jueves, 7 de enero de 2021

Fuera del juego Heberto Padilla. (Fragmento).

 

 
 

 



Fuera del juego

Heberto Padilla

Edición íntegraPremio de Poesía Julián del Casal, 1968
DICTAMEN DEL JURADO DEL PREMIO DE POESÍA “JULIÁN DEL CASAL” 1968

Los miembros del jurado del género Poesía que hemos actuado en el concurso UNEAC de 1968, acordamos unánimemente conceder el Premio «Julián del Casal» al libro intitulado Fuera del Juego, de Heberto Padilla. Puesto que ningún otro libro, a nuestro juicio, tuvo méritos suficientes para disputarle el premio al que resultó vencedor, acordamos, además, no otorgar menciones honoríficas.

Consideramos que, entre los libros que concursaron, Fuera del Juego se destaca por su calidad formal y revela la presencia de un poeta en posesión plena de sus recursos expresivos.

Por otra parte, en lo que respecta al contenido, hallamos en este libro una intensa mirada sobre problemas fundamentales de nuestra época y una actitud crítica ante la historia. Heberto Padilla se enfrenta con vehemencia a los mecanismos que mueven la sociedad contemporánea y su visión del hombre dentro de la historia es dramática y, por lo mismo, agónica (en el sentido que daba Unamuno a esta expresión, es decir, de lucha). Padilla reconoce que, en el seno de los conflictos a que los somete la época, el hombre actual tiene que situarse, adoptar una actitud, contraer un compromiso ideológico y vital al mismo tiempo, y en Fuera del Juego se sitúa del lado de la Revolución, se compromete con la Revolución y adopta la actitud que es esencial al poeta y al revolucionario: la del inconforme, la del que aspira a más porque su deseo lo lanza más allá de la realidad vigente.

Aquellos poemas, cuatro o cinco a lo sumo, que fueron objetados, habían sido publicados en prestigiosas revistas cubanas del actual momento revolucionario. Así, por ejemplo, el poema En tiempos difíciles había sido publicado en la revista Casa de las Américas, bajo el rótulo «Veinte poemas hablan desde la Revolución», sin que en el momento de su publicación se engendrara ningún comentario desfavorable. Otros poemas habían sido publicados en la revista del Consejo Nacional de Cultura y de la UNEAC así como en revistas extranjeras que muestran un apasionado entusiasmo por nuestra Revolución.

La fuerza y lo que le da sentido revolucionario a este libro es, precisamente, el hecho de no ser apologético, sino crítico, polémico, y estar esencialmente vinculado a la idea de la Revolución como la única solución posible para los problemas que obsesionan a su autor, que son los de la época que nos ha tocado vivir.

J. M. COHEN

CÉSAR CALVO

JOSÉ LEZAMA LIMA

JOSÉ Z. TALLET

MANUEL DÍAZ MARTÍNEZ

 
DECLARACIÓN DE LA U.N.E.A.C.

EL DÍA 28 de octubre de este año se reunieron en sesión conjunta el comité director de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) y los jurados extranjeros y nacionales designados por ella en el concurso literario que, como en años anteriores, tuvo lugar en éste. El fin de dicha reunión era el de examinar juntos los premios otorgados a dos obras: en poesía, la titulada Fuera del Juego, de Heberto Padilla, y en teatro, Los siete contra Tebas, de Antón Arrufat. Ambas ofrecían puntos conflictivos en un orden político, los cuales no habían sido tomados en consideración al dictarse el fallo, según el parecer del comité director de la Unión. Luego de un amplísimo debate, que duró varias horas, en el que cada asistente se expresó con entera independencia, se tomaron los siguientes acuerdos, por unanimidad: 1. Publicar las obras premiadas de Heberto Padilla en poesía y Antón Arrufat en teatro.

2. El comité director insertará una nota en ambos libros expresando su desacuerdo con los mismos por entender que son ideológicamente contrarios a nuestra Revolución.

3. Se incluirán los votos de los jurados sobre las obras discutidas, así como la expresión de las discrepancias mantenidas por algunos de dichos jurados con el comité ejecutivo de la UNEAC.

En cumplimiento, pues, de lo anterior, el comité director de la UNEAC hace constar por este medio su total desacuerdo con los premios concedidos a las obras de poesía y teatro que, con sus autores, han sido mencionados al comienzo de este escrito. La dirección de la UNEAC no renuncia al derecho ni al deber de velar por el mantenimiento de los principios que informan nuestra Revolución, uno de los cuales es sin duda la defensa de ésta, así de los enemigos declarados y abiertos como —y son los más peligrosos— de aquellos otros que utilizan medios más arteros y sutiles para actuar.

