jueves, 23 de abril de 2020

Funes el Memorioso. BORGES A CONTRALUZ. ESTELA CANTO.




He elegido el cuento Funes el Memorioso, escrito por Borges antes de conocerme, porque si la frase de Bernard Shaw es cierta, Funes es una confesión, una imagen de la forma en que se veía a sí mismo a finales de la década de los treinta y de lo que esperaba -de lo que no espera­ba más bien- del destino.
El cuento se basa probablemente en un hecho real. Fu­nes, cuya historia transcurre hacia 1888, es un indiecito de Fray Bentos, en la costa oriental del río Uruguay, de prodigiosa memoria. Ireneo Funes se enorgullece de re­petir, al saludar, los nombres completos de las personas que se cruzan con él, y sabe la hora exacta con sólo mi­rar al cielo. La historia de este gauchito llegó tal vez a Borges por intermedio de Ester Haedo, la mujer de Enri­que Amorim.
Funes tiene dieciocho años. A los diecinueve sufre una caída de caballo y queda paralizado, pero desde su catre de inválido Ireneo logra crear un cosmos. Adiestra su mente, averigua, deduce, intuye; el mundo entero, ese mundo que nunca va a conocer, desfila inagotable y lu­minoso por la mente del indiecito postrado en su cama de un rancho de Fray Bentos. Dos años después, tras ha­ber explorado el universo, haber rozado los arcanos y ha­ber entrevisto que quizás en esa investigación mental es­tá toda la dicha de que podemos disponer, Funes muere.
Dos cosas llaman la atención en este cuento. En pri­mer lugar, Ireneo Funes no es un cuchillero, ni un deser­tor, ni un hombre fuera de la ley, un asesino o un cuatre­ro, como son todos los personajes de clases inferiores presentados por Borges. Funes es un hombre de trabajo.
En segundo lugar, hay aquí una especie de compasión que, sin querer, se le escapa al autor. En toda su literatu­ra Borges cuida meticulosa, casi obsesivamente, que la compasión no asome. «Ni el sentimentalismo ni el mie­do» intervienen en sus cuentos.
Funes solo, inmovilizado y sumido en sus visiones, se parece al Borges conferenciante, hablando como consi­go mismo ante un público que él siente como una vaga nube receptiva. Borges, que todavía veía en los años en que se inició como conferenciante, entraba anticipada­mente en el mundo de los que no ven. De ahí, quizás, esa inusitada caridad por Funes, esa piedad por sí mismo a la cual él nunca se entregó. Y Borges no era entendido por lo que decía: se lo entendía por lo que él era. El pú­blico estaba fascinado por él y esta fascinación iba a re­petirse después en países extranjeros.
La gente no lo veía como se ve a un gran escritor, un hombre excepcional, sino con la veneración que inspira un iluminado. Era la recreación de una situación religio­sa, ese antiguo, olvidado sentimiento entre un bardo y su público. La gente no iba a una conferencia: iba a misa.
Y hay que decir que su ceguera futura no lo dejó nun­ca en la oscuridad. Muchos años después iba a decirme que su mundo era un mundo de nubes blancas, a veces refulgentes; tal vez identificaba estos fulgores con su glo­ria. Él, que no sabía aprovechar nada, supo -como Funes su parálisis- utilizar su ceguera.
Y hablando de esto he de mencionar -a él no le gusta­ba demorarse en el punto- algunos episodios de los co­mienzos de su ceguera. (Es verdad que el proceso se ha­bía iniciado mucho antes, pero de algún modo el mal le dio una tregua. Entre finales del treinta y tantos y finales del cuarenta y tantos puede decirse que Borges veía relativamente «bien».)
Una noche de comienzos de la década de los cincuen­ta, cuando estábamos comiendo en un restaurante de Constitución -ya la relación amorosa entre nosotros había entrado en su período final, pero seguíamos conser­vando la misma rutina- me dijo que creía tener despren­dimiento de retina. Me asusté; le pregunté por qué decía eso, qué síntomas había. Me dijo que en ese instante só­lo podía ver la mitad inferior de mi cara; encima había una especie de banda negra.
No se había equivocado. Los médicos decidieron que había que operar cuanto antes. Cuando mi madre pre­guntó por teléfono a la señora Borges si el médico que iba a operar a su hijo era competente, Leonor Acevedo con­testó que sí, que ese oculista ya había operado hacía unos quince años a Georgie y antes a su marido. Era un hom­bre de mucha experiencia, dijo.
Dados los resultados obtenidos con el señor Borges, que había muerto ciego, mi madre sugirió que se lo hi­ciera ver por un especialista más joven, tal vez un extran­jero. Doña Leonor repitió que todo estaba bien y que no había nada que temer.
Cuando Borges salió del sanatorio había perdido ente­ramente la visión del ojo operado. Con este ojo sólo veía, me dijo, una nube rojiza.
Al principio se pensó que esto iba a ser pasajero, ya que, pese a la nubosidad, él afirmaba percibir de cuando en cuando un color vivo, y decía que podía distinguir de qué lado «estaba la luz».
Una vez, en casa, quiso que hiciéramos una prueba: yo debía encender una lámpara de luz fuerte, taparle el ojo sano y hacerle dar varias vueltas por la habitación para desorientarlo. Guiándose por el resplandor, él debía en­contrar dónde estaba la luz.
No la encontró. Es más: se equivocó totalmente. Pero esto, por el momento, no parecía preocuparle: «Me las arreglo bastante bien con el ojo que me queda», decía, y contaba algún detalle escalofriante: cuando lo operaban con anestesia local había oído el rumor del bisturí cortan­do. «Era el crujido de un papel de seda, como si cortaran papel de seda.» Y recalcaba que le había dado mucho más miedo una visita al dentista. Muchos se maravillaron de su valor; para él, esto no era valor.
Este hombre, de apariencia tan mansa, tenía una fija­ción con el valor, aunque no admiraba el valor real –en este caso, el suyo-. El valor lo emocionaba en los cuchi­lleros, en los «fuera de la ley». De niño había confundido el crimen con el valor y esta impresión infantil nunca fue corregida.
En 1955 tuvo que volver a operarse de desprendimien­to de retina en el otro ojo, el bueno. Quedó viendo colo­res y vagas formas; entre los colores distinguía el anaranjado, el amarillo y el rojo. Hasta 1961-1962 podía, de todos modos, haciendo un esfuerzo, con una mueca que fue registrada en muchas fotos, percibir por unos segundos unas facciones. En uno de esos vislumbres registró a una muchacha de rasgos orientales que asistía a sus cla­ses en la Facultad de Filosofía.
Cuando tras la caída de Perón lo nombraron director de la Biblioteca Nacional, se lo podía ver yendo de la ca­lle de México a la entrada del subterráneo en Indepen­dencia. Iba tanteando con un bastón y solía detenerse en las esquinas para que lo ayudaran a cruzar. Su fama ya era grande, pero no era reconocido por el público en ge­neral. Era frecuente verlo cuando bajaba las escaleras de la estación del subterráneo de Esmeralda y Lavalle, gol­peando la pared con su bastón. Se resistió durante mu­cho tiempo a trasladarse en auto. Se movía como un ex­perto entre los cambios de nivel de los subterráneos y conocía bien todas las combinaciones. Sólo dejó de usar­lo cuando su ceguera fue casi total y su fama creciente le volvía incómodo andar por la calle como un transeúnte cualquiera.
Se hubiera dicho que esta ceguera habría de robuste­cer los cerrojos de su «prisión»; curiosamente, contribuyó a su liberación. Se convirtió en el Bardo Ciego, una fi­gura venerada en toda la ciudad.
En estos años lo llamaban continuamente a mesas re­dondas o entrevistas por televisión. Al poco tiempo se re­trajo y me dijo que había decidido concurrir lo menos po­sible a estas entrevistas. Pensaba, y no se equivocaba, que su nombre era utilizado para levantar algún programa mediocre. Y nombró a algunos directores de programa, o periodistas (muy conspicuos algunos), que le habían dado la sensación de «querer aprovecharse de él».


