sábado, 13 de abril de 2019

CAZADOR CAZADO William Wilkie Collins


William Wilkie Collins fue un novelista inglés, dramaturgo y escritor de cuentos, mejor conocido por The Woman in White, No Name, Armadale y The Moonstone. La última ha sido llamada la primera novela policíaca inglesa moderna.




CAZADOR CAZADO

 

 

            William Wilkie Collins

            (Del inspector jefe Theakstone, del Departamento de investigaciones, al sargento Bulmer, del mismo Departamento)
             
            Londres, 4 de julio de 18…

             
            Sargento Bulmer: Sirva ésta para informarle de que se le necesita para un caso importante que requiere la intervención de un hombre de su experiencia. Me hará usted el favor de transferir al joven portador de esta carta el asunto sobre robo en que está usted ocupado actualmente. Le dará usted toda la información que tenga sobre el caso, tal como está; le pondrá usted en antecedentes sobre los progresos que ha hecho (si es que ha hecho progresos) para descubrir a la persona o personas que robaron el dinero. Deje que él resuelva lo mejor que pueda este asunto que ahora está en sus manos. A él le corresponderá la responsabilidad, o el éxito, si consigue llevarlo a buen término.
            Éstas son las órdenes que tenía que comunicarle.
            Déjeme ahora que le murmure al oído algo acerca del hombre que lo reemplazará en este asunto. Se llama Matthew Sharpin, y se le presenta la oportunidad de ingresar en el Departamento por la puerta falsa. Ya veremos si logra permanecer en él. Usted me preguntará seguramente cómo consiguió este privilegio. Lo único que puedo decirle es que alguien muy influyente lo respalda. Se trata de una persona que prefiero no nombrar y creo que a usted le ocurriría lo mismo. El joven de quien le hablo ha sido pasante de un abogado; tiene una elevada opinión de sí mismo, y es tan mezquino y falso como aparenta. Según manifiesta, ha abandonado su anterior ocupación para incorporarse a la nuestra por su propia voluntad y deseo. Usted no creerá esto más que yo. Opino que quizá se ha apoderado de algún secreto de un cliente de su antiguo patrón, cosa que lo convierte en persona poco grata para tenerla en la oficina; de paso, esto le da cierto poder sobre su patrón, que no podría despedirlo sin temor a las consecuencias. Yo creo que darle esta oportunidad equivale a darle dinero para que se calle lo que sabe. Sea lo que fuere, el señor Matthew Sharpin se ocupará ahora del asunto que está en sus manos, y si su actuación se viera coronada por el éxito, meterá su sucia nariz en nuestras oficinas, tan ciertamente como el sol da luz. Le informo de todo esto para que no le dé ningún motivo de queja con el que pudiera ir a la Jefatura y perjudicar a usted. Atentamente suyo, Francis Theakstone.
            (Del señor Matthew Sharpin al inspector jefe Theakstone)
             
            Londres, 5 de julio de 18…

             
            Estimado señor: Después de haberme visto favorecido con las necesarias instrucciones del sargento Bulmer, me permito llamarle la atención sobre ciertas órdenes que he recibido relativas a los informes que, sobre mi futura actuación, he de preparar para someter a la Jefatura.
            El objeto de que me dirija a usted, y de que usted examine lo escrito por mí antes de elevarlo a más altas autoridades, es, según se me ha informado, concederme el beneficio de su consejo, para el caso de que lo necesite (y me atrevo a esperar que no será así), en cualquier momento de mis actuaciones. Como las extraordinarias circunstancias del asunto en que estoy ocupado me privan de ausentarme del lugar donde fue cometido el robo, mientras no haga algún progreso en el descubrimiento del ladrón, no podré consultarle personalmente. De ahí la necesidad en que me veo de escribirle sobre varios detalles que quizá sería preferible tratar de viva voz. Ésta es, si no me equivoco, la posición en que nos hallamos colocados. Consigno mis impresiones al respecto a fin de que podamos entendernos perfectamente desde el principio, y quedo su atento y seguro servidor, Matthew Sharpin.
            (Del inspector jefe Theakstone al señor Matthew Sharpin)
             
            Londres, 5 de julio de 18…

             
            Señor: Ha empezado usted perdiendo tiempo, tinta y papel. Ambos sabíamos perfectamente bien cuáles eran nuestras respectivas posiciones cuando le mandé con mí carta al sargento Bulmer. No había la menor necesidad de repetirlo por escrito. En lo sucesivo, haga el favor de emplear su pluma para el asunto que se le ha encomendado.
            Tres son los informes que usted debe remitirme. Primero: ha de hacer un resumen de las instrucciones que ha recibido del sargento Bulmer, para demostrarme que nada ha escapado a su memoria y que está completamente familiarizado con las circunstancias del caso que se le confía. Segundo: debe usted informarme sobre lo que se propone hacer. Tercero: tiene que comunicarme por escrito cada progreso que haga (si es que hace alguno) día por día, y, si es necesario, hora por hora. Éste es su deber. En lo que se refiere al mío, cuando yo quiera que me lo recuerde, se lo comunicaré. Mientras tanto, lo saluda, Francis Theakstone.
            (Del señor Matthew Sharpin al inspector jefe Theakstone)
             
