Si
cualquier hombre, pobre o rico, nos anunciara que iba a decirnos cuál
fue el día más feliz de su vida, y el cómo y el porqué, creo que
todos reclamaríamos a voces la más viva atención. Ha de ser muy
difícil para un hombre prudente señalar el día
más feliz de su vida, puesto que todo acontecimiento que ocupe un
lugar tan distinguido en su memoria, o que haya significado una
felicidad tan extraordinaria en un día determinado, tendrá por
fuerza un carácter durable como para seguir causando (salvo
accidente) una felicidad igual o imperceptiblemente menor durante
muchos años. En cambio, puede admitirse que señalar el lustro o aun
el año
más feliz, sin faltar por ello a la prudencia, está al alcance de
cualquiera. En mi caso, lector, este año fue el que ahora hemos
alcanzado aunque, lo confieso, a manera de un paréntesis entre años
más sombríos. Fue un año de aguas muy puras (como dicen los
joyeros) engastado y aislado en la melancolía brumosa y apagada del
opio. Por extraño que parezca, poco antes de esta época bajé,
súbitamente sin mucho esfuerzo, de 320 granos de opio diarios (o sea
ocho mil1
gotas de láudano) a cuarenta granos, es decir, una octava parte. Al
instante, como por arte de magia, la nube de profundísima melancolía
asentada en mi cerebro, tal esos negros vapores que he visto
retirarse de las cimas de las montañas, desapareció en un solo día
(texto griego), se alejó con negras banderas, como un barco
encallado que la marea viva pone a flote, con movimiento tan entero
que
Se
mueve todo él, si acaso se mueve. LIMBRICK.
Ahora
volvía a ser feliz: tomaba sólo 1.000 gotas de láudano por día y
¿qué era eso? Una primavera tardía ponía término a la estación
de mi juventud; mi cerebro cumplía sus fun- ciones con la salud de
antes; otra vez leí a Kant y otra vez lo entendí o creí
entenderlo. Mis sensaciones de placer volvieron a expandirse a todos
los que me rodeaban y, de haber llegado a mi modesta casa un
visitante de Oxford o Cambridge, o de cualquier otro sitio, le habría
dado la más suntuosa acogida que pudiera brindar una persona tan
pobre. Ya podían faltar otras cosas de las que hacen la felicidad
del sabio: a cambio de ellas le ofrecería todo el láudano que
quisiera y en copa de oro. A propósito, ya que hablo de regalar
láudano, recuerdo que hacia esta época se produjo un pequeño
incidente que he j de relatar, pues, aunque muy trivial, pronto
volverá el lector a encontrarlo en mis sueños, sobre los que tuvo
una influencia más terrible de lo que pueda imaginarse. Un día
golpeó a mi puerta un malayo. No acierto a conjeturar los asuntos
que pudiesen traer a un malayo hasta las montañas inglesas:
posiblemente estaba en camino a un puerto de mar, situado a unas
cuarenta millas de distancia.
La
sirvienta que le abrió la puerta era una muchacha nacida y criada en
la sierra, donde nunca había visto ropas asiáticas de ninguna
clase, por lo que el turbante del malayo le sorprendió mucho, y como
el visitante tenía exactamente el mismo dominio del inglés que ella
del malayo, al parecer se abrió entre las partes un golfo
infranqueable a toda comunicación de ideas, suponiendo que alguna de
ellas las tuviese. Ante este dilema, la muchacha, recordando la fama
de erudito de su patrón (y sin duda atribuyéndome el conocimiento
de todos los idiomas de la tierra, además de unos cuantos de los
idiomas lunares) vino en busca mía y me dio a entender que en la
planta baja había una especie de demonio que sólo mi arte podría
exorcizar de la casa. No bajé de inmediato y, cuando por fin lo
hice, el grupo que se había formado por simple accidente, aunque no
muy elaborado, despertó mi interés y mi fantasía como nunca lo
hicieran las actitudes esculturales, tan ostentosamente complejas,
del Ballet del Teatro de la Opera. La cocina parecía un rústico
salón de recibo más que otra cosa, con las paredes cubiertas de
paneles de una manera oscura que el tiempo y los muchos rozamientos
hacían semejante al roble; contra este fondo resaltaban el turbante
y los sueltos pantalones blancuzcos del malayo, quien se había
acercado demasiado como para que la muchacha se sintiese tranquila,
aunque en ella el ánimo intrépido de serrana luchase con el ingenuo
terror que se pintaba en su rostro al mirar al tigre que tenía ante
sí. No cabe imaginar cuadro más sorprendente que el hermoso rostro
inglés de la muchacha, de exquisita blancura, y su actitud erguida e
independiente, en contraste con la piel cetrina y biliosa del malayo,
que el aire de mar había charolado o plaqueado hasta darle tonos de
caoba, sus ojos pequeños, crueles e inquietos, sus labios finísimos,
sus gestos y adoraciones serviles. Medio oculto por el malayo de tan
feroz aspecto se hallaba el niño de unos vecinos que había entrado
tras él y que ahora, levantando la cabeza para mirar el turbante y
debajo de él los ojos ardientes, cogía con una mano el vestido de
la muchacha en busca de protección. Mi conocimiento de las lenguas
orientales no es muy notable ya que en realidad se limita a dos
palabras, la palabra árabe para decir cebada
y la palabra turca para decir opio (madjoon) que aprendí de
Anastasio. Como no tenía a mano un diccionario malayo, y ni siquiera
el Mithridates
de Adelung que hubiera acudido en mi ayuda con unas cuantas palabras,
me dirigí al malayo con unos versos de la Ilíada
pensando que entre lo idiomas que conozco el griego es aquel cuya
longitud geográfica más se aproxima al Oriente. Me respondió con
un gesto muy devoto de adoración y unas palabras en lo que supongo
era malayo. Así dejé a salvo mi prestigio entre los vecinos puesto
que el malayo no podía traicionarme el secreto. Se acostó una hora
en el suelo y luego siguió su camino; al momento de partir le regalé
un poco de opio creyendo que en su calidad de orientalista debía
conocerlo y, en efecto, su expresión me persuadió de que así era.