El IV Concurso Literario de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba, tuvo lugar en momentos en que alcanzaban en nuestro país singular intensidad ciertos fenómenos típicos de la lucha ideológica, presentes en toda revolución social profunda. Corrientes de ideas, posiciones y actitudes cuya raíz se nutre siempre de la sociedad abolida por la Revolución, se desarrollaron y crecieron, plegándose sutilmente a los cambios y variaciones que imponía un proceso revolucionario sin acomodamientos ni transigencias.

El respeto de la revolución cubana por la libertad de expresión, demostrable en los hechos, no puede ser puesto en duda. Y la Unión de Escritores y Artistas, considerando que aquellos fenómenos desaparecerían progresivamente, barridos por un desarrollo económico y social que se reflejaría en la superestructura, autorizó la publicación en sus ediciones de textos literarios cuya ideología, en la superficie o subyacente, andaba a veces muy lejos o se enfrentaba a los fines de nuestra revolución.

Esta tolerancia, que buscaba la unión de todos los creadores literarios y artísticos, fue al parecer interpretada como un signo de debilidad, favorable a la intensificación de una lucha cuyo objetivo último no podía ser otro que el intento de socavar la indestructible firmeza ideológica de los revolucionarios.

En los últimos meses hemos publicado varios libros, en los que en dimensión mayor o menor y por caminos diversos, se perseguía idéntico fin. Era evidente que la decisión de respetar la libertad de expresión hasta el mismo límite en que ésta comienza a ser libertad para la expresión contrarrevolucionaria, estaba siendo considerada como el surgimiento de un clima de liberalismo sin orillas, producto siempre del abandono de los principios. Y esta interpretación es inadmisible, ya que nadie ignora, en Cuba o fuera de ella, que la característica más profunda y más hermosa de la revolución cubana, es precisamente su respeto y su irrenunciable fidelidad a los principios que son la raíz profunda de su vida.

Como dijimos en dos de los seis géneros literarios concursantes, Poesía y Teatro, la Dirección de la Unión encontró que los premios habían recaído en obras construidas sobre elementos ideológicos francamente opuestos al pensamiento de la Revolución.

En el caso del libro de poesía, desde su título: Fuera del Juego, juzgado dentro del contexto general de la obra, deja explícita la autoexclusión de su autor de la vida cubana.

Padilla mantiene en sus páginas una ambigüedad mediante la cual pretende situar, en ocasiones, su discurso en otra latitud. A veces es una dedicatoria a un poeta griego, a veces una alusión a otro país. Gracias a este expediente demasiado burdo cualquier descripción que siga no es aplicable a Cuba, y las comparaciones sólo podrán establecerse en la conciencia sucia del que haga los paralelos. Es un recurso utilizado en la lucha revolucionaria que el autor quiere aplicar ahora precisamente, contra las fuerzas revolucionarias. Exonerado de sospechas, Padilla puede lanzarse a atacar la revolución cubana amparado en una referencia geográfica.

Aparte de la ambigüedad ya mencionada, el autor mantiene dos actitudes básicas: una criticista y otra antihistórica. Su criticismo se ejerce desde un distanciamiento que no es el compromiso activo que caracteriza a los revolucionarios. Este criticismo se ejerce además prescindiendo de todo juicio de valor sobre los objetivos finales de la Revolución y efectuando transposiciones de problemas que no encajan dentro de nuestra realidad. Su antihistoricismo se expresa por medio de la exaltación del individualismo frente a las demandas colectivas del pueblo en desarrollo histórico y manifestando su idea del tiempo como un círculo que se repite y no como una línea ascendente. Ambas actitudes han sido siempre típicas del pensamiento de derecha, y han servido tradicionalmente de instrumento de la contrarrevolución.

En estos textos se realiza una defensa del individualismo frente a las necesidades de una sociedad que construye el futuro y significan una resistencia del hombre a convertirse en combustible social. Cuando Padilla expresa que se le arrancan sus órganos vitales y se le demanda que eche a andar, es la Revolución, exigente en los deberes colectivos quien desmembra al individuo y le pide que funcione socialmente. En la realidad cubana de hoy, el despegue económico que nos extraerá del subdesarrollo exige sacrificios personales y una contribución cotidiana de tareas para la sociedad. Esta defensa del aislamiento equivale a una resistencia a entregarse en los objetivos comunes, además de ser una defensa de superadas concepciones de la ideología liberal burguesa.

Sin embargo para el que permanece al margen de la sociedad, fuera de juego, Padilla reserva sus homenajes. Dentro de la concepción general de este libro el que acepta la sociedad revolucionaria es el conformista, el obediente. El desobediente, el que se abstiene, es el visionario que asume una actitud digna. En la conciencia de Padilla, el revolucionario baila como le piden que sea el baile y asiente incesantemente a todo lo que le ordenan, es el acomodado, el conformista que habla de los milagros que ocurren. Padilla, por otra parte, resucita el viejo temor orteguiano de las minorías selectas a ser sobrepasadas por una masividad en creciente desarrollo. Esto tiene, llevado a sus naturales consecuencias, un nombre en la nomenclatura política: fascismo.