            Londres, 6 de julio de 18…

             
            Señor: Usted es un hombre de edad madura y, por lo tanto, naturalmente inclinado a sentirse un poco celoso de los jóvenes que, como yo, están en la flor de la vida y en plena posesión de sus facultades. En estas circunstancias, es mi deber estar respetuoso con usted y no tomar demasiado a pecho sus pequeños defectos. Declino también sentirme ofendido por el tono de su carta: le hago beneficiario de mi bondad natural y borro de mi memoria su insolente comunicación. En una palabra, inspector jefe Theakstone, le perdono, y voy al caso.
            Mi primer deber es darle un informe completo de las instrucciones que he recibido del sargento Bulmer. Helas aquí, según mi versión:
            En el número 13 de la calle Rutherford, en Soho, existe un comercio de papelería atendido por un tal Yatman, casado y sin hijos. Además del señor Yatman y su esposa, los ocupantes de la casa son: un hombre soltero de apellido Jay, que ocupa la habitación del frente del segundo piso; un dependiente, que duerme en una de las piezas del desván, y una persona para todo servicio, que tiene su cama en la pieza que está detrás de la cocina. Una vez por semana, y sólo algunas horas por la mañana, viene una mujer para ayudar en la limpieza. Éstas son las personas que habitualmente tienen libre acceso al interior de la casa.
            El señor Yatman ha tenido negocios durante varios años, llevando sus asuntos en forma próspera, hasta el punto de poder disfrutar de una envidiable independencia para un hombre de su posición. Desgraciadamente, con el fin de acrecentar su fortuna, empezó a especular. Hizo inversiones audaces, y la suerte se volvió contra él en forma tal que, hace apenas dos años, se encontró convertido otra vez en un hombre pobre. Todo lo que logró salvar del naufragio fueron doscientas libras.
            Aunque el señor Yatman hizo lo que pudo para enfrentarse con las circunstancias, suprimiendo lujos y comodidades a los que él y su esposa estaban acostumbrados, le fue imposible ahorrar nada de lo que sacaba de la papelería. El negocio iba declinando de año en año, a causa de competidores que vendían a precios más bajos. De esta manera, pues, estaban las cosas hasta la última semana; el único remanente de la fortuna del señor Yatman eran las doscientas libras que consiguió salvar del naufragio de su fortuna. Esta suma estaba depositada en un Banco de capital común de gran solvencia.
            Hace ocho días, el señor Yatman y su huésped el señor Jay sostuvieron una conversación acerca de las dificultades que en estos tiempos entorpecen el comercio en todas sus ramificaciones. El señor Jay (que vive de lo que le producen los sueltos sobre accidentes, querellas y breves noticias de interés general, que manda a los periódicos y que le pagan a tanto la línea) dijo a su casero que aquella mañana había oído comentarios desfavorables acerca de los Bancos de capital común. Esos rumores ya habían llegado a oídos del señor Yatman por otros conductos. Tales noticias, confirmadas por su inquilino, alarmaron tanto al señor Yatman, ya predispuesto a ello por su pérdida anterior, que decidió retirar cuanto antes el dinero depositado en el Banco. Como era un poco antes del atardecer, llegó a tiempo para que le entregaran el dinero, antes de cerrar.
            Recibió el importe de su depósito en la siguiente forma: un billete de cincuenta libras, tres de veinte libras, seis de diez libras y seis de cinco libras. Pidió el dinero así porque pensaba invertirlo en préstamos seguros de poca importancia entre los pequeños comerciantes de su distrito, algunos de los cuales se hallan en situación apremiante en estos momentos. Las inversiones de esta índole parecían al señor Yatman las más provechosas y menos arriesgadas.
            Guardó el sobre con el dinero en el bolsillo interior de su chaqueta, y al llegar a su casa pidió una caja de latón que años atrás usara para guardar valores y que, según creía recordar, era del tamaño exacto de los billetes. Durante largo rato buscaron en vano la caja. El señor Yatman preguntó a su esposa si sabía dónde podía estar. La pregunta fue oída por la sirvienta, que en ese momento llevaba la bandeja con el té, y por el señor Jay, que en ese instante bajaba para ir al teatro. Por fin, la caja fue encontrada por el dependiente del negocio. El señor Yatman colocó los billetes de Banco en ella, la cerró con el candado y se la guardó en un bolsillo del abrigo, del que sobresalía un poco, lo suficiente para ser vista. El señor Yatman permaneció toda la tarde en el piso alto de su casa; no recibió visitas, y a las once de la noche se fue a acostar, no sin haber puesto antes la caja con el dinero, junto con su ropa, en una silla al lado de la cama.
            Cuando él y su esposa despertaron a la mañana siguiente, la caja había desaparecido. Se avisó al Banco de Inglaterra para que no canjeara los billetes, y hasta aquel momento nada se había sabido de ellos.
            Hasta aquí las circunstancias del caso son perfectamente claras, y demuestran de una manera indiscutible que el robo debió ser cometido por alguna persona que vive en la casa. Por esto las sospechas recaen sobre la sirvienta, el dependiente y el señor Jay. Los dos primeros estaban en antecedentes de la búsqueda de la caja, y aunque no supieran para qué la quería el señor Yatman, era muy probable que supusieran que era para guardar dinero. Ambos tuvieron oportunidad de ver que sobresalía del bolsillo de su patrón; la sirvienta, cuando retiró la bandeja con el servicio de té, y el dependiente, cuando fue a entregarle las llaves de la tienda, antes de salir. Al ver la caja en el bolsillo, podían haber inferido que el señor Yatman pensaba llevarla a su dormitorio aquella noche.
            Por otra parte, el señor Jay sabía, después de la conversación que sostuvo por la tarde acerca de los Bancos, que el señor Yatman tenía un depósito de doscientas libras en uno de ellos; y sabía, también, al separarse, que su casero tenía intención de retirar en seguida el dinero. Cuando después oyó las preguntas relativas a la caja, es natural que dedujera que el dinero estaba ya en la casa y que la caja era requerida para guardarlo. El hecho de que él saliera de la casa antes de que la caja se encontrara, lo descarta como sabedor del lugar donde el señor Yatman pensaba guardarla durante la noche. Lógicamente, si el señor Jay cometió el robo tiene que haber entrado en el dormitorio después de que el señor Yatman se hubo acostado, ignorando si encontraría la caja o no.
            Al hablar del dormitorio, caigo en la cuenta de la necesidad de situar su ubicación en la casa, y de lo fácil que es entrar en él a cualquier hora de la noche.
            Esta habitación se encuentra en la parte de atrás del primer piso. A causa del miedo que la señora Yatman tiene a los incendios (que le hace temer quedar apresada por las llamas en su habitación en caso de incendio al no poder abrir una puerta cerrada con llave), su marido está acostumbrado a no cerrar jamás la puerta del dormitorio. Por otra parte, ambos confiesan tener un sueño profundo. De lo dicho se desprende que una persona con intenciones aviesas que quisiera penetrar en ese dormitorio, correría muy poco riesgo; con dar vuelta al picaporte, la puerta se abriría, y, por poca precaución que tuviera, los ocupantes de la pieza no despertarían. Este detalle es de mucha importancia, ya que fortalece nuestra convicción de que el dinero fue robado por alguna de las personas que viven en la casa, sin que para ello sea necesario poseer la astucia y experiencia de un ladrón profesional.
            Éstas son las circunstancias, tal como fueron referidas al sargento Bulmer, cuando fue llamado para descubrir al ladrón, o ladrones, y, si le era posible, recuperar el dinero. Sus acuciantes averiguaciones fallaron al no poder presentar la menor evidencia contra las personas de las cuales era lógico sospechar. Cuando se les informó del robo cometido, procedieron como lo harían personas ajenas al hecho. El sargento Bulmer advirtió desde el primer momento que este caso requería un procedimiento de investigación lo más secreto posible. Comenzó por aconsejar al señor Yatman y a su esposa que demostraran no tener la menor duda ni desconfianza hacia las personas que habitaban bajo su mismo techo. El sargento Bulmer inició la campaña observando las idas y venidas de esas personas y, además, averiguando las costumbres, secretos y amistades de la criada para todo servicio.
            Durante tres días y tres noches el sargento Bulmer estuvo vigilándola, acompañado de algunos agentes de gran competencia, pero el resultado fue nulo: no encontraron nada que pudiera arrojar la menor sombra de sospecha sobre la muchacha.
            El mismo sistema de vigilancia empleó para con el dependiente. En este caso tuvo más dificultades, debido a lo poco que sabía del hombre, pero por lo que consiguió averiguar (aunque en este caso su certeza no fue tan completa como en el de la muchacha) llegó a la conclusión de que era ajeno al robo de la caja con dinero.
            Como consecuencia lógica de estos procedimientos, las sospechas recaen sobre el pensionista, señor Jay.
            Cuando comparecí ante el sargento Bulmer con su carta de presentación, éste había hecho ya ciertas averiguaciones respecto al joven pensionista. El resultado de éstas no lo favorece mucho. Sus costumbres son irregulares, frecuenta sitios poco recomendables y sus amistades son personas de carácter disoluto. Está en deuda con todos los comerciantes con los cuales tiene tratos y, además, debe un mes de alquiler al señor Yatman. La semana pasada se le vio hablando con un boxeador, y ayer por la tarde, al llegar, daba muestras de haber bebido bastante alcohol. En una palabra, aunque el señor Jay se hace llamar periodista por los artículos de poca monta que publica en los periódicos, demuestra ser un joven de maneras vulgares y malos hábitos. Nada se le ha podido descubrir hasta ahora que redunde en beneficio suyo.
            Esto es, en detalle, lo que me comunicó el sargento Bulmer. No creo que usted pueda encontrar que he omitido algo, y me parece, además, que, a pesar de los prejuicios que tiene contra mí, no dejará de reconocer que nadie le ha presentado un informe tan claro y completo. Mi segunda obligación consiste en informarle acerca de lo que me propongo hacer con el asunto que se me ha confiado.
            En primer lugar, comprendo claramente que he de comenzar las cosas en el punto en que las dejó el sargento Bulmer. De acuerdo con lo dicho anteriormente, no tengo que preocuparme de la sirvienta, ni del dependiente, ya que no existe duda alguna acerca de su inocencia. Queda por probar la inocencia o culpabilidad del señor Jay, puesto que antes de dar el dinero por perdido debo asegurarme, si puedo, de que es persona completamente ajena al robo.
            El plan que he trazado, y que seguiré con la plena aprobación del señor Yatman y de su esposa, para descubrir si el señor Jay es la persona que robó la caja, es el siguiente: Me propongo llegar hoy mismo allí aparentando ser un joven que busca una pieza para alquilar. Se me mostrará la habitación trasera del segundo piso, donde pienso instalarme esta misma tarde dando a entender que soy un joven que acaba de llegar a Londres en busca de un empleo en un comercio u oficina respetable.
            De esta manera podré vivir en la habitación contigua a la ocupada por el señor Jay. Como la pared divisoria es un delgado tabique recubierto de yeso, me será fácil practicar un pequeño agujero por el que podré espiar lo que haga el señor Jay en su aposento y oír las conversaciones que sostenga con los amigos que vayan a visitarle. Mientras él permanezcan en casa, yo estaré en mi puesto de observación. Cuando salga, iré tras él. Empleando estos medios de vigilancia, creo que me será posible llegar a descubrir su secreto, es decir, averiguar si sabe algo de los billetes de Banco.
            No sé lo que opinará usted acerca de mi plan de observación. A mí me parece audaz y sencillo a la vez. Con esta seguridad termino este comunicado, lleno de confianza en el futuro. Su seguro servidor, Matthew Sharpin.
            (Del señor Matthew Sharpin al inspector Theakstone)
             
