2
Autor, texto e intérpretes
Sucede a veces que un
traductor de alguna de mis obras me plantea la siguiente pregunta:
«Me he perdido a la hora de interpretar este pasaje, porque es
ambiguo. Se puede leer de dos maneras diferentes. ¿Cuál fue su
intención?».
Dependiendo del caso, tengo
tres posibles respuestas:
1. Es cierto. He escogido una
expresión equivocada. Por favor, elimine cualquier malentendido.
Haré lo mismo en la próxima edición italiana.
2. He querido ser
deliberadamente ambiguo. Si lee con atención, verá que esa
ambigüedad guarda relación con la manera de leer el texto. Por
favor, esfuércese por mantener la ambigüedad en su versión.
3. No me di cuenta de que
fuera ambiguo, y, para ser sincero, no tuve intención de que lo
fuera. Pero como lector, esa ambigüedad me parece absolutamente
fascinante, y fructífera para desentrañar el texto. Por favor,
esfuércese por mantener ese efecto en su traducción.
Ahora, si yo hubiera muerto
hace algunos años (una hipótesis contraria a los hechos que tiene
muchas posibilidades de hacerse realidad antes de que acabe este
siglo), mi traductor —actuando como lector e intérprete normal de
mi texto— podría haber llegado de forma independiente a una de las
siguientes conclusiones, que de hecho coinciden con mis posibles
respuestas:
1.
La ambigüedad en cuestión no tiene sentido y complica la
comprensión del texto por parte del lector. Probablemente, el autor
no se dio cuenta de ello, así que es mejor eliminar la ambigüedad.
«Quandoque bonus dormitat Homerus» («A veces, incluso el buen
Homero dormita»).
2.
Es posible que el autor quisiera ser deliberadamente ambiguo, así
que yo debería respetar esa decisión.
3.
Es posible que el autor no se diera cuenta de que estaba siendo
ambiguo. Pero desde un punto de vista textual, ese efecto de
incertidumbre es rico en connotaciones e insinuaciones que resultan
muy fructíferas para la estrategia textual en conjunto.
Lo
que me gustaría decir aquí es que los llamados escritores
«creativos» (y ya he explicado lo que puede significar ese pícaro
término) no deberían facilitar jamás interpretaciones de su propio
texto. Un texto es una máquina perezosa que desea implicar a los
lectores en su trabajo, es decir, es un artilugio concebido para
provocar interpretaciones (como escribí en mi libro The
Role of the Reader). A
la hora de interpretar un texto, es irrelevante preguntar al autor.
Al mismo tiempo, el lector o la lectora no pueden ofrecer una
interpretación cualquiera según su antojo, sino que tienen que
asegurarse de que el texto, de algún modo, no solamente legitima una
lectura determinada, sino que también la incita.
En
Los
límites de la interpretación, distingo
entre la intención del autor, la intención del lector y la
intención del texto.
En
1962 escribí Obra
abierta1.
En
ese libro, enfatizo el papel activo del intérprete en la lectura de
textos dotados de valor estético. Cuando escribí esas páginas, mis
lectores se concentraron principalmente en la parte «abierta» del
asunto, subestimando el hecho de que la lectura de final abierto que
yo apoyaba era una actividad suscitada por (y pensada para
interpretar) la obra en cuestión. En otras palabras, estudié la
dialéctica existente entre los derechos de los textos y los derechos
de sus intérpretes. Tengo la impresión de que en el transcurso de
las últimas décadas, los derechos de los intérpretes han cobrado
una importancia excesiva.
En
varios de mis escritos, he explicado con detalle la idea de la
semiosis ilimitada que acuñara C. S. Peirce. Pero la
idea
de la semiosis ilimitada no lleva a la conclusión de que la
interpretación carece de criterios. En primer lugar, la
interpretación ilimitada se refiere a sistemas, no a procesos.
Permitan
que me explique. Un sistema lingüístico es un mecanismo a partir y
a través del cual pueden producirse infinitas cadenas lingüísticas.
Si consultamos un diccionario para averiguar el significado de un
término, encontramos definiciones y sinónimos —es decir, otras
palabras— y tratamos de entender el significado de esas otras
palabras, de modo que a partir de su definición podamos pasar a
otras palabras, y así sucesivamente, en una cadena que puede
alargarse ad
infinitum. Un
diccionario, como dijo Joyce en Finnegans
Wake,
es
un
libro escrito para un lector ideal que padezca
un insomnio ideal. Un buen diccionario debe ser circular, debe decir
qué significa la palabra «gato» usando otras palabras; de otro
modo, bastaría con cerrar el diccionario, señalar a un gato y
decir: «Esto es un gato». Muy sencillo, y a todos nos han dado a
menudo ese tipo de explicación en nuestra infancia. Pero no es de
esa forma como conocemos el significado de «dinosaurio», «sin
embargo», «Julio César» o «libertad».
En
contraste con ello, un texto, en cuanto resultado de la manipulación
de las posibilidades de un sistema, no está abierto de la misma
manera. Cuando uno compone un texto, reduce el rango de posibles
elecciones lingüísticas. Si uno escribe: «Juan se está comiendo
una...», hay una gran prohabilidad de que la siguiente palabra sea
un sustantivo, y de que ese sustantivo no sea «escalera» (si bien
en determinados contextos podría ser «espada»). Al reducir la
posibilidad de generar cadenas infinitas, un texto reduce también la
posibilidad de intentar determinadas interpretaciones. En el léxico
inglés, el pronombre «yo» significa «quienquiera que pronuncie la
frase en la que sale "yo"». Por consiguiente, según el
conjunto de posibilidades que ofrece el diccionario, «yo» puede
referirse al presidente Lincoln, a Osama bin Laden, a Groucho Marx, a
Nicole Kidman o a cualquier otro de los miles de millones de
individuos que viven en el mundo presente, pasado o futuro. Pero en
una carta firmada con mi nombre, «yo» significa «Umberto Eco»,
con independencia de las objeciones que hizo Jacques Derrida a John
Searle en el transcurso de su famoso debate sobre la firma y el
contexto2.
Decir
que las interpretaciones de un texto son potencialmente ilimitadas no
significa que la interpretación no tenga objeto o cosa existente
alguna (hecho o texto) sobre la que concentrarse. Decir que un texto
potencialmente no tiene fin no significa que cada acto de
interpretación pueda llevar a un final feliz. Por este motivo, en
Los
límites de la interpretación propuse
una suerte de criterio de falsificabilidad (inspirado por el filósofo
Karl Popper): si bien puede resultar difícil decidir si una
interpretación determinada es buena, o decidir cuál de las dos
interpretaciones de un mismo texto es mejor, siempre es posible ver
que una interpretación determinada es descaradamente falsa, alocada
o descabellada.
