miércoles, 8 de agosto de 2018

THOMAS DE QUINCEY Confesiones de un inglés comedor de opio. Fragmento 6.


Si cualquier hombre, pobre o rico, nos anunciara que iba a decirnos cuál fue el día más feliz de su vida, y el cómo y el porqué, creo que todos reclamaríamos a voces la más viva atención. Ha de ser muy difícil para un hombre prudente señalar el día más feliz de su vida, puesto que todo acontecimiento que ocupe un lugar tan distinguido en su memoria, o que haya significado una felicidad tan extraordinaria en un día determinado, tendrá por fuerza un carácter durable como para seguir causando (salvo accidente) una felicidad igual o imperceptiblemente menor durante muchos años. En cambio, puede admitirse que señalar el lustro o aun el año más feliz, sin faltar por ello a la prudencia, está al alcance de cualquiera. En mi caso, lector, este año fue el que ahora hemos alcanzado aunque, lo confieso, a manera de un paréntesis entre años más sombríos. Fue un año de aguas muy puras (como dicen los joyeros) engastado y aislado en la melancolía brumosa y apagada del opio. Por extraño que parezca, poco antes de esta época bajé, súbitamente sin mucho esfuerzo, de 320 granos de opio diarios (o sea ocho mil1 gotas de láudano) a cuarenta granos, es decir, una octava parte. Al instante, como por arte de magia, la nube de profundísima melancolía asentada en mi cerebro, tal esos negros vapores que he visto retirarse de las cimas de las montañas, desapareció en un solo día (texto griego), se alejó con negras banderas, como un barco encallado que la marea viva pone a flote, con movimiento tan entero que

Se mueve todo él, si acaso se mueve. LIMBRICK.

Ahora volvía a ser feliz: tomaba sólo 1.000 gotas de láudano por día y ¿qué era eso? Una primavera tardía ponía término a la estación de mi juventud; mi cerebro cumplía sus fun- ciones con la salud de antes; otra vez leí a Kant y otra vez lo entendí o creí entenderlo. Mis sensaciones de placer volvieron a expandirse a todos los que me rodeaban y, de haber llegado a mi modesta casa un visitante de Oxford o Cambridge, o de cualquier otro sitio, le habría dado la más suntuosa acogida que pudiera brindar una persona tan pobre. Ya podían faltar otras cosas de las que hacen la felicidad del sabio: a cambio de ellas le ofrecería todo el láudano que quisiera y en copa de oro. A propósito, ya que hablo de regalar láudano, recuerdo que hacia esta época se produjo un pequeño incidente que he j de relatar, pues, aunque muy trivial, pronto volverá el lector a encontrarlo en mis sueños, sobre los que tuvo una influencia más terrible de lo que pueda imaginarse. Un día golpeó a mi puerta un malayo. No acierto a conjeturar los asuntos que pudiesen traer a un malayo hasta las montañas inglesas: posiblemente estaba en camino a un puerto de mar, situado a unas cuarenta millas de distancia.
La sirvienta que le abrió la puerta era una muchacha nacida y criada en la sierra, donde nunca había visto ropas asiáticas de ninguna clase, por lo que el turbante del malayo le sorprendió mucho, y como el visitante tenía exactamente el mismo dominio del inglés que ella del malayo, al parecer se abrió entre las partes un golfo infranqueable a toda comunicación de ideas, suponiendo que alguna de ellas las tuviese. Ante este dilema, la muchacha, recordando la fama de erudito de su patrón (y sin duda atribuyéndome el conocimiento de todos los idiomas de la tierra, además de unos cuantos de los idiomas lunares) vino en busca mía y me dio a entender que en la planta baja había una especie de demonio que sólo mi arte podría exorcizar de la casa. No bajé de inmediato y, cuando por fin lo hice, el grupo que se había formado por simple accidente, aunque no muy elaborado, despertó mi interés y mi fantasía como nunca lo hicieran las actitudes esculturales, tan ostentosamente complejas, del Ballet del Teatro de la Opera. La cocina parecía un rústico salón de recibo más que otra cosa, con las paredes cubiertas de paneles de una manera oscura que el tiempo y los muchos rozamientos hacían semejante al roble; contra este fondo resaltaban el turbante y los sueltos pantalones blancuzcos del malayo, quien se había acercado demasiado como para que la muchacha se sintiese tranquila, aunque en ella el ánimo intrépido de serrana luchase con el ingenuo terror que se pintaba en su rostro al mirar al tigre que tenía ante sí. No cabe imaginar cuadro más sorprendente que el hermoso rostro inglés de la muchacha, de exquisita blancura, y su actitud erguida e independiente, en contraste con la piel cetrina y biliosa del malayo, que el aire de mar había charolado o plaqueado hasta darle tonos de caoba, sus ojos pequeños, crueles e inquietos, sus labios finísimos, sus gestos y adoraciones serviles. Medio oculto por el malayo de tan feroz aspecto se hallaba el niño de unos vecinos que había entrado tras él y que ahora, levantando la cabeza para mirar el turbante y debajo de él los ojos ardientes, cogía con una mano el vestido de la muchacha en busca de protección. Mi conocimiento de las lenguas orientales no es muy notable ya que en realidad se limita a dos palabras, la palabra árabe para decir cebada y la palabra turca para decir opio (madjoon) que aprendí de Anastasio. Como no tenía a mano un diccionario malayo, y ni siquiera el Mithridates de Adelung que hubiera acudido en mi ayuda con unas cuantas palabras, me dirigí al malayo con unos versos de la Ilíada pensando que entre lo idiomas que conozco el griego es aquel cuya longitud geográfica más se aproxima al Oriente. Me respondió con un gesto muy devoto de adoración y unas palabras en lo que supongo era malayo. Así dejé a salvo mi prestigio entre los vecinos puesto que el malayo no podía traicionarme el secreto. Se acostó una hora en el suelo y luego siguió su camino; al momento de partir le regalé un poco de opio creyendo que en su calidad de orientalista debía conocerlo y, en efecto, su expresión me persuadió de que así era. No obstante, me sentí un poco consternado cuando de pronto lo vi llevarse la mano a la boca y echárselo todo entre pecho y espalda, dividido en tres pedazos que no hicieron sino un bocado. La cantidad bastaba para matar a tres soldados de caballería con sus respectivos caballos; me quedé algo inquieto por la pobre criatura, mas ¿qué podía hacer? Le había regalado el opio compadecido de su vida solitaria y suponiendo que, si venía a pie desde Londres, hacía tres semanas que no cambiaba palabra con un ser humano. No podía, desde luego, violar las leyes de la hospitalidad ordenando que le echasen mano para obligarlo a tomar un vomitivo, con lo cual creería espantado que lo íbamos a sacrificar a algún ídolo inglés. No, evidentemente no había nada que hacer; el hombre se despidió; me sentí preocupado unos días, pero, como nunca oí que se encontrase el cadáver de un malayo, me convencí de Nque estaba acostumbrado al opio2 y de que, tal como era mi intención, le había prestado un servicio al ofrecerle una noche de descanso en medio de los dolores de su vida errante.
He incurrido en una digresión para mencionar este incidente porque el malayo (en parte por el cuadro tan pintoresco que contribuyó a formar, y en parte por la ansiedad que asocié a su figura durante unos días) se adueñó más tarde de mis sueños y trajo consigo a otros malayos peores que él, quienes se lanzaron amok3 contra mí para arrastrarme a un mundo de congojas. Pero dejemos este episodio y volvamos a mi año intermedio de felicidad. Ya he dicho que cuando se trata de un tema tan importante para todos nosotros como es la felicidad, escucharemos de buena gana la experiencia o los experimentos de cualquiera, aunque sea un humilde mozo de arado, incapaz de abrir un surco muy hondo en un suelo intratable como son los placeres y penas del hombre o de llevar a cabo sus estudios en función de principios muy ilustrados. En cambio yo, que he tomado la felicidad en estado sólido y líquido, tanto hervida como sin hervir, de las Indias Orientales y de Turquía —que he efectuado mis experimentos sobre esta interesante cuestión con una especie de pila galvánica— y que en beneficio de todo el mundo me he inoculado, por así decirlo, el veneno de 8.000 gotas diarias de láudano (por la misma razón que un médico francés se inoculó recientemente el cáncer, un médico inglés, hace unos veinte años, la peste, y un tercero, no sé de qué país, la hidrofobia), yo (y no cabe discutirlo) tengo que saber lo que es la felicidad si es que alguien lo sabe. Por lo tanto, emprenderé ahora un análisis de la felicidad y, para dar el máximo interés a mi exposición, no lo presentaré de manera didáctica sino envuelto e implicado en el relato de una noche, de la forma como pasaba una noche durante el año intercalar en que el láudano, aunque lo tomaba todos los días, era para mí tan sólo el elíxir del placer. Hecho esto, dejaré enteramente el tema de la felicidad y pasaré a otro muy distinto: los dolores del opio.
Sea una casita en un valle, a 18 millas de la ciudad más próxima, no un valle espacioso sino de unas dos millas de largo por tres cuartos de milla, como promedio, de ancho; esto tiene la ventaja de que todas las familias que residen dentro de su contorno forman, por así decirlo, una sola gran familia cuyos miembros se conocen entre sí y se tienen cierto afecto. Sean las montañas montañas de verdad, de 3 a 4.000 pies de . altura, y la casita una verdadera casita y no (como dice un autor ingenioso) «una casita con dos cocheras»; sea, pues (quiero ceñirme a la realidad), una casita blanca cubierta de enredaderas floridas, elegidas para desplegar una sucesión de flores sobre los muros y en torno a las ventanas durante todos los meses de primavera, verano y otoño, desde las rosas de mayo hasta los jazmines. Sin embargo, que no sea primavera ni verano, ni otoño, sino el invierno en su forma más cruda. Este es un punto de máxima importancia en la ciencia de la felicidad. Me sorprende que haya gente que no repare en él y piense que existen razones para alegrarse si el invierno se está acabando o, cuando empieza, si parece que no será muy frío. Yo, por el contrario, presento cada año una petición para que tengamos todas las nieves, granizos, heladas y tormentas de cualquier clase que puedan ofrecer los cielos. Ciertamente todos debieran conocer los divinos placeres que en invierno trae consigo una chimenea: velas a las cuatro de la tarde, alfombras abrigadoras al lado del fuego, té, una hermosa muchacha que lo prepare, persianas corridas, cortinas que caen al suelo formando amplios pliegues, en tanto que fuera el viento y la lluvia

Cual si quisieran juntar cielo y tierra,
Rugen, llamando a puertas y ventanas,
Mas no logran entrar, y es más grato
Nuestro descanso en la segura sala.
(El Castillo de la Indolencia)