El autor realiza un trasplante mecánico de la actitud típica del intelectual liberal dentro del capitalismo, sea ésta de escepticismo o de rechazo crítico. Pero si al efectuar la transposición, aquel intelectual honesto y rebelde que se opone a la inhumanidad de la llamada cultura de masas y a la cosificación de la sociedad de consumo, mantiene su misma actitud dentro de un impetuoso desarrollo revolucionario, se convierte objetivamente en un reaccionario. Y esto es difícil de entender para el escritor contemporáneo que se abraza desesperadamente a su papel anticonformista y de conciencia colectiva, pues es ése el que le otorga su función social y cree —erróneamente—, que al desaparecer ese papel también será barrido como intelectual. No es el caso del autor que por haber vivido en ambas sociedades conoce el valor de una y otra actitud y selecciona deliberadamente.

La revolución cubana no propone eliminar la crítica ni exige que se le hagan loas ni cantos apologéticos. No pretende que los intelectuales sean corifeos sin criterio. La obra de la Revolución es su mejor defensora ante la historia, pero el intelectual que se sitúa críticamente frente a la sociedad, debe saber que, moralmente, está obligado a contribuir también a la edificación revolucionaria.

Al enfocar analíticamente la sociedad contemporánea, hay que tener en cuenta que los problemas de nuestra época no son abstractos, tienen apellido y están localizados muy concretamente. Debe definirse contra qué se lucha y en nombre de qué se combate. No es lo mismo el colonialismo que las luchas de liberación nacional; no es lo mismo el imperialismo que los países subyugados económicamente; no es lo mismo Cuba que Estados Unidos; no es lo mismo el fascismo que el comunismo, ni la dictadura del proletariado es similar en lo absoluto a las dictaduras castrenses latinoamericanas.

Al hablar de la historia “como el golpe que debes aprender a resistir”, al afirmar que “ya tengo el horror  y hasta el remordimiento de pasado mañana” y en otro texto: “sabemos que en el día de hoy está el error  que alguien habrá de condenar mañana”, ve a la historia como un enemigo, como un juez que va a castigar. Un revolucionario no teme a la historia, la ve, por el contrario, como la confirmación de su confianza en la transformación de la vida.

Pero Padilla apuesta sobre el error presente —sin contribuir a su enmienda—, y su escepticismo se abre paso ya sin límites, cerrando todos los caminos: el individuo se disuelve en un presente sin objetivos y no tiene absolución posible en la historia. Sólo queda para el que vive en la revolución abjurar de su personalidad y de sus opiniones para convertirse en una cifra dentro de la muchedumbre para disolverse en la masa despersonalizada. Es la vieja concepción burguesa de la sociedad comunista.

En otros textos Padilla trata de justificar, en un ejercicio de ficción y de enmascaramiento, su notorio ausentismo de su patria en los momentos difíciles en que ésta se ha enfrentado al imperialismo; y su inexistente militancia personal; convierte la dialéctica de la lucha de clases en la lucha de sexos; sugiere persecuciones y climas represivos en una revolución como la nuestra que se ha caracterizado por su generosidad y su apertura, identifica lo revolucionario con la ineficiencia y la torpeza; se conmueve con los contrarrevolucionarios que se marchan del país y con los que son fusilados por sus crímenes contra el pueblo y sugiere complejas emboscadas contra sí que no pueden ser índice más que de un arrogante delirio de grandeza o de un profundo resentimiento. Resulta igualmente hiriente para nuestra sensibilidad que la Revolución de Octubre sea encasillada en acusaciones como “el puñetazo en plena cara y el empujón a medianoche”, el terror que no puede ocultarse en el viento de la torre Spaskaya, las fronteras llenas de cárceles, el poeta “culto en los más oscuros crímenes de Stalin”, los cincuenta años que constituyen un “círculo vicioso de lucha y de terror”, el millón de cabezas cada noche, el verdugo con tareas de poeta, los viejos maestros duchos en el terror de nuestra época, etcétera.

Si en definitiva en el proceso de la revolución soviética se cometieron errores, no es menos cierto que los logros —no mencionados en El abedul de hierro—, son más numerosos, y que resulta francamente chocante que a los revolucionarios bolcheviques, hombres de pureza intachable, verdaderos poetas de la transformación social, se les sitúe con falta de objetividad histórica, irrespetuosidad hacia sus actos y desconsideración de sus sacrificios.

Sobre los demás poemas y sobre estos mencionados, dejemos el juicio definitivo a la conciencia revolucionaria del lector que sabrá captar qué mensaje se oculta entre tantas sugerencias, alusiones, rodeos, ambigüedades e insinuaciones.

