Henry David Thoreau
Cartas a un buscador de sí
mismo
ePub r1.0
Titivillus 10.01.2019
Título original: Letters to a Spiritual Seeker
Henry David Thoreau, 2012
Traducción: Antonio García Maldonado
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.0
Índice de contenido
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Cartas a un buscador de sí mismo
Nota de los editores
Cartas a un buscador de sí mismo
Nota final
Sobre el autor
Notas
NOTA DE LOS EDITORES
A Thoreau me gusta imaginarlo en el centro exacto de la laguna de Walden,
sentado en su bote, horas después de la medianoche, invisible como el resto
de criaturas, escuchando el tenue batir del agua contra la madera del casco,
clac, clac, clac, pero atento al chirrido de un ave a la que no es capaz de dar
nombre.
O bien siendo el primer hombre que defendió públicamente al capitán
John Brown, criminal, forajido y gozne de la Historia, sin el cual quizás
nunca se habría abolido la esclavitud en los Estados Unidos.
O bien en su lecho de muerte, cuando una visita le pregunta por su
relación con Cristo y Thoreau le responde que le importa mucho más
cualquier tormenta de nieve que el Hijo de Dios.
Sin embargo, a Emerson, al maestro, al gran filósofo, al gurú y al padre
de toda una generación de pensadores, escritores y poetas, me produce cierta
pereza imaginarlo. Y es que aun cuando no podría haber Thoreau sin
Emerson ni Walden sin Nature, ¿quién quiere imaginar a Emerson? Emerson
afeitado y repeinado, Thoreau barbudo y luciendo remolino; Emerson blanco
como una servilleta de hilo, Thoreau pardo como un labriego; Emerson
elegante a cualquier hora, Thoreau orgulloso de ser el primer hombre de
Concord que vistió gruesos pantalones de pana; Emerson madrugando y
aseándose en un aguamanil de porcelana, Thoreau madrugando y bañándose
desnudo entre las placas de hielo de la laguna; Emerson durante tanto tiempo
pastor de la Iglesia unitaria, Thoreau alejado siempre de todos los templos;
Emerson postulando en sus escritos la autonomía individual y el propio juicio
por encima de cualquier autoridad, Thoreau durmiendo en la cárcel por
negarse a servir a un Estado cruel y asesino; Emerson recorriendo Europa
para forjar su carrera como filósofo, Thoreau recorriendo los bosques para ser
feliz; Emerson censurando un ensayo de Thoreau: donde ponía «copulación»
la historia leyó «matrimonio», Thoreau ya muerto, dejando dos últimas
palabras: indio, alce.
No me cuesta trabajo imaginar cómo y por qué Harrison G. O. Blake, el
buscador de sí mismo que encontramos en este libro, abandonó la maestría de
Emerson e inició una correspondencia espiritual y filosófica con Thoreau que
duró más de trece años. Como bien recordó Emerson, su propia relación con
Blake duraba ya una década, se escribían con frecuencia, se encontraban,
debatían, pero desde el día en que él mismo le presentó a Thoreau, «Blake no
tuvo ya ningún interés en volver a pisar mi casa»[1]. No lo olvidemos: el
sentido pleno y original de la filosofía no se limita al ejercicio del
pensamiento, sino de la voluntad y del ser al completo. La filosofía es un
método de progreso espiritual que aspira a provocar una transformación
radical del sujeto. No se trata tanto de conocer esto o aquello como de
cambiarse a uno mismo, ser mejor, ser más feliz. Al considerar así la
filosofía, Blake encontró en Thoreau al maestro que jamás habría tenido en
Emerson.
Harrison Blake era un año mayor que Thoreau. Ambos estudiaron en
Harvard, sin tener ningún contacto. Blake se licenció en Teología y comenzó
una breve carrera sacerdotal que se agotó pronto: uno no puede pasarse sus
días discutiendo dogmas. Entonces buscó un trabajo como profesor en una
localidad cercana a Boston y tomó la costumbre de visitar Concord siempre
que le era posible. Su único interés allí, por supuesto, era Emerson. Ambos
hombres habían sido sacerdotes, ambos habían colgado los hábitos y ambos
creían que ser hombres era mucho más importante y más valioso que ser
sacerdotes. Hablaban de teología, de política, de literatura y los encuentros
resultaban muy agradables para ambos. Una de aquellas tardes, hacia finales
de 1844 o comienzos de 1845, Blake se encontró con Thoreau en casa de
Emerson. Al parecer en aquella ocasión se habló de astronomía. Aunque
Thoreau era un buen conocedor de esta materia, no habló demasiado, como
era su costumbre. Cuando le preguntaron más directamente, contestó con
sinceridad: «Estoy mucho más interesado en los estudios que tienen que ver
con este planeta»[2]. Al final de la tarde Thoreau se animó a confesar que
estaba pensando en construirse una cabaña en los bosques cercanos a
Concord, donde poder vivir algunos años y alejarse de la sociedad. Blake le
preguntó si no creía que echaría de menos la compañía de sus amigos. Y
Thoreau contestó: «No, yo no soy nada». Blake recordará más tarde que esta
respuesta le pareció «memorable, preñada de recursos, capaz de expresar un
equilibrio y una fe en el universo casi inconcebibles».