            7 de julio.

             
            Señor: No habiendo sido honrado con ninguna respuesta a mi última carta, creo, a pesar de los prejuicios que tenga usted contra mí, haberle producido una buena impresión. Sintiéndome recompensado por este silencio, que interpreto como una elocuente señal de su aprobación, procedo a relatarle los progresos realizados en las últimas veinticuatro horas.
            Me encuentro cómodamente instalado en la habitación contigua a la que ocupa el señor Jay, y es una satisfacción para mí poder decir que he practicado dos agujeros, en lugar de uno, en la pared divisoria. Mi natural sentido del humor me ha llevado a la perdonable extravagancia de ponerles nombre: el observador y el auricular. El nombre puesto al primero se explica solo; en cuanto al del segundo, se debe a un pequeño caño de metal que he insertado en él, lo que me da la ventaja de oír mientras observo. De esta manera, mientras estoy espiando al señor Jay, puedo también escuchar lo que dice.
            La sinceridad, virtud que he poseído desde mi infancia, me obliga a reconocer que la idea de practicar el agujero que he llamado auricular me fue sugerida por la esposa de Yatman. Esta señora, inteligente, sencilla y de modales distinguidos, ha estudiado y comprendido todos mis planes con un entusiasmo e inteligencia dignos de encomio. El señor Yatman, en cambio, está tan abatido por la pérdida de su dinero que es incapaz de prestarme ninguna ayuda. La esposa de Yatman, que siente mucho afecto por su marido, lamenta más el estado de pesadumbre de éste que la pérdida del dinero y se ha entregado con todas sus energías a levantar el espíritu de su esposo, que presenta un miserable estado de postración.
            —El dinero, señor Sharpin —me decía ayer la señora Yatman, con lágrimas en los ojos—, el dinero puede ser recuperado, haciendo economías o dedicándose de lleno al negocio. Es el lamentable estado de ánimo de mi marido que me hace desear con ansiedad del descubrimiento del ladrón. Quizá me equivoque, pero desde que usted entró en esta casa mis esperanzas renacieron, y creo, además, que usted es el hombre indicado para descubrir al malvado.
            Yo acepté ese cumplido, firmemente convencido de que tarde o temprano haré honor al mismo.
            Pero volvamos al asunto, es decir, a mi puesto de observación y audición.
            He pasado algunas horas divertidas y tranquilas contemplando al señor Jay. Aunque rara vez está en casa, según me ha dicho la señora Yatman, hoy no ha salido en todo el día. Esto no deja de ser sospechoso, a mi modo de ver. He de informar, además, que esta mañana se ha levantado tarde (mala señal en un hombre joven) y perdió después un tiempo considerable en bostezar y en quejarse de dolor de cabeza. Como todos los hombres corrompidos, no comió casi nada en el desayuno; después fumó una pipa, una sucia pipa de arcilla, que cualquier caballero se sentiría avergonzado de ponerse entre los labios. Cuando terminó de fumar, tomó pluma, tinta y papel y se dispuso a escribir, lanzando un gemido al sentarse, no sé si de remordimiento por haber robado el dinero o por tener que escribir una carta. Después de escribir algunas líneas (estoy demasiado lejos de él para poder leer lo que escribe), se apoyó contra el respaldo de la silla y empezó a silbar algunos aire populares. Si éstos son claves que usa para comunicarse con sus cómplices es algo que queda por averiguar. Al cabo de un rato de distraerse con sus silbidos, empezó a pasear por la habitación, deteniéndose de vez en cuando para agregar un párrafo a lo que había escrito. A poco, se acercó a un armario y lo abrió. Yo agucé la vista para no perder ni un solo detalle; vi que con todo cuidado sacaba algo del armario, pero al volverse… ¡resultó que lo que tenía en la mano era una botella de coñac! Después de haber bebido un poco del contenido "de la botella, aquella despreciable e indolente persona se tumbó en la cama otra vez y a los cinco minutos dormía.
            Estuve oyendo sus ronquidos durante dos horas, hasta que un golpe dado en la puerta de la habitación vecina me llamó a mi puesto de observación. El señor Jay saltó de la cama y abrió la puerta con sospechosa rapidez.
            El visitante era un mozalbete de cara sucia, que al entrar dijo:
            —Por favor, señor; lo están esperando.
            Dichas estas palabras, el mozalbete se sentó en una silla, estiró las piernas y se quedó dormido. El señor Jay lanzó un juramento, se ató una toalla mojada a la cabeza y, volviendo a su papel, empezó a escribir lo más rápidamente que le permitían sus dedos. De vez en cuando se levantaba para volver a mojar la toalla, que se ataba de nuevo a la cabeza. Así estuvo durante horas, al cabo de las cuales dobló las hojas escritas, despertó al muchacho y le dijo estas interesantes palabras:
            —¡Rápido, dormilón! Si ves al tutor, dile que tenga el dinero listo para cuando yo vaya a buscarlo.
            El muchacho hizo una mueca y desapareció. Estuve tentado de seguir al dormilón, pero me pareció más prudente quedarme observando las acciones del señor Jay.
            Media hora después se puso el sombrero y salió. Naturalmente, yo hice lo mismo. Al bajar la escalera, me topé con la señora Yatman. Habíamos convenido que ella registraría la pieza del señor Jay cuando éste estuviera ausente y yo ocupado en la grata tarea de seguirle los pasos. En esta ocasión vi que se dirigía a la taberna más próxima y pedía dos costillas de cordero. Yo me senté a una mesa cercana a la suya y pedí lo mismo. Apenas habían transcurrido dos minutos, un joven de aspecto más que sospechoso, que estaba sentado a otra mesa, se levantó y, tomando un vaso, se dirigió hacia donde estaba el señor Jay y se sentó a su lado. Fingí estar enfrascado en la lectura de mi periódico, pero, como era mi deber, toda mi atención estaba concentrada en la conversación de los dos hombres.
            —Jack ha estado aquí preguntando por usted —dijo el joven desconocido.