Igualmente entendemos nuestro deber señalar que estimamos una falta ética matizada de oportunismo que el autor en un texto publicado hace algunos meses, acusara a la UNEAC con calificativos denigrantes, y que en un breve lapso y sin que mediara una rectificación se sometiera al fallo de un concurso que esta institución convoca.

También entendemos como una adhesión al enemigo, la defensa pública que el autor hizo del tránsfuga Guillermo Cabrera Infante, quien se declaró públicamente traidor a la Revolución.

En última instancia concurren en el autor de este libro todo un conjunto de actitudes, opiniones, comentarios y provocaciones que lo caracterizan y sitúan políticamente en términos acordes a los criterios aquí expresados por la UNEAC, hechos que no eran del conocimiento de todos los jurados y que alargarían innecesariamente este prólogo de ser expuestos aquí.

En cuanto a la obra de Antón Arrufat, Los siete contra Tebas, no es preciso ser un lector extremadamente suspicaz, para establecer aproximaciones más o menos sutiles entre la realidad fingida que plantea la obra, y la realidad no menos fingida que la propaganda imperialista difunde por el mundo, proclamando que se trata de la realidad de Cuba revolucionaria. Es por esos caminos como se identifica a la “ciudad sitiada” de esta versión de Esquilo con la “isla cautiva” de que hablara John F. Kennedy. Todos los elementos que el imperialismo yanqui quisiera que fuesen realidades cubanas, están en esta obra, desde el pueblo aterrado ante el invasor que se acerca (los mercenarios de Playa Girón estaban convencidos que iban a encontrar ese terror popular abriéndoles todos los caminos), hasta la angustia por la guerra que los habitantes de la ciudad (el Coro), describen como la suma del horror posible, dándonos implícito el pensamiento de que lo mejor sería evitar ese horror de una lucha fratricida, de una guerra entre hermanos. Aquí también hay una realidad fingida: los que abandonan su patria y van a guarecerse en la casa de los enemigos, a conspirar contra ella y prepararse para atacarla, dejan de ser hermanos para convertirse en traidores. Sobre el turbio fondo de un pueblo aterrado, Etéocles y Polinice dialogan a un mismo nivel de fraterna dignidad.

Ahora bien: ¿a quién o a quiénes sirven estos libros? ¿Sirven a nuestra revolución, calumniada en esa forma, herida a traición por tales medios?

Evidentemente, no. Nuestra convicción revolucionaria nos permite señalar que esa poesía y ese teatro sirven a nuestros enemigos, y sus autores son los artistas que ellos necesitan para alimentar su caballo de Troya a la hora en que el imperialismo se decida a poner en práctica su política de agresión bélica frontal contra Cuba. Prueba de ello son los comentarios que esta situación está mereciendo de cierta prensa yanqui y europea occidental, y la defensa, abierta unas veces y entreabierta otras, que en esa prensa ha comenzado a suscitar. Está en el juego, no fuera de él, ya lo sabemos, pero es útil repetirlo, es necesario no olvidarlo.

En definitiva, se trata de una batalla ideológica, un enfrentamiento político en medio de una revolución en marcha, a la que nadie podrá detener. En ella tomarán parte no sólo los creadores ya conocidos por su oficio, sino también los jóvenes talentos que surgen en nuestra isla, y sin duda los que trabajan en otros campos de la producción y cuyo juicio es imprescindible, en una sociedad integral.

En resumen: la dirección de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba rechaza el contenido ideológico del libro de poemas y de la obra teatral premiados.

Es posible que tal medida pueda señalarse por nuestros enemigos declarados o encubiertos y por nuestros amigos confundidos, como un signo de endurecimiento. Por el contrario, entendemos que ella será altamente saludable para la Revolución, porque significa su profundización y su fortalecimiento al plantear abiertamente la lucha ideológica.

Comité Director de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba

La Habana, 15 de noviembre de 1968

“Año del Guerrillero Heroico”

 
 
 I. FUERA DEL JUEGO
 
EN TIEMPOS DIFÍCILES

A aquel hombre le pidieron su tiempo

para que lo juntara al tiempo de la Historia.

Le pidieron las manos,

porque para una época difícil

nada hay mejor que un par de buenas manos.

Le pidieron los ojos

que alguna vez tuvieron lágrimas

para que contemplara el lado claro

(especialmente el lado claro de la vida)

porque para el horror basta un ojo de asombro.

Le pidieron sus labios resecos y cuarteados para afirmar, para erigir, con cada afirmación, un sueño (el-alto-sueño);

le pidieron las piernas,

duras y nudosas,

(sus viejas piernas andariegas) porque en tiempos difíciles ¿algo hay mejor que un par de piernas para la construcción o la trinchera?

Le pidieron el bosque que lo nutrió de niño, con su árbol obediente.

