jueves, 21 de enero de 2021

Thomas de Quincey La monja alférez. (Fragmento).

 


Thomas de Quincey

La monja alférez

 

DE QUINCEY Y LA MONJA ALFÉREZ

Hay varias menciones de Catalina de Erauso en documentos de época, y hasta una pieza de teatro que sobre ella escribió Juan Pérez de Montalbán, pero sus memorias se publicaron por primera vez sólo en el siglo XIX:

HISTORIA DE LA MONJA ALFÉREZ, Doña Catalina de Erauso, escrita por ella misma, e ilustrada con notas y documentos por D. JOAQUÍN MARÍA DE FERRER, París, en la imprenta de Julio Didot, calle del Puente de Lodi, 6, 1829.

Eran malos tiempos para publicar libros: la edición se perdió casi enteramente poco después, en la revolución de 1830, y se convirtió en una curiosidad bibliográfica. Esto lo sabemos por Alexis de Valon, que debió poseer uno de los raros ejemplares y lo aprovechó en su relato «Catalina de Erauso», publicado en la Revue des Deux Mondes de 15 de febrero de 1847 y recogido luego en volumen: Nouvelles et chroniques, Dentu, París 1851 («Catalina de Erauso» en pps. 347-354). El método de Valon consiste en omitir algunos detalles, alterar otros y añadir muchos nuevos para adaptar las memorias en una crónica breve y no demasiado increíble. El comienzo y el final de la historia, por ejemplo, son de su cosecha. Catalina no entró al convento recién nacida sino a los cinco años. Tampoco desapareció misteriosamente al regresar a América. Las memorias sólo llegan hasta su estancia en Italia pero sabemos además, por el testimonio de un contemporáneo, Fray Nicolás de Rentería, que en 1645 Catalina estaba en Veracruz, donde se hacía llamar Don Antonio de Erauso y se ganaba la vida transportando equipajes con una recua de mulas. El final de Valon no es verdadero, aunque sin duda bien hallado e intrigó a De Quincey. Valon pensaría seguramente que era preciso dar una conclusión a su relato. En cambio es curioso que omitiera otras aventuras, como la que recoge Ricardo Palma en sus Tradiciones peruanas: Catalina se hallaba en la cárcel, acusada de haber dado muerte a un hombre; pidió la comunión y, tomando la hostia entre sus manos, dio en gritar: ¡A iglesia me llamo!; nadie se atrevió a tocarla por temor a cometer un sacrilegio y al cabo logró refugiarse en sagrado y salvar la vida.

La deuda de De Quincey con Valon es clarísima porque lo sigue en todas sus adiciones y omisiones. Urgido como siempre por los editores de revistas que le reclamaban las colaboraciones prometidas, De Quincey no debió tener tiempo para investigar por su cuenta, ni siquiera para procurarse las memorias; puso inmediatamente manos a la obra y sus artículos, titulados «La monja náutico-militar de España» aparecieron en los números de mayo, junio, y julio de 1847 del Tait’s Edinburgh Magazine, con la siguiente advertencia al lector:

No existe ningún volumen de memorias, ninguna biografía que como ésta haya sido comprobada tres veces por pruebas y atestaciones, directas y colaterales. De los archivos de la Marina Real en Sevilla, de la autobiografía de la heroína, de los cronistas contemporáneos y de varias fuentes oficiales diseminadas dentro y fuera de España, algunas de ellas eclesiásticas, se han obtenido las más amplias confirmaciones, y todavía pueden lograrse muchas más, de los extraordinarios acontecimientos aquí registrados. El Sr. de Ferrer, un español de mucho estudio que en un comienzo acogió con incredulidad estos hechos, publicó hace unos diecisiete años una selección de los principales documentos, acompañados por su palinode en cuanto a su veracidad. Desde entonces estos materiales han servido de base a más de una narración, no inexacta, en publicaciones francesas, alemanas y españolas de la más elevada autoridad. Es raro que los autores franceses pequen por demasiado prolijos. Así ha ocurrido en este caso. El presente relato, en el que no hay una sola frase derivada de ninguno extranjero, tiene la gran ventaja de la apretada concisión; mis propias páginas, teniendo en cuenta el tamaño, están en relación de 1 a 3 con la más escueta de las formas adoptadas en el continente.

