultado son miles de fotos en las que la misma esquina
exhibe su presencia inmutable pero también, en contrapunto, la constante e
inevitable metamorfosis de la existencia a lo largo del tiempo:
[Las
fotos] son todas iguales, pero cada una es diferente de todas las demás. Tienes
mañanas luminosas y mañanas sombrías. Tienes luz de verano y luz de otoño.
Tienes días laborables y fines de semana. Tienes gente con abrigo y botas
impermeables y gente con pantalones cortos y camiseta. A veces son las mismas
personas, otras veces son diferentes. Y a veces las personas diferentes se
convierten en las mismas y las mismas desaparecen. La tierra da vueltas
alrededor del sol y cada día la luz del sol da en la tierra en un ángulo
diferente.
En
las fotos de Wren lo que importa es la mirada y el orden con que esa mirada
procede. No es un orden rígido ni estéril; al contrario, acepta la presencia
del azar y busca acomodarse a él, fijando en un solo instante las variables de
la existencia. En el objetivo de Auggie Wren se combinan sin fin orden y caos, inmutabilidad
y cambio, voluntad propia y azar, pero esta combinatoria no tiene otra razón de
ser que sí misma, y subordina cuanto la rodea a su propia perpetuación. Wren es
sólo un elemento más de este proceso, que contempla fascinado y al cual sirve
puntualmente, pero lo mismo cabe decir de esa esquina fotografiada una y otra
vez y que funciona como un simulacro de la existencia. Las fotos se contienen y
bastan: no son el mundo, pero la verdad que proponen se nos antoja tan válida
como cualquier otra. El yo, por otra parte, desaparece, disuelto en una mirada
que ha dejado de pertenecerle y que cumple sus propias reglas.
Esta
escena, que vale acaso por toda la película, resume no sólo gran parte de las
preocupaciones narrativas de Auster sino también, como veremos, las que dieron
lugar en los años setenta a su obra poética y ensayística: los problemas del
azar y la identidad, la disolución del yo en el discurso, la distancia entre
mundo y lenguaje. Wren, como años antes Quinn en La ciudad de cristal, es el genuino alter ego de su autor. Su rutina fotográfica recuerda esa imagen
que Auster ha evocado tan a menudo en sus entrevistas: la del escritor
encerrado día tras día en su cuarto, bregando durante horas con las palabras,
atrapado por un relato que debe expulsar cuanto antes; no porque él quiera,
sino porque el relato así lo exige. O como él mismo ha afirmado en alguna
ocasión: «No es que escribir me produzca un gran placer, pero es mucho peor si no lo hago.»[1]
* * *
Esta
lucha con las palabras ha existido siempre. Nace ante todo como conciencia de
su irrealidad, de su distancia con uno y con el mundo:
En la
clase de francés nos dieron varios poemas para leer —Baudelaire, Rimbaud,
Verlaine— y los encontré absolutamente apasionantes, pese a que había muchas cosas
que no entendía. El carácter extranjero de estos textos me amilanaba, como si
por estar escritos en una lengua extranjera no fueran reales, y sólo cuando
empecé a traducirlos al inglés comencé a entenderlos.[2]
Escritura
como traducción: he aquí una de las claves para empezar a entender esta poesía.
Auster pertenece, aunque con matices que exploraremos más adelante, a esa raza
de poetas post-mallarmeanos para quienes, en boca de George Steiner, «el
contrato entre palabra y mundo se ha roto». Las palabras son un enigma: algo
ajeno, extranjero, incomprensible; y un desafío, pues todo intento por
acercarse a ellas y comprenderlas exige de antemano un esfuerzo o una lucha. Se
diría que Auster no concibe la existencia de palabras fáciles; al contrario, uno
debe hacer méritos, ganarse a pulso el derecho a decirlas o escribirlas sobre
la página. No sólo no se entregan gustosas sino que, en su forcejeo con el
poeta, terminan imponiendo sus propias condiciones. Es decir, utilizan al poeta
para alcanzar ese estado de pureza y coherencia al que todo lenguaje aspira y
que sólo encuentra en el poema. Paradoja: el poeta lucha con las palabras para
adueñarse de ellas, pero también para convertirse en su esclavo y en un
vehículo del lenguaje: gobierna y es gobernado.
