sábado, 25 de agosto de 2018

UMBERTO ECO. CONFESIONES DE UN JOVEN NOVELISTA.


Forma y lista

No fue hasta más tarde cuando empecé a reflexionar sobre una posible semiótica de las listas, al escribir sobre las «acumulaciones» del artista francés Arman: conjuntos —listas tangibles— de varios tipos de lentes o relojes de pulsera metidos en un contenedor de plástico. En ese momento, reflexioné sobre el hecho de que el primer caso de lista como mecanismo literario está en Homero: el así llamado catálogo de naves en el libro II de la Ilíada1. De hecho, Homero nos ofrece una hermosa contraposición entre la representación de una forma completa y finita y la de una lista incompleta y potencialmente infinita.
Una forma completa y finita es el escudo de Aquiles en el libro XVIII de la Ilíada. Hefesto divide ese inmenso escudo en cinco capas y dibuja dos populosas ciudades. En la primera, retrata una fiesta nupcial y un foro abarrotado donde se está celebrando un juicio. La segunda escena muestra un castillo sitiado; sobre las murallas, novias, muchachas y ancianos observan la acción. Guiadas por Minerva, las fuerzas enemigas avanzan, y cuando la gente se lleva el ganado a un abrevadero, tienden una emboscada. Se produce una gran batalla. Entonces Hefesto esculpe un fértil y bien arado noval que entrecruzan los aradores y sus bueyes; una viña llena de uvas maduras, brotes verdes y vides enredadas en rodrigones de plata, rodeadas de un foso de negruzco acero y un seto de estaño. Los animales pastan a orillas de un sonoro río junto a un sonoro cañaveral. De repente, aparecen dos leones que se abalanzan sobre las vacas y el toro, hiriéndolo y arrastrándolo mientras da fuertes mugidos. Cuando los mancebos se aproximan con sus perros, las bestias salvajes logran desgarrar la piel del animal y se tragan sus intestinos, y los perros no pueden sino ladrarles, impotentes. La tabla final de Hefesto representa rebaños de ovejas en el bucólico paisaje de un valle salpicado de cabañas, potreros y mancebos y doncellas danzantes. Estos últimos van vestidos con túnicas bien tejidas y bonitas guirnaldas; los primeros llevan jubones con sables de oro suspendidos de argénteos tahalíes; y todos dan vueltas y más vueltas como el torno de un alfarero. Mucha gente contempla el baile, llegan tres saltadores que cantan mientras ejecutan sus cabriolas. El enorme río Oceanus rodea todas las escenas y separa el escudo del resto del universo.
Mi resumen es incompleto: el escudo tiene tantas escenas que, a no ser que imagináramos a Hefesto sirviéndose de una orfebrería de tamaño microscópico, resulta difícil contemplar el objeto en toda su riqueza de detalles. Es más, los retratos no solo ocupan un espacio, sino también un tiempo: los distintos acontecimientos se yuxtaponen como si el escudo fuera una pantalla de cine o una larga tira de cómic. La perfecta naturaleza circular del artefacto sugiere que no hay nada más allá de sus límites: es una forma finita.
Homero pudo imaginarse el escudo porque tenía una idea clara de la cultura agrícola y militar de su tiempo. Conocía su mundo; conocía sus leyes, causas y efectos. Por eso fue capaz de darle una forma.
En el libro II, Homero quiere evocar la magnitud del ejército griego, y transmite una idea de la masa de hombres que los aterrados troyanos ven esparcirse por la orilla del mar. Primero, ensaya una comparación con una manada de gansos o grullas que parecen cruzar el cielo como un trueno, pero ninguna metáfora útil le ayuda, y por eso (aquí en la traducción clásica de Luis Segalá y Estalella) pide ayuda a las Musas:

Decidme ahora, Musas, que poseéis olímpicos palacios y como diosas lo presenciáis y conocéis todo mientras que nosotros oímos tan solo la fama y nada cierto sabemos, cuáles eran los caudillos y príncipes de los dánaos. A la muchedumbre no podría enumerarla ni nombrarla, aunque tuviera diez lenguas, diez bocas, voz infatigable y corazón de bronce: solo las Musas olímpicas hijas de Zeus, que lleva la égida, podrían decir cuántos a Ilion fueron. Pero mencionaré los caudillos y las naves todas.

Eso tiene una apariencia de atajo, pero el atajo le toma cerca de trescientas líneas del original griego para reunir una relación de 1.186 naves. Aparentemente, la lista es finita (se supone que no hay más capitanes ni más barcos), pero como no puede decir cuántos hombres sirven a las órdenes de cada comandante, el número al que alude debe considerarse indefinido.

Lo inefable

Con este catálogo de naves, Homero no nos ofrece simplemente un ejemplo espléndido de lista, sino que presenta también lo que se ha dado en llamar el «topos de lo inefable»2. Este topos se produce varias veces en Homero (por ejemplo, en la Odisea, canto IV, verso 240 y ss.: «No os relataré ni enumeraré cuántas proezas están en el haber del sufrido Odiseo...»); y a veces el poeta —enfrentado a la necesidad de mencionar una infinidad de cosas o acontecimientos— decide guardar silencio. Dante se siente incapaz de nombrar todos los ángeles del cielo, porque no conoce su vasto número (en el canto XXIX del Paraíso, dice que eso excede la capacidad de la mente humana). Así que, ante lo inefable, el poeta, en lugar de tratar de compilar una serie incompleta de nombres, prefiere expresar el éxtasis de lo inefable. A lo sumo, para transmitir una idea del incalculable número de ángeles, alude a la leyenda en la que el inventor del ajedrez le pidió al rey de Persia como recompensa por su invento que le diera un grano de trigo por el primer cuadro de la tabla, dos por el segundo, cuatro por el tercero y así sucesivamente, hasta el sexagésimo cuarto, alcanzando así un número astronómico de granos: «...que eran tantos, que más millares cifraban / que los escaques cuando se duplican»3.
En otros casos, ante algo que es vasto o desconocido, de lo que aún no sabemos lo suficiente o de lo que nunca sabremos lo suficiente, el autor propone una lista como muestra, ejemplo o indicación, dejando que el lector imagine el resto.
En mis novelas, hay por lo menos un punto en el que inserté una lista simplemente porque me quedé deslumhrado por la idea de lo inefable. No me paseaba por el cielo, como Dante, pero de una manera más terrestre, visitaba los arrecifes de coral de los mares del Sur. Fue cuando escribía La isla del día de antes, y tuve la impresión de que ninguna lengua humana podía describir la abundancia, la variedad y los increíbles colores de los corales y peces de esa región. Pero aunque hubiera sido capaz de hacerlo, mi personaje de Roberto, naufragado en esas costas en el siglo XVII y probablemente el primer ser humano que veía esos arrecifes, no hubiera podido encontrar palabras para expresar su éxtasis.
Mi problema era que los corales de los mares del Sur proyectan una infinidad de sombras (quien solo haya visto los pobres corales de otros mares no puede hacerse una idea real de lo que esto significa), y me vi obligado a representar colores a través de palabras, por medio del mecanismo retórico conocido como hipotiposis. El desafío consistía en evocar una enorme variedad de colores mediante una enorme variedad de palabras, sin usar nunca dos veces el mismo término y recurriendo a sinónimos.
He aquí un fragmento de mi doble lista de corales (y peces) y palabras:

Durante un trecho vio solo manchas, luego, como quien llega en navío, en una noche de niebla, ante un acantilado, que de repente se perfila a pique ante el navegante, vio el borde del abismo sobre el que estaba nadando.
Quitóse la máscara, vacióla, voiviósela a colocar, sujetándola con las manos, y con lentos golpes de pies fue al encuentro del espectáculo que había vislumbrado apenas.
¡Aquellos eran los corales! Su primera impresión fue, a juzgar por sus notas, confusa y atónita. Hízose la impresión de encontrarse en la ciencia de un mercader de telas, que adereza ante sus ojos cendales y tafetanes, brocados, rasos, damascos, terciopelos, y flecos, borlas y caireles, y luego estolas, capas pluviales, casullas, dalmáticas. Pero las telas movíanse con vida propia con la sensualidad de bailarinas orientales.
En aquel paisaje, que Roberto no sabe describir porque lo ve por primera vez, y no encuentra en la memoria imágenes para poderlo traducir en palabras, he aquí que de improviso hizo erupción una cohorte de seres que, estos sí, él podía reconocer, o por lo menos, parangonar con algo ya visto. Eran peces que se intersecaban como estrellas fugaces en el cielo de agosto, y al componer y surtir los tonos de los dibujos de sus escamas parecía que la naturaleza hubiere querido demostrar cuál variedad de mordientes existe en el universo y cuántos pueden reunirse en una sola superficie.
Había algunos rayados con más colores, cuales a lo largo, cuales a lo ancho, cuales al través, y otros aún a ondas, había unos labrados de taracea con migajas de manchas caprichosamente ordenadas, unos granados y moteados, otros remendados, apedreados, y minutísimamente punteados, o recorridos por vetas como los mármoles.
Otros aún con dibujo de serpentinas, o trenzados con más cadenas. Los había cuajados de esmaltes, diseminados de escudos y rosetas. Y uno, bellísimo entre todos, que parecía totalmente envuelto por cordoncillos que formaban dos filas de uva y leche; y era un milagro que ni siquiera una vez faltare de volver encima el hilo que se habla enrollado por abajo, como si fuere trabajo de mano de artista.
Solo en aquel momento, viendo sobre el fondo de los peces las formas coralinas que no había sabido reconocer a primera vista, Roberto identificaba cepas de plátanos, cestas de hogazas de pan, canastos de nísperos broncíneos sobre los que pasaban canarios y lagartos verdes y colibríes.
Estaba encima de un jardín, no, habíase equivocado, ahora parecía una selva petrificada, hecha de escombros de hongos. No otra vez. Habíanle engañado, ahora eran oteros, berruecos, riscos, quebradas y grutas, un único resbalar de piedras vivas, en las que una vegetación no terrestre componíase en formas aplastadas, redondas o escamosas, que parecían llevar una jacerina de granito, o nudosas, o aovilladas sobre sí mismas. Mas, por cuanto diversas, todas eran estupendas por garbo y hermosura, a tal punto que incluso las trabajadas con simulada negligencia, con hechura ruin, mostraban su tosquedad con majestad, y parecían monstruos, pero de belleza.
O aún (Roberto se borra y se corrige, y no consigue referir, como quien tuviera que describir por vez primera un círculo cuadrado, una ladera llana, un ruidoso silencio, un arco iris nocturno) lo que estaba viendo eran arbustos de cinabrio.
Quizá, a fuer de contener la respiración, habíase obnubilado, el agua le estaba invadiendo la máscara, confundíale formas y matices. Había sacado la cabeza para dar aire a los pulmones, y había vuelto a sobrenadar al borde del dique, siguiendo anfractos y quebradas, allá donde se abrían pasillos de greda en los que introducíanse arlequines envinados, mientras sobre un peñasco veía descansar, movido por una lenta respiración y agitar de pinzas, un cangrejo con cresta nacarada, encima de una red de corales (estos similares a los que conocía, pero dispuestos como panes y peces, que no se acaban nunca).
Lo que veía ahora no era un pez, mas ni siquiera una hoja, sin duda era algo vivo, como dos anchas rebanadas de materia albicante, bordadas de carmesí, y un abanico de plumas; y allá donde nos habríamos esperado los ojos, dos cuernos de lacre agitado.
Pólipos sirios, que en su vermicular lúbrico manifestaban el encarnadino de un gran labio central, acariciaban planteles de méntulas albinas con el glande de amaranto; pececillos rosados y jaspeados de aceituní acariciaban coliflores cenicientas sembradas de escarlata, raigones listados de cobre negreante [...] Y luego veíase el hígado poroso color cólquico de un gran animal, o un fuego artificial de arabescos de plata viva, hispidumbres de espinas salpicadas de sangriento y, por fin, una suerte de cáliz de fláccida madreperla [...]
Ese cáliz le pareció a un cierto punto como una urna, y pensó que entre aquellas rocas recibía sepultura el cadáver del padre Caspar. Ya no visible, si la acción del agua lo había recubierto primeramente de terneza coralina, mas los corales, absorbiendo los humores terrestres de aquel cuerpo, habían tomado forma de flores y frutas de jardín. Quizá al cabo de poco habría reconocido al pobre viejo convertido en una criatura hasta entonces extranjera allá abajo, el globo de la cabeza fabricado con un coco peloso, dos pomas caseras que componían las mejillas, ojos y párpados convertidos en dos níspolas verdecillas, la nariz de cohombro verrugoso como el estiércol de un animal; debajo, en lugar de los labios, higos secos, una betarraga con su raíz apical para la barbilla, y un cardo rugoso en oficio de garganta; y en una y otra sien dos erizos de castaño para hacer guedejas, y como orejas sendas cáscaras de nuez dividida; como dedos, zanahorias; de sandía es el vientre; de membrillo las rodillas4.

Listas de cosas, personas y lugares

La historia de la literatura está llena de colecciones obsesivas de objetos. A veces son de carácter fantástico, como las cosas que, según Ariosto, encontró en la luna Astolfo, que había ido allí a recuperar el ingenio de Orlando. A veces son inquietantes, como las listas de sustancias malignas que usan las brujas en el acto IV de Macbeth. A veces son éxtasis de perfumes, como la colección de flores que Giambattista Marino describe en su Adonis (VI, 115-159). A veces son miserables pero esenciales, como la colección de pecios que permiten a Robinson Crusoe sobrevivir en su isla, o el pequeño y humilde tesoro que, según nos cuenta Mark Twain, reúne Tom Sawyer. A veces son vertiginosamente normales, como la enorme colección de objetos insignificantes en la cocina de Leopold Bioom. A veces son profundas, pese a su inmovilidad museística, casi funeralesca, como la colección de instrumentos musicales descrita por Thomas Mann en el capítulo VII de Doctor Fausto.
Lo mismo vale para los lugares. También en este caso, los escritores confían en los etcétera de la lista. Ezequiel 27 expone una lista de propiedades para dar una idea de la grandeza de Tiro. En el primer capítulo de Casa desolada, Dickens se esfuerza por mostrar Londres con rasgos invisibilizados por la niebla que invade la ciudad. En «El hombre de la multitud», Poe entrena su ojo visionario en una serie de individuos que percibe de manera compacta como «multitud». Proust (Por el camino de Swan, capítulo 3) evoca la ciudad de su infancia. Calvino (Las ciudades invisibles, capítulo 9) evoca las ciudades soñadas por el Gran Kan. Blaise Cendrars (La prosa del Transiberiano) retrata el traqueteo de un tren por las estepas siberianas a través del recuerdo de varios lugares. Whitman —celebrado como el poeta que mejor y más excesivo fue en componer listas vertiginosas— apiló objetos uno sobre otro para celebrar su país natal:

¡El hacha rebota!
La compacta selva tiembla de resonancias fluidas,
ruedan y se prolongan, se elevan y cobran formas:
choza, tienda, embarcadero, jalones,
balancín, carreta, pico, tenazas, alfajía,
balaustrada, horquilla, artesón, palote, paleta de locero,[tablero mural, rueda dentada,
ciudadela, cielorraso, café, academia, órgano, sala de exposición, biblioteca,
cornisa, celosía, pilastra, balcón, ventana, torrecilla, pórtico,
azada, rastrillo, horquilla, lápiz, carruaje, bastón, sierra, garlopa, mazo de madera, cala,
mango de prensa, silla, cuba, esfera, mesa, ventanilla, ala de molino, marco, piso, caja, cofre,
instrumento de cuerda, navío, armadura de edificio y todo lo demás,
Capitolio de los Estados y Capitolio de la nación hecha de Estados,
largas, imponentes ringleras de edificios flanqueando las avenidas, hospicios para huérfanos,
para pobres, para enfermos, vapores y veleros de Manhattan, peregrinos de todos los mares5