No obstante, me sentí un poco consternado cuando de pronto lo vi
llevarse la mano a la boca y echárselo todo entre pecho y espalda,
dividido en tres pedazos que no hicieron sino un bocado. La cantidad
bastaba para matar a tres soldados de caballería con sus respectivos
caballos; me quedé algo inquieto por la pobre criatura, mas ¿qué
podía hacer? Le había regalado el opio compadecido de su vida
solitaria y suponiendo que, si venía a pie desde Londres, hacía
tres semanas que no cambiaba palabra con un ser humano. No podía,
desde luego, violar las leyes de la hospitalidad ordenando que le
echasen mano para obligarlo a tomar un vomitivo, con lo cual creería
espantado que lo íbamos a sacrificar a algún ídolo inglés. No,
evidentemente no había nada que hacer; el hombre se despidió; me
sentí preocupado unos días, pero, como nunca oí que se encontrase
el cadáver de un malayo, me convencí de Nque estaba acostumbrado al
opio2
y de que, tal como era mi intención, le había prestado un servicio
al ofrecerle una noche de descanso en medio de los dolores de su vida
errante.
He
incurrido en una digresión para mencionar este incidente porque el
malayo (en parte por el cuadro tan pintoresco que contribuyó a
formar, y en parte por la ansiedad que asocié a su figura durante
unos días) se adueñó más tarde de mis sueños y trajo consigo a
otros malayos peores que él, quienes se lanzaron amok3
contra mí para arrastrarme a un mundo de congojas. Pero dejemos este
episodio y volvamos a mi año intermedio de felicidad. Ya he dicho
que cuando se trata de un tema tan importante para todos nosotros
como es la felicidad, escucharemos de buena gana la experiencia o los
experimentos de cualquiera, aunque sea un humilde mozo de arado,
incapaz de abrir un surco muy hondo en un suelo intratable como son
los placeres y penas del hombre o de llevar a cabo sus estudios en
función de principios muy ilustrados. En cambio yo, que he tomado la
felicidad en estado sólido y líquido, tanto hervida como sin
hervir, de las Indias Orientales y de Turquía —que he efectuado
mis experimentos sobre esta interesante cuestión con una especie de
pila galvánica— y que en beneficio de todo el mundo me he
inoculado, por así decirlo, el veneno de 8.000 gotas diarias de
láudano (por la misma razón que un médico francés se inoculó
recientemente el cáncer, un médico inglés, hace unos veinte años,
la peste, y un tercero, no sé de qué país, la hidrofobia), yo
(y no cabe discutirlo) tengo que saber lo que es la felicidad si es
que alguien lo sabe. Por lo tanto, emprenderé ahora un análisis de
la felicidad y, para dar el máximo interés a mi exposición, no lo
presentaré de manera didáctica sino envuelto e implicado en el
relato de una noche, de la forma como pasaba una noche durante el año
intercalar en que el láudano, aunque lo tomaba todos los días, era
para mí tan sólo el elíxir del placer. Hecho esto, dejaré
enteramente el tema de la felicidad y pasaré a otro muy distinto:
los dolores del opio.
Sea
una casita en un valle, a 18 millas de la ciudad más próxima, no un
valle espacioso sino de unas dos millas de largo por tres cuartos de
milla, como promedio, de ancho; esto tiene la ventaja de que todas
las familias que residen dentro de su contorno forman, por así
decirlo, una sola gran familia cuyos miembros se conocen entre sí y
se tienen cierto afecto. Sean las montañas montañas de verdad, de 3
a 4.000 pies de . altura, y la casita una verdadera casita y no (como
dice un autor ingenioso) «una casita con dos cocheras»; sea, pues
(quiero ceñirme a la realidad), una casita blanca cubierta de
enredaderas floridas, elegidas para desplegar una sucesión de flores
sobre los muros y en torno a las ventanas durante todos los meses de
primavera, verano y otoño, desde las rosas de mayo hasta los
jazmines. Sin embargo, que no sea primavera ni verano, ni otoño,
sino el invierno en su forma más cruda. Este es un punto de máxima
importancia en la ciencia de la felicidad. Me sorprende que haya
gente que no repare en él y piense que existen razones para
alegrarse si el invierno se está acabando o, cuando empieza, si
parece que no será muy frío. Yo, por el contrario, presento cada
año una petición para que tengamos todas las nieves, granizos,
heladas y tormentas de cualquier clase que puedan ofrecer los cielos.
Ciertamente todos debieran conocer los divinos placeres que en
invierno trae consigo una chimenea: velas a las cuatro de la tarde,
alfombras abrigadoras al lado del fuego, té, una hermosa muchacha
que lo prepare, persianas corridas, cortinas que caen al suelo
formando amplios pliegues, en tanto que fuera el viento y la lluvia
Cual
si quisieran juntar cielo y tierra,
Rugen,
llamando a puertas y ventanas,
Mas
no logran entrar, y es más grato
Nuestro
descanso en la segura sala.
