domingo, 19 de agosto de 2018

UMBERTO ECO. CONFESIONES DE UN JOVEN NOVELISTA.


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Autor, texto e intérpretes


Sucede a veces que un traductor de alguna de mis obras me plantea la siguiente pregunta: «Me he perdido a la hora de interpretar este pasaje, porque es ambiguo. Se puede leer de dos maneras diferentes. ¿Cuál fue su intención?».
Dependiendo del caso, tengo tres posibles respuestas:

1. Es cierto. He escogido una expresión equivocada. Por favor, elimine cualquier malentendido. Haré lo mismo en la próxima edición italiana.
2. He querido ser deliberadamente ambiguo. Si lee con atención, verá que esa ambigüedad guarda relación con la manera de leer el texto. Por favor, esfuércese por mantener la ambigüedad en su versión.
3. No me di cuenta de que fuera ambiguo, y, para ser sincero, no tuve intención de que lo fuera. Pero como lector, esa ambigüedad me parece absolutamente fascinante, y fructífera para desentrañar el texto. Por favor, esfuércese por mantener ese efecto en su traducción.

Ahora, si yo hubiera muerto hace algunos años (una hipótesis contraria a los hechos que tiene muchas posibilidades de hacerse realidad antes de que acabe este siglo), mi traductor —actuando como lector e intérprete normal de mi texto— podría haber llegado de forma independiente a una de las siguientes conclusiones, que de hecho coinciden con mis posibles respuestas:

1. La ambigüedad en cuestión no tiene sentido y complica la comprensión del texto por parte del lector. Probablemente, el autor no se dio cuenta de ello, así que es mejor eliminar la ambigüedad. «Quandoque bonus dormitat Homerus» («A veces, incluso el buen Homero dormita»).
2. Es posible que el autor quisiera ser deliberadamente ambiguo, así que yo debería respetar esa decisión.
3. Es posible que el autor no se diera cuenta de que estaba siendo ambiguo. Pero desde un punto de vista textual, ese efecto de incertidumbre es rico en connotaciones e insinuaciones que resultan muy fructíferas para la estrategia textual en conjunto.

Lo que me gustaría decir aquí es que los llamados escritores «creativos» (y ya he explicado lo que puede significar ese pícaro término) no deberían facilitar jamás interpretaciones de su propio texto. Un texto es una máquina perezosa que desea implicar a los lectores en su trabajo, es decir, es un artilugio concebido para provocar interpretaciones (como escribí en mi libro The Role of the Reader). A la hora de interpretar un texto, es irrelevante preguntar al autor. Al mismo tiempo, el lector o la lectora no pueden ofrecer una interpretación cualquiera según su antojo, sino que tienen que asegurarse de que el texto, de algún modo, no solamente legitima una lectura determinada, sino que también la incita.
En Los límites de la interpretación, distingo entre la intención del autor, la intención del lector y la intención del texto.
En 1962 escribí Obra abierta1. En ese libro, enfatizo el papel activo del intérprete en la lectura de textos dotados de valor estético. Cuando escribí esas páginas, mis lectores se concentraron principalmente en la parte «abierta» del asunto, subestimando el hecho de que la lectura de final abierto que yo apoyaba era una actividad suscitada por (y pensada para interpretar) la obra en cuestión. En otras palabras, estudié la dialéctica existente entre los derechos de los textos y los derechos de sus intérpretes. Tengo la impresión de que en el transcurso de las últimas décadas, los derechos de los intérpretes han cobrado una importancia excesiva.
En varios de mis escritos, he explicado con detalle la idea de la semiosis ilimitada que acuñara C. S. Peirce. Pero la idea de la semiosis ilimitada no lleva a la conclusión de que la interpretación carece de criterios. En primer lugar, la interpretación ilimitada se refiere a sistemas, no a procesos.
Permitan que me explique. Un sistema lingüístico es un mecanismo a partir y a través del cual pueden producirse infinitas cadenas lingüísticas. Si consultamos un diccionario para averiguar el significado de un término, encontramos definiciones y sinónimos —es decir, otras palabras— y tratamos de entender el significado de esas otras palabras, de modo que a partir de su definición podamos pasar a otras palabras, y así sucesivamente, en una cadena que puede alargarse ad infinitum. Un diccionario, como dijo Joyce en Finnegans Wake, es un libro escrito para un lector ideal que padezca un insomnio ideal. Un buen diccionario debe ser circular, debe decir qué significa la palabra «gato» usando otras palabras; de otro modo, bastaría con cerrar el diccionario, señalar a un gato y decir: «Esto es un gato». Muy sencillo, y a todos nos han dado a menudo ese tipo de explicación en nuestra infancia. Pero no es de esa forma como conocemos el significado de «dinosaurio», «sin embargo», «Julio César» o «libertad».
En contraste con ello, un texto, en cuanto resultado de la manipulación de las posibilidades de un sistema, no está abierto de la misma manera. Cuando uno compone un texto, reduce el rango de posibles elecciones lingüísticas. Si uno escribe: «Juan se está comiendo una...», hay una gran prohabilidad de que la siguiente palabra sea un sustantivo, y de que ese sustantivo no sea «escalera» (si bien en determinados contextos podría ser «espada»). Al reducir la posibilidad de generar cadenas infinitas, un texto reduce también la posibilidad de intentar determinadas interpretaciones. En el léxico inglés, el pronombre «yo» significa «quienquiera que pronuncie la frase en la que sale "yo"». Por consiguiente, según el conjunto de posibilidades que ofrece el diccionario, «yo» puede referirse al presidente Lincoln, a Osama bin Laden, a Groucho Marx, a Nicole Kidman o a cualquier otro de los miles de millones de individuos que viven en el mundo presente, pasado o futuro. Pero en una carta firmada con mi nombre, «yo» significa «Umberto Eco», con independencia de las objeciones que hizo Jacques Derrida a John Searle en el transcurso de su famoso debate sobre la firma y el contexto2.
Decir que las interpretaciones de un texto son potencialmente ilimitadas no significa que la interpretación no tenga objeto o cosa existente alguna (hecho o texto) sobre la que concentrarse. Decir que un texto potencialmente no tiene fin no significa que cada acto de interpretación pueda llevar a un final feliz. Por este motivo, en Los límites de la interpretación propuse una suerte de criterio de falsificabilidad (inspirado por el filósofo Karl Popper): si bien puede resultar difícil decidir si una interpretación determinada es buena, o decidir cuál de las dos interpretaciones de un mismo texto es mejor, siempre es posible ver que una interpretación determinada es descaradamente falsa, alocada o descabellada.
Algunas teorías contemporáneas de la crítica dicen que la única lectura fiable de un texto es una interpretación errónea, y que un texto solo existe en virtud de la cadena de respuestas que suscita. Pero esa cadena de respuestas representa los usos infinitos que podemos hacer de un texto (podríamos, por ejemplo, usar una Biblia en lugar de un leño en nuestra chimenea), no el conjunto de interpretaciones que dependen de una serie de conjeturas aceptables sobre la intención de ese texto.
¿Cómo se puede demostrar que una conjetura sobre la intención de un texto es aceptable? La única manera de hacerlo es cotejarla con el texto contemplado como un conjunto coherente. Esta idea es vieja, y procede de san Agustín (De doctrina christiana): cualquier interpretación de un determinado fragmento de un texto es aceptable si se ve confirmada por otro fragmento del mismo texto (y debe rechazarse si ese otro fragmento la desafía). En este sentido, la coherencia textual interna controla unos impulsos del lector que de otro modo serían incontrolables.
Permítanme poner un ejemplo referente a un texto que alienta las interpretaciones más atrevidas de forma intencionada y programática, Finnegans Wake. En los años sesenta, en la revista A Wake Newslitter, hubo un debate sobre alucinaciones históricas factuales que podían identificarse en Finnegans Wake; por ejemplo, referencias al Anschluss germano-austríaco y al Pacto de Munich de septiembre de 19383. Para desafiar esas interpretaciones, Nathan Halper señaló que la palabra Anschluss tiene también significados cotidianos apolíticos (como «conexión» e «inclusión»), y que la lectura política no venía apoyada por el contexto. Para demostrar lo fácil que era encontrar absolutamente cualquier cosa en Finnegans Wake, Halper usó el ejemplo de Beria. En primer lugar, en el principio de «En la fábula del Ondt y el Gracehoper», encontró la expresión «So vi et!» y pensó que podía referirse a la cuasicomunista sociedad de las hormigas. Una página más adelante, encontró una alusión a un «berial», a primera vista una variante de «burial», entierro. ¿Podía tratarse de una referencia al ministro soviético Lavrenti Beria? Pero resulta que Beria era desconocido en Occidente antes del 9 de diciembre de 1938, cuando fue nombrado comisario de pueblo para Asuntos Internos (hasta entonces, no era más que un funcionario común), y en diciembre de 1938, Joyce ya había dado su manuscrito a la imprenta. Además, la palabra «berial» aparecía en una versión de 1929 publicada en transition 12. La cuestión parecía resolverse a partir de comprobaciones externas, aunque algunos intérpretes se mostraron dispuestos a dotar a Joyce de poderes proféticos y de la capacidad de predecir el ascenso de Beria. Ridículo, sin duda, pero entre los admiradores de Joyce se encuentran cosas aún más tontas.
Más interesantes son las pruebas internas, es decir, textuales. En un número posterior de A Wake Newslitter, Ruth von Phul señaló que la intención de «so vi et» podía ser también una especie de «amén» pronunciado por miembros de cuerpos religiosos autoritarios; que el contexto general de esas páginas no era político, sino bíblico; que el Ondt dice: «¡Tan extenso como el reino de Beppy florecerá mi reinado!»; que «Beppy» es el diminutivo italiano de «José»; que «berial» podría ser una alusión oblicua al José de la Biblia (hijo de Jacob y Raquel), que fue enterrado figuradamente dos veces, en el pozo y en la prisión; que José engendró a Effaín, quien a su vez engendró a Beria (Crónicas 23:10); que el hermano de José, Asher, tuvo un hijo llamado Beria (Génesis 45:30), y así sucesivamente4.
Muchas de las alusiones que halla Von Phul son sin duda descabelladas, pero parece innegable que en esas páginas, todas las referencias son de naturaleza bíblica. Así, la comprobación textual excluye a Lavrenti Beria del opus joyceano. Y san Agustín hubiera estado de acuerdo.