Le pidieron el pecho, el corazón, los hombros.

Le dijeron

que eso era estrictamente necesario.

Le explicaron después

que toda esta donación resultaría inútil

sin entregar la lengua,

porque en tiempos difíciles

nada es tan útil para atajar el odio o la mentira.

Y finalmente le rogaron

que, por favor, echase a andar,

porque en tiempos difíciles

esta es, sin duda, la prueba decisiva.

 
EL DISCURSO DEL MÉTODO

Si después que termina el bombardeo,

andando sobre la hierba que puede crecer lo mismo

entre las ruinas que en el sombrero de tu Obispo, eres capaz de imaginar que no estás viendo lo que se va a plantar irremediablemente delante de tus ojos, o que no estás oyendo

lo que tendrás que oír durante mucho tiempo todavía; o (lo que es peor)

piensas que será suficiente la astucia o el buen juicio para evitar que un día, al entrar en tu casa, sólo encuentres un sillón destruido, con un montón de libros rotos,

yo te aconsejo que corras enseguida, que busques un pasaporte, alguna contraseña,

un hijo enclenque, cualquier cosa que puedan justificarte ante una policía por el momento torpe (porque ahora está formada de campesinos y peones)

y que te largues de una vez y para siempre.

Huye por la escalera del jardín (que no te vea nadie).

No cojas nada.

No servirán de nada

ni un abrigo, ni un guante, ni un apellido, ni un lingote de oro, ni un título borroso.

No pierdas tiempo

enterrando joyas en las paredes (las van a descubrir de cualquier modo).

No te pongas a guardar escrituras en los sótanos (las localizarán después los milicianos).

Ten desconfianza de la mejor criada.

No le entregues las llaves al chofer, no le confíes la perra al jardinero.

No te ilusiones con las noticias de onda corta.

Párate ante el espejo más alto de la sala, tranquilamente, y contempla tu vida,

y contémplate ahora como eres

porque ésta será la última vez.

Ya están quitando las barricadas de los parques.

Ya los asaltadores del poder están subiendo a la tribuna.

Ya el perro, el jardinero, el chofer, la criada están allí aplaudiendo.

 
ORACIÓN PARA EL FIN DE SIGLO

Nosotros que hemos mirado siempre con ironía e indulgencia los objetos abigarrados del fin de siglo: las construcciones trabadas en oscuras levitas. Nosotros para quienes el fin de siglo fue a lo sumo un grabado y una oración francesa.

Nosotros que creíamos que al final de cien años sólo había un pájaro negro que levantaba la cofia de una abuela.

Nosotros que hemos visto el derrumbe de los parlamentos y el culo remendado del liberalismo.

Nosotros que aprendimos a desconfiar de los mitos ilustres y a quienes nos parece absolutamente imposible (inhabitable)

una sala de candelabros,

una cortina y una silla Luis XV.

Nosotros, hijos y nietos ya de terroristas melancólicos y de científicos supersticiosos,

que sabemos que en el día de hoy está el error que alguien habrá de condenar mañana.

Nosotros, que estamos viviendo los últimos años de este siglo,

deambulamos, incapaces de improvisar un movimiento que no haya sido concertado;

gesticulamos en un espacio más restringido que el de las líneas de un grabado;

 
nos ponemos las oscuras levitas

como si fuéramos a asistir a un parlamento,

mientras los candelabros saltan por la cornisa

y los pájaros negros

rompen la cofia de esta muchacha de voz ronca.

 
LOS POETAS CUBANOS YA NO SUEÑAN

Los poetas cubanos ya no sueñan

(ni siquiera en la noche).

Van a cerrar la puerta para escribir a solas cuando cruje, de pronto, la madera; el viento los empuja al garete;

unas manos los cogen por los hombros, los voltean,

los ponen frente a frente a otras caras (hundidas en pantanos, ardiendo en el napalm) y el mundo encima de sus bocas fluye y está obligado el ojo a ver, a ver, a ver.

 
CADA VEZ QUE REGRESO DE ALGÚN VIAJE

Cada vez que regreso de algún viaje

me advierten mis amigos que a mi lado se oye un gran [estruendo.

Y no es porque declare con aire soñador

lo hermoso que es el mundo

o gesticule como si anduviera

aún bajo el acueducto romano de Segovia.

Puede ocurrir que llegue

sin agujero en los zapatos,

que mi corbata tenga otro color,

que mi pelo encanezca,

que todas las muchachas recostadas en mi hombro

dejen en mi pecho su temblor,

que esté pegando gritos o se hayan vuelto

definitivamente sordos mis amigos.

 
EL HOMBRE AL MARGEN

Él no es el hombre que salta la barrera

sintiéndose ya cogido por su tiempo, ni el fugitivo

oculto en el vagón que jadea

o que huye entre los terroristas, ni el pobre

hombre del pasaporte cancelado que está siempre acechando una frontera.

