Ideas fecundas
Otra
pregunta frecuente es: «¿Qué idea vaga o plan detallado tiene
usted a la hora de empezar a escribir?». No fue hasta después de mi
tercera novela cuando adquirí conciencia plena de que cada una de
mis novelas crecía a partir de una idea fecunda que era poco más
que una imagen. En Apostillas
a «El nombre de la rosa»
dije que había empezado a escribir esa novela porque «quería
envenenar a un monje». En realidad, no tenía deseo alguno de
envenenar a un monje, es decir, nunca he querido envenenar a nadie,
ni a un monje ni a un seglar. Simplemente me impresionó la imagen de
un monje envenenado durante la lectura de un libro. Quizá estuviera
recordando una experiencia que tuve a los dieciséis años: en la
visita a un monasterio benedictino (Santa Scolastica en Subiaco),
anduve por los claustros medievales y entré en una oscura biblioteca
donde, abierto sobre un atril, encontré el Acta
Sanctorum.
Al pasar las páginas de ese enorme volumen en profundo silencio, con
unos rayos de luz filtrándose por las ventanas de cristal
esmerilado, tuve seguramente algo así como un estremecimiento. Más
de cuarenta años después, ese estremecimiento resurgió de mi
inconsciente.
Esa fue la imagen fecunda. El
resto vino a pedazos, en mis esfuerzos por dar sentido a esa imagen.
Y vino por sí mismo, gradualmente, hurgando en veinticinco años de
viejas fichas de archivo sobre la Edad Media, originalmente
rellenadas con un propósito completamente distinto.
Con
El
péndulo de Foucault,
las cosas fueron más complicadas. Tras escribir El
nombre de la rosa,
tenía la sensación de que había puesto en mi primera (y quizá
última) novela todo lo que, incluso de forma indirecta, podía decir
de mí mismo. ¿Había algo más, genuinamente mío, sobre lo que
pudiera escribir? Dos imágenes me vinieron a la mente.
La
primera fue la del péndulo de Léon Foucault, que había visto
treinta años antes en París y que me había causado una enorme
impresión, otro estremecimiento que había yacido en las
profundidades de mi alma durante mucho tiempo. La segunda imagen fue
la de mí mismo tocando la trompeta en un funeral para miembros de la
Resistencia italiana. Una historia real que nunca había dejado de
contar, porque me parecía hermosa, y también porque, cuando más
tarde leí a Joyce, me di cuenta de que había experimentado lo que
él llama (en Stephen
el héroe) una
epifanía.
Así que decidí contar una
historia que empezara con el péndulo y terminara con un pequeño
trompetista en un cementerio una mañana soleada. Pero ¿cómo llegar
del péndulo a la trompeta? Responder esa pregunta me llevó ocho
años, y la respuesta fue la novela.
Con
La
isla del día de antes, arranqué
de una pregunta que me hizo un periodista francés: «¿Cómo
describe usted tan bien los espacios?». Nunca he prestado atención
a mi descripción de los espacios, pero al reflexionar en torno a esa
cuestión, me di cuenta de lo que ya he mencionado, es decir, que al
diseñar cada detalle de un mundo, sabemos cómo describirlo en
términos de espacio, ya que se nos muestra ante nuestros ojos. Había
un género literario clásico llamado «écfrasis», que consistía
en describir una imagen determinada (una pintura o una estatua) con
tanto detalle que incluso quienes no hubieran posado jamás sus ojos
sobre ella podían verla como si la tuvieran delante. Como escribiera
Joseph Addison en Los
placeres de la imaginación (1712),
«Bien escogidas, las palabras tienen tal fuerza en su
interior
que una descripción a menudo nos da una idea más viva que la visión
de las propias cosas». Se dice que cuando el Laocoonte
fue
descubierto en Roma en 1506, la gente lo reconoció como aquella
famosa estatua griega por la descripción verbal facilitada por
Plinio el Viejo en su Naturalis
Historia.