Un texto es un artefacto concebido para producir su Lector Modelo. Este lector no es el que hace la «única conjetura acertada». Un texto puede prever un Lector Modelo destinado a ensayar infinitas conjeturas. El Lector Empírico, en cambio, es simplemente un actor que hace conjeturas sobre el tipo de Lector Modelo requerido por el texto. Puesto que la intención del texto consiste básicamente en producir un Lector Modelo capaz de hacer conjeturas sobre el mismo, la tarea del Lector Modelo consiste en encontrar un Autor Modelo, que no es el Autor Empírico y que se ajusta en última instancia a la intención del texto.
Identificar la intención de un texto significa identificar una estrategia semiótica. A veces, la estrategia semiótica se puede detectar en el terreno de las convenciones estilísticas establecidas. Si una historia comienza con «Érase una vez», tengo buenos motivos para pensar que se trata de un cuento de hadas, y que el Lector Modelo evocado y requerido es un niño (o un adulto ansioso por reaccionar con un espíritu infantil). Naturalmente, podría haber un matiz de ironía, y en ese caso el texto subsiguiente debería leerse de una forma más sofisticada. Pero aunque a medida que desciframos el texto podemos ver que es así como tiene que leerse, lo importante es que el texto finge empezar como un cuento de hadas.
Cuando un texto es lanzado al mundo como un mensaje en una botella —y esto sucede no solo con la poesía o la narrativa, sino también con libros como la Crítica de la razón pura de Kant—, es decir, cuando un texto se produce no para un solo destinatario, sino para una comunidad de lectores, el autor sabe que no será interpretado de acuerdo con sus intenciones, sino de acuerdo con una compleja estrategia de interacciones que implica también a los lectores, junto con su competencia en su lenguaje como antología social. Con «antología social» no quiero decir solamente una lengua dada compuesta por una serie de reglas gramaticales, sino también toda la enciclopedia que han generado las ejecuciones de la lengua: las convenciones culturales que esa lengua ha producido y la historia de las interpretaciones previas de sus muchos textos, incluido el texto que el lector está leyendo.
El acto de leer tiene que tomar en consideración todos estos elementos, incluso siendo improbable que un solo lector los domine todos. Así que cada acto de lectura es una transacción compleja entre la competencia del lector (el conocimiento del mundo que posee el lector) y el tipo de competencia que un texto determinado requiere para ser leído de una manera «económica», o sea, de una manera que aumenta la comprensión y el disfrute del texto, y que viene apoyada por el contexto.
El Lector Modelo de una historia no es el Lector Empírico. Cuando leemos un texto, el Lector Empírico es usted, yo, cualquiera. Los Lectores Empíricos pueden leer de muchas maneras, y no existe ninguna ley que les diga cómo leer, porque a menudo usan el texto como vehículo de sus propias pasiones, que pueden venir de fuera del texto o que el texto puede despertar por casualidad.
Dejen que les cuente algunas situaciones divertidas en las que uno de mis lectores actuó como Lector Empírico, más que como Lector Modelo. Un amigo de la infancia al que no había visto durante años me escribió lo siguiente tras la publicación de mi segunda novela, El péndulo de Foucault. «Querido Umberto, no recuerdo haberte contado la patética historia de mis tíos, pero creo que has sido muy indiscreto al usarla en tu novela». Bien, resulta que en mi libro hay un par de episodios relativos a un tal tío Charles y una tal tía Catherine, que en la historia son el tío y la tía del protagonista, Jacopo Belbo. Es verdad que esas personas existieron. Con pocas modificaciones, yo estaba contando una historia de mi infancia sobre unos tíos míos, que por supuesto se llamaban de manera distinta que los personajes. Respondí a mi amigo diciendo que el tío Charles y la tía Catherine eran mis parientes, no los suyos (así que el coypright era mío), y que yo ni siquiera sabía que él tenía tíos o tías. Mi amigo se disculpó: la historia le había absorbido tanto que creyó reconocer acontecimientos que sucedieron a sus tíos, algo que no es imposible, ya que en tiempos de guerra (el período al que mi recuerdo retrocedía), cosas similares pueden suceder a diferentes tíos y tías.
¿Qué le había pasado a mi amigo? Había buscado en mi historia algo que estaba a su vez en su memoria personal. No interpretó mi texto, sino que más bien lo usó. Difícilmente se puede prohibir utilizar un texto para ensoñaciones personales; de hecho, todos lo hacemos a menudo, pero no se trata de un asunto público. Utilizar un texto de esa manera supone moverse dentro de él como si fuera nuestro propio diario íntimo.
Existen ciertas reglas del juego, y el Lector Modelo es alguien ansioso por jugar ese juego. Mi amigo olvidó el nombre del juego y sobrepuso sus propias expectativas como Lector Empírico con las expectativas que tenía el autor de un Lector Modelo.
En el capítulo 115 de El péndulo de Foucault, mi héroe, Casaubon, en la noche del 23 al 24 de junio de 1984, después de asistir a una ceremonia ocultista en el Conservatorio de Artes y Oficios de París, recorre a pie como poseído toda la rué Saint-Martín, cruza la rue aux Ours, llega al Centro Beaubourg, y luego a la iglesia de Saint-Merri. Después, continúa por varias calles, que en el libro figuran todas con sus nombres, hasta que llega a la place des Vosges.
Como he dicho anteriormente, para escribir ese capítulo recorrí la misma ruta varias noches, llevando una grabadora, anotando lo que veía y las impresiones que tenía (estoy revelando aquí mis métodos como Autor Empírico). Sin embargo, como tenía un programa de ordenador que me mostraba el aspecto del cielo a cualquier hora del día, en cualquier longitud o latitud, averigüé incluso que esa noche había luna, y que podía verse desde lugares concretos en momentos distintos. No hice eso porque quisiera emular el realismo de Émile Zola, sino (como ya he dicho) porque al narrar me gusta tener delante el escenario sobre el que estoy escribiendo.
Después de publicar la novela, recibí una carta de un hombre que era evidente que había ido a la Biblioteca Nacional para leer todos los periódicos del 24 de junio de 1984. Y descubrió que en la esquina de la rue Réaumur —que yo no nombraba, pero que atraviesa la rue Saint-Martin en un punto determinado—, después de medianoche, más o menos en el momento en que pasaba por allí Casaubon, se había producido un incendio, y tuvo que haber sido grande, ya que los diarios hablaron de él. El lector me preguntó cómo se las arregló Casaubon para no verlo.
Respondí que, ciertamente, Casaubon había visto el incendio, pero que no lo había mencionado por alguna misteriosa razón desconocida para mí, cosa que resultaba bastante verosímil en una historia tan cargada de misterios, verdaderos y falsos. Sin duda, mi lector sigue intentando averiguar por qué Casaubon guardó silencio sobre ese fuego, sospechando otra conspiración de los Caballeros Templarios. La verdad es que probablemente no pasé por esa esquina a medianoche, o que pasé justo antes de que se desatara el incendio o poco después de que fuera extinguido. No lo sé. Solo sé que mi lector usó mi texto para sus propios propósitos: quería que correspondiera en todo detalle con lo que había sucedido en el mundo real.
Ahora, dejen que les cuente otra historia sobre la misma noche. La diferencia es que, en el caso que acabo de mencionar, un lector quisquilloso quería que mi relato coincidiera con el mundo real, mientras que en el ejemplo que sigue los lectores querían que el mundo real se ajustara a mi ficción, un caso algo diferente y más gratificante.
Dos estudiantes de la Escuela de Bellas Artes de París vinieron a ensenarme un álbum de fotos en el que habían reconstruido la ruta entera de Casaubon. Habían encontrado y fotografiado todos los lugares que yo mencionaba, uno por uno, a la misma hora nocturna. AI final del capítulo 115, Casaubon sale de una alcantarilla y entra, por el sótano, en un bar asiático lleno de clientes sudorosos, barriletes de cerveza y esputos grasientos. Los estudiantes encontraron ese bar e hicieron una foto. No hace falta decir que el bar fue una invención mía, si bien lo diseñé pensando en los muchos bares de aquel vecindario; pero esos dos chavales habían descubierto sin duda el bar descrito en mi libro. Repito: esos estudiantes no sobrepusieron en su deber como Lectores Modelo la preocupación del Lector Empírico que quiere comprobar y ver si mi novela describía el París real. Más bien quisieron transformar el París «real» en un lugar que existía en mi libro. De hecho, de todo lo que pudieron haber encontrado en París, eligieron solo los aspectos que se ajustaban a las descripciones contenidas en mi texto.
Ese bar existía en mi texto, aun cuando yo creí que simplemente me lo había imaginado. Confrontada con su presencia en el texto, la intención del Autor Empírico se vuelve bastante irrelevante. A menudo, los autores dicen cosas de las que no son conscientes; solo después de recibir las reacciones de sus lectores descubren lo que han dicho.

Hay sin embargo un caso en el que puede resultar revelador fijarse en las intenciones del Autor Empírico. Es cuando el autor aún vive, los críticos han ofrecido sus interpretaciones del texto y se puede preguntar al autor o a la autora hasta qué punto, como persona empírica, fue consciente de las múltiples interpretaciones que sostiene el texto. En ese punto, la respuesta del autor no debería usarse para validar las interpretaciones del texto, sino para mostrar las discrepancias entre su intención y la intención del texto. El propósito del experimento es más teórico que crítico.
Finalmente, está el caso en que el autor es también un teórico textual. Ahí, el autor puede responder de dos maneras distintas. La respuesta podría ser: «No he querido decir eso, pero tengo que admitir que el texto lo dice, y agradezco al lector que me haya llamado la atención al respecto». O podría ser: «Independientemente del hecho de que no he querido decir esto, pienso que un lector razonable no debería aceptar semejante interpretación, porque es antieconómica».

Permitan que les explique ahora algunos casos en los que, como Autor Empírico, tuve que rendirme ante un lector que se había adherido a la intención de mi texto.
En Apostillas a «El nombre de la rosa», dije que sentí un estremecimiento de satisfacción al leer una reseña que citaba una observación de Guillermo al final del juicio, en el capítulo «Quinto día. Prima». «¿Qué es lo que más os aterra de la pureza?», pregunta Adso. Y Guillermo contesta: «La prisa». Me encantaron, y siguen encantándome, esas dos líneas. Pero entonces uno de mis lectores observó que en la misma página, Bernardo Gui, amenazando al cillerero con torturarle, dice: «Al contrario de lo que creían los pseudoapóstoles, la justicia no lleva prisa, y la de Dios tiene siglos por delante». El lector me preguntó con acierto qué conexión había querido yo establecer entre la prisa que temía Guillermo y la ausencia de prisa ensalzada por Bernardo. No fui capaz de responder.
De hecho, el intercambio entre Adso y Guillermo no existe en el manuscrito original; añadí ese breve diálogo en las galeradas, porque por razones de equilibrio y de ritmo, necesitaba insertar unas pocas líneas más antes de volver a cederle el escenario a Bernardo. Y olvidé por completo que, un poco más tarde, Bernardo habla de la prisa. Usa una expresión estereotipada, el tipo de frase que esperaríamos de un juez, un lugar común del tipo «todos somos iguales ante la ley». Y, ay de mí, yuxtapuesto con la prisa que menciona Guillermo, la prisa que menciona Bernardo da la impresión de que está diciendo algo fundamental en lugar de algo de carácter formulario; y está justificado que el lector se pregunte si los dos hombres están diciendo lo mismo o si el aborrecimiento de la prisa expresado por Guillermo no es imperceptiblemente diferente del aborrecimiento de la prisa expresado por Bernardo. El texto está ahí, y produce sus propios efectos. Tanto si así lo quise como si no, nos vemos ahí confrontados con una cuestión, una provocativa ambigüedad, y me pierdo a la hora de resolver ese conflicto, si bien me doy cuenta de que un significado está allí al acecho (quizá incluso muchos significados).

Un autor que titula su libro El nombre de la rosa tiene que estar dispuesto a tropezar con múltiples interpretaciones del título. Como Autor Empírico, escribí (en las Apostillas) que elegí ese título precisamente para dar libertad al lector: «La rosa es una figura simbólica tan densa que, por tener tantos significados, ya casi los ha perdido todos: rosa mística, y como rosa ha vivido lo que viven las rosas, la guerra de las Dos Rosas, una rosa es una rosa es una rosa, los rosacruces...». Por otra parte, un estudioso descubrió que algunos manuscritos tempranos de De contemptu mundi, de Bernard de Morlay —de donde tomé prestado el hexámetro que cierra mi novela: «Stat rosa prístina nomine, nomina nuda tenemus» («La rosa de antaño solo sobrevive en su nombre; los nombres, por sí solos, son todo lo que tenemos»)—, decían «Stat Roma pristina nomine», que al fin y al cabo suena más coherente con el resto del poema y sus alusiones a la Babilonia perdida5. Así que, de haber dado con una versión diferente del poema de Morlay, el título de mi novela podría haber sido El nombre de Roma (y hubiera adquirido matices fascistas).
Pero resulta que el título es El nombre de la rosa, y ahora entiendo lo difícil que era restringir las infinitas series de connotaciones que suscita la palabra «rosa». Podría haber intentado multiplicar las posibles lecturas hasta el extremo de que cada una de ellas se tornara irrelevante, y como resultado, hubiera producido una enorme e inevitable serie de interpretaciones. Pero el texto está ahí, por el mundo, y el Autor Empírico tiene que guardar silencio.