Todos estos son elementos en la descripción de una noche de invierno que sin duda conocerá muy bien cualquiera que haya nacido en una longitud septentrional. Es evidente que, al igual que los helados, la mayoría de estos placeres requieren temperaturas atmosféricas muy bajas; son frutos que, de una u otra manera, sólo maduran en climas tormentosos e inclementes. No soy muy quisquilloso, como suele decirse, y me da igual que se trate de nieve, granizadas o un viento tan fuerte que en las palabras del Sr. [Thomas Clarkson] «pueda apoyarse la espalda contra él, como en un poste». Hasta me conformo con la lluvia, siempre que llueva a cántaros, pero exijo algo por el estilo y si no lo tengo me sentiré engañado; ¿por qué habría de costarme el invierno tan caro en carbón, velas y las muchas privaciones que debe soportar un caballero si no voy a conseguir un artículo de buena calidad? No: pago mi dinero por un invierno canadiense o al menos ruso en el que cada persona sea, a lo sumo, copropietaria con el viento del norte en el dominio absoluto de sus propias orejas. Más aún, soy tan refinado epicúreo en la materia que me declaro incapaz de apreciar plenamente una noche de invierno si ha pasado mucho tiempo del día de Santo Tomás y se ha iniciado la degeneración hacia las lamentables tendencias primaverales; no, la noche ha de estar separada del retorno a la luz y el calor por una ancha muralla de noches oscurísimas. Por consiguiente, entre las últimas semanas de octubre y la Navidad corre la estación de la felicidad que, a mi juicio, ingresa a la habitación con la bandeja de té: pues ej té, aunque objeto de burlas para quienes por ser de nervios groseros o beber mucho vino no son susceptibles a la influencia de un estimulante tan refinado, el té será siempre la bebida preferida del intelectual y, por mi parte, me habría unido al Dr. Johnson en una bellum internecinum contra Jonas Hanway o cualquier otra persona impía que se atreviese a difamarlo. En fin, para ahorrarme el trabajo de una excesiva descripción verbal, llamaré ahora a un pintor y le daré instrucciones sobre el resto del cuadro. A los pintores no les gustan las casitas blancas a menos que estén muy castigadas por el clima, pero, como ya sabe el lector, se trata de una noche de invierno de modo que sus servicios sólo serán necesarios para pintar el interior de la casa.
Píntame entonces una habitación de diecisiete pies por doce y no más de siete pies y medio de alto. En mi familia, lector, esto se llama ambiciosamente el salón, pero como está adaptado para «matar dos pájaros de un tiro» se llama también, con más propiedad, la biblioteca, puesto que los libros son los únicos bienes en que soy más rico que mis vecinos. Tengo unos cinco mil, que he ido coleccionando gradualmente desde los dieciocho años. Así pues, pintor, pon en la habitación todos los que puedas. Hazla populosa de libros; píntame también un buen fuego y muebles sencillos y modestos, cual conviene a la sobria vivienda de un hombre de estudio. Cerca del fuego píntame una mesa de té y (como es claro que nadie podrá venir a verme en noche tan tormentosa) sólo dos tazas y platillos en la bandeja; y si sabes pintarla simbólicamente o en cualquier otra forma píntame una tetera eterna —eterna a parte ante y a parte post, ya que suelo beber té de ocho de la noche a cuatro de la mañana. Y como es muy desagradable preparar el té o servírselo uno mismo, píntame una joven encantadora sentada a la mesa. Píntale los brazos de Aurora y la sonrisa de Hebe. Pero no, querida M., no me dejes insinuar ni siquiera en broma que tu poder de iluminar mi casa está fundado en algo tan perecedero como la simple belleza personal, o que el embrujo de las sonrisas angélicas se halla bajo el imperio de un lápiz terrestre. Pasa, mi querido pintor, a algo que esté más a tu alcance: el próximo artículo que debes presentar soy, naturalmente, yo mismo: un retrato del comedor de opio con el «pequeño receptáculo dorado de la perniciosa droga» a su lado, sobre la mesa. En cuanto al opio no tengo ninguna i objeción a verlo retratado, aunque preferiría ver el original; puedes pintarlo si quieres, pero te diré que ya en 1816, hallándome tan distante del «augusto Panteón» y de todos los boticarios (mortales y de otra especie) ningún «pequeño» receptáculo podría bastarme. No: más vale que pintes el verdadero recipiente, que no de oro sino de vidrio, y lo más parecido a una garrafa de vino. En él puedes poner un litro de láudano rojo como el rubí; eso y un libro de metafísica alemana darán testimonio suficiente de que me encuentro en las inmediaciones. En lo que toca a mi propia figura —esto ya es otro cantar—. Admito que, como es natural, debería ocupar el primer plano del cuadro; que siendo el héroe de la pieza o (si así lol prefieres) el criminal enjuiciado, tendría que comparecer ante el tribunal. Esto parece razonable, mas ¿por qué he de confesarle tales cosas a un pintor? ¿Por qué confesar? Si el público (ante cuyo oído —y no ante el de ningún pintor— estoy susurrando en secreto mis confesiones) se ha formado para sí una imagen agradable del físico del comedor de opio, si le ha asignado románticamente una silueta elegante o un rostro bien parecido ¿por qué habría de deshacer como un bárbaro una ilusión tan grata, grata para el público tanto como para mí? No: píntame, si quieres pintarme, conforme a tu propia fantasía y, como la fantasía de un pintor debe estar llena de creaciones hermosas, estoy seguro que saldré ganando. Y ahora, lector, ya hemos recorrido las diez categorías de lo que era mi condición hacia 1816-17; considero que hasta mediados de este último año fui un hombre feliz y he tratado de exponer ante ti los elementos de tal felicidad en el esbozo de la biblioteca de un hombre de letras, en una casa de las montañas, una tormentosa noche de invierno.
Pero ahora adiós —un largo adiós a la felicidad, en invierno o en verano—, adiós a las sonrisas y a las risas, adiós a la paz del alma, adiós a la esperanza, al sueño tranquilo y a sus benditos consuelos —durante más de tres años y medio no disfrutaré de ellos: he llegado a una llíada de males, pues ahora tengo que dar cuenta de

Los dolores del opio

como hunde el gran pintor
Su pincel en la negrura del terremoto y el eclipse.
Shelley, Rebelión del Islam

Lector que me has acompañado hasta aquí, debo solicitar tu atención para una breve nota explicativa en tres puntos:

1. Por varias razones no he podido componer las notas sobre esta parte de mi narrativa en forma ordenada y coherente. Ofrezco mis notas en desorden, tal como las encuentro o como ahora las redacto de memoria. Algunas indican su propia fecha; he fechado otras y algunas no están fechadas. Siempre que convino a mis propósitos transplantarlas de su orden natural o cronológico así lo hice sin mayores escrúpulos. A veces empleo el presente, otras el pasado. Sólo unas cuantas notas, quizá, se escribieron precisamente en la época a que se refieren, pero esto afecta en muy poco su exactitud, pues las impresiones fueron tales que no podrán desvanecerse nunca de mi mente. Es mucho lo que se ha omitido. No podía, sin gran esfuerzo, obligarme a la tarea de recordar, o de exponer en una narración ordenada, toda la carga de horrores que pesa sobre mi cerebro. Como disculpa invoco en parte este sentimiento y en parte el hecho de que ahora me encuentro en Londres, separado de las manos que suelen prestarme servicios de amanuense, y soy de esas personas tan desmañadas que ni siquiera pueden arreglar sus propios papeles sin ayuda.
2. Creerás tal vez que hago demasiadas confidencias y soy demasiado comunicativo de mi propia historia privada. Es posible. Pero mi manera de escribir es casi pensar en voz alta y seguir mis movimientos de humor, sin reparar en quién me está escuchando; si me detengo a reflexionar en lo que es propio decir a esta o aquella persona, pronto dudaré de que exista una parte de mi relato que con propiedad pueda contarse. Lo cierto es que me imagino que ya han pasado quince o veinte años y me hago a la idea de que escribo para quienes entonces se interesarán por mí; y como quiero ofrecer la relación de una época y soy el único que puede conocer toda la historia, doy a mi narrativa la mayor amplitud posible haciendo los esfuerzos de que ahora soy capaz, pues no sé si alguna vez volveré a tener tiempo para hacerlo.
3. Muchas veces querrás preguntarme por qué no me libré de los horrores del opio suprimiendo o disminuyendo su uso. A esto responderé en pocas palabras: podría pensarse que cedí con demasiada facilidad a las fascinaciones del opio; no cabe suponer que nadie se sienta atraído por sus terrores. El lector puede estar seguro de que hice innumerables intentos por reducir la cantidad. Añadiré que fueron quienes presenciaban la agonía de dichos intentos, y no yo mismo, los primeros en rogarme que cediese. Pero ¿acaso no podía ir disminuyendo una gota diaria o bien agregar agua y luego dividir una gota en dos o tres partes? Dividir mil gotas me hubieran llevado casi seis años: no hay duda de que tal método era insuficiente. Sin embargo, este error es muy frecuente en quienes no tienen ningún conocimiento experimental del opio, pero me dirijo a quienes sí lo tienen para preguntarles si no ocurre siempre que es posible reducir la cantidad con facilidad y aun con placer sólo hasta cierto punto, pasado el cual toda nueva reducción es causa de intensos sufrimientos. Sí, responden algunos insensatos que no saben lo que dicen, sufrirá usted de tristeza y decaimiento durante unos días. No, contesto; lo que sucede no se parece en nada al decaimiento; por el contrario, la mera vitalidad animal aumenta extraordinariamente: el pulso es más firme, la salud mejor. El malestar no consiste en esto, ni recuerda en lo menor a lo que se siente cuando se renuncia al vino. Es un estado de indecible irritación del estómago (lo cual, por cierto, no se asemeja mucho a sentirse triste y decaído) acompañado por una transpiración muy fuerte así como por sensaciones que no intentaré describir en tan poco espacio.

Empiezo ahora in media res y, anticipándome a la época en la que puede decirse que los dolores del opio llegaron a su acmè, trataré de sus efectos paralizantes sobre las facultades intelectuales.