Las conferencias cambiaron fundamentalmente la vi­da de Borges y lo acercaron a nuevos medios y grupos.
Él siempre se había sentido atraído por personajes es­trafalarios, como el pintor Xul Solar, inventor de una es­pecie de ajedrez de cuatro colores que representaban distintos estratos sociales, como en la Historia del Joven Rey de las Islas Negras de las Mil y una noches. Tal vez el re­cuerdo de este cuento influyó en la simpatía que Borges sentía por Xul (recordemos que el joven rey estaba con­vertido en mármol negro de la cintura para abajo). Xul Solar había inventado también un idioma que suprimía algunas vocales para ahorrar tiempo al hablar. Así, por ejemplo, él llamaba «cuidra» a la cuidadora de su casa, con quien terminó casándose muy prosaicamente.
Una vez me llevó a casa de Xul Solar. El vestíbulo es­taba lleno de colgaduras de arpillera que cerraban el pa­so formando una especie de laberinto.
Quedé impresionada y procuré reproducir la atmósfera de esa casa y los «inventos» de Xul Solar en mi nove­la La hora detenida.
Como ya dije, Borges tomó la costumbre de quedarse a comer afuera, después de sus conferencias, con algunas de sus amigas más asiduas. Las favoritas éramos la princesa de Faucigny-Lucinge, Ema Risso Platero, Delfina Mitre, a quien él llamaba «la mística práctica», y yo. Bor­ges tenía una especial debilidad por la princesa y creo que, al nombrarla, saco del olvido a una persona que, a su manera, fue importante para él.
María Lidia Lloveras, princesa de Faucigny-Lucinge, era una mujer más bien baja, algo entrada en carnes, de más de cincuenta años, con el pelo teñido de un tono rojizo. En su juventud había sido famosa por su cabellera roja. La llamaban «la Colorada Lloveras».
La Colorada Lloveras había sido inmensamente rica. Buena parte de las manzanas de la calle Corrientes en el tramo comprendido entre Leandro Alem y el Obelisco le había pertenecido. Con esto, su pelo rojo y su trato amable, no tuvo dificultades en conquistar uno de los primeros tí­tulos nobiliarios de Francia. Su marido, Bertrand de Fau­cigny-Lucinge, recuperó al casarse su status principesco y se dedicó a dilapidar las rentas de la princesa. Pero en la Argentina sucedió algo peor. Como apoderado y adminis­trador de su fortuna, la princesa había nombrado a un po­lítico conservador de renombre. Este caballero no demoró en hacer que pasaran a su cuenta personal las cuantiosas propiedades de la princesa ausente. El príncipe, viendo que las rentas disminuían, abandonó a su mujer, o tal vez ella, alarmada, lo abandonó. De todos modos, tuvo que volver sola a la Argentina y, tras perder algunos pleitos, vivía aho­ra de una modesta pensión y de la ayuda que le prestaban sus amigas. (Situaciones como ésta han sido moneda co­rriente en los altibajos de las fortunas argentinas. Personalmente he alcanzado a ver algunos de estos derrumbes.)
Esto conmovía a Borges. Como en el caso de Elvira de Alvear, se sentía atraído por mujeres en situaciones de es­ta clase, maniobradas y traicionadas por hombres desco­razonados.
Años después, cuando recordábamos a la princesa, ya muerta, me dijo algo que me sorprendió: «¿Sabes? La princesa es una de las mujeres que más me ha excitado. Sólo estar a su lado me excitaba».
Sin duda esperaba que yo me sorprendiera, dado que la princesa, cuando la conocí, no era joven ni bonita.
No dije nada y él quedó desconcertado. Preguntó: «¿Te parece normal?» «Perfectamente normal», le dije. «El de­seo sexual es caprichoso y no siempre elige la belleza.»
La princesa agradecía las atenciones de Borges. Yo lle­gué a ser bastante amiga de ella. Era una mujer espontá­nea, cordial, que soportaba con estoicismo la pérdida de su fortuna, algo penoso en todas partes, catastrófico en la Argentina.
La princesa era despreciada por haber perdido esa for­tuna y, para castigarla aún más, se achacaba ese despre­cio al hecho de que había sido una mujer de costumbres ligeras. La sociedad prefería olvidarla. Borges compensa­ba esto de alguna manera.
Él siempre la llamó «princesa» y nunca se tomó la li­bertad de tutearla, como era costumbre entonces en ciertos medios, antes de que la televisión estableciera para las nuevas generaciones un tuteo (voseo entre los argen­tinos) general. Pese a esta aparente distancia, Borges se divertía mucho comentando con la princesa la pasión de­saforada (y no correspondida) que había inspirado a una conocida lesbiana. Borges, que veía con diversión y has­ta simpatía la homosexualidad femenina, nunca hacía alusión a la masculina, ni siquiera para denigrarla. La ig­noraba en sus amigos o la ponía a un lado cuando trope­zaba con ella en la literatura. (En Melville, por ejemplo, negándose a ver el siniestro fondo homosexual de Billy Budd.) Cuando era inevitable, usaba la antigua designa­ción bíblica -sodomía- que implicaba la desaprobación divina, con su relente medieval de azufre y hogueras. Años después iba a comentar, conmovido, que se había alojado en París en el mismo hotel en que había vivido Oscar Wilde y solía hablar de la Balada de la cárcel de Reading, pero nunca comentó la tragedia de Wilde. Sospecho que las piezas de teatro de Wilde tampoco le atraían de­masiado. Quizá le gustaba Wilde por haberlo leído en voz alta en casa de S. D., una especie de curiosa fidelidad.
Antes de terminar con Funes, recordemos que Borges siempre se refiere al protagonista de este cuento como el «oriental». «Oriental» es la antigua denominación, hoy ya casi perdida, de los rioplatenses que viven en la mar­gen este del río. Borges nunca usó la palabra «uruguayo», como no fuera de paso. Para él era un neologismo, como «vivencia» o «problemática», palabras que le irritaban y que tanto usan ahora los argentinos y «orientales» que es­criben sobre la «problemática borgiana», expresión que le estremecería de horror y suscitaría en él torrentes de merecidos sarcasmos.
La palabra «oriental» tiene un resabio masónico. Es­tas resonancias aún se encuentran en el Uruguay, desde la cruzada del general Lavalleja con sus 33 hombres has­ta el nombre de la ciudad de Montevideo -basado al pa­recer en un antiguo mapa marcado Monte VI Deo, o sea Monte Sexto para Dios. En fin, la masonería aparece hasta en la plaza Matriz de la ciudad, en su fuente de már­mol, con cuatro emblemas: la Escuadra, el Compás y el Martillo, el Caduceo y la Colmena; y, no más y no menos, en el propio escudo de la República Oriental del Uruguay.
Creo que la simpatía de Borges por el Uruguay se ex­plica en parte por este trasfondo masónico. Se sentía atraído por la masonería, aunque nunca lo dijo. Como siempre, se limitaba a aludir a lo que le era más entraña­ble, pero no lo nombraba.
Otro detalle curioso: el gauchito Funes parece un yo­gui, aunque Borges, este hombre tan interesado en las culturas foráneas, nunca se interesó en el mundo espiritual de la India.


