sábado, 13 de abril de 2019

CAZADOR CAZADO William Wilkie Collins


William Wilkie Collins fue un novelista inglés, dramaturgo y escritor de cuentos, mejor conocido por The Woman in White, No Name, Armadale y The Moonstone. La última ha sido llamada la primera novela policíaca inglesa moderna.




CAZADOR CAZADO

 

 

            William Wilkie Collins

            (Del inspector jefe Theakstone, del Departamento de investigaciones, al sargento Bulmer, del mismo Departamento)
             
            Londres, 4 de julio de 18…

             
            Sargento Bulmer: Sirva ésta para informarle de que se le necesita para un caso importante que requiere la intervención de un hombre de su experiencia. Me hará usted el favor de transferir al joven portador de esta carta el asunto sobre robo en que está usted ocupado actualmente. Le dará usted toda la información que tenga sobre el caso, tal como está; le pondrá usted en antecedentes sobre los progresos que ha hecho (si es que ha hecho progresos) para descubrir a la persona o personas que robaron el dinero. Deje que él resuelva lo mejor que pueda este asunto que ahora está en sus manos. A él le corresponderá la responsabilidad, o el éxito, si consigue llevarlo a buen término.
            Éstas son las órdenes que tenía que comunicarle.
            Déjeme ahora que le murmure al oído algo acerca del hombre que lo reemplazará en este asunto. Se llama Matthew Sharpin, y se le presenta la oportunidad de ingresar en el Departamento por la puerta falsa. Ya veremos si logra permanecer en él. Usted me preguntará seguramente cómo consiguió este privilegio. Lo único que puedo decirle es que alguien muy influyente lo respalda. Se trata de una persona que prefiero no nombrar y creo que a usted le ocurriría lo mismo. El joven de quien le hablo ha sido pasante de un abogado; tiene una elevada opinión de sí mismo, y es tan mezquino y falso como aparenta. Según manifiesta, ha abandonado su anterior ocupación para incorporarse a la nuestra por su propia voluntad y deseo. Usted no creerá esto más que yo. Opino que quizá se ha apoderado de algún secreto de un cliente de su antiguo patrón, cosa que lo convierte en persona poco grata para tenerla en la oficina; de paso, esto le da cierto poder sobre su patrón, que no podría despedirlo sin temor a las consecuencias. Yo creo que darle esta oportunidad equivale a darle dinero para que se calle lo que sabe. Sea lo que fuere, el señor Matthew Sharpin se ocupará ahora del asunto que está en sus manos, y si su actuación se viera coronada por el éxito, meterá su sucia nariz en nuestras oficinas, tan ciertamente como el sol da luz. Le informo de todo esto para que no le dé ningún motivo de queja con el que pudiera ir a la Jefatura y perjudicar a usted. Atentamente suyo, Francis Theakstone.
            (Del señor Matthew Sharpin al inspector jefe Theakstone)
             
            Londres, 5 de julio de 18…

             
            Estimado señor: Después de haberme visto favorecido con las necesarias instrucciones del sargento Bulmer, me permito llamarle la atención sobre ciertas órdenes que he recibido relativas a los informes que, sobre mi futura actuación, he de preparar para someter a la Jefatura.
            El objeto de que me dirija a usted, y de que usted examine lo escrito por mí antes de elevarlo a más altas autoridades, es, según se me ha informado, concederme el beneficio de su consejo, para el caso de que lo necesite (y me atrevo a esperar que no será así), en cualquier momento de mis actuaciones. Como las extraordinarias circunstancias del asunto en que estoy ocupado me privan de ausentarme del lugar donde fue cometido el robo, mientras no haga algún progreso en el descubrimiento del ladrón, no podré consultarle personalmente. De ahí la necesidad en que me veo de escribirle sobre varios detalles que quizá sería preferible tratar de viva voz. Ésta es, si no me equivoco, la posición en que nos hallamos colocados. Consigno mis impresiones al respecto a fin de que podamos entendernos perfectamente desde el principio, y quedo su atento y seguro servidor, Matthew Sharpin.
            (Del inspector jefe Theakstone al señor Matthew Sharpin)
             
            Londres, 5 de julio de 18…

             
            Señor: Ha empezado usted perdiendo tiempo, tinta y papel. Ambos sabíamos perfectamente bien cuáles eran nuestras respectivas posiciones cuando le mandé con mí carta al sargento Bulmer. No había la menor necesidad de repetirlo por escrito. En lo sucesivo, haga el favor de emplear su pluma para el asunto que se le ha encomendado.
            Tres son los informes que usted debe remitirme. Primero: ha de hacer un resumen de las instrucciones que ha recibido del sargento Bulmer, para demostrarme que nada ha escapado a su memoria y que está completamente familiarizado con las circunstancias del caso que se le confía. Segundo: debe usted informarme sobre lo que se propone hacer. Tercero: tiene que comunicarme por escrito cada progreso que haga (si es que hace alguno) día por día, y, si es necesario, hora por hora. Éste es su deber. En lo que se refiere al mío, cuando yo quiera que me lo recuerde, se lo comunicaré. Mientras tanto, lo saluda, Francis Theakstone.
            (Del señor Matthew Sharpin al inspector jefe Theakstone)
             
            Londres, 6 de julio de 18…

             
            Señor: Usted es un hombre de edad madura y, por lo tanto, naturalmente inclinado a sentirse un poco celoso de los jóvenes que, como yo, están en la flor de la vida y en plena posesión de sus facultades. En estas circunstancias, es mi deber estar respetuoso con usted y no tomar demasiado a pecho sus pequeños defectos. Declino también sentirme ofendido por el tono de su carta: le hago beneficiario de mi bondad natural y borro de mi memoria su insolente comunicación. En una palabra, inspector jefe Theakstone, le perdono, y voy al caso.
            Mi primer deber es darle un informe completo de las instrucciones que he recibido del sargento Bulmer. Helas aquí, según mi versión:
            En el número 13 de la calle Rutherford, en Soho, existe un comercio de papelería atendido por un tal Yatman, casado y sin hijos. Además del señor Yatman y su esposa, los ocupantes de la casa son: un hombre soltero de apellido Jay, que ocupa la habitación del frente del segundo piso; un dependiente, que duerme en una de las piezas del desván, y una persona para todo servicio, que tiene su cama en la pieza que está detrás de la cocina. Una vez por semana, y sólo algunas horas por la mañana, viene una mujer para ayudar en la limpieza. Éstas son las personas que habitualmente tienen libre acceso al interior de la casa.
            El señor Yatman ha tenido negocios durante varios años, llevando sus asuntos en forma próspera, hasta el punto de poder disfrutar de una envidiable independencia para un hombre de su posición. Desgraciadamente, con el fin de acrecentar su fortuna, empezó a especular. Hizo inversiones audaces, y la suerte se volvió contra él en forma tal que, hace apenas dos años, se encontró convertido otra vez en un hombre pobre. Todo lo que logró salvar del naufragio fueron doscientas libras.
            Aunque el señor Yatman hizo lo que pudo para enfrentarse con las circunstancias, suprimiendo lujos y comodidades a los que él y su esposa estaban acostumbrados, le fue imposible ahorrar nada de lo que sacaba de la papelería. El negocio iba declinando de año en año, a causa de competidores que vendían a precios más bajos. De esta manera, pues, estaban las cosas hasta la última semana; el único remanente de la fortuna del señor Yatman eran las doscientas libras que consiguió salvar del naufragio de su fortuna. Esta suma estaba depositada en un Banco de capital común de gran solvencia.
            Hace ocho días, el señor Yatman y su huésped el señor Jay sostuvieron una conversación acerca de las dificultades que en estos tiempos entorpecen el comercio en todas sus ramificaciones. El señor Jay (que vive de lo que le producen los sueltos sobre accidentes, querellas y breves noticias de interés general, que manda a los periódicos y que le pagan a tanto la línea) dijo a su casero que aquella mañana había oído comentarios desfavorables acerca de los Bancos de capital común. Esos rumores ya habían llegado a oídos del señor Yatman por otros conductos. Tales noticias, confirmadas por su inquilino, alarmaron tanto al señor Yatman, ya predispuesto a ello por su pérdida anterior, que decidió retirar cuanto antes el dinero depositado en el Banco. Como era un poco antes del atardecer, llegó a tiempo para que le entregaran el dinero, antes de cerrar.
            Recibió el importe de su depósito en la siguiente forma: un billete de cincuenta libras, tres de veinte libras, seis de diez libras y seis de cinco libras. Pidió el dinero así porque pensaba invertirlo en préstamos seguros de poca importancia entre los pequeños comerciantes de su distrito, algunos de los cuales se hallan en situación apremiante en estos momentos. Las inversiones de esta índole parecían al señor Yatman las más provechosas y menos arriesgadas.
            Guardó el sobre con el dinero en el bolsillo interior de su chaqueta, y al llegar a su casa pidió una caja de latón que años atrás usara para guardar valores y que, según creía recordar, era del tamaño exacto de los billetes. Durante largo rato buscaron en vano la caja. El señor Yatman preguntó a su esposa si sabía dónde podía estar. La pregunta fue oída por la sirvienta, que en ese momento llevaba la bandeja con el té, y por el señor Jay, que en ese instante bajaba para ir al teatro. Por fin, la caja fue encontrada por el dependiente del negocio. El señor Yatman colocó los billetes de Banco en ella, la cerró con el candado y se la guardó en un bolsillo del abrigo, del que sobresalía un poco, lo suficiente para ser vista. El señor Yatman permaneció toda la tarde en el piso alto de su casa; no recibió visitas, y a las once de la noche se fue a acostar, no sin haber puesto antes la caja con el dinero, junto con su ropa, en una silla al lado de la cama.
            Cuando él y su esposa despertaron a la mañana siguiente, la caja había desaparecido. Se avisó al Banco de Inglaterra para que no canjeara los billetes, y hasta aquel momento nada se había sabido de ellos.
            Hasta aquí las circunstancias del caso son perfectamente claras, y demuestran de una manera indiscutible que el robo debió ser cometido por alguna persona que vive en la casa. Por esto las sospechas recaen sobre la sirvienta, el dependiente y el señor Jay. Los dos primeros estaban en antecedentes de la búsqueda de la caja, y aunque no supieran para qué la quería el señor Yatman, era muy probable que supusieran que era para guardar dinero. Ambos tuvieron oportunidad de ver que sobresalía del bolsillo de su patrón; la sirvienta, cuando retiró la bandeja con el servicio de té, y el dependiente, cuando fue a entregarle las llaves de la tienda, antes de salir. Al ver la caja en el bolsillo, podían haber inferido que el señor Yatman pensaba llevarla a su dormitorio aquella noche.
            Por otra parte, el señor Jay sabía, después de la conversación que sostuvo por la tarde acerca de los Bancos, que el señor Yatman tenía un depósito de doscientas libras en uno de ellos; y sabía, también, al separarse, que su casero tenía intención de retirar en seguida el dinero. Cuando después oyó las preguntas relativas a la caja, es natural que dedujera que el dinero estaba ya en la casa y que la caja era requerida para guardarlo. El hecho de que él saliera de la casa antes de que la caja se encontrara, lo descarta como sabedor del lugar donde el señor Yatman pensaba guardarla durante la noche. Lógicamente, si el señor Jay cometió el robo tiene que haber entrado en el dormitorio después de que el señor Yatman se hubo acostado, ignorando si encontraría la caja o no.
            Al hablar del dormitorio, caigo en la cuenta de la necesidad de situar su ubicación en la casa, y de lo fácil que es entrar en él a cualquier hora de la noche.
            Esta habitación se encuentra en la parte de atrás del primer piso. A causa del miedo que la señora Yatman tiene a los incendios (que le hace temer quedar apresada por las llamas en su habitación en caso de incendio al no poder abrir una puerta cerrada con llave), su marido está acostumbrado a no cerrar jamás la puerta del dormitorio. Por otra parte, ambos confiesan tener un sueño profundo. De lo dicho se desprende que una persona con intenciones aviesas que quisiera penetrar en ese dormitorio, correría muy poco riesgo; con dar vuelta al picaporte, la puerta se abriría, y, por poca precaución que tuviera, los ocupantes de la pieza no despertarían. Este detalle es de mucha importancia, ya que fortalece nuestra convicción de que el dinero fue robado por alguna de las personas que viven en la casa, sin que para ello sea necesario poseer la astucia y experiencia de un ladrón profesional.
            Éstas son las circunstancias, tal como fueron referidas al sargento Bulmer, cuando fue llamado para descubrir al ladrón, o ladrones, y, si le era posible, recuperar el dinero. Sus acuciantes averiguaciones fallaron al no poder presentar la menor evidencia contra las personas de las cuales era lógico sospechar. Cuando se les informó del robo cometido, procedieron como lo harían personas ajenas al hecho. El sargento Bulmer advirtió desde el primer momento que este caso requería un procedimiento de investigación lo más secreto posible. Comenzó por aconsejar al señor Yatman y a su esposa que demostraran no tener la menor duda ni desconfianza hacia las personas que habitaban bajo su mismo techo. El sargento Bulmer inició la campaña observando las idas y venidas de esas personas y, además, averiguando las costumbres, secretos y amistades de la criada para todo servicio.
            Durante tres días y tres noches el sargento Bulmer estuvo vigilándola, acompañado de algunos agentes de gran competencia, pero el resultado fue nulo: no encontraron nada que pudiera arrojar la menor sombra de sospecha sobre la muchacha.
            El mismo sistema de vigilancia empleó para con el dependiente. En este caso tuvo más dificultades, debido a lo poco que sabía del hombre, pero por lo que consiguió averiguar (aunque en este caso su certeza no fue tan completa como en el de la muchacha) llegó a la conclusión de que era ajeno al robo de la caja con dinero.
            Como consecuencia lógica de estos procedimientos, las sospechas recaen sobre el pensionista, señor Jay.
            Cuando comparecí ante el sargento Bulmer con su carta de presentación, éste había hecho ya ciertas averiguaciones respecto al joven pensionista. El resultado de éstas no lo favorece mucho. Sus costumbres son irregulares, frecuenta sitios poco recomendables y sus amistades son personas de carácter disoluto. Está en deuda con todos los comerciantes con los cuales tiene tratos y, además, debe un mes de alquiler al señor Yatman. La semana pasada se le vio hablando con un boxeador, y ayer por la tarde, al llegar, daba muestras de haber bebido bastante alcohol. En una palabra, aunque el señor Jay se hace llamar periodista por los artículos de poca monta que publica en los periódicos, demuestra ser un joven de maneras vulgares y malos hábitos. Nada se le ha podido descubrir hasta ahora que redunde en beneficio suyo.
            Esto es, en detalle, lo que me comunicó el sargento Bulmer. No creo que usted pueda encontrar que he omitido algo, y me parece, además, que, a pesar de los prejuicios que tiene contra mí, no dejará de reconocer que nadie le ha presentado un informe tan claro y completo. Mi segunda obligación consiste en informarle acerca de lo que me propongo hacer con el asunto que se me ha confiado.
            En primer lugar, comprendo claramente que he de comenzar las cosas en el punto en que las dejó el sargento Bulmer. De acuerdo con lo dicho anteriormente, no tengo que preocuparme de la sirvienta, ni del dependiente, ya que no existe duda alguna acerca de su inocencia. Queda por probar la inocencia o culpabilidad del señor Jay, puesto que antes de dar el dinero por perdido debo asegurarme, si puedo, de que es persona completamente ajena al robo.
            El plan que he trazado, y que seguiré con la plena aprobación del señor Yatman y de su esposa, para descubrir si el señor Jay es la persona que robó la caja, es el siguiente: Me propongo llegar hoy mismo allí aparentando ser un joven que busca una pieza para alquilar. Se me mostrará la habitación trasera del segundo piso, donde pienso instalarme esta misma tarde dando a entender que soy un joven que acaba de llegar a Londres en busca de un empleo en un comercio u oficina respetable.
            De esta manera podré vivir en la habitación contigua a la ocupada por el señor Jay. Como la pared divisoria es un delgado tabique recubierto de yeso, me será fácil practicar un pequeño agujero por el que podré espiar lo que haga el señor Jay en su aposento y oír las conversaciones que sostenga con los amigos que vayan a visitarle. Mientras él permanezcan en casa, yo estaré en mi puesto de observación. Cuando salga, iré tras él. Empleando estos medios de vigilancia, creo que me será posible llegar a descubrir su secreto, es decir, averiguar si sabe algo de los billetes de Banco.
            No sé lo que opinará usted acerca de mi plan de observación. A mí me parece audaz y sencillo a la vez. Con esta seguridad termino este comunicado, lleno de confianza en el futuro. Su seguro servidor, Matthew Sharpin.
            (Del señor Matthew Sharpin al inspector Theakstone)
             