Algunas teorías
contemporáneas de la crítica dicen que la única lectura fiable de
un texto es una interpretación errónea, y que un texto solo existe
en virtud de la cadena de respuestas que suscita. Pero esa cadena de
respuestas representa los usos infinitos que podemos hacer de un
texto (podríamos, por ejemplo, usar una Biblia en lugar de un leño
en nuestra chimenea), no el conjunto de interpretaciones que dependen
de una serie de conjeturas aceptables sobre la intención de ese
texto.
¿Cómo
se puede demostrar que una conjetura sobre la intención de un texto
es aceptable? La única manera de hacerlo es cotejarla con el texto
contemplado como un conjunto coherente. Esta idea es vieja, y procede
de san Agustín (De
doctrina christiana): cualquier
interpretación de un determinado fragmento de un texto es aceptable
si se ve confirmada por otro fragmento del mismo texto (y debe
rechazarse si ese otro fragmento la desafía). En este sentido, la
coherencia textual interna controla unos impulsos del lector que de
otro modo serían incontrolables.
Permítanme
poner un ejemplo referente a un texto que alienta las
interpretaciones más atrevidas de forma intencionada y
programática,
Finnegans
Wake. En
los años sesenta, en la revista A
Wake Newslitter, hubo
un debate sobre alucinaciones históricas factuales que podían
identificarse en Finnegans
Wake; por
ejemplo, referencias al Anschluss
germano-austríaco
y al Pacto de Munich de septiembre de 19383.
Para desafiar esas interpretaciones, Nathan Halper señaló que la
palabra Anschluss
tiene
también significados cotidianos apolíticos (como «conexión» e
«inclusión»), y que la lectura política no venía apoyada por el
contexto. Para demostrar lo fácil que era encontrar absolutamente
cualquier cosa en Finnegans
Wake, Halper
usó el ejemplo de Beria. En primer lugar, en el principio de «En la
fábula del Ondt y el Gracehoper», encontró la expresión «So vi
et!» y pensó que podía referirse a la cuasicomunista sociedad de
las hormigas. Una página más adelante, encontró una alusión a un
«berial», a primera vista una variante de «burial», entierro.
¿Podía tratarse de una referencia al ministro soviético Lavrenti
Beria? Pero resulta que Beria era desconocido en Occidente antes del
9 de diciembre de 1938, cuando fue nombrado comisario de pueblo para
Asuntos Internos (hasta entonces, no era más que un funcionario
común), y en diciembre de 1938, Joyce ya había dado su manuscrito a
la imprenta. Además, la palabra «berial» aparecía en una versión
de 1929 publicada en transition
12. La
cuestión parecía resolverse a partir de comprobaciones externas,
aunque algunos intérpretes se mostraron dispuestos a dotar a Joyce
de poderes proféticos y de la capacidad de predecir el ascenso de
Beria. Ridículo, sin duda, pero entre los admiradores de Joyce se
encuentran cosas aún más tontas.
Más
interesantes son las pruebas internas, es decir, textuales. En un
número posterior de
A Wake Newslitter, Ruth
von Phul señaló que la intención de «so vi et» podía ser
también una especie de «amén» pronunciado por miembros de cuerpos
religiosos autoritarios; que el contexto general de esas páginas no
era político, sino bíblico; que el Ondt dice: «¡Tan extenso como
el reino de Beppy florecerá mi reinado!»; que «Beppy» es el
diminutivo italiano de «José»; que «berial» podría ser una
alusión oblicua al José de la Biblia (hijo de Jacob y Raquel), que
fue enterrado figuradamente dos veces, en el pozo y
en
la prisión; que José engendró a Effaín, quien a su vez engendró
a Beria (Crónicas 23:10); que el hermano de José, Asher, tuvo un
hijo llamado Beria (Génesis
45:30),
y así sucesivamente4.
Muchas de las alusiones que
halla Von Phul son sin duda descabelladas, pero parece innegable que
en esas páginas, todas las referencias son de naturaleza bíblica.
Así, la comprobación textual excluye a Lavrenti Beria del opus
joyceano. Y san Agustín hubiera estado de acuerdo.
Un
texto es un artefacto concebido para producir su Lector Modelo. Este
lector no es el que hace la «única conjetura acertada». Un texto
puede prever un Lector Modelo destinado a ensayar infinitas
conjeturas. El Lector Empírico, en cambio, es simplemente un actor
que hace conjeturas sobre el tipo de Lector Modelo requerido por el
texto. Puesto que la
intención del texto consiste básicamente en producir un Lector
Modelo capaz de hacer conjeturas sobre el mismo, la tarea del Lector
Modelo consiste en encontrar un Autor Modelo, que no es el Autor
Empírico y que se ajusta en última instancia a la intención del
texto.
Identificar la intención de
un texto significa identificar una estrategia semiótica. A veces, la
estrategia semiótica se puede detectar en el terreno de las
convenciones estilísticas establecidas. Si una historia comienza con
«Érase una vez», tengo buenos motivos para pensar que se trata de
un cuento de hadas, y que el Lector Modelo evocado y requerido es un
niño (o un adulto ansioso por reaccionar con un espíritu infantil).
Naturalmente, podría haber un matiz de ironía, y en ese caso el
texto subsiguiente debería leerse de una forma más sofisticada.
Pero aunque a medida que desciframos el texto podemos ver que es así
como tiene que leerse, lo importante es que el texto finge empezar
como un cuento de hadas.
Cuando
un texto es lanzado al mundo como un mensaje en una botella —y esto
sucede no solo con la poesía o la narrativa, sino también con
libros como la Crítica
de la razón pura de
Kant—, es decir, cuando un texto se produce no para un solo
destinatario, sino para una comunidad de lectores, el autor sabe que
no será interpretado de acuerdo con sus intenciones, sino de acuerdo
con una compleja estrategia de interacciones que implica también a
los lectores, junto con
su competencia en su lenguaje como antología social. Con «antología
social» no quiero decir solamente una lengua dada compuesta por una
serie de reglas gramaticales, sino también toda la enciclopedia que
han generado las ejecuciones de la lengua: las convenciones
culturales que esa lengua ha producido y la historia de las
interpretaciones previas de sus muchos textos, incluido el texto que
el lector está leyendo.