(El
Castillo de la Indolencia)
Todos
estos son elementos en la descripción de una noche de invierno que
sin duda conocerá muy bien cualquiera que haya nacido en una
longitud septentrional. Es evidente que, al igual que los helados, la
mayoría de estos placeres requieren temperaturas atmosféricas muy
bajas; son frutos que, de una u otra manera, sólo maduran en climas
tormentosos e inclementes. No soy muy quisquilloso,
como suele decirse, y me da igual que se trate de nieve, granizadas o
un viento tan fuerte que en las palabras del Sr. [Thomas Clarkson]
«pueda apoyarse la espalda contra él, como en un poste». Hasta me
conformo con la lluvia, siempre que llueva a cántaros, pero exijo
algo por el estilo y si no lo tengo me sentiré engañado; ¿por qué
habría de costarme el invierno tan caro en carbón, velas y las
muchas privaciones que debe soportar un caballero si no voy a
conseguir un artículo de buena calidad? No: pago mi dinero por un
invierno canadiense o al menos ruso en el que cada persona sea, a lo
sumo, copropietaria con el viento del norte en el dominio absoluto de
sus propias orejas. Más aún, soy tan refinado epicúreo en la
materia que me declaro incapaz de apreciar plenamente una noche de
invierno si ha pasado mucho tiempo del día de Santo Tomás y se ha
iniciado la degeneración hacia las lamentables tendencias
primaverales; no, la noche ha de estar separada del retorno a la luz
y el calor por una ancha muralla de noches oscurísimas. Por
consiguiente, entre las últimas semanas de octubre y la Navidad
corre la estación de la felicidad que, a mi juicio, ingresa a la
habitación con la bandeja de té: pues ej té, aunque objeto de
burlas para quienes por ser de nervios groseros o beber mucho vino no
son susceptibles a la influencia de un estimulante tan refinado, el
té será siempre la bebida preferida del intelectual y, por mi
parte, me habría unido al Dr. Johnson en una bellum
internecinum contra Jonas Hanway o
cualquier otra persona impía que se atreviese a difamarlo. En fin,
para ahorrarme el trabajo de una excesiva descripción verbal,
llamaré ahora a un pintor y le daré instrucciones sobre el resto
del cuadro. A los pintores no les gustan las casitas blancas a menos
que estén muy castigadas por el clima, pero, como ya sabe el lector,
se trata de una noche de invierno de modo que sus servicios sólo
serán necesarios para pintar el interior de la casa.
Píntame
entonces una habitación de diecisiete pies por doce y no más de
siete pies y medio de alto. En mi familia, lector, esto se llama
ambiciosamente el salón, pero como está adaptado para «matar dos
pájaros de un tiro» se llama también, con más propiedad, la
biblioteca, puesto que los libros son los únicos bienes en que soy
más rico que mis vecinos. Tengo unos cinco mil, que he ido
coleccionando gradualmente desde los dieciocho años. Así pues,
pintor, pon en la habitación todos los que puedas. Hazla populosa de
libros; píntame también un buen fuego y muebles sencillos y
modestos, cual conviene a la sobria vivienda de un hombre de estudio.
Cerca del fuego píntame una mesa de té y (como es claro que nadie
podrá venir a verme en noche tan tormentosa) sólo dos tazas y
platillos en la bandeja; y si sabes pintarla simbólicamente o en
cualquier otra forma píntame una tetera eterna —eterna a
parte ante y a parte post, ya que suelo
beber té de ocho de la noche a cuatro de la mañana. Y como es muy
desagradable preparar el té o servírselo uno mismo, píntame una
joven encantadora sentada a la mesa. Píntale los brazos de Aurora y
la sonrisa de Hebe. Pero no, querida M., no me dejes insinuar ni
siquiera en broma que tu poder de iluminar mi casa está fundado en
algo tan perecedero como la simple belleza personal, o que el embrujo
de las sonrisas angélicas se halla bajo el imperio de un lápiz
terrestre. Pasa, mi querido pintor, a algo que esté más a tu
alcance: el próximo artículo que debes presentar soy, naturalmente,
yo mismo: un retrato del comedor de opio con el «pequeño
receptáculo dorado de la perniciosa droga» a su lado, sobre la
mesa. En cuanto al opio no tengo ninguna i objeción a verlo
retratado, aunque preferiría ver el original; puedes pintarlo si
quieres, pero te diré que ya en 1816, hallándome tan distante del
«augusto Panteón» y de todos los boticarios (mortales y de otra
especie) ningún «pequeño» receptáculo podría bastarme. No: más
vale que pintes el verdadero recipiente, que no de oro sino de
vidrio, y lo más parecido a una garrafa de vino. En él puedes poner
un litro de láudano rojo como el rubí; eso y un libro de metafísica
alemana darán testimonio suficiente de que me encuentro en las
inmediaciones. En lo que toca a mi propia figura —esto ya es otro
cantar—. Admito que, como es natural, debería ocupar el primer
plano del cuadro; que siendo el héroe de la pieza o (si así lol
prefieres) el criminal enjuiciado, tendría que comparecer ante el
tribunal. Esto parece razonable, mas ¿por qué he de confesarle
tales cosas a un pintor? ¿Por qué confesar? Si el público (ante
cuyo oído —y no ante el de ningún pintor— estoy susurrando en
secreto mis confesiones) se ha formado para sí una imagen agradable
del físico del comedor de opio, si le ha asignado románticamente
una silueta elegante o un rostro bien parecido ¿por qué habría de
deshacer como un bárbaro una ilusión tan grata, grata para el
público tanto como para mí? No: píntame, si quieres pintarme,
conforme a tu propia fantasía y, como la fantasía de un pintor debe
estar llena de creaciones hermosas, estoy seguro que saldré ganando.
Y ahora, lector, ya hemos recorrido las diez categorías de lo que
era mi condición hacia 1816-17; considero que hasta mediados de este
último año fui un hombre feliz y he tratado de exponer ante ti los
elementos de tal felicidad en el esbozo de la biblioteca de un hombre
de letras, en una casa de las montañas, una tormentosa noche de
invierno.
Pero
ahora adiós —un largo adiós a la felicidad, en invierno o en
verano—, adiós a las sonrisas y a las risas, adiós a la paz del
alma, adiós a la esperanza, al sueño tranquilo y a sus benditos
consuelos —durante más de tres años y medio no disfrutaré de
ellos: he llegado a una llíada de males, pues ahora tengo que dar
cuenta de
Los
dolores del opio
—como
hunde el gran pintor
Su
pincel en la negrura del terremoto y el eclipse.