            7 de julio.

             
            Señor: No habiendo sido honrado con ninguna respuesta a mi última carta, creo, a pesar de los prejuicios que tenga usted contra mí, haberle producido una buena impresión. Sintiéndome recompensado por este silencio, que interpreto como una elocuente señal de su aprobación, procedo a relatarle los progresos realizados en las últimas veinticuatro horas.
            Me encuentro cómodamente instalado en la habitación contigua a la que ocupa el señor Jay, y es una satisfacción para mí poder decir que he practicado dos agujeros, en lugar de uno, en la pared divisoria. Mi natural sentido del humor me ha llevado a la perdonable extravagancia de ponerles nombre: el observador y el auricular. El nombre puesto al primero se explica solo; en cuanto al del segundo, se debe a un pequeño caño de metal que he insertado en él, lo que me da la ventaja de oír mientras observo. De esta manera, mientras estoy espiando al señor Jay, puedo también escuchar lo que dice.
            La sinceridad, virtud que he poseído desde mi infancia, me obliga a reconocer que la idea de practicar el agujero que he llamado auricular me fue sugerida por la esposa de Yatman. Esta señora, inteligente, sencilla y de modales distinguidos, ha estudiado y comprendido todos mis planes con un entusiasmo e inteligencia dignos de encomio. El señor Yatman, en cambio, está tan abatido por la pérdida de su dinero que es incapaz de prestarme ninguna ayuda. La esposa de Yatman, que siente mucho afecto por su marido, lamenta más el estado de pesadumbre de éste que la pérdida del dinero y se ha entregado con todas sus energías a levantar el espíritu de su esposo, que presenta un miserable estado de postración.
            —El dinero, señor Sharpin —me decía ayer la señora Yatman, con lágrimas en los ojos—, el dinero puede ser recuperado, haciendo economías o dedicándose de lleno al negocio. Es el lamentable estado de ánimo de mi marido que me hace desear con ansiedad del descubrimiento del ladrón. Quizá me equivoque, pero desde que usted entró en esta casa mis esperanzas renacieron, y creo, además, que usted es el hombre indicado para descubrir al malvado.
            Yo acepté ese cumplido, firmemente convencido de que tarde o temprano haré honor al mismo.
            Pero volvamos al asunto, es decir, a mi puesto de observación y audición.
            He pasado algunas horas divertidas y tranquilas contemplando al señor Jay. Aunque rara vez está en casa, según me ha dicho la señora Yatman, hoy no ha salido en todo el día. Esto no deja de ser sospechoso, a mi modo de ver. He de informar, además, que esta mañana se ha levantado tarde (mala señal en un hombre joven) y perdió después un tiempo considerable en bostezar y en quejarse de dolor de cabeza. Como todos los hombres corrompidos, no comió casi nada en el desayuno; después fumó una pipa, una sucia pipa de arcilla, que cualquier caballero se sentiría avergonzado de ponerse entre los labios. Cuando terminó de fumar, tomó pluma, tinta y papel y se dispuso a escribir, lanzando un gemido al sentarse, no sé si de remordimiento por haber robado el dinero o por tener que escribir una carta. Después de escribir algunas líneas (estoy demasiado lejos de él para poder leer lo que escribe), se apoyó contra el respaldo de la silla y empezó a silbar algunos aire populares. Si éstos son claves que usa para comunicarse con sus cómplices es algo que queda por averiguar. Al cabo de un rato de distraerse con sus silbidos, empezó a pasear por la habitación, deteniéndose de vez en cuando para agregar un párrafo a lo que había escrito. A poco, se acercó a un armario y lo abrió. Yo agucé la vista para no perder ni un solo detalle; vi que con todo cuidado sacaba algo del armario, pero al volverse… ¡resultó que lo que tenía en la mano era una botella de coñac! Después de haber bebido un poco del contenido "de la botella, aquella despreciable e indolente persona se tumbó en la cama otra vez y a los cinco minutos dormía.
            Estuve oyendo sus ronquidos durante dos horas, hasta que un golpe dado en la puerta de la habitación vecina me llamó a mi puesto de observación. El señor Jay saltó de la cama y abrió la puerta con sospechosa rapidez.
            El visitante era un mozalbete de cara sucia, que al entrar dijo:
            —Por favor, señor; lo están esperando.
            Dichas estas palabras, el mozalbete se sentó en una silla, estiró las piernas y se quedó dormido. El señor Jay lanzó un juramento, se ató una toalla mojada a la cabeza y, volviendo a su papel, empezó a escribir lo más rápidamente que le permitían sus dedos. De vez en cuando se levantaba para volver a mojar la toalla, que se ataba de nuevo a la cabeza. Así estuvo durante horas, al cabo de las cuales dobló las hojas escritas, despertó al muchacho y le dijo estas interesantes palabras:
            —¡Rápido, dormilón! Si ves al tutor, dile que tenga el dinero listo para cuando yo vaya a buscarlo.
            El muchacho hizo una mueca y desapareció. Estuve tentado de seguir al dormilón, pero me pareció más prudente quedarme observando las acciones del señor Jay.
            Media hora después se puso el sombrero y salió. Naturalmente, yo hice lo mismo. Al bajar la escalera, me topé con la señora Yatman. Habíamos convenido que ella registraría la pieza del señor Jay cuando éste estuviera ausente y yo ocupado en la grata tarea de seguirle los pasos. En esta ocasión vi que se dirigía a la taberna más próxima y pedía dos costillas de cordero. Yo me senté a una mesa cercana a la suya y pedí lo mismo. Apenas habían transcurrido dos minutos, un joven de aspecto más que sospechoso, que estaba sentado a otra mesa, se levantó y, tomando un vaso, se dirigió hacia donde estaba el señor Jay y se sentó a su lado. Fingí estar enfrascado en la lectura de mi periódico, pero, como era mi deber, toda mi atención estaba concentrada en la conversación de los dos hombres.
            —Jack ha estado aquí preguntando por usted —dijo el joven desconocido.
            —¿Dejó algún mensaje para mí? —preguntó el señor Jay.
            —Sí —contestó su interlocutor—. Me dijo que si lo veía le dijera que tenía especial interés en verlo esta noche, y que pasaría a las siete por la calle Rutherford.
            —Está bien —dijo el señor Jay—. Estaré allí a esa hora.
            Después de esto, el joven de aspecto sospechoso terminó su oporto y, manifestando que tenía prisa, se despidió de su amigo (quizá no sería arriesgado decir su cómplice) y se marchó.
            A las seis y veinticinco minutos y medio (en estos casos es siempre muy importante ser exacto con la hora), el señor Jay terminó sus costillas y pagó la cuenta. A las seis y veintiséis minutos y tres cuartos, yo terminé mis costillas y pagué la cuenta. Diez minutos más tarde, entraba en la casa de la calle Rutherford, donde me esperaba la señora Yatman. Su rostro encantador tenía una expresión melancólica y apenada que daba lástima ver.
            —Temo, señora, que no ha encontrado usted nada sospechoso en la habitación de su huésped.
            La señora Yatman sacudió la cabeza y suspiró. Fue un suspiro lánguido y hondo que me conmovió. Por unos instantes, olvidándome del asunto que tenía a mi cargo, envidié al señor Yatman.
            —No se desanime, señora —dije con una suavidad que pareció emocionarla—. Acabo de escuchar una conversación muy sospechosa y sé algo acerca de una cita culpable… Espero presenciar grandes acontecimientos esta noche desde mi puesto de observación. Por favor, no se alarme; pero creo que estamos al borde de un descubrimiento.
            Mi entusiasta devoción a mi deber se sobrepuso a mis tiernos sentimientos. La miré…, le hice un guiño…, bajé la cabeza…, me alejé de ella.
            De regreso a mí puesto de observación, hallé al señor Jay haciendo la digestión de las costillas que había comido, sentado en una poltrona y fumando su pipa. En la mesa había dos vasos, una jarra con agua y la botella de coñac. Eran cerca de las siete. A la hora exacta llegó el hombre llamado Jack.
            Parecía nervioso; en realidad, y digo esto con placer, parecía muy agitado. La satisfacción de prever una jornada fructífera me inundaba de píes a cabeza, valga la expresión. Lleno de curiosidad, apliqué el ojo al agujero, y vi que el visitante, el Jack de este delicioso caso, se había sentado de cara a mí, al otro lado de la mesa. Aquellos dos bribones de aspecto desaliñado se parecían tanto entre sí que, viéndolos juntos, llegué a la conclusión de que eran hermanos. Jack era el más limpio y cuidado en el vestir, convengo en ello. Es tal vez vez uno de mis defectos llevar la justicia y la imparcialidad a sus límites más extremos. No soy un fariseo, y donde el vicio se redime, sea de la manera que sea, no dejo de reconocerlo.
            —¿Qué pasa ahora, Jack? —preguntó el señor Jay.
            —¿No lo ves reflejado en mi rostro? —dijo Jack—. Mi querido amigo, las demoras son siempre peligrosas. No dudemos más; arriesguémoslo todo pasado mañana.
            —¿Tan pronto? —gritó el señor Jay, asombrado—. Bien, si tú estás dispuesto, yo también. Pero ¿estará lista esa otra persona? ¿Estás seguro, Jack?
            El señor Jay mostró una desagradable sonrisa al hablar, especialmente cuando se refirió a «esa otra persona», palabras que acentuó marcadamente. Es evidente que en este asunto hay mezclado un tercer rufián.
            —Puedes encontrarte con nosotros mañana —dijo Jack—. Así podrás juzgar por ti mismo. Acude al Regent Park a las once de la mañana; nos encontrarás en el recodo que desemboca en la avenida.
            —Estaré allí —dijo el señor Jay—. ¿Quieres un poco de coñac con agua? ¿Para qué te levantas? ¿Ya te vas?
            —Sí, me voy —contestó Jack—. El hecho es que estoy tan inquieto que no puedo quedarme tranquilo ni un minuto. Aunque te parezca ridículo, estoy muy nervioso. El pensamiento de que en el momento menos pensado nos pueden sorprender no me abandona. Me imagino que cada hombre que me mira dos veces en la calle es un espía…
            Al oír estas palabras, me pareció que las rodillas se me doblaban. Sólo a fuerza de voluntad pude seguir espiando por mi agujero. Le doy mi palabra de honor acerca de esto.
            —¡Tonterías! —exclamó el señor Jay, con la audacia de un criminal inveterado—. Hasta este momento hemos guardado el secreto, y lo seguiremos guardando hasta el fin. Toma un trago de coñac con agua, y te sentirás tan confiado como yo.
            Jack rehusó el coñac con firmeza, y con más firmeza aún persistió en marcharse.
            —Trataré de distraerme caminando. Y no lo olvides: mañana, a las once, en el Regent Park, del lado de la avenida.
            Con estas palabras de despedida, salió. Su mezquino pariente soltó la carcajada y volvió a tomar la pipa.
            No me cabía la menor duda de que no se había hecho ningún intento para cambiar los billetes de Banco; y quiero agregar que el sargento Bulmer tenía esta misma opinión cuando dejó el caso en mis manos. ¿Cuál es la conclusión lógica a sacar de la conversación oída por mí y a que me he referido antes? Es evidente que la cita concertada para mañana será para repartirse el dinero y estudiar la forma más segura de cambiar los billetes al día siguiente. El señor Jay es, sin duda alguna, el jefe en este asunto, y será probablemente quien correrá el riesgo de cambiar el billete de cincuenta libras. Por consiguiente, mañana lo seguiré a Regent Park, y trataré de colocarme lo más cerca posible para enterarme de lo qué digan. Si conciertan alguna otra cita, les iré a la zaga, claro está. Para esto necesito la ayuda de dos agentes (pues es posible que los cómplices se alejen en distintas direcciones que sigan a los dos ladrones de menor importancia. Es obvio que si los bribones se alejan juntos, estos subordinados permanecerán a la expectativa. Siendo ambicioso por naturaleza, deseo, si es posible, que el éxito del descubrimiento de este robo me pertenezca a mí solo.
             
            8 de julio.

