Thomas
de Quincey
La monja alférez
DE
QUINCEY Y LA MONJA ALFÉREZ
Hay varias
menciones de Catalina de Erauso en documentos de época, y hasta una pieza de
teatro que sobre ella escribió Juan Pérez de Montalbán, pero sus memorias se
publicaron por primera vez sólo en el siglo XIX:
HISTORIA DE LA MONJA ALFÉREZ, Doña Catalina de
Erauso, escrita por ella misma, e ilustrada con notas y documentos por D.
JOAQUÍN MARÍA DE FERRER, París, en la imprenta de Julio Didot, calle del Puente
de Lodi, 6, 1829.
Eran malos
tiempos para publicar libros: la edición se perdió casi enteramente poco
después, en la revolución de 1830, y se convirtió en una curiosidad
bibliográfica. Esto lo sabemos por Alexis de Valon, que debió poseer uno de los
raros ejemplares y lo aprovechó en su relato «Catalina de Erauso», publicado en
la Revue des Deux Mondes de 15 de febrero de 1847 y
recogido luego en volumen: Nouvelles et chroniques,
Dentu, París 1851 («Catalina de Erauso» en pps. 347-354). El método de Valon
consiste en omitir algunos detalles, alterar otros y añadir muchos nuevos para
adaptar las memorias en una crónica breve y no demasiado increíble. El comienzo
y el final de la historia, por ejemplo, son de su cosecha. Catalina no entró al
convento recién nacida sino a los cinco años. Tampoco desapareció
misteriosamente al regresar a América. Las memorias sólo llegan hasta su
estancia en Italia pero sabemos además, por el testimonio de un contemporáneo,
Fray Nicolás de Rentería, que en 1645 Catalina estaba en Veracruz, donde se
hacía llamar Don Antonio de Erauso y se ganaba la vida transportando equipajes
con una recua de mulas. El final de Valon no es verdadero, aunque sin duda bien
hallado e intrigó a De Quincey. Valon pensaría seguramente que era preciso dar
una conclusión a su relato. En cambio es curioso que omitiera otras aventuras,
como la que recoge Ricardo Palma en sus Tradiciones peruanas:
Catalina se hallaba en la cárcel, acusada de haber dado muerte a un hombre;
pidió la comunión y, tomando la hostia entre sus manos, dio en gritar: ¡A
iglesia me llamo!; nadie se atrevió a tocarla por temor a cometer un sacrilegio
y al cabo logró refugiarse en sagrado y salvar la vida.
La deuda de De
Quincey con Valon es clarísima porque lo sigue en todas sus adiciones y
omisiones. Urgido como siempre por los editores de revistas que le reclamaban
las colaboraciones prometidas, De Quincey no debió tener tiempo para investigar
por su cuenta, ni siquiera para procurarse las memorias; puso inmediatamente
manos a la obra y sus artículos, titulados «La monja náutico-militar de España»
aparecieron en los números de mayo, junio, y julio de 1847 del Tait’s Edinburgh Magazine, con la siguiente advertencia al
lector:
No existe ningún volumen de memorias, ninguna
biografía que como ésta haya sido comprobada tres veces por pruebas y
atestaciones, directas y colaterales. De los archivos de la Marina Real en
Sevilla, de la autobiografía de la heroína, de los cronistas contemporáneos y
de varias fuentes oficiales diseminadas dentro y fuera de España, algunas de
ellas eclesiásticas, se han obtenido las más amplias confirmaciones, y todavía
pueden lograrse muchas más, de los extraordinarios acontecimientos aquí
registrados. El Sr. de Ferrer, un español de mucho estudio que en un comienzo
acogió con incredulidad estos hechos, publicó hace unos diecisiete años una
selección de los principales documentos, acompañados por su palinode
en cuanto a su veracidad. Desde entonces estos materiales han servido de base a
más de una narración, no inexacta, en publicaciones francesas, alemanas y
españolas de la más elevada autoridad. Es raro que los autores franceses pequen
por demasiado prolijos. Así ha ocurrido en este caso. El presente relato, en el
que no hay una sola frase derivada de ninguno extranjero, tiene la gran ventaja
de la apretada concisión; mis propias páginas, teniendo en cuenta el tamaño,
están en relación de 1 a 3 con la más escueta de las formas adoptadas en el
continente.
Como se
advierte, De Quincey es vago en cuanto a sus fuentes. La acusación de
prolijidad contra Valon es injusta, pues su propio texto fue mucho más largo.
