La
importancia de llamarse Wilde
Había
en él algo de inmoderado. Desde los tres nombres que le impusieron sus padres
en la pila bautismal —Oscar, Fingal, O’Flahertie—, hasta su aspecto, grande,
descomunal, decididamente imponente: pelo rizado, negro, labios carnosos y
dedos regordetes. «La gran oruga blanca», llegaron a llamarle en los
periódicos.
Nacido en Dublín en 1854 —aunque siempre, coqueto, se
quitaría años—, fue un joven patoso que se movía con la torpeza del gigante,
desgarbado y enorme, como si tuviera alguna pierna de más, algún brazo
sobrante, incontrolado, un esqueleto hecho de gelatina.
Bueno para el latín, y malo para el álgebra, estudió en
Oxford, y un día se levantó hecho un dandi. Se vistió una chaqueta de
terciopelo verde, un pantalón de rayas, zapatos de charol con hebilla de plata,
y en el ojal un lirio, o un girasol de hojas amarillentas, dependiendo de cómo
se encontrara. El traje estético, llamaba irónicamente a ese universo suyo de
corbatas de colores impensables, calzones cortos y medias de seda, como las de
un torero, con el que acudía a fiestas, veladas, recepciones y citas mundanas.
Llegaba con su bastón de puño de plata y guantes de
cabritilla, fumando cigarrillos con boquilla dorada, y haciendo aros de humo
con estudiada languidez, o notorio desdén, o suficiencia. Un poco Fingal, a
veces, O’Flahertie, si acaso, pero siempre Wilde, el Wilde provocador y
vanidoso, fanfarrón y arrogante, estrepitoso: «Bah, el Atlántico, qué
decepción», dijo cuando llegó a Nueva York, donde le esperaba un público
entregado y una nube de periodistas risueños y entusiastas.
Regresó un año más tarde, con un abrigo de piel que
tenían que llevar entre cinco cuando se lo quitaba y encadenarlo a la pared del
guardarropa, por si cobraba vida.
Se revolcó en la gloria, en las risas de seda, de
brocados y encaje, hasta que la sociedad victoriana, tan timorata, la misma que
lo había encumbrado, le dio la espalda. Acusado de inclinaciones depravadas
—algo que suena fatal incluso ahora—, fue detenido y juzgado. Y condenado por
sodomía y perversión a dos años de cárcel, la máxima pena prevista en el código
penal. Durante el primer año no pudo ni siquiera escribir, ni disponer de
libros en la celda, donde debía vestir traje de presidiario. Con su porte.
Cuando salió, se escondió detrás de un nuevo nombre,
Sebastian Melmoth, y un abrigo de paño, invisible, normal, y transparente, y
anduvo por ahí, tratando de esquivar su propio mito. Solo al final, cuando la
enfermedad se cebaba ya en él, salía maquillado a la calle, para disimular.
A su entierro acudió media docena de personas. Apenas.
Y es costumbre en su tumba, en París, dejar un beso en la piedra, con los
labios pintados. De rojo, a ser posible.
A veces genio, a veces figura;a veces, las dos cosas; lo cierto es que perteneció a esa laya de escritores memorables a lo Byron o Kerouac.
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