sábado, 3 de noviembre de 2018

CARLOS FUENTES. PERSONAS. NERUDA.


Pablo Neruda

Escuché a Pablo Neruda antes de conocerlo. Llegué de noche a Concepción. El poeta daba una lectura junto al mar. La voz del hombre y la del océano parecían fundirse en una sola, vasta y anónima, salida del mar ceñido y filoso de Chile al encuentro de la tierra de uva y lodo y cobre y salitre encerrada entre los Andes y el Pacífico.
Era como si en el séptimo día de la creación americana tanto Dios como el diablo se hubiesen cansado y entonces Pablo Neruda tomó la palabra y bautizó todas las cosas.
Aún no lo conocía. Sabía su biografía. Poeta chileno, hijo de trabajadores, nacido y criado en Parras, una provincia olvidada por todos salvo la lluvia y el hambre, el mar le envió un barco ebrio, los bosques se cubrieron de hojas de hierba. El poeta adolescente, flanqueado por Rimbaud y Whitman, salió a los veinte años a revolucionar la poesía escrita en castellano.
De la húmeda soledad del Valle de Temuco, enseguida de las calles de Santiago y los muelles de Valparaíso, siempre desde el fin del mundo, Robinson de las islas chilenas de su nacimiento y de su muerte, Neruda, antes de haberlos leído, escribía ya con Eliot y Saint John Perse, con Éluard y Cummings. Y con ellos transformaba el rostro del verbo. Pero si ellos procedían de los centros, Neruda hubo de escribir desde la frontera muda de una cultura excéntrica.
Chile fue llamado el Nuevo Extremo por los conquistadores. Desde ese límite polar de la tierra, Pablo Neruda envió las carabelas de Colón de regreso a España. Fue, después de Rubén Darío, el primer gran poeta de la lengua castellana desde el siglo XVII. Descubrió las voces perdidas de Quevedo y Góngora. Fue el adelantado de la respuesta cultural de la América española a la conquista española. Le devolvió a la lengua adormecida por siglos de inquisición, retórica, miedo, mediocridad y buenas costumbres una vitalidad a la vez ancestral y actual.
Sin la aventura poética de Neruda, no habría literatura moderna en América Latina. O por lo menos, no la que conocemos, admiramos y sustentamos. Su enorme alcance se debe a que Neruda asumió los riesgos de la impureza, de la imperfección y, también, de la banalidad. Estaba obligado a hacerlo, a fin de nombrar todo un mundo. Nuestro mundo. Lo condujo a las zonas salvajes de nuestro idioma olvidado. Nos liberó de las normas de la forma exquisita y del buen gusto yermo. Nos enseñó a comer y a beber. Nos obligó a mirar dentro de las peluquerías y a temblar ante nuestros fantasmas en las vitrinas de las zapaterías. Nos sacó de los jardines de nuestros Versalles literarios y nos arrojó al fango de las alcantarillas urbanas y a la putrefacción de las selvas tropicales. Nos mostró desnudos en desiertos de oro. Elevó nuestra altura a las cimas volcánicas. Le dio voz a los vivos y los muertos, a los amantes crepusculares en los apartamentos urbanos y a los príncipes indígenas en sus ciudadelas de piedra.
Toda la América española resucitó en su lengua. Su poesía nos permitió recuperar cinco siglos de historia perdida, una historia enmascarada por oratoria hueca y proclamas grandiosas, una historia mutilada por imperialismos extranjeros y opresiones internas. Una historia desfigurada por el silencio ofendido de los muchos y la mentira ofensiva de los pocos.
Todo esto era Neruda. Y no era nada porque era todos.
Aquel año de 1961, acompañado del poeta Poli Délano, paseándome cerca de la desembocadura del río Biobío, “grave río”, al apagarse el día, un grupo de trabajadores se reunió en torno a una fogata, uno de ellos tomó una guitarra y otro cantó los versos de Neruda en honor del guerrillero de la independencia, José Miguel Carrera.
Al poeta le gustaría saber que ustedes cantan sus versos —les dije.
¿Cuál poeta? —me contestaron.
Neruda había regresado a la palabra anónima, a la voz de todos.
Y sin embargo aquí estaba, sentado en la primera fila del encuentro que año con año organizaba Gonzalo Rojas en la Universidad de Concepción, no lejos del mar, ciudad devastada por los trepidantes terremotos chilenos, consumida y reconstruida y en este año, 1962, sede de una reunión llamativa de escritores de las dos Américas. Alejo Carpentier de Cuba, Mario Benedetti de Uruguay, José Bianco de Argentina, José Donoso de Chile, Claribel Alegría de El Salvador, Carolina María de Jesús de Brasil, y de Chile también, claro, Neruda en primera fila y dos norteamericanos famosos, el premio Nobel de química Linus Pauling y el sociólogo Frank Tannenbaum.
Todo transcurrió —y hubiese continuado— en pacífico flujo literario, hasta que Tannenbaum subió a la tribuna. Intelectual de mérito, Tannenbaum había escrito sobre México y la América Latina, especialmente sobre la presidencia de Lázaro Cárdenas. Pero al tomar la palabra en Concepción, lanzó, acaso con inocencia, sin duda con reacción que no esperaba, la sugerencia de una unión federal entre Estados Unidos y América Latina, en la que ésta tendría un papel similar al de Nebraska o Vermont. ¿Ciudad capital o imperio federativo? ¿Jefe de Estado? ¿Identidades culturales?
Tannenbaum no tuvo tiempo de adentrar más allá de un segundo las exclamaciones negativas que surgieron de una audiencia altamente consciente del vuelco de la política de Buen Vecino de Roosevelt a la agresiva postura del gobierno de Eisenhower y su canciller, John Foster Dulles, autores del golpe contra el régimen electo de Jacobo Arbenz en Guatemala. Súmese a este recuerdo el de la novedad de la Revolución Cubana apenas cuatro años antes, la malograda invasión de Bahía de Cochinos, y se entenderá que una propuesta de federación entre Estados Unidos y América Latina era una tontería o una provocación.
Así lo entendimos todos y Neruda dio cuenta de lo sucedido en sus memorias Confieso que he vivido:
Qué buen idioma el mío, qué buena lengua heredamos de los conquistadores torvos… Éstos andaban a zancadas por las tremendas cordilleras, por las Américas encrespadas, buscando patatas, butifarras, frijolitos, tabaco negro, maíz, huevos fritos, con aquel apetito voraz que nunca más se ha visto en el mundo… Todo se lo tragaban, con religiones, pirámides, tribus, idolatrías iguales a las que ellos traían en sus grandes bolsas… Por donde pasaban quedaba arrasada la tierra… Pero a los bárbaros se les caían de las botas, de las barbas, de los yelmos, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes.”
Se selló así una amistad duradera que continuamos en la reunión del Pen Club en Nueva York el año de 1965. Convocada por Norman Mailer y presidida por Arthur Miller, la conferencia invitó a Nemesio Antúnez el pintor; a Mario Vargas Llosa y a Juan Carlos Onetti, a Ernesto Sabato y Victoria Ocampo. También quiso traer a un grupo de escritores de la Unión Soviética y el bloque comunista. Se trataba, en suma, de distinguir entre la política de bloques de la Guerra Fría, que separaba, y la creación literaria y artística, que unía por encima de las diferencias ideológicas, sin suprimirlas.
Todos tuvieron una voz en Manhattan. Nadie fue silenciado. Todas las tendencias se manifestaron. Los escritores cubanos, en cambio, no asistieron y a las pocas semanas del Congreso del Pen, una carta acusatoria emanó en las oficinas de Roberto Fernández Retamar, el escribiente del gobierno cubano. Se acusaba a Neruda poco menos —o más que— de traidor por haber viajado a Nueva York y recibir un homenaje de sus pares latino y norteamericanos. La “carta abierta” de los cubanos contra Neruda sumaba centenares de nombres. Algunos esperados, como los de Nicolás Guillén, rival poético de Neruda, quien de ahí en adelante lo llamó “Guillén el malo” para distinguirlo de Jorge Guillén. Otros desesperados, como Alejo Carpentier, sin duda obligado por su compromiso con el gobierno de Castro, que aquí pesó más que la amistad con Neruda. Y otros inesperados, como José Lezama Lima, el menos político de los escritores.