Pero De Quincey no mintió al afirmar que ni una sola frase de su relato
provenía de los publicados en el extranjero. Tomó los hechos de Valon pero en
su libro los hechos son lo de menos; desde las primeras páginas, en que inventó
el pañuelo con que el padre envuelve a la recién nacida, siguió su propio
camino, añadió nuevos detalles y, con su sentido del humor y su visión de lo
trágico y lo misterioso, transformó la pálida crónica del francés en una
narración que es enteramente suya. Al final Valon quedaría separado de De
Quincey por toda la distancia que media entre un glosador más o menos infiel y
una imaginación creadora que se adueña de un texto ajeno para usarlo como punto
de partida.
En manos de De
Quincey, Catalina de Erauso se transfigura. La antigua monja disfrazada de
hombre fue un ser brutal, asesino que contaba sus crímenes con indiferencia,
soldado castigado por su crueldad para con los indios. En De Quincey, por el
contrario, Catalina es una muchacha hermosa y lozana, un héroe militar, un
delicado personaje romántico que por la fuerza de las circunstancias y cierta
viveza de genio —que su autor encuentra disculpable— reparte estocadas entre
los insolentes pero mantiene siempre el sello de pureza y religión de sus años
de convento. De Quincey se reconocería un poco en ella: como Catalina se había
lanzado a los caminos siendo casi un niño, estuvo cerca de la muerte y a último
momento lo salvó la inolvidable Ann de las calles londinenses: como a Catalina
(su personaje, no el histórico) lo asaltaban terrores y remordimientos. El
escenario de La monja alférez no es tanto la América
del siglo XVII cuanto los sueños de De
Quincey. Las desolaciones aéreas de los Andes, las catedrales entrevistas en el
cielo son parte del teatro mental del comedor de opio y evocan las visiones
descritas en sus otros libros. De Quincey, que no cruzó el Canal, que no
levantó nunca la mano contra nadie, fue uno de los grandes aventureros
ingleses: una botella de láudano lo transportaba de la soledad de su biblioteca
a reinos más extraños que el Perú. El azar de una lectura lo movió a recrear
los duelos, persecuciones y naufragios de una muchacha, de la sombra de una
muchacha a la que dio vida, no con libros que no se ocupó en leer sino con su
propia imaginación:
A pesar de sus
protestas De Quincey no cuenta la historia de la monja alférez sino su novela.
Aún este término no es exacto porque se trata de un novelista muy personal.
«Esencialmente digresivo» lo llamaría Baudelaire y este libro le da la razón
desde las primeras páginas; para De Quincey la digresión era un impulso
irresistible y también un arte. En uno de los mejores momentos del relato, el
trágico paso de los Andes, abandona de pronto a su heroína y se embarca en una
interpretación de la «Rima del viejo marino» de Coleridge. Vale la pena leer
esas páginas por sí mismas, pues De Quincey es un crítico excelente y siempre
tiene algo que decir, aun cuando se aleje de su tema. Pero lo importante es que
aquí, como en otros lugares, juega con dos tiempos: el tiempo interno de la
narración, el tiempo del lector que la lee. Estos bruscos cambios de plano son
contrarios a un principio general: el novelista debe estar ausente de su
creación; para que el lector acepte los sucesos narrados es preciso que olvide
que alguien los está inventando. De Quincey se burla alegremente de estos
principios, interviene a cada instante, comenta la acción, habla de sí mismo y
de sus preocupaciones (por ejemplo, cuando expone las virtudes curativas del
alcohol y del opio que los médicos se obstinan en negar), se dirige al lector,
le pide su opinión, le sonríe, se burla de él. Tal vez estas mismas
transgresiones lo acercan más a nosotros, lectores de una época en que la
novela se critica a sí misma y se toma todas las libertades.
En 18S4, al
aparecer por primera vez su texto en un volumen, De Quincey cambió el título a The Spanish Military Nun, suprimió la nota preliminar,
añadió otra más extensa al final y dividió la obra en veintiséis capítulos. El
mismo número de capítulos tenían las memorias y esto hace suponer a Maurice
Saillet (que prologó la versión francesa de Pierre Schneider: La nonne militaire d’Espagne, Julliard, París 1954) que
entre 1847 y 1854 De Quincey tuvo alguna noticia de la edición de Ferrer. Para
nuestra traducción hemos utilizado:
The Collected Writings of Thomas De Quincey, vol.
XIII, Tides and Prose Phantasies. Edición a
cargo de David Masson, Edimburgo 1890 / The Spanish Military Nun en pps. 159-250.
Hemos dejado algunas
incongruencias, como esa simpática locando
italianizante (cap. 23) que aparece tan sorpresivamente, perdida en los Andes a
comienzos del siglo XVII.