Existen
numerosos testimonios en la poesía de Auster de esta lucha en la que poeta y
lenguaje ascienden mano a mano por un árbol que no es sino ellos mismos. Es un
ascenso lento, que toma como punto de partida esa orografía de las raíces que
conforma sus primeros poemas, reunidos bajo el título de «Exhumación»: poemas
desenterrados, robados al silencio y la aridez de la tierra. El forcejeo con
las palabras se traduce aquí en ritmos abruptos y una sintaxis compleja,
apretada, que parece disgregarse a cada instante:
Frágil
amanecer: la linde
de tu
lámpara oscurecida: aire
sin
palabra: rosácea y redonda, plegada
corola
de ceniza. Desde el más pequeño
de
tus soles, aprietas
la
escaldadura: vaina
de
luz aplacada: la semilla genuina
en tu
palma en barbecho, hundiéndose
en la
mudez. Más allá de esta hora, el ojo
te
enseñará. El ojo aprenderá
a
anhelar.
(«Exhumación,
18»)
Ésta
es una poesía escrita desde el malestar y la confusión: malestar del lenguaje
al verse fuera del silencio; confusión del poeta al verse arrastrado por
palabras que apenas si sabe pronunciar. Su estructura es siempre la misma:
empiezan con un balbuceo, un par de palabras, una frase dicha al azar que tira
del resto y abre la puerta a un discurso autista, hecho de velos y sombras, que
es a un tiempo el lenguaje y lo que el poeta quiere hacer de él. Por su
brevedad parecen simples escaramuzas, que apenas comenzadas se resumen en un
fogonazo, una última línea de claridad súbita y precisa que recuerda al
aforismo o la iluminación gnómica. Como dice, en conversación con Joseph
Mallia:
Cuando
estudiaba […] me di cuenta de que si me concentraba en formas más breves podría
desenvolverme mejor. Pasaron los años y me obsesioné tanto con la poesía que
dejé de pensar en cualquier otra cosa. Escribía poemas muy cortos y concisos
que solían llevarme meses. Eran muy densos, sobre todo al principio, replegados
sobre sí mismos como puños, pero a lo largo de los años comenzaron a abrirse de
forma gradual, hasta que sentí que me dirigía hacia la prosa.[3]
Y un
par de años más tarde añade: «Eran [poemas] breves, densos y oscuros, tan
compactos y herméticos como los oráculos de Delfos.»[4] Imagen
afortunada: como los oráculos o las fotografías de Auggie Wren, estos poemas
dicen su verdad ajenos a todo, incluso al oficiante o escritor sin cuyo
concurso no podrían salir a la luz. También, como los oráculos, son puro
enigma: interrogación y respuesta, origen y destino.
Auster,
por lo demás, dibuja con estas citas un mapa bastante preciso de su trayectoria
poética: desde «Exhumación» hasta las despedidas de largo aliento y verso
discursivo que son «Búsqueda de una definición» y «Aceptando las consecuencias»
existe una voluntad coherente de apertura que, años más tarde, desemboca en la
prosa abierta y fragmentaria de La
invención de la soledad. Se trata, como afirma su autor, de una evolución
previsible, de un movimiento exigido por el propio devenir del lenguaje. La
sencillez progresiva de la sintaxis y el léxico, la mayor amplitud y serenidad
del ritmo, todo responde a una lógica interna que poeta y lenguaje asumen,
aunque no sin dificultades, desde los poemas primeros de «Exhumación».
