Puede decirse sin temor que Historia del ojo es la obra maestra de la literatura erótica. En ella confluyen, por un lado, la mejor prosa en clave surrealista de este gran novelista, ensayista y poeta francés y, por otro, la esencia de su obsesiva preocupación por el sexo, la muerte y la fe —su fe— que configura, en realidad, gran parte de su obra. Partiendo de un proceso creativo muy querido de los surrealistas, relaciona, en una trama anecdótica, de hecho, muy simple, las imágenes que de un modo inconsciente y automático evocan el ojo, el huevo, el sol, los genitales del toro, con toda su carga de connotaciones atávicas, y nos las «revela» en su contenido erótico más revulsivo. El personaje de la joven Simone, que transgrede en todos sus actos cualquier norma de comportamiento sexual admitido, moral y conscientemente, es la encarnación, por una parte, del Deseo inconsciente y, por otra, del Pecado, de lo Prohibido y por ende del Placer, que a su vez, por ser fruto del mal, no es más que portador del máximo castigo: la muerte. Así pues, el goce en su plenitud sabe siempre a muerte…
Georges Bataille
Historia del ojo
Título original: Histoire
de l'oeil
Georges Bataille,
1928
Traducción: Margo
Glantz
ADVERTENCIA
SOBRE LA TRADUCCIÓN
Existen cinco
ediciones de este libro de Georges Bataille. La primera fue publicada en 1928
con el pseudónimo de Lord Auch, y se tiraron ciento treinta y cuatro ejemplares
con ocho litografías de André Masson, el pintor surrealista. La segunda se
publicó en Burgos(!) en 1941 y la edición aumentó a quinientos ejemplares. En
1940 se editó una reescritura de la novela ilustrada con grabados de Hans
Belmer (otro extraordinario pintor surrealista), en Sevilla, espacio geográfico
de uno de los episodios capitales del texto, ahora con el cabalístico tiraje de
ciento noventa y nueve ejemplares. La penúltima edición es la única que lleva
el nombre de Georges Bataille y fue publicada póstumamente en 1967, por la
editorial de Jean Jacques Pauvert, con el facsímil de un Plan de una
continuación de Historia del Ojo; su tiraje fue de diez mil ejemplares. De esta
versión se tradujo la que publicó en español la editorial Ruedo Ibérico, en
París, en 1977, sin nombre de traductor. Esta reescritura del texto se añade
como apéndice en el volumen I de las Obras Completas que la editorial Gallimard
empezó a publicar con una presentación de Michel Foucault desde 1970. Las obras
de Bataille se inician justamente con Historia del Ojo, primer libro importante
del escritor y que Denis Hollier editó. Escritura original de la que yo traduje
este texto.
En la versión que
propongo no aparece el Plan de una continuación: creo que no añade nada
especial al texto, al contrario, rompe el suspenso del final. En cambio, he
traducido el artículo y las notas correspondientes a "Ojo" del
Diccionario crítico que Georges Bataille publicó en la revista Documents, en
1929, después de la aparición de la famosa película de Buñuel y Dalí, El perro
andaluz. Esa revista contiene algunos de los mejores textos de Bataille;
reproducidos por la Editorial Mercure de France, aparecieron en 1968 reunidos
por Bernard Noël. El artículo "Golosina caníbal" es la segunda parte
de un texto dedicado a "Ojo". La primera parte la escribió Robert
Desnos ("Image de l'oeil"-"Imagen del ojo") y la tercera
parte Marcel Griaule ("Mauvais Oeil"-"Mal del ojo").
También incluyo,
de Documents, el artículo "Metamorfosis", porque puede relacionarse
muy bien con Historia del ojo.
M.G.
I-EL
OJO DEL GATO
Crecí muy solo y
desde que tengo memoria sentí angustia frente a todo lo sexual. Tenía cerca de
16 años cuando en la playa de X encontré a una joven de mi edad, Simone.
Nuestras relaciones se precipitaron porque nuestras familias guardaban un
parentesco lejano. Tres días después de habernos conocido, Simone y yo nos
encontramos solos en su quinta. Vestía un delantal negro con cuello blanco
almidonado. Comencé a advertir que compartía conmigo la ansiedad que me
producía verla, ansiedad mucho mayor ese día porque intuía que se encontraba
completamente desnuda bajo su delantal.