Cuando llamé «Casaubon» a uno de los personajes principales de El péndulo de Foucault, estaba pensando en Isaac Casaubon, quien demostró en 1614 que el Corpus Hermeticum era una falsificación; y leyendo El péndulo de Foucault, se encuentran algunos paralelismos entre lo que el gran filólogo entendió y lo que acaba entendiendo mi personaje. Fui consciente de que pocos lectores captarían la alusión, pero fui igualmente consciente de que, en términos de estrategia textual, ese conocimiento no era indispensable. (Quiero decir que se puede leer mi novela y entender a mi Casaubon sin saber nada del Casaubon histórico. A muchos autores les gusta meter determinadas contraseñas en sus textos en beneficio de unos pocos lectores experimentados.) Antes de terminar mi novela, descubrí por casualidad que Casaubon también era un personaje de Middlemarch, de George Eliot, una novela que yo había leído décadas atrás pero que había olvidado. Fue ese un caso en el que, como Autor Modelo, intenté eliminar una posible referencia a George Eliot. En el capítulo 10, la traducción española contiene el siguiente diálogo entre Belbo y Casaubon:

... por cierto, ¿cuál es su nombre?
Casaubon.
¿No era un personaje de Middlemarch?
No lo sé. De todas maneras, también era un filólogo del Renacimiento, creo. Pero no somos parientes6.

Hice lo que pude para evitar lo que consideraba una referencia inútil a Mary Ann Evans. Pero luego, un lector astuto, David Robey, observó que el Casaubon de Eliot escribía un libro titulado Clave para todas las mitologías. Como Lector Modelo, me sentí obligado a aceptar esa asociación. El texto, sumado a unos conocimientos enciclopédicos, permite hallar esa relación a cualquier lector culto. Tiene sentido. Mal asunto para el Autor Empírico, que no es tan astuto como sus lectores.
Del mismo modo, mi novela se titula El péndulo de Foucault porque el péndulo del que habla lo inventó Léon Foucault. Si el artilugio lo hubiera inventado Ben Franklin, el títuío hubiera sido El péndulo de Franklin. Esta vez, fui consciente desde el principio de que alguien podría olerse una alusión a Michel Foucault: mis personajes están obsesionados por las analogías, y Foucault escribió sobre el paradigma de la similitud. Como Autor Empírico, no estaba satisfecho con ese posible vínculo. Suena como un chiste, y no un chiste inteligente. Pero el péndulo que inventó Léon era el héroe de mi relato, y fijaba el título; así, esperé que mi Lector Modelo no intentara establecer un vínculo superficial con Michel. Me equivoqué: muchos lectores astutos lo hicieron. El texto está ahí. Quizá tengan razón; quizá yo sea responsable de un chiste superficial; quizá el chiste no sea tan superficial. No lo sé. Ahora mismo el asunto está ya fuera de mi control.

Ahora vamos a fijarnos en casos en los que —aunque puede que haya olvidado mis intenciones iniciales, mientras actúo de Lector Modelo y examino el texto— creo que tengo derecho, como cualquier ser humano, a rechazar interpretaciones que no parecen económicas.
Helena Costiucovich, antes de traducir (magistralmente) al ruso El nombre de la rosa, escribió un largo ensayo sobre el libro7. En un determinado momento, menciona un libro de Émile Henriot titulado La Rose de Bratislava (1946), que trata de la caza de un misterioso manuscrito y concluye con la destrucción de una biblioteca por medio del fuego. La historia sucede en Praga, y al principio de mí novela yo menciono Praga. Además, uno de mis bibliotecarios se llama Berengario, y uno de los bibliotecarios del libro de Henriot también se llama Berengario.
Yo no había leído la novela de Henriot; ni siquiera sabía que existía. He leído interpretaciones en las que mis críticos consultan fuentes que yo conocía, y me alegré mucho de que descubrieran de una forma tan astuta lo que yo había escondido de una forma tan astuta para llevarles a encontrarlo, por ejemplo el hecho de que en Doctor Fausto, de Thomas Mann, Serenus Zeitblom y Adrian Leverkühn eran el modelo de la relación narrativa entre Adso y Guillermo en El nombre de la rosa. Los lectores me han informado de fuentes que yo desconocía, y me encantó ser considerado suficientemente erudito para citarlas (hace poco, un joven medievalista me dijo que Casiodoro, en el siglo VI, menciona a un bibliotecario ciego). He leído análisis críticos en los que el intérprete descubre influencias que yo no tenía en mente al escribir, pero que ciertamente se contaron entre mis lecturas de juventud; está claro que, de manera inconsciente, habían ejercido alguna influencia sobre mí. Mi amigo Giorgio Celli, por ejemplo, dijo que mis lectores de antaño incluyeron seguramente las novelas del escritor simbolista Dmitri Merezhkovski, y me di cuenta de que tenía razón.
Como lector ordinario de El nombre de la rosa (dejando aparte la circunstancia de que yo soy el autor del libro), creo que el razonamiento de Helena Costiucovich no demuestra nada interesante. La búsqueda de un misterioso manuscrito y la destrucción de una biblioteca por el fuego son tópicos literarios muy comunes, y podría citar muchos otros libros que los usan. Praga se menciona al principio de la novela, pero si en lugar de Praga hubiera mencionado Budapest, habría sido lo mismo. Praga no desempeña un papel crucial en el relato.
Por cierto, cuando El nombre de la rosa se tradujo en cierto país del bloque del Este, mucho antes de la perestroika, el traductor me llamó y me dijo que la referencia que abre la novela a la invasión de Checoslovaquia por parte de Rusia podría causar problemas. Respondí que no aprobaba modificación alguna de mi texto, y que si lo censuraban de cualquier manera, pediría responsabilidades al editor. Luego, en broma, añadí: «Menciono Praga al principio porque es una de mis ciudades mágicas. Pero también me gusta Dublín. Ponga "Dublín" en lugar de "Praga". No hay ninguna diferencia». El traductor protestó: «¡Pero Dublín no fue invadida por los rusos!». Y yo repliqué: «No es culpa mía».
Finalmente, los nombres «Berengario» y «Berngardo» podrían ser una coincidencia. En cualquier caso, el Lector Modelo debe admitir que las cuatro coincidencias —manuscrito, incendio, Praga y Berengario— son interesantes. Y como Autor Empírico, no tengo derecho a hacer objeciones. A pesar de todo esto, recientemente di con una copia del texto francés de Henriot, y descubrí que el nombre del bibliotecario de su libro no es Berngardo, sino Bernhard, Bernhard Marr. Probablemente Costiucovich se basara en una edición rusa que contenía una transliteración errónea de ese nombre del cirílico. Así que al menos una de las curiosas coincidencias queda eliminada, y mi Lector Modelo puede relajarse un poco.
Pero Helena Costiucovich escribió algo más a la hora de fijar paralelismos entre mi libro y el de Henriot. Dijo que en la novela de Henriot, el codiciado manuscrito era la copia original de las memorias de Casanova. Y resulta que en mi novela hay un personaje secundario llamado Hugo de Newcastle (en el original italiano, Ugo di Novocastro). La conclusión de Costiucovich es que «solo pasando de un nombre a otro es posible concebir el nombre de la rosa».
Como Autor Empírico, podría decir que Hugo de Newcastle no es una invención mía, sino un personaje histórico mencionado en las fuentes medievales que utilicé: el episodio del encuentro entre la delegación franciscana y los representantes del Papa procede realmente de una crónica del siglo XIV. Pero no se puede esperar que el lector lo sepa, y mi reacción no puede ser tenida en cuenta. Sin embargo, pienso que sí tengo el derecho a expresar mi opinión como lector ordinario. En primer lugar, «Newcastle» no es una traducción de «Casanova», que si acaso debería traducirse por «New House» (etimológicamente hablando, el significado del nombre latino «Novocastro» es «Ciudad Nueva» o «Campamento Nuevo»). Así que «Newcastle» sugiere «Casanova» de la misma manera que podría sugerir «Newton».
Pero hay otros elementos que pueden demostrar textualmente que la hipótesis de Costiucovich es antieconómica. En primer lugar, Hugo de Newcastle aparece en la novela desempeñando un papel muy marginal, y no tiene nada que ver con la biblioteca. Si el texto quisiera sugerir una relación oportuna entre Hugo y la biblioteca (así como entre él y el manuscrito), hubiera tenido que decir algo más. Pero en el texto no hay ni una palabra de eso. En segundo lugar, Casanova fue —al menos, de acuerdo con el conocimiento enciclopédico culturalmente compartido— un amante profesional y un calavera, pero en la novela nada deja asomo de duda sobre la virtud de Hugo. En tercer lugar, no hay ningún vínculo evidente entre un manuscrito de Casanova y un manuscrito de Aristóteles, y la novela no alude en ninguna parte al libertinaje como una forma de comportamiento elogiable. Como Lector Modelo de mi propia novela, me veo con derecho a decir que esa búsqueda de una «conexión Casanova» no lleva a ninguna parte.
Una vez, en un debate, un lector me preguntó qué quise decir con la frase «La felicidad suprema reside en tener lo que se tiene». Me desconcertó, y afirmé que yo jamás habría escrito esa frase. Estaba seguro de ello, y por muchas razones. En primer lugar, no creo que la felicidad resida en tener lo que uno tiene; ni siquiera Snoopy se atribuiría semejante banali­dad. En segundo lugar, es poco probable que un personaje medieval piense que la felicidad reside en tener lo que uno tiene, ya que en la forma de pensar de la Edad Media, la felici­dad era un estado futuro que se alcanzaba por medio del su­frimiento en el presente. De modo que repetí que yo nunca habría escrito esa frase, y mi interlocutor me miró como si fuera incapaz de distinguir lo que yo mismo he escrito.
Más tarde me tropecé con la frase. Sale en El nombre de la rosa, en la descripción del éxtasis erótico de Adso en la co­cina. Este episodio, como puede adivinar fácilmente hasta el más torpe de mis lectores, está elaborado a partir de citas del Cantar de los Cantares y de la mística medieval. En cual­quier caso, incluso no estando identificadas las fuentes, el lector puede ver que esas páginas describen los sentimientos de un hombre joven después de su primera (y probablemente última) experiencia sexual. Si releemos la frase en su contex­to (quiero decir, en el contexto de la novela, no necesaria­mente en el contexto de las fuentes medievales), encontra­mos: «¡Oh, Señor! Cuando el alma cae en éxtasis, la única virtud reside en amar lo que se ve (¿verdad?), la máxima fe­licidad reside en tener lo que se tiene». O sea, «la felicidad reside en tener lo que se tiene» no en general, en cualquier momento de la vida, sino solamente en el momento de la vi­sión extática. Es este un caso en el que resulta innecesario conocer la intención del Autor Empírico: la intención del texto es evidente. Y si las palabras inglesas tienen un sentido convencional, el verdadero sentido del texto no es el sentido que ese lector —obedeciendo a algún impulso de su idiosin­crasia— creyó que quería transmitir. Entre la intención inaccesible del autor y la discutible intención del lector exis­te también una transparente intención del texto que descarta interpretaciones sin sostén.