A propósito de la acumulación de lugares, en Noventa y tres (parte I, capítulo III), de Hugo, hay una lista singular de localidades de la Vandea que el marqués de Lantenac comunica oralmente al marinero Halmalo para que pase por todas ellas llevando la orden de insurrección. Es evidente que el pobre Halmalo jamás podría recordar esa enorme lista, y sin duda Hugo tampoco espera que el lector la recuerde. La inmensidad de la lista de nombres de lugares tiene simplemente la intención de sugerir la inmensidad de la rebelión popular.
Joyce reúne otra vertiginosa lista de lugares en el capítulo de Finnegans Wake titulado «Anna Livia Plurabelle», donde, para dar una idea del flujo del río Liffey, Joyce inserta centenares de nombres de ríos de todo el mundo, disfrazados de juegos de palabras o palabras híbridas. Para el lector, no resulta fácil reconocer ríos prácticamente desconocidos en nombres como Chebb, Futt, Bann, Duck, Sabrainn, Till, Waag, Bomu, Boyana, Chu, Batha, Skollis, Shari, Sui, Tom, Chef, Syr Darya, Ladder Burn, etcétera. Puesto que las traducciones de «Anna Livia» suelen ser bastante libres, en una edición extranjera, la referencia a un río determinado puede aparecer en un lugar distinto del que ocupa en el texto original, o puede verse alterado por completo. En la primera traducción italiana, elaborada con la colaboración del propio Joyce, hay referencias a ríos italianos como el Serio, el Po, el Serchio, el Piave, el Conca, el Aniene, el Ombrone, el Lambro, el Taro, el Toce, el Belbo, el Sillaro, el Tagliamento, el Lamone, el Brembo, el Trebbio, el Mincio, el Tidone y el Panaro, ninguno de los cuales sale en el texto inglés6. Lo mismo sucede con la primera, histórica, traducción al francés7.
Esta lista da la impresión de ser potencialmente infinita. No solo el lector tiene que hacer un esfuerzo para identificar todos los ríos, sino que uno sospecha que los críticos han identificado más ríos de los que Joyce menciona explícitamente. Y uno sospecha también que, como consecuencia de las posibilidades combinatorias que ofrece el alfabeto inglés, podría haber muchos más de lo que pensaron los críticos de Joyce.
Este tipo de lista resulta difícil de clasificar. Es el resultado de la voracidad, del topos de lo inefable (nadie puede decir cuántos ríos hay en el mundo), y del puro amor a las listas. Joyce tuvo que haberse afanado durante mucho tiempo y con gran esfuerzo por encontrar todos esos nombres de ríos, con la ayuda de mucha gente. Sin duda, no lo hizo a raíz de una pasión por la geografía. Es probable que no quisiera que la lista tuviese un final.
Por último, vislumbramos el lugar de lugares: el universo. En su relato «El Aleph», Borges lo contempla a través de una pequeña grieta y lo ve como una lista destinada a ser incompleta, una lista de lugares, personas e inquietantes epifanías. Ve el populoso mar, el alba y la tarde, las muchedumbres de América, una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, un laberinto roto (era Londres), interminables ojos inmediatos, todos los espejos del planeta, un traspatio de la calle Soler con las mismas baldosas que hace treinta años viera en el zaguán de una casa en Fray Bentos, racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, una mujer en Inverness, su violenta cabellera, su altivo cuerpo, un cáncer en su pecho, un círculo de tierra seca donde antes hubo un árbol, una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio; ve a un tiempo cada letra de cada página, la noche y el día contemporáneo, un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, su propio dormitorio sin nadie, un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplican sin fin en un gabinete de Alkmaar, caballos de crin arremolinada en una playa del mar Caspio en el alba, la delicada osatura de una mano, los supervivientes de una batalla enviando tarjetas postales, una baraja española en un escaparate de Mirzapur, las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, todas las hormigas que hay en la tierra, un astrolabio persa, un cajón de escritorio que esconde obscenas, increíbles y precisas cartas escritas por su adorada amiga Beatriz Viterbo, un adorado monumento en el cementerio de Chacarita, la reliquia atroz de lo que antaño había sido deliciosamente Beatriz, la circulación de su propia oscura sangre, el engranaje del amor y la modificación de la muerte. Ve el Aleph —uno de los puntos en el espacio que contienen todos los demás puntos— desde todos los puntos, en el Aleph la Tierra, y en la Tierra otra vez el Aleph, y en el Aleph la Tierra. Vislumbra su propia cara y sus propias vísceras, y siente vértigo, y llora, porque sus ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural cuyo nombre usurpan los hombres pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.
Siempre me han fascinado esas listas, y creo que estoy en buena compañía. Sin duda bajo la influencia de Borges intenté componer una geografía imaginaria en Baudolino. Baudolino está describiendo las maravillas de Occidente al hijo del Preste Juan, un leproso enfrentado a una muerte segura por su enfermedad y que vive recluido en un legendario país de Extremo Oriente. Así, se pone a hablar de los lugares y cosas del mundo occidental de la misma manera fabulosa en que el mundo medieval de Occidente soñaba el Extremo Oriente:

[...] le describía los lugares que había visto, desde Ratisbona a París, de Venecia a Bizancio, y luego, Iconio y Armenia, y los pueblos que habíamos encontrado en nuestro viaje. Estaba destinado a morir sin haber visto nada excepto los nichos de Pndapetzim, y yo intentaba hacerle vivir a través de mis relatos. Y quizá también inventé, le hablé de ciudades que nunca había visitado, de batallas que nunca había combatido, de princesas que nunca había poseído. Le contaba las maravillas de las tierras donde nunca muere el sol. Le hice disfrutar de ponientes en la Propóntide, de reflejos de esmeralda en la laguna veneciana, de un valle de Hibernia, donde siete iglesias blancas se extienden a orillas de un fago silencioso, entre rebaños de ovejas igual de blancas; le conté cómo los Alpes están cubiertos siempre por una mullida sustancia cándida, que en verano se deshace en cataratas majestuosas y se desperdiga en ríos y arroyos a lo largo de pendientes lozanas de castaños; le dije de los desiertos de sal que se extienden en las costas de Apulia; le hice temblar evocando mares que nunca había navegado, donde saltan peces del tamaño de una ternera, tan mansos que los hombres pueden cabalgarlos; le referí de los viajes de san Brandán a las ínsulas Afortunadas y cómo un día, creyendo arribar a una tierra en medio del mar, descendió al lomo de una ballena, que es un pez grande como una montaña, capaz de tragarse una nave entera; pero tuve que explicarle qué eran las naves, peces de madera que surcan las aguas moviendo alas blancas; le enumeré los animales prodigiosos de mis países, el ciervo, que tiene dos grandes cuernos en forma de cruz; la cigüeña, que vuela de tierra en tierra, y se hace cargo de sus propios padres senescentes llevándolos en su dorso por los cielos; la mariquita, que se parece a una pequeña seta, roja y punteada de manchas color leche; la lagartija, que es como un cocodrilo, pero tan pequeña que pasa por debajo de las puertas; el cuclillo, que pone sus huevos en los nidos de otros pájaros; la lechuza, con sus ojos redondos que en la noche parecen dos lámparas, y que vive comiendo el aceite de los candiles de las iglesias; el puerco espín, animal con el lomo erizado de acúleos que chupa la leche de las vacas; la ostra, cofre vivo, que produce a veces una belleza muerta pero de inestimable valor; el ruiseñor, que vela la noche cantando y vive en adoración de la rosa; la langosta, monstruo lorigado de un rojo flamante, que huye hacia atrás para sustraerse a la caza de los que desean sus carnes; la anguila, espantosa serpiente acuática de sabor graso y exquisito; la gaviota, que sobrevuela las aguas como si fuera un ángel del señor pero emite gritos estridentes como los de un demonio; el mirlo, pájaro negro con el pico amarillo que habla como nosotros, sicofante que dice lo que le ha confiado el amo; el cisne, que surca majestuoso las aguas de un lago y canta en el momento de su muerte una melodía dulcísima; la comadreja, sinuosa como una doncella; el halcón, que vuela en picado sobre su presa y se la lleva al caballero que lo ha educado. Me imaginé el esplendor de gemas que el Diácono nunca había visto —ni yo con él—, las manchas purpúreas y lechosas de la murrina, las venas cárdenas y blancas de algunas gemas egipcias, el candor del oricalco, la transparencia del cristal, el brillo del diamante, y luego le celebré el esplendor del oro, metal tierno que se puede plasmar en hojas finas, el chirrido de las cuchillas al rojo vivo cuando se sumergen en el agua para templarlas; le describí cuáles inimaginables relicarios se ven en los tesoros de las grandes abadías, lo altas y puntiagudas que son las torres de nuestras iglesias, así como altas y derechas son las columnas del Hipódromo de Constantinopla, qué libros leen los judíos, sembrados de signos que parecen insectos, y qué sonidos pronuncian cuando los leen, cómo un gran rey cristiano había recibido de un califa un gallo de hierro que cantaba solo cuando salía el sol, qué es la esfera que gira eructando vapor, cómo queman los espejos de Arquímedes, lo espantoso que es ver por la noche un molino de viento; y luego le conté del Grial, de los caballeros que lo estaban buscando en Bretaña, de nosotros que se lo habríamos entregado a su padre en cuanto hubiéramos encontrado al infame Zósimo. Viendo que estos esplendores lo fascinaban, pero su inaccesibilidad lo entristecía, pensé que sería bueno, para convencerle de que su pena no era la peor, relatarle el suplicio de Andrónico con tales detalles que superaran en mucho lo que se le había hecho, las carnicerías de Crema, de los prisioneros con la mano, la oreja, la nariz cortada; hice relampaguear ante sus ojos enfermedades inenarrables con respecto a las cuales la lepra era un mal menor; le describí como horrendamente horribles la escrófula, la erisipeda, el baile de san Vito, el fuego de san Antonio, el mordisco de la tarántula, la sarna que te lleva a rascarte la piel escama a escama, la acción pestífera del áspid, el suplicio de santa Ágata a quien le arrancaron los senos, el de santa Lucía a quien le sacaron los ojos, el de san Sebastián traspasado de flechas, el de san Esteban con el cráneo partido por las piedras, el de san Lorenzo asado a la parrilla a fuego lento, e inventé otros santos y otras atrocidades: cómo san Ursicino fue empalado del ano hasta la boca, san Sarapión desollado, san Mopsuestio atado por sus cuatro extremidades a cuatro caballos encabritados y luego descuartizado, san Draconcio obligado a tragar pez hirviendo [...] Me parecía que estos horrores lo aliviaban, luego temía haber exagerado y pasaba a describirle las otras bellezas del mundo, cuyo pensamiento a menudo era el consuelo del prisionero, la gracia de las adolescentes parisinas, la perezosa venustez de las prostitutas venecianas, el incomparable arrebol de una emperatriz, la risa infantil de Colandrina, los ojos de una princesa lejana. El Diácono se excitaba, pedía que le siguiera contando, preguntaba cómo eran los cabellos de Melisenda, condesa de Trípoli, los labios de aquellas fúlgidas bellezas que habían encantado a los caballeros de Brocelianda más que el santo Grial; se excitaba. Dios me perdone, pero creo que una o dos veces tuvo una erección y sintió el placer de derramar el propio semen. Y aún intentaba hacerle entender lo rico que era el universo de especias con perfumes enervantes, y, como no las llevaba conmigo, intentaba recordar el nombre de las que había conocido así como el de las que conocía solo a través de su nombre, pensando que aquellos nombres lo embriagarían como olores, y le mencionaba el lauroceraso, el benjuí, el incienso, el nardo, el espicanardo, el olíbano, el cinamomo, el sándalo, el azafrán, el jengibre, el cardamomo, la cañafístula, la cedoaria, el laurel, la mejorana, el cilantro, el eneldo, el estragón, la malagueta, el ajonjolí, la amapola, la nuez moscada, la hierba de limón, la cúrcuma y el comino. El Diácono escuchaba en los umbrales del delirio, se tocaba el rostro como si su pobre nariz no pudiera soportar todas esas fragancias, preguntaba llorando qué le habían dado de comer hasta entonces los malditos eunucos, con el pretexto de que estaba enfermo, leche de cabra y pan mojado en burq, que decían que era bueno para la lepra, y él pasaba los días aturdido, casi siempre durmiendo y con el mismo sabor en la boca, día tras día.8
1 En esto puede que me equivocara. Aunque las fechas son inciertas, es posible que la primera lista sea la Teogonía entera de Hesíodo.
2 Véase Giuseppe Ledda, «Elenchi impossibili: Cataloghi e topos de l'indicibilità», inédito; e Ídem, La Guerra della lingua: Ineffabilità, retorica e narrativa nella Commedia di Dante, Rávena, Longo, 2002.
3 Dante, Paraíso, trad. de Luis Martínez de Merlo, Madrid, Cátedra, 2006.

4 Umberto Eco, La isla del día de antes, trad. de Helena Lozano Miralles, Barcelona, Random House Mondadori, 1997. El lector experimentado verá en la última frase un caso no solo de hipotiposis, sino también de écfrasis; describe una típica cabeza pintada por Arcimboldo.
5 Walt Whitman, Hojas de hierba, parte XII, «Canto del hacha», trad. de Armando Vasseur, Valencia, F. Sempere Editores, 1910. Véase en particular el capítulo dedicado a Whitman en Belknap, The List.
6 James Joyce, «Anna Livia Plurabelle», trad. de James Joyce y Nino Frank (1938), reimpreso en Joyce, Scritti italiani, Milán, Mondadori, 1979.
7 James Joyce, «Anna Livia Plurabelle», trad. de Samuel Beckett, Alfred Perron, Philippe Soupault, Paul Léon, Eugéne Jolas, Ivan Goll y Adrienne Monnier, con la colaboración de Joyce, Nouvelle Revue Francaise, 1 de mayo de 1931.

8 Umberto Eco, Baudolino, trad. de Helena Lozano Miralles, Barcelona, Lumen, 2001.

viernes, 24 de agosto de 2018

UMBERTO ECO. CONFESIONES DE UN JOVEN NOVELISTA.


Otros objetos semióticos

¿Hay alguien más que comparta el mismo destino? Sí: los héroes y dioses de toda mitología; los seres legendarios como los unicornios, los elfos, las hadas y Santa Claus; y casi todos los entes reverenciados por las distintas religiones del mundo. Es obvio que para un ateo todo ente religioso es ficticio, mientras que para un creyente existe un mundo espiritual de «objetos sobrenaturales» (dioses, ángeles, etcétera) inaccesibles a nuestros sentidos pero absolutamente «reales». Y en este sentido, un ateo y un creyente se basan en dos ontologías diferentes. Pero si los católicos romanos creen que un Dios en persona existe verdaderamente y asumen que el Espíritu Santo procede de Él y de Su Hijo, entonces tienen que ver a Alá, Shiva y el Gran Espíritu de las Praderas como meras ficciones, inventadas por narrativas sacras. Del mismo modo, para un budista, el Dios de la Biblia es un individuo ficticio, y el Gitche Manitú de los algonquinos es un ser de ficción para un musulmán o un cristiano. Esto significa que para un creyente en una fe determinada todos los entes religiosos de otras religiones —en otras palabras, la abrumadora mayoría de esos entes— son individuos ficticios, así que debemos considerar ficticios a aproximadamente el noventa por ciento de todos los entes religiosos.
Los términos que designan a los entes religiosos tienen una referencia semántica dual. Para un escéptico, Jesucristo era un OFE que existió durante treinta y tres años a comienzos del primer milenio; para un cristiano devoto, es un objeto que sigue subsistiendo (en el cielo, según el imaginario popular) en una forma no material de existencia1. Hay muchos casos de referencia semántica dual. Pero a la hora de averiguar las verdaderas creencias de la gente corriente, algunos británicos (como hemos dicho) creen que Sherlock Holmes fue una persona de verdad. Del mismo modo, se sabe de muchos poetas cristianos que han empezado sus versos invocando a las musas de Apolo, y no podríamos decir realmente si solo están usando un topos literario o si, de algún modo, se toman en serio a las divinidades del monte Olimpo. Muchos personajes mitológicos se han convertido en protagonistas de narrativas escritas, y de forma simétrica, muchos protagonistas de narrativas seculares se han convertido en algo similar a personajes de cuentos mitológicos. Los límites entre héroes legendarios, dioses míticos, personajes literarios y entes religiosos son a menudo bastante imprecisos.