El acto de leer tiene que
tomar en consideración todos estos elementos, incluso siendo
improbable que un solo lector los domine todos. Así que cada acto de
lectura es una transacción compleja entre la competencia del lector
(el conocimiento del mundo que posee el lector) y el tipo de
competencia que un texto determinado requiere para ser leído de una
manera «económica», o sea, de una manera que aumenta la
comprensión y el disfrute del texto, y que viene apoyada por el
contexto.
El Lector Modelo de una
historia no es el Lector Empírico. Cuando leemos un texto, el Lector
Empírico es usted, yo, cualquiera. Los Lectores Empíricos pueden
leer de muchas maneras, y no existe ninguna ley que les diga cómo
leer, porque a menudo usan el texto como vehículo de sus propias
pasiones, que pueden venir de fuera del texto o que el texto puede
despertar por casualidad.
Dejen
que les cuente algunas situaciones divertidas en las que uno de mis
lectores actuó como Lector Empírico, más
que como Lector Modelo. Un amigo de la infancia al que no había
visto durante años me escribió lo siguiente tras la publicación de
mi segunda novela, El
péndulo de Foucault. «Querido
Umberto, no recuerdo haberte contado la patética historia de mis
tíos, pero creo que has sido muy indiscreto al usarla en tu novela».
Bien, resulta que en mi libro hay un par de episodios relativos a un
tal tío Charles y una tal tía Catherine, que en la historia son el
tío y la tía del protagonista, Jacopo Belbo. Es verdad que esas
personas existieron. Con pocas modificaciones, yo estaba contando una
historia de mi infancia sobre unos tíos míos, que por supuesto se
llamaban de manera distinta que los personajes. Respondí a mi amigo
diciendo que el tío Charles y la tía Catherine eran mis parientes,
no los suyos (así que el coypright
era
mío), y que yo ni siquiera sabía que él tenía tíos o tías. Mi
amigo se disculpó: la historia le había absorbido tanto que creyó
reconocer acontecimientos que sucedieron a sus tíos, algo que no es
imposible, ya que en tiempos de guerra (el período al que mi
recuerdo
retrocedía), cosas similares pueden suceder a diferentes tíos y
tías.
¿Qué le había pasado a mi
amigo? Había buscado en mi historia algo que estaba a su vez en su
memoria personal. No interpretó mi texto, sino que más bien lo usó.
Difícilmente se puede prohibir utilizar un texto para ensoñaciones
personales; de hecho, todos lo hacemos a menudo, pero no se trata de
un asunto público. Utilizar un texto de esa manera supone moverse
dentro de él como si fuera nuestro propio diario íntimo.
Existen ciertas reglas del
juego, y el Lector Modelo es alguien ansioso por jugar ese juego. Mi
amigo olvidó el nombre del juego y sobrepuso sus propias
expectativas como Lector Empírico con las expectativas que tenía el
autor de un Lector Modelo.
En
el capítulo 115 de El
péndulo de Foucault, mi
héroe, Casaubon, en la noche del 23 al 24 de junio de 1984, después
de asistir a una ceremonia ocultista en el Conservatorio de Artes y
Oficios de París, recorre a pie como poseído toda la rué
Saint-Martín, cruza la rue aux Ours, llega al Centro Beaubourg, y
luego a la iglesia de Saint-Merri. Después, continúa por varias
calles, que en el libro figuran todas con sus nombres, hasta que
llega a la place des Vosges.
Como he dicho anteriormente,
para escribir ese capítulo recorrí la misma ruta varias noches,
llevando una grabadora, anotando lo que veía y las impresiones que
tenía (estoy revelando aquí mis métodos como Autor Empírico). Sin
embargo, como tenía un programa de ordenador que me mostraba el
aspecto del cielo a cualquier hora del día, en cualquier longitud o
latitud, averigüé incluso que esa noche había luna, y que podía
verse desde lugares concretos en momentos distintos. No hice eso
porque quisiera emular el realismo de Émile Zola, sino (como ya he
dicho) porque al narrar me gusta tener delante el escenario sobre el
que estoy escribiendo.
Después de publicar la
novela, recibí una carta de un hombre que era evidente que había
ido a la Biblioteca Nacional para leer todos los periódicos del 24
de junio de 1984. Y descubrió que en la esquina de la rue Réaumur
—que yo no nombraba, pero que atraviesa la rue Saint-Martin en un
punto determinado—, después de medianoche, más o menos en el
momento en que pasaba por allí Casaubon, se había producido un
incendio, y tuvo que haber sido grande, ya que los diarios hablaron
de él. El lector me preguntó cómo se las arregló Casaubon para no
verlo.
Respondí
que, ciertamente, Casaubon había visto el incendio, pero que no lo
había mencionado por alguna misteriosa razón desconocida para mí,
cosa que resultaba bastante verosímil en una historia tan cargada de
misterios, verdaderos y falsos. Sin duda, mi lector sigue intentando
averiguar por qué Casaubon guardó silencio sobre ese fuego,
sospechando otra conspiración de los Caballeros Templarios. La
verdad es que probablemente no pasé por esa
esquina
a medianoche, o que pasé justo antes de que se desatara el incendio
o poco después de que fuera extinguido. No lo sé. Solo sé que mi
lector usó mi texto para sus propios propósitos: quería que
correspondiera en todo detalle con lo que había sucedido en el mundo
real.
Ahora,
dejen que les
cuente
otra historia sobre la misma noche. La diferencia es que, en el caso
que acabo de mencionar, un lector quisquilloso quería que mi relato
coincidiera con el mundo real, mientras que en el ejemplo que sigue
los lectores querían que el mundo real se ajustara a mi ficción, un
caso algo diferente y más gratificante.
Dos estudiantes de la Escuela
de Bellas Artes de París vinieron a ensenarme un álbum de fotos en
el que habían reconstruido la ruta entera de Casaubon. Habían
encontrado y fotografiado todos los lugares que yo mencionaba, uno
por uno, a la misma hora nocturna. AI final del capítulo 115,
Casaubon sale de una alcantarilla y entra, por el sótano, en un bar
asiático lleno de clientes sudorosos, barriletes de cerveza y
esputos grasientos. Los estudiantes encontraron ese bar e hicieron
una foto. No hace falta decir que el bar fue una invención mía, si
bien lo diseñé pensando en los muchos bares de aquel vecindario;
pero esos dos chavales habían descubierto sin duda el bar descrito
en mi libro. Repito: esos estudiantes no sobrepusieron en su deber
como Lectores Modelo la preocupación del Lector Empírico que quiere
comprobar y ver si mi novela describía el París real. Más bien
quisieron transformar el París «real» en un lugar que existía en
mi libro. De hecho, de todo lo que pudieron haber encontrado en
París, eligieron solo los aspectos que se ajustaban a las
descripciones contenidas en mi texto.