             
            Agradezco la pronta llegada de mis dos subordinados. Me temo que no sean hombres muy hábiles, pero, por fortuna, yo estaré cerca de ellos para dirigirlos.
            Lo primero que hice esta mañana fue hablar con el señor Yatman y su esposa con el fin de explicarles la presencia de dos extraños en su casa. El señor Yatman (que es un pobre hombre, y quede esto entre nosotros), se limitó a mover la cabeza, lloriqueando. La señora Yatman (¡qué mujer superior!) me favoreció con una encantadora mirada llena de significado.
            —¡Oh, señor Sharpin! —exclamó la señora Yatman—. ¡Sí supiera usted cómo lamento la presencia de esos dos hombres! Empiezo a creer que tiene usted dudas acerca de su éxito en el asunto, pues de lo contrario no hubiera pedido ayuda.
            Disimuladamente, le hice un guiño (ella es muy comprensiva y no se ofende por una cosa así) y le expliqué, bromeando, que estaba equivocada.
            —Es porque tengo la seguridad de triunfar por lo que mandé llamar a esos hombres. Estoy decidido a recobrar el dinero, y esto no por lo que a mí concierne, sino por lo que se refiere al señor Yatman… y por usted.
            Acentué con énfasis las tres últimas palabras.
            —¡Oh, señor Sharpin! —exclamo otra vez la señora Yatman, enrojeciendo y clavando los ojos sobre su costura. En ese momento yo me sentí capaz de ir al fin del mundo con esta mujer, siempre que al señor Yatman se le ocurriera morirse.
            Envié a mis dos subordinados a que me esperasen en el portón del Regent Park que da sobre la avenida. Media hora más tarde salía yo detrás del señor Jay.
            Los dos cómplices fueron puntuales. Me sonroja tener ahora que anotar que el tercer bribón, la misteriosa «otra persona» de que hablaron los dos hermanos en su conversación, es ¡una mujer! Y, lo que es peor, una mujer joven; una mujer joven y bonita, para colmo de males. Siempre me he resistido a creer en el hecho de que en todos los delitos hay complicada una persona del sexo débil. Después de la experiencia que he tenido esta mañana, no lucharé más contra esta creencia. Renunciaré a las mujeres…, exceptuando a la señora Yatman.
            El hombre llamado Jack ofreció su brazo a la mujer, mientras el señor Jay se colocaba al otro lado de ésta, y así reunidos empezaron a caminar despacio bajo la sombra de los árboles. Yo los seguía a conveniente distancia; y, también a conveniente distancia, mis dos subordinados me seguían a mí.
            Lamento tener que decir que me era imposible acercarme lo suficiente para poder oír lo que decían, sin correr el riesgo de hacerme sospechoso. Lo único que pude inferir por sus gestos y ademanes es que trataban un asunto de sumo interés para ellos. Al cabo de un cuarto de hora dieron vuelta bruscamente y desanduvieron el camino recorrido. Mi presencia de ánimo no me abandonó en este trance. Hice señas a mis dos subordinados para indicarles que siguieran de largo, y yo me oculté detrás de un árbol. Al pasar cerca de mí, oí al nombrado Jack que se dirigía al señor Jay con estas palabras:
            —Digamos mañana por la mañana a las diez y media. Por favor, ven en coche. Mejor será que no nos arriesguemos tomando uno en este barrio.
            El señor Jay contestó con unas breves palabras que no pude oír. Al llegar al lugar donde se habían encontrado, se despidieron estrechándose las manos con tanta efusión que me extrañó. Yo seguí al señor Jay, mientras mis subordinados se dedicaban a los otros dos.
            En lugar de ir a la calle Rutherford, el señor Jay se dirigió al Strand. Penetró en una casa de sucia apariencia, y que, a pesar del letrero colocado en la puerta en el que se leía el nombre de un periódico, a mí me pareció el lugar adecuado para la recepción de mercancías robadas.
            Después de permanecer dentro unos minutos, salió silbando y con los pulgares metidos en los bolsillos del chaleco. Un hombre menos discreto que yo lo hubiera arrestado allí mismo. Pero tenía que atrapar también a sus cómplices y, además, había que esperar la cita concertada para la mañana siguiente. Es raro encontrar una sangre fría semejante, en circunstancias tan difíciles, en un joven principiante como yo, cuya reputación como detective está por hacer.
            De allí, el señor Jay se dirigió a un café, donde se entretuvo leyendo revistas. Yo lo imité. Del café se dirigió a su taberna, donde pidió costillas. Yo entré y pedí lo mismo. Cuando terminó, se dirigió a su alojamiento; y cuando yo terminé, me dirigí al mío. A primeras horas de la noche le entró sueño y se fue a la cama. Al oír sus ronquidos, me entró también sueño y me fui asimismo a la cama.
            Mis dos subordinados vinieron al día siguiente temprano a darme su informe.
            El hombre llamado Jack dejó a la mujer al llegar a la puerta de una villa de respetable apariencia, no lejos de Regent Park. De ahí dobló a la derecha y se internó en una calle suburbana donde hay varios comercios y penetró en una casa abriendo la puerta con su propia llave. Al hacer esto miró a su alrededor y clavó sus desconfiados ojos en mis dos ayudantes, que iban por la acera de enfrente. Esto es todo lo que mis subordinados tenían que comunicarme. Hice que se quedaran en mi habitación, por si los necesitaba, y yo me instalé en mi puesto de observación.
            El señor Jay estaba vistiéndose, tratando en todo lo posible de borrar el lamentable aspecto de su persona. Esto era precisamente lo que yo esperaba. Un vagabundo de la calaña del señor Jay sabe la importancia que tiene un digno continente en el momento de arriesgarse a cambiar un billete de cincuenta libras. A las diez y cinco minutos terminaba de cepillar su usado sombrero y de borrar las manchas de sus guantes con miga de pan. A las diez y diez salía a la calle para encaminarse a la próxima parada de coches. Yo y mis subordinados íbamos detrás, casi pisándole los talones.
            El señor Jay tomó un cabriolé y nosotros lo seguimos en otro. El día anterior no pude oír el lugar donde se citaban, pero pronto advertí que se dirigían hacia el portón que da a la avenida.
            El coche del señor Jay dobló lentamente hacia el parque. Para evitar toda sospecha, hice que el nuestro se detuviese antes de entrar, bajé y empecé a seguirlo a pie. A poco, el cabriolé de ellos se detuvo, y vi aparecer entre los árboles a los dos cómplices. Subieron éstos al coche, que dobló rápidamente hacia la salida.
            Corrí a mi cabriolé y ordené al cochero que siguiera al otro vehículo en cuanto nos pasara.
            El hombre siguió mis instrucciones con tan poca inteligencia que temí despertar las sospechas de nuestros perseguidos. Habrían transcurrido unos tres minutos (durante los cuales volvimos a recorrer el camino anterior), cuando se me ocurrió mirar por la ventanilla, para ver a qué distancia de nosotros se hallaba el otro coche. Al hacerlo vi dos sombreros que se asomaban y dos caras que me miraban. Me recosté en mi asiento, invadido por un sudor frío. Esta expresión es grosera, pero no hay otras palabras para describir claramente el estado en que yo me encontraba en aquellos momentos.
            —¡Nos han descubierto! —dije en voz baja a mis dos subordinados.
            Ellos me miraron, atónitos. Mis sentimientos mudaron de la desesperación al colmo de la cólera.
            —La culpa es del cochero—dije—. ¡A ver! Que uno de ustedes baje y le dé un puñetazo en la cabeza.
            En vez de obedecerme (tendré que dar parte a la superioridad de esta falta de disciplina), los dos se asomaron para mirar por la ventanilla. Antes de que yo lo pudiera impedir, ambos se habían vuelto a sentar. Estaba yo a punto de estallar de indignación, cuando ellos, mirándome de una manera extraña, me dijeron:
            —Haga el favor de asomarse, señor.
            Hice lo que me decían. El cabriolé de los ladrones se había detenido.„
            ¿Dónde? ¡A la puerta de una iglesia!
            El efecto que semejante descubrimiento puede tener en una persona común, no lo sé. Pero, siendo yo un hombre profundamente religioso, me lleno de horror. He leído a menudo que los criminales son astutos y carecen de principios; pero el atrevimiento de entrar en una iglesia para despistar a sus perseguidores fue para mí un sacrilegio sin precedentes en los anales del crimen.
            Dominé a mis dos subordinados con sólo fruncir las cejas. Fácil era adivinar lo que su mente superficial pensaba. Pero para , que veía más allá de la apariencia inocente de esos dos hombres y esa mujer bien vestidos que entraban en una iglesia, la escena tenía otro significado más siniestro que el que pudieran haber encontrado mis dos subordinados. Muy difícil es engañarme. Descendí del coche y penetré en la iglesia, seguido de uno de mis hombres; el otro lo envié a la puerta de la sacristía. ¡Es más fácil encontrar dormida a una comadreja que pescar desprevenido a su humilde servidor Matthew Sharpin!
            Subiendo a la galería, nos dirigimos hacia el sitial del órgano, para espiar desde detrás de las cortinas. Los tres estaban abajo, tranquilamente sentados en un banco. Sí, aunque parezca imposible, los tres estaban sentados en un banco de la iglesia.
            Antes de que yo alcanzara a tomar una determinación acerca de lo que procedía hacer, apareció por la puerta de la sacristía un clérigo con sus vestiduras de ceremonia. Tras él iba un acólito. Mi cerebro empezó a girar, se me nubló la vista. Por mi espíritu flotaban las imágenes de robos cometidos en sacristías; temblé por el clérigo y temblé también por el acólito…
            El sacerdote se situó frente al altar. Los tres malhechores se le acercaron. El ministro de Dios abrió su libro y empezó a leer. ¿Qué?, preguntará usted.
            Le contesto sin la menor sombra de duda: las primeras líneas del oficio matrimonial.
            Mi subordinado tuvo la audacia de mirarme y luego se tapó la boca con un pañuelo. No me digné prestarle atención. Al descubrir qué el llamado Jack era el novio y que el señor Jay era el padrino de boda, salí de la iglesia seguido por mi ayudante y me reuní con el otro a la puerta de la sacristía. Muchos, en mi situación, hubieran quedado aturullados, presa de grandes dudas, pero yo no me turbé lo más mínimo y ni por un segundo vaciló la alta estima que tengo de mí mismo. Y aun en estos momentos tres horas después del descubrimiento, mi mente permanece, me alegra decirlo, tan tranquila como antes.
            Cuando yo y mis dos subordinados nos reunimos fuera de la iglesia, di a conocer mi intención de seguir al otro cabriolé, a pesar de lo ocurrido. Tenía mis motivos para ello. Mis dos subordinados se quedaron sorprendidos ante mi determinación, y uno de ellos tuvo la impertinencia de decirme:
            —Por favor, señor, ¿a quién seguimos? ¿A un hombre que ha robado dinero o a uno que ha robado una esposa?
            El otro hombre, vulgar también, soltó la carcajada. Ambos merecen una seria reprimenda; confío que la recibirán.
            Una vez terminada la ceremonia, sus tres protagonistas volvieron a subir en el coche, y el nuestro (que estaba convenientemente oculto en la esquina, para que no pudieran sospechar que los seguíamos) fue tras ellos.
            Les seguimos el rastro hasta la estación terminal del ferrocarril South-Western. La pareja de recién casados compró billetes para Richmond, pagando con medio soberano, cosa que me privó de detenerlos. Lo hubiera hecho si hubiesen pagado con un billete de Banco. Se despidieron del señor Jay con estas palabras:
            —Recuerda la dirección: Babylon Terrace. Te esperamos a cenar de hoy en una semana.
            El señor Jay aceptó riendo, y agregó que volvía a su casa para quitarse sus limpios vestidos y ponerse cómodo y sucio otra vez para el resto de la jornada. Debo informar que lo seguí y que, en estos momentos, vuelve a ir sucio y disfruta de comodidad, para usar su grosero lenguaje.
            Aquí termina lo que podría llamarse la primera etapa del asunto.
            Sé muy bien lo que dirán de mi actuación las personas que juzgan a la ligera los actos de los demás. Asegurarán que me he equivocado en todo de la forma más absurda; declararán que las conversaciones sospechosas oídas por mí se referían a las dificultades y peligros que significa para una pareja de novios el casarse a escondidas, y como prueba de la validez de su. aseveración se referirán a la escena de la iglesia. No discutiré esto. Sin embargo, desde la hondura de mi sagacidad y experiencia como hombre de mundo, haré una pregunta que mis enemigos no podrán contestar, pero que yo considero de fácil respuesta.
            Aceptando el hecho de la ceremonia nupcial, ¿qué pruebas tengo yo de la inocencia de las tres personas que tomaron parte en ese clandestino asunto? Ninguna. Al contrario, tengo más motivos que antes para sospechar del señor Jay y de sus dos cómplices. Un caballero que va a pasar su luna de miel en Richmond necesita dinero, y un caballero que tiene deudas con todos sus proveedores necesita dinero. ¿Es ésta una imputación injustificable de bajos motivos? En nombre de la ultrajada moral, lo niego. Estos dos hombres se pusieron de acuerdo para raptar a una mujer.
            ¿Por qué no pueden haber robado una caja con dinero? Me mantengo dentro de la estricta lógica de la virtud, y desafío a cualquiera a que me mueva un centímetro de mi posición.
            Hablando de virtud, debo agregar que conversé con el señor Yatman y su señora acerca de las conclusiones a que yo había llegado. Al principio, esta encantadora y digna mujer no comprendió el encadenamiento de mis argumentos, y, sacudiendo la cabeza, se unió a su marido en prematuras lamentaciones por la pérdida del dinero. Pero una sucinta explicación de mi parte, y un poco de atención de parte de la señora Yatman, la hicieron cambiar de opinión. Ahora está de acuerdo conmigo en que la ceremonia clandestina no disminuye en nada las sospechas que recaen sobre el señor Jay, el llamado Jack o la fugitiva dama. «Pícara audaz», fue el término que mi hermosa amiga empleó al hablar de esta mujer. Lo importante, sin embargo, es que la señora Yatman no ha perdido su confianza en mí y su esposo parece dispuesto a seguir el mismo camino, lleno de esperanza en el futuro.
            Dado el giro que han tomado las cosas, creo que lo más cuerdo, por ahora, es esperar los consejos de usted. Espero nuevas órdenes, con la satisfacción del cazador que ha matado dos pájaros de un tiro, ya que al seguir a los cómplices desde la puerta de la iglesia hacia la estación, lo hice impulsado por dos motivos. Primero, los seguí porque era mi deber, puesto que los considero culpables del robo. Segundo, por el interés particular de poder descubrir el lugar donde se esconde la pareja fugitiva y, una vez sabido, informar a los padres de la joven. Pase lo que pase, me congratulo de antemano por no haber perdido el tiempo. Si usted aprueba mi conducta, mi plan estará listo para ser continuado; si usted lo desaprueba, me iré tranquilamente con mi valiosa información a la villa situada en las inmediaciones de Regent Park. De todos modos, el asunto colocará dinero en mi bolsillo y me acredita como hombre de singular destreza y penetración.
            Sólo me queda por agregar lo siguiente: si alguien se arriesga a asegurar que el señor Jay y sus cómplices son del todo inocentes del robo de la caja con el dinero, yo lo desafío, aunque se trate del propio inspector jefe Theakstone, a que me diga quién cometió el robo en la casa de la calle de Rutherford, Soho.
            Créame su seguro servidor, Matthew Sharpin.
            (Del inspector Jefe Theakstone al sargento Bulmer)
            Birmingham, 9 de julio.