Sospechamos, Neruda y yo, que a muchos de los firmantes ni siquiera se les consultó si ponían sus nombres. Decisión autoritaria. La referencia a mi persona me obligó a decidir que no volvería a Cuba mientras Fernández Retamar siguiese (como siguió) al frente de la burocracia cultural de la isla. Me explico. Yo continuaría defendiendo la independencia de Cuba y los méritos relativos de la revolución en materia de educación y salud. Seguiría, también, condenando la ceguera de los sucesivos gobiernos de Washington, ferozmente contrarios a Cuba como si la antigua colonia de España debiera ser, ahora y por siempre, protectorado de Estados Unidos. Ello le permitiría a Castro presentarse como defensor de la independencia cubana. Este motivo se hubiese evaporado con una política norteamericana, no de apoyo, sino de relación normalizada con Cuba. El hecho es que ni Estados Unidos le tendió la mano a Cuba, ni Cuba cedió ante los “gringos”, pero se enajenó a Moscú y al bloque soviético.
Así las cosas, yo podría sorprenderme del ataque a Neruda, primero, porque desconocía el rumbo que tomaban tanto la Guerra Fría como las políticas de coexistencia y distensión en la era nuclear. Y segundo, porque la militancia comunista de Neruda era antigua, y superior a la de los propios funcionarios cubanos que lo amonestaron.
Véase: de Chile al Asia, cónsul en Colombo, Batavia (donde se casa con María Antonieta Hagenaar), Singapur y de regreso a Chile en 1932. Enseguida cónsul en Buenos Aires, amistad con Federico García Lorca, con quien da una famosa “conferencia al alimón” en el Pen Club de Buenos Aires y en 1935 cónsul en Madrid. Ahí nace su hija, Malva Marina, afectada de hidrocefalia. Se separa al cabo de María Antonieta e inicia una larga relación con la argentina Delia del Carril.
De esta época datan los primeros libros de Neruda, Crepusculario (1923) y Veinte poemas de amor y una canción desesperada (1924):
Puedo escribir los versos más tristes esta
[noche […]
Ella me quiso, a veces yo también la
[quería”.
Tentativa del hombre infinito (1926). Y
ese mismo año
Anillos y El habitante y su
esperanza. El hondero entusiasta
en 1933:
Libértame de mí. Quiero salir de mi
[alma”.
También en 1933, la primera Residencia
en la tierra
:
Y por oírte orinar, en la oscuridad, en el
[fondo de la casa
como vertiendo una miel delgada,
[trémula, argentina, obstinada”,
seguido de la segunda Residencia:
Si me preguntan en dónde he estado
debo decir ‘sucede’”,
tema retomado en el gran poema Walking Around:
Sucede que me canso de ser hombre […]
El olor de las peluquerías me hace llorar
[a gritos”.
La guerra de España afecta a Neruda en todos los sentidos. Aquí están sus amigos Altolaguirre, Alberri, Emilio Prados, Luis Cernuda, León Felipe, José Herrera Petere, José Bergamín y pronto muerto, Miguel Hernández y asesinado, García Lorca. En Chile atacan a Neruda, Pablo de Rokha lo acusa de plagiarlo. Huidobro está enojado porque Lorca celebra a Neruda como “el mejor poeta de América después de Rubén Darío”. Y en 1936 el Frente Popular es elegido en España, y Francisco Franco se levanta en armas.
Neruda ayuda a organizar el congreso de escritores para la defensa de la cultura en 1937. Asisten Aragón, Max Aub, César Vallejo, Carlos Pellicer, Huidobro y Nicolás Guillén, así como la muy joven pareja de Octavio Paz y Elena Garro, que Neruda recibe en la estación de trenes.
Malva y la hija de Neruda se van a Holanda. Neruda embarca rumbo a Chile con Delia del Carril. Forma la Alianza de Intelectuales, publica su España en el corazón, explicativa del momento:
Preguntaréis ¿por qué su poesía
no nos habla del sueño, de las hojas,
de los grandes volcanes de su país natal?
Venid a ver la sangre por las calles,
venid a ver
la sangre por las calles,
¡venid a ver la sangre
por las calles!”.
El presidente Pedro Aguirre Cerda le encarga a Neruda asistir a los exiliados republicanos de la Guerra Civil española. “Tráiganme millares de españoles —le indica Aguirre Cerda—, tenemos trabajo para todos”. El barco Winnipeg llega a Valparaíso con el gran grupo de españoles, algunos de los cuales, pocos años después, serían mis profesores en escuelas chilenas. Nombrado cónsul en México, Neruda da un visado a David Alfaro Siqueiros para pintar el mural de una escuela en Chillán, ciudad devastada por el terremoto de 1939. Siqueiros se aleja así de las acusaciones por el atentado contra la vida de Trotsky. La guerra mundial parecería absolver a Stalin: la resistencia soviética a la invasión nazi consigna al olvido el pacto Ribbentrop-Molotov de 1939. Stalin aparece, heroico, en la portada de Time, su rostro azotado por la nieve. Neruda canta al “padre de los pueblos”. Ana Ajmatova pasa de ser tratada de “prostituta” a heroína de Leningrado. Sergei Einsenstein, quien ha exaltado el nacionalismo ruso en Alejandro Nevsky (1939). se prepara para filmar la doble faz de la tiranía en Iván el terrible (1943-1946): unificador de Rusia y amo de Rusia. Stalin escoge la primera versión. Muchos amigos de la URSS ya se decepcionaron: André Gide a la cabeza. Neruda tardará hasta la denuncia de Stalin por Krushov en 1956, ante el XX Congreso del PC.
No sabíamos —me dice Neruda con asombro.
No le creo. Lo leo, pues de esta época es el magnífico Canto general (1945), el más vasto poema sobre la grandeza y servidumbre de la América indo-hispana-nuestra América, que como poema es el espejo de las alturas y caídas, de las felicidades e infierno de nuestras patrias. Es increíble la fraternidad lírica del poema con la realidad histórica que evoca. Al cabo, se dejan atrás las chaturas y se retienen, incomparables, las alturas. Alturas del Machu Picchu:
Piedra en la piedra, el hombre, ¿dónde
                [estuvo?
Aire en el aire, el hombre, ¿dónde estuvo?
Tiempo en el tiempo, el hombre,
[¿dónde estuvo?
[…]
Sube a nacer conmigo, hermano.
Dame la mano desde la profunda
zona de tu dolor diseminado”.
Elegido senador en ese mismo 1945 por el Partido Comunista, al que Neruda ingresa el 18 de junio. Desde la elección de Aguirre Cerda hasta la muerte de Juan Antonio Ríos en 1946, el Frente Popular reúne a los partidos comunista, socialista y radical. Nadie más radical que el radical Gabriel González Videla, elegido presidente y sometido a una presión, resistible por otro mandatario (pienso en Ricardo Lagos) que desemboca en la ruptura con el PC chileno y sus tres ministros en el gobierno. Neruda ataca a González Videla y éste promueve el desafuero y detención del poeta. Neruda encuentra refugio inmediato en la embajada de México, presidida por el grande y noble don Pedro de Alba e inicia una difícil retirada a la Argentina, disfrazado, a pie, a caballo, barbado, armado de una cédula de identidad falsa. “Neftalí Reyes”, que se convirtió en “Pablo Neruda” ahora, pasajeramente, será “Antonio Ruiz Legorreta”.