En los años siguientes, Blake volvió a encontrarse con Thoreau en
distintas ocasiones y finalmente se encontró con uno de sus textos: un
artículo sobre el poeta latino y estoico Aulo Persio Flaco publicado en un
viejo número de la revista The Dial cuando Thoreau sumaba veintidós años.
Este escrito reavivó la «impresión obsesiva» que Blake tuvo del genio de
Thoreau aquella tarde en casa de Emerson. Fue entonces cuando se decidió a
escribirle y así nació la correspondencia que el lector tiene en sus manos.
Tres décadas más tarde, muerto primero Thoreau y después su hermana
Sophia, Harrison Blake heredó todos los volúmenes del ingente diario de
Thoreau (del que se ocupó de preparar y publicar una selección) y su propia
correspondencia con él. Si bien se han conservado las cartas escritas por
Thoreau a Blake, nada se sabe de aquellas que este último le escribiera al
primero. Tan solo se conoce la primera de ellas: es la que abre este volumen.
Sí sabemos, sin embargo, que el anciano Blake volvió una y otra vez a
aquellas cartas, como si aún estuviera buscando lo que vislumbró por un
instante aquella tarde en casa de Emerson, un camino enfangado que parecía
llevar a ese lugar tan recóndito, tan bello y tan calmo en el que Thoreau vivía
sin mayores dificultades: «Leo y releo sus cartas, no me canso de hacerlo.
Busco nuevos significados y encuentro cosas que ahora me llegan con más
fuerza que nunca. Y, sin embargo, sé que estas cartas siguen viajando en el
correo, que en cierto sentido aún no me han llegado, y probablemente no lo
harán mientras viva. De hecho, puede decirse que estas cartas están desde
siempre dirigidas a quien mejor pueda leerlas»[3].
CARTAS A UN BUSCADOR DE SÍ
MISMO
Worcester, Massachusetts, marzo de 1848
[De Harrison G. O. Blake a Henry David Thoreau]
Su artículo[4] ha reavivado en mí la impresión inolvidable que tengo de usted,
que me llevé conmigo gracias a unas palabras que dijo.
La última vez que fui a Concord, habló de retirarse más aún de nuestra
civilización. Le pregunté entonces si no sentiría deseo alguno de la compañía
de sus amigos. Su respuesta fue: «No, yo no soy nada».
Esa respuesta fue, para mí, memorable. Indicaba una profundidad de
recursos, una entereza en la renuncia, un equilibrio y una fe en el universo
que casi no alcanzo a concebir; algo que, sin embargo, en usted parecía
domesticado, y hacia lo cual yo alzo mi mirada con admiración. Me gustaría
conocer el alma que dice: «Yo no soy nada». Verme elevado por sus palabras
hacia una vida más verdadera y más pura.
En mí parece revestirse de un nuevo significado la idea de que Dios,
simplemente, está aquí; de que no debemos hacer sino inclinarnos ante Él con
profunda sumisión en cada momento, y de que Él llenará nuestra alma con su
presencia. En este abrirse del alma a Dios, todos los deberes parecen
encontrar su centro; ¿qué más habríamos de hacer?
Si comprendo correctamente, el significado de su vida es el siguiente:
querría separarse de la sociedad, del sortilegio de las instituciones, de los
usos, de los conformismos, de tal modo que pueda llevar una vida simple y
nueva. Antes que infundir una nueva vida a las viejas maneras, tendrá una
vida nueva por fuera y por dentro. Hay algo de sublime para mí en esta
actitud, de la cual yo mismo estoy muy lejos.