            Sargento Bulmer: El cabeza de chorlito del señor Matthew Sharpin ha hecho, tal como yo esperaba, un gran enredo con el caso de la calle Rutherford. Estando ocupado por el momento en esta ciudad, le escribo para que arregle usted las cosas. Adjunto le mando los garabatos que el infeliz de Sharpin califica de informes. Cuando haya terminado de leer esta vacua garrulería, llegará a la misma conclusión que yo, es decir, que ese badulaque engreído ha buscado un ladrón en todas las direcciones posibles menos en la verdadera. Usted puede descubrir a la persona culpable en cinco minutos. Liquide el caso en seguida, mándeme el informe a esta ciudad y comunique al señor Sharpin que queda suspendido hasta nuevo aviso.
            Le saluda, Francis Theakstone.
            (Del sargento Bulmer al inspector jefe Theakstone)
            Londres, 10 de julio.

             
            Inspector Theakstone: He leído su carta y el informe que me incluye. Dicen que los hombres inteligentes siempre pueden aprender algo, hasta de un tonto. Cuando terminé de leer el quejumbroso informe de Sharpin sobre su propia estupidez, vi claramente el final del caso de la calle Rutherford, tal como usted pensó que lo vería. Media hora después me hallaba en la casa. La primera persona a quien encontré fue el propio señor Sharpin.
            —¿Ha venido usted para ayudarme? —me preguntó.
            —No exactamente —le contesté—. He venido para decirle que queda usted suspendido hasta nuevo aviso.
            —Muy bien —contestó Sharpin, sin demostrar que se le hubieran bajado los humos—. Sé que han tenido envidia de mí, y no los culpo; es natural. Entre y póngase cómodo. Un asunto particular requiere mi presencia en las inmediaciones de Regent Park. Que se divierta, sargento.
            Con estás palabras salió del paso, que era precisamente lo que yo deseaba.
            En cuanto la sirvienta cerró la puerta, le dije que avisara a su patrón, porque quería hablar en privado con él. Me hizo pasar a la sala que se halla detrás de la tienda, donde encontré al señor Yatman leyendo el periódico.
            —Vengo para hablarle del asunto del robo, señor —le dije.
            —Sí, sí —me interrumpió en la forma impertinente que era de esperar en un hombre de tan cortos alcances como carácter—. Sí, ya sé; usted ha venido para decirme que el hombre extraordinario que ha practicado agujeros en el tabique del segundo piso se ha equivocado y ha perdido el rastro del ladrón sinvergüenza que me robó el dinero.
            —Sí, señor —contesté—ésa es una de las cosas que tenía que decirle, pero debo agregar algo más.
            —¿Puede usted decirme quién es el ladrón?- —me preguntó, regañón.
            —Sí, creo que sí —contesté.
            Dejó el periódico. Estaba nervioso y parecía asustado.
            —¿No será mi dependiente? Espero que no sea él.
            —No es él. Siga preguntando.
            —¿Será acaso esa sirviente inútil?
            —Es tan inútil como sucia, cosas que averigüé yo al principio. Pero no es el ladrón.
            —¿Quién es, entonces, en nombre del cielo?
            —Empiece a prepararse para una sorpresa muy desagradable —dije—. Y le advierto, para el caso que pierda usted los estribos, que yo soy el más fuerte de los dos y que si se le ocurre ponerme una mano encima puedo lastimarlo al defenderme.
            La cara del señor Yatman palideció. A medida que yo hablaba, había ido apartándose de mí.
            —Usted me ha pedido, señor, que le nombre al ladrón —proseguí yo—. Si usted insiste en que le diga…
            —Insisto —dijo en voz baja—. ¿Quién es el ladrón?
            —Su esposa —comenté también en voz baja, pero firme.
            Saltó de la silla como si lo hubieran pinchado y dio un puñetazo sobre la mesa, tan fuerte que hizo crujir la madera.
            —¡Calma, señor! De nada servirá que se deje usted llevar por la cólera.
            —¡Es una mentira! —gritó dando otro puñetazo sobre la mesa—. ¡Es una baja, infame y vil mentira!
            Se desplomó en la silla, miró a su alrededor, azorado, y se echó a llorar.
            —Cuando recobre la calma, estoy seguro que pedirá disculpas por el lenguaje usado. Mientras tanto, escuche lo que tengo que decirle. El señor Sharpin envió a nuestro inspector un informe del tipo más ridículo que se puede imaginar. Consignó en él no sólo sus estupideces, sino también los haceres y decires de la señora Yatman. En cualquier otro caso, tal documento hubiera ido a parar al cesto de los papeles, pero resulta que en éste la cantidad de tonterías escritas por el señor Sharpin llegan a una conclusión que el necio de su autor no alcanzó a ver. Tan seguro estoy de la explicación a que he llegado; que me juego el puesto si no resulta que su esposa estuvo aprovechándose del engreimiento y estupidez de este joven para alejar las sospechas de su persona y entusiasmarlo para que desconfiara de los no complicados en el caso. Le digo esto en confidencia, y diré más todavía. Puedo señalar lo que hizo su esposa con el dinero. Basta con mirar a su esposa, señor, para quedar admirado por el gusto y elegancia de sus vestidos.
            Al pronunciar yo estas últimas palabras, el pobre hombre pareció recobrar el habla; me interrumpió en forma brusca y altanera, como si en lugar de ser un pobre comerciante fuese un duque.
            —Busque otros medios para justificar la calumnia que ha levantado contra mi esposa —dijo—. La cuenta de su modista correspondiente al año pasado está guardada en mi archivo.
            —Perdóneme, señor —contesté—. Pero esto no prueba nada. Las modistas tienen una poco recomendable costumbre con la que nosotros tropezamos a cada rato en nuestro oficio. Una mujer casada puede tener dos cuentas separadas en su modista: una que el marido paga y ve, y otra que es una cuenta privada, resultado de las extravagancias y caprichos que la esposa paga cuando y como puede. Según nuestra experiencia, esta cuenta se paga con lo que se rebaña de los gastos del hogar. En su caso, sospecho que su esposa no pagó ningún plazo y, víctima tal vez de alguna amenaza, se encontró acorralada y decidió pagar con el dinero de la caja.
            —No lo creo. Cada palabra suya es un insulto para mí y para mi esposa.
            Tratando de ahorrar tiempo y palabras, contesté:
            —¿Tendría usted el valor de tomar el recibo de la modista que está en su poder y acompañarme a la tienda de modas donde compra su esposa?
            Al oír estas palabras enrojeció; luego fue a buscar el recibo y se puso el sombrero. Yo saqué de mi libreta una lista con los números de los billetes y salimos de la casa.
            Llegamos a la tienda de modas (que era un elegante local en el West-End, tal como esperaba yo) y pedí una entrevista con la dueña del negocio. No era la primera vez que ella y yo nos encontrábamos para tratar de asuntos parecidos. En cuanto la señora me vio, mandó llamar a su marido. Mencioné quién era el señor Yatman y lo que deseábamos saber.
            —¿Se trata de un asunto privado? —preguntó el marido de la modista.
            Yo asentí con un gesto de la cabeza.
            —¿Y confidencial? —preguntó ella.
            Asentí de nuevo.
            —¿Tienes algún inconveniente, querida, en mostrar al sargento los libros? —preguntó el marido.
            —Ninguno, mi amor, si tú estás de acuerdo —contestó la mujer.
            Durante todo el tiempo, el señor Yatman parecía la personificación del asombro y la pena; como si estuviera a mil leguas de aquel lugar. Trajeron los libros, y bastó un simple vistazo a las páginas en las que figuraba el nombre de la señora Yatman para probar la verdad de lo que yo había afirmado.
            En uno de los libros estaba la cuenta que el señor Yatman había liquidado; en el otro constaba la cuenta particular, que había sido pagada en la fecha del día siguiente al del robo. La suma ascendía a ciento setenta y cinco libras y algunos chelines, y abarcaba un período de tres años. No había anotación de ningún pago parcial. Debajo de la última línea constaba esta anotación: «Tercer aviso, 23 de junio». Señalé esto a la modista, preguntándole si la fecha se refería al mes de junio próximo pasado. Me contestó que así era, en efecto, y que lamentaba profundamente tener que decir que el último aviso había ido acompañado de una terminante amenaza de procedimiento judicial.
            —Creí que ustedes daban a los clientes créditos más amplios —dije.
            —No cuando el marido está en dificultades —me contestó la señora, en voz baja y mirando al señor Yatman.
            Al hablar me señaló las cuentas. Las compras efectuadas en la época en que el señor Yatman empezó a encontrarse en mala situación eran tan extravagantes como en el tiempo anterior a esto. Si la dama economizaba en algo no era precisamente en vestirse.
            No quedaba más que revisar el libro de caja, por pura fórmula. El dinero fue pagado en billetes cuya numeración era la misma que figuraba en mi lista.
            Después de esto saqué inmediatamente al señor Yatman de la tienda. Estaba en una condición tan lastimosa que paré un coche y lo acompañé a su casa. Al principio lloró y protestó como un niño; pero después que lo hube calmado, cerca ya de su casa, debo confesar que se disculpó dignamente por su comportamiento anterior. Yo, en cambio, me permitía darle algún consejo sobre el modo como debía arreglar las cosas con su mujer. No me hizo el menor caso, y subió la escalera mascullando algo acerca de una posible separación. No sé cómo se las arreglará la señora Yatman para salir de esta situación. Seguramente usará la táctica del histerismo, para que el pobre se asuste con sus gritos y la perdone. Pero esto ya no es asunto nuestro. En lo que nos concierne, el caso está terminado.
            Queda siempre a sus órdenes seguro servidor, Thomas Bulmer.
            P. S. Debo agregar que al irme de la calle Rutherford, me encontré con el señor Sharpin, que venía a retirar sus cosas.
            —¡Figúrese usted! —me dijo, restregándose las manos muy satisfecho—. Vengo de la villa, donde tan pronto como mencioné el asunto que me llevaba me echaron fuera a puntapiés. Había dos testigos que presenciaron el atropello. Si no saco cien libras de esto, sacaré mucho más.
            —Le deseo mucha suerte —le dije.
            —Gracias. ¿Cuándo podré decirle lo mismo por haber encontrado al ladrón?
            —Cuando usted quiera —contesté—. Ya lo encontramos.
            —Es lo que esperaba —dijo—. Yo hice todo el trabajo y ustedes se llevan el premio. Es el señor Jay, naturalmente.
            —No —contesté.
            —¿Quién es, entonces?
            —Pregúnteselo a la señora Yatman. Le está esperando.
            —Muy bien. Prefiero oírlo de labios de esa mujer encantadora —dijo, entrando a toda prisa en la casa.
            ¿Qué piensa usted de esto, inspector Theakstone? ¿Le gustaría estar en los zapatos del señor Sharpin? Yo no, se lo aseguro.
            (Del inspector jefe Theakstone al señor Matthew Sharpin)
             
            12 de julio.

             
            Señor: El sargento Bulmer le ha dicho ya que queda usted suspendido hasta nuevo aviso. Tengo autoridad para agregar que el Departamento de Investigaciones declina el ofrecimiento de sus servicios. Considere esta carta como notificación oficial de despido.
            Le informo, para su interés, que esto no arroja ninguna sombra sobre su persona; sólo significa que usted no es lo bastante perspicaz para nuestra conveniencia. Si tuviéramos que tomar un empleado nuevo, preferiríamos a la señora Yatman.
            Su seguro servidor, Francis Theakstone.
            (Nota del señor Theakstone sobre la correspondencia que antecede)
             
            El inspector no está en condiciones de agregar ninguna explicación de importancia a la última carta. Se ha sabido que el señor Sharpin salió de la casa de la calle Rutherford cinco minutos después de su encuentro con el sargento Bulmer. Su cara reflejaba una mezcla de asombro y terror, y en su mejilla izquierda lucía una marca roja, producida seguramente por una mano femenina. El dependiente de la tienda de la calle Rutherford oyó que el señor Sharpin se refería a la señora Yatman en forma poco respetuosa; al doblar la esquina se le vio blandir el puño en forma vindicativa. Esto es lo único que se sabe de él; seguramente habrá ido a ofrecer sus servicios a la policía provincial.
            Acerca de la situación entre el señor Yatman y su esposa se sabe menos aún. Sin embargo, es cosa cierta que el médico de la familia fue llamado poco después de haber regresado el señor Yatman de la tienda de la modista. El farmacéutico de la vecindad recibió la orden de preparar una poción sedante para la señora Yatman. Al día siguiente, el señor Yatman compró en el mismo comercio un frasco de sales, y luego se le vio en la biblioteca circulante pidiendo una novela que tratase de la vida de la alta sociedad para distraer a una dama enferma. De esto se infiere que el señor Yatman no ha creído conveniente llevar adelante su amenaza de separarse de su esposa, por lo menos en la presente (y presunta) condición del sistema nervioso de la impresionable dama.


viernes, 12 de abril de 2019

EL PROFANADOR DE TUMBAS R. L. Stevenson

 

EL PROFANADOR DE TUMBAS

 

 