Él vive más acá del heroísmo

(en esa parte oscura);

pero no se perturba; no se extraña.

No quiere ser un héroe,

ni siquiera el romántico alrededor de quien pudiera tejerse una leyenda;

pero está condenado a esta vida y, lo que más le aterra, fatalmente condenado a su época.

Es un decapitado en la alta noche, que va de un cuarto al otro, como un enorme viento que apenas sobrevive con el viento de [afuera.

Cada mañana recomienza

(a la manera de los actores italianos).

Se para en seco como si alguien le arrebatara el personaje.

Ningún espejo

se atrevería a copiar

este labio caído, esta sabiduría en bancarrota.

 
PARA ACONSEJAR A UNA DAMA

¿Y si empezara por aceptar algunos hechos como ha aceptado —es un ejemplo— a ese negro becado que mea desafiante en su jardín?

Ah, mi señora: por más que baje las cortinas; por más que oculte la cara solterona; por más que llene de perras y de gatas esa recalcitrante soledad; por más que corte los hilos del teléfono

que resuena espantoso en la casa vacía; por más que sueñe y rabie

no podrá usted borrar la realidad.

Atrévase.

Abra las ventanas de par en par. Quítese el maquillaje y la bata de dormir y quédese en cueros como vino usted al mundo.

Échese ahí, gata de la penumbra, recelosa, a esperar.

Aúlle con todos los pulmones.

La cerca es corta; es fácil de saltar, y en los albergues duermen los estudiantes.

Despiértelos.

Quémese en el proceso, gata o alción; no importa.

Meta a un becado en la cama.

Que sus muslos ilustren la lucha de contrarios.

Que su lengua sea más hábil que toda la dialéctica. Salga usted vencedora de esta lucha de clases.

miércoles, 6 de enero de 2021

La importancia de llamarse Wilde. 44 escritores de la literatura universal.


 

La importancia de llamarse Wilde

 

Había en él algo de inmoderado. Desde los tres nombres que le impusieron sus padres en la pila bautismal —Oscar, Fingal, O’Flahertie—, hasta su aspecto, grande, descomunal, decididamente imponente: pelo rizado, negro, labios carnosos y dedos regordetes. «La gran oruga blanca», llegaron a llamarle en los periódicos.

Nacido en Dublín en 1854 —aunque siempre, coqueto, se quitaría años—, fue un joven patoso que se movía con la torpeza del gigante, desgarbado y enorme, como si tuviera alguna pierna de más, algún brazo sobrante, incontrolado, un esqueleto hecho de gelatina.

Bueno para el latín, y malo para el álgebra, estudió en Oxford, y un día se levantó hecho un dandi. Se vistió una chaqueta de terciopelo verde, un pantalón de rayas, zapatos de charol con hebilla de plata, y en el ojal un lirio, o un girasol de hojas amarillentas, dependiendo de cómo se encontrara. El traje estético, llamaba irónicamente a ese universo suyo de corbatas de colores impensables, calzones cortos y medias de seda, como las de un torero, con el que acudía a fiestas, veladas, recepciones y citas mundanas.

Llegaba con su bastón de puño de plata y guantes de cabritilla, fumando cigarrillos con boquilla dorada, y haciendo aros de humo con estudiada languidez, o notorio desdén, o suficiencia. Un poco Fingal, a veces, O’Flahertie, si acaso, pero siempre Wilde, el Wilde provocador y vanidoso, fanfarrón y arrogante, estrepitoso: «Bah, el Atlántico, qué decepción», dijo cuando llegó a Nueva York, donde le esperaba un público entregado y una nube de periodistas risueños y entusiastas.

Regresó un año más tarde, con un abrigo de piel que tenían que llevar entre cinco cuando se lo quitaba y encadenarlo a la pared del guardarropa, por si cobraba vida.

Se revolcó en la gloria, en las risas de seda, de brocados y encaje, hasta que la sociedad victoriana, tan timorata, la misma que lo había encumbrado, le dio la espalda. Acusado de inclinaciones depravadas —algo que suena fatal incluso ahora—, fue detenido y juzgado. Y condenado por sodomía y perversión a dos años de cárcel, la máxima pena prevista en el código penal. Durante el primer año no pudo ni siquiera escribir, ni disponer de libros en la celda, donde debía vestir traje de presidiario. Con su porte.

Cuando salió, se escondió detrás de un nuevo nombre, Sebastian Melmoth, y un abrigo de paño, invisible, normal, y transparente, y anduvo por ahí, tratando de esquivar su propio mito. Solo al final, cuando la enfermedad se cebaba ya en él, salía maquillado a la calle, para disimular.