Disfruté leyendo un hermoso libro de Robert F. Fleissner, A Rose by Another Name: A Survey on Literary Flora from Shakespeare to Eco (y espero que Shakespeare hubiera estado orgulloso de encontrar su nombre asociado al mío). Al ha­blar de los distintos vínculos que encontró entre mi rosa y todas las demás rosas de la literatura mundial, Fleissner dice algo bastante interesante: quiere hacer ver «cómo la rosa de Eco deriva de El tratado naval de Doyle, que a su vez debe mucho a la admiración que Cuff siente por su flor en La pie­dra lunar8.
Pues bien, soy un adicto irredento a Wilkie Collins, pero no recuerdo (y tampoco lo recordé cuando escribía mi nove­la) que el personaje de Cuff tuviera una pasión por las rosas. Creo que he leído todo lo que escribió Arthur Conan Doy­le, pero tengo que confesar que no recuerdo El tratado naval. Pero no importa: en mi novela hay tantas referencias explí­citas a Sherlock Holmes que mi texto también puede soste­ner ese vínculo. Pero, a pesar de mi mente abierta, pienso que Fleissner sobreinterpreta cuando, al tratar de demostrar cuánto «eco» de la admiración de Holmes por las rosas hay en mi Guillermo, cita este pasaje de mi libro: «"Frangula", dijo de pronto Guillermo, inclinándose para observar una planta, que, como era invierno, reconoció por el arbusto. "La infusión de su corteza es buena"».
Es curioso que Fleissner corte su cita después de «buena». Tras una coma, mi texto continúa con «para las hemorroides». Sinceramente, creo que el Lector Modelo no está invitado a tomar «frangula» por una alusión a las rosas.

Giosuè Musca escribió un análisis crítico de El péndulo de Foucault que considero de los mejores que he leído en mi vida9. Ya desde el comienzo, admite haberse dejado corromper por el hábito de mis personajes de ir en búsqueda de analogías, y se pone a buscar relaciones. Señala de forma magistral muchas citas ocultas y analogías estilísticas que quise que fueran descubiertas; encuentra otras relaciones en las que yo no pensé, pero que suenan muy convincentes; y desempeña el papel de lector paranoico hallando relaciones que me asombran, pero que soy incapaz de desautorizar, incluso sabiendo que pueden distraer al lector. Por ejemplo, parece que el nombre del ordenador, Abulafía, junto con el nombre de tres de los principales personajes, Belbo, Casaubon y Diotallevi, se corresponden con las iniciales ABCD. No hace falta decir que hasta que terminé el manuscrito, el ordenador tenía un nombre distinto: los lectores podrían objetar que, inconscientemente, los cambié con el único fin de obtener una serie alfabética. Parece que a Jacopo Belbo le encanta el whisky, y sus iniciales son, y ya es raro, JB. No sirve de nada el reparo de que durante todo el proceso de escritura, su nombre no era Jacopo, sino Stefano, y que lo cambié por Jacopo en el último momento. No hay alusión alguna al whisky J&B.
Las únicas objeciones que puedo hacer a mi libro como Lector Modelo son 1) que la serie alfabética ABCD es textualmente irrelevante si los nombres del resto de personajes no alargan la cadena hasta X, Y y Z, y 2) que Belbo también toma martinis y, además, su leve adicción al alcohol no es su rasgo más importante.
En contraste con ello, no puedo discutir con mi lector cuando observa también que Cesare Pavese, un escritor al que amé y al que sigo amando, nació en un pueblo llamado Santo Stefano Belbo, y que mi Belbo, un melancólico piamontés, recuerda a Pavese. En efecto (aunque mi Lector Modelo se supone que no conoce este detalle), yo pasé mi infancia a las orillas del río Belbo, donde superé algunas de las pruebas que atribuyo a Jacopo Belbo. Es cierto que todo esto pasó hace mucho tiempo, antes de que yo empezara a conocer a Pavese, de modo que cambié el nombre original de Stefano Belbo por Jacopo Belbo precisamente para evitar una relación evidente con Pavese y Jacopo Belbo. Pero no era suficiente, y mi lector acertó al encontrar una relación entre Pavese y Jacopo Belbo. Probablemente, hubiera acertado igual si yo hubiera puesto a Belbo cualquier otro nombre.

Podría seguir con ejemplos de este tipo, pero me he decantado por mencionar solamente los que resultaban más elocuentes. He descartado otros casos, más complejos, porque me arriesgaba a adentrarme demasiado en asuntos de interpretación filosófica o estética. Espero que estarán ustedes de acuerdo en que he introducido al Autor Empírico en este juego solo para subrayar su irreíevancia y reafirmar los derechos del texto.
Sin embargo, a medida que me aproximo al final de mis observaciones, tengo la impresión de haber sido poco generoso con el Autor Empírico. Hay por lo menos un caso en que el testimonio del Autor Empírico cumple una función importante no tanto para permitir a los lectores entender mejor sus textos como para ayudarles a entender el impredecible devenir de todo proceso creativo. Comprender el proceso creativo significa también entender cómo ciertas soluciones textuales llegan por casualidad, o como resultado de mecanismos inconscientes. Eso nos ayuda a comprender la diferencia entre la estrategia del texto —un objeto lingüístico que los Lectores Modelo tienen ante sus ojos, posibilitándoles emitir juicios, independientemente de las intenciones del Autor Empírico— y la historia de la evolución de ese texto.
Algunos de los ejemplos que he ofrecido pueden funcionar en esa dirección. Permitan ahora que añada otros dos ejemplos curiosos, dotados de un rasgo especial: se refieren solamente a mi vida personal y carecen de un equivalente textual, detectable. En el negocio de la interpretación, son irrelevantes. Ilustran simplemente cómo un texto, que es un artefacto concebido para suscitar interpretaciones, acaba convirtiéndose a veces en un magma de origen profundo que no tiene nada que ver —o aún no lo tiene— con la literatura.
Primera historia. En El péndulo de Foucault, el joven Casaubon está enamorado de una chica brasileña llamada Amparo. Giosuè Musca encontró, burla burlando, una relación con el físico André-Marie Ampère, quien estudió la fuerza magnética entre las corrientes eléctricas. Demasiado astuto. No sé por qué escogí ese nombre. Me di cuenta de que no era un nombre brasileño, así que decidí escribir (en el capítulo 23) lo siguiente: «Nunca he entendido por qué esa descendiente de holandeses afincados en Recife y mezclados con indios y con negros sudaneses, con el rostro de una jamaicana y la cultura de una parisina, tenía un nombre español». En otras palabras, escogí el nombre de «Amparo» como si hubiera venido de fuera de mi novela.
Meses después de la publicación del libro, un amigo me preguntó: «¿Por qué "Amparo"? ¿No es el nombre de una montaña, o de una chica que está mirando una montaña?». Y a continuación, explicó: «Hay una canción, "Guajira Guantanamera", en la que sale algo como "Amparo"». Oh, Dios mío. Conocía muy bien esa canción, aunque no recordaba ni una palabra de la letra. La cantaba a mediados de los años cincuenta una chica de la que estuve entonces enamorado. Era latinoamericana, y muy hermosa. No era brasileña, ni marxista, ni negra ni histérica como Amparo; pero está claro que, al inventarme a la encantadora chica latinoamericana, pensé inconscientemente en esa otra imagen de mi juventud, cuando tenía la edad de Casaubon. Había pensado en esa canción, y de alguna manera el nombre de «Amparo», que había olvidado por completo, emigró de mi inconsciente a la página. Esta historia es completamente irrelevante para la interpretación de la novela. Por lo que se refiere al texto, Amparo es Amparo es Amparo es Amparo.
Segunda historia. Quienes han leído El nombre de la rosa saben que trata de un misterioso manuscrito, que esa obra perdida es el segundo libro de la Poética de Aristóteles, que sus páginas están impregnadas de veneno y que viene descrito (en el capítulo «Séptimo día. Noche») así: «Leyó en voz alta la primera página y después no siguió, como si no le interesase saber más. Hojeó rápidamente las otras páginas, hasta que de pronto encontró resistencia, porque en la parte superior del margen lateral, y a lo largo del borde, los folios estaban pegados unos con otros, como sucede cuando —al humedecerse y deteriorarse— la materia con que están hechos se convierte en una cola viscosa».
Escribí esas líneas a finales de 1979. En los años siguientes, y quizá porque tras publicar El nombre de la rosa empecé a tratar más a menudo a bibliotecarios y coleccionistas de libros (y ciertamente porque tenía un poco más de dinero a mi disposición), me convertí en un coleccionista de libros raros. Había sucedido antes, en el transcurso de mi vida, que yo comprara algún libro viejo, pero lo había hecho por casualidad, y solamente si eran baratos. Solo en los últimos veinticinco años he sido un coleccionista serio de libros, y «serio» significa que uno tiene que consultar catálogos especializados y tiene que escribir, para cada libro, una ficha técnica, que incluya el cotejo, la información histórica sobre las ediciones previas y posteriores, y una descripción precisa del estado físico de la copia. Esta última tarea requiere una jerga técnica para especificar si el libro tiene manchas amarillentas o está amarronado, si presenta restos de humedad o está manchado, si tiene hojas con una capa acuática o almidonadas, márgenes recortados, borraduras, una encuadernación endurecida, juntas rozadas, etcétera.
Un día, hurgando en los estantes superiores de la librería de mi casa, encontré una copia de la Poética de Aristóteles anotada por Antonio Riccoboni, Padua, 1587. Lo había olvidado por completo. La cifra 1.000 estaba escrita en lápiz en la guarda, y eso significaba que compré el libro en alguna parte por 1.000 liras (hoy, unos setenta céntimos de dólar), probablemente en los años cincuenta. Mis catálogos decían que se trataba de una segunda edición, no excesivamente rara, y qué había una copia en el Museo Británico. Pero me gustaba tenerlo porque por lo visto era difícil de encontrar, y en cualquier caso un comentario de Riccoboni era menos conocido y se citaba menos que, digamos, los de Robortello o Castelvetro.
Así que empecé a escribir mí descripción. Copié la página del título y descubrí que la edición tenía un apéndice titulado «Ejusdem Ars Cómica ex Aristotele», que decía presentar el libro perdido de Aristóteles sobre la comedia. Evidentemente, Riccoboni había intentado reconstruir el segundo libro perdido de la Poética. No era ese, sin embargo, un empeño insólito, y continué completando la descripción física del volumen. Entonces tuve una experiencia similar a la de un tal Zasetsky, descrita por el neuropsicólogo soviético A. R. Luria10. Zasetsky perdió parte de su cerebro durante la Segunda Guerra Mundial, y con ello toda su memoria y su capacidad de hablar, aunque sí podía escribir. Su mano escribía automáticamente toda la información que él era incapaz de pensar, y paso a paso reconstruyó su propia identidad leyendo lo que había escrito.
De modo similar, yo contemplaba el libro de una manera fría y técnica, redactando mi descripción, cuando de repente me di cuenta de que estaba reescribiendo El nombre de la rosa. La única diferencia era que a partir de la página 120, cuando empieza la Ars Cómica, los márgenes inferiores estaban seriamente dañados, más que los superiores, pero el resto era el mismo. Las páginas, progresivamente amarronadas y manchadas de humedad, se pegaban en los bordes, y parecía que hubieran sido embadurnadas con una repugnante sustancia viscosa.
Tenía en mis manos, en forma impresa, el manuscrito que había descrito en mi novela. Lo había tenido durante años en una estantería de mi casa.
No fue una coincidencia extraordinaria, como tampoco un milagro. Compré el libro en mi juventud, le eché una ojeada, me di cuenta de que estaba muy manchado, lo puse en alguna parte y me olvidé de él. Pero, mediante una especie de cámara interna, yo había fotografiado esas páginas, y durante décadas la imagen de esas hojas venenosas se quedó en la parte más recóndita de mi alma, hasta el momento en que resurgió —no sé por qué—, y creí que había inventado el libro.
Esta historia, como la primera, no tiene nada que ver con una posible interpretación de El nombre de la rosa. La moraleja, si tiene alguna, es que la vida privada de los Autores Empíricos es, hasta cierto punto, incluso más insondable que sus textos. Entre la misteriosa historia de una creación textual y la incontrolable deriva de sus lecturas futuras, el texto qua texto no deja de representar una presencia reconfortante, un punto al que podemos agarrarnos con rapidez.
1 Umberto Eco, Obra abierta, Barcelona, Ariel, 1979.
2 Véase Jacques Derrida, «Signature Event Context» (1971), Glyph, I (1977), pp. 172-177, reimpreso en Derrida, Limited Inc., y John Searle, «Reiterating the Differences: A Reply to Derrida», Glyph, 1 (1977), pp. 198-208, reimpreso en Searle, The Construction of Social Reality, Nueva York, Free Press, 1995 (hay trad. cast.: La construcción de la realidad social, Barcelona, Paidós Ibérica, 1997).
3 Véase Philip L. Graham, «Late Historical Events», A Wake Newslitter (octubre de 1964), pp. 13-14; Nathan Halper, «Notes on Late Historical Events», A Wake Newslitter (octubre de 1965), pp. 15-16.
4 Ruth von Phul, «Late Historical Events», A Wake Newslitter (diciembre de 1965), pp. 14-15.
5 Hay que observar, sin embargo, que en términos de cantidad silábica, la o de «Roma» es larga, de modo que el dáctilo inicial del hexámetro no funcionaría. «Rosa» es por lo tanto la lectura correcta.
6 Umberto Eco, El péndulo de Foucault, Barcelona, Lumen. Traducción de R.P., revisada por Helena Lozano.
7 Helena Costiucovich, «Umberto Eco: Imia Rosi», Sovriemiennaya hudoziestviennaya literatura za rubiezom, 5 (1982), pp. 101 y ss.