Miguel Ángel Asturias, Luis Cardoza y Aragón, Paul Éluard y Pablo Picasso van extendiendo la protección de la amistad a Neruda. El poeta se siente feliz escribiendo Las uvas y el viento (1954). Sus lectores, no tanto. Aquí, por una vez, la ideología abruma al verso. Pero la poesía renace en el exilio de la isla de Capri, evocado de manera tan bella por Antonio Skármeta en El cartero de Neruda y luego en la ópera de Daniel Catán, Pablo se ha enamorado y le escribe a Matilde Urrutia Los versos del capitán (1952), obra de “ese pobre muchacho que te quiere” a la mujer que lo acompañará hasta la muerte.
De regreso a Chile en 1952, Neruda tendrá tres casas. En Santiago, la Casa Michoacán: biblioteca y caracolas. En Valparaíso, la Sebastiana, una casa que parece modelo para la ciudad entera, como lo es Valparaíso para la Sebastiana. Y en la costa, Isla Negra: mascarones de proa, las piedras que recogen el llanto, la oración, el cortejo, el albedrío; la antigua noche, la sal desordenada, el latido del océano, el rumor de la costa: el mascarón de proa de Neruda.
Todo ello radica a Neruda en Chile, pese a sus muchos viajes a Europa y Asia. En 1954, publica las Odas elementales, que serán continuadas en 1956 y 1957 y que son un maravilloso re-encuentro de la palabra con las cosas ausentes de ella: la alcachofa, el caldillo de congrio, la madera, el tomate, el aceite, el jabón, la mariposa y el limón, las tijeras y un ramo de violetas.
En el mar / tormentoso / de Chile / vive el rosado congrio, / gigantesca anguila / de nevada carne.”
Y en las cosas, de las cosas, para las cosas, están los seres humanos, “somos los pequeñitos / pescadores, / los hombres de ladrillo, / tenemos frío y hambre”.
Vuelvo al inicio, repasando apenas el triunfo electoral de Salvador Allende en 1970, la embajada de Neruda en París y su regreso a Chile en 1972, enfermo ya, para morir, días después del infame golpe militar de 1973, encabezado por un tirano de voz aflautada y corrupción pandillera, Augusto Pinochet.
Recuerdo a Neruda.
Si sus disputas con los hombres de su generación fueron a menudo amargas, con nosotros, los escritores entonces jóvenes, siempre fue generoso, abierto, inteligente, capaz de diálogo, razón y disensión. Y es que lo que nos unía era muchísimo más grande que lo que pudiese separarnos. Escribimos nuestras novelas bajo el signo de Neruda: darle al pasado inerte un presente vivo, prestarle voz actual a los silencios de la historia. Esta raíz genética fue mucho más importante que nuestras discrepancias acerca de la forma que el futuro debiese adoptar, porque si no salvábamos nuestro pasado para hacerlo vivir en el presente, no tendríamos futuro alguno.
El día en que murió mi amigo Neruda, recordé sobre todo la comunidad de valores que compartimos y quisimos mantener. La velación de Neruda tuvo lugar en una casa tomada. Soplan los vientos finales del invierno austral a través de ventanas rotas, removiendo las cenizas de libros quemados. Una casa saqueada, una nación violada. Esta terrible coincidencia de dos agonías me hace recordar algo que una vez me dijo Pablo:
Nosotros, los escritores latinoamericanos, quisiéramos volar. Pero nuestras alas cargan el peso de la sangre de nuestros pueblos.
El pueblo libre por el cual Neruda dio tanto de su vida fue asesinado por una pandilla de hombres desleales a su juramento de fidelidad a Chile. Un jefe de Estado que no mató a nadie, Salvador Allende, fue empujado a la muerte, quizás porque respetaba demasiado la vida.
¿Hemos, Bolívar, arado en el mar? La vida y la obra de Neruda nos dicen que no es así. Hemos llorado por el poeta y su pueblo. Pero un poeta no es su cuerpo, ni su posición política, ni sus opiniones personales. Un poeta es la totalidad de un lenguaje. Y el lenguaje del Canto general, Residencia en la tierra, Odas elementales y Veinte poemas de amor no ha muerto. Conoce, aún, ya lo dije, la gloria del anonimato: los poemas de Neruda son cantados con desafío y gritados con rabia y murmurados con amor por millones de latinoamericanos que, a veces, ni siquiera saben el nombre del poeta que escribió las palabras:
Eres, Chile (…) un niño
que no sabe su nombre todavía”.
Una poesía sin forma. Como un templo, como una montaña.
Las cosas no nos pertenecen a todos. Pero las palabras sí. Las palabras son la primera y más natural instancia de una propiedad común. La escritura, lo quiera o no el escritor, es siempre una comunidad y una comunión. Pablo Neruda no es dueño sólo de las palabras que escribió porque él no es sólo Pablo Neruda. Es el poeta: es todos. El poeta nace después de su acto: el poema. El poema crea al autor así como crea al lector.
La poesía de Neruda regresó como una promesa de libertad a su pueblo injuriado. Su poesía volvió a ser desierto y mar, montaña y lluvia. Su poesía volvió a ser, como en un principio, Temuco, Atacama, Biobío.
En 1913, en mi patria mexicana, otro presidente que respetaba la vida y la justicia, otro Salvador Allende llamado Francisco Madero, fue asesinado por otro Pinochet llamado Huerta. Los militares tomaron el poder y proclamaron el control de la situación. Pero entonces, de las sombras de la historia, surgieron los nombres sin nombre, Emiliano Zapata, Pancho Villa…

Temuco, Atacama, Biobío. De los nombres de la poesía de Pablo Neruda surgieron también los hombres y las mujeres de la democracia chilena. Porque nos dio un pasado y un presente, Pablo Neruda estará con nosotros en la arriesgada conquista del futuro.

viernes, 2 de noviembre de 2018

CARLOS FUENTES. PERSONAS. André Malraux.


André Malraux
En 1960, el presidente de Francia, Charles de Gaulle, hizo una provocadora visita a México. La llamo “provocadora” porque primero De Gaulle fue a Canadá y exaltó al “Quebec libre”, es decir a la nación francófona dentro del esquema bilingüe de Canadá. Gran alboroto. De Gaulle desafiaba no sólo a la “Commonwealth” canadiense sino al vecino anglo-parlante, Estados Unidos.
Enseguida, el General se dirigió al otro vecino norteamericano, México, hispano-parlante pero objeto —o sujeto— de una ocupación militar francesa entre 1861 y 1867. No era esto lo que deseaba evocar De Gaulle en México sino —como en Canadá— la relación México-Americana (“tan lejos de Dios, tan cerca de los Estados Unidos”).
Mis amigos y yo ocupamos un balcón del hotel Majestic, de cara al Zócalo, la Plaza de la Constitución, centro de la ciudad desde la época de Moctezuma. La caravana automovilística de De Gaulle avanzó por la Avenida Madero hasta la esquina del Zócalo, ocupado por un millón de mexicanos a la espera del “héroe de la Segunda Guerra Mundial” como era anunciado el General. En la esquina, De Gaulle descendió del auto y se dispuso a avanzar, sin otra protección que él mismo, entre la vasta multitud. Tan alto como era, el General sobresalía a la masa de mexicanos. Alto, uniformado, tocado con el kepí del ejército francés, De Gaulle avanzó lenta, casi majestuosamente, entre un millón de mexicanos.
Desde el balcón del Majestic veíamos la escena con K. S. Karol, corresponsal del L’Express, un periodista norteamericano de la revista Newsweek, Fernando Benítez, Víctor Flores Olea y Salvador Elizondo, el agudo escritor que fue quien dijo lo indecible: —¡Qué lástima que los franceses no ganaron la guerra en 1867 y se quedaron en México! ¡Hoy, Francia sería vecina de Estados Unidos!
