Restricciones
Antes he dicho que una vez que
he encontrado la imagen fecunda, la historia puede avanzar sola. Eso
es verdadero solo hasta cierto punto. Para que la historia sea capaz
de avanzar, el escritor debe imponer algunas restricciones.
Las restricciones son
fundamentales en cualquier cometido artístico. Un pintor que decide
usar óleos y no témpera, un lienzo y no un muro; un compositor que
opta por una clave determinada, un poeta que elige usar pareados, o
endecasílabos en lugar de alejandrinos: todo eso conforma un sistema
de restricciones. También ocurre con los artistas de vanguardia, que
parecen eludir las restricciones; ellos simplemente fijan otras, que
pasan inadvertidas.
Elegir
las siete trompetas del apocalipsis como esquema del devenir de los
acontecimientos, como hice en El
nombre de la rosa, es
una restricción. Otra sería emplazar la historia en una época
concreta, porque en un determinado período histórico puedes hacer
que sucedan algunas cosas, pero otras no. Fue una restricción el
decidir que, de acuerdo con las obsesiones ocultas de algunos de mis
personajes, El
péndulo de Foucault necesitaba
tener exactamente ciento veinte capítulos, y que la historia debía
dividirse en diez partes, como el Sefirot de la Cabala.
Otra
restricción en El
péndulo de Foucault fue
que los personajes tenían que haber vivido las protestas
estudiantiles de 1968. Pero luego Belbo escribe sus documentos en su
ordenador —que también desempeña un papel formal en la historia,
inspirando en parte su naturaleza aleatoria y combinatoria—, de
modo que los acontecimientos finales solamente podían tener lugar a
principios de los años ochenta, y no antes, ya que los primeros
ordenadores personales con procesadores de texto se pusieron a la
venta en Italia en 1982-1983. Pero para construir una elipsis entre
1968 y 1982, me vi obligado a enviar a mi héroe, Casaubon, a otra
parte. ¿Adónde? Mis recuerdos de unos rituales mágicos que
presencié me devolvieron a Brasil, donde situé a Casaubon por
espacio de más de diez años. A muchos les pareció una digresión
excesivamente larga, pero para mí (y para algunos lectores
benevolentes) era esencial, porque lo que pasa en Brasil es una
especie
de premonición alucinada de lo que sucederá a mis personajes en el
resto del libro.
Si IBM o Apple hubieran
empezado a vender buenos procesadores de textos seis o siete años
antes, mi novela habría sido diferente. No habría habido Brasil, y
desde mi punto de vista, eso habría sido una gran pérdida.
La
isla del día de antes se
basó en una serie de restricciones temporales. Por ejemplo, quise
que mi héroe, Roberto, estuviera en París el día de la muerte de
Richelieu (el 4 de diciembre de 1642). ¿Era necesario para Roberto
presenciar la muerte de Richelieu? En absoluto; mi relato habría
sido el mismo si Roberto no hubiera visto a Richelieu en su lecho de
muerte. Además, cuando introduje esa restricción no pensé en su
posible función. Simplemente, quise describir a Richelieu a punto de
morir. Fue puro sadismo.
Pero
esa restricción me obligó a componer un puzzle. Roberto tenía que
llegar a su isla en agosto del año siguiente porque agosto era el
mes en que visité esas islas, de modo que solo podía describir
amaneceres en cielos nocturnos durante esa estación. No era
imposible que un barco velero fuera de Europa a Melanesia en seis o
siete meses, si bien en ese momento yo afrontaba una terrible
dificultad: después de agosto, alguien tenía que encontrar el
diario de Roberto en lo que había quedado del barco en que viajaba.
Pero el explorador holandés Abel Tasman probablemente alcanzara las
islas
Fiyi antes de junio, es decir, antes de la llegada de Roberto. De
ahí.los indicios que ofrecí en el capítulo final, para persuadir
al lector de que quizá Tasman pasó dos veces por ese archipiélago
sin registrar la segunda visita en su diario de navegación (de modo
que tanto el autor como el lector se ven inducidos a imaginar
silencios, conspiraciones, ambigüedades), o de que el capitán Bligh
atracó en la isla al escapar del motín del Bounty
(una
hipótesis más fascinante, y una forma magnífica e irónica de
fundir dos universos textuales).
