jueves, 16 de agosto de 2018

CONFESIONES DE UN JOVEN NOVELISTA. UMBERTO ECO.


Ideas fecundas

Otra pregunta frecuente es: «¿Qué idea vaga o plan detallado tiene usted a la hora de empezar a escribir?». No fue hasta después de mi tercera novela cuando adquirí conciencia plena de que cada una de mis novelas crecía a partir de una idea fecunda que era poco más que una imagen. En Apostillas a «El nombre de la rosa» dije que había empezado a escribir esa novela porque «quería envenenar a un monje». En realidad, no tenía deseo alguno de envenenar a un monje, es decir, nunca he querido envenenar a nadie, ni a un monje ni a un seglar. Simplemente me impresionó la imagen de un monje envenenado durante la lectura de un libro. Quizá estuviera recordando una experiencia que tuve a los dieciséis años: en la visita a un monasterio benedictino (Santa Scolastica en Subiaco), anduve por los claustros medievales y entré en una oscura biblioteca donde, abierto sobre un atril, encontré el Acta Sanctorum. Al pasar las páginas de ese enorme volumen en profundo silencio, con unos rayos de luz filtrándose por las ventanas de cristal esmerilado, tuve seguramente algo así como un estremecimiento. Más de cuarenta años después, ese estremecimiento resurgió de mi inconsciente.
Esa fue la imagen fecunda. El resto vino a pedazos, en mis esfuerzos por dar sentido a esa imagen. Y vino por sí mismo, gradualmente, hurgando en veinticinco años de viejas fichas de archivo sobre la Edad Media, originalmente rellenadas con un propósito completamente distinto.

Con El péndulo de Foucault, las cosas fueron más complicadas. Tras escribir El nombre de la rosa, tenía la sensación de que había puesto en mi primera (y quizá última) novela todo lo que, incluso de forma indirecta, podía decir de mí mismo. ¿Había algo más, genuinamente mío, sobre lo que pudiera escribir? Dos imágenes me vinieron a la mente.
La primera fue la del péndulo de Léon Foucault, que había visto treinta años antes en París y que me había causado una enorme impresión, otro estremecimiento que había yacido en las profundidades de mi alma durante mucho tiempo. La segunda imagen fue la de mí mismo tocando la trompeta en un funeral para miembros de la Resistencia italiana. Una historia real que nunca había dejado de contar, porque me parecía hermosa, y también porque, cuando más tarde leí a Joyce, me di cuenta de que había experimentado lo que él llama (en Stephen el héroe) una epifanía.
Así que decidí contar una historia que empezara con el péndulo y terminara con un pequeño trompetista en un cementerio una mañana soleada. Pero ¿cómo llegar del péndulo a la trompeta? Responder esa pregunta me llevó ocho años, y la respuesta fue la novela.

Con La isla del día de antes, arranqué de una pregunta que me hizo un periodista francés: «¿Cómo describe usted tan bien los espacios?». Nunca he prestado atención a mi descripción de los espacios, pero al reflexionar en torno a esa cuestión, me di cuenta de lo que ya he mencionado, es decir, que al diseñar cada detalle de un mundo, sabemos cómo describirlo en términos de espacio, ya que se nos muestra ante nuestros ojos. Había un género literario clásico llamado «écfrasis», que consistía en describir una imagen determinada (una pintura o una estatua) con tanto detalle que incluso quienes no hubieran posado jamás sus ojos sobre ella podían verla como si la tuvieran delante. Como escribiera Joseph Addison en Los placeres de la imaginación (1712), «Bien escogidas, las palabras tienen tal fuerza en su interior que una descripción a menudo nos da una idea más viva que la visión de las propias cosas». Se dice que cuando el Laocoonte fue descubierto en Roma en 1506, la gente lo reconoció como aquella famosa estatua griega por la descripción verbal facilitada por Plinio el Viejo en su Naturalis Historia.
De modo que, ¿por qué no contar una historia en la que el espacio desempeñara un papel importante? Además —me dije—, en mis dos primeras novelas hablé demasiado de monasterios y museos, es decir, de espacios culturales cerrados. Debería tratar de escribir sobre espacios abiertos, naturales. ¿Y cómo podía llenar una novela de enormes espacios, naturaleza y nada más? Pues situando a mi héroe en una isla desierta.
Al mismo tiempo, estaba fascinado por uno de esos relojes mundiales que dan la hora en todas partes del mundo y despliegan una marca indicando la línea internacional de cambio de fecha, en el meridiano ciento ochenta. Todo el mundo sabe que esa línea existe, porque todo el mundo ha leído La vuelta al mundo en ochenta días, de Jules Verne, pero no pensamos a menudo en ello.
Pues bien, mi protagonista tenía que estar al oeste de esa línea y ver una isla al este, donde el día era el anterior. No podía aparecer como náufrago en la propia isla, sino que tenía que haber sido abandonado en un punto en el que la isla estuviera al alcance de su vista, pero no podía nadar, de forma que se vería forzado a quedarse contemplando esa isla distante de él en el tiempo y en el espacio.
Mi reloj señaló que uno de esos puntos fatídicos estaba en las islas Aleutianas, pero no sabía cómo arreglármelas para dejar atascado allí a un personaje. ¿Podía hacer naufragar a mi héroe cerca de una plataforma petrolífera? Antes he dicho que cuando escribo sobre un lugar determinado, necesito estar allí, y la idea de irme a una región helada como las Aleutianas no me atraía en absoluto.
Pero al continuar hojeando mi atlas, descubrí que la línea de cambio de fecha también pasaba por el archipiélago de Fiyi. Las islas del Pacífico meridional tenían ricas asociaciones con Robert Louís Stevenson. Muchas de esas tierras habían dejado de ser ignotas para los europeos en el siglo XVII; yo conocía bastante bien la cultura barroca, los días de los tres mosqueteros y el cardenal Richelieu. Solo tenía que empezar, y entonces la novela andaría con sus propios pies.