Esa noche, Jean Sirol, consejero cultural de la embajada de Francia en México, ofreció una cena para André Malraux, quien acompañaba a De Gaulle como ministro de Cultura. Instado por Malraux, o quizá por iniciativa propia, Sirol invitó a vocales críticos del gobierno mexicano: Jaime García Terrés, Jorge Portilla, Víctor Flores Olea, Enrique González Pedrero, yo mismo.
La discusión fue intensa. Más que nada, en ese momento le reprochábamos a Malraux el haber abandonado lo que nosotros éramos (o queríamos ser): escritores independientes, a favor de un compromiso político y burocrático. Malraux se mostró más defensivo que otra cosa. Evocó su pasado. Le reprochamos el abandono del mismo. García Terrés defendió, sobre todo, una libertad de prensa que sentía violada por el gobierno y los ataques contra la revista crítica L’Express. Portilla discutió, con fervor, el tema de la muerte de Dios en Malraux. Éste expuso con brillo su sentimiento de que la muerte de Dios acrecentaba la soledad de la persona, pero también su responsabilidad. Flores Olea conocía bien la obra de Malraux y le preguntó si los espíritus encarnados en La condición humana —erotismo, juego y terror— sumaban las posibilidades de un mundo sin Dios. No, contestó Malraux, la única posibilidad que permanece, trascendiendo nuestra muerte, es el arte. González Pedrero se acercó al tema mayor de Malraux, la relación entre acción y destino. Malraux contestó que el destino individual no se concibe sin el destino colectivo. La dignidad humana es parte o resultado de ambos. García Terrés volvió a la carga: ¿a nombre de qué se censura a la prensa y se arrojan al Sena ejemplares de L’Express? Malraux no tuvo una respuesta convincente: a nombre de la dignidad de Francia.
Arropados en nuestro activismo político (1960) publicamos en nuestra revista eventual, El Espectador, un resumen de la conversación. Fuimos injustos. Comparamos al Malraux de hoy, el ministro, con el Malraux de ayer, el revolucionario. Max Aub, compañero de Malraux en la guerra de España, nos comunicó el disgusto del ministro. “No me gusta terminar en Le Canard Enchaîné” (revista satírica y crítica). No lo volvimos a ver. Pero acaso, como derivación de ese encuentro, lo releímos con seriedad. Creo que yo llegué a una conclusión que no era ajena al encuentro con el escritor: André Malraux era un escritor que no concebía la literatura sin la acción que, de una sola vez, reuniese narración y política. La relectura de La condición humana confirmaba en mi espíritu que para Malraux la acción era necesaria para salvarnos del absurdo y que el absurdo era la existencia sin Dios: el desamparo.
Recorrí de nuevo la vida de Malraux, sobre todo a partir de sus viajes a Indochina (donde despojó a algunos templos de sus tesoros) y a China misma, en el Shanghai en huelga y revolución de los años veinte, que el novelista encarnó en La condición humana. Una novela colectiva, cercana en esto al gran modelo de John Dos Passos, USA o al de la Yoknapatawpha de William Faulkner, dos autores presentados por Malraux en la NRF Gallimard. Aunque más tarde se supo que Malraux no participó en los sucesos descritos en La condición humana, tampoco Faulkner y Dos Passos vivieron lo que imaginaron. ¿Por qué, entonces, a Malraux se le exigía lo que a otros no? ¿Porque Malraux los concibió desde la comodidad de un barco de pasajeros? En parte, porque él mismo ofrecía su imaginación como experiencia, hecho que negó el título mismo de su autobiografía, Antimemorias de 1967. Más aún, porque la vida de Malraux estuvo ligada en extremo a la política del siglo XX. Contradictoriamente, Malraux defiende a Trotsky y quiere salvarlo del exilio interno en Alma-Ata. Quiere la épica que vio en el Acorazado Potemkin de Eisenstein, prohibida por la censura francesa en 1927. Cree encontrarla en Trotsky. Admira la elocuencia de Trotsky comparada con la chatarra discursiva de Stalin y del propio Lenin. Pero la relación con Trotsky pronto tropieza con la realidad política y la diferencia personal. Trotsky critica a los personajes de Los conquistadores de Malraux: sus conquistadores no conquistan nada. Malraux insiste en admirar a Trotsky: en los desfiles de Moscú, dice, hay retratos de Stalin, pero la presencia es de Trotsky. Las masas, según Malraux, pensaban en el ausente, Trotsky. “Usted es un proscrito, no un emigrado”, le escribe Malraux a Trotsky. Éste ve símbolos en los personajes de Malraux. No, alega éste. “Trotsky sostiene a varios personajes del momento, yo los reintegro a la duración.” Concluye Malraux: Trotsky no conoce las condiciones de la creación artística.
Stalin mucho menos.
¿Qué hay de interesante en París? —le pregunta Stalin a Malraux.
La última película de Laurel y Hardy —le contesta el rebelde, el irónico Malraux, que sin embargo, hace el elogio de Stalin y excusa las purgas de Moscú, que no disminuyen, alega Malraux, “la dignidad del comunismo”. Pero cuando se trata de defender al trotskista Víctor Serge, Malraux se abstiene. En cambio, con André Gide, viaja a la Alemania nazi para defender al dirigente comunista Georgi Dimitrov, acusado de incendiar el Reichstag y liberado gracias a una brillante autodefensa.
La guerra de España marca el momento más alto de Malraux. Se confunden aquí su vocación internacionalista y su compromiso nacional. En España concurren ambos. Malraux (quien no sabe manejar un automóvil) forma una escuadrilla aérea, posa como aviador y filma una película notable por su directa desnudez: L’Espoir (La esperanza), en la que se confunden la ficción y las biografías (aparecen con otros nombres) de Ehrenburg y Hemingway, Bergamin y Chiaramonte. Un mundo de “fraternidad entre hombres”. Max Aub es el colaborador más cercano de Malraux. La guerra de España es para Malraux una visión del mundo y del papel de la clase obrera. También es una defensa de España el país, de la nación, que prepara a Malraux para combatir a los nazis y defender a la nación francesa contra la ocupación alemana. Ha aprendido, acaso, una lección. En España, la Unión Soviética ha combatido a la izquierda más que a Franco. En Francia, la derrota, la ocupación y la represión alemana atentan directamente contra la patria, la nación francesa. Malraux se da cuenta de que la clase en peligro en Francia se llama el fascismo. La nación que peligra es jacobina y no hay nadie más jacobino que un francés.
Como el “Coronel Berger”, Malraux dirige la brigada Alsace-Lorraine y emerge heroicamente de la guerra. Pero el héroe mayor es Charles de Gaulle, quien nunca admitió la derrota de Francia y regresó a encabezar el gran desfile de los Campos Elíseos en París, en agosto de 1944. A De Gaulle se une Malraux porque De Gaulle (¡desde su apellido!) encarna a Francia. O sea: no hay general sin Francia, ni Francia sin general. Malraux firma con Sartre y Mauriac contra la censura al libro de Henri Alleg sobre la tortura en Argelia (1958). Pero en ese mismo año es nombrado primer ministro de Estado de la Cultura. No volverá a escribir una novela aunque sus Antimemorias son la novela de su vida, incluyendo a su imaginación. Jean Lacouture dirá que este libro “atraviesa la historia del siglo como una espada atraviesa la entraña del toro”.
Como ministro de Cultura, y después de serlo, Malraux escribe sobre el arte con pasión y discriminación. Se da cuenta de que sería un error pensar la obra política como obra de arte. Crea, en vez, un “mundo imaginario” que nos permite apreciar las posibilidades del pasado. El arte es “una vasta posibilidad proyectada sobre el pasado”. La obra revive y se transforma. La cultura es el conjunto de formas que han sido más fuertes que la muerte. ¿Es Malraux un hereje nestoriano que cree en dos cosas a la vez: en un Cristo humano al lado de un Cristo divino? De Gaulle, es sabido, cree sin soberbia en un “yo” que es un “nosotros” y afirma: “Mi único rival es Tintín” (el personaje de historieta).