Shelley,
Rebelión del Islam
Lector
que me has acompañado hasta aquí, debo solicitar tu atención para
una breve nota explicativa en tres puntos:
1.
Por varias razones no he podido componer las notas sobre esta parte
de mi narrativa en forma ordenada y coherente. Ofrezco mis notas en
desorden, tal como las encuentro o como ahora las redacto de memoria.
Algunas indican su propia fecha; he fechado
otras y algunas no están fechadas. Siempre
que convino a mis propósitos transplantarlas de su orden natural o
cronológico así lo hice sin mayores escrúpulos. A veces empleo el
presente, otras el pasado. Sólo unas cuantas notas, quizá, se
escribieron precisamente en la época a que se refieren, pero esto
afecta en muy poco su exactitud, pues las impresiones fueron tales
que no podrán desvanecerse nunca de mi mente. Es mucho lo que se ha
omitido. No podía, sin gran esfuerzo, obligarme a la tarea de
recordar, o de exponer en una narración ordenada, toda la carga de
horrores que pesa sobre mi cerebro. Como disculpa invoco en parte
este sentimiento y en parte el hecho de que ahora me encuentro en
Londres, separado de las manos que suelen prestarme servicios de
amanuense, y soy de esas personas tan desmañadas que ni siquiera
pueden arreglar sus propios papeles sin ayuda.
2. Creerás
tal vez que hago demasiadas confidencias y soy demasiado comunicativo
de mi propia historia privada. Es posible. Pero mi manera de escribir
es casi pensar en voz alta y seguir mis movimientos de humor, sin
reparar en quién me está escuchando; si me detengo a reflexionar en
lo que es propio decir a esta o aquella persona, pronto dudaré de
que exista una parte de mi relato que con propiedad pueda contarse.
Lo cierto es que me imagino que ya han pasado quince o veinte años y
me hago a la idea de que escribo para quienes entonces se interesarán
por mí; y como quiero ofrecer la relación de una época y soy el
único que puede conocer toda la historia, doy a mi narrativa la
mayor amplitud posible haciendo los esfuerzos de que ahora soy capaz,
pues no sé si alguna vez volveré a tener tiempo para hacerlo.
3. Muchas veces querrás preguntarme
por qué no me libré de los horrores del opio suprimiendo o
disminuyendo su uso. A esto responderé en pocas palabras: podría
pensarse que cedí con demasiada facilidad a las fascinaciones del
opio; no cabe suponer que nadie se sienta atraído por sus terrores.
El lector puede estar seguro de que hice innumerables intentos por
reducir la cantidad. Añadiré que fueron quienes presenciaban la
agonía de dichos intentos, y no yo mismo, los primeros en rogarme
que cediese. Pero ¿acaso no podía ir disminuyendo una gota diaria o
bien agregar agua y luego dividir una gota en dos o tres partes?
Dividir mil gotas me hubieran llevado casi seis años: no hay duda de
que tal método era insuficiente. Sin embargo, este error es muy
frecuente en quienes no tienen ningún conocimiento experimental del
opio, pero me dirijo a quienes sí lo tienen para preguntarles si no
ocurre siempre que es posible reducir la cantidad con facilidad y aun
con placer sólo hasta cierto punto, pasado el cual toda nueva
reducción es causa de intensos sufrimientos. Sí, responden algunos
insensatos que no saben lo que dicen, sufrirá usted de tristeza y
decaimiento durante unos días. No, contesto; lo que sucede no se
parece en nada al decaimiento; por el contrario, la mera vitalidad
animal aumenta extraordinariamente: el pulso es más firme, la salud
mejor. El malestar no consiste en esto, ni recuerda en lo menor a lo
que se siente cuando se renuncia al vino. Es un estado de indecible
irritación del estómago (lo cual, por cierto, no se asemeja mucho a
sentirse triste y decaído) acompañado por una transpiración muy
fuerte así como por sensaciones que no intentaré describir en tan
poco espacio.
Empiezo
ahora in media res
y, anticipándome a la época en la que puede decirse que los dolores
del opio llegaron a su acmè,
trataré de sus efectos paralizantes sobre las facultades
intelectuales.
Hace
tiempo que he interrumpido mis estudios. No siento ningún placer en
leer y apenas si puedo hacerlo más de un momento. En cambio leo a
veces en voz alta por dar gusto a los demás, ya que no me falta
talento para este tipo de lectura; diré más, en el sentido vulgar
de la palabra talento
—o sea un mérito superficial, un adorno— es casi el único que
tengo, y si en otro tiempo pude envanecerme de alguno de mis méritos
o facultades, fue de esta habilidad que, según he observado, es la
menos frecuente de todas. Los actores leen peor que nadie: [Kemble]
es un pésimo lector y la Sra. [Siddons], tan celebrada, sólo
acierta en las composiciones dramáticas y es incapaz de leer a
Milton de manera soportable. En general, la gente lee la poesía sin
ninguna pasión o bien excede la sobriedad natural y lee sin
inteligencia. Si en los últimos tiempos algo encontré en los libros
que me conmoviera, fueron las nobles quejas de Sansón Agonistes o
las grandes armonías de los parlamentos de Satán en el Paraíso
Recobrado, leídas a solas y en voz
alta. A veces viene una señorita a tomar té con nosotros; a
petición de ella y de M., les leo de cuando en cuando los poemas de
W[ordsworth]. (W[ordswoth], dicho sea de
paso, es el único poeta que he conocido nunca que sea capaz de leer
sus propios versos; diré más: a menudo lee admirablemente.)