Borges era un hombre que no tenía sentido pictórico ni musical. Sus gustos en pintura eran infantiles. Le lla­maban la atención las láminas de los cuentos para niños. Su artista favorito era William Blake, con sus estampas de Jehovás barbudos, en camisón, abriéndose paso entre las nubes. Estas imágenes le parecían magníficas. No ad­vertía la trivialidad del diseño. También admiraba a los prerrafaelistas, que hablaban a su imaginación, a su al­ma. La gran pintura lo dejaba frío. Burne-Jones le pare­cía superior a Leonardo o a Rembrandt.
En el terreno del arte, era un hombre que sólo acepta­ba lo que sentía. En esto era auténtico. Y de muy pocas personas -artistas o escritores incluidos- puede decirse esto. Algo le gustaba y eso era suficiente. El hecho de que su literatura fuera valorada tan alto no lo hacía sentirse obligado a ajustar sus gustos al nivel establecido del va­lor estético, a la cultura como establishment.
Tampoco lo conmovía la música clásica. Sospecho que, pese a lo que haya podido decir más adelante, lo aburría bastante la pasión de Silvina Ocampo por Brahms. Esta música, tan despreciada en el siglo XIX y tan exaltada a mediados del siglo XX, que era el telón de fondo de las reuniones en casa de los Bioy, lo hacía correr al piso ba­jo del tríplex, donde se ponía a trabajar con Bioy Casares. Otra cosa era si se tocaba un negro spiritual, una milon­ga o algún viejo tango. En todo caso, hizo esfuerzos por apreciar las dilatadas frases musicales de Brahms, que parecen perderse y siempre vuelven a encontrarse.
Una vez, después de una conferencia, fuimos a un res­taurante del centro y me propuso que, en vez de ir al ci­ne, como era lo habitual, fuéramos al bar Richmond, de Florida, donde nos esperaba «el hombre más buen mozo que vas a ver en tu vida».
Quien nos esperaba era el escritor español Francisco Ayala, el mismo que había leído las palabras de Borges en ocasión del premio de honor que le concedió la SADE (Sociedad Argentina de Escritores) cuando él no se atrevía a hablar en público. Borges había olvidado sin duda que yo ya conocía a Ayala.
Ayala era un hombre de rasgos regulares, bien pareci­do, un hombre maduro que prestaba poca atención a su físico. Y esto se notaba. Ayala hubiera sido el primer sorprendido en caso de enterarse que había despertado esta admiración en Borges.
Pero Borges insistió siempre en la belleza de Ayala. Creo que le encontraba cierto parecido con los mazorqueros de Rosas o con lo que él suponía que debía ser la ca­beza de un gaucho. La cabeza de Ayala, con un tupido bi­gote y sus largas mejillas españolas, se acercaba tal vez a la imagen que tenía Borges de un mazorquero.
Esa noche, tras reunirnos con Ayala, Borges propuso inopinadamente que fuéramos al Parque Lezama. Ayala, supongo, quedó algo desconcertado. Probablemente ha­bía citado a Borges para conversar de algo concreto o mantener una charla intelectual.
Fuimos al parque, esta vez en taxi. Borges, creo que a causa de mi presencia en aquel lugar que, para él, era ca­si sagrado, estaba eufórico. La conversación intelectual no se produjo en ningún momento. Tampoco se llegó a nada concreto, si ésta había sido la intención de Ayala.
Tras caminar por los senderos bordeados de macetones con estatuas de jardín italiano representando a dio­ses del Olimpo, llegamos a la entrada flanqueada por dos grandes leones de bronce de lo que había sido la casa so­lariega de los Lezama, ahora convertida en museo, con cañones viejos y balas redondas en el patio. Borges em­pezó a cantar, a voz en cuello, viejos tangos y milongas.
No le gustaban los tangos y las milongas posteriores a 1920, cuando el tango había dejado de bailarse con cor­te y había llegado a los salones. La queja nostálgica había sucedido al ritmo bravío de las primeras dos décadas del siglo. Para él esos tangos tenían un sabor alegre, vi­brante y brioso y había que cantarlos así. (Nunca aceptó a Carlos Gardel, de quien decía que «cantaba el tango co­mo si fuera una ópera». Nunca fue sensible al atractivo de Gardel sobre el público ni entendió su manera de can­tar el tango.) En todo caso, él empezó a cantar vigorosa­mente aquella noche. Eligió El apache argentino, un tan­go estrenado en 1913. No lo cantaba con la letra oficial, sino con la indecente letra original:

Yo quiero ser canfinflero
para tener una mina
mandársela con bencina
y hacerle un hijo aviador,
para que bata el récord
de la aviación argentina...