Ese bar existía en mi texto,
aun cuando yo creí que simplemente me lo había imaginado.
Confrontada con su presencia en el texto, la intención del Autor
Empírico se vuelve bastante irrelevante. A menudo, los autores dicen
cosas de las que no son conscientes; solo después de recibir las
reacciones de sus lectores descubren lo que han dicho.
Hay sin embargo un caso en el
que puede resultar revelador fijarse en las intenciones del Autor
Empírico. Es cuando el autor aún vive, los críticos han ofrecido
sus interpretaciones del texto y se puede preguntar al autor o a la
autora hasta qué punto, como persona empírica, fue consciente de
las múltiples interpretaciones que sostiene el texto. En ese punto,
la respuesta del autor no debería usarse para validar las
interpretaciones del texto, sino para mostrar las discrepancias entre
su intención y la intención del texto. El propósito del
experimento es más teórico que crítico.
Finalmente, está el caso en
que el autor es también un teórico textual. Ahí, el autor puede
responder de dos maneras distintas. La respuesta podría ser: «No he
querido decir eso, pero tengo que admitir que el texto lo dice, y
agradezco al lector que me haya llamado la atención al respecto». O
podría ser: «Independientemente del hecho de que no he querido
decir esto, pienso que un lector razonable no debería aceptar
semejante interpretación, porque es antieconómica».
Permitan
que les explique ahora algunos casos en los que, como Autor Empírico,
tuve que rendirme ante un lector que se
había adherido a la intención de mi texto.
En
Apostillas
a «El nombre de la rosa», dije
que sentí un estremecimiento de satisfacción al leer una reseña
que citaba una observación de Guillermo al final del juicio, en el
capítulo «Quinto día. Prima». «¿Qué es lo que más os aterra
de la pureza?», pregunta Adso. Y Guillermo contesta: «La prisa».
Me encantaron, y siguen encantándome, esas dos líneas. Pero
entonces uno de mis lectores observó que en la misma página,
Bernardo Gui, amenazando al cillerero con torturarle, dice: «Al
contrario de lo que creían los pseudoapóstoles, la justicia no
lleva prisa, y
la
de Dios tiene siglos por delante». El lector me preguntó con
acierto qué conexión había querido yo establecer entre la prisa
que temía Guillermo y la ausencia de prisa ensalzada por Bernardo.
No fui capaz de responder.
De hecho, el intercambio entre
Adso y Guillermo no existe en el manuscrito original; añadí ese
breve diálogo en las galeradas, porque por razones de equilibrio y
de ritmo, necesitaba insertar unas pocas líneas más antes de volver
a cederle el escenario a Bernardo. Y olvidé por completo que, un
poco más tarde, Bernardo habla de la prisa. Usa una expresión
estereotipada, el tipo de frase que esperaríamos de un juez, un
lugar común del tipo «todos somos iguales ante la ley». Y, ay de
mí, yuxtapuesto con la prisa que menciona Guillermo, la prisa que
menciona Bernardo da la impresión de que está diciendo algo
fundamental en lugar de algo de carácter formulario; y está
justificado que el lector se pregunte si los dos hombres están
diciendo lo mismo o si el aborrecimiento de la prisa expresado por
Guillermo no es imperceptiblemente diferente del aborrecimiento de la
prisa expresado por Bernardo. El texto está ahí, y produce sus
propios efectos. Tanto si así lo quise como si no, nos vemos ahí
confrontados con una cuestión, una provocativa ambigüedad, y me
pierdo a la hora de resolver ese conflicto, si bien me doy cuenta de
que un significado está allí al acecho (quizá incluso muchos
significados).
Un
autor que titula su libro El
nombre de la rosa tiene
que estar dispuesto a tropezar con múltiples interpretaciones del
título. Como Autor Empírico, escribí (en las Apostillas)
que
elegí ese título precisamente para dar libertad al lector: «La
rosa es una figura simbólica tan densa que, por tener tantos
significados, ya casi los ha perdido todos: rosa mística, y como
rosa ha vivido lo que viven las rosas, la guerra de las Dos Rosas,
una rosa es una rosa es una rosa, los rosacruces...». Por otra
parte, un estudioso descubrió que algunos manuscritos tempranos de
De
contemptu mundi, de
Bernard de Morlay —de donde tomé prestado el hexámetro que cierra
mi novela: «Stat rosa prístina nomine, nomina nuda tenemus» («La
rosa de antaño solo sobrevive en su nombre; los nombres, por sí
solos, son todo lo que tenemos»)—, decían «Stat Roma pristina
nomine», que al fin y al cabo suena más coherente con el resto del
poema y sus alusiones a la Babilonia perdida5.
Así que, de haber dado con una versión diferente del poema de
Morlay, el título de mi novela podría haber sido El
nombre de Roma (y
hubiera adquirido matices fascistas).
Pero
resulta que el título es El
nombre de la rosa, y
ahora entiendo lo difícil que era restringir las infinitas series de
connotaciones que suscita la palabra «rosa». Podría haber
intentado multiplicar las posibles lecturas hasta el extremo de que
cada una de ellas se tornara irrelevante, y como resultado, hubiera
producido una enorme e inevitable serie de interpretaciones. Pero el
texto está ahí, por el mundo, y el Autor Empírico tiene que
guardar silencio.
Cuando
llamé «Casaubon» a uno de los personajes principales de El
péndulo de Foucault, estaba
pensando en Isaac Casaubon, quien demostró en 1614 que el Corpus
Hermeticum era
una falsificación; y leyendo El
péndulo de Foucault, se
encuentran algunos paralelismos entre lo que el gran filólogo
entendió y lo que acaba entendiendo mi personaje. Fui consciente de
que pocos lectores captarían la alusión, pero fui igualmente
consciente de que, en términos de estrategia textual, ese
conocimiento no era indispensable. (Quiero decir que se puede leer mi
novela y entender a mi Casaubon sin saber nada del Casaubon
histórico. A muchos autores les gusta meter determinadas contraseñas
en sus textos en beneficio de unos pocos lectores experimentados.)
