viernes, 17 de agosto de 2018

UMBERTO ECO. CONFESIONES DE UN JOVEN NOVELISTA.


Restricciones

Antes he dicho que una vez que he encontrado la imagen fecunda, la historia puede avanzar sola. Eso es verdadero solo hasta cierto punto. Para que la historia sea capaz de avanzar, el escritor debe imponer algunas restricciones.
Las restricciones son fundamentales en cualquier cometido artístico. Un pintor que decide usar óleos y no témpera, un lienzo y no un muro; un compositor que opta por una clave determinada, un poeta que elige usar pareados, o endecasílabos en lugar de alejandrinos: todo eso conforma un sistema de restricciones. También ocurre con los artistas de vanguardia, que parecen eludir las restricciones; ellos simplemente fijan otras, que pasan inadvertidas.
Elegir las siete trompetas del apocalipsis como esquema del devenir de los acontecimientos, como hice en El nombre de la rosa, es una restricción. Otra sería emplazar la historia en una época concreta, porque en un determinado período histórico puedes hacer que sucedan algunas cosas, pero otras no. Fue una restricción el decidir que, de acuerdo con las obsesiones ocultas de algunos de mis personajes, El péndulo de Foucault necesitaba tener exactamente ciento veinte capítulos, y que la historia debía dividirse en diez partes, como el Sefirot de la Cabala.
Otra restricción en El péndulo de Foucault fue que los personajes tenían que haber vivido las protestas estudiantiles de 1968. Pero luego Belbo escribe sus documentos en su ordenador —que también desempeña un papel formal en la historia, inspirando en parte su naturaleza aleatoria y combinatoria—, de modo que los acontecimientos finales solamente podían tener lugar a principios de los años ochenta, y no antes, ya que los primeros ordenadores personales con procesadores de texto se pusieron a la venta en Italia en 1982-1983. Pero para construir una elipsis entre 1968 y 1982, me vi obligado a enviar a mi héroe, Casaubon, a otra parte. ¿Adónde? Mis recuerdos de unos rituales mágicos que presencié me devolvieron a Brasil, donde situé a Casaubon por espacio de más de diez años. A muchos les pareció una digresión excesivamente larga, pero para mí (y para algunos lectores benevolentes) era esencial, porque lo que pasa en Brasil es una especie de premonición alucinada de lo que sucederá a mis personajes en el resto del libro.
Si IBM o Apple hubieran empezado a vender buenos procesadores de textos seis o siete años antes, mi novela habría sido diferente. No habría habido Brasil, y desde mi punto de vista, eso habría sido una gran pérdida.

La isla del día de antes se basó en una serie de restricciones temporales. Por ejemplo, quise que mi héroe, Roberto, estuviera en París el día de la muerte de Richelieu (el 4 de diciembre de 1642). ¿Era necesario para Roberto presenciar la muerte de Richelieu? En absoluto; mi relato habría sido el mismo si Roberto no hubiera visto a Richelieu en su lecho de muerte. Además, cuando introduje esa restricción no pensé en su posible función. Simplemente, quise describir a Richelieu a punto de morir. Fue puro sadismo.
Pero esa restricción me obligó a componer un puzzle. Roberto tenía que llegar a su isla en agosto del año siguiente porque agosto era el mes en que visité esas islas, de modo que solo podía describir amaneceres en cielos nocturnos durante esa estación. No era imposible que un barco velero fuera de Europa a Melanesia en seis o siete meses, si bien en ese momento yo afrontaba una terrible dificultad: después de agosto, alguien tenía que encontrar el diario de Roberto en lo que había quedado del barco en que viajaba. Pero el explorador holandés Abel Tasman probablemente alcanzara las islas Fiyi antes de junio, es decir, antes de la llegada de Roberto. De ahí.los indicios que ofrecí en el capítulo final, para persuadir al lector de que quizá Tasman pasó dos veces por ese archipiélago sin registrar la segunda visita en su diario de navegación (de modo que tanto el autor como el lector se ven inducidos a imaginar silencios, conspiraciones, ambigüedades), o de que el capitán Bligh atracó en la isla al escapar del motín del Bounty (una hipótesis más fascinante, y una forma magnífica e irónica de fundir dos universos textuales).
Mi novela está sujeta a muchas otras restricciones, pero no puedo revelarlas todas. Para escribir una novela exitosa, es necesario mantener en secreto ciertas recetas.

Como he explicado, en el caso de Baudolino quería comenzar la historia con Constantinopla en llamas, en 1204. Como tenía intención de hacer que Baudolino falsificara una carta del Preste Juan y participara en la fundación de Alejandría, estaba obligado a situar su fecha de nacimiento en torno a 1142, de forma que en 1204 tuviera ya sesenta y dos años. En este sentido, la historia tenía que empezar por el final, con Baudolino contando sus aventuras pasadas a través de varios flashbacks. Ningún problema.
Pero Baudolino se halla en Constantinopla al regresar del reino del Preste Juan. Ahora, la carta falsa del clérigo había sido —hablando desde un punto de vista histórico— falsificada o divulgada alrededor de 1160, y en mi novela Baudolino la escribe para convencer a Federico Barbarroja de que avance hacia ese misterioso reino. Así que, aun suponiendo que el viaje hasta el reino, su estancia allí y los miles de aventuras que vivió hubieran durado unos quince años, Baudolino no pudo empezar su peregrinación antes de 1198 (está demostrado históricamente que Barbarroja no se desplazó hacia el este antes de ese año). Entonces, ¿qué demonios podía poner yo a hacer a Baudolino entre 1160 y 1190? ¿Por qué no podía empezar su exploración inmediatamente después de divulgar la carta? Era un poco como el negocio del ordenador en El péndulo de Foucault.
Así que me vi forzado a mantenerle ocupado, y le hice posponer una y otra vez su partida. Tuve que inventar una serie de accidentes para llegar al final del siglo. Pero únicamente de esta manera la novela crea —no solo en Baudolino, sino también en sus lectores— la punzada del deseo. Baudolino añora el reino, pero tiene que posponer continuamente su búsqueda. Así, el reino del Preste Juan crece como un objeto de los anhelos de Baudolino y, eso espero, también como un objeto de deseo del lector. Una vez más, las ventajas de las restricciones.

