domingo, 3 de enero de 2021

Walser el paseante. 44 escritores de la literatura universal.

 



Robert Walser


 Walser el paseante

 Le gustaba andar. Durante casi treinta años —los que pasó al final de su vida en el manicomio de Herisau—, salía a pasear cada mañana, elegante como un pretendiente, como un opositor, un novio: traje y corbata, sombrero y paraguas, y un chaleco del que nunca abrochaba el último botón, el de arriba, desaliñado o presumido. Enfilaba el camino de tierra a las afueras del pueblo, flanqueado de cerezos, y arrancaba a andar con el paraguas colgado del brazo hasta que desaparecía, allí en el horizonte, tan pequeño que había que entrecerrar los ojos para verlo. Le gustaba tanto pasear que llegó a ir desde Berna hasta Ginebra a pie. Una caminata.

Nunca tuvo un domicilio fijo, una casa, un buzón con su nombre donde mandarle cartas. Y durante años vivió por ahí, de prestado, en habitaciones que le dejaban, o en hoteles donde escribía durante toda la noche, vestido con una bata y unas zapatillas que se había hecho él mismo con pedazos de tela. Trabajó de empleado de banca, de secretario. Fue actor, librero, criado de un noble en un castillo de Silesia… Y le dio lo que él mismo llamó el tedio de la pluma.

Empezó a escribir con lápiz en papeles usados —formularios de cobro, hojas de calendario, márgenes de periódicos, hojitas de publicidad—, que llenaba de columnas de letra apretada, tan diminuta que a veces no medía más de un milímetro, y que resultaba tan difícil de leer que se llegó a pensar que eran solo garabatos con los que emborronaba papeles. Hasta que los descubrió alguien con buena vista, o con lupa: allí había cuentos, novelitas, apuntes, poemas…

Apenas cumplidos los cincuenta —sin trabajo, sin buzón, sin pareja—, su hermana lo convenció para que ingresara en una casa de salud. Un lugar tranquilo, al aire libre, con algo de monasterio, de retiro forzado y jubiloso, al que llegó con apenas dos trajes —quita y pon—, una neurosis leve, un sombrero y una caja de zapatos en la que guardaba parte de sus papeles. Y no volvió a escribir.

Allí lo visitaba, de vez en cuando, su amigo Carl Seelig con quien a veces salía a pasear, elegante o raído, mientras que, sin saberlo, lo leía Kafka, en voz alta, a sus amigos, y también Musil y Benjamin, relamiéndose, como gatos golosos, con aquel mundo minúsculo, obsesivo, tranquilo, casi de naturalista, de entomólogo de nombres y adjetivos.

Murió el día de Navidad de 1956, cuando daba un paseo. Había salido, como siempre, a caminar y no volvió a la hora del almuerzo. Unos niños que jugaban con un trineo encontraron su cuerpo tendido sobre la nieve, como dormido, trágico pero apacible. Había unas huellas de pisadas que conducían hasta él. Nunca se supo si eran las suyas o las de la muerte, también calzada con zapatos oscuros, que lo seguía a pie desde hacía años.

 

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