Hace tiempo que he interrumpido mis estudios. No siento ningún placer en leer y apenas si puedo hacerlo más de un momento. En cambio leo a veces en voz alta por dar gusto a los demás, ya que no me falta talento para este tipo de lectura; diré más, en el sentido vulgar de la palabra talento —o sea un mérito superficial, un adorno— es casi el único que tengo, y si en otro tiempo pude envanecerme de alguno de mis méritos o facultades, fue de esta habilidad que, según he observado, es la menos frecuente de todas. Los actores leen peor que nadie: [Kemble] es un pésimo lector y la Sra. [Siddons], tan celebrada, sólo acierta en las composiciones dramáticas y es incapaz de leer a Milton de manera soportable. En general, la gente lee la poesía sin ninguna pasión o bien excede la sobriedad natural y lee sin inteligencia. Si en los últimos tiempos algo encontré en los libros que me conmoviera, fueron las nobles quejas de Sansón Agonistes o las grandes armonías de los parlamentos de Satán en el Paraíso Recobrado, leídas a solas y en voz alta. A veces viene una señorita a tomar té con nosotros; a petición de ella y de M., les leo de cuando en cuando los poemas de W[ordsworth]. (W[ordswoth], dicho sea de paso, es el único poeta que he conocido nunca que sea capaz de leer sus propios versos; diré más: a menudo lee admirablemente.)
Creo que durante dos años no leí libros, con una sola excepción, y quiero recordar cuál es para pagar la gran deuda de gratitud que tengo con su autor. Todavía solía leer a los poetas más sublimes y apasionados aunque, como he dicho, por trozos y ocasionalmente. Bien sabía yo que mi verdadera vocación era el ejercicio del entendimiento analítico, pero la mayoría de los estudios analíticos son continuos y no pueden practicarse con interrupciones o en esfuerzos fragmentarios. Las matemáticas, la filosofía intelectual, por ejemplo, se me habían vuelto intolerables; les huía poseído de una sensación de enervamiento impotente y pueril que me angustiaba todavía más al evocar la época en que disfrutaba ejercitándome en ellas horas enteras, y también por esta otra razón, que había orientado los esfuerzos de toda mi vida, y dedicado mi inteligencia, sus flores y sus frutos, a la lenta y compleja labor de construir una sola obra, que tenía la presunción de llamar con el título de un libro inconcluso de Spinoza, De emendatione humani intellectus. Este trabajo se hallaba ahora detenido y como congelado, tal un puente o acueducto español, comenzado en escala demasiado grande para los recursos del arquitecto; y en vez de sobrevivirme, al menos como monumento a mis deseos y aspiraciones, y a una vida de trabajo dedicada a exaltar la naturaleza humana en la forma como Dios creyó apropiado dotarme para tan vasta empresa, serviría para que mis hijos hicieran memoria de mis esperanzas derrotadas y mis esfuerzos sin resultado, de los materiales acumulados en vano y de los cimientos sobre los que nunca se levantó una superestructura: del dolor y la ruina del arquitecto. Hallándome en esta condición de imbecilidad procuraba entretenerme dirigiendo mi atención a la economía política; supongo que, mientras me quedase un soplo de vida, mi entendimiento, antes activo e inquieto como una hiena, era incapaz de sumirse en un letargo absoluto. Para las personas que se hallan en el estado en que me encontraba, la economía política tiene la ventaja de que, si bien es una ciencia eminentemente orgánica (es decir, que en ella todas las partes influyen sobre el todo así como, a su vez, el todo influye sobre cada una de las partes), es posible separar cada una de las distintas partes y considerarla en sí misma. A pesar de la gran postracción en que por entonces se hallaban mis facultades, no podía olvidar mis conocimientos, y mi inteligencia había estado íntimamente familiarizada durante demasiados años con los pensadores más estrictos, con la lógica y los grandes maestros de la ciencia, como para no darme cuenta de la extremada debilidad del grupo principal de los economistas modernos. En 1811 había tenido ocasión de examinar muchos libros y folletos sobre las diversas ramas de la economía, y a veces, cuando se lo pedía, M. me leía capítulos de las obras más recientes o fragmentos de los debates parlamentarios. Por lo general me parecía que estos textos eran la hez de la inteligencia humana y que cualquier persona de cabeza bien ordenada, acostumbrado a manejar la lógica con habilidad escolástica, podía coger entre el índice y el pulgar a toda la academia de economistas modernos y ahogarlos a mitad de camino entre el cielo y la tierra o bien pulverizar sus cabezas con un abanico de señora. Al cabo, en 1819, un amigo de Edimburgo me envió el libro del Sr. Ricardo y, recurriendo a mi propia anticipación profética sobre el advenimiento de un legislador para esa ciencia, exclamé antes de terminar el primer capítulo: «¡Tú eres el hombre!». El asombro y la curiosidad eran para mí emociones muertas desde hacía mucho tiempo. Ahora, sin embargo, volví a sentirlas: me pregunté si una vez más tendría estímulos suficientes para el esfuerzo de leer y el propio libro me inspiró una viva curiosidad. ¿En verdad se había escrito esta obra tan profunda en Inglaterra y en el siglo diecinueve? ¿Era posible? Yo había dado por supuesto que el pensamiento4 se había extinguido en Inglaterra. ¿Cómo podía ser que un inglés, ajeno a los recintos académicos, y abrumado por sus obligaciones comerciales y senatoriales, llegase a la meta cuando todas las universidades de Europa no habían conseguido avanzar ni un palmo en cien años de trabajo? Todos los demás autores habían desaparecido aplastados por la carga descomunal de datos y documentos; el Sr. Ricardo había deducido a priori del propio entendimiento leyes que por primera vez arrojaban un rayo de luz sobre el intrincado caos de materiales y, con lo que apenas era una colección de vagas discusiones, había construido una ciencia de proporciones ordenadas que ahora se levantaba sobre bases eternas.
Así fue como una sola obra de profunda inteligencia, además de darme placer, me movió a una actividad que no había tenido desde hacía varios años: hasta me incitó a escribir o al menos a dictarle a M. que escribía por mí. Me pareció que algunas verdades imponentes habían escapado inclusive al «ojo inevitable» del Sr. Ricardo y, como eran de tal naturaleza que en la mayoría de los casos podía expresarlas o ilustrarlas mediante símbolos algebraicos con más brevedad y elegancia que en el estilo torpe y difuso de los economistas, toda la exposición cabía en un cuaderno; aunque me sentía incapaz de todo esfuerzo fui tan lacónico en esta ocasión que, con M. como amanuense, conseguí redactar mis Prolegómenos a todos los futuros sistemas de economía política. Espero que no se pensará que huelen a opio, aunque a decir verdad el tema es ya lo bastante opiáceo para casi todo el mundo.
Pero este esfuerzo no fue sino un destello, como se apreciará por lo que ocurrió luego, ya que decidí publicar mi obra y se hicieron los arreglos necesarios a fin de imprimirla en una prensa de provincia, situada a unas dieciocho millas de distancia. Con tal objeto se retuvo especialmente a un cajista durante varios días. Hasta se anunció en dos ocasiones el libro, por lo que, en cierta forma, estaba obligado a llevar a la práctica mis intenciones. No obstante, me quedaba por escribir un prefacio y una dedicatoria —que yo quería brillante— al Sr. Ricardo. Me fue del todo imposible hacerlo. Se revocaron los arreglos, se despidió al cajista y mis Prolegómenos descansaron en paz al lado de su más respetable hermano mayor.
He descrito o ilustrado mi embotamiento intelectual en términos que, en una u otra forma, se aplican a los cuatro años que estuve bajo el hechizo del Circe del opio. De no ser por la angustia y el sufrimiento cabría afirmar sin faltar a la verdad que entonces existía en un estado de total inactividad y como dormido. Era raro que pudiese forzarme a ecribir una carta; a lo mucho lograba responder en pocas palabras las que había recibido y no sin que, muchas veces, la carta no aguardase antes durante semanas o aun meses sobre mi escritorio. Sin la ayuda de M. todos los recibos de las cuentas pagadas o por pagar habrían desaparecido y mi economía doméstica, cualquiera que fuese la suerte de la Economía Política, se habría precipitado por entero a una confusión inextricable. No volveré a aludir a este aspecto del caso a pesar de que, en última instancia, agobia y atormenta al comedor de opio tanto como cualquier otro, a causa de la sensación de debilidad e impotencia provocada por los incidentes vergonzosos que sobrevienen cuando se descuidan y postergan las obligaciones de cada día, así como de los remordimientos que a menudo enconan el aguijón de estos males en un ánimo meditativo y escrupuloso. El comedor de opio no pierde un ápice de su sensibilidad o sus aspiraciones morales; desea y anhela, tan vivamente como siempre, hacer lo que cree posible y lo que a su juicio le exige el deber, pero su percepción intelectual de lo que es posible sobrepasa infinitamente no sólo su capacidad de ejecutar sino también su capacidad de intentar; yace bajo el peso de un íncubo, de una pesadilla: tiene ante los ojos todo lo que de buena gana quisiera hacer, tal como un hombre postrado en el lecho por la mortal languidez de una enfermedad enervante a quien se obligara a ser testigo de los abusos y ultrajes infligidos a la persona que ama sobre todas las cosas: maldice los ensalmos que lo encadenan y lo privan de todo movimiento, sacrificaría su vida si lograra ponerse de pie y andar, pero es impotente como un recién nacido y ni siquiera puede intentar levantarse.
Paso ahora al tema principal de estas últimas confesiones, a la historia y el diario de lo que sucedió en mis sueños, causa inmediata y próxima de mis sufrimientos más intensos.
El primer aviso de que estaba ocurriendo un cambio importante en esta parte de mi economía física fue que volvió a manifestarse una condición del ojo que, por lo general, se presenta en la infancia o en estados de extrema irritabilidad. Ignoro si el lector tiene noticia de que muchos niños, tal vez la mayoría, son capaces de pintar, por así decirlo, toda suerte de fantasmas sobre la oscuridad; en algunos, tal facultad es tan sólo una afección mecánica del ojo; otros disponen de un poder voluntario o semivoluntario para convocar y despedir las imágenes o, como en una ocasión me dijo un niño al que interrogaba sobre esto: «Puedo decirles que se vayan y se van, pero a veces vienen sin que les haya dicho que vengan.» Le respondí que tenía sobre las apariciones autoridad casi tan ilimitada como la de un centurión romano sobre los soldados. A mediados de 1817, si mal no recuerdo, esta facultad se volvió verdaderamente penosa; por las noches, mientras me hallaba acostado y sin dormir, desfilaban ante mí vastas procesiones de lúgubre pompa, frisos de historias interminables tan tristes y solemnes como si fuesen de tiempos anteriores a Edipo y a Príamo —anteriores a Tiro—, anteriores a Menfis. Al mismo tiempo se produjo un cambio equivalente en mis sueños; de pronto se abrió e iluminó en mi cerebro un teatro en el que cada noche se presentaban espectáculos de esplendor más que terrenal. Debo mencionar también los cuatro hechos siguientes, que por entonces empecé a advertir:

1. A medida que aumentaba la disposición creativa del ojo parecía surgir cierta simpatía entre los estados de sueño y vigilia del cerebro, en el sentido que, por lo general, todo lo que yo invocaba y dibujaba en la oscuridad mediante un acto de voluntad se transfería a mis sueños; hasta tal punto que temía ejercer esta facultad, pues, así como los objetos que Midas tranformaba en oro burlaban sus esperanzas y defraudaban sus deseos humanos, bastaba que imaginase en la oscuridad las cosas que pueden representarse visualmente para que asumieran al instante la forma de fantasmas del ojo y, por un proceso al parecer no menos inevitable, una vez trazadas las imágenes en colores pálidos y visionarios, como escrituras en tinta simpática, la química feroz de mis sueños las reavivaba hasta darles un esplendor intolerable que me oprimía el corazón.
2. Este y todos los demás cambios ocurridos en mis sueños vinieron acompañados de una honda ansiedad y una amarga melancolía que es enteramente imposible comunicar con palabras. Cada noche sentía que bajaba, no metafóricamente, sino que en realidad bajaba a grietas y simas tenebrosas, abismos en los abismos, sin ninguna esperanza de reascender. Y al despertarme no me parecía que hubiese reascendido. No me detendré a explicarlo, ya que no hay palabras que basten para dar una idea del negro desaliento que me embargaba ante esos grandiosos espectáculos, por lo menos igual a la absoluta oscuridad de una desesperación suicida.
3. El sejrtids del espacio y, al final, el sentido del tiempo, quedaron ambos gravemente afectados. Los edificios, los paisajes, etc., se mostraban en proporciones más vastas de las que perciben los ojos mortales. El espacio se hinchaba y expandía hasta alcanzar el infinito indecible. Sin embargo, esto ne me inquieta tanto como la gran expansión del tiempo; a veces tenía la impresión de haber vivido 70 ó 100 años en una noche; más aún, sentía que durante ese lapso había transcurrido todo un milenio o, por lo menos, una duración muy superior a los límites de cualquier experiencia humana.
4. Volvían a mí los más nimios incidentes de la infancia o escenas olvidadas de otros años; no puede decirse que los recordara, ya que si alguien me hubiese hablado de ellos estando yo despierto no habría podido darme cuenta de que formaban parte de mi experiencia. Pero tal como se disponían ante mí, en sueños semejantes a intuiciones, revestidos de las más efímeras circunstancias y sentimientos que una vez los acompañaron, los reconocía al instante. Una de mis parientes más cercanas me ha contado que, siendo niña, se cayó al río y estaba a punto de perecer cuando acudieron en su auxilio: en ese momento crítico vio su vida entera desplegarse simultáneamente ante sus ojos, como en un espejo, al tiempo que se desarrollaba en ella la facultad de comprender el todo y cada una de sus partes. Bien puedo creerlo cuando recuerdo algunas de mis experiencias con el opio; luego, en dos ocasiones, he visto que se afirma la mismo en libros modernos junto a una observación de cuya verdad estoy convencido, a saber que el temible Libro del Juicio Final de que hablan las Escrituras es, en realidad, la propia mente de cada persona. Al menos me siento seguro de esto, la mente no es capaz de nada que se parezca al olvido; mil accidentes interponen un velo entre nuestra conciencia y las inscripciones secretas de la mente, pero otros accidentes de la misma clase lo desgarran y, velada o no, la inscripción perdura para siempre, tal las estrellas que parecen retirarse ante la luz común del día aunque en verdad, como todos sabemos, la luz haya corrido su velo sobre ellas, que volverán a mostrarse cuando otra vez se descorra la luz oscurecedora del día.
Habiendo señalado estos cuatro factores, diferencias memorables entre mis sueños de entonces y aquellos de la salud, citaré ahora un ejemplo que servirá de ilustración al primero de ellos y luego contaré los demás que recuerde, ya sea en orden cronológico o en cualquier otro que aumente el efecto de los cuadros sobre el lector.
Fui en mi juventud —y lo sigo siendo de tiempo en tiempo, cuando quiero entretenerme— gran lector de Livio, a quien, lo confieso, prefiero sobre los demás historiadores romanos tanto por el estilo como por la materia; muchas veces he sentido que los sonidos más graves y solemnes, más enfáticamente representativos de la majestad del pueblo romano, son esas dos palabras que con tanta frecuencia aparecen en su obra: Consul Romanus, sobre todo cuando están referidas al cónsul en sus funciones militares. En efecto, expresiones como sultán, regente, etc., o cualquiera de los títulos usados por quienes encarnan en sus propias personas las majestad colectiva de un gran pueblo, tenían menos poder sobre mis sentimientos reverenciales. De otra parte, aunque no soy gran lector de historia, había llegado a familiarizarme minuciosa y críticamente con un período de la historia de Inglaterra, el de la Guerra Parlamentaria, en el que me atraían la grandeza moral de algunos personajes y los muchos e interesantes libros de memorias que nos quedan de una época tan agitada. Estas dos partes de mis lecturas más ligeras, que habían sido a menudo tema de mis reflexiones, me dieron ahora la materia de mis sueños. Muchas veces, habiendo pintado en la oscuridad una especie de ensayo general cuando aún me hallaba despierto, veía una multitud de damas, tal vez una fiesta y bailes, y oía decir, o bien yo mismo me decía: «Estas son las damas inglesas de los desventurados tiempos de Carlos I. Estas son las mujeres e hijas de aquellos que se reunían en paz, se sentaban a las mismas mesas y estaban unidos por lazos de matrimonio o de sangre, pero que, pasado cierto día de agosto de 1642, no volvieron a sonreírse ni se encontraron más, como no fuera en el campo de batalla, y en Marston Moor, Newbury o Naseby tajaron con el sable cruel los vínculos del amor y ahogaron en sangre el recuerdo de la antigua amistad.» Las damas bailaban y eran tan hermosas como las de la corte de Jorge IV y no obstante yo sabía, aún en sueños, que llevaban casi dos siglos bajo tierra. De pronto se desvanecía el suntuoso desfile, sonaba una palmada, las palabras Consul Romanus me estremecía el corazón y de inmediato avanzaban majestuosamente, en túnicas deslumbrantes, Paulo o Mario, rodeados por una compañía de centuriones, con la púrpura enarbolada en una lanza, y seguidos por el alalagmos de las legiones romanas.
Hace muchos años hojeaba yo las Antigüedades de Roma, de Piranesi, mientras el Sr. Coleridge, que se hallaba a mi lado, me describía una serie de grabados de ese artista, llamados los Sueños, en los que registró el escenario de las visiones que ló asediaron con el delirio de la fiebre. Algunos de ellos (según recuerdo de lo que me contó el Sr. Coleridge) representaban enormes salas góticas, con el suelo cubierto de toda clase de máquinas y artefactos, ruedas, cables, poleas, palancas, catapultas, etc., que expresaban lo enorme de la potencia aplicada y la resistencia vencida. Pegada a los muros se veía una escalera por la que subía trabajosamente el propio Piranesi: un poco más allá la escalera terminaba abrupta, súbitamente, sin balaustrada de ninguna clase: se había llegado al extremo y era imposible dar un solo paso más sin precipitarse al vacío. Cualquiera sea la suerte del pobre Piranesi, pensamos, por lo menos aquí terminan, de alguna manera, sus sufrimientos. Pero al levantar la vista vemos, todavía más alto, una segunda escalera y en ella distinguimos nuevamente a Piranesi, ahora al borde mismo del precipicio; volvemos a elevar la mirada y divisamos una escalera aún más aérea y al pobre Piranesi ocupado en su fatigosa ascensión: y así una y otra vez hasta que la escalera interminable y Piranesi se pierden ambos en la tiniebla superior del recinto. Con la misma potencia incesante de crecimiento y reproducción de sí misma procedía la arquitectura de mis sueños. En las primeras fases de mi enfermedad los esplendores de los sueños fueron sobre todo arquitectónicos: contemplé ciudades y palacios de una pompa que nunca contemplaron ojos despiertos, como no fuese en las nubes. Citaré los versos en que un gran poeta moderno describe, como aparición surgida en las nubes, lo que yo solía ver, con muchos de los mismos detalles, en mis sueños:

La aparición, de pronto revelada,
De una gran ciudad —diré mejor

Un agitado océano de edificios

Cerrado sobre sí mismo en prodigiosos
Interminables abismos de esplendor.
Vi murallas de oroj diamantes
Cúpulas de alabastro, agujas de plata
Y terrales sobre terrazas relucientes
En alto levantadas; avenidas
De claros pabellones; torres rodeadas
Por almenas en cuya frente inquieta
Brillaba una estrella —¡luz de todas las gemas!
La naturaleza terrestre con el turbio
Material de la tormenta, ahora en calma,
Forjara esta visión, con las bóvedas,
Laderas, cumbres hechas de nubes
Detenidas bajo el cielo azul, etc.

Uno de estos sublimes detalles —almenas con estrellas en las frentes inquietas— podría estar copiado de mis sueños arquitecturales, donde se presentó varias veces. Se afirma que, en nuestros tiempos, Dryden y Fuseli comían carne cruda a fin de provocarse sueños espléndidos: más les valiera comer opio para lograr su propósito, lo que hasta ahora, que yo sepa, no ha hecho ningún poeta, como no sea el dramaturgo Shadwell; se cree también, y a mi juicio con razón, que en la antigüedad Homero conocía las virtudes del opio.
A mi arquitectura siguieron sueños de lagos y plateadas extensiones de agua, sueños que me obsesionaron hasta tal punto que llegué a temer (lo cual parecerá absurdo a un médico) que una condición o tendencia hidrópica del cerebro se estuviese haciendo (para emplear una palabra metafísica) objetiva y que el órgano sensible se proyectase como objeto de sí mismo. Durante dos meses me dolió mucho la cabeza, una parte del cuerpo que hasta entonces había tenido tan libre de toda muestra o asomo de debilidad (hablo de lo físico) que solía decir, como el último lord Orford de su estómago, que probablemente sobreviviría al resto de mi persona. Antes de esta época yo nunca supe lo que era una jaqueca, ni el más ligero dolor de cabeza, con excepción de los dolores reumáticos provocados por mis propias imprudencias. Felizmente conseguí superar el ataque, aunque estuvo a punto de convertirse en algo muy peligroso.
1 Calculo que veinticinco gotas de láudano equivalen a un grano de opio, lo cual, según creo, es la estimación más corriente, Sin embargo, como ambas cantidades pueden considerarse variables (la potencia del opio varia mucho y la de la tintura de opio aún más), supongo que en estas cuentas no es posible llegar a una exactitud infinitesimal. El tamaño de las cucharillas de té varía tanto como la potencia del opio. Las pequeñas contienen unas cien gotas, de modo que 8.000 gotas son unas ochenta cucharadas. Como puede apreciar el lector, me mantuve, con mucho, dentro de los amplios límites fijados por el Dr. Buchan.


2 Esta conclusión no es, sin embargo, inevitable: la variedad de los efectos que produce el opio según las distintas constituciones es infinita. Un magistrado de Londres (Marriott, Struggels through Life, vol [II, pág. 391, tercera edición) ha dejado constancia de que la primera vez que usó láudano para calmar los dolores de la gota tomó cuarente gotas, la noche siguiente sesenta y la quinta noche ochenta, sin sentir el más mínimo efecto, y esto a una edad avanzada. Aún más: gracias a un cirujano de provincias, me he enterado de una anécdota junto a la cual el caso del Sr. Harriott resulta insignificante; la contaré en el tratado médico sobre el opio que pienso publicar si el Colegio de Médicos me paga por iluminar en la materia los oscurecidos entendimientos de sus miembros: la historia es demasiado buena para contarla gratis.

3 Véanse en las relaciones de cualquier viajero que haya recorrido el Oriente los furiosos excesos cometidos por malayos que han tomado opio o a quienes la mala suerte en el juego empuja a la desesperación.


4 El lector debe tener presente lo que quiero decir por pensamiento: de otra manera esta afirmación resultaría presuntuosa. Últimamente Inglaterra ha tenido, hasta el exceso, pensadores magníficos en los ramos de la creación y la combinación, pero la escasez de pensadores masculinos en todas las vías analíticas es lamentable. Un escocés de nombre eminente nos decía hace poco que se había visto obligado a abandonar hasta las matemáticas por falta de apoyo.

martes, 7 de agosto de 2018

Confesiones de un comedor de opio inglés. Thomas de Quincey.