¿Le queda a Malraux, cuando De Gaulle ocupa todo el espacio político, otra cosa que el espacio cultural? Es posible y fue importante. Aparte de su obra material (museos, libros, exposiciones, relación de Francia con otras culturas, limpieza de monumentos), Malraux el ministro jamás abandonó su visión pesimista del mundo. Dios ha muerto y sólo existe la condición humana. Esta condición consiste en erotismo, juego y terror. Sólo la salvan la visión del destino y la acción, pero la historia se vuelve contra ambos y sólo nos da una salida: el arte como antidestino.
Soy un agnóstico ávido de trascendencia que aún no recibe su revelación.” Pero “¿qué me importa lo que sólo me importa a mí?”. Yo creo que fue en sus novelas, más que en sus estudios de estética, donde Malraux tomó su figura más antidogmática. El escritor no le da razón a todos. Les da voz. O como dijo un día, “los navegantes descubren pericos, pero los pericos no descubren navegantes”. Añade que “hacen falta sesenta años para hacer a un ser humano y después sólo sirve para morir”. Sin embargo, más allá de toda consideración acerca de lo verdadero y lo falso, se encuentra lo vivido. ¿Se le puede pedir más a un ser humano? ¿La singularidad del hombre Malraux no participa, al cabo, de lo que somos y hacemos todos: vivir?
En 1976, siendo yo embajador de México en Francia, el diputado golista Raymond Offroy nos invitó a Silvia mi mujer y a mí a un almuerzo en honor de Malraux. Era una tarde fría de diciembre y el anfitrión sentó a Silvia a la izquierda de Malraux, a mí muy cerca del homenajeado. En esos diecisiete años desde la cena en México, Malraux había envejecido no tanto por el paso del tiempo, sino debido a la acentuación del gesto. La presencia protagónica de las manos, la abundancia de tics, la abundancia y brillo del verbo, describían su presencia. Hasta que un gesto casi imperceptible, una mirada a mi mujer, un vistazo debajo del mantel, una sonrisa inmediata y la aclaración seguida: el gato de los Offroy andaba estirándose debajo de los manteles, se acercó a la pierna de Malraux, éste creyó que Silvia le acercaba la suya, el gato resolvió el misterio y todos nos reímos.
El gato —¿o la gata?— le sirvió a Malraux, empero, para lanzarse a una disquisición histórica sobre la llegada a Europa de los primeros gatos, traídos desde Egipto por Cleopatra. No había, pues, felinos en Europa y los de la reina egipcia pronto demostraron su utilidad, cazando, comiendo y matando a la multitud de ratones que se juntaban en Roma, granero del Imperio.
Que Malraux hablara de gatos era natural. Tan natural que pudo parecer poco improvisado. No fue así. Los gatos acuden a quien los quiere. A quien huele como ellos. Por eso se acercaron a Malraux, aunque éste, terminado el capítulo “gatos”, se apresuró a comentarle a Silvia:
Pero no hay nada más antiguo que las arañas.
Historia de las arañas, historia de los caballos como antípodas del mundo arácnido. Historia de la edad de los caballos, para culminar con historia de la edad de los artistas, Miguel Ángel, Rembrandt.
Imaginé a Malraux, en ese momento, como otro momento: el del verbo. El verbo de Indochina y las novelas abanderadas de ficción con reportaje, el militante de izquierda del Frente Popular, el combatiente de la guerra de España, el resistente contra la ocupación nazi de Francia, el ministro de De Gaulle, el dialogante con Nehru y Mao, el reanimador del arte antiguo de México y Egipto. En fin, el hombre nervioso, brillante, acaso nostálgico de la juventud y la belleza quien, al levantarnos de la mesa esa tarde fría de diciembre de 1976, me dijo:
Usted es mi cómplice.
Para Malraux, todo arte era reencarnación. La creación era más importante que la perfección. Sentía remordimiento de ser él mismo. El destino sólo tiene un lugar. La conciencia. La valentía no es más que un sentimiento de invulnerabilidad. Es un error pensar en la obra política como obra de arte. La cultura es el conjunto de formas que han sido más fuertes que la muerte. Más allá de lo verdadero y lo falso está lo vivido.
Soy un agnóstico ávido de trascendencia que aún no recibe su revelación.
Novelas que son memorias, memorias que son ficción, política sin estética, estética sin política, aventura que es acción, acción que es a la vez realidad e idea de la realidad…
Podríamos citar sin descanso al Malraux fabricante de frases célebres y de ideas incitantes. Pero sólo lo haríamos a expensas de una obra en que la memoria miente para ser ficción y la ficción, según lo acostumbra, se vuelve verdad. Dijo de Lawrence de Arabia: “Parecía apartado de todo lo que, para la mayor parte de los hombres, constituye la vida misma. Era uno de esos hombres que han preferido una parte de lo divino, haciendo de ello su uniforme, su sotana invisible”.
¿Convienen esas palabras de Malraux sobre Lawrence al propio Malraux? Acaso Malraux las supera en el sentido de que quiso ser, sólo que a un nivel estético, lo que fue Lawrence a un nivel político. Y lo obtuvo a veces, en España, con la Resistencia. Sólo que Malraux también tuvo algo que la “santidad” misma de Lawrence no admitiría: la contradicción, no diabólica, sino humana, a los valores propuestos por el propio Malraux.
¿Éramos, por ese motivo, como me llamó un día, “cómplices”?
Palabras misteriosas que nunca acabé de entender, ni siquiera, el día que amaneció con la muerte de Malraux el 23 de noviembre de 1976. No se habla de una ceremonia fúnebre nacional. Llamo a mi amiga, la ministra de Cultura de Francia, Françoise Giroud.
Malraux merece un homenaje nacional —le digo.
Las banderas del Ministerio están a media asta— me contesta.
¿Y la ceremonia? —insisto.
Quiso ser enterrado en su pueblo, Verrieres-le-Buisson.
¿Y el homenaje nacional? —insisto.
Cuando al fin, en 1996, las cenizas del escritor fueron trasladadas al Panteón, el presidente Jacques Chirac, como suele suceder en estas ocasiones, le habló de “usted” —que no de tú— a Malraux.
Es usted el hombre de la inquietud, de la búsqueda, el hombre que abre su propio camino…
Con menos oratoria, con más certeza, Paul Morand había dicho desde los años treinta:
Malraux es el único suicida vivo.
Malraux, menos pragmático, más ingenioso, sólo nos preguntó:
¿Por qué no aceptar a Dios como un pintor moderno?
Hugh Thomas tuvo la última palabra:


 “André Malraux fue el Byron de su época”.

miércoles, 31 de octubre de 2018

CARLOS FUENTES. PERSONAS. François Mitterrand-.


François Mitterrand

El automóvil oficial que nos conduce a la ceremonia culminante de la toma de posesión de François Mitterrand se detiene a la altura de la rue St. Jacques a espaldas de la Sorbona. Como una tortuga exhausta, el Peugeot dice: No puedo avanzar más. ¿Cien mil, doscientas mil personas? Nuestro auto es una pulga perdida en la multitud: medio millón de franceses que tratan de llegar a la Plaza del Panteón para ver al nuevo presidente y vivir la hora más exaltada de este nuevo mayo en París. El policía nos pide descender y caminar, como podamos, hasta el Panteón.
Elie Wiesel, el escritor judío, es pequeño y ágil; trata de abrirse paso entre la marea que empuja contra las barreras en ambos lados de la rue Soufflot. William Styron y yo bromeamos con los franceses; déjennos pasar; hemos venido de muy lejos; ellos nos dicen que no somos los únicos, ellos también han venido de lejos, en el espacio, sí, pero también en el tiempo. ¿No lo dijo Mitterrand esta mañana, con palabras que ahora todos repiten porque ahora son de todos: este pueblo ha formado la historia de Francia, pero sólo ha tenido acceso a esa misma historia en algunos momentos breves y gloriosos, verdaderas “fracturas de nuestra sociedad”? Ahora, la mayoría política se ha identificado con la mayoría social, nos dijo un Mitterrand sobrio y tranquilo, con un destello de alegría y orgullo en la mirada.