            R. L. Stevenson

            TODAS las noches del año nos sentábamos los cuatro en el saloncito del George, en Debenham: el empresario de pompas fúnebres, el dueño del establecimiento, Fettes y yo. A veces había más gente, pero los que nunca faltábamos, hiciese viento, lloviese o nevase, éramos nosotros. Fettes era un viejo escocés borrachín, una persona educada, desde luego, y de algún dinero, ya que vivía en la ociosidad. Había llegado a Debenham hacía años, todavía joven, y por el hecho de seguir viviendo allí había alcanzado la categoría de ciudadano de adopción. Su capa azul de camelote era una antigüedad local, algo así como la aguja de la iglesia. Su sitio en el saloncito del George, su falta de asistencia al templo, sus inveteradas inclinaciones —crapulosas y de mala reputación—, eran cosas del dominio público en Debenham. Sostenía ciertas opiniones avanzadas, acompañadas de momentáneas explosiones de incredulidad, que exponía alguna que otra vez y recalcaba golpeando la mesa con mano temblorosa. Bebía ron: cinco vasos dobles cada noche; y durante la mayor parte de su estancia nocturna en el George permanecía sentado, con su vaso en la diestra, en un estado de melancólica saturación del alcohol. Le llamábamos «el doctor» porque se le suponía algún especial conocimiento de la medicina, y porque habíase comprobado que, en caso de necesidad, podía tratar una fractura y reducir una dislocación; pero más allá de esos ligeros detalles, nada sabíamos de su manera de ser y de sus antecedentes.
            Una oscura noche de invierno, acababan de dar las nueve cuando el dueño de la casa vino a reunirse con nosotros, y nos dijo que había un enfermo en el George, un gran terrateniente de la vecindad, postrado por un ataque de apoplejía que le sobrevino mientras se dirigía al Parlamento. Se había telegrafiado a Londres, a su doctor —quien todavía gozaba de mayor fama que el famoso hombre público— para que acudiese al lado del paciente. Era la primera vez que algo semejante ocurría en Debenham, ya que el ferrocarril acababa de inaugurarse, y todos quedamos relativamente impresionados por el suceso.
            —Ya llegó —dijo el dueño, después que hubo llenado y encendió su pipa.
            —¿Ya llegó? —dije yo—. ¿Quién?… No se referirá al doctor…
            —¡El mismo! —replicó nuestro huésped.
            —¿Cómo se llama?
            —Macfarlane —dijo el dueño.
            Fettes se hallaba sumido en su tercer doble, y en su estúpida embriaguez, ora cabeceaba, ora fijaba los ojos, como un loco, a su alrededor; pero al oír aquella última palabra pareció despertar, y repitió dos veces el nombre Macfarlane, bastante quedo al principio; luego, con súbita emoción.
            —Sí —añadió el dueño—, ése es su nombre, el doctor Wolfe Macfarlane.
            Fettes serenose al instante; sus ojos se despabilaron, su voz se aclaró y se hizo alta y potente, y su hablar, recio y sincero. Todos quedamos tan pasmados de la transformación, como ante alguien que hubiese resucitado.
            —Disculpe usted —dijo—. Temo no haber prestado mucha atención a lo que usted decía. ¿Quién es ese Wolfe Macfarlane?
            Y después, cuando hubo escuchado al dueño del establecimiento, prosiguió:
            —¡No es posible! Y, a pesar de ello, me gustaría tanto verle…
            —¿Le conoce usted, doctor? —preguntó el de las pompas, abriendo la boca.
            —¡No lo quiera Dios! —fue la contestación—. Y, sin embargo, el nombre no es corriente; sería demasiado suponer que hay dos personas de ese mismo nombre. Dígame, patrón, ¿es viejo?
            —Le diré… —convino el huésped—; no es un joven, por cierto, y su cabello es cano; pero parece más joven que usted.
            —Pues es más viejo, sin embargo; me lleva algunos años. Pero —repuso dando un puñetazo sobre la mesa— es el ron lo que ve usted en mi cara, el ron y el pecado. Ese hombre es posible que tenga una conciencia tranquila y digiera perfectamente. ¡Conciencia! ¿Me oye? Usted diría, sin duda, que yo soy un buen cristiano, un cristiano viejo y decente. Pero no, no hay tal. Nunca he ido mascullando cánticos. Voltaire sí hubiera canturreado tal
            vez, de haber estado en mi pellejo; pero es que su cerebro —prosiguió dando un sonoro manotazo sobre su reluciente calva—, su cerebro era claro y activo, y yo jamás pude sacar deducciones de lo que vi.
            —Si usted conoce a ese doctor —me aventuré a observar, al cabo de una pausa algo solemne—, se diría que no comparte la buena opinión del dueño.
            Fettes no me hizo el menor caso.
            —Sí —dijo de pronto, con decisión—. He de enfrentarme con él, cara a cara.
            Hubo otra pausa después, una puerta se cerró con alguna violencia en el piso superior y se oyeron pasos en la escalera.
            —Es el doctor —exclamó el dueño—. Agucen los ojos y podrán verle.
            Sólo había dos pasos desde el pequeño saloncito hasta la puerta del antiguo George Inn. La ancha escalera de roble acababa casi en la calle y no quedaba lugar más que para un felpudo entre el umbral y el último escalón del tramo, pero este pequeño espacio quedaba intensamente iluminado todas las noches, no sólo por la luz de la escalera y el gran farol del anuncio del establecimiento, sino también gracias a la reverberación del ventanal de la taberna. El George mostrábase así con esplendor a los que transitaban por la fría calle. Fettes se dirigió con paso firme a aquel lugar, y nosotros quedamos detrás agolpados para presenciar cómo ambas personas, según había especificado una de ellas, se encontrarían cara a cara. El doctor Macfarlane era de porte vivo y vigoroso. Su cabello cano daba especial realce a su semblante pálido y sereno, aunque enérgico. Iba atildadamente vestido de finísimo paño, camisa muy blanca, y lucía una gran cadena de reloj, de oro, y botonadura y anteojos del mismo metal. Llevaba, holgadamente anudada alrededor del cuello, una corbata con topos lila, y, en el brazo, un confortable abrigo de viaje, de pieles. No cabía duda de que era una persona bien conservada para sus años y a la legua denotaba opulencia y consideración social. Producía un raro efecto ver enfrentarse con él, en el fondo de la escalera, al hazmerreír de nuestro saloncito: calvo, sucio, granujiento y ataviado con su vieja capa de camelote.
            —¡Macfarlane! —dijo Fettes con voz algo fuerte, más a guisa de heraldo que de amigo.
            El doctor Macfarlane se detuvo sobre el cuarto escalón, como si la familiaridad del saludo le sorprendiese, y, en cierto modo, hiriese su dignidad.
            — ¡Toddy Macfarlane! —repitió Fettes.
            El hombre de Londres casi se tambaleó. Clavó los ojos durante medio segundo en la persona que tenía enfrente, miró hacia atrás, como espantado, y después murmuró con gran azoramiento:
            — ¡Fettes…, usted!
            —Sí —dijo el otro—. Yo mismo. ¿Pensaba que yo también estaba muerto? No, no es tan fácil dejar de encontrarnos.
            —Vaya, vaya… —exclamó el doctor—. ¡Vaya! Pero un encuentro tan inesperado… Veo que está hecho una sombra. Al principio apenas le reconocí, lo confieso. Pero me alegra muchísimo…, muchísimo, tener esta ocasión… Por el momento, sólo podrá ser «buenas noches» y «adiós» a un tiempo, porque mi cabríolet aguarda y no debo perder el tren; pero, deme…, veamos…, sí, deme su dirección, y cuente con recibir pronto noticias mías. Algo se debe hacer por usted, Fettes. Temo que esté en las últimas; pero debemos pensar en ello «por mis pecados», como canturreábamos en otros tiempos, en nuestros banquetes.
            —¡Dinero! —exclamó Fettes—. ¡Dinero de usted! El que recibí de sus manos está donde lo arrojé bajó la lluvia.
            El doctor Macfarlane había hablado con cierto empaque jactancioso, pero la inesperada energía de esa negativa le sumió de nuevo en su primera confusión.
            Una horrible mirada cruzó y volvió a cruzar por su casi venerable semblante.
            —Mi querido compañero —dijo—, sea como usted guste. No tengo la más mínima intención de ofenderle. No acostumbro meterme en la vida de nadie. De todos modos, le dejaré mi dirección…
            —No la deseo…, no me importa saber el techo que le cobija —interrumpió el otro—. Oí mencionar su nombre y temí que se tratara de usted. Quería saber si, en definitiva, existe castigo para la maldad de este mundo; ahora sé que no. ¡Lárguese!
            Permanecía erguido todavía en el centro de la alfombrilla, entre la escalera y el umbral de la calle; y el gran médico londinense, para escapar, se veía en la precisión de echarse a un lado. Era evidente que vacilaba ante el pensamiento de tal humillación.
            Aunque demudado, un peligroso destello brillaba en sus anteojos; pero mientras permanecía todavía quieto, sin decidirse, vio que el cochero de su cabriolet atisbaba hacia el interior, desde la calle, atraído por aquella insólita escena, y alcanzó a ver, al mismo tiempo, nuestro corrillo en el saloncito, apiñado en el recodo que formaba el saliente de la pared de la taberna. La presencia de tantos testigos oculares decidióle, de pronto, por la escapatoria. Se encogió, rozando el pasamanos de madera, y, como una culebra, se lanzó en dirección a la puerta. Pero su tribulación no había terminado por entero, ya que al pasar junto a Fettes éste le agarró por un brazo y llegaron a sus oídos estas palabras, que, aun proferidas a media voz, sonaron dolorosamente precisas:
            —¿Ha vuelto a verle?
            El ilustre doctor londinense lanzó un grito agudo y desgarrador: desasiéndose rápidamente, cruzó por el espacio libre ante el que le interrogaba, y se escabulló como un ladrón sorprendido in fraganti. Antes, de que a ninguno de nosotros se le hubiese ocurrido hacer un movimiento, el cabriolet se alejaba ruidosamente hacia la estación.
            La escena se había desvanecido como un sueño, pero el sueño había dejado pruebas y huellas de su paso. Al día siguiente, el camarero halló rotos, en el umbral, unos anteojos de oro fino. En cuanto a nosotros, quedamos todos aquella noche en pie y jadeantes. Y Fettes, a nuestro lado, sereno, pálido y con aire de resolución.
            —¡Dios nos proteja, míster Fettes! —dijo el dueño del establecimiento, recobrando el primero sus habituales sentidos—. ¿Qué diantre significa esto? ¡Qué cosas más raras ha estado diciendo usted!
            Fettes se volvió hacia nosotros y nos miró sucesivamente a la cara. Y después, sin apurar siquiera su tercer vaso, se despidió de nosotros, y, avanzando, bajo el farol del hotel, se perdió en la negra noche.
            Los tres que quedamos volvimos a nuestros sitios en el saloncito, iluminado por el brillo de un buen fuego y por cuatro resplandecientes velas; y al comentar acerca de lo sucedido, el primer frío de nuestra sorpresa se convirtió en calor de curiosidad. Estuvimos sentados hasta una hora avanzada; que yo recuerde, ésta fue la última reunión en el viejo George. Cada cual, antes de
            separarnos, había formado, respecto a lo acontecido, su teoría, que estaba dispuesto a demostrar; y ninguno tenía otro quehacer más próximo, en este mundo, que rastrear el pasado de nuestro infeliz compañero y sorprender el secreto que compartía con el ilustre doctor londinense. No es para vanagloriarse, pero creo que he tenido mejor maña que mis camaradas del mesón para entresacar, de todo ello, una historia. Quizá no viva actualmente otra persona capaz de contaros los terribles y alucinantes sucesos que a continuación se relatan.
            En sus días juveniles, Fettes estudiaba Medicina en Edimburgo. Estaba dotado de un talento especial: aquella clase de talento que caza con presteza lo que oye y lo retiene firmemente, como cosa propia. Trabajaba poco a solas; pero se mostraba educado, atento e inteligente en presencia de sus profesores. Ante éstos adquirió la fama de ser un muchacho que escuchaba con gran interés y recordaba bien. Sí; por extraño que me pareciese cuando me lo dijeron, su porte era, en aquellos días, agraciado y simpático.
            Había, por entonces, un cierto profesor de Anatomía en las afueras de la ciudad; voy a designarle aquí con la letra K. Su nombre dio bastante que hablar durante los años subsiguientes. El hombre que lo llevaba tuvo que huir, disfrazado, por las calles de Edimburgo, mientras la multitud, que aplaudía la ejecución de Burke, pedía a voz en grito la sangre del inductor de sus crímenes. Pero míster K. estaba entonces en la cumbre de la fama; disfrutaba de una gran popularidad, debida en parte a su propio talento y maestría, y en parte a la inepcia de su rival, el profesor de la Universidad. Los estudiantes estaban de su parte, y el propio Fettes creyó —y los otros también creyeron—qué había puesto los cimientos de su éxito al granjearse el favor de ese hombre de fugaz celebridad.
            Míster K. era un bon vivant, así como un profesor excelente; una broma de buena ley era tan de su gusto como una cuidadosa preparación anatómica. Por tales motivos, Fettes disfrutaba merecidamente de las atenciones con que su profesor le distinguía,
            y al segundo año de asistir a la clase ocupó en ella la situación de segundo ayudante o subasistente de míster K.
            En este aspecto, la responsabilidad de lo que medía en el anfiteatro y en el aula recaían en particular sobre sus hombros. Debía responder de la limpieza de las salas y de la conducta de los otros estudiantes, y formaba parte de sus deberes procurar, recibir y distribuir las diversas piezas destinadas a las prácticas de anatomía.
            Como ése era un asunto que en aquel entonces requería suma cautela, míster K. le alojó en el mismo pasaje, y, finalmente, en el mismo edificio donde estaban instaladas las salas de disección. Allí, después de pasar la noche en turbulentos placeres, con el pulso todavía vacilante y la vista nublada y confusa, le obligaban a abandonar el lecho en las negras horas que anteceden al amanecer invernal, los inmundos y degradados traficantes que abastecían las mesas de prácticas. Tenía que abrir la puerta a tres personajes de mala catadura, conocidos después con ignominia en todo el país. Tenía que ayudarles a transportar su trágica carga, pagarles su sórdido salario y quedarse, una vez que los otros se habían marchado, enteramente solo con aquellos horribles despojos humanos. Abandonaba esta escena para procurarse todavía una o dos horas de sueño con el fin de reparar los abusos de la noche anterior y reponerse para los quehaceres del día siguiente.
            Pocos muchachos hubieran podido hacer gala de mayor insensibilidad ante las sensaciones de una vida que transcurría entre los símbolos de la muerte; pero su cerebro era reacio a toda consideración de orden general. Incapaz de interesarse por el infortunio de los otros, esclavo de sus propios deseos y de sus bajas ambiciones, frío, liviano y egoísta en extremo, observaba ese mínimo de prudencia —mal llamada «moralidad»—que nos detiene ante una inconveniente embriaguez o un punible robo. Ambicionaba, por lo demás, gozar de cierta consideración entre sus profesores y condiscípulos, y procuraba no incurrir abiertamente en falta en todo lo concerniente al lado externo de la vida. Era, pues, su mayor satisfacción alcanzar alguna notoriedad en los estudios, y día tras día prestaba, con impecable celo, los servicios encomendados por míster K. Resarcíase de su trabajo diurno con noches de alborotado y ruines goces; y una vez alcanzado el