(Fragmento 5).
Esta es la doctrina de la verdadera iglesia en cuanto al opio: iglesia de la que confieso ser el único miembro, el alfa y el omega; pero téngase en cuenta que mis palabras se sustentan en una experiencia personal amplia y profunda, en tanto que casi todos los autores ajenos a la ciencia1 que han tratado del tema, y aun aquellos que se refieren expresamente a cuestiones de medicina, muestran con el horror de sus expresiones que carecen del más mínimo conocimiento experimental en cuanto a la acción del opio. No obstante, he de reconocer con entera honradez que me ha ocurrido encontrarme con alguien cuyo testimonio del poder embriagador del opio hizo vacilar mi propia incredulidad, puesto que se trataba de un cirujano que había probado el opio y en grandes cantidades. En una ocasión le dije que (según había oído) sus enemigos lo acusaban de desvariar cuando hablaba de política mientras que sus amigos lo defendían aduciendo que se hallaba en permanente estado de embriaguez a causa del opio. Ahora bien, añadí, la acusación no es prima facie y de necesidad absurda y, en cambio, sí lo es la defensa. Cual no sería mi sorpresa cuando insistió en que tanto sus enemigos como sus amigos tenían razón. «Le aseguro a usted», me dijo, «que es cierto que desvarío y, en segundo lugar, le aseguro que no desvarío por principio ni tampoco por afán de lucro, sino lisa y llanamente, lisa y llanamente, lisa y llanamente (lo repitió tres veces) porque estoy embriagado de opio, cosa que me ocurre todos los días». Le respondí que, en cuanto a la acusación de sus enemigos, puesto que parecía fundarse en testimonios respetables y que las tres partes interesadas convenían en ello, no sería yo quien la pusiese en duda, pero que sí debía oponerme a la defensa. Mi amigo procedió entonces a discutir la cuestión y exponer sus razones, y creí tan descortés continuar un debate en que se daba por supuesto que una persona se equivocaba en algo relativo a su propia profesión, que no insistí ni siquiera cuando me pareció que sus argumentos daban pie a objeciones; no hace falta agregar que un hombre que desvaría, aunque «sin fines de lucro», no es el más agradable de los interlocutores en una discusión, ya sea como ponente o como opositor. Admito, sin embargo, que la autoridad del cirujano, que por otra parte era bien considerado como tal, parecerá de peso ante mi prejuicio, mas he de alegar mi experiencia, que era mayor que la suya en 7.000 gotas diarias; y si bien no cabe pensar que un médico pueda no hallarse familiarizado con los síntomas de la embriaguez alcohólica, tengo la impresión de que tal vez cometía un error de lógica al emplear la palabra embriaguez con excesiva amplitud, abarcando con ella genéricamente todas las formas de la excitación nerviosa en vez de limitarla a un caso específico de excitación relacionado con ciertos diagnósticos. He oído a algunas personas afirmar que se habían embriagado con té verde, y un estudiante de medicina de Londres, cuyos conocimientos profesionales tengo razones para respetar mucho, me aseguraba el otro día que un paciente, al recobrarse de una enfermedad, se había embriagado con un beef-steak.
Habiéndome demorado tanto en este primer error, el principal con respecto al opio, señalaré muy brevemente un segundo y un tercero, o sea que a la exaltación que produce sigue de necesidad la correspondiente depresión, y que la consecuencia natural y aun inmediata del opio es la somnolencia y el embotamiento, tanto en lo físico como en lo mental. Me contentaré tan sólo con negar el primero de estos errores asegurando al lector que, durante los diez años que tomé opio espaciadamente, disfruté siempre de un bienestar excepcional al día siguiente de permitirme este placer.
En cuanto al embotamiento que, según se dice, sigue o más bien (si hemos de creer a las muchas imágenes de turcos comedores de opio) acompaña a la práctica de comer opio, también lo niego. El opio está clasificado, por supuesto, entre los estupefacientes y al cabo puede tener, en cierta medida, efectos de esta clase, pero sus efectos primordiales son siempre excitar y estimular el sistema en el más alto grado; durante mi noviciado la primera fase de su acción duraba más de ocho horas, de modo que la culpa será del propio comedor de opio si no gradúa la dosis (para hablar en términos médicos) en forma tal que todo el peso de la influencia estupefaciente recaiga en sus horas de sueño. Al parecer los turcos que comen opio son tan absurdos que se quedan sentados, como si fuesen estatuas ecuestres, en troncos de madera tan estúpidos como ellos. A fin de que el lector juzgue el grado en que el opio puede enajenar las facultades de un inglés, describiré (para tratar la cuestión por vía ilustrativa y no argumentativa) la manera como yo mismo pasaba una tarde de opio en Londres entre los años 1804 y 1812. Como se apreciará, no cabe decir que el opio me incitase a buscar la soledad ni mucho menos la inactividad o ese lánguido volverse sobre sí mismo que se atribuye a los turcos. Con mi relato corro el riesgo de pasar por un entusiasta o visionario enloquecido, pero esto me importa muy poco: quiero recordar al lector que durante el resto del tiempo me hallaba dedicado a mis estudios, por cierto muy severos, y que al igual que cualquiera tenía pleno derecho a divertirme de cuando en cuando, aunque me lo permitía muy raras veces.
El desaparecido duque de [Norfolk] solía decir: «El próximo viernes, con la bendición del cielo, tengo intención de emborracharme»; de modo semejante yo fijaba por anticipado el número de veces dentro de un plazo determinado, así como las fechas exactas, en que me permitiría una orgía de opio. Por lo general esto sucedía, como máximo, una vez cada tres semanas, ya que entonces no me hubiera atrevido a pedir diariamente (como después lo hice): «un vaso de láudano negus, caliente y sin azúcar». No, como he dicho, era muy raro en esa época que bebiera láudano más de una vez cada tres semanas. Elegía siempre, por principio, la noche del martes o del sábado y mi razón para ello era la siguiente: esos días cantaba en la Opera la Grassini y su voz era la más deliciosa de cuantas haya escuchado nunca. Hace siete u ocho años que no he vuelto al Teatro de la Opera e ignoro en qué estado se hallará ahora, pero por ese entonces era, con mucho, el lugar público de Londres en que podía pasarse más agradablemente una velada. La entrada de galería costaba cinco chelines y en ella se estaba expuesto a menos molestias que en las plateas de los teatros; la orquesta se distinguía, por su sonido tan dulce y melodioso, de las demás orquestas inglesas cuya composición, he de confesarlo, no es grata a mis oídos por el predominio de los instrumentos estridentes y la casi absoluta tiranía del violín. Los coros eran divinos y dudo que al entrar al paraíso de los comedores de opio ningún turco sintiera jamás la mitad del placer que yo sentía cuando aparecía la Grassini en un interludio, como ocurría a menudo, y vertía su alma apasionada en el papel de Anditómaca ante la tumba de Héctor, etc. Pero en verdad hago demasiado honor a esos bárbaros al suponerlos capaces de cualquier placer que se aproxime a los goces intelectuales de un inglés. En efecto, la música es un placer intelectual o sensual, de acuerdo con el temperamento de quien la escucha. Dicho sea de paso, con excepción de una página de espléndida fantasía en la Noche de Reyes, la única observación acertada sobre el tema de la múscia que recuerdo en toda la literatura es un pasaje de la Religio Medici2, de sir T. Browne, notable sobre todo por su carácter sublime aunque no sin valor filosófico, ya que apunta a la teoría más cierta de los efectos musicales. El error de la mayoría de las gentes consiste en creer que se comunican con la música por los oídos y por tanto que perciben sus efectos en actitud meramente pasiva. No es así: el placer se construye por reacción de la mente ante los avisos del oído (la materia viene de los sentidos, la forma de la mente) lo cual explica que dos personas de oído igualmente bueno pueden tener pareceres muy distintos. Ahora bien, como en general el opio aumenta mucho la actividad de la mente, por fuerza aumentará también el modo particular de dicha actividad, que nos permite construir con la materia prima del sonido orgánico un refinado placer intelectual. Pero me dice un amigo, para mí la sucesión de notas musicales es, como una serie de caracteres arábigos, no me inspira ideas de ninguna clase. ¿Ideas, mi querido señor? No es el momento de tenerlas: todas las ideas que surgen en tales casos disponen del idioma de los sentimientos representativos. Mas por ahora el tema se aparta de mis propósitos; baste decir que la complicada armonía de un coro, etc., desplegaba ante mí, como en un tapiz, toda mi vida pasada, no evocada por un acto de la memoria sino presente y encarnada en la música: ya sin dolor para mí, suprimidos o bien confundidos en una brumosa abstracción los detalles de sus incidentes y las pasiones exaltadas, espiritualizadas, sublimadas. Todo esto podía ser mío por cinco chelines. Además de la música de la escena y la orquesta, en los intermedios de la función escuchada a mi alrededor la música de la lengua italiana hablada por mujeres italianas, pues la galería estaba casi siempre llena de gentes de Italia a quienes yo escuchaba con la misma delicia que sentía Weld el viajero al oír en el Canadá las dulces risas de las indias; cuanto menos entendemos un idioma más sensibles somos a lo melodioso o lo áspero de sus sonidos, y en esto me aprovechaba saber tan poco italiano ya que era incapaz de hablarlo, lo leía a duras penas y no comprendía ni la décima parte de las conversaciones. LIMBRICK.
Estos eran mis placeres de la Opera: tenía además otro placer que, como sólo estaba a mi alcance los sábados por la noche, entraba a veces en pugna con mi afición a la ópera, puesto que por entonces se cantaban óperas los martes y sábados. Me temo que al describirlo seré algo oscuro, aunque puedo asegurar al lector que no lo seré más que Marino en su vida de Proclo o que muchos otros autores famosos de biografías y autobiografías. Este placer, como he dicho, sólo era posible el sábado por la noche. ¿Por qué la noche del sábado significaba para mí algo más que la de cualquier otro día? Si no tenía labores de las que descansar, ni salario que recibir ¿qué podía importarme la noche del sábado, como no fuera una invitación para escuchar a la Grassini? Tienes razón, lógico lector: lo que dices es irrefutable. Y no obstante sucedía, y sucede, que los sentimientos de las distintas personas van por distintos caminos, y en tanto que la mayoría demuestra el interés que le inspiran los pobres expresando, de una u otra manera, compasión ante sus penas y desgracias, por esos tiempos yo me inclinaba a expresar mi interés compartiendo sus placeres. Poco antes había visto demasiado de cerca los dolores de la pobreza, hasta tal punto que prefería no acordarme de ellos, pero siempre es grato contemplar los placeres del pobre, los consuelos de su espíritu, el descanso de sus rudas fatigas. La noche del sábado es para los pobres el momento principal, regular y periódico, del reposo: en esto se unen las sectas más hostiles para reconocer un vínculo común de fraternidad: casi toda la Cristiandad descansa de sus labores. Es un descanso que sirve de introducción a otro descanso, y un día entero y dos noches lo separan de la reanudación del trabajo. Por ello siempre me ha parecido, al llegar la noche del sábado, que yo también quedo liberado del yugo del trabajo, cobro un salario y disfruto de las delicias del reposo. En ese entonces, llevado por la intención de asistir en lo posible a un espectáculo por el que sentía tan plena simpatía, era frecuente que los sábados por la noche, después de tomar opio, me echase a caminar, sin fijarme en la dirección ni en la distancia, hacia los mercados y otros lugares de Londres donde acuden los pobres la noche del sábado para gastar su dinero. Me he detenido a escuchar a muchas familias, formadas por un hombre, su mujer y a veces uno o dos de sus hijos, mientras consultaban su presupuesto, el peso de su bolsa o el precio de los artículos domésticos. Poco a poco me fui familiarizando con sus deseos, sus dificultades y sus opiniones. A veces oía murmullos de descontento pero más a menudo veía en los rostros y escuchaba en las palabras expresiones de paciencia, esperanza y serenidad. En términos generales soy de opinión de que, al menos en este aspecto, los pobres son mucho más filósofos que los ricos, puesto que se resignan antes y con mejor ánimo a lo que consideran como pérdidas irreparables o males sin remedio. Cada vez que se me presentaba la oportunidad o que podía hacerlo sin pasar por entrometido me unía a la partida para dar mi parecer sobre el tema en debate y, aunque mi intervención no fuese siempre atinada, siempre era recibida con indulgencia. Su los jornales habían aumentado o se esperaba que aumentasen un poco, si el pan de cuatro libras había bajado de precio o estaban a punto de bajar las cebollas y la mantequilla, me sentía contento; si ocurría lo contrario encontraba en el opio medios de consolarme. Pues el opio (como la abeja, que extrae indiscriminadamente sus materiales de las rosas y del hollín de las chimeneas) puede imponerse a todos los sentimientos y someterlos a la clave dominante. En algunas de estas caminatas recorrí grandes distancias, ya que el comedor de opio es demasiado feliz para notar el paso del tiempo. A veces, en mis intentos de navegar de vuelta a casa con arreglo a los principios náuticos, fijando la mirada en la estrella polar y buscando ambiciosamente el paso del Noroeste en lugar de circunnavegar todos los cabos y puntas que doblara en mi viaje de salida, terminaba por tropezarme con los más arduos problemas en forma de callejuelas intrincadas, entradas misteriosísimas y calles sin salida, que eran como enigmas de la esfinge que hubiesen burlado la audacia de los mozos de cuerda y confundido el intelecto de los cocheros. Casi me persuadía por momentos de ser el primero en descubrir algunas de esas terrae incognitae y dudaba de que figurasen en los mapas modernos de Londres. Por todo esto habría de pagar un precio elevadísimo años después, cuando el rostro humano tiranizó mis sueños y las perplejidades de mis pasos por Londres regresaron para asediarme mientras dormía con la sensación de perplejidades morales o intelectuales que trajeron consigo desconcierto a la razón, angustia y remordimiento a la conciencia.
Como puede apreciarse, el opio no produce necesariamente inactividad o embotamiento y, por el contrario, me llevó muchas veces a mercados y teatros. A pesar de ello estoy dispuesto a admitir lealmente que los mercados y los teatros no son el lugar más apropiado para el comedor de opio que se halla en el grado más divino que alcanza su deleite. En ese estado las multitudes son intolerables y hasta la música se vuelve demasiado sensual y grosera: por inclinación natural busca la soledad y el silencio, condiciones indispensables de los trances y ensoñaciones profundísimas que son la corona y consumación de lo que puede hacer el opio por la naturaleza humana. De mí cabe decir que mi enfermedad consistió en meditar demasiado y observar demasiado poco, y cuando ingresé a la universidad estuve a punto de sumirme en una honda melancolía por elmucho cavilar en los sufrimientos de que fuera testigo en Londres, aunque tenía lo bastante presente la tendencia de mis propios pensamientos como para esforzarme en lo que estuviese a mi alcance por contrarrestarla. Era, en verdad, como el personaje de la antigua leyenda que entra a la caverna de Trofonio; los remedios que me impuse consistían en obligarme al trato con los demás y mantener mi inteligencia ocupada en todo momento con cuestiones científicas. Estoy seguro de que sin estos remedios me habría hundido en una melancolía de hipocondríaco. Sólo años después, cuando mi alegría quedó más plenamente restablecida, cedí a mi inclinación natural a la vida solitaria. Para entonces el opio provocaba en mí un estado de ensoñación y más de una vez, sentado frente a una ventana abierta sobre el mar que divisaba una milla más abajo, y sobre la gran ciudad de L[iverpool], a una distancia semejante, pasé noches enteras de verano, desde el atardecer hasta el alba, perfectamente inmóvil y sin ningún deseo de moverme.
Me acusarán de misticismo, Behmenismo, quietismo, etc., pero eso me tiene sin cuidado. Sir H. Vane, el joven, fue uno de nuestros hombres más sabios: que mis lectores comprueben en sus obras filosóficas si es menos místico que yo. Añadiré que muchas veces me ha ocurrido pensar que, en sí misma, la escena era en cierta medida característica de lo que sucedía durante la ensoñación. La ciudad de L[iverpool] representaba la tierra con sus dolores y tumbas, dejada atrás aunque no perdida de vista ni enteramente olvidada. El océano de movimiento eterno y sosegado, sobre el que se cernía una quietud de paloma, podía representar con justicia la mente y la sensación que la embargaba. Por primera vez sentía como si estuviese lejos del estruendo de la vida, indiferente a él; como si el tumulto, la fiebre y la lucha se interrumpiesen, y se me concediera una tregua a las penas secretas del corazón, un sábado de calma, un descanso en mis trabajos. Aquí las esperanzas que florecen en los caminos de la vida se reconciliaban con la paz de la tumba; el movimiento de la inteligencia era incesante como el de los cielos y una calma alciónica aplacaba todas las ansiedades, una tranquilidad que no parecía fruto de la inercia sino resultado de vastos antagonismos en equilibrio: actividades infinitas, infinito reposo.
¡Oh justo, sutil y poderoso opio! que a los corazones de ricos y pobres, a las heridas que no cierran y a «los tormentos que tientan al espíritu con la rebelión» traes un bálsamo que apacigua: opio elocuente que con tu fuerte retórica deshaces las victorias de la ira; que durante una noche devuelves al culpable las esperanzas de la juventud y le lavas la sangre de las manos; y al hombre orgulloso concedes un breve olvido de