8 Robert R Fleissner, A Rose by Another Name: A Survey of Literary Flora from Shakespeare to Eco, West Cornwall (Reino Unido), Locust Hill Press, 1989, p. 139.
9 Giosuè Musca, «La camicia del nesso» Quaderni Medievali, 27 (1989).


10 A. R Luria, The Man with a Shattered World: The History of a Brain Wound, Cambridge (Massachusetts), Harvard University Press, 1987 (hay trad. cast.: Mundo perdido y recuperado: historia de
una lesión,
Oviedo, KRK, 2010).
Título original: Confessions of a Young Novelist
Primera edición: septiembre de 2011
© 2011, The President and Fellows of Harvard College
© 2011, de la presente edición en castellano para todo el mundo:
Random House Mondadori, S.A.
Travessera de Gracia, 47-49. 08021 Barcelona
© 2011, Guillera Sans Mora, por la traducción

viernes, 17 de agosto de 2018

UMBERTO ECO. CONFESIONES DE UN JOVEN NOVELISTA.


Restricciones

Antes he dicho que una vez que he encontrado la imagen fecunda, la historia puede avanzar sola. Eso es verdadero solo hasta cierto punto. Para que la historia sea capaz de avanzar, el escritor debe imponer algunas restricciones.
Las restricciones son fundamentales en cualquier cometido artístico. Un pintor que decide usar óleos y no témpera, un lienzo y no un muro; un compositor que opta por una clave determinada, un poeta que elige usar pareados, o endecasílabos en lugar de alejandrinos: todo eso conforma un sistema de restricciones. También ocurre con los artistas de vanguardia, que parecen eludir las restricciones; ellos simplemente fijan otras, que pasan inadvertidas.
Elegir las siete trompetas del apocalipsis como esquema del devenir de los acontecimientos, como hice en El nombre de la rosa, es una restricción. Otra sería emplazar la historia en una época concreta, porque en un determinado período histórico puedes hacer que sucedan algunas cosas, pero otras no. Fue una restricción el decidir que, de acuerdo con las obsesiones ocultas de algunos de mis personajes, El péndulo de Foucault necesitaba tener exactamente ciento veinte capítulos, y que la historia debía dividirse en diez partes, como el Sefirot de la Cabala.
Otra restricción en El péndulo de Foucault fue que los personajes tenían que haber vivido las protestas estudiantiles de 1968. Pero luego Belbo escribe sus documentos en su ordenador —que también desempeña un papel formal en la historia, inspirando en parte su naturaleza aleatoria y combinatoria—, de modo que los acontecimientos finales solamente podían tener lugar a principios de los años ochenta, y no antes, ya que los primeros ordenadores personales con procesadores de texto se pusieron a la venta en Italia en 1982-1983. Pero para construir una elipsis entre 1968 y 1982, me vi obligado a enviar a mi héroe, Casaubon, a otra parte. ¿Adónde? Mis recuerdos de unos rituales mágicos que presencié me devolvieron a Brasil, donde situé a Casaubon por espacio de más de diez años. A muchos les pareció una digresión excesivamente larga, pero para mí (y para algunos lectores benevolentes) era esencial, porque lo que pasa en Brasil es una especie de premonición alucinada de lo que sucederá a mis personajes en el resto del libro.
Si IBM o Apple hubieran empezado a vender buenos procesadores de textos seis o siete años antes, mi novela habría sido diferente. No habría habido Brasil, y desde mi punto de vista, eso habría sido una gran pérdida.

La isla del día de antes se basó en una serie de restricciones temporales. Por ejemplo, quise que mi héroe, Roberto, estuviera en París el día de la muerte de Richelieu (el 4 de diciembre de 1642). ¿Era necesario para Roberto presenciar la muerte de Richelieu? En absoluto; mi relato habría sido el mismo si Roberto no hubiera visto a Richelieu en su lecho de muerte. Además, cuando introduje esa restricción no pensé en su posible función. Simplemente, quise describir a Richelieu a punto de morir. Fue puro sadismo.
Pero esa restricción me obligó a componer un puzzle. Roberto tenía que llegar a su isla en agosto del año siguiente porque agosto era el mes en que visité esas islas, de modo que solo podía describir amaneceres en cielos nocturnos durante esa estación. No era imposible que un barco velero fuera de Europa a Melanesia en seis o siete meses, si bien en ese momento yo afrontaba una terrible dificultad: después de agosto, alguien tenía que encontrar el diario de Roberto en lo que había quedado del barco en que viajaba. Pero el explorador holandés Abel Tasman probablemente alcanzara las islas Fiyi antes de junio, es decir, antes de la llegada de Roberto. De ahí.los indicios que ofrecí en el capítulo final, para persuadir al lector de que quizá Tasman pasó dos veces por ese archipiélago sin registrar la segunda visita en su diario de navegación (de modo que tanto el autor como el lector se ven inducidos a imaginar silencios, conspiraciones, ambigüedades), o de que el capitán Bligh atracó en la isla al escapar del motín del Bounty (una hipótesis más fascinante, y una forma magnífica e irónica de fundir dos universos textuales).
Mi novela está sujeta a muchas otras restricciones, pero no puedo revelarlas todas. Para escribir una novela exitosa, es necesario mantener en secreto ciertas recetas.

Como he explicado, en el caso de Baudolino quería comenzar la historia con Constantinopla en llamas, en 1204. Como tenía intención de hacer que Baudolino falsificara una carta del Preste Juan y participara en la fundación de Alejandría, estaba obligado a situar su fecha de nacimiento en torno a 1142, de forma que en 1204 tuviera ya sesenta y dos años. En este sentido, la historia tenía que empezar por el final, con Baudolino contando sus aventuras pasadas a través de varios flashbacks. Ningún problema.
Pero Baudolino se halla en Constantinopla al regresar del reino del Preste Juan. Ahora, la carta falsa del clérigo había sido —hablando desde un punto de vista histórico— falsificada o divulgada alrededor de 1160, y en mi novela Baudolino la escribe para convencer a Federico Barbarroja de que avance hacia ese misterioso reino. Así que, aun suponiendo que el viaje hasta el reino, su estancia allí y los miles de aventuras que vivió hubieran durado unos quince años, Baudolino no pudo empezar su peregrinación antes de 1198 (está demostrado históricamente que Barbarroja no se desplazó hacia el este antes de ese año). Entonces, ¿qué demonios podía poner yo a hacer a Baudolino entre 1160 y 1190? ¿Por qué no podía empezar su exploración inmediatamente después de divulgar la carta? Era un poco como el negocio del ordenador en El péndulo de Foucault.
Así que me vi forzado a mantenerle ocupado, y le hice posponer una y otra vez su partida. Tuve que inventar una serie de accidentes para llegar al final del siglo. Pero únicamente de esta manera la novela crea —no solo en Baudolino, sino también en sus lectores— la punzada del deseo. Baudolino añora el reino, pero tiene que posponer continuamente su búsqueda. Así, el reino del Preste Juan crece como un objeto de los anhelos de Baudolino y, eso espero, también como un objeto de deseo del lector. Una vez más, las ventajas de las restricciones.

Doble codificación

No me cuento entre los malos escritores que dicen que solo escriben para sí mismos. Lo único que los escritores escriben para sí mismos son las listas de la compra, que les ayudan a recordar lo que tienen que comprar y pueden tirar después. Todo el resto, incluidas las listas de la lavandería, son mensajes dirigidos a alguien. No son monólogos; son diálogos.
Ahora, algunos críticos han encontrado que mis novelas contienen un rasgo típicamente posmoderno: la doble codificación1.
Fui consciente desde el principio —y así lo dije en Apostillas a «El nombre de la rosa»— de que, sea lo que sea el posmodernismo, yo uso por lo menos dos técnicas típicamente posmodernas. Una es la ironía intertextual: citas directas de otros textos famosos, o referencias más o menos transparentes a los mismos. La segunda es la metanarrativa: reflexiones que el texto hace sobre su propia naturaleza cuando el autor habla directamente al lector.
La «doble codificación» es el uso simultáneo de la ironía intertextual y de un encanto metanarrativo implícito. El término lo acuñó el arquitecto Charles Jencks, para quien la arquitectura posmoderna «habla por lo menos a dos niveles simultáneos: a otros arquitectos y a una minoría interesada, preocupada por los significados específicamente arquitectónicos, y al público en general, o a los habitantes del lugar de la construcción, a quienes preocupan otros asuntos, relacionados con la comodidad, la arquitectura tradicional y una forma de vivir»2. Continúa definiéndolo: «El edificio o la obra de arte posmodernos se dirigen simultáneamente a una minoría, un público que constituye una élite que usa códigos «elevados», y un público de masas que usa códigos populares»3.
Permítaseme citar un ejemplo de doble codificación de mis propias novelas. El nombre de la rosa comienza contando cómo el autor dio con un antiguo texto medieval. Se trata de un caso flagrante de ironía intertextual, ya que el topos (es decir, el lugar común literario) del manuscrito descubierto tiene un venerable pedigrí. La ironía es doble, y es también una sugerencia metanarrativa, pues el texto explica que la existencia del manuscrito se debe a una traducción del original del siglo XIX, una observación que justifica algunos elementos de la novela neogótica presentes en el relato. El lector común o ingenuo no puede disfrutar la narrativa que sigue, a menos que sea consciente de ese juego de cajas chinas, de esa regresión de fuentes, que confiere al relato un aura de ambigüedad.
Pero si lo recuerdan, el encabezamiento de la página que habla de la fuente medieval dice «Naturalmente, un manuscrito». Es probable que la palabra «naturalmente» tenga un efecto particular en los lectores sofisticados, que se darán cuenta de que están ante un topos literario, y de que el autor está revelando su «ansia de influencia», ya que (al menos para los lectores italianos) la referencia en cuestión apunta al mayor novelista italiano del siglo XIX, Alessandro Manzoni, quien arranca su libro Los novios declarando como fuente un manuscrito del siglo XVII. ¿Cuántos lectores captaron la resonancia irónica de ese «naturalmente»? No demasiados, pues muchos me escribieron preguntando si el manuscrito existía en realidad. Pero si no captan la alusión, ¿serán capaces de apreciar el resto de la historia y paladear su sabor? Creo que sí. Simplemente, se habrán perdido un guiño adicional.
Admito que al usar esa técnica de la doble codificación, el autor establece una especie de complicidad silenciosa con el lector sofisticado, y que algún lector común, al no captar la alusión culta, puede tener la sensación de que se le escapa algo. Pero la literatura, creo, no está pensada solamente para entretener y consolar a la gente. Pretende también provocar e inspirar a leer el mismo texto dos veces, quizá incluso varias veces, para poder entenderlo mejor. Así que pienso que la doble codificación no es un tic aristocrático, sino una forma de mostrar respeto por la inteligencia y la buena voluntad del lector.