El poder ético de los personajes de ficción

Hemos dicho que, a diferencia de todo el resto de objetos semióticos, que están culturalmente sujetos a revisión y tal vez solo se parezcan a los entes matemáticos, los personajes de ficción no cambiarán nunca y serán para siempre los agentes de lo qae hicieron. Por este motivo son importantes para nosotros, especialmente desde un punto de vista moral.
Imaginemos que estamos viendo una representación de Edipo Rey, de Sófocles. Deseamos con desesperación que Edipo tome cualquier camino diferente de aquel que le lleva a encontrar y asesinar a su padre. Nos preguntamos por qué acaba en Tebas y no, pongamos, en Atenas, donde podría haberse casado con Friné o Aspasia. De modo similar, leemos Hamlet preguntándonos por qué un chico tan simpático no podía casarse con Ofelia y vivir feliz con ella, después de matar al sinvergüenza de su tío y expulsar amablemente de Dinamarca a.su madre. ¿Por qué no podía Heathcliff mostrar un poco más de fortaleza ante sus humillaciones, esperando a poder casarse con Catherine y vivir con ella como un digno caballero rural? ¿Por qué el príncipe Andréi no pudo recuperarse de su enfermedad mortal y casarse con Natasha? ¿Por qué Raskólnikov tiene la enfermiza idea de matar a la vieja en lugar de terminar sus estudios y convertirse en un profesional respetado? ¿Por qué cuando Gregor Sarasa se convierte en un patético escarabajo no llega una hermosa princesa que le besa y lo transforma en el joven más apuesto de Praga? ¿Por qué Robert Jordan no pudo aplastar a esos cerdos fascistas en las áridas colinas de España y reencontrarse con su dulce María?
En principio, podemos hacer que sucedan todas esas cosas. Solo tenemos que reescribir Edipo, Hamlet, Cumbres borrascosas, Guerra y paz, Crimen y castigo, La metamorfosis y ¿Por quién doblan las campanas? Pero ¿de verdad queremos hacerlo?
La devastadora experiencia de que, en contra de nuestros deseos, Hamlet, Robert Jordan y el príncipe Andréi mueran —de que las cosas pasen de una determinada manera y para siempre, sin que importen nuestros deseos y esperanzas en el transcurso de la lectura— nos produce escalofríos, como si sintiéramos el tacto del dedo del Destino. Nos damos cuenta de que no podemos saber si Ahab capturará a la ballena blanca. La verdadera lección de Moby Dick es que la ballena va a donde ella quiere ir. La naturaleza irresistible de las grandes tragedias deriva del hecho de que sus héroes, en lugar de escapar de un destino atroz, saltan al abismo —que han cavado con sus propias manos— porque no tienen idea de qué les espera; y nosotros, que vemos con claridad dónde se están metiendo ciegamente, no podemos pararles. Tenemos acceso cognitivo al mundo de Edipo, y lo sabemos todo sobre él y Yocasta, pero ellos, aun viviendo en un mundo que depende parasitariamente del nuestro, no saben nada sobre nosotros. Los personajes de ficción no pueden comunicarse con personas del mundo real2.
Este problema no es tan caprichoso como parece. Por favor, traten de tomárselo en serio. Edipo no puede imaginarse el mundo de Sófocles; de otro modo, no acabaría casándose con su madre. Los personajes de ficción viven en un mundo incompleto, o, para ser más rudos y políticamente incorrectos, en un mundo discapacitado.
Pero cuando verdaderamente entendemos su destino, empezamos a sospechar que también nosotros, como ciudadanos del aquí y ahora, topamos con nuestro destino simplemente porque pensamos en nuestro mundo de la misma manera que los personajes de ficción piensan en el suyo. La ficción sugiere que quizá nuestra visión del mundo real sea tan imperfecta como la visión que los personajes de ficción tienen del suyo. Por este motivo, los personajes de ficción bien construidos se convierten en ejemplos supremos de la «verdadera» condición humana.
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Mis listas


Como tuve una educación católica, me acostumbré a recitar y a escuchar letanías. Las letanías son repetitivas por naturaleza. Suelen ser listas de laudatorias, como las letanías de la Virgen: «Sancta Maria», «Sancta dei genitrix», «Sancta Virgo virginum», «Mater Christi», «Mater divinae gratiae», «Mater purissima», etcétera.
Las letanías, como los listines telefónicos y los catálogos, son un tipo de lista. Son casos de enumeración. Al principio de mi carrera como narrador de ficción, tal vez no fuera consciente de cuánto me gustaban las listas. Ahora, después de cinco novelas y algunos otros intentos literarios, estoy en condiciones de elaborar una lista completa de mis listas. Pero semejante empresa requeriría demasiado tiempo, así que me limitaré a citar algunas de mis enumeraciones, y —como prueba de humildad— las compararé con algunos de los mejores catálogos de la historia de la literatura mundial.

Listas prácticas y listas poéticas

En primer lugar, debemos distinguir entre listas «prácticas» (o «pragmáticas») y aquellas que son «literarias» o «poéticas» o «estéticas», siendo el último de estos adjetivos más amplio que los dos primeros, ya que no solamente existen listas verbales, sino también visuales, musicales y gestuales3.
Una lista práctica podría ser una lista de la compra, un catálogo de biblioteca, un inventario de objetos de cualquier lugar (como una oficina, un archivo o un museo), la carta de un restaurante o incluso un diccionario, que registra todas las palabras del léxico de una lengua determinada. Las listas de este tipo tienen una función meramente referencial, ya que sus componentes designan los objetos correspondientes; y si esos objetos no existieran, la lista sería simplemente un documento falso. Al registrar, como hacen, cosas que existen —que están físicamente presentes en alguna parte—, las listas prácticas son finitas. Por este motivo, no pueden ser alteradas, ya que no tendría sentido incluir en el catálogo de un museo un cuadro que no forma parte de su colección.
Por el contrario, las listas poéticas son abiertas, y presuponen de alguna manera un etcétera final. Tienen por objeto sugerir una infinidad de personas, objetos o acontecimientos, y por dos razones: 1) el escritor es consciente de que la cantidad de cosas es demasiado vasta para ser registrada, y 2) el escritor se deleita —a veces a modo de placer puramente auditivo— con las enumeraciones incesantes4. A su manera, las listas prácticas representan una forma, porque confieren unidad a un conjunto de objetos que, con independencia de lo disímiles que sean, están sujetos a una presión contextual, es decir, que guardan relación entre sí simplemente porque están todos en el mismo lugar, o porque constituyen el objetivo de un proyecto determinado (un ejemplo sería la lista de invitados a una fiesta). Una lista práctica no es nunca incongruente, siempre y cuando podamos identificar el criterio de composición que la gobierna. En la novela de Thornton Wilder El puente de San Luis Rey hay un grupo de personas que no tienen nada en común excepto la circunstancia accidental de que cruzan el puente en el momento en que se derrumba.
Un excelente modelo de lista práctica es la famosa enumeración de Leporello en Don Giovanni, de Mozart. Don Giovanni ha seducido a un gran número de mujeres del país, criadas, damas de la ciudad, condesas, baronesas, marquesas, princesas, mujeres de todo rango, forma y edad. Pero Leporello es un contable preciso, y su catálogo es matemáticamente completo:

En Italia, seiscientas cuarenta
en Alemania, doscientas treinta y una,
cien en Francia, noventa y una en Turquía,
pero en España son ya mil tres.