Llevaba medias de
seda negra que le subían por encima de las rodillas; pero aún no había podido
verle el culo (este nombre que Simone y yo empleamos siempre, es para mí el más
hermoso de los nombres del sexo). Tenía la impresión de que si apartaba
ligeramente su delantal por atrás, vería sus partes impúdicas sin ningún
reparo. En el rincón de un corredor había un plato con leche para el gato:
"Los platos están hechos para sentarse", me dijo Simone.
"¿Apuestas a que me siento en el plato?". "Apuesto a que no te atreves",
le respondí, casi sin aliento.
Hacia muchísimo
calor. Simone colocó el plato sobre un pequeño banco, se instaló delante de mí
y, sin separar sus ojos de los míos, se sentó sobre él sin que yo pudiera ver
cómo empapaba sus nalgas ardientes en la leche fresca. Me quedé delante de
ella, inmóvil; la sangre subía a mi cabeza y mientras ella fijaba la vista en
mi verga que, erecta, distendía mis pantalones, yo temblaba.
Me acosté a sus
pies sin que ella se moviese y por primera vez vi su carne "rosa y
negra" que se refrescaba en la leche blanca. Permanecimos largo tiempo sin
movernos, tan conmovidos el uno como el otro. De repente se levantó y vi
escurrir la leche a lo largo de sus piernas, sobre las medias. Se enjugó con un
pañuelo, pausadamente, dejando alzado el pie, apoyado en el banco, por encima
de mi cabeza y yo me froté vigorosamente la verga sobre la ropa, agitándome
amorosamente por el suelo. El orgasmo nos llegó casi en el mismo instante sin
que nos hubiésemos tocado; pero cuando su madre regresó, aproveché, mientras yo
permanecía sentado y ella se echaba tiernamente en sus brazos, para levantarle
por atrás el delantal sin que nadie lo notase y poner mi mano en su culo, entre
sus dos ardientes muslos. Regresé corriendo a mi casa, ávido de masturbarme de
nuevo; y al día siguiente por la noche estaba tan ojeroso que Simone, después
de haberme contemplado largo rato, escondió la cabeza en mi espalda y me dijo
seriamente "no quiero que te masturbes sin mí".
Así empezaron
entre la jovencita y yo relaciones tan cercanas y tan obligatorias que nos era
casi imposible pasar una semana sin vernos. Y sin embargo, apenas hablábamos de
ello. Comprendo que ella experimente los mismos sentimientos que yo cuando nos
vemos, pero me es difícil describirlos. Recuerdo un día cuando viajábamos a
toda velocidad en auto y atropellamos a una ciclista que debió haber sido muy
joven y muy bella: su cuello había quedado casi decapitado entre las ruedas.
Nos detuvimos mucho tiempo, algunos metros más adelante, para contemplar a la
muerta. La impresión de horror y de desesperación que nos provocaba ese montón
de carne ensangrentada, alternativamente bella o nauseabunda, equivale en parte
a la impresión que resentíamos al mirarnos. Simone es grande y hermosa.
Habitualmente es muy sencilla: no tiene nada de angustiado ni en la mirada ni
en la voz. Sin embargo, en lo sexual se muestra tan bruscamente ávida de todo
lo que violenta el orden que basta el más imperceptible llamado de los sentidos
para que de un golpe su rostro adquiera un carácter que sugiere directamente
todo aquello que está ligado a la sexualidad profunda, por ejemplo: la sangre,
el terror súbito, el crimen, el ahogo, todo lo que destruye indefinidamente la
beatitud y la honestidad humanas. Vi por primera vez esa contracción muda y
absoluta (que yo compartía) el día en que se sentó sobre el plato de leche. Es
cierto que apenas nos mirábamos fijamente, excepto en momentos parecidos. Pero
no estamos satisfechos y sólo jugamos durante los cortos momentos de distensión
que siguen al orgasmo.