Otro de sus favoritos era:

Acordate que a mi lado
te pusiste un sombrero
y una pollera papusa
toda de seda crepé...
Y aquella crema Lechuga
que aumentaba tu hermosura...

No desdeñaba alguna copla con música de milonga:

A mí me llaman Pie Chico
y soy de Montevideo.
Lo que digo con el pico
lo sostengo con el cuero.

En otra versión estos primeros versos se convierten en:

Soy del barrio 'e Montserrat
donde relumbra el acero..., etc.

Fue una extraña noche aquella, con Borges cantando a toda voz estas canciones que lo divertían o lo excitaban. Desafinaba, pero lo que conmovía era su entusiasmo, un entusiasmo que se expresaba a través de estas letras más o menos canallescas del folclore porteño.


miércoles, 22 de abril de 2020

Las claves y un anecdotario. BORGES A CONTRALUZ. ESTELA CANTO.


Cuando un escritor es profundo,
todas sus obras son confesiones.
George Bernard Shaw,
Sixteen Self Sketches.

Los actos son nuestro símbolo.
Jorge Luis Borges,
Biografía de Tadeo Isidoro Cruz.


Si Bernard Shaw tiene razón, debemos buscar las cla­ves de Borges en sus ficciones literarias. Si Borges tiene razón, debemos buscar en los actos de su vida, incluso los más pueriles, la clave del hombre que él fue.
Borges era un hombre contradictorio. Basta comparar los resignados poemas de la juventud con algunos de los virulentos artículos publicados en El Hogar, en Crítica y revistas del treinta y tantos. En esta década su carga agre­siva se lanzaba sin motivo aparente contra personas o co­rrientes de pensamiento que habían suscitado alguna forma de atención.
Esto nos lleva a analizar sus temas, las situaciones que se repiten. Funes el Memorioso, Isidro Parodi y el preso de La escritura del dios son seres inmovilizados por cau­sas externas que descubren desde el catre del paralítico, la celda de la penitenciaría o la mazmorra mexicana los arcanos del mundo, aclaran enrevesados crímenes o leen en la piel de una fiera el mensaje divino. En el Poema con­jetural y la Biografía de Tadeo Isidoro Cruz sobreviene el instante de la iluminación, ese camino de Damasco del que hablaba Proust, que es la última realidad de cada uno. Una realidad que lleva a su destino de muerte a Nar­ciso de Laprida, un caballero «de sentencias y de cáno­nes», y a un gesto heroico inesperado al milico Cruz, que no había nacido para perseguir a los bandoleros, sino pa­ra ser su hermano.
La similitud de temas en El Zahír y El Aleph es evidente: el objeto mágico. En La muerte y la brújula y El Aleph se re­pite el encuentro con lo Innombrable: el nombre de Dios.
En un poema en inglés que en las Obras Completas apa­rece dedicado a Beatriz Bibiloni de Bullrich, dice Borges:

«I offer you the loyalty of a man who has never been
loyal...
 I am trying to bribe you with uncertainty, with
danger, with defeat.»

(«Te ofrezco la lealtad de un hombre que nunca
fue leal...
trato de sobornarte con la incertidumbre, con el
peligro, con la derrota».)