            —¿Dejó algún mensaje para mí? —preguntó el señor Jay.
            —Sí —contestó su interlocutor—. Me dijo que si lo veía le dijera que tenía especial interés en verlo esta noche, y que pasaría a las siete por la calle Rutherford.
            —Está bien —dijo el señor Jay—. Estaré allí a esa hora.
            Después de esto, el joven de aspecto sospechoso terminó su oporto y, manifestando que tenía prisa, se despidió de su amigo (quizá no sería arriesgado decir su cómplice) y se marchó.
            A las seis y veinticinco minutos y medio (en estos casos es siempre muy importante ser exacto con la hora), el señor Jay terminó sus costillas y pagó la cuenta. A las seis y veintiséis minutos y tres cuartos, yo terminé mis costillas y pagué la cuenta. Diez minutos más tarde, entraba en la casa de la calle Rutherford, donde me esperaba la señora Yatman. Su rostro encantador tenía una expresión melancólica y apenada que daba lástima ver.
            —Temo, señora, que no ha encontrado usted nada sospechoso en la habitación de su huésped.
            La señora Yatman sacudió la cabeza y suspiró. Fue un suspiro lánguido y hondo que me conmovió. Por unos instantes, olvidándome del asunto que tenía a mi cargo, envidié al señor Yatman.
            —No se desanime, señora —dije con una suavidad que pareció emocionarla—. Acabo de escuchar una conversación muy sospechosa y sé algo acerca de una cita culpable… Espero presenciar grandes acontecimientos esta noche desde mi puesto de observación. Por favor, no se alarme; pero creo que estamos al borde de un descubrimiento.
            Mi entusiasta devoción a mi deber se sobrepuso a mis tiernos sentimientos. La miré…, le hice un guiño…, bajé la cabeza…, me alejé de ella.
            De regreso a mí puesto de observación, hallé al señor Jay haciendo la digestión de las costillas que había comido, sentado en una poltrona y fumando su pipa. En la mesa había dos vasos, una jarra con agua y la botella de coñac. Eran cerca de las siete. A la hora exacta llegó el hombre llamado Jack.
            Parecía nervioso; en realidad, y digo esto con placer, parecía muy agitado. La satisfacción de prever una jornada fructífera me inundaba de píes a cabeza, valga la expresión. Lleno de curiosidad, apliqué el ojo al agujero, y vi que el visitante, el Jack de este delicioso caso, se había sentado de cara a mí, al otro lado de la mesa. Aquellos dos bribones de aspecto desaliñado se parecían tanto entre sí que, viéndolos juntos, llegué a la conclusión de que eran hermanos. Jack era el más limpio y cuidado en el vestir, convengo en ello. Es tal vez vez uno de mis defectos llevar la justicia y la imparcialidad a sus límites más extremos. No soy un fariseo, y donde el vicio se redime, sea de la manera que sea, no dejo de reconocerlo.
            —¿Qué pasa ahora, Jack? —preguntó el señor Jay.
            —¿No lo ves reflejado en mi rostro? —dijo Jack—. Mi querido amigo, las demoras son siempre peligrosas. No dudemos más; arriesguémoslo todo pasado mañana.
            —¿Tan pronto? —gritó el señor Jay, asombrado—. Bien, si tú estás dispuesto, yo también. Pero ¿estará lista esa otra persona? ¿Estás seguro, Jack?
            El señor Jay mostró una desagradable sonrisa al hablar, especialmente cuando se refirió a «esa otra persona», palabras que acentuó marcadamente. Es evidente que en este asunto hay mezclado un tercer rufián.
            —Puedes encontrarte con nosotros mañana —dijo Jack—. Así podrás juzgar por ti mismo. Acude al Regent Park a las once de la mañana; nos encontrarás en el recodo que desemboca en la avenida.
            —Estaré allí —dijo el señor Jay—. ¿Quieres un poco de coñac con agua? ¿Para qué te levantas? ¿Ya te vas?
            —Sí, me voy —contestó Jack—. El hecho es que estoy tan inquieto que no puedo quedarme tranquilo ni un minuto. Aunque te parezca ridículo, estoy muy nervioso. El pensamiento de que en el momento menos pensado nos pueden sorprender no me abandona. Me imagino que cada hombre que me mira dos veces en la calle es un espía…
            Al oír estas palabras, me pareció que las rodillas se me doblaban. Sólo a fuerza de voluntad pude seguir espiando por mi agujero. Le doy mi palabra de honor acerca de esto.
            —¡Tonterías! —exclamó el señor Jay, con la audacia de un criminal inveterado—. Hasta este momento hemos guardado el secreto, y lo seguiremos guardando hasta el fin. Toma un trago de coñac con agua, y te sentirás tan confiado como yo.
            Jack rehusó el coñac con firmeza, y con más firmeza aún persistió en marcharse.
            —Trataré de distraerme caminando. Y no lo olvides: mañana, a las once, en el Regent Park, del lado de la avenida.
            Con estas palabras de despedida, salió. Su mezquino pariente soltó la carcajada y volvió a tomar la pipa.
            No me cabía la menor duda de que no se había hecho ningún intento para cambiar los billetes de Banco; y quiero agregar que el sargento Bulmer tenía esta misma opinión cuando dejó el caso en mis manos. ¿Cuál es la conclusión lógica a sacar de la conversación oída por mí y a que me he referido antes? Es evidente que la cita concertada para mañana será para repartirse el dinero y estudiar la forma más segura de cambiar los billetes al día siguiente. El señor Jay es, sin duda alguna, el jefe en este asunto, y será probablemente quien correrá el riesgo de cambiar el billete de cincuenta libras. Por consiguiente, mañana lo seguiré a Regent Park, y trataré de colocarme lo más cerca posible para enterarme de lo qué digan. Si conciertan alguna otra cita, les iré a la zaga, claro está. Para esto necesito la ayuda de dos agentes (pues es posible que los cómplices se alejen en distintas direcciones que sigan a los dos ladrones de menor importancia. Es obvio que si los bribones se alejan juntos, estos subordinados permanecerán a la expectativa. Siendo ambicioso por naturaleza, deseo, si es posible, que el éxito del descubrimiento de este robo me pertenezca a mí solo.
             