Antes de terminar mi
novela, descubrí por casualidad que Casaubon también era un
personaje de Middlemarch,
de
George Eliot, una novela que yo había leído décadas atrás pero
que había olvidado. Fue ese un caso en el que, como Autor Modelo,
intenté eliminar una posible referencia a George Eliot. En el
capítulo 10, la traducción española contiene el siguiente diálogo
entre Belbo y Casaubon:
—...
por cierto, ¿cuál es su nombre?
—Casaubon.
—¿No
era un personaje de Middlemarch?
—No
lo sé. De todas maneras, también era un filólogo del Renacimiento,
creo. Pero no somos parientes6.
Hice
lo que pude para evitar lo que consideraba una referencia inútil a
Mary Ann Evans. Pero luego, un lector astuto, David Robey, observó
que el Casaubon de Eliot escribía un libro titulado Clave
para todas las mitologías.
Como Lector Modelo, me sentí obligado a aceptar esa asociación. El
texto, sumado a unos conocimientos enciclopédicos, permite hallar
esa relación a cualquier lector culto. Tiene sentido. Mal asunto
para el Autor Empírico, que no es tan astuto como sus lectores.
Del
mismo modo, mi novela se titula El
péndulo de Foucault porque
el péndulo del que habla lo inventó Léon Foucault. Si
el
artilugio lo hubiera inventado Ben Franklin, el títuío hubiera sido
El
péndulo de Franklin. Esta
vez, fui consciente desde el principio de que alguien podría olerse
una alusión a Michel Foucault: mis personajes están obsesionados
por las analogías, y Foucault escribió sobre el paradigma de la
similitud. Como Autor Empírico, no estaba satisfecho con ese posible
vínculo. Suena como un chiste, y no un chiste inteligente. Pero el
péndulo que inventó Léon era el héroe de mi relato, y fijaba el
título; así, esperé que mi Lector Modelo no intentara establecer
un vínculo superficial con Michel. Me equivoqué: muchos lectores
astutos lo hicieron. El texto está ahí. Quizá tengan razón; quizá
yo sea responsable de un chiste superficial; quizá el chiste no sea
tan superficial. No lo sé. Ahora mismo el asunto está ya fuera de
mi control.
Ahora vamos a fijarnos en
casos en los que —aunque puede que haya olvidado mis intenciones
iniciales, mientras actúo de Lector Modelo y examino el texto—
creo que tengo derecho, como cualquier ser humano, a rechazar
interpretaciones que no parecen económicas.
Helena
Costiucovich, antes de traducir (magistralmente) al ruso El
nombre de la rosa, escribió
un largo ensayo sobre el libro7.
En un determinado momento, menciona un libro de Émile Henriot
titulado La
Rose de Bratislava (1946),
que trata de la caza de un misterioso manuscrito y concluye con la
destrucción de una biblioteca por medio del fuego. La historia
sucede en Praga, y al principio de mí novela yo menciono Praga.
Además, uno de mis bibliotecarios se llama Berengario, y uno de los
bibliotecarios del libro de Henriot también se llama Berengario.
Yo
no había leído la novela de Henriot; ni siquiera sabía que
existía. He leído interpretaciones en las que mis críticos
consultan fuentes que yo conocía, y me alegré mucho de que
descubrieran de una forma tan astuta lo que yo había escondido de
una forma tan astuta para llevarles a encontrarlo, por ejemplo el
hecho de que en Doctor
Fausto, de
Thomas Mann, Serenus Zeitblom y Adrian Leverkühn eran el modelo de
la relación narrativa entre Adso y Guillermo en El
nombre de la rosa. Los
lectores me han informado de fuentes que yo desconocía, y me encantó
ser considerado suficientemente erudito para citarlas (hace poco, un
joven medievalista me dijo que Casiodoro, en el siglo VI, menciona a
un bibliotecario ciego). He leído análisis críticos en los que el
intérprete descubre influencias que yo no tenía en mente al
escribir, pero que ciertamente se contaron entre mis lecturas de
juventud; está claro que, de manera inconsciente, habían ejercido
alguna influencia sobre mí. Mi amigo Giorgio Celli, por ejemplo,
dijo que mis lectores de antaño incluyeron seguramente las novelas
del escritor simbolista Dmitri Merezhkovski, y me di cuenta de que
tenía razón.
Como
lector ordinario de El
nombre de la rosa (dejando
aparte la circunstancia de que yo soy el autor del libro), creo que
el razonamiento de Helena Costiucovich no demuestra
nada
interesante. La búsqueda de un misterioso manuscrito y la
destrucción de una biblioteca por el fuego son tópicos literarios
muy comunes, y podría citar muchos otros libros que los usan. Praga
se menciona al principio de la novela, pero si en lugar de Praga
hubiera mencionado Budapest, habría sido lo mismo. Praga no
desempeña un papel crucial en el relato.
Por
cierto, cuando El
nombre de la rosa se
tradujo en cierto país del bloque del Este, mucho antes de la
perestroika,
el
traductor me llamó y me dijo que la referencia que abre la novela a
la invasión de Checoslovaquia por parte de Rusia podría causar
problemas. Respondí que no aprobaba modificación alguna de mi
texto, y que si lo censuraban de cualquier manera, pediría
responsabilidades al editor. Luego, en broma, añadí: «Menciono
Praga al principio porque es una de mis ciudades mágicas. Pero
también me gusta Dublín. Ponga "Dublín" en lugar de
"Praga". No hay ninguna diferencia». El traductor
protestó: «¡Pero Dublín no fue invadida por los rusos!». Y yo
repliqué: «No es culpa mía».
Finalmente,
los nombres «Berengario» y «Berngardo» podrían ser una
coincidencia. En cualquier caso, el Lector Modelo debe admitir que
las cuatro coincidencias —manuscrito, incendio, Praga y Berengario—
son interesantes. Y como Autor Empírico, no tengo derecho a hacer
objeciones. A pesar de todo esto, recientemente di con una copia del
texto francés de Henriot, y descubrí que el nombre del
bibliotecario de
su libro no es Berngardo, sino Bernhard, Bernhard Marr. Probablemente
Costiucovich se basara en una edición rusa que contenía una
transliteración errónea de ese nombre del cirílico. Así que al
menos una de las curiosas coincidencias queda eliminada, y mi Lector
Modelo puede relajarse un poco.
Pero Helena Costiucovich
escribió algo más a la hora de fijar paralelismos entre mi libro y
el de Henriot. Dijo que en la novela de Henriot, el codiciado
manuscrito era la copia original de las memorias de Casanova. Y
resulta que en mi novela hay un personaje secundario llamado Hugo de
Newcastle (en el original italiano, Ugo di Novocastro). La conclusión
de Costiucovich es que «solo pasando de un nombre a otro es posible
concebir el nombre de la rosa».