El tono es el mismo de la dedicatoria en inglés a S. D. en la Historia universal de la infamia.
Él me dijo que esos poemas dedicados a BBB eran en realidad para S. D., pero que las circunstancias habían recomendado un disimulo.
Es evidente el parecido de esta voz con la de Eugene Marchbanks en la Cándida, de Shaw, cuando le ofrece a la mujer amada «my weakness, my desolation, my heart´s need» («mi debilidad, mi desolación, el anhelo de mi co­razón»). Borges busca convertir esta confesión en una es­pecie de juego literario y por eso usa el inglés. Aquí hay una pequeña trampa: toda su vida Borges «sobornó con la incertidumbre, con el peligro, con la derrota». También le atrae la traición: «te ofrezco la lealtad de un hombre que nunca fue leal». Dentro del laberinto de sus senti­mientos, se reconocía incapaz de lealtad, pese a que to­do su ser tendía a ella y al final, cerca de la muerte, fue leal consigo mismo. Pero en el treinta y tantos hacía jue­gos de prestidigitador y ofrecía «la lealtad de un hombre que nunca fue leal», frase que desconcierta, ya que el hombre que nunca ha sido leal no puede dar una lealtad sobrevalorada y dramática por su aparente rareza.
En los artículos publicados en los años treinta hay al­gunas frases mordaces sobre el psicoanálisis. Los dardos son acerados, como todo lo que él escribía, pero la competencia crítica recubre aquí el desamparo del hombre. Rechaza en el análisis una aclaración que empobrece la realidad (y, como escritor, tiene razón). Pero este escritor era también un hombre falible que temía las aclaracio­nes precisas. Hacia 1946-1947, cuando tuvo dificultades en nuestra relación, recurrió al análisis que ya le había permitido dar el primer paso hacia la popularidad, tener la primera apertura, el primer rayo de luz en su jaula: él no se creía capaz de hablar en público y se burlaba de su propia tartamudez cuando alguien sugería esta posibilidad. Pero el éxito terapéutico no hizo mella en su desdén intelectual. Él nunca se retractó, ni siquiera con una fra­se que no tenía por qué ser clara o personal. Su curación fue tan vergonzosa como su enfermedad y quedó sepul­tada en el desván de los recuerdos incómodos de su vida, como nuestra detención en la comisaría 14.
Los tres sentimientos que crean el infierno -los celos, el miedo y la vergüenza-, estaban instalados en él, y no sólo los sentía, sino que los inspiraba a los otros. Era un hombre atado y creaba atadura en los demás.
De todos modos, el éxito le fue volviendo cada vez más indulgente. Y su afabilidad de los últimos tiempos hizo creer a muchas personas que tenían la «exclusividad de Borges», como si el gran hombre les perteneciera. Esto provocaba distorsiones, envidias y celos infantiles, que él no dejaba de azuzar. Parecía entregarse totalmente a la persona con quien estaba, estar de acuerdo en todo con ella.
Daré un ejemplo.
En el invierno de 1983, Gabriela Vergara, dueña de la Editorial Vergara, que había publicado la versión espa­ñola de Un hombre, de Oriana Fallaci, me pidió que arreglara un encuentro entre la famosa escritora y periodis­ta de izquierda y JLB.
Ver a Borges era lo más fácil del mundo. A Oriana Fa­llaci le hubiera bastado con telefonear directamente. Pe­ro, de alguna manera, las personas que la rodeaban en Buenos Aires le habían hecho creer que era casi imposi­ble ver a Borges, pese a que Oriana no quería «entrevis­tarlo», sino simplemente «conversar con él», según dijo.
Gabriela Vergara me llamó a las once de la mañana. Corté y llamé a Borges. Él dijo que estaba encantado de conocer a esta mujer tan famosa y que nos esperaba a las dos de la tarde.
Oriana acababa de hacer una entrevista al presidente de la República, general Leopoldo Galtieri. Borges y Oria­na coincidieron totalmente, no sólo acerca de Galtieri y los regímenes militares en América del Sur, sino acerca de la similitud entre la situación de la Argentina y la de Grecia.
La conversación, que se inició y continuó por un rato en inglés, pasó por momentos al italiano, que Borges en­tendía bien, pero sólo chapurreaba. Se citó al inevitable Dante y Oriana se retiró con la convicción de haber esta­do de acuerdo en todo con Borges. En los últimos años él hablaba con frecuencia en contra de los militares, pe­ro lo hacía en privado. Nunca hizo una declaración pú­blica coherente y fundada en contra de ellos,* a quienes había aceptado atolondradamente en un primer momen­to, por el mero hecho de creer que eran antiperonistas. Lo más indulgente que puede decirse de esta actitud es que revelaba inmadurez y precipitación.
El encantamiento que creaba Borges en sus auditorios, como algunos políticos con mucho carisma, hacía que al­gunos de sus allegados sintieran como una desgarradura la pérdida de ese amigo exclusivo. Él aceptaba estas ac­titudes en sus amigos y volvía a sacar a luz, a veces, sus miedos, su antigua incapacidad de hablar en público, co­mo si la inhibición pudiera reanudarse en cualquier mo­mento. Era como si pidiera disculpas por su éxito y qui­siera consolar posibles envidias.
En las conferencias primeras la sensación de su de­samparo se acentuaba. Aunque en ese entonces podía leer, jamás llevó notas a ninguna conferencia. En ese ca­so hubiera tenido que acercar demasiado el papel a la ca­ra, perdiendo de paso esa comunicación con el público que dependía de una aparente falta de contacto, de su es­tar «como sumergido y por encima». Nunca ha habido un hombre más a solas consigo mismo que se diera en la más acompañada y banal de las actividades literarias: una conferencia pública. Ese aislamiento, ese sentirse so­lo ante la gente, confería extrañeza, una calidad rara a lo que iba diciendo, y esto se acentuaba cuando lo hacía en francés o inglés, ya que los idiomas extranjeros son un poco «el otro mundo», el mundo de la fantasía, el más cercano por haber sido remoto. Sus conferencias no afir­maban, no opinaban; él simplemente presentaba y, de una manera tenue, preguntaba el porqué de su destino, de una actitud. Pues cuando Borges hablaba de Heráclito o de Lawrence de Arabia estaba hablando de sí mismo.
Bioy Casares y Manuel Peyrou, sus amigos más ínti­mos, nunca asistieron a estas conferencias. ¿Una forma tácita de desaprobación? Acaso. Aunque es posible que no les gustara el ambiente bullanguero que se formaba en torno a las conferencias.
A pesar de su éxito, a la mayor desenvoltura que le da­ba el tener un poco más de dinero, siempre que invitaba a un grupo de amigas se adelantaba y pagaba las entra­das. Nunca se le ocurrió que tenía derecho a invitar sin pagar. (No olvidemos que estas conferencias eran clases, cursos.)
Una vez que iba a dar una conferencia sobre Lawrence de Arabia, y que tal vez le fue sugerida por doña Leo­nor, ya que T. E. Lawrence era fervorosamente admirado por Victoria Ocampo, doña Leonor invitó a Victoria.
La conferencia se dio en la Sociedad Científica Argenti­na. Poco antes de iniciarse el acto se presentó Victoria con un séquito, como era su costumbre, esta vez de siete personas: José Bianco, secretario de redacción de Sur, Sofía Álvarez, secretaria privada de Victoria; el escritor español y ex embajador de la República Ricardo Baeza; María Rosa Oliver, en silla de ruedas con Pepa, su dama de compa­ñía y Ralph Siegmann, un joven alemán amigo suyo; ce­rraba el cortejo Enrique Pezzoni, muy joven entonces. Victoria no saludó a nadie, ni siquiera a Borges, que espe­raba tímidamente junto a la boletería y entró al salón se­guida de su escolta, mientras los ujieres se apartaban deferentemente y yo aprovechaba para unirme al cortejo.
La mera presencia de Victoria Ocampo había dejado pasmados por el honor a los organizadores del curso.
Al terminar comenté esto con Georgie. Le dije que era una tontería comprar las entradas de sus amigos: él tenía derecho a invitarnos libremente, como Victoria lo había de­mostrado. Georgie pareció molesto y, cuando insistí, me contestó: «Bueno..., son cosas de Victoria. Probablemente es por eso que siempre me he sentido incómodo con ella».
Y siguió pagando la entrada de sus amigas.





* Una vez en una entrevista dijo que los militares en su patria «nunca habían oído el zumbido de una bala». (Cito de memoria.) Eso es todo.

CARTAS DE BORGES. BORGES A CONTRALUZ. ESTELA CANTO.


Cartas de Borges



[Imagen 06]
Hoy, viernes 18.
Querida Estela:
No sé cuándo leerás estas líneas, no sé si estás aquí o en el Uruguay. Creo que este año prescindiré de otras va­caciones que las que me tocaron en Adrogué. (Ahí están derribando los eucaliptos para edificar un colegio.) Me abruman las tareas: un prólogo para las Novelas Ejem­plares, otro para el Paradise Lost, otro para un libro de Emerson, un cuento para un libro mío, antológico, que ilustrará Elizabeth Wrede, la lectura (nominal) de cuatro volúmenes para el Premio Nacional de Filosofía, la de otras tantas piezas de teatro para un certamen, la innu­merable redacción de solapas, noticias y contratapas.
Nunca, Estela, me he sentido más cerca de ti; te ima­gino y te pienso continuamente, pero siempre de espal­das o de perfil. Fuera de los Bioy no veo a nadie. Te de­seo mucha felicidad,
Georgie.