1 Linda Hurcheon, «Eco's Echoes: Ironizing the (Post) Modern», en Norma Bouchard y Verónica Pravadelli, eds., Umberto Eco’s Alternativa, Nueva York, Peter Lang, 1998; Linda Hutcheon, A Poetics of Postmodernism, Londres, Routledge 1988; Brian McHale, Constructing Postmodernism, Londres, Routledge 1992; Remo Ceserani, «Eco’s (Post)modernist Fictions», en Bouchard y Pravadelli, Umberto Eco’s Alternative.
2 Charles A. Jencks, The Language of Post-Modern Architecture, Wisbech (Reino Unido), Balding and Mansell, 1978, p. 6 (hay trad. cast.: El lenguaje de la arquitectura posmoderna, Barcelona, Gustavo Gili, 1986).

3 Charles A. Jencks, What Is Post-Modernism?, Londres, Art and Design, 1986, pp. 14-15. Véase también Charles A. Jencks, ed., The Post-Modern Reader, Nueva York, St. Martin's, 1992.

Título original: Confessions of a Young Novelist
Primera edición: septiembre de 2011
© 2011, The President and Fellows of Harvard College
© 2011, de la presente edición en castellano para todo el mundo:
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jueves, 16 de agosto de 2018

CONFESIONES DE UN JOVEN NOVELISTA. UMBERTO ECO.


Ideas fecundas

Otra pregunta frecuente es: «¿Qué idea vaga o plan detallado tiene usted a la hora de empezar a escribir?». No fue hasta después de mi tercera novela cuando adquirí conciencia plena de que cada una de mis novelas crecía a partir de una idea fecunda que era poco más que una imagen. En Apostillas a «El nombre de la rosa» dije que había empezado a escribir esa novela porque «quería envenenar a un monje». En realidad, no tenía deseo alguno de envenenar a un monje, es decir, nunca he querido envenenar a nadie, ni a un monje ni a un seglar. Simplemente me impresionó la imagen de un monje envenenado durante la lectura de un libro. Quizá estuviera recordando una experiencia que tuve a los dieciséis años: en la visita a un monasterio benedictino (Santa Scolastica en Subiaco), anduve por los claustros medievales y entré en una oscura biblioteca donde, abierto sobre un atril, encontré el Acta Sanctorum. Al pasar las páginas de ese enorme volumen en profundo silencio, con unos rayos de luz filtrándose por las ventanas de cristal esmerilado, tuve seguramente algo así como un estremecimiento. Más de cuarenta años después, ese estremecimiento resurgió de mi inconsciente.
Esa fue la imagen fecunda. El resto vino a pedazos, en mis esfuerzos por dar sentido a esa imagen. Y vino por sí mismo, gradualmente, hurgando en veinticinco años de viejas fichas de archivo sobre la Edad Media, originalmente rellenadas con un propósito completamente distinto.

Con El péndulo de Foucault, las cosas fueron más complicadas. Tras escribir El nombre de la rosa, tenía la sensación de que había puesto en mi primera (y quizá última) novela todo lo que, incluso de forma indirecta, podía decir de mí mismo. ¿Había algo más, genuinamente mío, sobre lo que pudiera escribir? Dos imágenes me vinieron a la mente.
La primera fue la del péndulo de Léon Foucault, que había visto treinta años antes en París y que me había causado una enorme impresión, otro estremecimiento que había yacido en las profundidades de mi alma durante mucho tiempo. La segunda imagen fue la de mí mismo tocando la trompeta en un funeral para miembros de la Resistencia italiana. Una historia real que nunca había dejado de contar, porque me parecía hermosa, y también porque, cuando más tarde leí a Joyce, me di cuenta de que había experimentado lo que él llama (en Stephen el héroe) una epifanía.
Así que decidí contar una historia que empezara con el péndulo y terminara con un pequeño trompetista en un cementerio una mañana soleada. Pero ¿cómo llegar del péndulo a la trompeta? Responder esa pregunta me llevó ocho años, y la respuesta fue la novela.

Con La isla del día de antes, arranqué de una pregunta que me hizo un periodista francés: «¿Cómo describe usted tan bien los espacios?». Nunca he prestado atención a mi descripción de los espacios, pero al reflexionar en torno a esa cuestión, me di cuenta de lo que ya he mencionado, es decir, que al diseñar cada detalle de un mundo, sabemos cómo describirlo en términos de espacio, ya que se nos muestra ante nuestros ojos. Había un género literario clásico llamado «écfrasis», que consistía en describir una imagen determinada (una pintura o una estatua) con tanto detalle que incluso quienes no hubieran posado jamás sus ojos sobre ella podían verla como si la tuvieran delante. Como escribiera Joseph Addison en Los placeres de la imaginación (1712), «Bien escogidas, las palabras tienen tal fuerza en su interior que una descripción a menudo nos da una idea más viva que la visión de las propias cosas». Se dice que cuando el Laocoonte fue descubierto en Roma en 1506, la gente lo reconoció como aquella famosa estatua griega por la descripción verbal facilitada por Plinio el Viejo en su Naturalis Historia.
De modo que, ¿por qué no contar una historia en la que el espacio desempeñara un papel importante? Además —me dije—, en mis dos primeras novelas hablé demasiado de monasterios y museos, es decir, de espacios culturales cerrados. Debería tratar de escribir sobre espacios abiertos, naturales. ¿Y cómo podía llenar una novela de enormes espacios, naturaleza y nada más? Pues situando a mi héroe en una isla desierta.
Al mismo tiempo, estaba fascinado por uno de esos relojes mundiales que dan la hora en todas partes del mundo y despliegan una marca indicando la línea internacional de cambio de fecha, en el meridiano ciento ochenta. Todo el mundo sabe que esa línea existe, porque todo el mundo ha leído La vuelta al mundo en ochenta días, de Jules Verne, pero no pensamos a menudo en ello.
Pues bien, mi protagonista tenía que estar al oeste de esa línea y ver una isla al este, donde el día era el anterior. No podía aparecer como náufrago en la propia isla, sino que tenía que haber sido abandonado en un punto en el que la isla estuviera al alcance de su vista, pero no podía nadar, de forma que se vería forzado a quedarse contemplando esa isla distante de él en el tiempo y en el espacio.
Mi reloj señaló que uno de esos puntos fatídicos estaba en las islas Aleutianas, pero no sabía cómo arreglármelas para dejar atascado allí a un personaje. ¿Podía hacer naufragar a mi héroe cerca de una plataforma petrolífera? Antes he dicho que cuando escribo sobre un lugar determinado, necesito estar allí, y la idea de irme a una región helada como las Aleutianas no me atraía en absoluto.
Pero al continuar hojeando mi atlas, descubrí que la línea de cambio de fecha también pasaba por el archipiélago de Fiyi. Las islas del Pacífico meridional tenían ricas asociaciones con Robert Louís Stevenson. Muchas de esas tierras habían dejado de ser ignotas para los europeos en el siglo XVII; yo conocía bastante bien la cultura barroca, los días de los tres mosqueteros y el cardenal Richelieu. Solo tenía que empezar, y entonces la novela andaría con sus propios pies.

Una vez que un autor ha diseñado un mundo narrativo concreto, las palabras llegan, y serán las que requiera ese mundo en particular. Por este motivo, el estilo que usé en El nombre de la rosa fue el de un cronista medieval: preciso, ingenuo, plano cuando era necesario (un humilde monje del siglo XIV no escribe como Joyce, ni recuerda cosas como Proust). Además, como yo estaba transcribiendo supuestamente una traducción del siglo XIX de un texto medieval, el modelo estilístico solo era indirectamente el latín de los cronistas medievales de la época; el modelo más inmediato era el estilo de sus traductores modernos.
En el caso de El péndulo de Foucault, una pluralidad de lenguajes debía converger en una sola obra: el lenguaje educado y arcaizante de Agliè, la retórica fascista pseudo d'annunziana de Árdenti, el desencantado e irónicamente literario lenguaje de los documentos secretos de Belbo (verdaderamente posmodernos en su frenético uso de citas literarias), el estilo cursi de Garamond y los obscenos diálogos de los tres editores en el transcurso de sus irresponsables fantasías, mezclando referencias aprendidas con petulantes juegos de palabras. Esos «saltos de registro» no dependían de una simple elección estética, sino que venían dados por la naturaleza del mundo en que los acontecimientos tenían lugar, y por la psicología de los personajes.
En La isla del día de antes, el período cultural fue el factor determinante. Influyó no solamente en el estilo, sino ya en la estructura misma de los diálogos en curso entre narrador y personaje, mientras el lector se ve continuamente atraído como un testigo y un cómplice en esa disputa. Esa clase de elección metanarrativa resultaba del hecho de que mis personajes se suponía que debían hablar en un lenguaje barroco, aunque yo mismo no pudiera. Así que debía tener un narrador con múltiples registros y funciones: a veces se irrita por los excesos verbales de sus personajes, y otras es él la víctima de ellos, y también hay otras veces que atempera esos excesos disculpándose ante el lector.