Conocemos
en parte el motivo. Cuando esos «poemas como puños», al decir de su autor,
empiecen a abrirse, lo harán en forma de distancia: distancia del yo, como
vimos, pero también distancia de un mundo al que nada les une y que ni siquiera
pueden remedar: «Ningún poema puede nacer de la convicción de que ya existe un
lenguaje que une dos cosas distintas.»[5] Es aquí donde la filiación
mallarmeana de Auster cobra importancia. Si, como primera tarea, fue preciso
luchar con las palabras hasta doblegarlas, ahora son éstas las que han de
ganarse el no menos difícil derecho a nombrar la realidad y sus accidentes.
Como afirma Marco Fogg en El palacio de
la luna, la función del arte es «comprender el mundo y encontrar un lugar
propio en él». El poema, así, se despliega a la vez sobre dos ejes, diacrónico
y sincrónico: por un lado es preludio, antecedente de la prosa hacia la que
dirige sus pasos; por otro, debe marcar una y otra vez su distancia con el
mundo, pues sólo entonces podrá recorrer cuanto le separa de él y ocupar su
lugar entre las cosas. Llegados a este punto, no es difícil suponer que ambos
viajes son, en realidad, uno solo.
* * *
Escrita
a un tiempo como respuesta a la poesía y como preludio de la prosa de ficción,
la obra ensayística de Auster es de particular importancia. Hallamos en ella
las reflexiones de un joven escritor que, como tantos otros, trata de poner en
orden sus ideas y definir su dominio literario, el espacio de sus obsesiones
íntimas. Sorprende, sin embargo, la rapidez con que encuentra una voz y un
ideal literario que apenas ha cambiado en treinta años: un ideal que, no por
azar, reúne en un mismo ámbito a creadores como Kafka, Beckett, Paul Celan,
Ungaretti, George Oppen, Edmond Jabès, Jacques Dupin, Laura Riding… Si algo
distingue a esta constelación de escritores es, sin duda, una voluntad creativa
que asume la herencia vanguardista en su vertiente más radical y pesimista (más
radicalmente pesimista, quizá). Hay
en todos un intento por purificar y dar sentido a un lenguaje corrupto y
violentado por limitaciones sociales, políticas y económicas, y ese intento
(«dar un sentido más puro a las palabras de la tribu», según Mallarmé) se
traduce al cabo en una escritura límite, reducida a lo esencial, en la búsqueda
de un punto cero «valentiano» que es
por igual centro gravitatorio y nudo de sentido del lenguaje.
Tres
escritos, en especial, me parecen significativos. Publicados entre 1973 y 1975
y dedicados a la obra de Laura Riding, André du Bouchet y Paul Celan
respectivamente, estos breves ensayos nos sirven para iluminar el trasfondo
ideológico que envuelve y alimenta los poemas. Se trata de páginas muy
austerianas, llenas de ese gusto por la contradicción y la paradoja tan propio
de su autor:
El
poeta; a pesar de todo, el poema… Para ser lo que debe, lo que es capaz de ser
—un acto de acercamiento, un movimiento hacia el Otro— debe comenzar con el
reconocimiento de su disparidad, admitir de una vez por todas que habla desde
otro ámbito y que no puede imponerse, que debe contentarse con ofrecerse a sí
mismo, aunque nadie lo solicite, en su desnudez, en el silencio que lo rodea.
Ningún
poema puede nacer de la convicción de que ya existe un lenguaje que une dos
cosas distintas: aún debemos crear y descubrir el todavía-no del lenguaje: el
anhelo de una utopía, de un sitio inexistente. Como si desde este punto del
vacío por fin pudiéramos continuar y averiguar dónde estamos.[6]
He
aquí, resumido en estas pocas líneas, el credo poético de Auster. Leyéndolo es
imposible no pensar en ese apunte escondido en la correspondencia de Emily
Dickinson: «La mente se halla tan cerca de sí misma que no puede verse con
propiedad». Hay en ambos, como afirma Auster, «el anhelo de una utopía», la
búsqueda de un nuevo ángulo desde el cual sea posible abarcar con la mirada al
mundo y a uno mismo. No es casual, pues, que cuando pase a discutir la poesía
de Paul Celan se fije en estas líneas: «La realidad no existe. Debe ser buscada
y ganada. Los poemas están navegando […] hacia un lugar abierto que puede ser
habitado, hacia un sujeto a quien es posible referirse, y tal vez hacia una
realidad a la que es posible referirse.»[7] En nuestro autor, esta
idea toma la fuerza de una obsesión, hasta el punto de que sin ella no habría
habido escritura: la necesidad de apartarse de uno mismo y del mundo es la que
crea el espacio y el lugar sin el cual ni el regreso ni el poema son posibles:
… Ya
no estoy aquí. Nunca he dicho
lo
que tú dices
que
he dicho. Y, sin embargo, el cuerpo es un lugar
donde
nada muere. Y cada noche,
desde
el silencio de los árboles, sabes
que
mi voz
viene
caminando hacia ti.