Eso suma dos mil sesenta y cinco, ni más, ni menos. Si don Giovanni sedujera a donna Ana o a Zerlina al día siguiente, entonces habría una lista nueva.
Es obvio por qué la gente hace listas prácticas, Pero ¿por qué hace listas poéticas?

La retórica de la enumeración

Como he dicho, los escritores hacen listas o bien cuando el conjunto de elementos del que se ocupan es tan extenso que escapa a su capacidad de dominarlo, o bien cuando se enamoran del sonido de las palabras que designan una serie de cosas. En este último caso, uno pasa de una lista que se ocupa de referentes y significados a una lista que se ocupa de significantes.
Piensen en la genealogía de Jesús al principio del Evangelio de Mateo. Somos libres de dudar de la existencia histórica de muchos de esos antepasados, pero Mateo (o alguien en su lugar) quiso sin duda introducir a personas «reales» en el mundo de sus creencias, de modo que la lista tuviera un valor práctico y una función referencial. En cambio, las letanías de la Virgen Bendita —un catálogo de atributos prestado de pasajes de la Escritura o de la tradición y la devoción populares— tiene que recitarse como un mantra, casi como el «Om mani padme hum» de los budistas. No importa demasiado si el virgo es potens o clemens (en cualquier caso, hasta el Concilio Vaticano II, las letanías las recitaban en latín unos fieles que en su mayoría no entendían esa lengua). Lo que importa es que uno se ve embargado por el sonido hipnótico de la lista. Como sucede con las letanías de los santos, lo que importa no es qué nombres están presentes y cuáles ausentes en ellas, sino el hecho de que son enunciados rítmicamente durante un período de tiempo suficientemente largo.
Es este último tipo de motivación el que los retóricos de la Antigüedad analizaron y definieron con detalle. Examinaron muchos casos en los que era menos importante sugerir cantidades inagotables que atribuir propiedades a cosas por agregación, a menudo por puro disfrute de la iteración.
Las distintas formas de las listas consistían entonces en acumulaciones, es decir, secuencias y yuxtaposiciones de términos lingüísticos pertenecientes a la misma esfera conceptual. Una de esas formas de acumulación se conocía como enumerado, que aparece con regularidad en la literatura medieval. A veces, los términos de la lista parecen carecer de consistencia y homogeneidad, porque su intención era definir las propiedades de Dios, y Dios, según Pseudo Dionisio Areopagita, solo puede ser descrito por medio de imágenes disímiles. De ahí que, en el siglo V, Enodio escribiera que Cristo era «la fuente, el camino, el derecho, la roca, el león, el portador de la luz, el cordero; la puerta, la esperanza, la virtud, la palabra, la sabiduría, el profeta; la víctima, el vástago, el pastor, la montaña, el lazo, la paloma; la llama, el gigante, el águila, la esposa, la paciencia, el gusano»5. Esas listas, como las letanías de la virgen, se denominan panegíricos o encomiásticas.
Otra forma de acumulación es la congeries, una secuencia de palabras o frases que significan lo mismo, y en la que la misma idea se reproduce de manera muy numerosa. Eso se corresponde con el principio de la «amplificación oratoria», que ilustra el famoso primer discurso de Cicerón contra Catilina en el Senado romano (63 a.C): «¿Hasta cuándo has de abusar de nuestra paciencia, Catilina? ¿Cuándo nos veremos libres de tus sediciosos intentos? ¿A qué extremos se arrojará tu desenfrenada audacia? ¿No te arredran ni la nocturna guardia del Palatino, ni la vigilancia en la ciudad, ni la alarma del pueblo, ni el acuerdo de todos los hombres honrados, ni este protegidísimo lugar donde el Senado se reúne, ni las miradas y semblantes de todos los senadores? ¿No comprendes que tus designios están descubiertos? ¿No ves tu conjuración fracasada por conocerla ya todos?»6. Etcétera.
El incrementum, también conocido como climax o gradatio, es una forma ligeramente diferente. Aun refiriéndose al mismo campo conceptual, a cada, paso dice algo más, o con mayor intensidad. Un ejemplo de ello se encuentra, una vez más, en el primer discurso de Cicerón contra Catilina: «Nada haces, nada intentas, nada piensas que yo no oiga o vea o sepa con certeza»7.
La retórica clásica también define la enumeración por anáfora y la enumeración por asíndeton o polisíndeton. La anáfora es la repetición de la misma palabra al principio de cada oración o de cada verso. Puede que esto no constituya siempre lo que llamaríamos una lista. Hay un hermoso ejemplo de anáfora en el poema «Posibilidades» de Wislawa Szymborska.

Prefiero el cine.
Prefiero los gatos.
Prefiero los robles a orillas del Warta,
Prefiero Dickens a Dostoievski.
Prefiero que me guste la gente a amar a la humanidad.
Prefiero tener a mano hilo y aguja.
Prefiero no afirmar
que la razón es la culpable de todo.

Y etcétera, en veintiséis líneas más8.
El asíndeton es una estrategia retórica que omite las conjunciones entre los elementos de una serie. Un buen ejemplo es el clásico comienzo del Orlando furioso de Ariosto: «Las damas, caballeros, armas, amores, / y grandes hechos, quiero aquí cantar»9.
Lo contrario de un asíndeton es un polisíndeton, que une todos los elementos de una serie. En el libro II de El paraíso perdido de Milton, el verso 949 ilustra un asíndeton, seguido en el verso siguiente por un polisíndeton:

y con cabeza, manos, alas y pies,
nada, se sumerge, oscila, se arrastra y vuela.

Pero en la retórica tradicional, no hay una definición específica de aquello que nos impresiona en forma de la vertiginosa voracidad de la lista, especialmente en el caso de listas largas de cosas variadas, como en este breve pasaje de la novela de Italo Calvino El caballero inexistente:

Debéis disculpar: somos muchachas del campo [...] fuera de funciones religiosas, triduos, novenas, trabajos del campo, trillas, vendimias, fustigaciones de siervos, incestos, incendios, ahorcamientos, invasiones de ejércitos, saqueos, violaciones, pestilencias, no hemos visto nada10.

Cuando escribía mi tesis doctoral sobre estética medieval, leí mucha poesía medieval y descubrí cuánto amaba la enumeración la Edad Media. Tomen por ejemplo este elogio de la ciudad de Narbona que hizo Sidonius Apollinaris, quien vivió en el siglo V:

Salve Narbo, potens salubritate, urbe et rure simul bonus videri, muris, civibus, ambito, tabernis, portis, porticibus, foro theatro, delubris, capitoliis, monetis, thermis, arcubus, horreis, macellis, pratis, fontibus, insulis, salinis, stagnis, ilumine, merce, ponte, ponto; unus qui venerere iure divos Laeneum, Cererem, Palem, Minervan spicis, palmite, pascuis, trapetis.