Doble codificación

No me cuento entre los malos escritores que dicen que solo escriben para sí mismos. Lo único que los escritores escriben para sí mismos son las listas de la compra, que les ayudan a recordar lo que tienen que comprar y pueden tirar después. Todo el resto, incluidas las listas de la lavandería, son mensajes dirigidos a alguien. No son monólogos; son diálogos.
Ahora, algunos críticos han encontrado que mis novelas contienen un rasgo típicamente posmoderno: la doble codificación1.
Fui consciente desde el principio —y así lo dije en Apostillas a «El nombre de la rosa»— de que, sea lo que sea el posmodernismo, yo uso por lo menos dos técnicas típicamente posmodernas. Una es la ironía intertextual: citas directas de otros textos famosos, o referencias más o menos transparentes a los mismos. La segunda es la metanarrativa: reflexiones que el texto hace sobre su propia naturaleza cuando el autor habla directamente al lector.
La «doble codificación» es el uso simultáneo de la ironía intertextual y de un encanto metanarrativo implícito. El término lo acuñó el arquitecto Charles Jencks, para quien la arquitectura posmoderna «habla por lo menos a dos niveles simultáneos: a otros arquitectos y a una minoría interesada, preocupada por los significados específicamente arquitectónicos, y al público en general, o a los habitantes del lugar de la construcción, a quienes preocupan otros asuntos, relacionados con la comodidad, la arquitectura tradicional y una forma de vivir»2. Continúa definiéndolo: «El edificio o la obra de arte posmodernos se dirigen simultáneamente a una minoría, un público que constituye una élite que usa códigos «elevados», y un público de masas que usa códigos populares»3.
Permítaseme citar un ejemplo de doble codificación de mis propias novelas. El nombre de la rosa comienza contando cómo el autor dio con un antiguo texto medieval. Se trata de un caso flagrante de ironía intertextual, ya que el topos (es decir, el lugar común literario) del manuscrito descubierto tiene un venerable pedigrí. La ironía es doble, y es también una sugerencia metanarrativa, pues el texto explica que la existencia del manuscrito se debe a una traducción del original del siglo XIX, una observación que justifica algunos elementos de la novela neogótica presentes en el relato. El lector común o ingenuo no puede disfrutar la narrativa que sigue, a menos que sea consciente de ese juego de cajas chinas, de esa regresión de fuentes, que confiere al relato un aura de ambigüedad.
Pero si lo recuerdan, el encabezamiento de la página que habla de la fuente medieval dice «Naturalmente, un manuscrito». Es probable que la palabra «naturalmente» tenga un efecto particular en los lectores sofisticados, que se darán cuenta de que están ante un topos literario, y de que el autor está revelando su «ansia de influencia», ya que (al menos para los lectores italianos) la referencia en cuestión apunta al mayor novelista italiano del siglo XIX, Alessandro Manzoni, quien arranca su libro Los novios declarando como fuente un manuscrito del siglo XVII. ¿Cuántos lectores captaron la resonancia irónica de ese «naturalmente»? No demasiados, pues muchos me escribieron preguntando si el manuscrito existía en realidad. Pero si no captan la alusión, ¿serán capaces de apreciar el resto de la historia y paladear su sabor? Creo que sí. Simplemente, se habrán perdido un guiño adicional.
Admito que al usar esa técnica de la doble codificación, el autor establece una especie de complicidad silenciosa con el lector sofisticado, y que algún lector común, al no captar la alusión culta, puede tener la sensación de que se le escapa algo. Pero la literatura, creo, no está pensada solamente para entretener y consolar a la gente. Pretende también provocar e inspirar a leer el mismo texto dos veces, quizá incluso varias veces, para poder entenderlo mejor. Así que pienso que la doble codificación no es un tic aristocrático, sino una forma de mostrar respeto por la inteligencia y la buena voluntad del lector.

1 Linda Hurcheon, «Eco's Echoes: Ironizing the (Post) Modern», en Norma Bouchard y Verónica Pravadelli, eds., Umberto Eco’s Alternativa, Nueva York, Peter Lang, 1998; Linda Hutcheon, A Poetics of Postmodernism, Londres, Routledge 1988; Brian McHale, Constructing Postmodernism, Londres, Routledge 1992; Remo Ceserani, «Eco’s (Post)modernist Fictions», en Bouchard y Pravadelli, Umberto Eco’s Alternative.
2 Charles A. Jencks, The Language of Post-Modern Architecture, Wisbech (Reino Unido), Balding and Mansell, 1978, p. 6 (hay trad. cast.: El lenguaje de la arquitectura posmoderna, Barcelona, Gustavo Gili, 1986).

3 Charles A. Jencks, What Is Post-Modernism?, Londres, Art and Design, 1986, pp. 14-15. Véase también Charles A. Jencks, ed., The Post-Modern Reader, Nueva York, St. Martin's, 1992.

Título original: Confessions of a Young Novelist
Primera edición: septiembre de 2011
© 2011, The President and Fellows of Harvard College
© 2011, de la presente edición en castellano para todo el mundo:
Random House Mondadori, S.A.
Travessera de Gracia, 47-49. 08021 Barcelona
© 2011, Guillera Sans Mora, por la traducción

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