(«Noches
blancas»)
…
Donde no hemos estado
estaremos.
Un árbol
arraigará
en nosotros
hasta
erguirse en la luz
de
nuestras bocas.
El
día se pondrá en pie ante nosotros.
El
día nos seguirá
hasta
el día.
(«Pulso»)
Estos
poemas, escritos con posterioridad a «Exhumación», atestiguan formal y temáticamente
ese movimiento que propicia la escritura poética: un movimiento que Auster,
como vimos, compara a una mano que al abrirse llena su propio espacio. Sus
poemas se constituyen no tanto en objetos cerrados cuanto en procesos, formas
abiertas y necesariamente incompletas que se extienden hacia el mundo sin
tocarlo; pues el mundo es todavía un destino lejano y casi inalcanzable.
Poemas
como «Matriz y sueño» o «Lapsario» no tienen término, no pueden cerrarse ni
completarse con el último verso, ya que ese término es algo ajeno, remoto. En
esta poesía primera, la cesura entre mundo y palabra, entre palabra y yo, se ha
vuelto casi insalvable; y quien se aparta para volver establece una distancia
de recorrido difícil y azaroso. El trayecto, lejos de finalizar, se prolonga, y
el hecho mismo de prolongarse se convierte en una especie de final. Auster
subraya, pues, la idea de proceso, de lo que está por hacer y se completa con
la espera. ¿Cómo explicar, de otro modo, los paseos diarios del novelista y
detective improvisado Quinn en La ciudad
de cristal, para quien «Nueva York era un espacio inagotable, un laberinto
de pasos sin fin, [donde] por mucho que anduviera, por muy bien que conociera
sus barrios y calles, siempre se quedaba con la sensación de haberse perdido.
Perdido no sólo en la ciudad, sino también dentro de sí mismo»? ¿O ese impulso
repentino y compulsivo con que se abre La
música del azar y que lleva a Nashe, su protagonista, a recorrer varias
veces en coche los Estados Unidos?
Auster
expresa estas ideas con singular claridad al comentar la poesía de André du
Bouchet, aunque en el escritor francés esta ruptura entre mundo y escritura se
haya vuelto definitiva, irremediable:
Avanzamos
hacia un punto que no deja de alejarse, hacia un destino al que es imposible
acceder, y al final este movimiento se transforma en un objetivo en sí mismo;
el simple hecho de avanzar se convierte en una forma de estar presente en el
mundo, aunque el mundo permanezca siempre más allá de nuestro alcance. No hay
esperanza, pero tampoco desesperación.[8]
Surge
así la figura del poeta como ser dividido. Uno escribe, pero también reside en
lo escrito, y ambos se persiguen sin encontrarse nunca; el que habla desde el
papel no alcanza nunca al que lo hace hablar desde el mundo y viceversa: «El
ser que vive en el mundo —aquel cuyo nombre aparece en las cubiertas [del
libro]— no es el mismo que escribe el libro.»[9] La paradoja central
sobre la que se levanta la poesía primera de Auster cobra aquí toda su fuerza:
por un lado, el carácter fatal de la escritura; por otro, su imposibilidad.