De modo que, ¿por qué no
contar una historia en la que el espacio desempeñara un papel
importante? Además —me dije—, en mis dos primeras novelas hablé
demasiado de monasterios y museos, es decir, de espacios culturales
cerrados. Debería tratar de escribir sobre espacios abiertos,
naturales. ¿Y cómo podía llenar una novela de enormes espacios,
naturaleza y nada más? Pues situando a mi héroe en una isla
desierta.
Al
mismo tiempo, estaba fascinado por uno de esos relojes mundiales que
dan la hora en todas partes del mundo y despliegan una marca
indicando la línea internacional de cambio de fecha, en el meridiano
ciento ochenta. Todo el mundo sabe que esa línea existe, porque todo
el mundo ha leído La
vuelta al mundo en ochenta días, de
Jules Verne, pero no pensamos a menudo en ello.
Pues bien, mi protagonista
tenía que estar al oeste de esa línea y ver una isla al este, donde
el día era el anterior. No podía aparecer como náufrago en la
propia isla, sino que tenía que haber sido abandonado en un punto en
el que la isla estuviera al alcance de su vista, pero no podía
nadar, de forma que se vería forzado a quedarse contemplando esa
isla distante de él en el tiempo y en el espacio.
Mi reloj señaló que uno de
esos puntos fatídicos estaba en las islas Aleutianas, pero no sabía
cómo arreglármelas para dejar atascado allí a un personaje. ¿Podía
hacer naufragar a mi héroe cerca de una plataforma petrolífera?
Antes he dicho que cuando escribo sobre un lugar determinado,
necesito estar allí, y la idea de irme a una región helada como las
Aleutianas no me atraía en absoluto.
Pero
al continuar hojeando mi atlas, descubrí que la línea de cambio de
fecha también pasaba por el archipiélago de Fiyi. Las islas del
Pacífico meridional tenían ricas asociaciones con Robert Louís
Stevenson. Muchas de esas tierras habían dejado de ser ignotas para
los europeos en el siglo XVII; yo conocía bastante bien la cultura
barroca, los días de los tres mosqueteros y
el
cardenal Richelieu. Solo tenía que empezar, y entonces la novela
andaría con sus propios pies.
Una
vez que un autor ha diseñado un mundo narrativo concreto, las
palabras llegan, y serán las que requiera ese mundo en particular.
Por este motivo, el estilo que usé en El
nombre de la rosa fue
el de un cronista medieval: preciso, ingenuo, plano cuando era
necesario (un humilde monje del siglo XIV no escribe como Joyce, ni
recuerda cosas como Proust). Además, como yo estaba transcribiendo
supuestamente una traducción del siglo XIX de un texto medieval, el
modelo estilístico solo era indirectamente el latín de los
cronistas medievales de la época; el modelo más inmediato era el
estilo de sus traductores modernos.
En
el caso de El
péndulo de Foucault, una
pluralidad de lenguajes debía converger en una sola obra: el
lenguaje educado y arcaizante de Agliè, la retórica fascista pseudo
d'annunziana de Árdenti, el desencantado e irónicamente literario
lenguaje de los documentos secretos de Belbo (verdaderamente
posmodernos en su frenético uso de citas literarias), el estilo
cursi de Garamond y los obscenos diálogos de los tres editores en el
transcurso de sus irresponsables fantasías, mezclando referencias
aprendidas con petulantes juegos de palabras. Esos «saltos de
registro» no dependían de una simple elección estética, sino que
venían dados por la naturaleza del mundo en que los acontecimientos
tenían lugar, y por la psicología de los personajes.
En
La
isla del día de antes, el
período cultural fue el factor determinante. Influyó no solamente
en el estilo, sino ya en la estructura misma de los diálogos en
curso entre narrador y personaje, mientras el lector se ve
continuamente atraído como un testigo y un cómplice en esa disputa.