Creo
que durante dos años no leí libros, con una sola excepción, y
quiero recordar cuál es para pagar la gran deuda de gratitud que
tengo con su autor. Todavía solía leer a los poetas más sublimes y
apasionados aunque, como he dicho, por trozos y ocasionalmente. Bien
sabía yo que mi verdadera vocación era el ejercicio del
entendimiento analítico, pero la mayoría de los estudios analíticos
son continuos y no pueden practicarse con interrupciones o en
esfuerzos fragmentarios. Las matemáticas, la filosofía intelectual,
por ejemplo, se me habían vuelto intolerables; les huía poseído de
una sensación de enervamiento impotente y pueril que me angustiaba
todavía más al evocar la época en que disfrutaba ejercitándome en
ellas horas enteras, y también por esta otra razón, que había
orientado los esfuerzos de toda mi vida, y dedicado mi inteligencia,
sus flores y sus frutos, a la lenta y compleja labor de construir una
sola obra, que tenía la presunción de llamar con el título de un
libro inconcluso de Spinoza, De
emendatione humani intellectus. Este
trabajo se hallaba ahora detenido y como congelado, tal un puente o
acueducto español, comenzado en escala demasiado grande para los
recursos del arquitecto; y en vez de sobrevivirme, al menos como
monumento a mis deseos y aspiraciones, y a una vida de trabajo
dedicada a exaltar la naturaleza humana en la forma como Dios creyó
apropiado dotarme para tan vasta empresa, serviría para que mis
hijos hicieran memoria de mis esperanzas derrotadas y mis esfuerzos
sin resultado, de los materiales acumulados en vano y de los
cimientos sobre los que nunca se levantó una superestructura: del
dolor y la ruina del arquitecto. Hallándome en esta condición de
imbecilidad procuraba entretenerme dirigiendo mi atención a la
economía política; supongo que, mientras me quedase un soplo de
vida, mi entendimiento, antes activo e inquieto como una hiena, era
incapaz de sumirse en un letargo absoluto. Para las personas que se
hallan en el estado en que me encontraba, la economía política
tiene la ventaja de que, si bien es una ciencia eminentemente
orgánica (es decir, que en ella todas las partes influyen sobre el
todo así como, a su vez, el todo influye sobre cada una de las
partes), es posible separar cada una de las distintas partes y
considerarla en sí misma. A pesar de la gran postracción en que por
entonces se hallaban mis facultades, no podía olvidar mis
conocimientos, y mi inteligencia había estado íntimamente
familiarizada durante demasiados años con los pensadores más
estrictos, con la lógica y los grandes maestros de la ciencia, como
para no darme cuenta de la extremada debilidad del grupo principal de
los economistas modernos. En 1811 había tenido ocasión de examinar
muchos libros y folletos sobre las diversas ramas de la economía, y
a veces, cuando se lo pedía, M. me leía capítulos de las obras más
recientes o fragmentos de los debates parlamentarios. Por lo general
me parecía que estos textos eran la hez de la inteligencia humana y
que cualquier persona de cabeza bien ordenada, acostumbrado a manejar
la lógica con habilidad escolástica, podía coger entre el índice
y el pulgar a toda la academia de economistas modernos y ahogarlos a
mitad de camino entre el cielo y la tierra o bien pulverizar sus
cabezas con un abanico de señora. Al cabo, en 1819, un amigo de
Edimburgo me envió el libro del Sr. Ricardo y, recurriendo a mi
propia anticipación profética sobre el advenimiento de un
legislador para esa ciencia, exclamé antes de terminar el primer
capítulo: «¡Tú eres el hombre!». El asombro y la curiosidad eran
para mí emociones muertas desde hacía mucho tiempo. Ahora, sin
embargo, volví a sentirlas: me pregunté si una vez más tendría
estímulos suficientes para el esfuerzo de leer y el propio libro me
inspiró una viva curiosidad. ¿En verdad se había escrito esta obra
tan profunda en Inglaterra y en el siglo diecinueve? ¿Era posible?
Yo había dado por supuesto que el pensamiento4
se había extinguido en Inglaterra. ¿Cómo podía ser que un inglés,
ajeno a los recintos académicos, y abrumado por sus obligaciones
comerciales y senatoriales, llegase a la meta cuando todas las
universidades de Europa no habían conseguido avanzar ni un palmo en
cien años de trabajo? Todos los demás autores habían desaparecido
aplastados por la carga descomunal de datos y documentos; el Sr.
Ricardo había deducido a priori
del propio entendimiento leyes que por primera vez arrojaban un rayo
de luz sobre el intrincado caos de materiales y, con lo que apenas
era una colección de vagas discusiones, había construido una
ciencia de proporciones ordenadas que ahora se levantaba sobre bases
eternas.
Así
fue como una sola obra de profunda inteligencia, además de darme
placer, me movió a una actividad que no había tenido desde hacía
varios años: hasta me incitó a escribir o al menos a dictarle a M.
que escribía por mí. Me pareció que algunas verdades imponentes
habían escapado inclusive al «ojo inevitable» del Sr. Ricardo y,
como eran de tal naturaleza que en la mayoría de los casos podía
expresarlas o ilustrarlas mediante símbolos algebraicos con más
brevedad y elegancia que en el estilo torpe y difuso de los
economistas, toda la exposición cabía en un cuaderno; aunque me
sentía incapaz de todo esfuerzo fui tan lacónico en esta ocasión
que, con M. como amanuense, conseguí redactar mis Prolegómenos
a todos los futuros sistemas de economía política.
Espero que no se pensará que huelen a opio, aunque a decir verdad el
tema es ya lo bastante opiáceo para casi todo el mundo.