A su entierro acudió media docena de personas. Apenas. Y es costumbre en su tumba, en París, dejar un beso en la piedra, con los labios pintados. De rojo, a ser posible.

domingo, 3 de enero de 2021

Walser el paseante. 44 escritores de la literatura universal.

 



Robert Walser


 Walser el paseante

 Le gustaba andar. Durante casi treinta años —los que pasó al final de su vida en el manicomio de Herisau—, salía a pasear cada mañana, elegante como un pretendiente, como un opositor, un novio: traje y corbata, sombrero y paraguas, y un chaleco del que nunca abrochaba el último botón, el de arriba, desaliñado o presumido. Enfilaba el camino de tierra a las afueras del pueblo, flanqueado de cerezos, y arrancaba a andar con el paraguas colgado del brazo hasta que desaparecía, allí en el horizonte, tan pequeño que había que entrecerrar los ojos para verlo. Le gustaba tanto pasear que llegó a ir desde Berna hasta Ginebra a pie. Una caminata.

Nunca tuvo un domicilio fijo, una casa, un buzón con su nombre donde mandarle cartas. Y durante años vivió por ahí, de prestado, en habitaciones que le dejaban, o en hoteles donde escribía durante toda la noche, vestido con una bata y unas zapatillas que se había hecho él mismo con pedazos de tela. Trabajó de empleado de banca, de secretario. Fue actor, librero, criado de un noble en un castillo de Silesia… Y le dio lo que él mismo llamó el tedio de la pluma.

Empezó a escribir con lápiz en papeles usados —formularios de cobro, hojas de calendario, márgenes de periódicos, hojitas de publicidad—, que llenaba de columnas de letra apretada, tan diminuta que a veces no medía más de un milímetro, y que resultaba tan difícil de leer que se llegó a pensar que eran solo garabatos con los que emborronaba papeles. Hasta que los descubrió alguien con buena vista, o con lupa: allí había cuentos, novelitas, apuntes, poemas…

Apenas cumplidos los cincuenta —sin trabajo, sin buzón, sin pareja—, su hermana lo convenció para que ingresara en una casa de salud. Un lugar tranquilo, al aire libre, con algo de monasterio, de retiro forzado y jubiloso, al que llegó con apenas dos trajes —quita y pon—, una neurosis leve, un sombrero y una caja de zapatos en la que guardaba parte de sus papeles. Y no volvió a escribir.

Allí lo visitaba, de vez en cuando, su amigo Carl Seelig con quien a veces salía a pasear, elegante o raído, mientras que, sin saberlo, lo leía Kafka, en voz alta, a sus amigos, y también Musil y Benjamin, relamiéndose, como gatos golosos, con aquel mundo minúsculo, obsesivo, tranquilo, casi de naturalista, de entomólogo de nombres y adjetivos.

Murió el día de Navidad de 1956, cuando daba un paseo. Había salido, como siempre, a caminar y no volvió a la hora del almuerzo. Unos niños que jugaban con un trineo encontraron su cuerpo tendido sobre la nieve, como dormido, trágico pero apacible. Había unas huellas de pisadas que conducían hasta él. Nunca se supo si eran las suyas o las de la muerte, también calzada con zapatos oscuros, que lo seguía a pie desde hacía años.

 

sábado, 2 de enero de 2021

Verne, el tiro en la pierna. 44 escritores de la literatura universal.

 


Verne, el tiro en la pierna

  Había un cofre en el desván de su casa donde se guardaban cartas y documentos, papeles y legajos de sus antepasados armadores. En las tardes espesas, todavía decimonónicas, lacias y acompasadas de su infancia, subía hasta allí en secreto, se sentaba, escapado, y cogía alguno de aquellos papeles que crujían al abrirlos. Los olía, se paraba en el tacto de los sellos, y en las volutas de la caligrafía que le hablaban de tierras y lugares lejanos, productos exóticos y maravillas remotas que crecían en su imaginación como la masa de un bizcocho horneado.

Obligado por su padre a estudiar Derecho, llegó al París de los adoquines, las barricadas y los puños alzados, cuyas librerías —centenares de ellas— tenían en sus escaparates obras de Dumas, Gautier, Victor Hugo, George Sand… Se habituó a trabajar de noche, rabiosamente, como un forzado en una buhardilla, donde tenía apenas una cama, una silla, apenas, y las obras completas de Shakespeare, que compró sustrayendo dinero de la comida.

Durante una temporada solo salía de casa para ir a la Biblioteca Nacional, donde se convirtió en un asiduo de las secciones de geología, astronomía, mecánica, balística, geografía. Tuvo problemas, siempre, con el insomnio, el dolor de cabeza, la fiebre y una parálisis facial que se presentaba cada vez que el trabajo lo acosaba y que le dejaba la boca torcida, un ojo cerrado y una expresión severa y aterrada.