            contrapeso, el órgano que él denominaba su «conciencia» se declaraba satisfecho.
            La tarea de procurarse piezas de estudio constituía para él, como para su maestro, una fuente de continuos quebraderos de cabeza. En aquella clase, numerosa y activa, la materia prima de los anatomistas estaba en perpetua circulación; y el tráfico que necesariamente derivara de ello, ya bastante desagradable en sí, amenazaba, además, con peligrosas complicaciones a cuantos en él intervenían. Era regla de míster K. no formular preguntas en sus relaciones mercantiles. «Traen el cadáver y pagamos por él», solía decir luego. Y después, alardeando algo de cínico, añadía dirigiéndose a sus ayudantes: «No anden preguntando, en bien de sus conciencias».
            En modo alguno daba por supuesto que las piezas de estudio le fuesen procuradas gracias al crimen de homicidio. Si le hubiesen expresado tal sospecha, habría retrocedido con horror; pero la ligereza con que hablaba de materia de tal gravedad era, en sí misma, una ofensa a las buenas costumbres y una tentación para aquellos con quienes estaba en tratos. Fettes, por ejemplo, había observado que los cadáveres eran casi siempre recientes. En muchas ocasiones le había chocado el siniestro y abominable aspecto de los rufianes que venían a visitarle antes del alba; y al sacar deducciones, su fuero interno atribuía acaso un significado demasiado inmoral y demasiado categórico a los impremeditados consejos de su profesor. A su entender, su cometido se reducía a tres cosas: tomar lo que traían, pagar el salario y apartar los ojos de cualquier indicio de crimen.
            Cierta madrugada de noviembre tal política de silencio pasó una dura prueba. Toda la noche le tuvo despierto un atroz dolor de muelas que le obligaba a medir el cuarto con sus pasos, como un animal enjaulado, o echarse, furioso, en la cama; finalmente, había sucumbido a ese tardío e intranquilo sueño que tan a menudo se produce después de una mala noche, De pronto, le despertó la irritada repetición de los aldabonazos convenidos. Brillaba un tenue y nítido claro de luna; la noche era desapacible ventosa y helada; la ciudad no había despertado aún, pero un indefinible estremecimiento preludiaba ya el ruido y el trajín del día. Aquellos pájaros de mal agüero habíanse presentado más tarde que de costumbre, y parecían también más impacientes
            que de costumbre por marcharse. Fettes, muerto de sueño, les iluminó para que subieran. Como un sonámbulo, prestó oído a su gruñón acento irlandés, y mientras los otros despojaban del saco a su triste mercancía, se reclinó, cabeceando, con el hombro arrimado a la pared, y tuvo que despabilarse para pagar a los hombres su dinero. Al hacerlo, sus ojos se fijaron en el rostro difunto. Sobresaltóse; dio dos pasos en dirección al cadáver, con la vela en alto.
            —¡Dios Todopoderoso! —exclamó—. ¡Si es Jane Galbraith!
            Los hombres nada contestaron, pero se deslizaron sigilosamente hacia la puerta.
            —Os digo que la conozco —prosiguió Fettes—. Ayer estaba viva y sana. Es imposible que haya muerto; imposible que este cadáver se haya obtenido de modo lícito.
            —Sin duda, señor, anda usted equivocado —dijo uno de los hombres.
            Pero otro de ellos lanzó a Fettes una mirada metálica y fría y exigió el dinero contante y sonante.
            No era posible disimular la amenaza o considerar exagerado el peligro. Al muchacho le faltó valor. Murmuró excusas, contó la cantidad y asistió silenciosamente a la partida de sus odiosos visitantes. No bien éstos hubieron salido, se apresuró a comprobar sus dudas y, efectivamente, identificó a la chica con quien había estado el día precedente. Descubrió, horrorizado, señales que bien pudiera significar violencia. Un gran pánico le obligó a refugiarse en su habitación. Allí se puso a reflexionar sobre el descubrimiento que acababa de realizar; consideró serenamente el alcance de las instrucciones de míster K., y el peligro que para él representaba hallarse mezclado en un asunto tan serio; al fin, dolorosamente perplejo, determinó aguardar el parecer de su superior inmediato, el asistente de la clase.
            Éste era un joven doctor, Wolfe Macfarlane, el ídolo de todos los estudiantes calaveras: listo, disipado y falto de escrúpulos hasta el último grado. Había viajado y estudiado en el extranjero. Sus modales eran agradables y desenvueltos. Descollaba hablando de teatro; era diestro sobre el hielo y en el campo de juego, calzando patines o con el palo de golf en la mano; vestía con gallardo atrevimiento y, para dar una última pincelada a su gloria, poseía birlocho y un caballo trotador. Con Fettes estaba en
            términos de franca intimidad. Por supuesto, sus respectivas situaciones en la clase exigían una cierta comunidad de vida; y cuando las piezas a disecar escaseaban, ambos emprendían largas salidas al campo, en el birlocho de Macfarlane, para entrar sacrilegamente en algún cementerio solitario y estar de regreso antes del alba junto con su botín, en la sala de disección.
            Precisamente aquella mañana Macfarlane llegó algo más temprano de lo acostumbrado. Fettes lo oyó y salió a recibirle en la escalera; contóle su caso, y le mostró la causa de la alarma. Macfarlane examinó las señales que presentaba el cadáver.
            —Sí —dijo, asintiendo—; eso huele mal.
            —Y bien, ¿qué debo hacer? —preguntó Fettes.
            —¿Qué debe usted hacer? —repitió el otro—. ¿Es que piensa hacer algo? Cuanto menos se hable de ello, mejor, diría yo.
            —Alguien puede reconocerla —objetó Fettes—. Era tan popular como la Roca del Castillo.
            —Esperemos que no sea así —dijo Macfarlane—; si alguien la reconoce…, bien; usted no, ¿me entiende?, ¡y asunto concluido!… En realidad, la cosa ha ido demasiado lejos. Si remueve usted el lodo, va a meter a K. en un lío del demonio; usted mismo va a verse en un buen apuro. Y yo también, ¿sabe usted? ¿Podría decirme qué cara iba a poner cualquiera de nosotros, o qué diablos tendríamos que decir en favor nuestro, una vez sentados en el banquillo? A mi modo de ver, algo está fuera de duda; hablando en plata: todos nuestros ejemplares de disección provienen de asesinatos.
            —¡Macfarlane! —gritó Fettes.
            —¡Vamos, hombre! —sonrióse el otro—. ¡Como si usted no lo hubiese sospechado ya!…
            —Una cosa es sospechar…
            —¡Y otra probarlo! Sí, ya lo sé; y yo siento, como usted, que esto haya venido a parar aquí —dijo golpeando, suavemente, el cadáver con su bastón—. Lo mejor para mí es no reconocerlo, y no lo reconozco —añadió con frialdad—. Usted es muy dueño de hacerlo. No me gusta dar órdenes, pero pienso que un hombre de mundo haría lo que yo; y permito añadir que me figuro que es eso lo que K. esperaría de nosotros. La pregunta es: ¿por qué razón nos escogió como ayudantes? Y a eso contesto: pues porque no le interesaban hombres débiles, sin temperamento.
            Ése era, de todos los tonos posibles, el indicado para impresionar a un muchacho de la condición de Fettes. Decidió imitar a Macfarlane. El cadáver de aquella desdichada muchacha fue convenientemente despedazado, y nadie notó que se tratase de ella, o, al menos, dio muestras de identificarla.
            Una tarde, acabada la tarea del día, Fettes llegóse a una taberna que gozaba de alguna popularidad, y halló a Macfarlane sentado en compañía de un desconocido. Era un hombre bajo, muy pálido, de cabellos oscuros, con ojos negros como el azabache. Sus facciones denotaban inteligencia y refinamiento, cosa que sus modales no corroboraban en modo alguno, ya que resultó, conocido más de cerca, soez, vulgar y estúpido. A pesar de ello, parecía ejercer un gran ascendiente sobre Macfarlane; daba órdenes cual si fuese el Gran Bajá; se sulfuraba a la más mínima objeción o tardanza, y comentaba groseramente el servilismo con que era obedecido.
            Esta persona tan desagradable mostró en seguida una marcada inclinación por Fettes; le invitó a beber repetidamente y le honró con inusitadas confidencias acerca de sus pasadas andanzas. Si la décima parte de lo que confesaba hubiese resultado verdad, era el más aborrecible de los bellacos. La vanidad del muchacho se sintió halagada ante la atención de un ser tan experimentado.
            —¡Menudo sujeto soy yo! —observó el desconocido—. Pero Macfarlane, ¡ése sí que se las trae! «Toddy Macfarlane», así es como yo… ¡Toddy, haga que sirvan a su amigo otro vaso!
            O bien decía:
            —¡Toddy, ande, levántese y cierre la puerta!
            Y luego:
            —¡Toddy no me puede ver! ¡Oh, sí, Toddy; la verdad es ésa!
            —¡No me dé ese endiablado nombre! —refunfuñó Macfarlane.
            —¡Mírele! ¿Ha visto usted alguna vez a los «muchachos» trabajar con el cuchillo? Esto es lo que él quisiera hacer con mi cuerpo —observó el desconocido.
            —Nosotros, los medicastros, las gastamos así —dijo Fettes—. Si no nos llevamos bien con un compañero, en cuanto muere le hacemos la autopsia.
            Macfarlane frunció el ceño, como si la broma no fuese de su gusto.
            Así transcurrió la tarde. Gray —ése era el nombre del desconocido—invitó a cenar con ellos a Fettes; encargó un banquete tan suntuoso que la taberna anduvo patas arriba, y después mandó a Macfarlane que saldase la cuenta. Era ya tarde cuando se separaron. Gray estaba bebido hasta lo indecible. Macfarlane, a quien la irritación mantenía sereno, dominaba como podía su rabia por el dinero que se vio obligado a derrochar y por las pullas que había tenido que tragarse. Fettes, rezumando alcohol por todos los poros, regresó con paso titubeante y con la cabeza turbia. Al día siguiente Macfarlane no asistió a clase, y Fettes sonrió para sus adentros al imaginárselo escoltando todavía, de taberna en taberna, al insoportable Gray. Tan pronto como sonó la hora de la libertad fue recorriendo todas las tascas en busca de sus compañeros de la última noche. No acertó a encontrarlos, sin embargo, por ninguna parte; en consecuencia, regresó sin tardanza a sus habitaciones, metióse pronto en cama y durmió el sueño de los justos.
            A las cuatro de la madrugada fue despertado por la conocida señal. Al descender los escalones hasta la puerta, quedó estupefacto: allí estaba Macfarlane con su birlocho, y en él uno de esos largos y tétricos bultos que le eran tan conocidos.
            —¡Cómo! —exclamó—. ¿Ha salido usted solo? ¿Cómo se las arregló?
            Pero Macfarlane le impuso silencio y le invitó a ir en derechura al asunto. Cuando hubieron subido el cadáver y le hubieron depositado encima de la mesa, Macfarlane hizo ademán de marcharse. Pero se detuvo y pareció vacilar. Y después dijo algo entre dientes.
            —Pero ¿dónde, cómo y cuándo pudo procurárselo? —exclamó Fettes.
            —Mírele a la cara —fue la única contestación.
            Fettes quedó perplejo. Extrañas dudas le asaltaban. Sus ojos iban del joven médico al cadáver. Por fin hizo, temblando, lo que se le pedía.
            Casi había estado esperando ver lo que sus ojos descubrieron; pero, no obstante, el choque fue cruel. La contemplación, en la rigidez de la muerte, y en aquella áspera mortaja de tela de saco, del hombre que él, poco tiempo antes, había dejado en el umbral de una taberna, bien vestido, satisfecho y jactándose de sus fecho
            rías, despertó un súbito terror en la conciencia del despreocupado Fettes. El hecho de que dos personas conocidas hubiesen ido a yacer sobre aquellas heladas mesas clamaba en su alma como una acusación. Sin embargo, tales consideraciones quedaron relegadas a segundo término. Su primera preocupación se refería a Wolfe Macfarlane. Cogido de improviso ante una prueba tan inesperada, no supo cómo mirar cara a cara a su compañero. Evitaba su mirada, y ni las palabras ni la voz le obedecían.
            Fue el mismo Macfarlane quien dio el primer paso. Se le acercó quedamente por la espalda y le puso sin violencia, pero con firmeza, su mano en un hombro.
            —La cabeza —dijo—será para Richardson.
            Richardson era un estudiante que andaba, hacía tiempo, ansioso por hacer la disección de esa parte del cuerpo humano. No hubo contestación, y el asesino repuso:
            —Hablando ahora de negocios, debe usted pagarme. Sus cuentas, ¿sabe usted?, deben ser correctas.
            Con una voz que parecía la sombra de la suya, Fettes exclamó:
            —¡Pagarle! ¡Pagarle por eso!
            —¡Cómo! —repitió el otro—. ¡Ya lo creo! Claro' está que debe hacerlo. Con todos los requisitos y en. debida forma. No me atrevería a darlo bajo otras condiciones: sería algo que nos comprometía a ambos. Ése es otro caso como el de Jane Galbraith. Cuanto más las. cosas se aparten de lo regular, tanto más debemos obrar como si todo fuese correcto. ¿Dónde guarda el viejo K. su dinero?
            —Ahí —contestó Fettes con voz estrangulada, señalando en dirección a la alacena de un rincón de la sala.
            —Deme la llave, pues —dijo el otro con calma, alargando- la mano.
            Hubo un instante de vacilación; después, la suerte quedó echada. Macfarlane no pudo reprimir un nervioso temblor, la infinitésima señal de un inmenso alivio, al sentir las llaves entre sus dedos. Abrió la alacena; sacó pluma, tintero y un libro en blanco que estaba en uno de los compartimientos, y retiró de los fondos contenidos en una cajita la suma que la ocasión requería.
            —Mire usted —dijo—, ahora el pago está hecho: primera prueba de su buena fe, primer paso hacia su impunidad. Ahora
            debe usted afianzarlo dando un segundo paso. Haga la entrada de la liquidación en su libro, y por su parte puede usted desafiar al mismísimo diablo.
            Los segundos que siguieron fueron para la mente de Fettes una pura agonía. Pero al aquilatar los terrores que se agolpaban en su mente, el más inmediato obtuvo ventaja. Cualquier dificultad que pudiera presentarse parecía casi bien venida con tal de poder evitar ahora una querella con Macfarlane. Depositó la vela que había estado sosteniendo todo el rato, y con mano firme registró la fecha, la naturaleza y la cuantía de la transacción.
            —Y ahora —dijo Macfarlane—, es muy natural que guarde para usted su parte. Yo he tomado ya lo mío. De vez en cuando, si a un hombre de mundo le cae algo en suerte, ello representa unos chelines de más en sus bolsillos. Me avergüenza decirlo, pero ésa es la regla de conducta en semejante caso; no especular, no comprar libros de estudios demasiado caros, no saldar deudas pendientes; pedir, no dar a préstamo.
            —Macfarlane —empezó Fettes, todavía con voz algo hosca—, he puesto el cuello en la soga por complacerle.
            —¿Por complacerme?—exclamó Wolfe—. ¡No, hombre! ¡Usted ha hecho, según veo, lo que debía hacer en su propia defensa! Supóngase que. me encuentro en un apuro. ¿Dónde quedaría usted? Este segundo asuntillo dimana claramente del primero. Míster Gray es la continuación de miss Galbraith. No puede usted empezar y luego pararse. Si se empieza, se debe continuar; la verdad es ésa. Para el malvado no hay reposo.
            Una horrible impresión de negrura y la evidencia de la perfidia de su sino hicieron presa del ánimo del infeliz estudiante.
            —¡Dios mío! —exclamó—. Pero ¿qué hice? ¿Cuándo empecé? Haber sido nombrado auxiliar de la clase, ¿es algún crimen? Service pretendía la plaza. Service podía haberla obtenido. ¿Estaría él donde estoy yo ahora?