Como se advierte, De Quincey es vago en cuanto a sus fuentes. La acusación de prolijidad contra Valon es injusta, pues su propio texto fue mucho más largo. Pero De Quincey no mintió al afirmar que ni una sola frase de su relato provenía de los publicados en el extranjero. Tomó los hechos de Valon pero en su libro los hechos son lo de menos; desde las primeras páginas, en que inventó el pañuelo con que el padre envuelve a la recién nacida, siguió su propio camino, añadió nuevos detalles y, con su sentido del humor y su visión de lo trágico y lo misterioso, transformó la pálida crónica del francés en una narración que es enteramente suya. Al final Valon quedaría separado de De Quincey por toda la distancia que media entre un glosador más o menos infiel y una imaginación creadora que se adueña de un texto ajeno para usarlo como punto de partida.

En manos de De Quincey, Catalina de Erauso se transfigura. La antigua monja disfrazada de hombre fue un ser brutal, asesino que contaba sus crímenes con indiferencia, soldado castigado por su crueldad para con los indios. En De Quincey, por el contrario, Catalina es una muchacha hermosa y lozana, un héroe militar, un delicado personaje romántico que por la fuerza de las circunstancias y cierta viveza de genio —que su autor encuentra disculpable— reparte estocadas entre los insolentes pero mantiene siempre el sello de pureza y religión de sus años de convento. De Quincey se reconocería un poco en ella: como Catalina se había lanzado a los caminos siendo casi un niño, estuvo cerca de la muerte y a último momento lo salvó la inolvidable Ann de las calles londinenses: como a Catalina (su personaje, no el histórico) lo asaltaban terrores y remordimientos. El escenario de La monja alférez no es tanto la América del siglo XVII cuanto los sueños de De Quincey. Las desolaciones aéreas de los Andes, las catedrales entrevistas en el cielo son parte del teatro mental del comedor de opio y evocan las visiones descritas en sus otros libros. De Quincey, que no cruzó el Canal, que no levantó nunca la mano contra nadie, fue uno de los grandes aventureros ingleses: una botella de láudano lo transportaba de la soledad de su biblioteca a reinos más extraños que el Perú. El azar de una lectura lo movió a recrear los duelos, persecuciones y naufragios de una muchacha, de la sombra de una muchacha a la que dio vida, no con libros que no se ocupó en leer sino con su propia imaginación:

A pesar de sus protestas De Quincey no cuenta la historia de la monja alférez sino su novela. Aún este término no es exacto porque se trata de un novelista muy personal. «Esencialmente digresivo» lo llamaría Baudelaire y este libro le da la razón desde las primeras páginas; para De Quincey la digresión era un impulso irresistible y también un arte. En uno de los mejores momentos del relato, el trágico paso de los Andes, abandona de pronto a su heroína y se embarca en una interpretación de la «Rima del viejo marino» de Coleridge. Vale la pena leer esas páginas por sí mismas, pues De Quincey es un crítico excelente y siempre tiene algo que decir, aun cuando se aleje de su tema. Pero lo importante es que aquí, como en otros lugares, juega con dos tiempos: el tiempo interno de la narración, el tiempo del lector que la lee. Estos bruscos cambios de plano son contrarios a un principio general: el novelista debe estar ausente de su creación; para que el lector acepte los sucesos narrados es preciso que olvide que alguien los está inventando. De Quincey se burla alegremente de estos principios, interviene a cada instante, comenta la acción, habla de sí mismo y de sus preocupaciones (por ejemplo, cuando expone las virtudes curativas del alcohol y del opio que los médicos se obstinan en negar), se dirige al lector, le pide su opinión, le sonríe, se burla de él. Tal vez estas mismas transgresiones lo acercan más a nosotros, lectores de una época en que la novela se critica a sí misma y se toma todas las libertades.

En 18S4, al aparecer por primera vez su texto en un volumen, De Quincey cambió el título a The Spanish Military Nun, suprimió la nota preliminar, añadió otra más extensa al final y dividió la obra en veintiséis capítulos. El mismo número de capítulos tenían las memorias y esto hace suponer a Maurice Saillet (que prologó la versión francesa de Pierre Schneider: La nonne militaire d’Espagne, Julliard, París 1954) que entre 1847 y 1854 De Quincey tuvo alguna noticia de la edición de Ferrer. Para nuestra traducción hemos utilizado:

The Collected Writings of Thomas De Quincey, vol. XIII, Tides and Prose Phantasies. Edición a cargo de David Masson, Edimburgo 1890 / The Spanish Military Nun en pps. 159-250.

Hemos dejado algunas incongruencias, como esa simpática locando italianizante (cap. 23) que aparece tan sorpresivamente, perdida en los Andes a comienzos del siglo XVII.