Pero
este esfuerzo no fue sino un destello, como se apreciará por lo que
ocurrió luego, ya que decidí publicar mi obra y se hicieron los
arreglos necesarios a fin de imprimirla en una prensa de provincia,
situada a unas dieciocho millas de distancia. Con tal objeto se
retuvo especialmente a un cajista durante varios días. Hasta se
anunció en dos ocasiones el libro, por lo que, en cierta forma,
estaba obligado a llevar a la práctica mis intenciones. No obstante,
me quedaba por escribir un prefacio y una dedicatoria —que yo
quería brillante— al Sr. Ricardo. Me fue del todo imposible
hacerlo. Se revocaron los arreglos, se despidió al cajista y mis
Prolegómenos
descansaron en paz al lado de su más respetable hermano mayor.
He
descrito o ilustrado mi embotamiento intelectual en términos que, en
una u otra forma, se aplican a los cuatro años que estuve bajo el
hechizo del Circe del opio. De no ser por la angustia y el
sufrimiento cabría afirmar sin faltar a la verdad que entonces
existía en un estado de total inactividad y como dormido. Era raro
que pudiese forzarme a ecribir una carta; a lo mucho lograba
responder en pocas palabras las que había recibido y no sin que,
muchas veces, la carta no aguardase antes durante semanas o aun meses
sobre mi escritorio. Sin la ayuda de M. todos los recibos de las
cuentas pagadas o por pagar habrían desaparecido y mi economía
doméstica, cualquiera que fuese la suerte de la Economía Política,
se habría precipitado por entero a una confusión inextricable. No
volveré a aludir a este aspecto del caso a pesar de que, en última
instancia, agobia y atormenta al comedor de opio tanto como cualquier
otro, a causa de la sensación de debilidad e impotencia provocada
por los incidentes vergonzosos que sobrevienen cuando se descuidan y
postergan las obligaciones de cada día, así como de los
remordimientos que a menudo enconan el aguijón de estos males en un
ánimo meditativo y escrupuloso. El comedor de opio no pierde un
ápice de su sensibilidad o sus aspiraciones morales; desea y anhela,
tan vivamente como siempre, hacer lo que cree posible y lo que a su
juicio le exige el deber, pero su percepción intelectual de lo que
es posible sobrepasa infinitamente no sólo su capacidad de ejecutar
sino también su capacidad de intentar; yace bajo el peso de un
íncubo, de una pesadilla: tiene ante los ojos todo lo que de buena
gana quisiera hacer, tal como un hombre postrado en el lecho por la
mortal languidez de una enfermedad enervante a quien se obligara a
ser testigo de los abusos y ultrajes infligidos a la persona que ama
sobre todas las cosas: maldice los ensalmos que lo encadenan y lo
privan de todo movimiento, sacrificaría su vida si lograra ponerse
de pie y andar, pero es impotente como un recién nacido y ni
siquiera puede intentar levantarse.
Paso
ahora al tema principal de estas últimas confesiones, a la historia
y el diario de lo que sucedió en mis sueños, causa inmediata y
próxima de mis sufrimientos más intensos.
El
primer aviso de que estaba ocurriendo un cambio importante en esta
parte de mi economía física fue que volvió a manifestarse una
condición del ojo que, por lo general, se presenta en la infancia o
en estados de extrema irritabilidad. Ignoro si el lector tiene
noticia de que muchos niños, tal vez la mayoría, son capaces de
pintar, por así decirlo, toda suerte de fantasmas sobre la
oscuridad; en algunos, tal facultad es tan sólo una afección
mecánica del ojo; otros disponen de un poder voluntario o
semivoluntario para convocar y despedir las imágenes o, como en una
ocasión me dijo un niño al que interrogaba sobre esto: «Puedo
decirles que se vayan y se van, pero a veces vienen sin que les haya
dicho que vengan.» Le respondí que tenía sobre las apariciones
autoridad casi tan ilimitada como la de un centurión romano sobre
los soldados. A mediados de 1817, si mal no recuerdo, esta facultad
se volvió verdaderamente penosa; por las noches, mientras me hallaba
acostado y sin dormir, desfilaban ante mí vastas procesiones de
lúgubre pompa, frisos de historias interminables tan tristes y
solemnes como si fuesen de tiempos anteriores a Edipo y a Príamo
—anteriores a Tiro—, anteriores a Menfis. Al mismo tiempo se
produjo un cambio equivalente en mis sueños; de pronto se abrió e
iluminó en mi cerebro un teatro en el que cada noche se presentaban
espectáculos de esplendor más que terrenal. Debo mencionar también
los cuatro hechos siguientes, que por entonces empecé a advertir:
1.
A medida que aumentaba la disposición creativa del ojo parecía
surgir cierta simpatía entre los estados de sueño y vigilia del
cerebro, en el sentido que, por lo general, todo lo que yo invocaba y
dibujaba en la oscuridad mediante un acto de voluntad se transfería
a mis sueños; hasta tal punto que temía ejercer esta facultad,
pues, así como los objetos que Midas tranformaba en oro burlaban sus
esperanzas y defraudaban sus deseos humanos, bastaba que imaginase en
la oscuridad las cosas que pueden representarse visualmente para que
asumieran al instante la forma de fantasmas del ojo y, por un proceso
al parecer no menos inevitable, una vez trazadas las imágenes en
colores pálidos y visionarios, como escrituras en tinta simpática,
la química feroz de mis sueños las reavivaba hasta darles un
esplendor intolerable que me oprimía el corazón.
2. Este
y todos los demás cambios ocurridos en mis sueños vinieron
acompañados de una honda ansiedad y una amarga melancolía que es
enteramente imposible comunicar con palabras. Cada noche sentía que
bajaba, no metafóricamente, sino que en realidad bajaba a grietas y
simas tenebrosas, abismos en los abismos, sin ninguna esperanza de
reascender. Y al despertarme no me parecía que hubiese reascendido.
No me detendré a explicarlo, ya que no hay palabras que basten para
dar una idea del negro desaliento que me embargaba ante esos
grandiosos espectáculos, por lo menos igual a la absoluta oscuridad
de una desesperación suicida.