            8 de julio.

             
            Agradezco la pronta llegada de mis dos subordinados. Me temo que no sean hombres muy hábiles, pero, por fortuna, yo estaré cerca de ellos para dirigirlos.
            Lo primero que hice esta mañana fue hablar con el señor Yatman y su esposa con el fin de explicarles la presencia de dos extraños en su casa. El señor Yatman (que es un pobre hombre, y quede esto entre nosotros), se limitó a mover la cabeza, lloriqueando. La señora Yatman (¡qué mujer superior!) me favoreció con una encantadora mirada llena de significado.
            —¡Oh, señor Sharpin! —exclamó la señora Yatman—. ¡Sí supiera usted cómo lamento la presencia de esos dos hombres! Empiezo a creer que tiene usted dudas acerca de su éxito en el asunto, pues de lo contrario no hubiera pedido ayuda.
            Disimuladamente, le hice un guiño (ella es muy comprensiva y no se ofende por una cosa así) y le expliqué, bromeando, que estaba equivocada.
            —Es porque tengo la seguridad de triunfar por lo que mandé llamar a esos hombres. Estoy decidido a recobrar el dinero, y esto no por lo que a mí concierne, sino por lo que se refiere al señor Yatman… y por usted.
            Acentué con énfasis las tres últimas palabras.
            —¡Oh, señor Sharpin! —exclamo otra vez la señora Yatman, enrojeciendo y clavando los ojos sobre su costura. En ese momento yo me sentí capaz de ir al fin del mundo con esta mujer, siempre que al señor Yatman se le ocurriera morirse.
            Envié a mis dos subordinados a que me esperasen en el portón del Regent Park que da sobre la avenida. Media hora más tarde salía yo detrás del señor Jay.
            Los dos cómplices fueron puntuales. Me sonroja tener ahora que anotar que el tercer bribón, la misteriosa «otra persona» de que hablaron los dos hermanos en su conversación, es ¡una mujer! Y, lo que es peor, una mujer joven; una mujer joven y bonita, para colmo de males. Siempre me he resistido a creer en el hecho de que en todos los delitos hay complicada una persona del sexo débil. Después de la experiencia que he tenido esta mañana, no lucharé más contra esta creencia. Renunciaré a las mujeres…, exceptuando a la señora Yatman.
            El hombre llamado Jack ofreció su brazo a la mujer, mientras el señor Jay se colocaba al otro lado de ésta, y así reunidos empezaron a caminar despacio bajo la sombra de los árboles. Yo los seguía a conveniente distancia; y, también a conveniente distancia, mis dos subordinados me seguían a mí.
            Lamento tener que decir que me era imposible acercarme lo suficiente para poder oír lo que decían, sin correr el riesgo de hacerme sospechoso. Lo único que pude inferir por sus gestos y ademanes es que trataban un asunto de sumo interés para ellos. Al cabo de un cuarto de hora dieron vuelta bruscamente y desanduvieron el camino recorrido. Mi presencia de ánimo no me abandonó en este trance. Hice señas a mis dos subordinados para indicarles que siguieran de largo, y yo me oculté detrás de un árbol. Al pasar cerca de mí, oí al nombrado Jack que se dirigía al señor Jay con estas palabras:
            —Digamos mañana por la mañana a las diez y media. Por favor, ven en coche. Mejor será que no nos arriesguemos tomando uno en este barrio.
            El señor Jay contestó con unas breves palabras que no pude oír. Al llegar al lugar donde se habían encontrado, se despidieron estrechándose las manos con tanta efusión que me extrañó. Yo seguí al señor Jay, mientras mis subordinados se dedicaban a los otros dos.
            En lugar de ir a la calle Rutherford, el señor Jay se dirigió al Strand. Penetró en una casa de sucia apariencia, y que, a pesar del letrero colocado en la puerta en el que se leía el nombre de un periódico, a mí me pareció el lugar adecuado para la recepción de mercancías robadas.
            Después de permanecer dentro unos minutos, salió silbando y con los pulgares metidos en los bolsillos del chaleco. Un hombre menos discreto que yo lo hubiera arrestado allí mismo. Pero tenía que atrapar también a sus cómplices y, además, había que esperar la cita concertada para la mañana siguiente. Es raro encontrar una sangre fría semejante, en circunstancias tan difíciles, en un joven principiante como yo, cuya reputación como detective está por hacer.
            De allí, el señor Jay se dirigió a un café, donde se entretuvo leyendo revistas. Yo lo imité. Del café se dirigió a su taberna, donde pidió costillas. Yo entré y pedí lo mismo. Cuando terminó, se dirigió a su alojamiento; y cuando yo terminé, me dirigí al mío. A primeras horas de la noche le entró sueño y se fue a la cama. Al oír sus ronquidos, me entró también sueño y me fui asimismo a la cama.
            Mis dos subordinados vinieron al día siguiente temprano a darme su informe.
            El hombre llamado Jack dejó a la mujer al llegar a la puerta de una villa de respetable apariencia, no lejos de Regent Park. De ahí dobló a la derecha y se internó en una calle suburbana donde hay varios comercios y penetró en una casa abriendo la puerta con su propia llave. Al hacer esto miró a su alrededor y clavó sus desconfiados ojos en mis dos ayudantes, que iban por la acera de enfrente. Esto es todo lo que mis subordinados tenían que comunicarme. Hice que se quedaran en mi habitación, por si los necesitaba, y yo me instalé en mi puesto de observación.
            El señor Jay estaba vistiéndose, tratando en todo lo posible de borrar el lamentable aspecto de su persona. Esto era precisamente lo que yo esperaba. Un vagabundo de la calaña del señor Jay sabe la importancia que tiene un digno continente en el momento de arriesgarse a cambiar un billete de cincuenta libras. A las diez y cinco minutos terminaba de cepillar su usado sombrero y de borrar las manchas de sus guantes con miga de pan. A las diez y diez salía a la calle para encaminarse a la próxima parada de coches. Yo y mis subordinados íbamos detrás, casi pisándole los talones.
            El señor Jay tomó un cabriolé y nosotros lo seguimos en otro. El día anterior no pude oír el lugar donde se citaban, pero pronto advertí que se dirigían hacia el portón que da a la avenida.
            El coche del señor Jay dobló lentamente hacia el parque. Para evitar toda sospecha, hice que el nuestro se detuviese antes de entrar, bajé y empecé a seguirlo a pie. A poco, el cabriolé de ellos se detuvo, y vi aparecer entre los árboles a los dos cómplices. Subieron éstos al coche, que dobló rápidamente hacia la salida.
            Corrí a mi cabriolé y ordené al cochero que siguiera al otro vehículo en cuanto nos pasara.
            El hombre siguió mis instrucciones con tan poca inteligencia que temí despertar las sospechas de nuestros perseguidos. Habrían transcurrido unos tres minutos (durante los cuales volvimos a recorrer el camino anterior), cuando se me ocurrió mirar por la ventanilla, para ver a qué distancia de nosotros se hallaba el otro coche. Al hacerlo vi dos sombreros que se asomaban y dos caras que me miraban. Me recosté en mi asiento, invadido por un sudor frío. Esta expresión es grosera, pero no hay otras palabras para describir claramente el estado en que yo me encontraba en aquellos momentos.
            —¡Nos han descubierto! —dije en voz baja a mis dos subordinados.
            Ellos me miraron, atónitos. Mis sentimientos mudaron de la desesperación al colmo de la cólera.
            —La culpa es del cochero—dije—. ¡A ver! Que uno de ustedes baje y le dé un puñetazo en la cabeza.
            En vez de obedecerme (tendré que dar parte a la superioridad de esta falta de disciplina), los dos se asomaron para mirar por la ventanilla. Antes de que yo lo pudiera impedir, ambos se habían vuelto a sentar. Estaba yo a punto de estallar de indignación, cuando ellos, mirándome de una manera extraña, me dijeron:
            —Haga el favor de asomarse, señor.