Hábleme en esta hora, ya que es solicitado…
Lo venero porque se abstiene de la acción, y abre su alma con el objetivo
de poder ser. En mitad de un mundo de actores bulliciosos y superficiales, es
noble hacerse a un lado y decir: «Simplemente quiero ser». Si pudiese
plantarme enseguida sobre la verdad, reduciendo al mínimo mis necesidades,
me vería inmediatamente más cerca de la naturaleza, más cerca de mis
compañeros… y la vida sería infinitamente más rica. Pero ¡heme aquí!,
temblando en la orilla…
Concord, 27 de marzo de 1848
Es un placer saber que algunas de mis palabras, pese a que el momento en
que las pronuncié queda tan lejano que me es difícil reconocerlas como
propias, le han merecido estima. Me halaga, pues tengo entonces razones
para suponer que he llegado a aquello que realmente concierne al hombre, y
para creer que cuando un hombre se dirige a otro no lo hace en un ejercicio
fútil. Ese es el valor de la literatura. Aunque esos días quedan tan atrás, en
todo sentido, que tengo que volver a consultar mis páginas para recordar cuál
fue entonces el tono de mis reflexiones. Sin embargo, solo por haberme
procurado su carta, valoro en mayor medida aquel artículo.
Creo firmemente en la correspondencia entre la vida exterior y la vida
interior; así como tengo la certeza de que aunque algunos hombres consigan
vivir una vida virtuosa, el resto seguirá sin advertirlo. La diferencia y la
distancia son una misma cosa. Vivir una vida auténtica es como viajar a un
país lejano y encontrarnos progresivamente rodeados por nuevos escenarios y
hombres; y cuando me hallo rodeado por los más ancianos, me doy cuenta de
que de ninguna forma estoy viviendo una vida nueva o mejor. El exterior es
solo la representación de lo que hay dentro. Los hábitos no esconden al
hombre, sino que lo muestran; ellos son sus auténticos ropajes. No me
incumben las curiosas razones que puedan aducir para atenerse a ellos. Las
circunstancias no son rígidas e inflexibles; sí lo son, sin embargo, nuestros
hábitos.
A veces tenemos la tendencia a hablar con ligereza, como si una vida
divina fuera a injertarse o a aparecer en nuestro presente como una oportuna
fundación. Esto podría tener sentido si pudiéramos reconstruir nuestra
antigua vida, excluyendo de ella todo el calor de nuestros afectos, dejándolos
marchitar, como el mirlo construye su morada sobre el nido del cuclillo, y allí
incuba sus huevos, que son los únicos que eclosionan. Pero lo cierto es que
nosotros —y aquí se halla la línea de demarcación— incubamos ambos
huevos. Y ya que el cuclillo lo aventaja en un día, su cría, al nacer, expulsa a
las crías del mirlo. No hay otra solución: destruir el huevo del cuclillo o
construir un nido nuevo.
El cambio es el cambio. Ninguna vida nueva ocupa viejos cuerpos
decadentes. La vida nace, crece y florece. Los hombres intentan revivir
patéticamente lo viejo, y por eso lo aceptan y soportan. ¿Por qué aguantar en
el hospicio pudiendo ir al cielo? Es como embalsamarse, nada más. Dejad de
lado vuestros ungüentos y sudarios, y entrad en el cuerpo de un recién nacido.
Podéis ver en las catacumbas de Egipto el resultado de aquel experimento.
Conocemos su final.
Creo firmemente en la simplicidad. Es asombroso y triste ver cómo
incluso los hombres más sabios pasan sus días ocupados en asuntos triviales
que creen que han de atender, en detrimento de otros asuntos más importantes
que creen su deber omitir. Cuando un matemático desea hallar la solución de
un problema difícil, empieza por deshacerse de todas las dificultades de la
ecuación, reduciéndola a sus términos más sencillos. Hagamos lo propio y
simplifiquemos el problema de la existencia, y diferenciemos entre lo
necesario y lo real. Sondeemos la tierra para ver hacia dónde se extienden
nuestras principales raíces. Me basaré siempre en los hechos. ¿Por qué
negarse a ver? ¿Por qué no utilizar nuestros propios ojos? ¿O es que los
hombres lo ignoran todo? Conozco a muchos a los que es difícil engañar
cuando se trata de asuntos comunes, muy desconfiados de los cantos de
sirena, que disponen responsablemente de su dinero y saben cómo gastarlo,
que disfrutan fama de prudentes y cautelosos, y que, no obstante, aceptan
vivir gran parte de su existencia tras un mostrador, como cajeros de un banco,
y brillan y se oxidan y finalmente desaparecen. Si saben algo, ¿por qué
diablos lo hacen? ¿Saben qué es el pan? ¿Y para qué sirve? ¿Saben qué es la
vida? Si supieran algo, cuán rápido dejarían de frecuentar para siempre los
lugares donde ahora se los conoce tan bien.