Esa clase de elección metanarrativa resultaba del hecho de que mis
personajes se suponía que debían hablar en un lenguaje barroco,
aunque yo mismo no pudiera. Así que debía tener un narrador con
múltiples registros y funciones: a veces se irrita por los excesos
verbales de sus personajes, y otras es él la víctima de ellos, y
también hay otras veces que atempera esos excesos disculpándose
ante el lector.
Hasta
ahora, he dicho que 1) mi punto de partida es una idea fecunda o una
imagen, y 2) que la construcción del mundo narrativo marca el estilo
de la novela. Mi cuarto proyecto de ficción, Baudolino,
contradice
esos dos principios. En cuanto a la idea fecunda: durante por lo
menos dos años tuve varias, y si hay demasiadas ideas fecundas, es
señal de que no son fecundas. En un momento determinado, decidí que
mi protagonista sería un chico nacido en Alejandría, mi ciudad
natal, fundada en el siglo XII y cercada por Federico Barbarroja.
Además, quise que mi Baudolino fuera el hijo del legendario
Gagliaudo, quien, cuando Federico Barbarroja estaba a punto de
conquistar la ciudad, se lo impidió gracias a un malicioso truco,
una mentira, un fraude, y
si
quieren saber qué era, lean el libro.
Baudolino
fue
una buena oportunidad de volver a mi querida Edad Media, a mis raíces
personales, a mi fascinación por los farsantes. Pero eso no era
suficiente. No sabía cómo empezar, qué tipo de estilo usar, ni
quién era mi héroe real.
Reflexioné
sobre el hecho de que en esos días, en mi región natal, la gente ya
no hablaba latín, sino que usaba nuevos dialectos que en ciertos
aspectos se parecían a la lengua italiana
de hoy, que estaba entonces en pañales. Pero no tenemos registros
del dialecto hablado durante esos años en el noreste de Italia. Así
que me tomé la libertad de inventarme un idioma popular, una
hipotética lengua franca del valle del Po en el siglo XII, y creo
que funcionó bastante bien, ya que un amigo mío que da un curso de
historia de la lengua italiana me dijo que, aunque nadie podía
confirmar ni desafiar mi invento, el lenguaje de Baudolino no era
improbable.
Ese
lenguaje, que planteó no pocos problemas a mis valientes
traductores, me sugirió la psicología de mi protagonista,
Baudolino, y convirtió mi cuarta novela en un contrapunto picaresco
a El
nombre de la rosa. Esta
última había sido una historia de discursos intelectuales de estilo
elevado, mientras que Baudolino
trataba
de campesinos, guerreros e insolentes goliardos. Así que el estilo
que adopté marcó la historia que iba a contar.
Tengo
que reconocer, sin embargo, que Baudolino
probablemente
dependa también de una primera imagen poderosa. Constantinopla,
ciudad en la que no había estado jamás, me fascinó durante mucho
tiempo. A fin de tener un motivo para visitarla, necesitaba contar
una historia sobre esa ciudad y la civilización bizantina. Así que
fui a Constantinopla. Exploré su superficie y sus capas
subterráneas, y encontré la imagen de partida para mi relato: la
ciudad ardiendo por acción de los cruzados en 1204.
Toma
Constantinopla en llamas, un joven mentiroso, un
emperador
germano y unos cuantos monstruos asiáticos y
ya
tienes la novela. Admito que esto no parece una receta convincente,
pero en mi caso funcionó.
Debo añadir que en mis
extensas lecturas sobre la cultura bizantina, descubrí a Niketas
Choniates, un historiador griego de ese período, y decidí poner
toda la historia en boca de Baudolino —un supuesto mentiroso—
contada a Niketas. También tenía mi estructura metanarrativa: una
historia en la que no solo Niketas, sino también el narrador y el
lector no están nunca seguros de lo que relata Baudolino.
Título original: Confessions of a Young Novelist
Primera edición: septiembre de 2011
© 2011, The President and Fellows of Harvard College
© 2011, de la presente edición en castellano para todo el mundo:
Random House Mondadori, S.A.
Travessera de Gracia, 47-49. 08021 Barcelona
© 2011, Guillera Sans Mora, por la traducción
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