3. El
sejrtids del espacio y, al final, el sentido del tiempo, quedaron
ambos gravemente afectados. Los edificios, los paisajes, etc., se
mostraban en proporciones más vastas de las que perciben los ojos
mortales. El espacio se hinchaba y expandía hasta alcanzar el
infinito indecible. Sin embargo, esto ne me inquieta tanto como la
gran expansión del tiempo; a veces tenía la impresión de haber
vivido 70 ó 100 años en una noche; más aún, sentía que durante
ese lapso había transcurrido todo un milenio o, por lo menos, una
duración muy superior a los límites de cualquier experiencia
humana.
4. Volvían
a mí los más nimios incidentes de la infancia o escenas olvidadas
de otros años; no puede decirse que los recordara, ya que si alguien
me hubiese hablado de ellos estando yo despierto no habría podido
darme cuenta de que formaban parte de mi experiencia. Pero tal como
se disponían ante mí, en sueños semejantes a intuiciones,
revestidos de las más efímeras circunstancias y sentimientos que
una vez los acompañaron, los reconocía
al instante. Una de mis parientes más cercanas me ha contado que,
siendo niña, se cayó al río y estaba a punto de perecer cuando
acudieron en su auxilio: en ese momento crítico vio su vida entera
desplegarse simultáneamente ante sus ojos, como en un espejo, al
tiempo que se desarrollaba en ella la facultad de comprender el todo
y cada una de sus partes. Bien puedo creerlo cuando recuerdo algunas
de mis experiencias con el opio; luego, en dos ocasiones, he visto
que se afirma la mismo en libros modernos junto a una observación de
cuya verdad estoy convencido, a saber que el temible Libro del Juicio
Final de que hablan las Escrituras es, en realidad, la propia mente
de cada persona. Al menos me siento seguro de esto, la mente no es
capaz de nada que se parezca al olvido; mil accidentes interponen un
velo entre nuestra conciencia y las inscripciones secretas de la
mente, pero otros accidentes de la misma clase lo desgarran y, velada
o no, la inscripción perdura para siempre, tal las estrellas que
parecen retirarse ante la luz común del día aunque en verdad, como
todos sabemos, la luz haya corrido su velo sobre ellas, que volverán
a mostrarse cuando otra vez se descorra la luz oscurecedora del día.
Habiendo
señalado estos cuatro factores, diferencias memorables entre mis
sueños de entonces y aquellos de la salud, citaré ahora un ejemplo
que servirá de ilustración al primero de ellos y luego contaré los
demás que recuerde, ya sea en orden cronológico o en cualquier otro
que aumente el efecto de los cuadros sobre el lector.
Fui
en mi juventud —y lo sigo siendo de tiempo en tiempo, cuando quiero
entretenerme— gran lector de Livio, a quien, lo confieso, prefiero
sobre los demás historiadores romanos tanto por el estilo como por
la materia; muchas veces he sentido que los sonidos más graves y
solemnes, más enfáticamente representativos de la majestad del
pueblo romano, son esas dos palabras que con tanta frecuencia
aparecen en su obra: Consul Romanus,
sobre todo cuando están referidas al cónsul en sus funciones
militares. En efecto, expresiones como sultán, regente, etc., o
cualquiera de los títulos usados por quienes encarnan en sus propias
personas las majestad colectiva de un gran pueblo, tenían menos
poder sobre mis sentimientos reverenciales. De otra parte, aunque no
soy gran lector de historia, había llegado a familiarizarme
minuciosa y críticamente con un período de la historia de
Inglaterra, el de la Guerra Parlamentaria, en el que me atraían la
grandeza moral de algunos personajes y los muchos e interesantes
libros de memorias que nos quedan de una época tan agitada. Estas
dos partes de mis lecturas más ligeras, que habían sido a menudo
tema de mis reflexiones, me dieron ahora la materia de mis sueños.
Muchas veces, habiendo pintado en la oscuridad una especie de ensayo
general cuando aún me hallaba despierto, veía una multitud de
damas, tal vez una fiesta y bailes, y oía decir, o bien yo mismo me
decía: «Estas son las damas inglesas de los desventurados tiempos
de Carlos I. Estas son las mujeres e hijas de aquellos que se reunían
en paz, se sentaban a las mismas mesas y estaban unidos por lazos de
matrimonio o de sangre, pero que, pasado cierto día de agosto de
1642, no volvieron a sonreírse ni se encontraron más, como no fuera
en el campo de batalla, y en Marston Moor, Newbury o Naseby tajaron
con el sable cruel los vínculos del amor y ahogaron en sangre el
recuerdo de la antigua amistad.» Las damas bailaban y eran tan
hermosas como las de la corte de Jorge IV y no obstante yo sabía,
aún en sueños, que llevaban casi dos siglos bajo tierra. De pronto
se desvanecía el suntuoso desfile, sonaba una palmada, las palabras
Consul Romanus
me estremecía el corazón y de inmediato avanzaban majestuosamente,
en túnicas deslumbrantes, Paulo o Mario, rodeados por una compañía
de centuriones, con la púrpura enarbolada en una lanza, y seguidos
por el alalagmos de las legiones romanas.
Hace
muchos años hojeaba yo las Antigüedades
de Roma, de Piranesi, mientras el Sr.