Males sin remedio y ofensas sin venganza;

que convocas a la cancillería de los sueños, para los triunfos de la inocencia perseguida, testigos falsos, confundes al perjuro y revocas la sentencia del juez prevaricador; que construyes en el seno de la oscuridad, con la imaginería fantástica del cerebro, ciudades y templos que no alcanzó el arte de Fidias y Praxiteles, superiores en esplendor a Babilonia y Hekatómpylos, y de «la anarquía del profundo sueño» devuelves a la luz del sol las mejillas de muchachas hace tiempo sepultadas, los rostros benditos del hogar limpios de «los deshonores de la tumba». Sólo tú haces estos regalos al hombre y posees las llaves del Paraíso, ¡oh justo, sutil y poderoso opio!
Introducción a los dolores del opio
Lector cortés y, espero, indulgente (todos mis lectores han de ser indulgentes, pues de no ser así temo que he de escandalizarlos demasiado para contar con su cortesía) que me has acompañado hasta ahora, permíteme rogarte que te adelantes unos ocho años, o sea de 1804 (en que, como tengo dicho, se inició mi relación con el opio) a 1812. Pasaron los años de vida universitaria y casi los he olvidado; la gorra de estudiante ya no me oprime las sienes y, si todavía existe, ha de cubrirse con ella algún joven humanista a quien quisiera tan feliz como yo y con el mismo amor apasionado por el conocimiento. A estas alturas mi túnica se hallará en la condición de muchos miles de excelentes volúmenes de la Bodleiana que examinan con diligencia polillas y gusanos estudiosos, o habrá ido a parar (nada más sé de su destino) a ese gran depósito de alguna parte donde se encuentran todas las tazas, teteras, cajas de té, etc. (para no hablar de recipientes aún más frágiles como vasos o garrafas, etc.) cuyo parecido ocasional con la presente generación de tazas, etc., me recuerda que una vez fui dueño de tales posesiones, si bien, al igual que la mayoría de los doctos togados de ambas universidades, sospecho que sólo podría ofrecer una historia oscura y conjetural de su desaparición y destino último. La persecución de la campana que a las seis de la mañana sonaba en la capilla su importuno llamado a maitines ya no interrumpe mi sueño: murió el portero que la tocaba, sobre cuya hermosísima nariz (bronce con incrustaciones de cobre) escribí en represalia tantos epigramas griegos mientras me vestía, y ha dejado de molestar a la gente: y yo, y muchos otros, que tanto sufrimos con sus inclinaciones tintinabulantes, hemos convenido en pasar por alto sus errores y perdonarlo. Hasta la campana me inspira hoy sentimientos caritativos: supongo que aún repica, como entonces, tres veces al día, y sin duda molesta cruelmente a muchos dignos caballeros y perturba su tranquilidad de espíritu, pero, por mi parte, ya no escucho en este año de gracia de 1812 su voz traicionera (traicionera la llamo, ya que por refinada malignidad hablaba en tonos dulces y argentinos como si nos estuviera invitando a una fiesta); en verdad su sonido no tiene fuerza para alcanzarme, ni siquiera con ayuda de los vientos más favorables a que aspire la perversidad de la propia campana, pues me encuentro a 250 millas de distancia, sepultado en lo más hondo de la sierra. ¿Y qué es lo que hago en la sierra? Tomar opio. Sí, pero ¿qué más? Lector, en 1812, año al que hemos llegado, así como durante los años que lo precedieron estoy dedicado a estudiar la metafísica alemana en las obras de Kant, Fichte, Schelling, etc. ¿Y cómo, y de qué manera, vivo? En suma, ¿a qué clase o grupo de hombres pertenezco? En este período, es decir en 1812, vivo en una pequeña casa de campo, con una sola sirvienta (honni soit qui mal y pense) que mis vecinos conocen por mi «ama de llaves». En mi calidad de estudioso y de persona que ha recibido una educación ilustrada, y en tal sentido un caballero, me atrevo a considerarme como miembro indigno de esa clase indefinida que forman los caballeros. En parte, quizá, por estas razones, y en parte porque no tengo oficio ni beneficio conocido, se piensa con razón que vivo de mis rentas; así lo creen mis vecinos y, conforme a los usos de urbanidad de la Inglaterra moderna, recibo en la correspondencia, etc., el título de esquire, aunque mucho me temo que, en rigurosa heráldica, mis pretensiones a honor tan distinguido sean escasas. Sí, la voz popular declara que soy X. Y. Z. esquire, pero no juez de paz ni Custos Rotulorum. ¿Me he casado? Todavía no. ¿Sigo tomando opio? Los sábados por la noche. ¿Y acaso lo he tomado sin la menor vergüenza a partir del «domingo lluvioso», el «augusto Panteón» y el «beatífico boticario» de 1804? Así es. ¿Y cómo me encuentro de salud después de tanto comer opio, en una palabra, cómo me siento? Bastante bien, lector, muchas gracias; como dicen las señoras que están de parto: «tan bien como puede esperarse». Más aún, si debo confesar la pura verdad, lo cierto es que, aunque conforme a las teorías de los médicos debería haber estado enfermo, en mi vida me sentí mejor que durante la primavera de 1812 y espero muy sinceramente, amable lector, que todo el clarete, el Oporto y el «Madeira especial» que, con toda probabilidad, has bebido o piensas beber en un plazo de ocho años de tu vida natural, no afecte más a tu salud de lo que afectó a la mía tomar opio los ocho años que median entre 1804 y 1812. Aquí compruebas nuevamente lo peligroso que es seguir en cuestiones médicas el consejo del Anastasio; es muy probable que en teología o en derecho sea un consejo de fiar, pero no en medicina. No: vale mucho más consultar al Dr. Buchan; por mi parte así lo hice, no eché en saco roto la magnífica sugerencia de un hombre tan sabio y puse «especial cuidado en no tomar más de veinticinco onzas de láudano». A esta moderación, a un uso tan morigerado del artículo, cabe atribuir, supongo, que por lo menos hasta el momento (es decir, hasta 1812) no conozca, y ni tan siquiera sospeche, los terrores que guarda el opio para vengarse de quienes abusan de su condescendencia. Al mismo tiempo no hay que olvidar que he sido siempre un comedor de opio dilettante: aun el haber practicado el opio durante ocho años, con la única precaución de ir dejando cada vez intervalos suficientes, no ha bastado para convertirlo en elemento indispensable de mi régimen cotidiano. Ahora viene una época distinta. Te ruego, lector, que pases al año 1813. Durante el verano del año que acabamos de abandonar mi salud seresintió mucho como consecuencia de un estado de angustia que, a su vez, se debió a un acontecimiento muy lamentable. En vista de que dicho acontecimiento no tiene otra relación con el tema que ahora me ocupa, aparte de haber provocado la enfermedad, no será necesario que me refiera a él con más detalle. Ignoro si la enfermedad de 1812 influyó en la de 1813; lo cierto es que este último año empecé a padecer de una molestísima irritación del estómago, enteramente semejante a la que tanto me hiciera sufrir en mi juventud, acompañada por una reanudación de todos los antiguos sueños. Puede decirse que, en lo que respecta a mi justificación, todo lo que ha de seguir depende de este momento de mi relato. Aquí me enfrento a un intrincado dilema: o bien agotaré la paciencia del lector narrando mi enfermedad y mis esfuerzos por curarme con los detalles que sean necesarios para convencerlo de que me era imposible seguir luchando con la irritación y el dolor incesantes; o, de otra parte, si no me detengo en este momento crítico de la historia, perderé la ventaja que sería dejar en el lector una impresión más fuerte y me expondré a una falsa interpretación de los hechos, según la cual fui avanzando, con los pasos fáciles y graduales de las personas sin voluntad, de la primera a la última fase en la costumbre de comer opio (y en vista de lo que ya he confesado, la mayoría de los lectores estarán secretamente predispuestos a tal error). Este es el dilema: el primero de sus cuernos bastaría para coger y echar por tierra a toda una columna de lectores pacientes, aunque formaran de dieciséis en fondo y constantemente acudiesen nuevas huestes al relevo: no cabe pensar en ello. Lo único que me queda es postular lo que sea necesario para mi propósito. Te ruego, amable lector, que tengas fe en lo que digo como si lo hubiese demostrado a costa de tu paciencia y de la mía. No seas tan poco generoso como para negarme tu aprecio a causa de mi propio comedimiento y de mi respeto por tu tranquilidad. No; cree todo lo que te pido, o sea que no era posible resistir más; créelo con liberalidad, en un acto de gracia, o bien por simple prudencia, ya que de no ser así en la próxima edición, corregida y aumentada, de mis Confesiones del Opio, te obligaré a creer y a temblar y, à force d'ennuyer, a pura fuerza de bostezos, aterraré a mis lectores para que no vuelvan a atreverse nunca a poner en tela de juicio una aseveración que yo tenga a bien formular.
Esto, permíteme repetirlo, es lo que afirmo: que cuando comencé a tomar opio todos los días no podía hacer otra cosa. El que más tarde me fuera posible liberarme del hábito, aun cuando me parecía que todos mis esfuerzos serían inútiles, y el que muchos de los innumerables esfuerzos que en realidad hice pudieran llevarse más adelante, o el que mis graduales reconquistas del terreno perdido debieron ser más enérgicas —todas estas son cuestiones que no he de tratar—. Tal vez podría alegar circunstancias atenuantes, pero —¿hablaré con toda sinceridad?— confieso que siempre fue mi punto débil ser demasiado eudemonista: tengo un deseo excesivo de felicidad para mí y para los demás, no puedo enfrentarme al sufrimiento —propio o ajeno— con ojo bastante firme, y soy muy poco capaz de soportar el dolor presente pensando en futuros beneficios. En otras cosas puedo estar de acuerdo con los caballeros de la Bolsa de Algodón de Manchester3 y afectar la filosofía estoica, pero no en esto. Aquí me tomo las libertades de un filósofo ecléctico y busco una secta delicada y civil que transija mejor con la fragilidad del comedor de opio, «hombres apacibles para dar la absolución» —como dice Chaucer— que tengan conciencia de las penitencias que infligen y de los esfuerzos de abstinencia que reclaman a pobres pecadores como yo. Un moralista inhumano me es tan insoportable, en mi espiado de nervios, como el opio sin hervir. En todo caso, quien me invite a despachar una carga de sacrificios y mortificaciones en un crucero de perfeccionamiento moral habrá de probarme claramente que la empresa tiene esperanzas de éxito. No cabe suponer que a mi edad (treinta y seis años) me sobra mucha energía; de hecho, creo que es muy poca la que me queda para las labores intelectuales que traigo entre manos; nadie se imagine que con unas cuantas palabras duras me asustará tanto como para hacerme embarcar una parte de ella en desesperadas aventuras de moralidad.
Desesperados o no, mis esfuerzos de 1813 terminaron de la manera que he mencionado y a partir de entonces el lector debe considerarme un comedor de opio habitual y confirmado, a quien preguntarle un día cualquiera si ha comido opio es como preguntarle si los pulmones han respirado o el corazón ha cumplido con sus funciones. Ahora comprendes, lector, lo que soy y puedes darte cuenta que ningún viejo caballero de «barba blanca como la nieve» tendrá la más remota posibilidad de convencerme de que renuncie al «pequeño receptáculo dorado de la perniciosa droga». No: aviso a todos, moralistas o médicos, cualesquiera sean sus pretensiones o habilidades en sus respectivos ramos, que no deben esperar favor alguno de mi parte si pretenden comenzar con una salvaje propuesta de una Cuaresma o Ramadán de abstinencia de opio. Quede esto bien entendido entre nosotros y en adelante navegaremos viento en popa. Ahora bien, lector, te ruego que te pongas de pie en 1813, donde nos hemos sentado a perder el tiempo, ponte de pie, te lo ruego, y camina unos tres años más. Levanta el telón y me encontrarás transformado en un nuevo personaje.
1 Entre el gran rebaño de viajeros, etc., cuya estupidez indica de modo sufíciente que nunca tuvieron relación alguna con el opio, debo advertir en particular a mis lectores contra el brillante autor de Anastasio. El ingenio de este caballero nos haría presumir que estamos ante un comedor de opio, pero es imposible considerarlo como tal en vista de lo torcidamente que describe sus efectos en las págs. 215-17 del vol. I. Pensándolo bien, aparte de los errores a que hago referencia y que él adopta (entre otros) de la manera más completa, tendrá que reconocer que un anciano caballero de «barba blanca como la nieve» que consume «abundantes dosis de opio» y, sin embargo, es capaz de ofrecer graves consejos (dados y recibidos como tales) acerca de las nefastas consecuencias de dicha práctica no constituye una prueba muy convincente de que el opio provoque la muerte prematura o abra las puertas del manicomio. Por mi parte, sé muy bien lo que se trae entre manos el viejo caballero y adivino sus intenciones: lo cierto es que estaba enamorado del «pequeño receptáculo dorado de la perniciosa droga» que Anastasio llevaba consigo, y la manera más fácil y segura de apoderarse de ella que se le ocurrió fue volver loco de terror a su propietario (quien, dicho sea de paso, no era, para comenzar, persona muy sensata). Mi comentario arroja nueva luz sobre el caso y mejora mucho el cuento, ya que el discurso del caballero es ridículo en tanto que lección de farmacia, pero como broma a Anastasio resulta excelente.
2 No tengo a mano el libro para consultarlo en este momento, pero cred que el pasaje comienza: «Y aún esa música de taberna que alegra a unos y enarl dece a otros, a mí suele inspirarme un rapto de profunda devoción», etc.