Arthur Miller sobresale en la multitud que nos impide llegar al lugar de nuestra cita. No lucha a brazo partido como Styron, Wiesel y yo; Miller puede verlo todo desde donde quiera que esté porque mide casi dos metros. Parece, dice Styron, un Abraham Lincoln judío. François Mitterrand nos dio la mano esta mañana en los jardines del Elíseo y dijo que saludaba a la literatura colosal del Nuevo Mundo. Sospecho que se refería sólo a Miller y a Julio Cortázar, que pueden mirarse directamente a los ojos y no necesitan periscopios como los niños y los viejos de la multitud que, de veinte o treinta en fondo, hace imposible el paso hasta la plaza descubierta y estrangula a quien intenta vencer esa muralla humana contenida por una débil y gentil barrera policíaca (“Mira, esta vez los policías están de nuestra parte”, exclama un joven melenudo) y vence a los cuatro escritores inermes que han cruzado el Atlántico para estar aquí, a esta hora y en este lugar vedados ahora por el fervor y el número del pueblo de París.
Nos damos por vencidos. El día brillante que acompañó las ceremonias tensas, aliviadas por la “fuerza tranquila” de Mitterrand, de la transmisión del poder, cedió ante un mediodía lluvioso bajo el Arco del Triunfo y luego regresó con una tarde asoleada en los jardines del palacio presidencial. Ahora, al filo de las cinco de la tarde, las nubes vuelven a cargarse, bajas y veloces, sobre el Barrio Latino. Nos ponemos los impermeables y bajamos, desanimados, por las callecitas menos concurridas hasta la rue des Écoles. Arthur Miller se detiene, ajeno al simbolismo involuntario, bajo el signo que anuncia la película The Misfits en el Cinema Champolion.
Todos somos misfits, diría Cohn Bendit en el otro mayo, el del 68, y ahora esa proclama de letras negras sobre fondo rojo sólo comenta, con ironía, nuestro pequeño problema personal. Qué remedio: nos iremos a tomar una copa juntos en algún café de St. Germain. Las prisas para reunirnos un martes en la noche en casa de Styron en Connecticut, levantarnos al alba para llegar al aeropuerto Kennedy a tiempo, abordar el Concorde, vencer ciertas aerofobias muy deslavadas ya (yo me perdí quince años de adelantos de la aviación civil: pasé del Constellation al Concorde, que es como pasar de la mula al Mercedes), llegar a París antes de salir de Nueva York o alguna confusión así de cortazariana que el jet-lag sólo acentúa hasta el insomnio más feroz: todo en vano. La fiesta de la victoria socialista tendrá lugar sin nosotros. Vamos a tomar una copa y a recordar.
Recordar: “París es la ciudad de la memoria”, ha escrito Mitterrand. Abotono mi impermeable y recuerdo el otro mayo que aquí viví en 1968, la otra fiesta de París sin la cual esta de 1981 no hubiese sido posible. Este pueblo, el más inteligente del mundo, esta juventud, estos hombres políticos que ahora se aglomeran en el día de la victoria, hicieron la primera crítica activa de una sociedad que les daba más y más pero no les permitía ser más y más. No tener más, sino ser más: quizás éste fue el deseo, la inconformidad, la inteligencia de mayo del 68. Recuerdo hoy estas mismas calles cuando eran trincheras de la revuelta contra el consumismo y el paternalismo, barricadas ardientes cuyo fuego verdadero era el de la duda, la pregunta constante, la “cuestión” sobre la posibilidad de una sociedad pluralista, descentralizada, democrática, capaz de gobernarse a sí misma. Debajo de los adoquines, las playas. La imaginación al poder. ¿Cómo se llama hoy esa playa, cuál es la imaginación del socialismo hoy en el poder? La más alta exigencia para su gobierno, nos dijo el presidente Mitterrand esta mañana, es demostrar la posibilidad del socialismo con libertad. Esto es lo que la Francia del 68 y la Francia de 81 pueden ofrecerle al mundo de mañana.
Pero medio millón de franceses me impide ver el acto culminante de esta jornada. Estuvo bien reunirse bajo la gran bandera tricolor en el Arco de Triunfo al mediodía, esperar la llegada de Mitterrand por los Campos Elíseos, estudiar los rostros presentes en la ceremonia, identificar el más alegre de ellos (no tardé en hallarlo: era el de Jacques Chirac, el alcalde de París, jefe del golismo y ahora de las fuerzas políticas de la derecha: era el rostro inmensamente satisfecho del gato de Alicia, el rostro del vencedor cuya sonrisa se decía y le decía al mundo: “Yo le di la victoria a Giscard en 74 y se la quité en 81”). Reconocer a viejos amigos. Conocer a nuevos amigos.
El grupo latinoamericano es el más nutrido; están mis viejos cuates Julio Cortázar y Gabriel García Márquez, mi nuevo amigo Juan Bosch y alguien que, más que un amigo, es ese entrañable espectro que un novelista llama su personaje: Miguel Otero Silva, el novelista venezolano, el periodista de El Nacional de Caracas; y mis queridas Tencha Allende y Matilde Neruda y otro recuerdo de esa segunda patria mía, Chile, donde estas dos mujeres mostraron y muestran su valor inmenso contra las bayonetas, por las palabras. Porfirio Muñoz Ledo me presenta a Mario Soares, quien me cuenta cómo, durante la clandestinidad contra la dictadura de Salazar, firmaba sus artículos de prensa con el seudónimo “Carlos Fuentes”. Le aseguro que, si alguna vez debo escribir clandestinamente, usaré el seudónimo “Mario Soares”.
Tantos rostros amigos que ayer eran la oposición y hoy son el poder: Régis Debray, Jack Lang, Lionel Jospin. Y Jean Daniel, que nos recibe con extraordinaria hospitalidad a Styron y a mí con todo su consejo editorial en el Nouvel Observateur. Quieren conocer nuestra manera de ver las cosas, como norteamericano Styron, como latinoamericano yo. Contestamos pero nos formulamos nosotros mismos la pregunta que adivino en la mirada inteligente de Daniel, de sus colaboradores K. S. Karol, Giesbert, Nicole Boulanger, Priouret, Catherine David: cómo pasar de la oposición al apoyo crítico, del monopolio de la virtud a la parcelación de errores y aciertos, de la teoría y de la imaginación ilimitadas a la responsabilidad compartida. Yo estoy seguro de que en las páginas que admirablemente dirige nuestro amigo Daniel encontraremos algo tan importante como la lúcida oposición de ayer: la información de hoy, la educación política que es más larga que cualquier ideología, la identificación de los problemas, el orden de las prioridades, la salud de la duda, la perseverancia crítica.
Mitterrand no ha invitado a gobiernos, sino a escritores que ha leído, a amigos que han compartido con él la “larga marcha” de la campaña presidencial contra De Gaulle en 1965 y contra Giscard en 1974, las tragedias de Argelia y Suez, la explosión de mayo y la reconstrucción, a partir del Congreso de Epinay en 1971, de un Partido Socialista dañado por el tiempo, desprestigiado por demasiados compromisos, fraccionado por demasiados bizantinismos ideológicos. Mitterrand sabe que no es la ideología lo que hace la historia, sino la acción de la sociedad civil y su realidad (tradición y aspiración) cultural.