Como Autor Empírico, podría
decir que Hugo de Newcastle no es una invención mía, sino un
personaje histórico mencionado en las fuentes medievales que
utilicé: el episodio del encuentro entre la delegación franciscana
y los representantes del Papa procede realmente de una crónica del
siglo XIV. Pero no se puede esperar que el lector lo sepa, y mi
reacción no puede ser tenida en cuenta. Sin embargo, pienso que sí
tengo el derecho a expresar mi opinión como lector ordinario. En
primer lugar, «Newcastle» no es una traducción de «Casanova»,
que si acaso debería traducirse por «New House» (etimológicamente
hablando, el significado del nombre latino «Novocastro» es «Ciudad
Nueva» o «Campamento Nuevo»). Así que «Newcastle» sugiere
«Casanova» de la misma manera que podría sugerir «Newton».
Pero hay otros elementos que
pueden demostrar textualmente que la hipótesis de Costiucovich es
antieconómica. En primer lugar, Hugo de Newcastle aparece en la
novela desempeñando un papel muy marginal, y no tiene nada que ver
con la biblioteca. Si el texto quisiera sugerir una relación
oportuna entre Hugo y la biblioteca (así como entre él y el
manuscrito), hubiera tenido que decir algo más. Pero en el texto no
hay ni una palabra de eso. En segundo lugar, Casanova fue —al
menos, de acuerdo con el conocimiento enciclopédico culturalmente
compartido— un amante profesional y un calavera, pero en la novela
nada deja asomo de duda sobre la virtud de Hugo. En tercer lugar, no
hay ningún vínculo evidente entre un manuscrito de Casanova y un
manuscrito de Aristóteles, y la novela no alude en ninguna parte al
libertinaje como una forma de comportamiento elogiable. Como Lector
Modelo de mi propia novela, me veo con derecho a decir que esa
búsqueda de una «conexión Casanova» no lleva a ninguna parte.
Una
vez, en un debate, un lector me preguntó qué quise decir con la
frase «La felicidad suprema reside en tener lo que se tiene». Me
desconcertó, y afirmé que yo jamás habría escrito esa frase.
Estaba seguro de ello, y por muchas razones. En primer lugar, no creo
que la felicidad resida en tener lo que uno
tiene; ni siquiera Snoopy se atribuiría semejante banalidad. En
segundo lugar, es poco probable que un personaje medieval piense que
la felicidad reside en tener lo que uno tiene, ya que en la forma de
pensar de la Edad Media, la felicidad era un estado futuro que
se alcanzaba por medio del sufrimiento en el presente. De modo
que repetí que yo nunca habría escrito esa frase, y mi interlocutor
me miró como si fuera incapaz de distinguir lo que yo mismo he
escrito.
Más
tarde me tropecé con la frase. Sale en El
nombre de la rosa,
en la descripción del éxtasis erótico de Adso en la cocina.
Este episodio, como puede adivinar fácilmente hasta el más torpe de
mis lectores, está elaborado a partir de citas del Cantar de los
Cantares y de la mística medieval. En cualquier caso, incluso
no estando identificadas las fuentes, el lector puede ver que esas
páginas describen los sentimientos de un hombre joven después de su
primera (y probablemente última) experiencia sexual. Si releemos la
frase en su contexto (quiero decir, en el contexto de la novela,
no necesariamente en el contexto de las fuentes medievales),
encontramos: «¡Oh, Señor! Cuando el alma cae en éxtasis, la
única virtud reside en amar lo que se ve (¿verdad?), la máxima
felicidad reside en tener lo que se tiene». O sea, «la
felicidad reside en tener lo que se tiene» no en general, en
cualquier momento de la vida, sino solamente en el momento de la
visión extática. Es este un caso en el que resulta innecesario
conocer la intención del Autor Empírico: la intención del
texto
es evidente. Y si las palabras inglesas tienen un sentido
convencional, el verdadero sentido del texto no es el sentido que ese
lector —obedeciendo a algún impulso de su idiosincrasia—
creyó que quería transmitir. Entre la intención inaccesible del
autor y la discutible intención del lector existe también una
transparente intención del texto que descarta interpretaciones sin
sostén.
Disfruté
leyendo un hermoso libro de Robert F. Fleissner, A
Rose by Another Name: A Survey on Literary Flora from Shakespeare to
Eco (y
espero que Shakespeare hubiera estado orgulloso de encontrar su
nombre asociado al mío). Al hablar de los distintos vínculos
que encontró entre mi rosa y todas las demás rosas de la literatura
mundial, Fleissner dice algo bastante interesante: quiere hacer ver
«cómo la rosa de Eco deriva de El
tratado naval de
Doyle, que a su vez debe mucho a la admiración que Cuff siente por
su flor en La
piedra lunar8.
Pues
bien, soy un adicto irredento a Wilkie Collins, pero no recuerdo (y
tampoco lo recordé cuando escribía mi novela) que el personaje
de Cuff tuviera una pasión por las rosas. Creo que he leído todo lo
que escribió Arthur Conan Doyle, pero tengo que confesar que no
recuerdo El
tratado naval. Pero
no importa: en mi novela hay tantas referencias explícitas a
Sherlock Holmes que mi texto también puede sostener ese
vínculo. Pero, a pesar de mi mente abierta, pienso que Fleissner
sobreinterpreta cuando, al tratar de demostrar cuánto «eco» de la
admiración de Holmes por las rosas hay en mi Guillermo, cita este
pasaje de mi libro: «"Frangula", dijo de pronto Guillermo,
inclinándose para observar una planta, que, como era invierno,
reconoció por el arbusto. "La infusión de su corteza es
buena"».
Es curioso que Fleissner corte
su cita después de «buena». Tras una coma, mi texto continúa con
«para las hemorroides». Sinceramente, creo que el Lector Modelo no
está invitado a tomar «frangula» por una alusión a las rosas.
Giosuè
Musca escribió un análisis crítico de El
péndulo de Foucault que
considero de los mejores que he leído en mi vida9.