3 Un elegante gabinete de lectura en el que, a mi paso por Manchester, me acogieron muy cordialmente varios caballeros de esa ciudad, se llama, creo, El Pórtico. Siendo extranjero en Manchester deduje que los suscriptores querían proclamarse discípulos de Zenón. Sin embargo, desde entonces me han asegurado que me equivocaba.

domingo, 5 de agosto de 2018

Thomas de Quincy. Confesiones de un comedor de opio inglés. Fragmento 4).


Me demoro en el tema porque para mí el recuerdo de esa época de mi vida tiene profundo interés. Pero no daré al lector más causas de queja y me apresuro a terminar. En el camino entre Slough y Eton me quedé dormido y al romper el alba me despertó la voz de alguien que estaba de pie a mi lado, mirándome. No sé quién era; tenía mala catadura, lo cual no significa por fuerza que sus intenciones fueran malas, o si lo eran supongo que se dijo que no valía la pena robar a nadie que duerme al aire libre en pleno invierno. Ahora me permito señalarle, si se encuentra entre mis lectores, que en lo que a mí respecta esta última conclusión era equivocada. Después de unas palabras siguió su camino y a mí no me pesó el incidente puesto que me permitió atravesar Eton antes que la gente estuviese en pie. La noche había sido fría y nublada; al amanecer cayó una ligera escarcha y el suelo y los árboles se cubrieron de hielo. Pasé por Eton inadvertido, me lavé y arreglé mis ropas, en lo posible, en una pequeña taberna de Windsor y a eso de las ocho de la mañana me encaminé a Pote's. Antes de llegar me encontré con unos alumnos de los primeros años a quienes hice unas preguntas: un etoniano es siempre un caballero y, a pesar de mis prendas tan raídas, me respondieron cortésmente. Mi amigo Lord [Altamont] había partido a la Universidad de [Cambridge]. «Ibi omnis effusus labor!» Tenía otros amigos en Eton, pero quien se halla en apuros no se presenta de buena gana a todos los que en la prosperidad se llaman amigos suyos. Tras pensarlo un instante pregunté por el conde de D[esart] ante quien no tenía reparo en presentarme en cualquier circunstancia, por más que mi relación con él no fuese tan íntima como con algunos otros amigos. Todavía se encontraba en Eton si bien creo que a punto de salir para Cambridge. Fui a verlo, me recibió amablemente y me invitó a desayunar con él.
Aquí me permito detenerme un momento para evitar que mi lector llegue a conclusiones falsas: si bien he tenido ocasión de referirme de paso a varios amigos aristócratas, no debe suponerse que tengo la menor pretensión de ser noble o de sangre ilustre. No es así, a Dios gracias: soy hijo de un comerciante inglés común y corriente, estimado mientras vivió por su integridad ejemplar, gran aficionado al ejercicio literario (como que fue, anónimamente, autor de un libro); de haber vivido hubiera llegado a ser muy rico, pero al morir prematuramente dejó sólo unas 30.000 libras a siete herederos distintos. Me honro al mencionar las dotes aún mayores de mi madre; no ha aspirado nunca al título ni a los honores de la literata, pero me atrevo a llamarla una mujer intelectual (lo que no son muchas literatas) y creo que si un día se reuniesen y publicasen sus cartas se encontraría en ellas un buen sentido fuerte y masculino, expresado en un inglés tan castizo, tan lleno de la gracia y frescura del uso idiomático como puede hallarse en cualquiera de nuestras colecciones de cartas, con la posible excepción de las de Lady M. W. Montagu. Estos son los honores de mi ascendencia; no tengo otros y he dado sinceras gracias a Dios por no tenerlos ya que, a mi juicio, una posición que eleva demasiado al hombre por encima del prójimo no es la más favorable para las cualidades morales o intelectuales.
Lord D[esart] puso ante mí el más espléndido desayuno. En verdad lo era y a mis ojos su esplendidez se triplicaba por ser la primera comida normal, la primera «mesa bien provista» a la que me sentaba después de meses. Sin embargo, por raro que parezca, apenas probé bocado. El día que recibí el billete de diez libras había comprado un par de bollos en una panadería: la misma tienda, por cierto, que dos meses o seis semanas antes contemplara con deseo tan intenso que recordarlo me era casi una humillación. Tenía presente la historia de Otway y temí que fuera peligroso comer con demasiada rapidez. Mas no tenía por qué alarmarme, había perdido el apetito y sentí náuseas antes de comer la mitad de lo que había comprado. Durante semanas me ocurrió lo mismo cada vez que tomaba algo que se pareciese a una comida: aunque no sintiera náuseas devolvía siempre parte de lo que había comido, a veces con una sensación de acidez y otras de inmediato y sin acidez alguna. En la presente ocasión, sentado a la mesa de Lord D[esart], no me encontré mejor que de costumbre y en medio de los más sabrosos manjares no sentí el menor apetito. En cambio, no me dejaba ni un momento, para mi desgracia, un vivo deseo de beber vino; expliqué mi situación a Lord D[esart] y le hice un breve relato de los males por que había pasado, y él, tras escucharme con compasión, ordenó que trajesen vino. Beber me daba placer y alivio momentáneos y no dejaba de hacerlo cada vez que se me presentaba la ocasión; entonces adoraba el vino como luego he adorado el opio. Estoy convencido de que esta afición al vino contribuyó a agravar mi enfermedad ya que, si bien el tono del estómago parecía muy decaído, es probable que con un régimen mejor me recobrara antes y quizá con mayor seguridad. Espero que no fuese el amor al vino lo que me hizo demorarme en compañía de mis amigos de Eton: yo me convencí entonces de que lo hacía por no pedirle a Lord D[esart], con quien no tenía suficiente confianza, el favor tan especial que me había traído a Eton. De otra parte me resistía a dar por perdido el viaje y acabé por decidirme. Lord D[esart] me había acogido con una bondad sin límites por la compasión que le inspiraba mi estado y por la íntima amistad que me unía con parientes suyos, no porque examinase con rigor la razón que me asistía, pero no estuvo a la altura de mi petición. Reconoció que no le gustaba tener ningún trato con prestamistas y expresó el temor de que una transacción de esta clase llegase a oídos de sus relaciones. Por lo demás, siendo sus expectativas mucho más restringidas que las de Lord A[ltamont], dudaba que a mis no bautizados amigos les bastara su firma. Tampoco deseaba mortificarme con una negativa absoluta y, tras pensarlo un poco, me prometió que me daría su garantía con arreglo a ciertas condiciones. Lord D[esart] no había cumplido entonces dieciocho años: al recordar la prudencia y buen sentido que demostró en esta oportunidad, así como la cortesía de su trato (cortesía que en él se iluminaba con la gracia de la sinceridad juvenil) he dudado muchas veces que un hombre de estado —aun el más viejo y avezado en la diplomacia— hubiera podido portarse mejor en tales circunstancias. Más aún, en casi todos los casos no sería posible presentarse a alguien con una propuesta semejante sin ganarse una mirada tan adusta y poco propicia como la de esas cabezas de sarracenos que cuelgan a la puerta de las posadas.
Animado por esta promesa, que no era lo mejor que hubiese podido desear aunque sí mucho más de lo peor que había imaginado, regresé en coche de Windsor a Londres tres días después de mi partida. Llego ahora al final de mi historia: los judíos no accedieron a las condiciones de Lord D[esart]; no sé si sólo querían ganar tiempo para hacer averiguaciones y hubiesen terminado por aceptarlas; surgieron muchas demoras, pasó el timpo, el pequeño fragmento de billete que me restaba acabó por disolverse enteramente y me vi a punto de recaer en mi anterior estado de postración sin haber logrado cerrar ningún trato. De pronto, en medio de esta crisis, se presentó casi por accidente la posibilidad de reconciliarme con mis amigos. Salí apresuradamente de Londres para dirigirme a un remoto rincón de Inglaterra; pasado cierto tiempo ingresé en la universidad y sólo después de muchos meses me fue posible visitar de nuevo los lugares que habían llegado a ser tan entrañables para mí, y hasta el día de hoy lo siguen siendo, ya que fueron el principal escenario de mis desventuras juveniles.