Una vez que un autor ha diseñado un mundo narrativo concreto, las palabras llegan, y serán las que requiera ese mundo en particular. Por este motivo, el estilo que usé en El nombre de la rosa fue el de un cronista medieval: preciso, ingenuo, plano cuando era necesario (un humilde monje del siglo XIV no escribe como Joyce, ni recuerda cosas como Proust). Además, como yo estaba transcribiendo supuestamente una traducción del siglo XIX de un texto medieval, el modelo estilístico solo era indirectamente el latín de los cronistas medievales de la época; el modelo más inmediato era el estilo de sus traductores modernos.
En el caso de El péndulo de Foucault, una pluralidad de lenguajes debía converger en una sola obra: el lenguaje educado y arcaizante de Agliè, la retórica fascista pseudo d'annunziana de Árdenti, el desencantado e irónicamente literario lenguaje de los documentos secretos de Belbo (verdaderamente posmodernos en su frenético uso de citas literarias), el estilo cursi de Garamond y los obscenos diálogos de los tres editores en el transcurso de sus irresponsables fantasías, mezclando referencias aprendidas con petulantes juegos de palabras. Esos «saltos de registro» no dependían de una simple elección estética, sino que venían dados por la naturaleza del mundo en que los acontecimientos tenían lugar, y por la psicología de los personajes.
En La isla del día de antes, el período cultural fue el factor determinante. Influyó no solamente en el estilo, sino ya en la estructura misma de los diálogos en curso entre narrador y personaje, mientras el lector se ve continuamente atraído como un testigo y un cómplice en esa disputa. Esa clase de elección metanarrativa resultaba del hecho de que mis personajes se suponía que debían hablar en un lenguaje barroco, aunque yo mismo no pudiera. Así que debía tener un narrador con múltiples registros y funciones: a veces se irrita por los excesos verbales de sus personajes, y otras es él la víctima de ellos, y también hay otras veces que atempera esos excesos disculpándose ante el lector.

Hasta ahora, he dicho que 1) mi punto de partida es una idea fecunda o una imagen, y 2) que la construcción del mundo narrativo marca el estilo de la novela. Mi cuarto proyecto de ficción, Baudolino, contradice esos dos principios. En cuanto a la idea fecunda: durante por lo menos dos años tuve varias, y si hay demasiadas ideas fecundas, es señal de que no son fecundas. En un momento determinado, decidí que mi protagonista sería un chico nacido en Alejandría, mi ciudad natal, fundada en el siglo XII y cercada por Federico Barbarroja. Además, quise que mi Baudolino fuera el hijo del legendario Gagliaudo, quien, cuando Federico Barbarroja estaba a punto de conquistar la ciudad, se lo impidió gracias a un malicioso truco, una mentira, un fraude, y si quieren saber qué era, lean el libro.
Baudolino fue una buena oportunidad de volver a mi querida Edad Media, a mis raíces personales, a mi fascinación por los farsantes. Pero eso no era suficiente. No sabía cómo empezar, qué tipo de estilo usar, ni quién era mi héroe real.
Reflexioné sobre el hecho de que en esos días, en mi región natal, la gente ya no hablaba latín, sino que usaba nuevos dialectos que en ciertos aspectos se parecían a la lengua italiana de hoy, que estaba entonces en pañales. Pero no tenemos registros del dialecto hablado durante esos años en el noreste de Italia. Así que me tomé la libertad de inventarme un idioma popular, una hipotética lengua franca del valle del Po en el siglo XII, y creo que funcionó bastante bien, ya que un amigo mío que da un curso de historia de la lengua italiana me dijo que, aunque nadie podía confirmar ni desafiar mi invento, el lenguaje de Baudolino no era improbable.
Ese lenguaje, que planteó no pocos problemas a mis valientes traductores, me sugirió la psicología de mi protagonista, Baudolino, y convirtió mi cuarta novela en un contrapunto picaresco a El nombre de la rosa. Esta última había sido una historia de discursos intelectuales de estilo elevado, mientras que Baudolino trataba de campesinos, guerreros e insolentes goliardos. Así que el estilo que adopté marcó la historia que iba a contar.
Tengo que reconocer, sin embargo, que Baudolino probablemente dependa también de una primera imagen poderosa. Constantinopla, ciudad en la que no había estado jamás, me fascinó durante mucho tiempo. A fin de tener un motivo para visitarla, necesitaba contar una historia sobre esa ciudad y la civilización bizantina. Así que fui a Constantinopla. Exploré su superficie y sus capas subterráneas, y encontré la imagen de partida para mi relato: la ciudad ardiendo por acción de los cruzados en 1204.
Toma Constantinopla en llamas, un joven mentiroso, un emperador germano y unos cuantos monstruos asiáticos y ya tienes la novela. Admito que esto no parece una receta convincente, pero en mi caso funcionó.

Debo añadir que en mis extensas lecturas sobre la cultura bizantina, descubrí a Niketas Choniates, un historiador griego de ese período, y decidí poner toda la historia en boca de Baudolino —un supuesto mentiroso— contada a Niketas. También tenía mi estructura metanarrativa: una historia en la que no solo Niketas, sino también el narrador y el lector no están nunca seguros de lo que relata Baudolino.
Título original: Confessions of a Young Novelist
Primera edición: septiembre de 2011
© 2011, The President and Fellows of Harvard College
© 2011, de la presente edición en castellano para todo el mundo:
Random House Mondadori, S.A.
Travessera de Gracia, 47-49. 08021 Barcelona

© 2011, Guillera Sans Mora, por la traducción

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