No es necesario saber latín para apreciar este tipo de listas. Lo que cuenta es la obstinación de la enumeración; el tema de la lista —en este caso, los elementos arquitectónicos de la ciudad— es irrelevante. El único propósito verdadero de una buena lista es transmitir la idea de infinidad y el vértigo del etcétera.
A medida que me fui haciendo mayor y más sabio, descubrí las listas de Rabelais y de Joyce. Las listas representan una inmensa parte del vasto opus de cada uno de estos autores. Pero como no puedo pasar por alto estos modelos, que desempeñaron un papel decisivo en mi evolución como escritor, permítanme citar al menos dos pasajes.
El primero es de Gargantúa:

Jugaban al paso, a prima, al arrastre, al robo, al triunfo, a la picardía, a las cien, a la espineta, a la malilla, al engaño, a pasa diez, a las treinta y una, al chinchón, a las trescientas, a malas, a condenado, a pillar, al tormento, al ronquido, al glic, a figuras, a la morra, al ajedrez, al zorro, a tres en raya, a vacas, a la blanca, a suertes, a los tres dados, a las tablas, al chaquete, al farfullo, a la ranita, a los reales, al triquitraque, a tablero lleno, a tablero tapado, al mentiroso, al forzado, a las damas, al mono, a primus, secundus, al clavo, a las llaves, al cuadrado, a pares o nones, a cara o cruz, a las tablas, al agarrado, al croquet, al zapatero, al falso villano, a charlatanes, al jorobado, al santo aparecido, a los pellizcos, al peral, al pimpompedo, al danzarín, al corro, a batear, al vientre con vientre, a la comba, a la varita, al tejo, al ya llegué, al soplido, a los bolos, a las bolas, al disco, al virote, a la pica en Roma, a embucha-mierda, a Angenaxt, a bola corta, a la griega, a enroscarse, a la piñata, a mi capricho, a las piruetas, a los palillos, a la paja más corta, a volteretas, al escondite, a pique, a que se cae el puente, a la gallina quieta, a la corneja, al saltamonte, a la gallina ciega, a mírame y no me toques, al chivato, al monigote, al gamote, al pistón, al boliche, a las reinas, a los oficios, al cara a cara, a la pinocha, a la mala muerte, a los capones, a lavar la cofia, señora, a la criba, a sembrar arena, al novato, al molinete, a defendo, a la revirivuelta, al báculo, al labrador, a la lechuza, a la cara tapada, al descontento, al lansquenete, al cabrón, al que la tiene habla, a roba, pasa, juega, fuera, a las parejas, al inocente, a me lo pienso, a doblarse, a la escalera, a campanillas, al tarot, al pisaverde, quien gana pierde, al buho, al gazapo, al tirolirolí, al primero el cochinillo, a la cotorra, al cuerno, al buey violado, a la lechuza, al aguanta-cosquillas, a los pinchazos, a desherrar el asno, al laralí, al tararí que te vi, a las sillas, a barba de vela, a la basquiña, a las sacadas, a librar, a pásame el saco, compadre, a rabo de carnero, al bote, a higos de Marsella, a la mosca, al arquero, a desollar el zorro...11

Y así sucesivamente, por espacio de varias páginas más.
El segundo extracto procede del Ulises de Joyce, y representa un pequeño fragmento del decimoséptimo capítulo (que tiene más de cien páginas). Es una relación de solo algunas de las cosas que Bloom encuentra en el aparador de su cocina:

¿Qué contenía el primer cajón que abrió? Un cuaderno de caligrafía Veré Foster, propiedad de Milly (Millicent) Bloom, algunas páginas del cual tenían dibujos diagramáticos marcados Papi, que mostraban una gran cabeza esférica con 5 pelos tiesos, 2 ojos de perfil, el tronco completamente de frente con 3 grandes botones, 1 pie triangular; 2 fotografías descoloridas de la reina Alejandra de Inglaterra y de Maud Branscombre, actriz y belleza profesional; una felicitación de Navidad, mostrando una representación pictórica de una planta parásita, el rótulo Mitzpah, la fecha Navidad 1892, el nombre de los remitentes; del señor y la señora M. Comerford, y la aleluya Ojalá esta Navidad te traiga felicidad, un cabo de lacre rojo parcialmente licuefacto, obtenido de los almacenes de la empresa Hely's Limited, calle Dame 89, 90 y 91; una caja que contenía el resto de una gruesa de plumillas «J», obtenidas del mismo departamento de la misma empresa; un viejo reloj de arena que se volcaba conteniendo arena que se volcaba; una profecía sellada (nunca abierta) escrita por Leopold Bloom en 1886 sobre las consecuencias de la aprobación del proyecto de Ley de Autonomía de William Ewart Gladstone, en 1886 (nunca aprobado como Ley); un tíquet de tómbola N.° 2004, de la feria de beneficencia de San Kevin, precio 6 peniques, 100 premios; una epístola infantil, fechada lunes 1 minúscula, que decía: P mayúscula Papi coma ce mayúscula Cómo estás signo de interrogación y griega mayúscula Yo muy bien punto y aparte empezar párrafo firma con rúbrica eme mayúscula Milly sin punto; un broche de camafeo, propiedad de Ellen Bloom (nacida Higgins), fallecida; un alfiler para echarpe con camafeo, propiedad de Rudolph Bloom (nacido Virag), fallecido; 3 cartas a máquina, dirigidas a Henry Flower, Lista de Correos Dolphins Barn: el nombre transliterado y la dirección de la remitente de las tres cartas en criptograma reservado alfabético boustrofedóntico puntuado cuatrilinear (suprimidas las vocales) N. IGS./WI.UU. OX/W. OKS. MH/ Y. IM; un recorte de prensa de un semanario inglés, Modern Society, tema el castigo corporal en las escuelas de niñas; una cinta rosa que había festoneado un huevo de Pascua el año 1899; dos preservativos de goma parcialmente desenrollados con bolsa de reserva, adquiridos por correo de Apartado 32, Lista de Correos, Charing Cross, Londres W.C.; 1 paquete de 1 docena de sobres color crema y papel de cartas ligeramente rayado, con filigrana, ahora reducidos a 3; algunas monedas austrohúngaras variadas; 2 cupones de la Lotería con Privilegio Real de Hungría; una lente de aumento de baja potencia…12

Bajo esa clase de influencias, y con un gusto rabelaisiano por la acumulación, a principios de los años sesenta escribí una carta a mi hijo (que en ese momento tenía 1 año) en la que le decía que en cuanto fuera posible, le daría un gran montón de armas de juguete con el fin de convertirle de mayor en un pacifista convencido. He aquí el arsenal que mencioné:

Así que te regalaré fusiles. De dos cañones. De repetición. Subfusiles. Cañones. Bazookas. Sables. Ejércitos de soldaditos de plomo en uniforme completo de batalla. Castillos con puentes levadizos. Fortificaciones a arrasar. Casamatas, almacenes de pólvora, destructores, cazas. Ametralladoras, dagas, revólveres. Cok y Winchester. Fusiles Chassepot, del 91, Garands, cartuchos, arquebuces, culebrinas, tirachinas, ballestas, bolas de plomo, catapultas, aviones Firebrand, granadas, balistas, espadas, picas, arietes, alabardas y anclas de escalada. Y piezas de ocho, como las del capitán Flint (en memoria de Long John Silver y Ben Gunn), puñales, como los que le gustaban tanto a Don Barrejo, piezas toledanas para dar con ellas el golpe de las tres pistolas y dejar seco al marqués de Montelimar, o usar la finta napolitana con la que el barón de Sigognac fulminaba al primer rufián que se atreviera a robarle a su Isabella. Y luego hachas de batalla, partisanos, misericordes, krises, jabalinas, cimitarras, dardos y bastones como el que John Carradine sostenía cuando se electrocutó en la tercera vía, y quien no se acuerde, peor para él. Y alfanjes que harían palidecer de envidia a Carmaux y Van Stiller, y pistolas con arabescos como jamás vio sir James Brook (de otro modo no se hubiera rendido ante el sardónico, enésimo cigarrillo del portugués), y estiletos de hojas triangulares, como la que el discípulo de sir William, cuando el día se apagaba suavemente sobre Clignancourt, mató al asesino Zampa, quien mató a su propia madre, la vieja y sorda Fipart. Y peras vaginales, como las que introdujeron en la boca del carcelero La Ramée mientras el duque de Beaufort, los pelos de su barba cobriza aún más fascinantes gracias a los constantes cuidados de un peine de plomo, se alejaba degustando ya la futura ira de Mazarino. Y bocas de cañón con agujas, para ser disparadas por hombres de dientes con manchas rojas de betel, y pistolas con culata de madreperla, para ocuparse de corsarios árabes de pelo brillante y piernas nerviosas, arcos efectivísimos, que ponen verde al sherif de Nottingham, y cuchillos de escalpar, como el que Minnehaha seguramente usó o (ya que eres bilingüe) Winnetou. Pequeñas pistolas planas, de marsina, para golpes de ladrón gentilhombre, o pesadísimas Luger que ocupan todo el bolsillo o llenan toda una axila a lo Michael Shayne. Y más fusiles. Fusiles, fusiles de Jesse James y Wild Bill Hickok o de Sambigliong, de avancarga. En otras palabras, armas. Muchas armas. Esto te traerán tus navidades13.