Hasta ahora, he dicho que 1) mi punto de partida es una idea fecunda o una imagen, y 2) que la construcción del mundo narrativo marca el estilo de la novela. Mi cuarto proyecto de ficción, Baudolino, contradice esos dos principios. En cuanto a la idea fecunda: durante por lo menos dos años tuve varias, y si hay demasiadas ideas fecundas, es señal de que no son fecundas. En un momento determinado, decidí que mi protagonista sería un chico nacido en Alejandría, mi ciudad natal, fundada en el siglo XII y cercada por Federico Barbarroja. Además, quise que mi Baudolino fuera el hijo del legendario Gagliaudo, quien, cuando Federico Barbarroja estaba a punto de conquistar la ciudad, se lo impidió gracias a un malicioso truco, una mentira, un fraude, y si quieren saber qué era, lean el libro.
Baudolino fue una buena oportunidad de volver a mi querida Edad Media, a mis raíces personales, a mi fascinación por los farsantes. Pero eso no era suficiente. No sabía cómo empezar, qué tipo de estilo usar, ni quién era mi héroe real.
Reflexioné sobre el hecho de que en esos días, en mi región natal, la gente ya no hablaba latín, sino que usaba nuevos dialectos que en ciertos aspectos se parecían a la lengua italiana de hoy, que estaba entonces en pañales. Pero no tenemos registros del dialecto hablado durante esos años en el noreste de Italia. Así que me tomé la libertad de inventarme un idioma popular, una hipotética lengua franca del valle del Po en el siglo XII, y creo que funcionó bastante bien, ya que un amigo mío que da un curso de historia de la lengua italiana me dijo que, aunque nadie podía confirmar ni desafiar mi invento, el lenguaje de Baudolino no era improbable.
Ese lenguaje, que planteó no pocos problemas a mis valientes traductores, me sugirió la psicología de mi protagonista, Baudolino, y convirtió mi cuarta novela en un contrapunto picaresco a El nombre de la rosa. Esta última había sido una historia de discursos intelectuales de estilo elevado, mientras que Baudolino trataba de campesinos, guerreros e insolentes goliardos. Así que el estilo que adopté marcó la historia que iba a contar.
Tengo que reconocer, sin embargo, que Baudolino probablemente dependa también de una primera imagen poderosa. Constantinopla, ciudad en la que no había estado jamás, me fascinó durante mucho tiempo. A fin de tener un motivo para visitarla, necesitaba contar una historia sobre esa ciudad y la civilización bizantina. Así que fui a Constantinopla. Exploré su superficie y sus capas subterráneas, y encontré la imagen de partida para mi relato: la ciudad ardiendo por acción de los cruzados en 1204.
Toma Constantinopla en llamas, un joven mentiroso, un emperador germano y unos cuantos monstruos asiáticos y ya tienes la novela. Admito que esto no parece una receta convincente, pero en mi caso funcionó.

Debo añadir que en mis extensas lecturas sobre la cultura bizantina, descubrí a Niketas Choniates, un historiador griego de ese período, y decidí poner toda la historia en boca de Baudolino —un supuesto mentiroso— contada a Niketas. También tenía mi estructura metanarrativa: una historia en la que no solo Niketas, sino también el narrador y el lector no están nunca seguros de lo que relata Baudolino.
Título original: Confessions of a Young Novelist
Primera edición: septiembre de 2011
© 2011, The President and Fellows of Harvard College
© 2011, de la presente edición en castellano para todo el mundo:
Random House Mondadori, S.A.
Travessera de Gracia, 47-49. 08021 Barcelona

© 2011, Guillera Sans Mora, por la traducción

martes, 14 de agosto de 2018

Confesiones de un joven novelista. Umberto Eco.


Construyendo un mundo

¿Qué hago durante los años de gestación literaria? Recopilo documentos, visito lugares y dibujo mapas; observo planos de edificios, o quizá de un barco, como en el caso de La isla del día de antes, y también esbozo las caras de los personajes. Para El nombre de la rosa hice retratos de todos los monjes de los que hablaba la novela. Paso esos años de preparación en una especie de castillo encantado, o, si lo prefieren, en un estadio de enajenación autista. Nadie sabe qué estoy haciendo, ni siquiera los miembros de mi familia. Doy la impresión de estar haciendo un montón de cosas diferentes, pero estoy siempre concentrado en captar ideas, imágenes y palabras para mi relato. Si al escribir sobre la Edad Media veo pasar un coche por la calle y me impresiona por ejemplo su color, consigno la experiencia en mi cuaderno, o simplemente en mi memoria, y ese color desempeñará más tarde un papel en la descripción de, pongamos, una miniatura.
Durante mis preparativos para El péndulo de Foucault, pasé una tarde tras otra, justo hasta la hora de cerrar, andando por los pasillos del Conservatorio de Artes y Oficios, donde se desarrollan algunos de los principales acontecimientos de la historia. Para describir el paseo nocturno de Casaubon por París, desde el Conservatorio hasta la place des Vosges y luego hasta la torre Eiffel, pasé varias noches deambulando por la ciudad entre las dos y las tres de la madrugada, dictando a una grabadora de bolsillo todo lo que veía, para no equivocarme con los nombres de las calles y las intersecciones.
Cuando preparaba la redacción de La isla del día de antes, fui por supuesto a los mares del Sur, a la localización geográfica exacta donde transcurre la acción del libro, para ver los colores del agua y del cielo a diferentes horas del día, y los matices de los peces y de los corales. Pero también me pasé dos o tres años estudiando dibujos y modelos de barcos de la época, para averiguar cómo era de grande una cabina o un cuchitril, y cómo podía una persona moverse del uno al otro.
Tras la publicación de El nombre de la rosa, el primer cineasta que me propuso hacer una adaptación cinematográfica fue Marco Ferreri. Me dijo: «Tu libro parece concebido especialmente para un guión de cine, ya que los diálogos tienen la longitud adecuada». Al principio, no entendí por qué. Luego, recordé que antes de ponerme a escribir, había dibujado centenares de laberintos y planos de abadías, de modo que sabía cuánto tardarían dos personajes en ir de un sitio a otro, conversando como lo hacían. Así que el diseño de mi mundo ficticio es lo que dictaba la longitud de los diálogos.
De esta manera, aprendí que una novela no es solamente un fenómeno lingüístico. En poesía, las palabras son difíciles de traducir porque lo que cuenta es su sonido, así como sus significados deliberadamente múltiples, y es la elección de las palabras lo que determina el contenido. En narrativa, encontramos la situación opuesta: es el universo que ha construido el autor lo que dicta el ritmo, el estilo e incluso la elección de las palabras. La narrativa está gobernada por la norma latina «Rem tene, verba sequentur» («Si dominas el tema, las palabras vendrán solas»), mientras que en poesía, deberíamos cambiarla por «Si dominas las palabras, el tema vendrá solo».
La narrativa es, en primer lugar y principalmente, un asunto cosmológico. Para narrar algo, uno empieza como una suerte de demiurgo que crea un mundo, un mundo que debe ser lo más exacto posible, de manera que pueda moverse en él con absoluta confianza.
Sigo esta regla con tal rigor que, por ejemplo, cuando digo en El péndulo de Foucault que las editoriales Manuzio y Garamond están en dos edificios adyacentes, entre los cuales se ha construido un pasaje, me pasé mucho tiempo dibujando varios planos e imaginándome el aspecto de ese pasaje, y si debía tener algunos escalones para compensar la diferencia de altura entre los edificios. En la novela menciono brevemente los escalones, y el lector pasa por ellos con paso largo sin, creo, fijarse demasiado en ellos. Pero para mí eran cruciales, y de no haberlos dibujado, hubiera sido incapaz de continuar con mi historia.
Dicen que Luchino Visconti hizo algo similar en sus películas. Cuando el guión requería que dos personajes hablaran de un joyero, él insistía en que el joyero, aunque nunca se abriera, contuviera joyas de verdad. De otro modo, los intérpretes hubieran actuado con menos convicción.
No doy por sentado que los lectores de El péndulo de Foucault conocen el trazado exacto de las oficinas de las editoriales. Aunque la estructura del mundo de una novela —el escenario para los acontecimientos y los personajes de la historia— es fundamental para el escritor, a menudo debe permanecer imprecisa para el lector. En El nombre de la rosa, sin embargo, hay un plano de la abadía al principio del libro. Se trata de una referencia juguetona a las muchas novelas de detectives pasadas de moda que incluyen un plano de la escena del crimen (una vicaría o una casa señorial, pongamos por caso), y es una suerte de marca irónica de realismo, una pequeña «prueba» de que la abadía existió realmente. Pero también quería que mis lectores visualizaran claramente de qué manera mis personajes se mueven por el monasterio.

Tras la publicación de La isla del día de antes, mi editor alemán me preguntó si no sería de ayuda que la novela incluyera un diagrama del diseño del barco. Yo tenía un diagrama semejante, y me pasé mucho tiempo dibujándolo, como lo había hecho con el plano de la abadía de El nombre de la rosa. Pero en el caso de La isla, quería que el lector estuviera confundido, igual que el héroe, incapaz de encontrar el camino dentro de un barco tan laberíntico, explorándolo a menudo tras generosas libaciones alcohólicas. Así que necesitaba enredar al lector manteniendo al mismo tiempo mis ideas muy claras, refiriéndome siempre, como he escrito, a espacios calculados hasta el último milímetro.
Fuente:
Título original: Confessions of a Young Novelist
Primera edición: septiembre de 2011
© 2011, The President and Fellows of Harvard College
© 2011, de la presente edición en castellano para todo el mundo:
Random House Mondadori, S.A.
Travessera de Gracia, 47-49. 08021 Barcelona
© 2011, Guillera Sans Mora, por la traducción

domingo, 12 de agosto de 2018

Rubem Fonseca Bufo & Spallanzani. (Fragmento). Novela Policíaca.


Rubem Fonseca 
(Brasil, 1925) 
 Escritor, profesor universitario, periodista y crítico de cine brasileño nacido en Juiz de Fora, Estado de Minas Gerais. Estudió Derecho en Río de Janeiro, especializándose en Derecho Penal, y Administración en las Universidades de Nueva York y Boston. Es autor de los libros de cuentos Los prisioneros (1963), su primera obra con 38 años y El collar de perro (1965), de las novelas El caso Morel (1973), que convocaría los elogios de la crítica y que sería confiscada por la policía, El gran arte (1983), que le daría pleno reconocimiento mundial, Bufo y Spallanzani (1986), Vastas Emociones y Pensamientos Imperfectos (1988), donde rinde homenaje al gran cuentista ruso Isaac Babel, Agosto (1990) y Romance Negro y otras historias (1995), y de los volúmenes de relatos Lucía Mc Cartney (1967), El cobrador (1970) y Feliz año nuevo (1976). Considerado un narrador excepcional, su novela El Gran Arte fue llevada al cine en 1991, con guión del mismo Fonseca, y en el año 2003 le fueron concedidos los premios literarios Juan Rulfo y Camoes. 
Gustavo Flávio, un hombre que tiene «un pasado negro», descubre el amor y la literatura y se convierte en un novelista famoso. Pero un día, la millonaria Delfina Delamare aparece muerta en su automóvil. En la guantera del coche de la mujer asesinada, un policía curioso encuentra un libro de Gustavo con una dedicatoria.
Sobre este turbador esquema inicial, Rubem Fonseca ha construido una de sus obras más sugestivas, de la que no han cesado de venderse ediciones en el Brasil desde su aparición en 1985. La presente edición restituye el título original de este moderno thriller (publicado anteriormente como Pasado negro), una novela divertida, desconcertante y de sorprendente factura, marcada por la inquietante relación sexo-muerte habitual en el autor.