            Hice lo que me decían. El cabriolé de los ladrones se había detenido.„
            ¿Dónde? ¡A la puerta de una iglesia!
            El efecto que semejante descubrimiento puede tener en una persona común, no lo sé. Pero, siendo yo un hombre profundamente religioso, me lleno de horror. He leído a menudo que los criminales son astutos y carecen de principios; pero el atrevimiento de entrar en una iglesia para despistar a sus perseguidores fue para mí un sacrilegio sin precedentes en los anales del crimen.
            Dominé a mis dos subordinados con sólo fruncir las cejas. Fácil era adivinar lo que su mente superficial pensaba. Pero para , que veía más allá de la apariencia inocente de esos dos hombres y esa mujer bien vestidos que entraban en una iglesia, la escena tenía otro significado más siniestro que el que pudieran haber encontrado mis dos subordinados. Muy difícil es engañarme. Descendí del coche y penetré en la iglesia, seguido de uno de mis hombres; el otro lo envié a la puerta de la sacristía. ¡Es más fácil encontrar dormida a una comadreja que pescar desprevenido a su humilde servidor Matthew Sharpin!
            Subiendo a la galería, nos dirigimos hacia el sitial del órgano, para espiar desde detrás de las cortinas. Los tres estaban abajo, tranquilamente sentados en un banco. Sí, aunque parezca imposible, los tres estaban sentados en un banco de la iglesia.
            Antes de que yo alcanzara a tomar una determinación acerca de lo que procedía hacer, apareció por la puerta de la sacristía un clérigo con sus vestiduras de ceremonia. Tras él iba un acólito. Mi cerebro empezó a girar, se me nubló la vista. Por mi espíritu flotaban las imágenes de robos cometidos en sacristías; temblé por el clérigo y temblé también por el acólito…
            El sacerdote se situó frente al altar. Los tres malhechores se le acercaron. El ministro de Dios abrió su libro y empezó a leer. ¿Qué?, preguntará usted.
            Le contesto sin la menor sombra de duda: las primeras líneas del oficio matrimonial.
            Mi subordinado tuvo la audacia de mirarme y luego se tapó la boca con un pañuelo. No me digné prestarle atención. Al descubrir qué el llamado Jack era el novio y que el señor Jay era el padrino de boda, salí de la iglesia seguido por mi ayudante y me reuní con el otro a la puerta de la sacristía. Muchos, en mi situación, hubieran quedado aturullados, presa de grandes dudas, pero yo no me turbé lo más mínimo y ni por un segundo vaciló la alta estima que tengo de mí mismo. Y aun en estos momentos tres horas después del descubrimiento, mi mente permanece, me alegra decirlo, tan tranquila como antes.
            Cuando yo y mis dos subordinados nos reunimos fuera de la iglesia, di a conocer mi intención de seguir al otro cabriolé, a pesar de lo ocurrido. Tenía mis motivos para ello. Mis dos subordinados se quedaron sorprendidos ante mi determinación, y uno de ellos tuvo la impertinencia de decirme:
            —Por favor, señor, ¿a quién seguimos? ¿A un hombre que ha robado dinero o a uno que ha robado una esposa?
            El otro hombre, vulgar también, soltó la carcajada. Ambos merecen una seria reprimenda; confío que la recibirán.
            Una vez terminada la ceremonia, sus tres protagonistas volvieron a subir en el coche, y el nuestro (que estaba convenientemente oculto en la esquina, para que no pudieran sospechar que los seguíamos) fue tras ellos.
            Les seguimos el rastro hasta la estación terminal del ferrocarril South-Western. La pareja de recién casados compró billetes para Richmond, pagando con medio soberano, cosa que me privó de detenerlos. Lo hubiera hecho si hubiesen pagado con un billete de Banco. Se despidieron del señor Jay con estas palabras:
            —Recuerda la dirección: Babylon Terrace. Te esperamos a cenar de hoy en una semana.
            El señor Jay aceptó riendo, y agregó que volvía a su casa para quitarse sus limpios vestidos y ponerse cómodo y sucio otra vez para el resto de la jornada. Debo informar que lo seguí y que, en estos momentos, vuelve a ir sucio y disfruta de comodidad, para usar su grosero lenguaje.
            Aquí termina lo que podría llamarse la primera etapa del asunto.
            Sé muy bien lo que dirán de mi actuación las personas que juzgan a la ligera los actos de los demás. Asegurarán que me he equivocado en todo de la forma más absurda; declararán que las conversaciones sospechosas oídas por mí se referían a las dificultades y peligros que significa para una pareja de novios el casarse a escondidas, y como prueba de la validez de su. aseveración se referirán a la escena de la iglesia. No discutiré esto. Sin embargo, desde la hondura de mi sagacidad y experiencia como hombre de mundo, haré una pregunta que mis enemigos no podrán contestar, pero que yo considero de fácil respuesta.
            Aceptando el hecho de la ceremonia nupcial, ¿qué pruebas tengo yo de la inocencia de las tres personas que tomaron parte en ese clandestino asunto? Ninguna. Al contrario, tengo más motivos que antes para sospechar del señor Jay y de sus dos cómplices. Un caballero que va a pasar su luna de miel en Richmond necesita dinero, y un caballero que tiene deudas con todos sus proveedores necesita dinero. ¿Es ésta una imputación injustificable de bajos motivos? En nombre de la ultrajada moral, lo niego. Estos dos hombres se pusieron de acuerdo para raptar a una mujer.
            ¿Por qué no pueden haber robado una caja con dinero? Me mantengo dentro de la estricta lógica de la virtud, y desafío a cualquiera a que me mueva un centímetro de mi posición.
            Hablando de virtud, debo agregar que conversé con el señor Yatman y su señora acerca de las conclusiones a que yo había llegado. Al principio, esta encantadora y digna mujer no comprendió el encadenamiento de mis argumentos, y, sacudiendo la cabeza, se unió a su marido en prematuras lamentaciones por la pérdida del dinero. Pero una sucinta explicación de mi parte, y un poco de atención de parte de la señora Yatman, la hicieron cambiar de opinión. Ahora está de acuerdo conmigo en que la ceremonia clandestina no disminuye en nada las sospechas que recaen sobre el señor Jay, el llamado Jack o la fugitiva dama. «Pícara audaz», fue el término que mi hermosa amiga empleó al hablar de esta mujer. Lo importante, sin embargo, es que la señora Yatman no ha perdido su confianza en mí y su esposo parece dispuesto a seguir el mismo camino, lleno de esperanza en el futuro.
            Dado el giro que han tomado las cosas, creo que lo más cuerdo, por ahora, es esperar los consejos de usted. Espero nuevas órdenes, con la satisfacción del cazador que ha matado dos pájaros de un tiro, ya que al seguir a los cómplices desde la puerta de la iglesia hacia la estación, lo hice impulsado por dos motivos. Primero, los seguí porque era mi deber, puesto que los considero culpables del robo. Segundo, por el interés particular de poder descubrir el lugar donde se esconde la pareja fugitiva y, una vez sabido, informar a los padres de la joven. Pase lo que pase, me congratulo de antemano por no haber perdido el tiempo. Si usted aprueba mi conducta, mi plan estará listo para ser continuado; si usted lo desaprueba, me iré tranquilamente con mi valiosa información a la villa situada en las inmediaciones de Regent Park. De todos modos, el asunto colocará dinero en mi bolsillo y me acredita como hombre de singular destreza y penetración.
            Sólo me queda por agregar lo siguiente: si alguien se arriesga a asegurar que el señor Jay y sus cómplices son del todo inocentes del robo de la caja con el dinero, yo lo desafío, aunque se trate del propio inspector jefe Theakstone, a que me diga quién cometió el robo en la casa de la calle de Rutherford, Soho.
            Créame su seguro servidor, Matthew Sharpin.
            (Del inspector Jefe Theakstone al sargento Bulmer)
            Birmingham, 9 de julio.