Mi novela está sujeta a
muchas otras restricciones, pero no puedo revelarlas todas. Para
escribir una novela exitosa, es necesario mantener en secreto ciertas
recetas.
Como
he explicado, en el caso de Baudolino
quería
comenzar la historia con Constantinopla en llamas, en 1204. Como
tenía intención de hacer que Baudolino falsificara una carta del
Preste Juan y participara en la fundación de Alejandría, estaba
obligado a situar su fecha de nacimiento en torno a 1142, de forma
que en 1204 tuviera ya sesenta y dos años. En este sentido, la
historia tenía que empezar por el final, con Baudolino contando sus
aventuras pasadas a través de varios flashbacks. Ningún problema.
Pero
Baudolino se halla en Constantinopla al regresar del reino del Preste
Juan. Ahora, la carta falsa del clérigo había sido —hablando
desde un punto de vista histórico— falsificada o divulgada
alrededor de 1160, y en mi novela Baudolino la escribe para convencer
a Federico Barbarroja de que avance hacia ese misterioso reino. Así
que, aun suponiendo que el viaje hasta el reino, su estancia allí y
los miles de aventuras que vivió hubieran durado unos quince años,
Baudolino no pudo empezar su peregrinación antes de 1198 (está
demostrado históricamente que Barbarroja no se desplazó hacia el
este antes de ese año). Entonces, ¿qué demonios podía poner yo a
hacer a Baudolino entre 1160 y 1190? ¿Por qué no podía empezar su
exploración inmediatamente después de divulgar la carta? Era un
poco como el negocio del ordenador en El
péndulo de Foucault.
Así que me vi forzado a
mantenerle ocupado, y le hice posponer una y otra vez su partida.
Tuve que inventar una serie de accidentes para llegar al final del
siglo. Pero únicamente de esta manera la novela crea —no solo en
Baudolino, sino también en sus lectores— la punzada del deseo.
Baudolino añora el reino, pero tiene que posponer continuamente su
búsqueda. Así, el reino del Preste Juan crece como un objeto de los
anhelos de Baudolino y, eso espero, también como un objeto de deseo
del lector. Una vez más, las ventajas de las restricciones.
Doble codificación
No me cuento entre los malos
escritores que dicen que solo escriben para sí mismos. Lo único que
los escritores escriben para sí mismos son las listas de la compra,
que les ayudan a recordar lo que tienen que comprar y pueden tirar
después. Todo el resto, incluidas las listas de la lavandería, son
mensajes dirigidos a alguien. No son monólogos; son diálogos.
Ahora,
algunos críticos han encontrado que mis novelas contienen un rasgo
típicamente posmoderno: la doble codificación1.
Fui
consciente desde
el
principio —y así lo dije en Apostillas
a «El nombre de la rosa»—
de que, sea lo que sea el posmodernismo, yo uso por lo menos dos
técnicas típicamente posmodernas. Una es la ironía intertextual:
citas directas de otros textos famosos, o referencias más o menos
transparentes a los mismos. La segunda es la metanarrativa:
reflexiones que el texto hace sobre su propia naturaleza cuando el
autor habla directamente al lector.
La
«doble codificación» es el uso simultáneo de la ironía
intertextual y de un encanto metanarrativo implícito. El término lo
acuñó el arquitecto Charles Jencks, para quien la arquitectura
posmoderna «habla por lo menos a dos niveles simultáneos: a otros
arquitectos y a una minoría interesada, preocupada por los
significados específicamente arquitectónicos, y al público en
general, o a los habitantes del lugar de la
construcción, a quienes preocupan otros asuntos, relacionados con la
comodidad, la arquitectura tradicional y una forma de vivir»2.