Tengo un décimo de lotería para nosotros dos, curiosa multiplicación de la incertidumbre.

Desde los primeros momentos, esta carta debe ser de di­ciembre 1944, Borges tiende a hacerme participar de su vi­da, de sus preocupaciones, de sus tareas. Pero: ¿por qué siempre me ve «de espaldas o de perfil»?


[Imagen 07]
Domingo a las tres.
Querida, imprescindible, lejana Estela:
No he hallado otro papel de cartas en Las Nubes que éste con un membrete de Denver, donde (según me infor­ma Enrique Amorim, que intercala periódicamente tu nombre o el de Durante o el de Avellanal, para espiar mi reacción) nació Buffalo Bill. Fuimos en vapor hasta Con­cepción; de ahí en tren, por llanuras de tierra roja, con caballos y altas palmeras, a Concordia; de Concordia al Salto, en una lancha. Vagamente he visto unas casas, bruscamente anuladas por casi intolerables memorias de un ángulo de tu sonrisa, de la inflexión de tu voz dicien­do Georgie, de una esquina de Lomas o de La Plata, de los avisos de las mesas del bar en Constitución, de mi reloj en tu cartera, de tus dedos rasgando papel. Pensar que dentro de una semana (tal vez antes) volveremos a ver­nos me parece una terrible felicidad; pensar que debo es­perar tantos días me parece inaguantable. Esta mañana (¡mira qué económico soy!) leí, ante una jaula con un pu­ma, en un parque, las queridas líneas que me dejaste; cuando regrese puedes tomármelas de memoria, y yo a ti la primera estrofa de Sudden Light. (Dile a Adolfito que encontré un ejemplar de Los tres gauchos orientales, de Antonio Lussich, hombre que según dicen erigió un faro para apagarlo oportunamente y explotar los naufragios.) Querido amor: ya sabes que incesantemente te quiero y te necesito.
Georgie.

Estamos como sitiados por el verano. Vuelvo el jueves. Afectos de todos para todos.

Los «Durante» o los «Avellanal» a los que alude Amorim son los apellidos de la familia de mi madre, que alguna vez tuvieron tierras por esos lados. Creo que puse el reloj de Georgie en la cartera para llevarlo a componer; siempre he tenido la manía de destrozar programas de cine, folletos, papeles de esos que se dan en la calle. Es raro que la ternu­ra de Georgie se haya fijado en este rasgo.


[Imagen 08]
Sin fecha.
75 páginas de pruebas (de las que debo extirpar 10 y agregar 1 que todavía no existe) me prohíben la caligra­fía y la sintaxis. Querida Estela: tus cartas me han conmovido mucho; quiero estar contigo, quiero saberte a mi lado. El universo (tipográficamente) anda bien: alguna vez en el decurso de este año aparecerá el libro sobre Quevedo; La Piedra Lunar puede surgir, me aseguran, en cualquier día de la semana que viene. Espero a pie firme tus notas. Regnidev va a Europa: eso quiere decir que es­taré mas cómodo en los Anales. ¿Cuándo vienes? Un abrazo.
Georgie.

Borges dirigía por entonces una colección de novelas po­liciales en la Editorial Emecé, con Bioy Casares -ésta es la alusión a La Piedra Lunar (The Moonstone de Wilkie Collins)-. También había empezado a dirigir la revista litera­ria Anales de Buenos Aires, destinada a una breve vida, co­mo todas las revistas de este género, con excepción de Sur. Es para los Anales que me había pedido unas notas.
Pese a sus quejas y a la alusión a Regnidev (a quien no recuerdo, pero era alguien que trabajaba en los Anales) creo que estaba encantado con trabajar tanto. Esto lo afirmaba y, de algún modo, quería comunicarme esta tenue seguri­dad en sí mismo.


[Imagen 09]
Jueves 28.
Querida Estela:
Me dio mucha alegría tu carta, tan parecida a tu voz. Es­toy abrumado de tareas que lindan con la literatura: el Sép­timo Círculo, la Puerta de Marfil (esta enumeración es su­ficientemente poética, pero en breve decae) y, ahora, los Anales de Buenos Aires, que dirigiré. Esta mañana me vi en Constitución con Patricio, que me prometió algunas notas. Ojalá tú también te dignaras colaborar. La tarea de cons­truir una buena revista es interesante, pero no deja de ser ardua en un Buenos Aires desierto. Mi actividad me escan­daliza. Honor al mérito: días pasados alguien cuyo nom­bre adivinarás habló de ti como inevitablemente predesti­nada a una recompensa literaria y municipal.
Trato de escribir con escaso éxito.
En las estaciones del subterráneo, una efigie de Dorothy Lamour momentáneamente consigue parecerse a vos. Muy inexistente, pero tuyo,
Jorge Luis Borges.

Creo que es la primera y única vez que Georgie firma una carta a mí con su nombre entero. Patricio es mi hermano, a quien nombro en otra parte de este relato y que colaboraba en Sur y colaboró en los Anales. (Ese año me dieron el Premio Municipal de Literatura por mi novela El muro de mármol; probablemente la persona que habló a Borges de mí era Fran­cisco Luis Bernárdez, el poeta, que formaba parte del jurado.)


[Imagen 10]
Sin fecha.
Querida Estela:
Anoche, cenando y trabajando en lo de Bioy te imagi­naba todo el tiempo. Al volver, encima de la mesa estaba tu carta. La nota sobre Twelve against the Gods (Doce con­tra los dioses) es muy buena, aunque injusta; saldrá en el quinto número de los Anales (el cuarto salió ayer con dos notas de Patricio). Escribí lo de tipográficamente porque fuera de lo relativo a ese adverbio estoy muy abatido. (Un resfrío y dos insípidos días en cama han colaborado.) Ojalá vuelvas pronto, Estela. Peyrou y Ayala han queda­do debidamente impresionados por tu nota sobre Kessel. Hasta la pluma con que escribo es deficiente. Te quiero mucho,
Georgie.

Poco hay que decir sobre esta carta, corrobora las otras y muestra los ataques de abatimiento a los que era tan pro­penso y que le hacían tanto daño a su alma.