            Sargento Bulmer: El cabeza de chorlito del señor Matthew Sharpin ha hecho, tal como yo esperaba, un gran enredo con el caso de la calle Rutherford. Estando ocupado por el momento en esta ciudad, le escribo para que arregle usted las cosas. Adjunto le mando los garabatos que el infeliz de Sharpin califica de informes. Cuando haya terminado de leer esta vacua garrulería, llegará a la misma conclusión que yo, es decir, que ese badulaque engreído ha buscado un ladrón en todas las direcciones posibles menos en la verdadera. Usted puede descubrir a la persona culpable en cinco minutos. Liquide el caso en seguida, mándeme el informe a esta ciudad y comunique al señor Sharpin que queda suspendido hasta nuevo aviso.
            Le saluda, Francis Theakstone.
            (Del sargento Bulmer al inspector jefe Theakstone)
            Londres, 10 de julio.

             
            Inspector Theakstone: He leído su carta y el informe que me incluye. Dicen que los hombres inteligentes siempre pueden aprender algo, hasta de un tonto. Cuando terminé de leer el quejumbroso informe de Sharpin sobre su propia estupidez, vi claramente el final del caso de la calle Rutherford, tal como usted pensó que lo vería. Media hora después me hallaba en la casa. La primera persona a quien encontré fue el propio señor Sharpin.
            —¿Ha venido usted para ayudarme? —me preguntó.
            —No exactamente —le contesté—. He venido para decirle que queda usted suspendido hasta nuevo aviso.
            —Muy bien —contestó Sharpin, sin demostrar que se le hubieran bajado los humos—. Sé que han tenido envidia de mí, y no los culpo; es natural. Entre y póngase cómodo. Un asunto particular requiere mi presencia en las inmediaciones de Regent Park. Que se divierta, sargento.
            Con estás palabras salió del paso, que era precisamente lo que yo deseaba.
            En cuanto la sirvienta cerró la puerta, le dije que avisara a su patrón, porque quería hablar en privado con él. Me hizo pasar a la sala que se halla detrás de la tienda, donde encontré al señor Yatman leyendo el periódico.
            —Vengo para hablarle del asunto del robo, señor —le dije.
            —Sí, sí —me interrumpió en la forma impertinente que era de esperar en un hombre de tan cortos alcances como carácter—. Sí, ya sé; usted ha venido para decirme que el hombre extraordinario que ha practicado agujeros en el tabique del segundo piso se ha equivocado y ha perdido el rastro del ladrón sinvergüenza que me robó el dinero.
            —Sí, señor —contesté—ésa es una de las cosas que tenía que decirle, pero debo agregar algo más.
            —¿Puede usted decirme quién es el ladrón?- —me preguntó, regañón.
            —Sí, creo que sí —contesté.
            Dejó el periódico. Estaba nervioso y parecía asustado.
            —¿No será mi dependiente? Espero que no sea él.
            —No es él. Siga preguntando.
            —¿Será acaso esa sirviente inútil?
            —Es tan inútil como sucia, cosas que averigüé yo al principio. Pero no es el ladrón.
            —¿Quién es, entonces, en nombre del cielo?
            —Empiece a prepararse para una sorpresa muy desagradable —dije—. Y le advierto, para el caso que pierda usted los estribos, que yo soy el más fuerte de los dos y que si se le ocurre ponerme una mano encima puedo lastimarlo al defenderme.
            La cara del señor Yatman palideció. A medida que yo hablaba, había ido apartándose de mí.
            —Usted me ha pedido, señor, que le nombre al ladrón —proseguí yo—. Si usted insiste en que le diga…
            —Insisto —dijo en voz baja—. ¿Quién es el ladrón?
            —Su esposa —comenté también en voz baja, pero firme.
            Saltó de la silla como si lo hubieran pinchado y dio un puñetazo sobre la mesa, tan fuerte que hizo crujir la madera.
            —¡Calma, señor! De nada servirá que se deje usted llevar por la cólera.
            —¡Es una mentira! —gritó dando otro puñetazo sobre la mesa—. ¡Es una baja, infame y vil mentira!
            Se desplomó en la silla, miró a su alrededor, azorado, y se echó a llorar.
            —Cuando recobre la calma, estoy seguro que pedirá disculpas por el lenguaje usado. Mientras tanto, escuche lo que tengo que decirle. El señor Sharpin envió a nuestro inspector un informe del tipo más ridículo que se puede imaginar. Consignó en él no sólo sus estupideces, sino también los haceres y decires de la señora Yatman. En cualquier otro caso, tal documento hubiera ido a parar al cesto de los papeles, pero resulta que en éste la cantidad de tonterías escritas por el señor Sharpin llegan a una conclusión que el necio de su autor no alcanzó a ver. Tan seguro estoy de la explicación a que he llegado; que me juego el puesto si no resulta que su esposa estuvo aprovechándose del engreimiento y estupidez de este joven para alejar las sospechas de su persona y entusiasmarlo para que desconfiara de los no complicados en el caso. Le digo esto en confidencia, y diré más todavía. Puedo señalar lo que hizo su esposa con el dinero. Basta con mirar a su esposa, señor, para quedar admirado por el gusto y elegancia de sus vestidos.
            Al pronunciar yo estas últimas palabras, el pobre hombre pareció recobrar el habla; me interrumpió en forma brusca y altanera, como si en lugar de ser un pobre comerciante fuese un duque.
            —Busque otros medios para justificar la calumnia que ha levantado contra mi esposa —dijo—. La cuenta de su modista correspondiente al año pasado está guardada en mi archivo.
            —Perdóneme, señor —contesté—. Pero esto no prueba nada. Las modistas tienen una poco recomendable costumbre con la que nosotros tropezamos a cada rato en nuestro oficio. Una mujer casada puede tener dos cuentas separadas en su modista: una que el marido paga y ve, y otra que es una cuenta privada, resultado de las extravagancias y caprichos que la esposa paga cuando y como puede. Según nuestra experiencia, esta cuenta se paga con lo que se rebaña de los gastos del hogar. En su caso, sospecho que su esposa no pagó ningún plazo y, víctima tal vez de alguna amenaza, se encontró acorralada y decidió pagar con el dinero de la caja.
            —No lo creo. Cada palabra suya es un insulto para mí y para mi esposa.
            Tratando de ahorrar tiempo y palabras, contesté:
            —¿Tendría usted el valor de tomar el recibo de la modista que está en su poder y acompañarme a la tienda de modas donde compra su esposa?
            Al oír estas palabras enrojeció; luego fue a buscar el recibo y se puso el sombrero. Yo saqué de mi libreta una lista con los números de los billetes y salimos de la casa.