Rubem Fonseca


Bufo & Spallanzani


Pasado negro




Título original: Bufo & Spallanzani
Rubem Fonseca, 1985
Traducción: Basilio Losada




Aviso del editor digital





Al hacer las comprobaciones frente al original en portugués, se encontraron (y corrigieron) errores graves de traducción. Entre otros:
Palabras inexistentes en español: alcohólatras por alcohólicos, desconexa por inconexa, edible por comestible, mistificatorio por mistificador, necroterio por depósito de cadáveres, zigomas por pómulos, zumbí por zombi…
Traslados defectuosos: batiendo por latiendo, cata por caza, tela por pantalla, Crucero del Sur por Cruz del Sur (constelación), minero por mineiro (gentilicio), spala por el italiano spalla (perdiendo la relación con el título), hiponga por hippionga (respetando más el original riponga, pronunciación peyorativa de hippie), «se quedó mirando para mí y para Minolta» por «se nos quedó mirando»…
Desconocimiento de flora y fauna tropical: papaia por papaya, següís por titís, garduños por tigrillos, quatís por coatís…
Asimismo, se restituyó del texto portugués:
Ortografía de nombres propios: Flávio, Albuquerque, Afrânio, Aurélio, Baran, Benjamim, Piraquê, Sílvio
Días y años expresados con números, no palabras (recomendación RAE, además).
Un cambio innecesario e imperdonable: cuando el narrador cita una línea de «Jane Eyre, Brontë», el traductor pone «Orgullo y prejuicio, Austen» (y el texto sí corresponde al primero).
Que disfruten la obra.
jugaor [ePubLibre]




I - FOUTRE TON ENCRIER







1





«HAS hecho de mí un sátiro (y un hambrón), por eso me gustaría seguir agarrado a tus espaldas, como Bufo y, como él, podría tener mi pierna carbonizada sin llegar a perder esta obsesión. Pero tú, ahora que estás saciada, quieres que yo vuelva a hablar de Madame X. Muy bien, sea. Pero antes quiero contar un sueño que tuve últimamente.
»En mi pesadilla, aparece Tolstói vestido de negro, con sus largas barbas descuidadas, diciendo en ruso: “Para escribir Guerra y paz hice este gesto doscientas mil veces”; y tiende la mano, descarnada y blanca como la cera de una vela, que no sale entera de la ancha manga del levitón, y hace el movimiento de mojar una pluma en un tintero. Ante mí, sobre una mesa, hay un tintero de metal brillante, una pluma grande, probablemente de ganso y una resma de hojas de papel. “Anda —dice Tolstói—, ahora te toca a ti”. Me atraviesa una sensación desgarradora, la certeza de que no conseguiré extender la mano centenares de miles de veces para mojar aquella pluma en el tintero y llenar páginas vacías de letras y palabras y frases y párrafos. Entonces, se apodera de mí la convicción de que moriré antes de realizar ese esfuerzo sobrehumano. Despierto afligido y trastornado, y paso en vela el resto de la noche. Como sabes, no consigo escribir a mano, como deberían escribir todos los escritores, según el idiota de Nabokov.
»Me preguntabas cómo puedo ser tan pródigo, malgastando tanto tiempo con las mujeres. Mira, nunca entendí a Flaubert cuando decía: “reserve ton priapisme pour le style, foutre ton encrier, calme-toi sur la viande… une once de sperme perdue fatigue plus que trois litres de sang”. No jodo a mi tintero; no obstante, en compensación, no tengo vida social, no descuelgo el teléfono, no respondo a las cartas, sólo reviso mi texto una vez, cuando lo reviso. Simenon tiene, o tenía, tantas amantes como yo, quizá más, y escribió una enorme cantidad de libros. Sí, es verdad, apenas malgasto tiempo —lo de la esperma es otra cosa— con las mujeres, gasto también dinero, pues soy, como tú, generoso. Por otra parte, la necesidad de dinero es gran propiciadora de las artes.
»¿Puedo confesar una cosa? Me ha venido de repente un sueño terrible y, si no te molesta, voy a echarme un rato. No, no voy a soñar con Tolstói, no me invoques esa calamidad. ¿Sabes lo que dijo el ruso, después de mojar la pluma tantas veces en el tintero?: “La difusión de material impreso es el arma más poderosa de la ignorancia”. Tiene gracia.
»¿Quieres ver el retrato de Madame X? Nos prometimos que yo siempre te contaría todo con la mayor franqueza, pero que no te daría nombres, ni te enseñaría retratos, ni te dejaría leer las cartas. Con Madame X la cosa no fue distinta de lo que me ocurrió con las demás: me enamoré de ella en cuanto la vi, y eso no deja de ser culpa tuya, pues fuiste tú quien me despertó para el amor. Madame X no era una mujer opulenta, pero su cuerpo era espléndido: piernas, nalgas y senos eran perfectos. Su pelo, aquel día, estaba sujeto en un moñete tras la cabeza, dejando aparecer el rostro y el cuello en toda su blancura. Se movía con elegancia y magnetismo por el salón en el que yo, estremecido, la contemplaba. Era un vernissage y el pintor, el amo de la fiesta, andaba haciendo carantoñas de manera servil. Yo acababa de publicar Muerte y deporte (Agonía como esencia), atacando la glorificación del deporte competitivo, esa forma de preservación institucionalizada de los impulsos destructivos del hombre, ritual obsceno y belicista, abominable metáfora de la carrera armamentista y de la violencia entre pueblos e individuos. ¿Hay algo más grotesco que esos montajes hormonales fabricados en los laboratorios deportivos, las enanas simiescas de las barras asimétricas, los gigantes, de ambos sexos, de constitución bovina y mirada imbécil, tirando pesos y martillos al aire? Está bien, está bien, volvamos a Madame X.
»Se sentó para asistir a una exhibición de diapositivas, apoyó el recto espinazo en el respaldo de la silla y cruzó las piernas dejando asomar las rodillas. Llevaba un vestido de seda, y el tejido fino delineaba sus muslos de forma atractiva. Sentí ganas de arrodillarme a sus pies (véase M. Mendes) pero me pareció mejor un abordaje convencional. Todas las diapositivas eran de cuadros de Chagall. “¿Te gusta Chagall?”, pregunté en la primera oportunidad. Respondió que sí. “Toda esa gente volando”, dije, y ella respondió que Chagall era un artista que creía sobre todo en el amor. En su mano izquierda, en el anular, había un aro de diamantes. Tendría unos treinta años y debía de llevar cinco de casada, que es cuando las mujeres empiezan a darse cuenta de que el matrimonio es algo opresivo, morboso incluso, inicuo y agotador; aparte de las carencias sexuales que tienen que sufrir, pues los maridos ya se han cansado de ellas. Una mujer de ésas es presa fácil, se ha acabado el sueño romántico, quedan la desilusión, el tedio, la perturbación moral, la vulnerabilidad. Entonces aparece un libertino como yo y seduce a la pobre mujer. Allí había alguien que creía en el amor. “Que nul ne meure qu’il n’ait aimé” (véase Saint-John Perse), dije. El francés puede que sea una lengua muerta, pero funciona muy bien con las burguesas. “Desgraciadamente, el mundo no es como los poetas quieren”, dijo ella. La invité a cenar, vaciló y acabó aceptando comer conmigo. Era la primera vez que iba a un restaurante con un hombre que no fuese su marido.
»El marido era un hombre adinerado y con prestigio social. Su matrimonio, como he dicho, había llegado a aquel punto en que la rutina había llevado al tedio y el tedio a la apatía y la apatía a la ansiedad, y luego a la incomprensión, a la aversión y todo lo demás. Ella intentó invertir este proceso viajando con el marido a la India, a China, yendo cada vez más lejos, como si no los acompañaran sus problemas. Compró el marido una hacienda cercana (la otra que poseían estaba en el Mato Grosso), les dio la mamadera a los cabritillos unas tres veces, y luego dejó de gustarle aquello. Intentó tener hijos, pero era estéril; se dedicó a la beneficencia y entró en la directiva de una asociación destinada a recuperar prostitutas y mendigos.
»El primer día en que comimos juntos, prácticamente no probó bocado. Bebió una copa de vino. Hablamos de libros, y ella dijo que no le gustaba la literatura brasileña y admitió cándidamente que no había leído ninguno de mis libros, lo que destruye tu teoría, querida mía, de que estaba deslumbrada por el escritor. Le pregunté cuál era su novelista preferido, y citó a Moravia. Había leído La vita interiore y L’amante infelice, en el idioma original, insistió. El que hubiera mencionado a Moravia me dio la oportunidad que esperaba para hablar del sexo. Le dije que yo contemplaba el sexo, en la vida y en la literatura, igual que Moravia, es decir, algo que no debe ser pervertido por la metáfora, aunque sólo sea por el hecho de que no hay nada que se le parezca o le sea análogo. Desarrollé este razonamiento astuto que desembocó naturalmente en el terreno de las consideraciones de orden personal. Los viejos y manidos temas de la libertad sexual, de la pasión sin posesión, del hedonismo, del derecho al placer, fueron hábilmente abordados por mí. Eran las cinco de la tarde y aún seguíamos en el restaurante, hablando mucho los dos, sin parar, creo que no hubo ni un solo segundo de silencio entre los dos. Recuerdo que, en un momento determinado, me preguntó qué diferencia hay entre el sexo practicado por dos personas que se aman y el realizado por dos personas que sólo se desean. Respondí: “Confianza, las personas que se aman saben que pueden confiar el uno en el otro”. Para una mujer casada, que contempla por primera vez la posibilidad de tener una aventura amorosa, no existe frase más excitante y tranquilizadora.
»Nuestro primer encuentro, en mi piso, fue algo dantesco. Yo estaba loco de deseo y ella me miraba con los ojos muy abiertos, pasmada y jadeante. Tuve que quitarle la ropa y tumbarla desnuda en la cama, suntuosa, el pelo negro y la piel blanca relucientes, y entonces ocurrió algo aterrador: mi pene quedó inerte, se encogió. No puede ocurrirle al hombre desgracia mayor. Empecé a sudar de pánico, besándola, acariciándola de una manera angustiosa que no hacía más que aumentar mi impotencia. Ella intentó ayudarme, pero se puso también nerviosa, y se asustó, pues pensaba, como me dijo luego, que había alguien oculto bajo la cama. Se levantó y fue al cuarto de baño. Me quedé en la cama, manoseándome desesperado el pene, inútilmente, durante largo tiempo, hasta que me eché a llorar. Imagínate, un hombre gordo y desnudo llorando tendido en la cama, intentando afanosamente que se le enderece el cacharro. Al fin, enjugué los ojos, me puse la bata y fui a ver qué estaba haciendo en el cuarto de baño.
»Estaba sentada en la tapa del retrete, con las piernas cruzadas, desconsolada, mirándose las uñas, medio acurrucada; hasta una barriguita adiposa surgía en su vientre impoluto; se le había corrido la pintura de los ojos y se me quedó mirando patéticamente. Encendí el gas del calentador, pensando quizá que un baño nos purificaría, nos haría olvidar aquel horror y volvería a llenar de sangre mi pene. Súbitamente, el calentador explotó (véase Fonseca). Me tiré sobre ella para protegerla, caímos al suelo y, en aquel infierno de fuego y humo, nuestros cuerpos se conciliaron en una cópula excelsa y delirante. Hasta la noche no me di cuenta de que tenía el cuerpo lleno de quemaduras. Creo que fue entonces cuando decidí, al comprobar la superioridad del orgasmo sobre el dolor, escribir Bufo & Spallanzani. Hasta con el cuerpo embadurnado de picrato, dejando jirones de piel en las sábanas, empecé a encontrarme con ella todos los días, más potente yo que Simenon y Maupassant juntos.

»Diariamente, hacia la una de la tarde, llegaba a mi casa, tras pasar por el gimnasio, donde hacía sus ejercicios. Mientras no llegaba, yo iba y venía ansioso de un lado a otro, sintiendo con los dedos la erección de mi pene, hablando solo. Cuando aparecía, yo agarraba su cuerpo con fervor demente y jodíamos en pie, en el hall, sin que se hubiera quitado la ropa, metiéndosela por la pernera de las bragas mientras la alzaba sujetándola por el trasero, aplastándola contra la pared. Luego, la llevaba a la cama y nos pasábamos la tarde jodiendo. Hasta entonces no había tenido un orgasmo en su vida. En las pausas le leía poemas. Le gustaba particularmente uno de Baudelaire que habla de un cunnilingus, “la très-chère était nue, et, connaissant mon coeur”, etc. Siempre le leía el poema cuando acabábamos de echar un polvo, exactamente como hago contigo, amor mío. Ahora, déjame dormir».

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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