Continúa definiéndolo: «El edificio o la obra de arte posmodernos
se dirigen simultáneamente a una minoría, un público que
constituye una élite que usa códigos «elevados», y un público de
masas que usa códigos populares»3.
Permítaseme
citar un ejemplo de doble codificación de mis propias novelas. El
nombre de la rosa comienza
contando cómo el autor dio con un antiguo texto medieval. Se trata
de un caso flagrante de ironía intertextual, ya que el topos (es
decir, el lugar común literario) del manuscrito descubierto tiene un
venerable pedigrí. La ironía es doble, y es también una sugerencia
metanarrativa, pues el texto explica que la existencia del manuscrito
se debe a una traducción del original del siglo XIX, una observación
que justifica algunos elementos de la novela neogótica presentes en
el relato. El lector común o ingenuo no puede disfrutar la narrativa
que sigue, a menos que sea consciente de ese juego de cajas chinas,
de esa regresión de fuentes, que confiere al relato un aura de
ambigüedad.
Pero
si lo recuerdan, el encabezamiento de la página que habla de la
fuente medieval dice «Naturalmente, un manuscrito». Es probable que
la palabra «naturalmente» tenga un efecto particular en los
lectores sofisticados, que se darán cuenta de que están ante un
topos literario, y de que el autor está revelando su «ansia de
influencia», ya que (al menos para los lectores italianos) la
referencia en cuestión apunta al mayor novelista italiano del siglo
XIX, Alessandro Manzoni, quien arranca su libro Los
novios declarando
como fuente un manuscrito del siglo XVII. ¿Cuántos lectores
captaron la resonancia irónica de ese «naturalmente»? No
demasiados, pues muchos me escribieron preguntando si el manuscrito
existía en realidad. Pero si no captan la alusión, ¿serán capaces
de apreciar el resto de la historia y paladear su sabor? Creo que sí.
Simplemente, se habrán perdido un guiño adicional.
Admito que al usar esa técnica
de la doble codificación, el autor establece una especie de
complicidad silenciosa con el lector sofisticado, y que algún lector
común, al no captar la alusión culta, puede tener la sensación de
que se le escapa algo. Pero la literatura, creo, no está pensada
solamente para entretener y consolar a la gente. Pretende también
provocar e inspirar a leer el mismo texto dos veces, quizá incluso
varias veces, para poder entenderlo mejor. Así que pienso que la
doble codificación no es un tic aristocrático, sino una forma de
mostrar respeto por la inteligencia y la buena voluntad del lector.
1
Linda Hurcheon, «Eco's Echoes: Ironizing the (Post) Modern», en
Norma Bouchard y Verónica
Pravadelli, eds., Umberto
Eco’s Alternativa,
Nueva York, Peter Lang, 1998; Linda
Hutcheon, A Poetics of Postmodernism,
Londres, Routledge 1988; Brian McHale,
Constructing Postmodernism, Londres,
Routledge 1992; Remo Ceserani, «Eco’s (Post)modernist Fictions»,
en Bouchard y Pravadelli, Umberto Eco’s
Alternative.
2
Charles A. Jencks, The Language of
Post-Modern Architecture, Wisbech
(Reino Unido), Balding and Mansell, 1978, p. 6 (hay trad. cast.: El
lenguaje de la arquitectura posmoderna, Barcelona,
Gustavo Gili, 1986).
3
Charles A. Jencks, What Is
Post-Modernism?, Londres, Art and
Design, 1986, pp. 14-15. Véase también Charles A. Jencks, ed., The
Post-Modern Reader, Nueva York, St.
Martin's, 1992.
Título
original: Confessions
of a Young Novelist
Primera edición: septiembre de
2011
© 2011, The President and
Fellows of Harvard College
© 2011, de la presente
edición en castellano para todo el mundo:
Random House Mondadori, S.A.
Travessera de Gracia, 47-49.
08021 Barcelona
© 2011, Guillera Sans Mora,
por la traducción
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