Lo veo, en el almuerzo del Elíseo, comer y beber con gusto, mirar a las mujeres guapas, bromear, mostrar atenciones singulares. En un momento dado, se levanta de la mesa; creemos que es la hora de los discursos; pero no habrá tal cosa: el presidente se dirige a la mesa donde, inquieto, el maestro Daniel Barenboim come sus perlas de salmón. Mitterrand le dice que puede irse sin protocolo a ensayar con la orquesta de París; sabe que el almuerzo se prolonga y Barenboim quisiera estar con sus músicos. Barenboim agradece la gentileza de este hombre de Estado que oye música, lee libros, discute ideas y obviamente sabe comer, beber y amar con gusto, aun con brío, pero que es también un político hábil y duro, astuto y perseverante. En 1971, el disperso Partido Socialista tenía el 13% del voto y el Partido Comunista el 23%. Mitterrand dijo en Epinay: llegaremos al poder cuando los comunistas desciendan al 15% del voto nacional. Esto ha sucedido en 1981. Los socialistas están en el Elíseo, en Matignon y en el Palais Bourbon. Los comunistas han sido premiados por su derrota.
Pero ahora, esta tarde del mes de mayo, caminamos ya sin grandes esperanzas de participar en la fiesta de la Plaza del Panteón. Al cabo Mitterrand también es un hombre de caminatas. Un largo camino para un buen caminante. Yo conocí a Mitterrand cuando Silvia y yo habitábamos su misma rue de Bievre en el año 73. Callecita estrecha, popular y magrebina, viejo canal de castores entre el Boulevard St. Germain y el Quai de la Tournelle, calle con cierta memoria literaria —allí vivió Dante e inició la redacción de la Comedia; también el rey de los techos de París, el novelista y aventurero nocturno, Restif de la Bretonne.
Gracias a la rue de Bievre y su olor de cuscús y su cante jondo arábigo frente a mis ventanas me atreví a organizar el final de Terra nostra. Más importante: allí nació mi hijo. Vi muchas veces a Mitterrand caminar hacia el Sena, contemplar Notre Dame, seguir en busca de los buquinistas hacia la île de la Cité, dirigirse diariamente a la Brasserie Lipp. Otras veces coincidimos bajo la lluvia esperando un taxi en la Place Maubert; su chambergo lo protegía, me prestó Le Monde para cubrirme la cabeza. Desde la embajada de México, años después, me correspondió organizar su viaje a México, una iniciativa de Muñoz Ledo que no le agradó a todos en el gobierno mexicano ni en el gobierno francés, pero que hoy parece un acto no sólo previsor, sino normal. La América Latina no debe sacrificar apoyos en Europa; la alternancia política debe ser normal y cultivable en y con la democracia francesa.
Y Mitterrand es la imagen de un hombre que camina largas horas en las landas del suroeste de Francia, en esas playas y esos senderos descritos por Mauriac. Un hombre, nos lo dicen sus libros, con un estilo para escribir y para pensar, ganado en la soledad que nuestro tiempo le niega a nuestra identidad más profunda: la que sólo puede actuar en el mundo y con otros si antes ha actuado a solas y en lucha consigo misma.
Arthur Miller sigue detenido, sin sospecharlo, bajo el signo de The Misfits; Wiesel, Styron y yo arrastramos las gabardinas. Melina Mercouri pasa en un coche de la policía, abriéndose paso a duras penas entre el gentío. Es una mujer espléndida, fulgurante, un tanto homérica, casi un Mediterráneo en sí misma, y la imagen de Mitterrand en las playas del Atlántico se mezcla con la imagen de Mercouri en las playas del Egeo. No hay tragedia en sus ojos tristes porque al final de la tragedia “todos se fueron muy contentos a la playa.” Le pregunto desde la calle si nos permite subir al auto con ella; es la única oportunidad de llegar a la Plaza del Panteón. Nos invita a hacerlo. El caos es digno de los Marx: chofer, Melina, Papandreou el líder del socialismo griego, dos policías y Harpo Fuentes, Groucho Styron, Chico Wiesel y Zeppo Miller. El auto avanza treinta metros y se detiene para siempre, devorado por la multitud. Buscamos el kepí más importante de la región: deben abrirnos paso, la frustración empieza a volverse peligrosa. Una barrera humana nos separa del Boulevard St. Michel, despejado para el paso de Mitterrand. Si nos atrevemos a recorrerlo a solas, nos van a insultar, nos van a bromear feo…
Unimos hombros, codos, esfuerzos y llegamos a la avenida despejada. El hombre del kepí tenía razón: rechiflas, burlas, injurias gálicas. Entonces Melina Mercouri toma una rosa roja y marcha avenida arriba, por el centro, tomando la gran vía, conquistando la ruta real, agitando la rosa y la melena, convocando toda la luz de la tarde hacia su sonrisa y sus ojos de tristeza ojerosa. Decenas de miles de voces a nuestro paso, ahora, agitan sus rosas en respuesta a la rosa de Melina, los gritos son de alegría, viva Melina, Mercouri, Mercouri, te amamos. Y detrás de ella cuatro ignorados escritores con impermeables a la Bogart, gafas oscuras y cabezas gachas. Sin duda, los guardaespaldas de la Mercouri. No identificables en las fotografías. Secretamente agradecidos.
La policía nos detiene en la esquina de St. Michel y la rue Soufflot. La caravana presidencial se aproxima. Mitterrand llega en un coche descubierto. Salta a la calle, toma a Mercouri de la mano y nos pide que lo sigamos hacia el Panteón. Sentimos que del negro pozo de la desesperación hemos sido elevados a las nubes de la gloria. Ahora el cortejo multitudinario con Mitterrand a la cabeza avanza, entre cientos de miles de seres que se amasan en las aceras, cuelgan de las lámparas, atestan los balcones, pueblan precariamente los techos y gritan, ¡ganamos!, ¡ganamos! Arrojan las rosas y todo vuela, las flores, las mariposas de papel, las nubes cargadas, la gente llegada de todo París, de toda Francia, las oriflamas tricolores, los brazos abiertos en V, el gran himno final de la Novena de Beethoven dirigido por Barenboim, la tormenta que estalla arriba en el cielo y abajo entre los adoquines donde están las playas. Mitterrand, la memoria, ha entrado al Panteón a depositar sus rosas en las tumbas de Jean Jaurés y Jean Moulin. Una memoria es compartida adentro y afuera del monumento. Jaurés, el socialismo con libertad, Moulin, la lucha contra el totalitarismo y algo más, menos tangible, en la memoria profunda de París: la memoria de sus grandes jornadas, cuando Mitterrand sale del Panteón y la multitud rompe las barreras policiales y el cielo oscuro cruje y los tambores resuenan, y Plácido Domingo canta La Marsellesa orquestada por Berlioz y todos estamos amenazados por la borrasca, la multitud, los caballos nerviosos de la Guardia Republicana y su propia tormenta de oros, bronces, damascos: París de mayo del 68, pero también París de la Comuna proletaria de 1870, París del 1848 nacionalista y republicano. París del 1830 burgués y revolucionario, París del 1789 inflamado con todas las promesas que nacieron y murieron y renacieron en las fechas subsiguientes, fechas de ida y vuelta acarreadas por las voces de Mirabeau y Danton, de Lamartine y Flaubert, de Hugo y Jules Vallés, que volvemos a escuchar en la gran cantata republicana de esta tarde. Es una misa laica, sí. Es también una liberación del instante: estamos a la vez en el tiempo y fuera de él. Es un presente porque contiene un pasado y un porvenir. No hay ilusiones. Sí hay emoción. Sí hay la “fuerza tranquila”.
Un viejecillo empapado, pequeñito, con esos inimitables bigotillos franceses que sólo crecen en estrecha prolongación de las aletas nasales, llega a las puertas pesadas y metálicas del Panteón. Ahora están cerradas para impedir que la multitud avasalle el recinto. Las cámaras de televisión han sido retiradas detrás de las puertas. El viejecillo trae un grueso cable en la mano y repite sin cesar:
Quiero enchufar con el Panteón. Quiero enchufar con el Panteón.