[Imagen 11]
Lunes 5.
I miss you unceasingly (te echo de menos incesantemen­te). Descubrir juntos una ciudad, sería, como dices, bas­tante mágico. Felizmente otra ciudad nos queda: nuestra ilimitada, cambiante, desconocida e inagotable Buenos Ai­res. (Quizá la descripción más fiel de Buenos Aires la da, sin saberlo, De Quincey, en unas páginas tituladas The Nation of London.) Además, cuando descubríamos Adrogué, nos descubríamos realmente a nosotros mismos; el descu­brimiento de caminos, quintas y plazas era una especie de metáfora ilustrativa, de pequeña acción paralela.
No te he agradecido aún la alegría que tu carta me dio. Esta semana concluiré el borrador de la historia que me gustaría dedicarte: la de un lugar (en la calle Brasil) donde están todos los lugares del mundo. Tengo otro objeto semimágico para ti, una especie de calidoscopio.
Afectos a los Bioy, a Wilcock. Deseo que pases en Mar del Plata una temporada feliz y (me dirás que esto es in­coherente) que vuelvas pronto.
Yours, ever,
Georgie.

Podemos situar la fecha de esta carta -por la alusión a mi estadía en Mar del Plata, en el mes de febrero de 1945-. Ya había empezado a escribir El Aleph y hace mención al otro aleph, el calidoscopio que iba a destruir Toño, como narro en estos recuerdos. (Mi partida para Mar del Plata había in­terrumpido nuestros paseos de finales de diciembre y enero.)


[Imagen 12]
Lunes diecinueve.
Querida Estela:
Una vasta gratitud por tu carta. A lo largo de las tardes el cuento del lugar que es todos los otros avanza, pero no se acerca a su fin, porque se subdivide como la pista de la tortuga. (Alguna noche hablamos de eso, ya que es uno de mis dos o tres temas.) Me agradaría mucho que me ayudaras para algún detalle preciso, que es indispensable y que no descubro. Catorce páginas he agotado ya con mi letra de enano.
No sé qué le ocurre a Buenos Aires. No hace otra cosa que aludirte, infinitamente. Corrientes, Lavalle, San Telmo, la entrada del subterráneo (donde espero esperarte una tarde; donde, lo diré con más timidez, espero espe­rar esperarte) te recuerdan con dedicación especial. En Contrapunto, Sábato ha publicado un artículo muy gene­roso y lúcido sobre el cuento La muerte y la brújula, que alguna vez te agradó. Se titula La geometrización de la no­vela. Sospecho que no tiene razón.
¿Qué escribes, qué planeas, Estela? Tuyo, con impa­ciencia y afecto,
Georgie.

Fuera de las alusiones a El Aleph, hay aquí unas líneas que indican lo que Borges pensaba de su obra, en contra de la opinión de Sábato, que era la corriente esos días. Borges jamás vio sus obras como construcciones geométricas, más o menos ingeniosas. No lo eran. Eran, por el contrario, trozos vivos de su alma, señales que él nos hacía para que lo comprendiéramos. Su pudor las adornaba y las di­ficultaba: presentaba una máscara, esperando que alguien se diera cuenta de que, detrás, había una cara verdadera, humana y sufriente. No era por cierto la impresión que se tenía por entonces en Buenos Aires. Y no está de más re­cordarlo, e insistir en ello. Borges sólo se permite un co­mentario: «Sospecho que no tiene razón», con lo que inva­lida la lucidez del comentario de Sábato.


[Imagen 13]
Adrogué, sábado.
A pesar de dos noches y de un minucioso día sin verte (casi lloré al doblar ayer por el Parque Lezama), te escri­bo con alguna alegría. Le avisé a tu mamá que tengo admirables noticias; para mí lo son y espero que lo sean pa­ra ti. El lunes hablaremos y tú dirás. Pienso en todo ello y siento una especie de felicidad; luego comprendo que toda felicidad es ilusoria no estando tú a mi lado. Queri­da Estela: hasta el día de hoy he engendrado fantasmas; unos, mis cuentos, quizá me han ayudado a vivir; otros, mis obsesiones, me han dado muerte. A éstas las vence­ré, si me ayudas. Mi tono enfático te hará sonreír; pien­so que lucho por mi honor, por mi vida y (lo que es más) por el amor de Estela Canto. Tuyo con el fervor de siem­pre y con una asombrada valentía,
Georgie.

Esta carta no necesita comentarios. Los comentarios es­tán a lo largo de mi relato. Cuando habla de las «buenas noticias» creo que se refiere, como he dicho, al hecho de que iba a ganar más dinero. Considero que esta carta es funda­mental.


[Imagen 14]
Thursday, about five.
I am in Buenos Aires, I shall see you tonight, I shall see you tomorrow, I know we shall be happy together (happy and drifting an sometimes speechless and most gloriously silly), and already I feel the bodily pang of being separated from you, turn asunder from you, by rivers, by cities, by tufts of grass, by circumstances, by days and nights.
These are, I promise, the last lines I shall allow myself in this strain; I shall abound no longer in self-pity. Dear love, I love you; I wish you all happiness; a vast and complex and closewoven future of happiness lies ahead of us. I am writing like some horrible prose poet; I dont dare to reread this regrettable postcard. Estela, Estela Canto, when you read this I shall be finishing the story I promised you, the first of a long series. Yours,
Georgie.

[Estoy en Buenos Aires, te veré esta noche, te veré ma­ñana, sé que seremos felices juntos (felices, deslizándonos y a veces sin palabras y gloriosamente tontos), y ya siento el dolor corporal de estar separado de ti por ríos, por ciudades, por matas de hierba, por circunstancias, por los días y las noches.
Éstas son, lo prometo, las últimas líneas que me per­mitiré en este sentido; no volveré a entregarme a la pie­dad por mí mismo. Querido amor, te amo; te deseo toda la dicha; un vasto, complejo y entretejido futuro de felicidad yace ante nosotros. Escribo como algún horrible poeta prosista; no me atrevo a releer esta lamentable tar­jeta postal. Estela, Estela Canto, cuando leas esto estaré terminando el cuento que te prometí, el primero de una larga serie. Tuyo.]

Otra carta que no necesita comentarios. Jamás Borges se ha mostrado más afirmativo, pero al final duda, vuelve, por un instante, a sus «obsesiones».