Coleridge, que se hallaba a mi lado, me describía una serie de
grabados de ese artista, llamados los Sueños,
en los que registró el escenario de las visiones que ló asediaron
con el delirio de la fiebre. Algunos de ellos (según recuerdo de lo
que me contó el Sr. Coleridge) representaban enormes salas góticas,
con el suelo cubierto de toda clase de máquinas y artefactos,
ruedas, cables, poleas, palancas, catapultas, etc., que expresaban lo
enorme de la potencia aplicada y la resistencia vencida. Pegada a los
muros se veía una escalera por la que subía trabajosamente el
propio Piranesi: un poco más allá la escalera terminaba abrupta,
súbitamente, sin balaustrada de ninguna clase: se había llegado al
extremo y era imposible dar un solo paso más sin precipitarse al
vacío. Cualquiera sea la suerte del pobre Piranesi, pensamos, por lo
menos aquí terminan, de alguna manera, sus sufrimientos. Pero al
levantar la vista vemos, todavía más alto, una segunda escalera y
en ella distinguimos nuevamente a Piranesi, ahora al borde mismo del
precipicio; volvemos a elevar la mirada y divisamos una escalera aún
más aérea y al pobre Piranesi ocupado en su fatigosa ascensión: y
así una y otra vez hasta que la escalera interminable y Piranesi se
pierden ambos en la tiniebla superior del recinto. Con la misma
potencia incesante de crecimiento y reproducción de sí misma
procedía la arquitectura de mis sueños. En las primeras fases de mi
enfermedad los esplendores de los sueños fueron sobre todo
arquitectónicos: contemplé ciudades y palacios de una pompa que
nunca contemplaron ojos despiertos, como no fuese en las nubes.
Citaré los versos en que un gran poeta moderno describe, como
aparición surgida en las nubes, lo que yo solía ver, con muchos de
los mismos detalles, en mis sueños:
La
aparición, de pronto revelada,
De
una gran ciudad —diré mejor
Un agitado océano de edificios
Cerrado
sobre sí mismo en prodigiosos
Interminables
abismos de esplendor.
Vi
murallas de oroj diamantes
Cúpulas
de alabastro, agujas de plata
Y
terrales sobre terrazas relucientes
En
alto levantadas; avenidas
De
claros pabellones; torres rodeadas
Por
almenas en cuya frente inquieta
Brillaba
una estrella —¡luz de todas las gemas!
La
naturaleza terrestre con el turbio
Material
de la tormenta, ahora en calma,
Forjara
esta visión, con las bóvedas,
Laderas,
cumbres hechas de nubes
Detenidas
bajo el cielo azul, etc.
Uno
de estos sublimes detalles —almenas con estrellas en las frentes
inquietas—
podría estar copiado de mis sueños arquitecturales, donde se
presentó varias veces. Se afirma que, en nuestros tiempos, Dryden y
Fuseli comían carne cruda a fin de provocarse sueños espléndidos:
más les valiera comer opio para lograr su propósito, lo que hasta
ahora, que yo sepa, no ha hecho ningún poeta, como no sea el
dramaturgo Shadwell; se cree también, y a mi juicio con razón, que
en la antigüedad Homero conocía las virtudes del opio.
A
mi arquitectura siguieron sueños de lagos y plateadas extensiones de
agua, sueños que me obsesionaron hasta tal punto que llegué a temer
(lo cual parecerá absurdo a un médico) que una condición o
tendencia hidrópica del cerebro se estuviese haciendo (para emplear
una palabra metafísica) objetiva
y que el órgano sensible se proyectase
como objeto de sí mismo. Durante dos meses me dolió mucho la
cabeza, una parte del cuerpo que hasta entonces había tenido tan
libre de toda muestra o asomo de debilidad (hablo de lo físico) que
solía decir, como el último lord Orford de su estómago, que
probablemente sobreviviría al resto de mi persona. Antes de esta
época yo nunca supe lo que era una jaqueca, ni el más ligero dolor
de cabeza, con excepción de los dolores reumáticos provocados por
mis propias imprudencias. Felizmente conseguí superar el ataque,
aunque estuvo a punto de convertirse en algo muy peligroso.
1
Calculo
que veinticinco gotas de láudano equivalen a un grano de opio, lo
cual, según creo, es la estimación más corriente, Sin embargo,
como ambas cantidades pueden considerarse variables (la potencia del
opio varia mucho y la de la tintura de opio aún más), supongo que
en estas cuentas no es posible llegar a una exactitud infinitesimal.
El tamaño de las cucharillas de té varía tanto como la potencia
del opio. Las pequeñas contienen unas cien gotas, de modo que 8.000
gotas son unas ochenta cucharadas. Como puede apreciar el lector, me
mantuve, con mucho, dentro de los amplios límites fijados por el
Dr. Buchan.
2
Esta
conclusión no es, sin embargo, inevitable: la variedad de los
efectos que produce el opio según las distintas constituciones es
infinita. Un magistrado de Londres (Marriott, Struggels
through Life,
vol [II, pág. 391, tercera edición) ha dejado constancia de que la
primera vez que usó láudano para calmar los dolores de la gota
tomó cuarente gotas, la noche siguiente sesenta y la quinta noche
ochenta, sin sentir el más mínimo efecto, y esto a una edad
avanzada. Aún más: gracias a un cirujano de provincias, me he
enterado de una anécdota junto a la cual el caso del Sr. Harriott
resulta insignificante; la contaré en el tratado médico sobre el
opio que pienso publicar si el Colegio de Médicos me paga por
iluminar en la materia los oscurecidos entendimientos de sus
miembros: la historia es demasiado buena para contarla gratis.
3
Véanse en
las relaciones de cualquier viajero que haya recorrido el Oriente
los furiosos excesos cometidos por malayos que han tomado opio o a
quienes la mala suerte en el juego empuja a la desesperación.
4
El lector
debe tener presente lo que quiero decir por pensamiento:
de otra manera esta afirmación resultaría presuntuosa. Últimamente
Inglaterra ha tenido, hasta el exceso, pensadores magníficos en los
ramos de la creación y la combinación, pero la escasez de
pensadores masculinos en todas las vías analíticas es lamentable.
Un escocés de nombre eminente nos decía hace poco que se había
visto obligado a abandonar hasta las matemáticas por falta de
apoyo.