Fatalidad, ya que desde el mismo instante en que la escritura toma conciencia
de su distancia con el mundo aspira a moverse hacia él; imposibilidad, puesto
que la distancia que los divide es desde un principio excesiva, casi
insalvable.
Pero
esta división no ha de tomarse en su sentido más extremo. Si Auster evita caer
en el solipsismo o el silencio suicida de gran parte de sus predecesores, esto
se debe a que opera, en palabras de Jaime Siles, «un giro de la inteligencia
hacia el territorio de la plasticidad. La retina, por así decirlo, le protege y
encuentra consuelo en el color. De ahí su multitud de referencias ópticas y la
guía espiritual que son los ojos, que dirigen y erigen su mirada como gramática
del mundo: como una escritura del mirar».[10] Esta preeminencia de
la mirada sostiene, en última instancia, su creencia en que palabra y mundo
pueden restañar sus heridas y retomar un diálogo, ya que no inocente, sí al
menos iluminador: impulsados por un «anhelo de utopía», los poemas se abren
lentamente hasta convertirse en la palma de la prosa y ocupar su lugar entre lo
real:
…
quiero que sientas
esta
palabra
que
ha vivido en mi interior
todo
el día, este
deseo
de nada
salvo
el día en sí mismo, y cómo ha crecido
en
mis ojos, más fuerte
que
las palabras de que está hecho, como si
nunca
pudiera haber otra palabra
que
fuera a sostenerme
sin
romper.
(«Aceptando
las consecuencias»)
* * *
En la
década de los setenta, Paul Auster escribe cuatro obras dramáticas, de las
cuales sólo una es puesta en escena. Según su autor, esta obra «trataba de dos
hombres que construyen un muro. Durante toda la obra apilan piedras alrededor
del escenario hasta que quedan completamente aislados del público. La obra
nunca me satisfizo, pero no pude librarme de la idea. Me obsesionó y me
persiguió durante todos estos años».[11] En efecto, pocas imágenes
se repiten tanto en esta obra como la del muro: si en La música del azar Nashe y Pozzi deben reparar su deuda construyendo
un muro en mitad del campo, en los siete poemas de «Desapariciones» el muro
figura como motivo principal, compartiendo protagonismo con un personaje en
apariencia tan desconcertado como los de la novela. Con un intervalo de diez
años, Auster incluye en obras de diversos géneros una misma imagen, y lo hace
intuyendo, o vislumbrando, la importancia que esta imagen tiene en el
desarrollo de su obra, como espejo o resumen de los cambios por los que
atraviesa.
En el
contexto del movimiento de la poesía a la prosa que tiene lugar en esta
escritura, la conexión entre estas piezas parece bastante evidente. En las
tres, aunque con matices diferenciados, el muro opera en su sentido lato de
barrera, de obstáculo: por un lado, los hombres de la obra teatral construyen a
su alrededor un muro con el propósito de aislarse del público; por otro, la
obligación de construir el muro se convierte para Pozzi y Nashe en un obstáculo
en sí mismo, impidiéndoles volver al hogar y recuperar su libertad. Con una
pequeña diferencia, dado que en este segundo caso la terminación del muro es
precisamente la que ha de darles la libertad, excusándoles de una tarea absurda
y alienante. La diferencia es trivial ya que, en última instancia, ninguno de
estos dos personajes sobrevivirá a la experiencia: como en la obra de teatro,
ambos desaparecen por culpa de fuerzas que el muro parece haber concentrado o
invocado.
Los
poemas de «Desapariciones» gravitan en torno a esta concepción: «Es un muro. Y
el muro es muerte». Cada palabra puesta sobre el papel es una piedra más en esa
barrera que rodea al escritor y lo separa de las cosas. Es decir, que impide al
poema ocupar su lugar en el mundo. La escritura se convierte en muro y divide
al escritor en dos, impidiendo su regreso. «Desapariciones» tiene, en cierto
modo, la cualidad de un aviso: informa de los peligros que aguardan a un poeta
de concepciones rigurosas como Auster: el solipsismo, la impotencia, el
silencio. La búsqueda de la realidad puede convertirse en extravío: la división
entre palabra y mundo puede hacerse irreparable.