Lo miro con cierto estremecimiento. No, no hay ilusión y toda historia humana tendrá su parte de muerte y luego su parte de vida que es esa memoria convocada y evocada por Mitterrand en este día. Recordar la historia, recordar la muerte para recordar mejor la historia, como lo ha hecho hoy el presidente de Francia. No hay orden, seguridad o permanencia alguna, nos ha dicho, allí donde reina la injusticia y gobierna la intolerancia. La memoria y la muerte serán continuidad y no fatalidad, vida escogida y no desaparición inevitable en la medida en que impidan el reino de la injusticia y el gobierno de la intolerancia.
Una muchacha, empapada también, se acerca a pedirle a Styron una firma para pegarla a su ejemplar de La choix de Sophie. La muchedumbre se dispersa. Pierre Salinger hace la seña de cortar a los equipos de camarógrafos de la cadena ABC. Marc Riboud, más modestamente, ciega con un tapón su cámara y Polifemo, ahora, se va a dormir.
No ha habido nada igual desde la Liberación —dice un hombre que la vivió.
No, desde el entierro de Victor Hugo —le dice su hijo, que quizás ha visto algunas fotografías.
Desciende por los escalones del Panteón una mujer esbelta, contenida, extrañamente alegre y melancólica a un tiempo. Volteo para reconocerla. Pienso. Se aleja. Lo sé. Es la muchacha que apareció en la portada de mi reportaje sobre el 68: París: La Revolución de Mayo. Estoy seguro, es la misma. ¿Cómo voy a olvidar, si he visto esa portada todos los días durante trece años? Es ella. Pero es otra. Ya no tiene 25 años. Se pierde en la multitud dispersa de este crepúsculo. No olvidaré nunca su paso, su alegría, su desencanto, su determinación. Su contradicción vital. No me habló nunca, pero me dijo: —No soy más. Soy mejor. Era la voz del otro mayo hablándole a este mayo.
El presidente de Francia, François Mitterrand, usa el manto del poder con una determinación serena que sus compatriotas llaman “La force tranquile”. Conviene recordar que esta fuerza se forjó en la adversidad, no en el triunfo. Mitterrand asumió la dirección del Partido Socialista en el punto más bajo de la historia de esa formación política. Diez años más tarde, los socialistas ocupan los tres centros del poder en Francia: la Presidencia en el Palacio del Elíseo, el Gobierno en el Hotel Matignon y la mayoría de la Asamblea Nacional en el Palais-Bourbon.
Observar al presidente Mitterrand es darse cuenta de que sólo un político profesional pudo obtener este milagro. Pero junto con el político pragmático, coexiste en Mitterrand el hombre sensitivo y paradójico que prohíja el cambio gracias a una conciencia de la tradición, que se alimenta con la lectura de Montaigne y que posee una especial afinidad con el mundo de los escritores.
La víspera del Año Nuevo de 1982, Mitterrand salvó al eminente filósofo y crítico francés, Jacques Derrida, de un proceso prefabricado y una sentencia de dos años de cárcel determinados por las autoridades checoslovacas con base en una acusación fraudulenta de “tráfico de drogas”. Derrida se encontraba en Praga dando cursos particulares de filosofía en un país donde los intelectuales no tenían derecho a poseer una biblioteca y donde el pensamiento, en efecto, podía pasar por una droga. Los gobernantes de Praga querían advertir que, después de Polonia, deberían cesar los contactos intelectuales garantizados por los Acuerdos de Helsinki. El presidente Mitterrand no se dejó intimidar por semejante bluff. Tengo entendido que sus palabras no representaron un llamado a las autoridades checas, sino una advertencia de las más severas consecuencias diplomáticas. Al día siguiente Derrida fue liberado.
A fines de diciembre de 1981, Mitterrand entregó a Gabriel García Márquez las insignias de la Legión de Honor. Durante el almuerzo que siguió, elaboró una visión del mundo que ya había bosquejado durante una reunión anterior en México, en vísperas de la conferencia de Cancún. Ahora, Mitterrand se mostró satisfecho de haber cumplido sus promesas electorales durante los primeros seis meses de su gobierno: nacionalizaciones que al fortalecer al sector público aseguran que el proceso de re-industrialización y modernización económica, como en el gobierno golista de la posguerra, beneficiarán a la colectividad más que a las transnacionales; una descentralización que devuelve iniciativas democráticas fundamentales a los ciudadanos y a la clase obrera; medidas tan populares como el aumento del salario de garantía y mayores beneficios sociales. Contó con el entonces poderoso Partido Comunista para su primera elección. Le dio dos carteras al PC, alarmó a muchos ricachones franceses, algunos de los cuales retiraron sus fondos de Francia. Alarmó al entonces presidente Ronald Reagan pero al cabo las políticas de Mitterrand disminuyeron la influencia del comunismo en Francia y su decidido apoyo a la Unión Europea y la amistad con la Alemania Federal apaciguaron a las voluntades adversas.
Qué lástima que no fue usted embajador durante mi mandato —me dijo un día.
Largo mandato, de 1981 a 1995, que me hizo recordar el modesto inicio de nuestra amistad. Y seguirlo, más tarde, en sus viajes a la Ciudad de México y a Cancún. En el D. F., el gobierno organizó una manifestación monstruo en el Monumento de la Revolución en la que nadie —un millón de mexicanos— entendió el discurso de Mitterrand. García Márquez y yo lo acompañamos en el avión presidencial a la conferencia de Cancún. Nos recibió en el aeropuerto el presidente José López Portillo, sin ocultar su asombro de que Mitterrand nos diese los lugares de privilegio a dos escritores.
Viajaba Régis Debray en la comitiva de Mitterrand. Régis nos aseguró un espacio excéntrico para observar las deliberaciones secretas de la conferencia y las equivocaciones constantes del presidente Reagan. El mandatario de Tanzania, Julius Nyerere, le contestó cuando Reagan, paternalmente, le pidió al “tercer mundo” abandonar la agricultura a favor de la industria:
Pero, señor Reagan, Estados Unidos es el primer productor agrícola del mundo.
Y cuando Indira Gandhi, la primera ministra hindú, le reclamó a Reagan el elogio del consumo como felicidad hecho por el norteamericano:
Pero, señor Reagan, algunos ciudadanos nuestros ni siquiera tienen zapatos.
Mitterrand lo observaba todo con cierta fría distancia y divertida sonrisa. Él era el maestro del debate político y de la respuesta justa. Se reservaba. Si hablaba, no era para perder el tiempo. Y podía ir directo a la yugular del opositor. En los debates televisivos con el candidato de derecha, Jacques Chirac, éste, en algún momento, le dijo:
Pero seamos más cordiales. Dígame Jacques y yo le diré François.
Contestó Mitterrand:
Cómo no, señor primer ministro.
Mitterrand sabía que Francia es el país de las fórmulas, que las fórmulas expresan cortesía y, a veces, distancia sin insulto.
En cambio, la cultura literaria de un presidente francés nunca sorprende. Neruda me contó que sus reuniones con el presidente Pompidou siendo Pablo embajador de Chile en Francia, tenían como pretexto discutir la política económica del Club de París, pero en realidad eran largas pláticas sobre la poesía de Baudelaire. Lo que sorprende es que un presidente de Estados Unidos lea libros.

Cosa que descubrimos Gabo y yo una noche en Martha’s Vineyard, escuchando a Bill Clinton recitar de memoria pasajes enteros de Faulkner, demostrar que había leído el Quijote y por qué Marco Aurelio era su autor de cabecera. Pregunta innecesaria: ¿Qué habrá leído Bush? Y para cerrar el capítulo político, otro lector-estadista: Felipe González, un hombre que habla como un libro porque piensa como un libro porque ha leído todos los libros y sin embargo —oh, Mallarmé— no está triste. Faltaba conocer a Barack Obama para tener otro presidente-lector.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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