Luis Loayza
LA
MONJA ALFÉREZ
1. Una nueva molestia
llega a España
Una noche del
año 1592 (pero cuál de ellas es un secreto que admite 365 revelaciones) un
hidalgo español de la plaza fuerte de San Sebastián se enteró por la nodriza de
una novedad desagradable: su esposa acababa de dar a luz una niña. La pobre
insensata no hubiera podido hacerle un obsequio más enteramente ajeno a sus
propósitos. El hidalgo tenía ya tres hijas y por lo tanto había superado en 2 +
1 lo que, de acuerdo con sus cálculos, era una cantidad razonable. Siempre hay
lugar para otro varón, pero en España el exceso de hijas era la más grave de
las molestias. Así pues, hizo lo que trataba de hacer en este caso cualquier
caballero español orgulloso y perezoso. Supongo que no será necesario detenerme
en un paréntesis para informar al vulgar lector británico, cuya gloria es
trabajar mucho, que el timbre de honor de los caballeros españoles residía
justamente en estas dos cualidades de orgullo y pereza, pues sin orgullo, o con
una ocupación cualquiera, no podía esperarse sino la ruina de la rancia
aristocracia española, muchos de cuyos miembros se jactaban de que nadie de su
estirpe —salvo, tal vez algún descastado o un mero terrae
filius— hubiese trabajado un solo día después del Diluvio. Confesaban
que en el Arca, obligados por Noé, no tuvieron más remedio que arrimar el
hombro, pues en realidad había mucho que hacer y alguien tenía que hacerlo,
pero añadían enfáticamente que una vez fijada el ancla en el monte Ararat
ningún antepasado de la nobleza española trabajó nunca, cómo no fuera por
intermedio de sus esclavos. Y fueron las nuevas perspectivas de holganza
procuradas por nuevas generaciones de esclavos las que (a juicio de muchos)
llevaron a España a participar tan decididamente en las empresas de Cortés y de
Pizarro. Gracias a ellas una corporación de caballeros sedentarios, sin tan siquiera
descruzar las piernas tres veces nobles, podría recabar eternamente tributos de
oro y plata, extraídos de minas eternas por una eterna sucesión de naciones
conquistadas o por conquistar. Entretanto, mientras se convirtiesen en realidad
estas visiones doradas, las hijas aristocráticas que
constituían el tormento hereditario del auténtico señor castellano seguirían el
camino que señalaban las buenas y viejas costumbres, es decir, que se las
encerraría de por vida en un convento; este plan no entrañaba sacrificio alguno
para las partes interesadas con la única excepción, ligerísima e
insignificante, del sacrificio que debían hacer las hijas de su felicidad y sus
derechos. Pero sin duda tan leve e inevitable contrariedad no merecía la
atención de los filósofos, sobre todo si se la comparaba con la magnífica
adquisición de un ocio infinito para una aristocracia tan antigua. Generaciones
de hijas habrían de perecer, y tenerlo a mucha honra, para que sus papás, los
hidalgos, florecieran en el descanso. En acatamiento a tales principios nuestro
hidalgo de San Sebastián envolvió en un pañuelo a la recién nacida, tan odiosa
a sus ojos paternales, y después de abrigarse la garganta con bastante más
cuidado se precipitó al vecino convento de San Sebastián, es decir no sólo uno
de los conventos de dicha ciudad sino (entre muchos) el dedicado especialmente
a ese santo. Está bien que en este mundo tan lleno de peleas todos nos
disputemos por cuestiones de gusto; si estuviéramos demasiado de acuerdo sobre
los objetos que deben gustamos estaríamos demasiado de acuerdo sobre aquellos
de que debemos apropiamos, con lo cual habría mucho más pleitos de los que
provocan los desacuerdos. El diminuto renacuajo humano, cuya presencia no había
podido tolerar durante diez minutos el viejo sapo que le tocó por padre, fue
recibido en el convento de San Sebastián con una alegría sólo comparable a la
aversión que despertara en casa. La madre superiora, que era su tía por el lado
materno, besó y bendijo a la joven dama. Las pobres monjitas, que nunca
tendrían hijos propios y que languidecían por falta de distracciones, se
volvieron locas de contento ante la posibilidad de una pequeña engreída. La
superiora agradeció al hidalgo por tan espléndido regalo. Luego todas y cada
una de las monjas le dieron las gracias, hasta que el viejo cocodrilo dejó
escapar una lágrima sentimental conmovido ante el exceso de generosidad que
descubría en sí mismo. En verdad, dijo, la generosidad era su débil, después de
la ternura paternal.
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