Llegado
a este punto, al poeta no le queda otra salida que redefinir su concepción de
la palabra o, lo que es igual, sustituirla por otra más flexible. Si quiere
proseguir su viaje y no encerrarse en un callejón sin salida, no tiene más
remedio que establecer una nueva relación entre mundo y palabra. En Auster este
cambio es brusco y repentino. De versos como:
Pues
el muro es una palabra. Y no hay palabra
que
él no cuente
como
piedra en el muro.
(«Desapariciones,
4»)
llegamos
casi de inmediato a esta declaración de intenciones:
Éstas
son las palabras
que
no sobreviven al mundo. Y hablarlas
es
desaparecer
en el
mundo.
(«Luces
del norte»)
Es
decir: de una palabra rígida como la que gobernaba «Exhumación» llegamos a otra
que ha de sacrificarse o desaparecer. La palabra se convierte en «sencilla
habla del deseo» y sólo así logra llegar al mundo, dar cuenta de él. Los poemas
que siguen a «Desapariciones» deben leerse como testimonio y explicación de
este proceso, y al menos uno, «Fragmento del frío», lo resume de manera
explícita:
Porque
nos volvemos ciegos
en el
día que expira con nosotros,
y
porque hemos visto a nuestro aliento
nublar
el
espejo del aire,
el
ojo del aire no ha de abrirse
a
nada salvo a la palabra
a la
que renunciamos: el invierno
habrá
sido un lugar
de
madurez.
Nosotros,
convertidos en los muertos
de
otra vida que la nuestra.
De un
«aliento que nubla […] el aire» a un aliento hecho renuncia para que «el ojo
del aire» pueda abrirse: arrancado definitivamente al frío y a la tierra, el
poema empieza a hablar con otra voz: menos rígida, menos imperiosa. Y el poeta,
a diferencia de Nashe y Pozzi, recorre de nuevo la distancia que lo separa de
las cosas, lejos de ese muro donde su antiguo cuerpo quedó encerrado:
En el
ojo del cuervo que vuela ante ti
te
verás a ti mismo
dejarte
atrás a ti mismo.
(«Reminiscencia
del hogar»)
* * *
Auster
ha descrito alguna vez ese momento de transición de la poesía a la prosa como
«una revelación, una epifanía». No es extraño: lo que hasta el momento se
juzgaba lejanía o espejismo se convierte al fin en destino real y palpable. Ese
instante en que la escritura halla un lugar entre las cosas es un final y un
principio y tiene el sello de lo memorable: el escritor cruza una frontera que
es él mismo, y al cruzarla vislumbra un nuevo territorio, un dominio
inexplorado. Pero no sin problemas ni incertidumbres: antes es necesario tomar
impulso y dar un paso atrás, hacer recuento. Como ha recordado él mismo en
líneas que evocan hechos narrados más tarde en Leviatán:
No
escribí prácticamente nada en un año. Mi esposa y yo hacíamos traducciones para
llevarnos el pan a la mesa y el resto del tiempo me dedicaba a continuar con
mis alocados proyectos financieros. Por momentos pensaba que estaba acabado,
que nunca escribiría otra palabra. Entonces, en diciembre de 1978, asistí a un
espectáculo de danza cuya coreografía había compuesto el amigo de un amigo y
allí me ocurrió algo. Una revelación, una epifanía —no sabría cómo llamarlo—.