Debo advertir que
nos mantuvimos largo tiempo sin acoplarnos. Aprovechábamos todas las
circunstancias para librarnos a actos poco comunes. No sólo carecíamos
totalmente de pudor, sino que por lo contrario algo impreciso nos obligaba a
desafiarlo juntos, tan impúdicamente como nos era posible. Es así que justo
después de que ella me pidió que no me masturbase solo (nos habíamos encontrado
en lo alto de un acantilado), me bajó el pantalón me hizo extenderme por
tierra; luego ella se alzó el vestido, se sentó sobre mi vientre dándome la
espalda y empezó a orinar mientras yo le metía un dedo por el culo, que mi
semen joven había vuelto untuoso. Luego se acostó, con la cabeza bajo mi verga,
entre mis piernas; su culo al aire hizo que su cuerpo cayera sobre mí; yo levanté
la cara lo bastante para mantenerla a la altura de su culo: sus rodillas
acabaron apoyándose sobre mis hombros. "¿No puedes hacer pipí en el aire
para que caiga en mi culo?", me dijo "Sí, le respondí, pero como
estás colocada, mi orín caerá forzosamente sobre tus ropas y tu cara."
"¡Qué importa!" me contestó. Hice lo que me dijo, pero apenas lo
había hecho la inundé de nuevo, pero esta vez de hermoso y blanco semen.
El olor de la mar
se mezclaba entretanto con el de la ropa mojada, el de nuestros cuerpos
desnudos y el del semen. Caía la tarde y permanecimos en esta extraordinaria
posición sin movernos, hasta que escuchamos unos pasos que rozaban la
hierba. "No te muevas, te lo suplico", me pidió Simone. Los
pasos se detuvieron pero nos era imposible ver quién se acercaba. Nuestras
respiraciones se habían cortado al unísono. Levantado así por los aires, el
culo de Simone representaba en verdad una plegaria todopoderosa, a causa de la
extrema perfección de sus dos nalgas, angostas y delicadas, profundamente tajadas;
estaba seguro de que el hombre o la mujer desconocidos que la vieran
sucumbirían de inmediato a la necesidad de masturbarse sin fin al mirarlas. Los
pasos recomenzaron, precipitándose, casi en carrera; luego vi aparecer de
repente a una encantadora joven rubia, Marcela, la más pura y conmovedora de
nuestras amigas.
Estábamos tan
fuertemente arracimados en nuestras horribles actitudes que no pudimos movernos
ni siquiera un palmo y nuestra desgraciada amiga cayó sobre la hierba
sollozando. Sólo entonces cambiamos nuestra extravagante posición para echarnos
sobre el cuerpo que se nos libraba en abandono. Simone le levantó la falda, le
arrancó el calzón y me mostró, embriagada, un nuevo culo, tan bello, tan puro,
como el suyo. La besé con rabia al tiempo que la masturbaba: sus piernas se
cerraron sobre los riñones de la extraña Marcela que ya no podía disimular los
sollozos.
—Marcela —le
dije—, te lo suplico, ya no llores. Quiero que me beses en la boca… Simone le
acariciaba sus hermosos cabellos lisos y la besaba afectuosamente por todas
partes.
Mientras tanto, el
cielo se había puesto totalmente oscuro y, con la noche, caían gruesas gotas de
lluvia que provocaban la calma después del agotamiento de una jornada tórrida y
sin aire. El mar empezaba un ruido enorme dominado por el fragor del trueno, y
los relámpagos dejaban ver bruscamente, como si fuera pleno día, los dos culos
masturbados de las muchachas que se habían quedado mudas. Un frenesí brutal
animaba nuestros cuerpos. Dos bocas juveniles se disputaban mi culo, mis
testículos y mi verga; pero yo no dejé de apartar piernas de mujer, húmedas de
saliva o de semen, como si hubiese querido huir del abrazo de un monstruo,
aunque ese monstruo no fuera más que la extraordinaria violencia de mis
movimientos. La lluvia caliente caía por fin en torrentes y nos bañaba todo el
cuerpo enteramente expuesto a su furia. Grandes truenos nos quebrantaban y
aumentaban cada vez más nuestra cólera, arrancándonos gritos de rabia,
redoblada cada vez que el relámpago dejaba ver nuestras partes sexuales. Simone
había caído en un charco de lodo y se embarraba el cuerpo con furor: se
masturbaba con la tierra y gozaba violentamente, golpeada por el aguacero, con
mi cabeza abrazada entre sus piernas sucias de tierra, su rostro enterrado en
el charco donde agitaba con brutalidad el culo de Marcela, que la tenía
abrazada por detrás, tirando de su muslo para abrírselo con fuerza.