Cuando empecé a escribir El nombre de la rosa, tomé prestados de antiguas crónicas los nombres de distintas clases de vagabundos, ladrones y herejes errantes para dar una idea de la gran confusión social y religiosa que prevaleció durante el siglo XIV en Italia. Mi lista venía justificada por la cantidad de ese tipo de gente poco ortodoxa y errática, pero está claro que me complací en ampliar ese batiburrillo por afición al flatus vocis, al puro placer del sonido.

Con palabras truncadas, obligándome a recordar lo poco que sabía de provenzal y de algunos dialectos italianos, me contó su fuga de la aldea natal, y su vagabundeo por el mundo. Y en su relato reconocí a muchos que ya había conocido o encontrado por el camino, y ahora reconozco a muchos otros que conocí más tarde, de modo que quizá, después de [...]
[...] Salvatore viajó por diversos países, desde su Monferrate natal hacia la Liguria, y después a Provenza, para subir luego hacia las tierras del rey de Francia.
Salvatore vagó por el mundo, mendigando, sisando, fingiéndose enfermo, sirviendo cada tanto a algún señor, para volver después al bosque y al camino real. Por el relato que me hizo, lo imaginé unido a aquellas bandas de vagabundos que luego, en los años que siguieron, vería pulular cada vez más por toda Europa: falsos monjes, charlatanes, tramposos, truhanes, perdularios y harapientos, leprosos y tullidos, caminantes, vagabundos, cantores ambulantes, clérigos apatridas, estudiantes que iban de un sitio a otro, tahúres, malabaristas, mercenarios inválidos, judíos errantes, antiguos cautivos de los infieles que vagaban con la mente perturbada, locos, desterrados, malhechores con las orejas cortadas, sodomitas, y, mezclados con ellos, artesanos ambulantes, tejedores, caldereros, silleros, afiladores, empajadores, albañiles, junto con pícaros de toda calaña, tahúres, bribones, pillos, granujas, bellacos, tunantes, faramalleros, saltimbanquis, trotamundos, buscones, y canónigos y curas simoníacos y prevaricadores, y gente que ya solo vivía de la inocencia ajena, falsificadores de bulas y sellos papales de indulgencias, falsos paralíticos que se echaban a la puerta de las iglesias, tránsfugas de los conventos, vendedores de reliquias, perdonadores, adivinos y quiromantes, nigromantes, curanderos, falsos mendicantes, y fornicadores de toda calaña, corruptores de monjas y de muchachas por el engaño o la violencia, falsos hidrópicos, epilépticos fingidos, seudohemorróidicos, simuladores de gota, falsos llagados, e incluso falsos dementes, melancólicos ficticios. Algunos se aplicaban emplastos en el cuerpo para fingir llagas incurables, otros se llenaban la boca de una sustancia del color de la sangre para simular esputos de tuberculoso, y había pícaros que simulaban la invalidez de alguno de sus miembros, que llevaban bastones sin necesitarlos, que imitaban ataques de epilepsia, que se fingían sarnosos, con falsos bubones, con tumores simulados, llenos de vendas, pintados con tintura de azafrán, con hierros en las manos y vendajes en la cabeza, colándose hediondos en las iglesias y dejándose caer de golpe en las plazas, escupiendo baba y con los ojos en blanco, echando por la nariz una sangre hecha con zumo de moras y bermellón, para robar comida o dinero a las gentes atemorizadas que les recordaban la invitación de los santos padres a la limosna: comparte tu pan con el hambriento, ofrece tu casa al que no tiene techo, visitemos a Cristo, recibamos a Cristo, porque así como el agua purga al fuego, la limosna purga nuestros pecados.
También después de la época a la que me estoy refiriendo he visto y sigo viendo, a lo largo del Danubio, muchos de aquellos charlatanes, que, como los demonios, tenían sus propios nombres y sus propias subdivisiones [...]
Era como légamo que se derramaba por los senderos de nuestro mundo, y entre ellos se mezclaban predicadores de buena fe, herejes en busca de nuevas presas, sembradores de discordia [...]
[...] y así había pasado a formar parte de unas sectas y grupos de penitentes cuyos nombres no sabía repetir y cuyas doctrinas apenas lograba explicar. Deduje que se había encontrado con patarinos y valdenses, y quizá también con cátaros, arnaldistas y humillados, y que vagando por el mundo había pasado de un grupo a otro, asumiendo poco a poco como misión su vida errante, y haciendo por el Señor lo que hasta entonces había hecho por su vientre14.
1 Para ser rigurosos, deberíamos decir que la expresión «Jesucristo» se refiere a dos objetos diferentes, y que cuando alguien pronuncia ese nombre deberíamos —para dar significado a la pronunciación— determinar qué tipo de creencias religiosas (o no religiosas) comparte el hablante.
2 Sobre estas cuestiones, véase Umberto Eco, The Role of the Reader, Bloomington, Indiana University Press, 1979.
3 Véase Umberto Eco, El vértigo de las listas, trad. de María Pons Irazazábal, Barcelona, Lumen, 2009.
4 Sobre la diferencia enere listas «pragmáticas» y «literarias», véase Robert E. Belknap, The List, New Haven, Yale University Press, 2004. Una valiosa antología de listas literarias se encuentra asimismo en Francis Spufford, ed., The Chatto Book of Cabbages and Kings: Lists in Literature, Londres, Chatto and Windus, 1989. Belknap piensa que las listas «pragmáticas» pueden extenderse hasta el infinito (un listín telefónico, por ejemplo, puede alargarse cada año, y podemos alargar una lista de la compra de camino a la tienda), mientras que las listas que llama «literarias» son de hecho cerradas debido a las restricciones formales de la obra que las contiene (métrica, rima, forma de soneto, etcétera). Me parece que es fácil darle la vuelta a ese argumento. En la medida en que designan una serie finita de cosas en un momento determinado, las listas prácticas son necesariamente finitas. Pueden extenderse, sin duda, como sucede con un listín telefónico, pero el listín de 2008, comparado con el de 2007, es simplemente otra lista. En contraste con ello, y a pesar de las restricciones que implican las técnicas artísticas, todas las listas poéticas que mencionaré más adelante podrían extenderse ad infinitum.
5 Enodio, Carmina, libro 9, secc. 323C, en Patrología Latina, ed. de J.P. Migne, vol. 63, París, 1847.
6 Cicerón, «Primera Catilinaria», trad. de Juan Bautista Calvo, Barcelona, Planeta, 1994.
7 Ibíd.
8 Wislawa Szymborska, «Posibilidades», en Poesía no completa, trad. de Abel A. Murcia Soriano y Gerardo Beltrán, México, Fondo de Cultura Económica, 2009.
9 Traducción de Hernando Alcocer, 1550.
10 Italo Calvino, El caballero inexistente, traducción de Esther Benítez, Madrid, Siruela, 1989.
11 François Rabelais, Gargantúa y Pantagruel, trad. de Juan Borja, Madrid, Akal, 2004.
12 James Joyce, Ulises, trad. de José María Valverde, Barcelona, Lumen, 2010, pp. 862-863.
13 Umberto Eco, Diario mínimo.

14 Umberto Eco, El nombre de la rosa, trad. de Ricardo Pochtar, Barcelona, Lumen, 2005.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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