Firmó un contrato con el editor Hetzel, que le obligaba a entregar tres libros al año de por vida. Y allí, cercado, cerrado, rodeado, en una casa cada vez más grande, y llena de criados, con su dolor de cabeza y su parálisis, fue terminando, uno tras otro, los libros que le harían inmortal: Cinco semanas en globo, Viaje al centro de la Tierra, 20.000 leguas de viaje submarino, De la Tierra a la luna

Se compró un barco con el que viajó por medio mundo convertido en una celebridad. En Lisboa lo recibía el ministro de Marina; en Roma lo agasajaba el papa León XIII; en Tánger, el cónsul de Francia, todo él entorchados y escarapelas. Un día estaba abriendo la puerta de su casa cuando se acercó su sobrino Gastón, el rostro desencajado, pidiéndole que le defendiera de unos imaginarios perseguidores. Cuando le dijo que nadie lo seguía, sacó un revólver y le disparó dos veces.

Una de las balas le dio en la pierna izquierda, cerca de la articulación del pie, donde la tendría siempre incrustada y doliente. Pasó sus últimos años recluido en su casa, sin recibir prácticamente a nadie, leyendo y llenando los cajones de obras que se publicarían póstumamente. Había vivido un matrimonio sin amor, una paternidad desgraciada, y el disparo le había dejado impedido. Tenía cataratas. También se fue quedando sordo. «Es una gran consolación», le dijo a su hermana, «tener solo que oír la mitad de las tonterías que corren por el mundo».

viernes, 1 de enero de 2021

Twain, el bigote de morsa. 44 escritores de la literatura universal.

 



Twain, el bigote de morsa

 

Con frecuencia, salía en las fotos vestido de negro; chaleco y corbata o pajarita y botines. Como un pistolero taimado y sureño, un tahúr mundano y elegante que llevara siempre un as en la manga y un revólver cargado en el bolsillo. O de blanco inmaculado: cejas y una melena asilvestrada, gesto lo mismo adusto, serio, y bigotes poblados como de morsa, ellos mismos ceñudos, apretados, enmarcando una perla, solitaria y brillante, en la corbata.

Samuel Langhorne Clemens, su verdadero nombre. Vivió en aquel mundo, mitad real mitad imaginario, de tramperos y cazadores, indios, colonos, niños de pies descalzos, cara marcada de churretes y sombreros de paja, barcos de palas, soldados confederados y fardos de algodón en la bodega. Todo surcado por el curso de un río, como una cicatriz, cuyo nombre es una evocación de consonantes: el Mississippi, o como se diga.

Con nueve años ya andaba por ahí, correteando por los muelles de tablas y pilotes, hecho un golfillo, bañándose desnudo en las orillas, pescando con anzuelo, y fumando en pipa de maíz un tabaco pestilente, grasiento y oleoso, denso como el incendio de una refinería, que le regalaban en una tienda, cada tarde, a cambio de una herrada de agua fresca.

Fue un tiempo marinero, y piloto fluvial. De los que llevaban gorra, azul o negra, y lanzaban un chorro de vapor por el silbato cuando llegan a puerto. Los barcos tenían el casco tan plano como una ensaladera para poder navegar por un río lleno de arenales y juncos. Y había una voz mágica, liberadora, que surgía de la cubierta como un conjuro cuando por fin se salía a aguas libres: «¡Mark Twain!», se gritaba cuando el escandallo señalaba calado suficiente para navegar libremente. Y fue ese grito, casi como un destello, el que eligió como seudónimo para sus primeros artículos.

Seguramente fue el autor más popular de su tiempo. Fue periodista, escritor, viajero incansable, y recorrió el país dando conferencias en las que contaba historias prodigiosas y en las que ponía su legendaria cara de plato: la inexpresión total, ni un músculo, ni un gesto, ni una señal, nada... Hizo publicidad de una pluma estilográfica y, después, enseguida, de una de las primeras máquinas de escribir que se vendieron.

Todo se torció al final. Murió su esposa y una de sus hijas, otra se fue a vivir a Europa, «¡qué pobre, yo que fui una vez tan rico!», dijo.

La Navidad de 1909, Jean, su hija pequeña, que padecía de esquizofrenia, apareció también muerta. Vivió a partir de ese momento en una casa repleta de regalos que nunca llegó a abrir: papeles y lazos de colores, notas de felicitación, guirnaldas, bolas de cristal, zapatos… Allí solo, con un perro que únicamente entendía órdenes en alemán.

Murió al año siguiente, coincidiendo con el paso del Halley, el cometa, que lo había traído en su anterior viaje, setenta y cinco años antes.

Archivo del blog

FILOSOFÍA Y LITERATURA

  FILOSOFÍA Y LITERATURA. Ejemplos de Novelas Filosóficas: "El Extranjero" de Albert Camus Resumen: La historia de Meursault, un h...

Páginas