De repente se abrió ante mí un mundo lleno de posibilidades. Creo que tuvo que
ver con la absoluta fluidez del espectáculo, el movimiento continuo de los
bailarines que giraban sobre el escenario. El simple hecho de contemplar a
hombres y mujeres moviéndose en el espacio me llenaba de una sensación cercana
a la euforia. Al día siguiente, me senté y comencé a escribir White Spaces [«Espacios blancos»], una
pequeña obra de género impreciso, un intento de traducir en palabras la
experiencia de aquel espectáculo de danza. Fue una liberación, un tremendo
desahogo, y ahora recuerdo aquel incidente como un puente entre el acto de
escribir poesía y el de escribir prosa. Aquella obra me convenció de que aún
había un escritor dentro de mí.[12]
Poco cabe
añadir a estas líneas. Con lucidez característica, su autor desgrana el rostro
súbito de esa «revelación»: el baile, a sus ojos, es un baile de palabras; las
evoluciones de los bailarines sobre la escena se le antojan un equivalente de
ese otro movimiento de las palabras en el mundo; la euforia del escritor al
contemplar a «hombres y mujeres moviéndose en el espacio» es la misma que, a la
mañana siguiente, le anima a mover palabras sobre el papel y explorar los espacios blancos de la página. La
identidad entre estos dos ámbitos de la escena y la página es, al fin, prueba
suficiente de que en Auster escritura y mundo han logrado encontrarse.
Dos
conceptos fundamentales articulan estas líneas: fluidez, espacio. Conceptos que
sugieren otros semejantes: amplitud, aliento, desarrollo… y que parecen
aplicarse mejor a la prosa de ficción que a un poema breve. Esa euforia
sostenida con la que Auster aborda la escritura de Espacios blancos, «como un puente entre el acto de escribir poesía
y el de escribir prosa», es la euforia de quien, atrapado por el relato,
dispone una tras otra las palabras como eslabones de una misma cadena
incesante. Frente a la intensidad de un poema, la extensión y el aliento de la
novela; frente a la contracción y densidad del poema, la palma expuesta de la
prosa. No es un cambio súbito: todavía en La
invención de la soledad, la prosa se muestra al lector como un conjunto de
fragmentos unidos por los eslabones resonantes del silencio y el espacio en
blanco.
La
imagen utilizada por el escritor, no obstante, es mucho más gráfica y sorprende
por lo que tiene de anticipo o adelanto:
Aún
siento gran apego por la poesía que escribí, todavía la defiendo. En un
análisis global, es probable que sea lo mejor que he escrito; pero hay una
diferencia fundamental entre estas dos formas de escribir, al menos en mi
enfoque personal. En cierto sentido, la poesía es como tomar fotografías,
mientras que la prosa es como filmar con una cámara cinematográfica. La
película es el instrumento de las dos artes, pero los resultados son totalmente
diferentes […]. Mis poemas eran la búsqueda de lo que llamaría una expresión
unívoca. Expresaban lo que sentía en un momento determinado, como si nunca
hubiera sentido nada antes ni fuera a sentirlo después.[13] Abríamos
esta lectura con una referencia a la película Smoke y a su protagonista Auggie Wren, y parece apropiado cerrarla
con esta cita, donde tanto el cine como la fotografía hacen acto de presencia.
Wren es, en más de un sentido, el alter
ego de su autor: si Smoke puede
considerarse una consecuencia natural de la práctica novelística de Paul
Auster, Wren surge como un homenaje del autor a su pasado como poeta y a esos
poemas-fotografías tomados «como si nunca hubiera sentido nada antes ni fuera a
sentirlo después». Wren no es más, quizá, que una representación del Auster
poeta, como Paul Benjamin lo es del Auster novelista. Y ambas representaciones
se cierran y entrecruzan de modo admirable en el guión original cuando Wren
decide narrarle a Benjamin un cuento de Navidad: es decir, cuando Wren deja la
poesía para convertirse en narrador. No existe, tal vez, metáfora más limpia ni
más hermosa de las relaciones que poesía y prosa establecen en esta obra como
ese preciso instante en que Wren comienza su relato y la voz en off se superpone a las imágenes que
Benjamin anotará más tarde, con lento esfuerzo, dando rostro y forma a lo que
en el estanquero era sólo espacio, palabra: puro azar hecho aliento.
Jordi Doce
Sheffield, 1996 / Madrid, 2012
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