Ya
desde el comienzo, admite haberse dejado corromper por el hábito de
mis personajes de ir en búsqueda de analogías, y se pone a buscar
relaciones. Señala de forma magistral muchas citas ocultas y
analogías estilísticas que quise que fueran descubiertas; encuentra
otras relaciones en las que yo no pensé, pero que suenan muy
convincentes; y desempeña el papel de lector paranoico hallando
relaciones que me asombran, pero que soy incapaz de desautorizar,
incluso sabiendo que pueden distraer al lector. Por ejemplo, parece
que el nombre del ordenador, Abulafía, junto con el nombre de tres
de los principales personajes, Belbo, Casaubon y Diotallevi, se
corresponden con las iniciales ABCD. No hace falta decir que hasta
que terminé el manuscrito, el ordenador
tenía un nombre distinto: los lectores podrían objetar que,
inconscientemente, los cambié con el único fin de obtener una serie
alfabética. Parece que a Jacopo Belbo le encanta
el whisky, y sus iniciales son, y ya es raro, JB. No sirve de
nada el reparo de que durante todo el proceso de escritura, su nombre
no era Jacopo, sino Stefano, y que lo cambié por Jacopo en el último
momento. No hay alusión alguna al whisky
J&B.
Las únicas objeciones que
puedo hacer a mi libro como Lector Modelo son 1) que la serie
alfabética ABCD es textualmente irrelevante si los nombres del resto
de personajes no alargan la cadena hasta X, Y y Z, y 2) que Belbo
también toma martinis y, además, su leve adicción al alcohol no es
su rasgo más importante.
En
contraste con ello, no puedo discutir con mi lector cuando observa
también que Cesare Pavese, un escritor al que amé y al que sigo
amando, nació en un pueblo llamado Santo Stefano Belbo, y que mi
Belbo, un melancólico piamontés, recuerda a Pavese. En efecto
(aunque mi Lector Modelo se supone que no conoce este detalle), yo
pasé mi infancia a las orillas del río Belbo, donde superé algunas
de las pruebas que atribuyo a Jacopo Belbo. Es cierto que todo esto
pasó hace mucho tiempo, antes de que yo empezara a conocer a Pavese,
de modo que cambié el nombre original de Stefano Belbo por Jacopo
Belbo precisamente para evitar una relación evidente con Pavese y
Jacopo Belbo. Pero no era
suficiente, y mi lector acertó al encontrar una relación entre
Pavese y Jacopo Belbo. Probablemente, hubiera acertado igual si yo
hubiera puesto a Belbo cualquier otro nombre.
Podría
seguir con ejemplos de este tipo, pero me he decantado por mencionar
solamente los que resultaban más
elocuentes.
He descartado otros casos, más complejos, porque me arriesgaba a
adentrarme demasiado en asuntos de interpretación filosófica o
estética. Espero que estarán ustedes de acuerdo en que he
introducido al Autor Empírico en este juego solo para subrayar su
irreíevancia y reafirmar los derechos del texto.
Sin
embargo, a medida que me aproximo al final de mis observaciones,
tengo la impresión de haber sido poco generoso con el Autor
Empírico. Hay por lo menos un caso en que el testimonio del Autor
Empírico cumple una función importante no tanto para permitir a los
lectores
entender
mejor sus textos como para ayudarles a entender el impredecible
devenir de todo proceso creativo. Comprender el proceso creativo
significa también entender cómo ciertas soluciones textuales llegan
por casualidad, o como resultado de mecanismos inconscientes. Eso nos
ayuda a comprender la diferencia entre la estrategia del texto —un
objeto lingüístico que los Lectores Modelo tienen ante sus ojos,
posibilitándoles emitir juicios, independientemente de las
intenciones del Autor Empírico— y la historia de la evolución de
ese texto.
Algunos
de los ejemplos que he ofrecido pueden funcionar en esa dirección.
Permitan ahora que añada otros
dos
ejemplos curiosos, dotados de un rasgo especial: se refieren
solamente a mi vida personal y carecen de un equivalente textual,
detectable. En el negocio de la interpretación, son irrelevantes.
Ilustran simplemente cómo un texto, que es un artefacto concebido
para suscitar interpretaciones, acaba convirtiéndose a veces en un
magma de origen profundo que no tiene nada que ver —o aún no lo
tiene— con la literatura.
Primera
historia. En El
péndulo de Foucault, el
joven Casaubon está enamorado de una chica brasileña llamada
Amparo. Giosuè Musca encontró, burla burlando, una relación con el
físico André-Marie Ampère, quien estudió la fuerza magnética
entre las corrientes eléctricas. Demasiado astuto. No sé por qué
escogí ese nombre. Me di
cuenta
de que no era un nombre brasileño, así que decidí escribir (en el
capítulo 23) lo siguiente: «Nunca he entendido por qué esa
descendiente de holandeses afincados en Recife y mezclados con indios
y con negros sudaneses, con el rostro de una jamaicana y la cultura
de una parisina, tenía un nombre español». En otras palabras,
escogí el nombre de «Amparo» como si hubiera venido de fuera de mi
novela.
Meses después de la
publicación del libro, un amigo me preguntó: «¿Por qué "Amparo"?
¿No es el nombre de una montaña, o de una chica que está mirando
una montaña?». Y a continuación, explicó: «Hay una canción,
"Guajira Guantanamera", en la que sale algo como "Amparo"».
Oh, Dios mío. Conocía muy bien esa canción, aunque no recordaba ni
una palabra de la letra. La cantaba a mediados de los años cincuenta
una chica de la que estuve entonces enamorado. Era latinoamericana, y
muy hermosa. No era brasileña, ni marxista, ni negra ni histérica
como Amparo; pero está claro que, al inventarme a la encantadora
chica latinoamericana, pensé inconscientemente en esa otra imagen de
mi juventud, cuando tenía la edad de Casaubon. Había pensado en esa
canción, y de alguna manera el nombre de «Amparo», que había
olvidado por completo, emigró de mi inconsciente a la página. Esta
historia es completamente irrelevante para la interpretación de la
novela. Por lo que se refiere al texto, Amparo es Amparo es Amparo es
Amparo.
Segunda
historia. Quienes han leído El
nombre de la rosa saben
que trata de un misterioso manuscrito, que esa obra perdida es el
segundo libro de la Poética
de
Aristóteles, que sus páginas están impregnadas de veneno y que
viene descrito (en el capítulo «Séptimo día. Noche») así: «Leyó
en voz alta la primera página y después no siguió, como si no le
interesase saber más. Hojeó rápidamente las otras páginas, hasta
que de pronto encontró resistencia, porque en la parte superior del
margen lateral, y a lo largo del borde, los folios estaban pegados
unos con otros, como sucede cuando —al humedecerse y deteriorarse—
la materia con que están hechos se convierte en una cola viscosa».