            —Amigo —dijo Macfarlane—. Es usted un chiquillo. ¿Qué daño ha recibido de ello? ¿Qué daño puede recibir, con tal que calle? ¡Hombre! ¿No conoce usted la vida? Andamos distribuidos en dos bandos: leones y corderos. Si es usted cordero, acabará tendido en esas mesas, como Gray o Jane Galbraith; si león, vivirá y guiará caballo, como yo o como K., como todo el mundo con un poco de mollera y valentía. Titubea usted igual que un prin
            cipiante; pero vea a K. Amigo, usted es inteligente, animoso; tiene todas mis preferencias y las de K. Usted nació para ir a la cabeza y yo le digo, por mi honor y mi experiencia de la vida, que al cabo de tres días va usted a reírse de todos estos aspavientos como un niño de bachillerato se reiría de una diablura.
            Dicho esto, Macfarlane partió y remontó en su birlocho el pasaje, para encontrarse en su casa antes de que llegase el día. Fettes quedó, pues, solo con sus zozobras. Vio el tremendo peligro en que se hallaba envuelto. Con indecible congoja comprendió que su debilidad no tenía límites y que, de concesión en concesión, había pasado en rápido descenso, de ser el árbitro del destino de Macfarlane a ser su cómplice pagado, irremediablemente. Hubiese dado un mundo por haber mostrado un poco más de coraje cuando aún había lugar para ello; pero no se le ocurrió que todavía estaba a tiempo de hacerlo. El secreto de Jane Galbraith y la maldita entrada en el libro de registro le cerraba la boca.
            Transcurrieron unas horas; la clase empezó a llenarse; los miembros del infeliz Gray fueron entregados a distintos estudiantes y recibidos sin que nadie chistara. Richardson se sintió encantado con la cabeza, y, antes de que sonara la hora de terminar, Fettes temblaba de exaltación al comprobar cuán lejos se hallaba en el camino de la impunidad.
            Durante dos días continuó espiando, con creciente alegría, el terrible proceso de su mixtificación.
            Al tercero compareció Macfarlane. Había estado enfermo —dijo—; pero recuperó el tiempo perdido, multiplicándose en la dirección de los trabajos de los estudiantes. A Richardson, en particular, le hizo objeto de su valiosísima ayuda y su consejo, y el estudiante, animado por los elogios de su profesor de Anatomía, ardía en ambiciosas esperanzas y veíase ya en posesión de la ansiada medalla.
            Antes de que transcurriera una semana, la profecía de Macfarlane se había realizado. Fettes logró vencer sus terrores y olvidar su vileza. Empezaba a sentirse ufano de su valentía, y de tal suerte había aderezado, en su mente, lo sucedido, que ya le era posible volverse a contemplarlo con insana satisfacción. A su cómplice lo veía muy poco. Se encontraban, como es natural, en los quehaceres de la clase; juntos recibían órdenes de míster K. A veces cambiaban una o dos palabras aparte, y Macfarlane en
            todo momento se mostró lleno de gentileza y jovialidad. Pero no era dudoso que evitaba cualquier referencia a su común secreto, e incluso, al comunicarle Fettes, en voz baja, que había hecho causa común con los leones y perjurado de los corderos, se limitó a indicarle, con una sonrisa, que le dejara en paz.
            Por fin, llegó una ocasión que volvió a juntar a la pareja. Míster K. andaba otra vez corto de piezas de estudio; los alumnos estaban ansiosos de trabajar, y su maestro tenía el puntillo de estar siempre bien provisto de material. Llegaron noticias de haberse efectuado un entierro en el rústico camposanto de Glencorse.
            El tiempo ha cambiado poco aquellos lugares. Erigíase el cementerio, como ahora, al extremo de un camino vecinal, lejos de toda vivienda humana, profundamente sepultado bajo el ramaje de seis gruesos cedros. Los balidos del ganado, paciendo por las vecinas lomas; los riachuelos que corrían a ambos lados, uno cantando sonoro entre guijarros, el otro escurriéndose, a hurtadillas, de charca en charca; el estremecerse del viento en los viejos y desmelenados castaños del monte, y, cada siete días, el tañido de la campana y las antiguas salmodias que entonaban los cantores del coro, eran los únicos sonidos que perturbaban el silencio imperante alrededor de la iglesia rural. «Resucitador» (como se llamaba a sí mismo) no sabía arredrarse ante ningún santo respeto inspirado por piadosas costumbres. Era de su incumbencia desdeñar y mancillar las antiguas tumbas, los senderos hollados por pies de fieles y familiares enlutados y las dedicatorias e inscripciones dictadas por un emocionado afecto. Aquellos rústicos alrededores, donde el amor es más tenaz que en otras partes, y donde toda la sociedad de la parroquia hállase unida por lazos de sangre y compañerismo, lejos de infundir al ladrón de cadáveres un respeto que le mantuviera apartado, le atraían por la facilidad y seguridad con que se prestaban a sus manejos. Entonces, a aquellos cuerpos depositados ya bajo el suelo, en expectación de muy distinto despertar, les sorprendía una apresurada resurrección de pico y pala, a la luz de una linterna, bajo el acuciamiento de una posible alarma. Los ataúdes eran violentados, rasgadas las sagradas mortajas, y los melancólicos restos, envueltos en tela de saco, después del ajetreo de unas horas a través de un camino sin luna, eran a la postre sometidos al análisis de un puñado de mozalbetes ansiosos de saber.
            Como buitres precipitándose sobre un expirante cordero, Fettes y Macfarlane caerían sobre una sepultura en aquella verde y tranquila mansión del reposo eterno. Su propósito era arrancar de la hoya, en el suelo, a la esposa de un granjero, mujer conocida en todo el contorno, durante sesenta años, por la excelencia de su mantequilla y de su conversación y se proponían llevar a término su fechoría a medianoche. Luego llevarían a la infeliz muerta, camino de la remota ciudad que siempre visitara con sus mejores galas. Su lugar, al lado de los suyos, iba a quedar vacío hasta el día del Juicio Final; sus miembros inocentes y casi venerables, destinados a la disecación del anatomista.
            Al anochecer partieron ambos, embozados en sus capas, llevando consigo una botella de enorme tamaño. Llovía a torrentes; una lluvia fría, densa, fustigante. A veces soplaba una racha de viento, que pronto acallaba las cortinas de agua. A pesar de la botella, el viaje transcurrió triste y en silencio hasta Penicuick, donde debían pasar parte de la noche. Detuviéronse para esconder sus trebejos en un espeso matorral, no lejos de la iglesia, y penetraron en el Fisher’s Tryst para tomar una tostada al calor de la lumbre e intercalando, entre sorbos de whisky, un vaso de cerveza. Cuando llegaron al primer término de su viaje, diose albergue al birlocho y pienso y reposo al caballo, y ellos se instalaron en una habitación reservada, donde se les sirvió la mejor cena y el mejor vino de la casa. La luz de las velas, el fuego en el hogar, el teclear de la lluvia en la ventana, la macabra, peligrosa tarea que tenían ante sí, fueron acicate al buen humor de su mesa. A cada nueva libación, su cordialidad iba en aumento.
            Bien pronto Macfarlane alargó a su compañero un pequeño cartucho de monedas de oro.
            —Un obsequio —dijo—. Entre amigos esas finezas deberían menudear.
            Fettes guardó el dinero en el bolsillo, y como un eco celebró el sentido de aquellas palabras.
            —Usted es un filósofo —exclamó—. ¡Qué bobo era yo antes de conocerle. Usted y K., ¡vaya un par de buenas piezas! Pero, con la ayuda de usted, seré un hombre.
            —¡Claro! —asintió con entusiasmo Macfarlane—. ¿Un hombre? Le digo a usted que había de serlo para respaldarme aquella madrugada. Más de un cobarde cuarentón, de los que se las dan
            de. valientes, hubiese flaqueado ante aquello. Usted, no… Usted conservó la cabeza. Le estuve vigilando.
            —Bueno, ¿qué más da? —pavoneóse Fettes—. No era asunto mío; por un lado, no salía ganando más que disgustos, y por el otro, podía contar con su gratitud, ¿sabe usted?
            Y se golpeó el bolsillo hasta arrancar de él un tintineo de oro.
            Macfarlane comenzó, hasta cierto punto, a sentirse alarmado ante el sesgo desagradable de esas palabras. Le pesaba, tal vez, que su compañero saliera tan avispado. Pero ya era tarde para andar con remilgos, y el otro, a voz en grito, prosiguió, en el calor de su fanfarronada:
            —Lo importante es no perder la cabeza. Le aseguro que no tengo ningún deseo de que me ahorquen… ¡La verdad…! Pero mire usted, Macfarlane: odio, desde que nací, las bobadas. El infierno, el diablo, lo bueno y lo malo, el pecado, el crimen y toda esa monserga de antiguallas son cosas para asustar a los chiquillos: pero los hombres de mundo como usted y como yo despreciamos todas esas cosas… ¡En memoria de Gray! —añadió levantando la copa.
            Mientras tanto, avanzaba la noche. El birlocho, a una orden de Macfarlane, estuvo dispuesto a la puerta, con los faroles encendidos. Los jóvenes saldaron la cuenta y prosiguieron su camino. Dijeron que iban a Peebles, y fueron guiando en esa dirección hasta perder de vista las últimas casas de la villa. Después, con las luces apagadas, volvieron sobre sus pasos y siguieron, por un sendero lateral, hasta Glencorse. No se oía más ruido que el que ellos hacían al pasar y el de la incesante y estridente caída de la lluvia. Todo era oscuro como boca de lobo; aquí y allá, la blancura del portal de un vallado o una piedra blanca en una tapia guiábanles durante un trecho. Pero la mayor parte del tiempo fueron rastreando su ruta, al paso, casi a tientas y a través de la oscuridad, camino de su solemne y aislado destino. Al pasar por los sotos cercanos al cementerio, perdieron toda visibilidad, y les fue preciso encender un fósforo e iluminar de nuevo uno de los dos faroles del birlocho. Así, bajo el gotear de los corpulentos árboles y rodeados de altas y movedizas sombras, alcanzaron la escena de su profanador trabajo.
            Ambos eran duchos en tal quehacer, y sabían manejar la pala.
            Apenas habían empleado, pues, veinte minutos en la tarea, cuando su esfuerzo fue premiado por un sordo golpear sobre la tapa del ataúd. Macfarlane, que se había lastimado la mano con una piedra, la tomó y la echó a lo lejos, con cuidado, por encima de su cabeza. La sepultura en la cual estaban de pie, y cuyo nivel ahora casi les llegaba a la altura de los hombros, estaba situada al extremo de la explanada del camposanto. Habían instalado el farol del birlocho contra un árbol para iluminarse mejor durante la operación, y al borde mismo de la pendiente que descendía hasta el arroyo. La casualidad hizo que aquella piedra, lanzada sin tino, diese en el blanco. Oyeron un estallido de cristales rotos; sobre ambos se hizo la noche más absoluta; unos sonidos, alternativamente apagados y estridentes, fueron siguiendo el rodar del farol cuesta abajo y su último topetazo contra algún árbol. Unas piedras que el farol había desprendido en su caída le siguieron, dando tumbos, hacia las profundidades del valle. Y luego el silencio, como la noche, prosiguió de nuevo su ritmo, y por más que ambos hombres aguzaron el oído en aquella absoluta oscuridad, nada más pudo oírse; sólo la lluvia, recia, sobre millas y millas de campaña abierta.
            Tan cercanos estaban al término de su aborrecible tarea que juzgaron mejor completarla aunque fuera a oscuras. Se exhumó el ataúd, y fue descerrajado; metieron el cadáver en el mojado saco, y entre ambos le llevaron al birlocho. Uno subióse para mantenerlo en su asiento, y el otro, después de tomar el caballo por el bocado, anduvo a tientas, rozando tapias y malezas, hasta alcanzar un camino más ancho, no lejos de Fisher’s Tryst. Allí percibíase una irradiación tenue y difusa, que para ellos vino a ser como luz del sol. Guiados por esos leves destellos, pusieron el caballo al trote y echaron a correr animosamente en dirección a la ciudad.
            Ambos se hallaban calados hasta los huesos, y ahora, al saltar el birlocho entre profundos baches, el objeto situado entre ambos caía, ora sobre uno, ora sobre el otro, y, cada vez que se producía el asqueroso contacto, ambos, instintivamente, se apresuraban a repelerlo. A pesar de lo natural de la cosa, aquello destrozaba los nervios de los dos compañeros.
            La insólita carga que traían zarandeábase de un lado para otro, y ora la cabeza se apoyaba con aire de confidencia sobre
            sus hombros, ora la flotante tela del saco les golpeaba la cara con su contacte helado.
            Un insinuante escalofrío comenzó a adueñarse del espíritu de Fettes. Miró hacia el bulto, a hurtadillas, y le pareció mayor que antes. Por toda la campiña, a diferentes distancias, los perros de las granjas acompañaban su paso con trágicos aullidos. En la mente del muchacho fue arraigando la sospecha de que algún sobrenatural prodigio acababa de producirse y algún raro cambio se había operado en aquel cuerpo difunto; se le antojó que si los perros aullaban lo hacían impulsados por el miedo, ante la macabra carga que con ellos iba.
            —¡Por Dios! —dijo, tras de hacer un gran esfuerzo por hablar—. Por Dios, encendamos una luz.
            La cosa, al parecer, afectaba también a Macfarlane. Aunque no contestó, detuvo el caballo, entregó las riendas a su compañero, descendió y probó de encender la lámpara que aún les quedaba. En aquel momento no habían pasado de la encrucijada que hay cerca de Auchenclinny. Aún llovía bastante, como si ello fuera el presagio de un nuevo diluvio, y no resultaba tarea fácil encender una luz en medio de aquel chaparrón y aquella oscuridad.
            Cuando, por fin, la fluctuante llama azul, transferida ya a la mecha, empezó a crecer y a brillar y difundió un ancho círculo de mortecina luz alrededor del birlocho, ambos pudieron verse y pudieron ver también lo que entre ellos iba.
            La lluvia había pegado la áspera arpillera a la silueta del cuerpo en ella envuelto; la cabeza se distinguía claramente del tronco, los hombros dibujaban su contorno con precisión; algo a la vez espectral y humano retuvo los ojos de los compinches sobre su lúgubre compañía.
            Por algún rato Macfarlane quedó inmóvil, con el farol en la mano. A Fettes un desconocido pavor arrollábasele, como un lienzo mojado, alrededor del cuerpo, y mantenía tensa la piel de su rostro. Un miedo sin causa conocida, un horror de lo invisible iba subiéndole al cerebro. Una nueva pulsación del reloj, y hubiera hablado. Pero su compañero se le adelantó.
            —Esto no es una mujer —dijo Macfarlane con voz ahogada por el horror.
            —Mujer era cuando la pusimos dentro… —murmuró Fettes.
            —Tenga esta lámpara —dijo el otro—. Debo verle la cara.
            Y, mientras Fettes empuñaba el farol, su compañero deshizo las ataduras que retenían el saco y echó abajo la parte que cubría la cabeza. La luz cayó nítida y precisa sobre las oscuras y torneadas facciones y las mejillas enjutas de una cara que les era harto conocida, de una cara varonil que ambos jóvenes habían contemplado a menudo en sus sueños… Un salvaje alarido se levantó en la noche; cada cual saltó a la carretera por su lado; el farol resbaló, se hizo añicos y se apagó. Y el caballo, aterrorizado por esa insólita conmoción, se encabritó y salió al galope tendido hacia Edimburgo, llevando consigo, como único ocupante del birlocho, el cuerpo del difunto y ya de tiempo disecado míster Gray.