Esta vida, nuestra respetable vida diaria, sobre la cual se halla tan bien
plantado el hombre de buen sentido, el inglés de mundo[5], y sobre la que
descansan nuestras instituciones, es en realidad la más pura ilusión, que se
desvanecerá como el edificio sin cimientos de una visión[6]. Sin embargo, un
minúsculo resplandor de realidad que a veces ilumina la oscuridad de los días
de todos los hombres nos revela algo más consistente y perdurable que el
diamante, la piedra angular del mundo.
El hombre es incapaz de concebir un estado de cosas tan bello que resulte
irrealizable. ¿Puede alguien revisar honestamente su propia experiencia y
afirmar que no es así? ¿Existen hechos a los que apelar cuando decimos que
nuestros sueños son prematuros? ¿Habéis tenido noticia de algún hombre que
haya luchado durante toda su vida por algo, y que de algún modo no lo
lograra? Un hombre que aspira a algo sin descanso, ¿no se siente ya elevado?
¿Quién que haya intentado el acto más simple de heroísmo, de
magnanimidad, o buscado la verdad y la sinceridad, no halló algo que
mereciese la pena? ¿Quién podría decir que esta es una empresa vana? Es
innegable que no debemos esperar que nuestro paraíso sea un jardín. No
sabéis lo que pedís[7]. Veamos la literatura. ¡Cuántos buenos pensamientos ha
concebido cada ser humano! ¡Y qué pocos pensamientos buenos se expresan!
Y, sin embargo, no poseemos una sola fantasía, por más sutil o etérea que
haya sido, que el simple talento, acompañado de resolución y constancia, tras
mil fracasos, no pueda fijar y grabar con palabras distintas y duraderas, de tal
forma que entendamos que nuestros sueños son los hechos más confiables
que conocemos. Pero no estoy hablando de sueños ahora.
Lo que puede expresarse con palabras puede expresarse con nuestra vida.
Mi vida real es un hecho sobre el que no tengo razones para
congratularme conmigo mismo, pero tengo respeto por mi fe y mis
aspiraciones. De ellas le hablo ahora. La posición de cada uno es demasiado
simple para ser descrita. No he prestado ningún juramento. No tengo un
esquema para entender la sociedad, la Naturaleza o Dios. Soy, simplemente,
lo que soy, o comienzo a serlo. Vivo en el presente. El pasado es solo un
recuerdo para mí, y el futuro una anticipación. Amo la vida, amo el cambio
más que sus modalidades. En la historia no está escrito cómo el malo se hizo
mejor. Creo en algo, y no hay más. Sé que soy. Sé que existe otro, más sabio
que yo, que se interesa por mí, de quien soy su criatura y, de alguna manera,
su igual. Sé que el reto merece la pena, que las cosas van bien. No he recibido
ninguna mala noticia.
Respecto a las posiciones, a las combinaciones y a los detalles, ¿qué son
en realidad? Cuando hace buen tiempo y alzamos la mirada, ¿qué vemos sino
el cielo y el sol?
Si busca persuadir a alguien de que hace mal, actúe bien. Que no le
importe si no lo convence. Los hombres creen en lo que ven. Consigamos que
vean[8].
Siga con su vida, persista en ella, gire a su alrededor, como hace un perro
alrededor del coche de su amo. Haga lo que ame. Conozca bien de qué está
hecho, roa sus propios huesos, entiérrelos y desentiérrelos para roerlos de
nuevo. No sea demasiado moral. Sería como hacer trampas con uno mismo.
Sitúese por encima de los principios morales. No sea simplemente bueno, sea
bueno por algo. Todas las fábulas tienen su moraleja, pero a los inocentes lo
que les gusta es escuchar la historia.
No permita que nada se interponga entre usted y la luz. Respete a los
hombres solo como hermanos. Cuando emprenda viaje a la Ciudad
Celestial[9], no porte carta de recomendación alguna. Cuando llame, pida ver
a Dios, y nunca a los sirvientes. En aquello que más le importe, no piense que
dispone de compañeros de viaje. Dese cuenta de que está solo en el mundo.
Escribo a salto de mata y sin plan previo. Necesito verle, y confío en
hacerlo, y así corregir mis errores. Quizá tenga usted algún oráculo para mí.
Henry Thoreau
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