Luis Loayza

LA MONJA ALFÉREZ

1. Una nueva molestia llega a España

Una noche del año 1592 (pero cuál de ellas es un secreto que admite 365 revelaciones) un hidalgo español de la plaza fuerte de San Sebastián se enteró por la nodriza de una novedad desagradable: su esposa acababa de dar a luz una niña. La pobre insensata no hubiera podido hacerle un obsequio más enteramente ajeno a sus propósitos. El hidalgo tenía ya tres hijas y por lo tanto había superado en 2 + 1 lo que, de acuerdo con sus cálculos, era una cantidad razonable. Siempre hay lugar para otro varón, pero en España el exceso de hijas era la más grave de las molestias. Así pues, hizo lo que trataba de hacer en este caso cualquier caballero español orgulloso y perezoso. Supongo que no será necesario detenerme en un paréntesis para informar al vulgar lector británico, cuya gloria es trabajar mucho, que el timbre de honor de los caballeros españoles residía justamente en estas dos cualidades de orgullo y pereza, pues sin orgullo, o con una ocupación cualquiera, no podía esperarse sino la ruina de la rancia aristocracia española, muchos de cuyos miembros se jactaban de que nadie de su estirpe —salvo, tal vez algún descastado o un mero terrae filius— hubiese trabajado un solo día después del Diluvio. Confesaban que en el Arca, obligados por Noé, no tuvieron más remedio que arrimar el hombro, pues en realidad había mucho que hacer y alguien tenía que hacerlo, pero añadían enfáticamente que una vez fijada el ancla en el monte Ararat ningún antepasado de la nobleza española trabajó nunca, cómo no fuera por intermedio de sus esclavos. Y fueron las nuevas perspectivas de holganza procuradas por nuevas generaciones de esclavos las que (a juicio de muchos) llevaron a España a participar tan decididamente en las empresas de Cortés y de Pizarro. Gracias a ellas una corporación de caballeros sedentarios, sin tan siquiera descruzar las piernas tres veces nobles, podría recabar eternamente tributos de oro y plata, extraídos de minas eternas por una eterna sucesión de naciones conquistadas o por conquistar. Entretanto, mientras se convirtiesen en realidad estas visiones doradas, las hijas aristocráticas que constituían el tormento hereditario del auténtico señor castellano seguirían el camino que señalaban las buenas y viejas costumbres, es decir, que se las encerraría de por vida en un convento; este plan no entrañaba sacrificio alguno para las partes interesadas con la única excepción, ligerísima e insignificante, del sacrificio que debían hacer las hijas de su felicidad y sus derechos. Pero sin duda tan leve e inevitable contrariedad no merecía la atención de los filósofos, sobre todo si se la comparaba con la magnífica adquisición de un ocio infinito para una aristocracia tan antigua. Generaciones de hijas habrían de perecer, y tenerlo a mucha honra, para que sus papás, los hidalgos, florecieran en el descanso. En acatamiento a tales principios nuestro hidalgo de San Sebastián envolvió en un pañuelo a la recién nacida, tan odiosa a sus ojos paternales, y después de abrigarse la garganta con bastante más cuidado se precipitó al vecino convento de San Sebastián, es decir no sólo uno de los conventos de dicha ciudad sino (entre muchos) el dedicado especialmente a ese santo. Está bien que en este mundo tan lleno de peleas todos nos disputemos por cuestiones de gusto; si estuviéramos demasiado de acuerdo sobre los objetos que deben gustamos estaríamos demasiado de acuerdo sobre aquellos de que debemos apropiamos, con lo cual habría mucho más pleitos de los que provocan los desacuerdos. El diminuto renacuajo humano, cuya presencia no había podido tolerar durante diez minutos el viejo sapo que le tocó por padre, fue recibido en el convento de San Sebastián con una alegría sólo comparable a la aversión que despertara en casa. La madre superiora, que era su tía por el lado materno, besó y bendijo a la joven dama. Las pobres monjitas, que nunca tendrían hijos propios y que languidecían por falta de distracciones, se volvieron locas de contento ante la posibilidad de una pequeña engreída. La superiora agradeció al hidalgo por tan espléndido regalo. Luego todas y cada una de las monjas le dieron las gracias, hasta que el viejo cocodrilo dejó escapar una lágrima sentimental conmovido ante el exceso de generosidad que descubría en sí mismo. En verdad, dijo, la generosidad era su débil, después de la ternura paternal.

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