            Llegamos a la tienda de modas (que era un elegante local en el West-End, tal como esperaba yo) y pedí una entrevista con la dueña del negocio. No era la primera vez que ella y yo nos encontrábamos para tratar de asuntos parecidos. En cuanto la señora me vio, mandó llamar a su marido. Mencioné quién era el señor Yatman y lo que deseábamos saber.
            —¿Se trata de un asunto privado? —preguntó el marido de la modista.
            Yo asentí con un gesto de la cabeza.
            —¿Y confidencial? —preguntó ella.
            Asentí de nuevo.
            —¿Tienes algún inconveniente, querida, en mostrar al sargento los libros? —preguntó el marido.
            —Ninguno, mi amor, si tú estás de acuerdo —contestó la mujer.
            Durante todo el tiempo, el señor Yatman parecía la personificación del asombro y la pena; como si estuviera a mil leguas de aquel lugar. Trajeron los libros, y bastó un simple vistazo a las páginas en las que figuraba el nombre de la señora Yatman para probar la verdad de lo que yo había afirmado.
            En uno de los libros estaba la cuenta que el señor Yatman había liquidado; en el otro constaba la cuenta particular, que había sido pagada en la fecha del día siguiente al del robo. La suma ascendía a ciento setenta y cinco libras y algunos chelines, y abarcaba un período de tres años. No había anotación de ningún pago parcial. Debajo de la última línea constaba esta anotación: «Tercer aviso, 23 de junio». Señalé esto a la modista, preguntándole si la fecha se refería al mes de junio próximo pasado. Me contestó que así era, en efecto, y que lamentaba profundamente tener que decir que el último aviso había ido acompañado de una terminante amenaza de procedimiento judicial.
            —Creí que ustedes daban a los clientes créditos más amplios —dije.
            —No cuando el marido está en dificultades —me contestó la señora, en voz baja y mirando al señor Yatman.
            Al hablar me señaló las cuentas. Las compras efectuadas en la época en que el señor Yatman empezó a encontrarse en mala situación eran tan extravagantes como en el tiempo anterior a esto. Si la dama economizaba en algo no era precisamente en vestirse.
            No quedaba más que revisar el libro de caja, por pura fórmula. El dinero fue pagado en billetes cuya numeración era la misma que figuraba en mi lista.
            Después de esto saqué inmediatamente al señor Yatman de la tienda. Estaba en una condición tan lastimosa que paré un coche y lo acompañé a su casa. Al principio lloró y protestó como un niño; pero después que lo hube calmado, cerca ya de su casa, debo confesar que se disculpó dignamente por su comportamiento anterior. Yo, en cambio, me permitía darle algún consejo sobre el modo como debía arreglar las cosas con su mujer. No me hizo el menor caso, y subió la escalera mascullando algo acerca de una posible separación. No sé cómo se las arreglará la señora Yatman para salir de esta situación. Seguramente usará la táctica del histerismo, para que el pobre se asuste con sus gritos y la perdone. Pero esto ya no es asunto nuestro. En lo que nos concierne, el caso está terminado.
            Queda siempre a sus órdenes seguro servidor, Thomas Bulmer.
            P. S. Debo agregar que al irme de la calle Rutherford, me encontré con el señor Sharpin, que venía a retirar sus cosas.
            —¡Figúrese usted! —me dijo, restregándose las manos muy satisfecho—. Vengo de la villa, donde tan pronto como mencioné el asunto que me llevaba me echaron fuera a puntapiés. Había dos testigos que presenciaron el atropello. Si no saco cien libras de esto, sacaré mucho más.
            —Le deseo mucha suerte —le dije.
            —Gracias. ¿Cuándo podré decirle lo mismo por haber encontrado al ladrón?
            —Cuando usted quiera —contesté—. Ya lo encontramos.
            —Es lo que esperaba —dijo—. Yo hice todo el trabajo y ustedes se llevan el premio. Es el señor Jay, naturalmente.
            —No —contesté.
            —¿Quién es, entonces?
            —Pregúnteselo a la señora Yatman. Le está esperando.
            —Muy bien. Prefiero oírlo de labios de esa mujer encantadora —dijo, entrando a toda prisa en la casa.
            ¿Qué piensa usted de esto, inspector Theakstone? ¿Le gustaría estar en los zapatos del señor Sharpin? Yo no, se lo aseguro.
            (Del inspector jefe Theakstone al señor Matthew Sharpin)
             
            12 de julio.

             
            Señor: El sargento Bulmer le ha dicho ya que queda usted suspendido hasta nuevo aviso. Tengo autoridad para agregar que el Departamento de Investigaciones declina el ofrecimiento de sus servicios. Considere esta carta como notificación oficial de despido.
            Le informo, para su interés, que esto no arroja ninguna sombra sobre su persona; sólo significa que usted no es lo bastante perspicaz para nuestra conveniencia. Si tuviéramos que tomar un empleado nuevo, preferiríamos a la señora Yatman.
            Su seguro servidor, Francis Theakstone.
            (Nota del señor Theakstone sobre la correspondencia que antecede)
             
            El inspector no está en condiciones de agregar ninguna explicación de importancia a la última carta. Se ha sabido que el señor Sharpin salió de la casa de la calle Rutherford cinco minutos después de su encuentro con el sargento Bulmer. Su cara reflejaba una mezcla de asombro y terror, y en su mejilla izquierda lucía una marca roja, producida seguramente por una mano femenina. El dependiente de la tienda de la calle Rutherford oyó que el señor Sharpin se refería a la señora Yatman en forma poco respetuosa; al doblar la esquina se le vio blandir el puño en forma vindicativa. Esto es lo único que se sabe de él; seguramente habrá ido a ofrecer sus servicios a la policía provincial.
            Acerca de la situación entre el señor Yatman y su esposa se sabe menos aún. Sin embargo, es cosa cierta que el médico de la familia fue llamado poco después de haber regresado el señor Yatman de la tienda de la modista. El farmacéutico de la vecindad recibió la orden de preparar una poción sedante para la señora Yatman. Al día siguiente, el señor Yatman compró en el mismo comercio un frasco de sales, y luego se le vio en la biblioteca circulante pidiendo una novela que tratase de la vida de la alta sociedad para distraer a una dama enferma. De esto se infiere que el señor Yatman no ha creído conveniente llevar adelante su amenaza de separarse de su esposa, por lo menos en la presente (y presunta) condición del sistema nervioso de la impresionable dama.


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