Escribí
esas líneas a finales de 1979. En los años siguientes, y quizá
porque tras publicar El
nombre de la rosa empecé
a tratar más a menudo a bibliotecarios y coleccionistas de libros (y
ciertamente porque tenía un poco más de dinero a mi disposición),
me convertí en un coleccionista de libros raros. Había sucedido
antes, en el transcurso de mi vida, que yo comprara algún libro
viejo, pero lo había hecho por casualidad, y solamente si eran
baratos. Solo en los últimos veinticinco años he sido un
coleccionista serio de libros, y «serio» significa que uno tiene
que consultar catálogos especializados y tiene que escribir, para
cada libro, una ficha técnica, que incluya el cotejo, la información
histórica sobre las ediciones previas y posteriores, y una
descripción precisa del estado físico de la copia. Esta última
tarea requiere una jerga técnica para especificar si el libro tiene
manchas amarillentas o está amarronado, si presenta restos de
humedad o está manchado, si tiene hojas con una capa acuática o
almidonadas, márgenes recortados, borraduras, una encuadernación
endurecida, juntas rozadas, etcétera.
Un
día, hurgando en los estantes superiores de la librería de mi casa,
encontré una copia de la Poética
de
Aristóteles anotada por Antonio Riccoboni, Padua, 1587. Lo había
olvidado por completo. La cifra 1.000 estaba escrita en lápiz en la
guarda, y eso significaba que compré el libro en alguna parte por
1.000 liras (hoy, unos setenta céntimos de dólar), probablemente en
los años cincuenta. Mis catálogos decían que se trataba de una
segunda edición, no excesivamente rara, y qué había una copia en
el Museo Británico. Pero me gustaba tenerlo porque por lo visto era
difícil de encontrar, y en cualquier caso un comentario de Riccoboni
era menos conocido y se citaba menos que, digamos, los de Robortello
o Castelvetro.
Así
que empecé a escribir mí descripción. Copié la página del título
y descubrí que la edición tenía un apéndice titulado «Ejusdem
Ars Cómica ex Aristotele», que decía presentar el libro perdido de
Aristóteles sobre la comedia. Evidentemente, Riccoboni había
intentado reconstruir el segundo libro perdido de la Poética.
No
era ese, sin embargo, un empeño insólito, y continué completando
la descripción física del volumen. Entonces tuve una experiencia
similar a la de un tal Zasetsky, descrita por el neuropsicólogo
soviético A. R. Luria10.
Zasetsky perdió parte de su cerebro durante la Segunda Guerra
Mundial, y con ello toda su memoria y su capacidad de hablar, aunque
sí podía escribir. Su mano escribía automáticamente toda la
información que él era incapaz de pensar, y paso a paso reconstruyó
su propia identidad leyendo lo que había escrito.
De
modo similar, yo contemplaba el libro de una manera fría y técnica,
redactando mi descripción, cuando de repente me di cuenta de que
estaba reescribiendo El
nombre de la rosa. La
única diferencia era que a partir de la página 120, cuando empieza
la Ars
Cómica, los
márgenes inferiores estaban seriamente dañados, más que los
superiores, pero el resto era el mismo. Las páginas, progresivamente
amarronadas y manchadas de humedad, se pegaban en los bordes, y
parecía que hubieran sido embadurnadas con una repugnante sustancia
viscosa.
Tenía en mis manos, en forma
impresa, el manuscrito que había descrito en mi novela. Lo había
tenido durante años en una estantería de mi casa.
No fue una coincidencia
extraordinaria, como tampoco un milagro. Compré el libro en mi
juventud, le eché una ojeada, me di cuenta de que estaba muy
manchado, lo puse en alguna parte y me olvidé de él. Pero, mediante
una especie de cámara interna, yo había fotografiado esas páginas,
y durante décadas la imagen de esas hojas venenosas se quedó en la
parte más recóndita de mi alma, hasta el momento en que resurgió
—no sé por qué—, y creí que había inventado el libro.
Esta
historia, como la primera, no tiene nada que ver con una posible
interpretación de El
nombre de la rosa. La
moraleja, si tiene alguna, es que la vida privada de los Autores
Empíricos es, hasta cierto punto, incluso más insondable que sus
textos. Entre la misteriosa historia de una creación textual y la
incontrolable deriva de sus lecturas futuras, el texto qua
texto
no deja de representar una presencia reconfortante, un punto al que
podemos agarrarnos con rapidez.
2
Véase Jacques Derrida, «Signature
Event Context» (1971), Glyph,
I (1977), pp. 172-177,
reimpreso en Derrida, Limited
Inc., y John Searle,
«Reiterating the Differences: A Reply to Derrida», Glyph,
1 (1977), pp. 198-208,
reimpreso en Searle, The
Construction of Social Reality, Nueva
York, Free Press, 1995 (hay trad. cast.: La
construcción de la realidad social, Barcelona,
Paidós Ibérica, 1997).
3
Véase Philip L. Graham, «Late Historical Events», A
Wake Newslitter (octubre de 1964), pp.
13-14; Nathan Halper, «Notes on Late Historical Events», A
Wake Newslitter (octubre de 1965), pp.
15-16.
5
Hay que observar, sin embargo, que en
términos de cantidad silábica, la o
de «Roma» es larga, de
modo que el dáctilo inicial del hexámetro no funcionaría. «Rosa»
es por lo tanto la lectura correcta.
6
Umberto Eco, El
péndulo de Foucault, Barcelona,
Lumen. Traducción de R.P., revisada por Helena Lozano.
7
Helena Costiucovich, «Umberto Eco:
Imia Rosi», Sovriemiennaya
hudoziestviennaya literatura za rubiezom, 5 (1982),
pp. 101 y ss.
8
Robert R Fleissner, A Rose by Another
Name: A Survey of Literary Flora from Shakespeare to Eco, West
Cornwall (Reino Unido), Locust Hill Press, 1989, p. 139.
10
A. R Luria, The Man with a Shattered
World: The History of a Brain Wound, Cambridge
(Massachusetts), Harvard University Press, 1987 (hay trad. cast.:
Mundo perdido y recuperado: historia
de
una lesión, Oviedo, KRK, 2010).
una lesión, Oviedo, KRK, 2010).
Título
original: Confessions
of a Young Novelist
Primera edición: septiembre de
2011
© 2011, The President and
Fellows of Harvard College
© 2011, de la presente
edición en castellano para todo el mundo:
Random House Mondadori, S.A.
Travessera de Gracia, 47-49.
08021 Barcelona
© 2011, Guillera Sans Mora,
por la traducción