[Imagen 15]
Sin fecha.
Santiago has a flavour of its own, a sad, wistful flavour. The land is yellow. The soil is mostly sand, the green is really grey. There are several fine old houses, of great beauty and nobility. I miss you all the time. Yesterday I lectured on Henry James and Wells and the dream-flower of Coleridge. Today I shall speak of The Kabbalah. Tomorrow, Martín Fierro. Then we go to Tucumán...
(Santiago tiene un sabor propio, un sabor triste, inten­so. La tierra es amarilla. El suelo es arena en su mayor parte, el verde es realmente gris. Hay varias casas viejas y bonitas, de gran belleza y nobleza. Te echo de menos to­do el tiempo. Ayer hablé sobre Henry James y Wells y la flor-sueño de Coleridge. Hoy hablaré de La Cábala. Ma­ñana, Martín Fierro. Después iremos a Tucumán...)

En momentos de exaltación o gran dolor, Borges escri­bía en inglés. Una manera más de cubrir sus entusiasmos, sus sentimientos, una forma de su pudor.
Esta carta, cuando ya él está hablando, es del segundo período de nuestras relaciones, después de mi entrevista con el doctor Cohen-Miller.
Para quien dice que Borges no sentía la naturaleza, esta descripción, en pocas líneas, de Santiago del Estero es co­mo para hacer pensar.


[Imagen 16]
Sin fecha.
Querría agradecer infinitamente el regalo de anoche. Anoche dormí con el pensamiento de que me habías lla­mado y esta mañana fue lo primero que supe al desper­tar. (¿Tendré que repetir que si no te avisé mi partida de Buenos Aires lo hice por cortesía o temor, por triste con­vicción de que yo no era para ti, esencialmente, más que una incomodidad o un deber?)
Hay formas del destino que se repiten, hay circling patterns; ahora se da ésta: de nuevo estoy en Mar del Plata, deseándote. Pero esta vez yo sé que en el porvenir -¿cercano, inmediato?- ya está la noche o la mañana que con plenitud será nuestra. Estela querida...
Afectos de los Bioy, saludos a tu mamá. No me olvides por mucho tiempo,
Georgie.

No puedo situar con precisión esta estadía de Borges en Mar del Plata... Mar del Plata, que él siempre eludía. Qui­zá fue llamado para algún trabajo con Adolfito Bioy. Y en la carta encontramos la curiosa «retranca», el haberse ido sin avisarme, «por temor a ser una incomodidad o un de­ber» . (Pienso que su madre no era quizás ajena a este via­je: las resistencias de él -que tomaban la forma de temores, timideces, culpas, etc.- aparecían cuando ella afirmaba su voluntad. Pero, en todo caso, otra vez se trata de una pura conjetura.)


[Imagen 17]
Sin fecha.
Dearest:
Ya Mar del Plata es Adrogué o Buenos Aires, ya todo alude a ti. (Desde luego, tal es el destino de los lugares en que yo estoy.) Trabajo con Adolfito regularmente, y cada tarde inventamos o intercalamos en el film una nueva es­cena. Todo eso lo hago con una porción externa del alma, que trabaja con trivialidad y eficacia; siempre, algo pro­fundo en mí te recuerda.
Con Silvina siempre hablamos de ti. Me ha hecho un espléndido retrato que exornará (?) mi libro de cuentos; se adivina que estoy pensando en ti. Tengo un poco tus ojos. ¿Cuándo lo verás? Me han conmovido mucho tus cartas. (Me atrevo a ese plural porque Silvina me ha mos­trado la que le enviaste.) Quiera Dios que hablemos ma­ñana. Estela, un abrazo. Tuyo con impaciencia,
Georgie.

Evidentemente había ido a trabajar con Adolfito, y Silvina, con su tacto y sutileza, había hecho disminuir las sen­saciones de culpa de él. También me hizo a mí, poco des­pués, un magnífico retrato, con un libro de Borges bajo la mano que tengo apoyada en el pecho.


[Imagen 18]
Miércoles cuatro.
Estela adorada:
Indigno de las tardes y las mañanas, hateful to myself, in­digno de los días incomparables que he pasado contigo, in­digno de los lindísimos lugares que veo (el Hervidero, el Uruguay, las cuchillas con algún jinete, las quintas), paso días de pena, de incertidumbre. No he recibido una línea tu­ya. Pienso en algún inverosímil contratiempo postal; no sé con qué inflexión escribirte, no sé quién soy ahora para ti. Vanamente procuro conciliar tu cariño y tu cortesía de ayer con tu silencio de hoy. No te pido explicaciones, te pido un signo de que aún existo para ti, de algún modo. El viernes estaré en Buenos Aires. ¿Habré de repetirte que te quiero y que podemos ser muy felices? Estela, no me dejes así.
Tuyo, muy solo,
Georgie.
He concluido, bien o mal, tu cuento.

El tono de esta carta, escrito desde Las Nubes, la propie­dad de Enrique Amorim sobre el río Uruguay, empieza a anunciar lo que iba a ser una constante: la idea de que yo lo dejaba. Yo no lo amaba, que es distinto, pero en ningún momento pensé en «dejar» a mi querido amigo Borges. Georgie estaba de vacaciones con su madre en casa de Amorim, cuya esposa, Ester Haedo, tenía un lejano paren­tesco con doña Leonor.


[Imagen 19]
Wednesday morning (miércoles por la mañana).
Querida Estela:
No hay ninguna razón para que dejemos de ser ami­gos. Te debo las mejores y quizá las peores horas de mi vida y eso es un vínculo que no puede romperse. Ade­más, te quiero mucho. En cuanto a lo demás..., me re­pites que puedo contar contigo. Si ello fuera obra de tu amor, sería mucho; si es un efecto de tu cortesía o de tu piedad, I can't decently accept it. Loving or even saving a human being is a full time job and it can hardly, I think, be successfully undertaken at odd moments. Pe­ro... ¿a qué traficar en reproches, que son mercancía del Infierno? Estela, Estela, quiero estar contigo, quie­ro estar silenciosamente contigo. Ojalá no faltes hoy a Constitución.
Georgie.

(Si es un efecto de tu cortesía o de tu piedad..., no pue­do decentemente aceptarlo. Amar o incluso salvar a un ser humano es un trabajo de todo el tiempo, y creo que no puede ser exitoso si se realiza en momentos perdidos.)

Es la última carta de Georgie. El destino nos separó, las circunstancias, las gentes, las cosas. Pero, de una u otra manera, fuimos amigos hasta el fin.




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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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