jueves, 11 de abril de 2019

CRIMEN IMPERFECTO I. Covarrubias


CRIMEN IMPERFECTO

I. Covarrubias
N
O es nada fácil cometer un crimen. Aunque se piensen bien todos los detalles, siempre se escapa alguno, siempre queda algún cabo suelto u ocurre algo inesperado. Yo sé muy bien por qué lo digo. Claro que cuando decidí asesinar a mi tío lo había planeado todo minuciosamente. No soy eso que podría llamarse un sentimental y me interesan muy poco las opiniones ajenas. De pequeño me solía decir mi madre que estaba condenado a no querer a nadie. Tal vez haya sido verdad. Acaso la culpa sea también de mis padres. Viví de niño un mundo de criados, de institutrices y niñeras y entre ellos aprendí que podía hacer lo que me viniese en gana, sin mayores consecuencias.
Todo me fue fácil. Y mucho más cuando murieron, primero mi padre y poco después mi madre, y me quedé como dueño y señor de mi destino y de una fortuna bastante considerable, cuando tenía poco más de dieciocho años. La fortuna íntegra me duró hasta los veintidós, porque mi tío la defendía contra mis arremetidas, y la administraba a su gusto.
Pero cuando llegué a la mayoría de edad todas las trabas se fueron al diablo y pude dedicarme a gastar mi dinero. Por cierto que lo hice bien, y con tanta velocidad, que antes de llegar a los treinta no me quedaba nada. Ni tierras ni casas. Lo que se dice nada. Sólo salvé de la ruina un guardarropa bien surtido, un automóvil y un gran escepticismo.
Fue por entonces cuando mi tío me invitó a vivir con él. Estaba ya un poco viejo y se sentía solo. Además se empeñó en creer —yo puse muy poco entusiasmo en engañarlo— que me había regenerado.
De este modo llegué a la casona de la calle Juncal, donde vivía Francisco Estévez, preocupado por su colección de miniaturas, su biblioteca y algunos antiguos amigos. La bodega del viejo era buena, y la casa muy cómoda. Tras ella había un jardín, y más allá estaban las dependencias de la servidumbre.
No sé cómo surgió la idea. Creo que fue el mismo viejo quien me la proporcionó.
—Me has robado y me has engañado —dijo un día—, y hasta serias capaz de asesinarme.
El caso es que la idea comenzó a darme vueltas en la cabeza, y me estuvo persiguiendo durante varias semanas. Al fin y al cabo yo era el único heredero, y el viejo ya había vivido bastante. ¿Por qué no había de hacerlo? Claro que la ventaja de ser el heredero constituía también una desventaja, porque eso me convertiría en el primer sospechoso. Pero pensé que con un estudio cuidadoso podría engañar a todos los policías del mundo. Y comencé a planear el asesinato.
Tendría que ser un jueves. Los jueves venía a casa del viejo su administrador. Cenaban juntos y arreglaban los asuntos pendientes. A las 22,30 más o menos, el administrador se iba. Los sirvientes se acostaban y el viejo quedaba solo. El viejo se iba a la cama en seguida, y allí leía un rato, muy poco, o se dormía inmediatamente, porque siempre le había gustado madrugar.
Tendría que ser un jueves. El arma, ya la tenía. Era un revólver llegado a mis manos mucho tiempo antes. Lo compré en un cafetín a un tipo desconocido que parecía tener mucha necesidad de treinta pesos. El número de la serie del arma había sido limado y por esta parte era imposible que nadie pudiera encontrar una pista. Además, lo había probado varias veces en el campo, y funcionaba a la perfección. Lo único que me hacía falta era una coartada perfecta. Y me dediqué a construirla.
El lunes me llamó la Chola por teléfono. Quería invitarme a una fiesta que daba en su casa. Amigas, bebidas, y tal vez, drogas. No era una gente muy de fiar, pero servirían para el caso.
—¿El jueves? —le dije—. Está bien. Pero llegaré un poco tarde. A eso de la una de la madrugada. Tengo un compromiso hasta esa hora.
Me puse a trabajar intensamente en mi plan. El miércoles salí de casa muy temprano. El viejo ni me hablaba ya. Y los criados tampoco me demostraban una gran simpatía. Me puse unas viejas ropas de sport y dejé el coche cerca de la plaza del Congreso. Desde allí fui andando hasta el teatro Avenida. Me acerqué a la taquilla y saqué una entrada de gallinero.
Luego, en medio de un grupo tumultuoso, subí las interminables escaleras y vi la obra completa, de cabo a rabo. Hasta recuerdo algunos chistes y una canción de María Antinea, “Mantones y castañuelas”, se llamaba la revista. Calculé el tiempo de cada uno de los cuadros y de los intermedios con precisión absoluta. Y cuando se terminó, volví a casa.
No quería trasnochar, para que no me fallase el pulso al día siguiente.
El jueves me desperté muy contento. Hasta canté algo mientras me bañaba, cosa que he hecho muy pocas veces en mi vida. Pasé el día dando vueltas de un lado para otro, y almorcé tarde para evitar un encuentro con el viejo. No porque a mí me importase, sino por que él no quería verme en la mesa.
Cuando anocheció, me arreglé cuidadosamente. Me puse un traje oscuro, un clavel en la solapa —éste era un detalle importante— y guardé el revólver en el bolsillo junto con un pequeño formón. Me vieron salir los criados y el administrador. El viejo, ni siquiera me saludó.
Dejé el auto estacionado en la calle Belgrano y anduve cuatro manzanas, por San José, hasta la avenida de Mayo. En la cola de la taquilla tuve que esperar un buen rato. Finalmente, llegué.
—¿No hay localidades delanteras?
El hombre miró el tablero a sus espaldas con un gesto de impaciencia.
—Sólo quedan de la fila veintitrés hacia atrás.
—¿Y con una propina?
Ya sabía yo que era inútil.
—No, señor.
—Entonces deme una platea en la última fila.
Guardé el billete que había sacado para pagar, y me dirigí a la puerta. El taquillero comenzó a chistar y a llamarme.
—¡Oiga! ¡Oiga!
Volví, aparentando confusión.
—Perdone usted. Estaba distraído… Compréndame…
Le pagué la entrada. Creo que ya no olvidaría mi rostro ni mi presencia en el teatro.
En la última fila no había casi nadie. Había elegido un asiento en el extremo. Presencié el primer acto. En el intermedio, salí a fumar al vestíbulo, charlé con un acomodador unos minutos y le di una buena propina por un programa. Otro testigo.
Cuando llegó el segundo intermedio, ya estaba preparado. Me deslicé de grupo en grupo hasta la puerta y salí con aire distraído de quien va a tomar un poco el aire. Después, rápidamente, una vez doblada la esquina, corrí hasta donde había dejado el coche.
Todo fue de acuerdo con lo planeado. Volví a aparcar el coche a cierta distancia de la casona del viejo, en la calle Juncal. La calle estaba oscura y no me vio nadie. Abrí la puerta con mi llave, y subí a tientas hasta el cuarto del viejo. Estaba dormido. Hubiera bastado con el primer tiro, pero volví a disparar, por si acaso. El estampido quedó amortiguado por los abundantes, cortinajes de la alcoba. Y el viejo pasó del sueño a la muerte. No pude evitar una sonrisa. Debió de ser nerviosa.
Luego le desvalijé. Encontré unos cinco mil pesos en su cartera, y, tras revolver los cajones de la mesilla de noche y de la cómoda, me apoderé de algunas joyas: un alfiler de corbata, un anillo de oro… Chucherías.
Removí la habitación, tiré ropas por el suelo, metí el formón en uno de los cajones. Los guantes me molestaban, pero no me los quité ni un segundo. El arma quedó allí, y yo emprendí la retirada.
Una vez cerrada la puerta de la calle, metí también en ella el formón, para que pareciese forzada la cerradura.
Ya estaba todo. Cogí el auto, y salí en dirección a Palermo. En determinado momento conseguí ponerme a la altura de un gran camión, y arrojé en la caja de éste el anillo y el alfiler de corbata. Si los encontraban podía suceder que se quedaran con ellos o que los entregasen a la policía, si eran gente honrada. Pero nunca sabrían en qué parte del trayecto pudieron caer las joyas en el camión. Luego, con cierto dolor, quemé, los billetes de mil que también le había quitado al viejo. Cuatro mil y pico de pesos… Pero, total, iba a recibir mucho más y no valía la pena arriesgar nada.
Eran ya las 0,45 y me fui hasta la avenida del Nueve de Julio, a poca distancia del departamento de la Chola. Dejé el coche y me senté en una cafetería. Pedí whisky y pregunté por el teléfono público. Tenía ya anotado el número del Avenida y llamé a la secretaría del teatro.
No quería correr ningún riesgo.
—Oiga. ¿Avenida? Perdone que le moleste, pero mi esposa ha ido a la función de la noche y todavía no ha vuelto. Vivimos cerca. ¿Ha ocurrido algo? ¿Se retrasó la función?
La voz del otro extremo sonó muy cortés.
—Resulta, que al levantar el telón en el último acto se enganchó la polea y tuvimos un pequeño retraso. Un cuarto de hora, máximo. Ahora mismo acaba la función.
—Muchas gracias.
Volví a sonreír, y me llamó la atención. Esta mañana había cantado en la ducha, después sonreí ante el cadáver del viejo, ahora volvía a sonreír. Estaba contento.
La fiesta de la Chola estuvo muy bien y me divertí mucho. Anduve con cuidado de no emborracharme. Quería tener la cabeza despejada.
Llegué a casa del viejo a las ocho, y ya estaba allí la policía. Entonces fue cuando lo vi a usted por primera vez, comisario Gorordo. Charlamos un momento, y usted me invitó a acompañarlo al Departamento Central.
Allí empezó el interrogatorio en forma, y yo desplegué mi coartada con un impresionante lujo de detalles. Veinticuatro horas después, usted lo había comprobado todo y todo coincidía exactamente. El de la taquilla se acordó de mí, lo mismo que el acomodador y algunas personas del teatro. El clavel. Todo estaba cronometrado. La salida del teatro. La llegada a casa de la Chola. Los amigos de la Chola. Nada hubo que se escapara a mi previsión, excepto la caballerosidad del idiota que me atendió por teléfono cuando llamé al teatro desde la cafetería del Nueve de Julio.
Se le ocurrió decir que se había atrancado el telón y retrasado el último acto porque pensó en un marido celoso, engañado por su esposa, y quiso darle unos minutos más de tiempo para que ella llegase al hogar.

De ahora en adelante sólo podré ver el mundo a través de esta reja, por culpa de aquel imbécil.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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