Entretanto ¿qué había ocurrido con la pobre Ann? He guardado para ella mis últimas palabras: tal como lo habíamos convenido, mientras estuve en Londres la busqué todos los días y fui a esperarla cada noche a la esquina de la calle Titch-field. Pregunté por ella a todo el que podía conocerla y durante las últimas horas de mi estancia en Londres puse en juego todos los medios de encontrarla que me sugería mi conocimiento de la ciudad y me permitía el alcance limitado de mis posibilidades. Conocía la calle, aunque no la casa, donde había vivido Ann, pero al cabo recordé que, según me contara, el propietario la trataba mal, por lo que probablemente se había mudado antes de separarnos. Ann tenía pocas relaciones y, por lo demás, casi todas las personas a las que acudí pensaban que el fervor de mi búsqueda se debía a razones que les inspiraban risa o menosprecio; otros, creyéndome a la caza de una muchacha que me había robado algo, se negaban, como es natural y disculpable, a darme cualquier indicio de su paradero si es que acaso podían dármelo. Por último, a modo de recurso desesperado, el día que dejé Londres puse en manos de la única persona que (estoy seguro) conocía de vista a Ann, ya que nos acompañó una o dos veces, las señas de…… en ……shire, donde entonces residía mi familia. Pero hasta hoy no he oído una palabra de ella. Entre las muchas penas que todos encontramos en la vida ésta ha sido mi más honda aflicción. Si vive no hay duda que a veces nos hemos buscado en el mismo instante a través de los poderosos laberintos de Londres; tal vez hemos estado a pocos pasos uno del otro; ¡no es más ancha la barrera en una calle de Londres y muchas veces equivale a la separación por toda la eternidad! Durante años tuve esperanza de que viviera y supongo que, en el sentido literal y no retórico de la palabra miríada, puedo decir que en mis distintas visitas a Londres he mirado muchas miríadas de rostros de mujeres con la esperanza de encontrarla. La reconocería entre mil con sólo verla un instante pues, aunque no era hermosa, tenía una expresión de dulzura y un gracioso porte de cabeza que le era propio. La busqué, he dicho, con esperanza. Así fue durante años pero ahora tendría miedo de verla: y su tos, que me entristeció al separarme de ella, es ahora mi consuelo. Ya no quiero verla: prefiero pensar en ella como alguien que descansa desde hace tiempo en la tumba; en la tumba, espero, de una Magdalena arrebatada antes de que los agravios y la crueldad borrasen y transfigurasen su naturaleza inocente o que las brutalidades de los rufianes completasen la ruina que habían empezado.
Parte II
Así pues, calle Oxford, ¡madrastra de corazón de piedra! Tú que escuchaste los suspiros de los huérfanos y bebiste las lágrimas de los niños, al cabo fui despedido de tu presencia, llegó por fin el momento en que no volvería a recorrer lleno de angustia tus aceras interminables, en que ya no soñaría ni me despertaría otra vez en el cautiverio de los tormentos del hambre. Sin duda, Ann y yo tuvimos demasiados sucesores que desde entonces marcharon sobre nuestras huellas, herederos de nuestras calamidades: otros huérfanos que no eran Ann suspiraron, otros niños vertieron lágrimas, y tú, calle Oxford, resonaste desde entonces con los gemidos de innumerables corazones. Pero en mi caso se diría que la tempestad a que sobreviví trajo consigo una promesa de buen tiempo y que con mis sufrimientos prematuros pagué por adelantado el rescate de muchos años por venir y el precio de una larga inmunidad al dolor, y si volví a caminar por la calle de Oxford, solitario, contemplativo, fue casi siempre sereno y con el corazón en calma. Y aunque es cierto que las desgracias de mi noviciado de Londres se arraigaron tan hondamente en mi constitución física que más tarde brotaron y florecieron otra vez, follaje nocivo cuya sombra oscureció mi vida, estos segundos asaltos del sufrimiento encontraron una fortaleza más probada, los recursos de una inteligencia más madura y los paliativos de un afecto compadecido, hondo y tiernísimo.
Sin embargo, cualesquiera fuesen los paliativos, los vínculos sutiles del dolor, derivados de una raíz común, unieron entre sí años que estaban muy separados. Aquí propondré un ejemplo de la ceguera de los deseos humanos y es que la primera vez que viví, tan tristemente, en Londres, las noches de luna solía ser mi consuelo (si tal puede llamarse) mirar desde la calle de Oxford en dirección de todas las avenidas sucesivas que atraviesan el corazón de Marylebone hasta llegar a los campos y los bosques; allá, me decía a mí mismo viajando con los ojos por los amplios panoramas en parte iluminados y en parte en sombra, «allá está el camino del norte que lleva a……, y si tuviese las alas de la paloma hacia allá volaría en busca de consuelo». Esto es lo que me decía, esto es lo que deseaba en mi ceguera; y sin embargo en esa misma región del norte, en ese mismo valle —¡qué digo!—, en la misma casa a que apuntaban mis deseos extraviados, surgieron por segunda vez mis sufrimientos y amenazaron sitiar la ciudadela de la vida y la esperanza. Allí me persiguieron durante años fantasmas tan atroces, como los que rodeaban el lecho de Orestes y en algo fui más desgraciado que él, pues el sueño que a todos trae descanso y refrigerio derramó un bálsamo bendito1 sobre su corazón herido y su cerebro alucinado, y para mí, fue el más amargo de los flagelos. Tan ciego era en mis deseos; pero si en verdad se interpone un velo entre la ignorancia del hombre y sus futuros desastres, el mismo velo oculta también lo que será su consuelo, y el dolor que no se temió encuentra el alivio que no se esperaba. Yo compartía, por así decirlo, todas las congojas de Orestes (con la única excepción de su conciencia atormentada) y compartí también sus defensas: como las suyas, mis Euménides se apostaron a los pies de la cama y clavaron en mí los ojos a través de los cortinajes; pero junto a la almohada, renunciando al sueño para acompañarme noche a noche en las duras vigilias, velaba mi Electra: tú, querida M., querida compañera de esos años, tú fuiste mi Electra y no permitiste que una hermana griega fuese más que una esposa inglesa en la lealtad del corazón ni en la infinita paciencia del afecto. No tuviste en poco inclinarte a los humildes oficios de la bondad y a las atenciones serviles2 del cariño más tierno, y enjugar el rocío malsano de la frente o refrescar los labios resecos que ardían de fiebre; y ni siquiera cuando perdiste la tranquilidad de tus propios sueños —que por la mucha lástima se contagiaron ante el espectáculo de mi lucha terrible con fantasmas y sombras enemigas que tantas veces me ordenaron «no duermas»—, ni siquiera entonces hubo en ti una queja o un murmullo, ni cesaron tus sonrisas angelicales, ni te retrajiste al servicio del amor más de lo que en otro tiempo se retrajera Electra. Pues también ella, aunque griega e hija del rey de hombres3, lloraba a veces y ocultaba el rostro en la túnica4.
Pero estas penas han pasado: el lector tiene ante sí la relación de una época que para nosotros dos fue tan dolorosa como la leyenda de un sueño horrible que ya no volverá. Entre tanto he venido otra vez a Londres: otra vez recorro por las noches la calle de Oxford; a menudo, cuando me abruman las ansiedades que sólo puedo resistir acudiendo a toda mi filosofía y al consuelo de tu presencia, advierto que me separan de ti trescientas millas y tres meses de tristeza, miro las avenidas que van de la calle de Oxford hacia el norte, recuerdo las angustiadas exclamaciones de mi juventud y, al pensar que aguardas sola en el mismo valle, señora de la misma casa a la que hace diecinueve años se volvía mi corazón en su ceguera, me digo que aunque en verdad ciegos y en los últimos tiempos lanzados a todos los vientos, los impulsos de mi corazón se hunden en un pasado más remoto y cabe buscar en ellos otro sentido; y si me permitiera retornar a los deseos impotentes de la infancia, me diría otra vez mientras miro hacia el norte: «Oh, quién tuviera las alas de la paloma», y con certera confianza en la bondad de tu naturaleza llena de gracia podría añadir la otra mitad de mi antigua exclamación: «para volar hacia allá en busca de consuelo».
Los Placeres del Opio
Hace tanto tiempo que probé por primera vez el opio que si este hecho fuera en mi vida un incidente sin importancia habría olvidado la fecha; pero los acontecimientos decisivos no se olvidan y, por circunstancias relacionadas con el caso, sé que ello debió ocurrir durante el otoño de 1804. Me hallaba entonces en Londres, adonde venía por primera vez desde que ingresara a la universidad. Mi introducción al opio sucedió de la manera siguiente. Desde temprana edad estaba acostumbrado a lavarme la cabeza con agua fría por lo menos una vez al día; una noche sentí un violento dolor de muelas que atribuí al haber interrumpido, por simple accidente, dicha práctica; salté de la cama, hundí la cabeza en una jofaina de agua y me eché a dormir con el cabello mojado. Casi no hace falta decir que la mañana siguiente desperté con agudísimos dolores reumáticos en la cabeza y en la cara, que no me dejaron un instante de alivio durante veinte días. Creo que el vigésimo-primer día, un domingo, salí a la calle más para huir de mis tormentos, si acaso era posible, que con ningún propósito definido. Un conocido de la universidad, encontrado por azar, me recomendó el opio. ¡Opio! ¡Temible agente de placeres y sufrimientos inimaginables! Había oído hablar del opio como del maná o la ambrosía pero nada más. ¡Qué poco sentido tenía entonces su nombre! ¡Qué solemnes acordes hace resonar ahora en mi alma! ¡Cómo se estremece el corazón con recuerdos amargos o felices! Al evocar estos recuerdos siento que las más leves circunstncias relativas al lugar, la hora y el hombre (si era un hombre) que me condujeron por primera vez al Paraíso de los comedores de opio tienen una importancia mística. Era una tarde de domingo húmeda y triste; no hay en el mundo espectáculo más aburrido que un domingo lluvioso de Londres. El camino a casa pasaba por la calle de Oxford y cerca del «augusto Panteón» (como ha tenido la amabilidad de llamarlo el Sr. Wordsworth) vi la tienda de un boticario. El boticario, ministro inconsciente de placeres celestiales, estaba en armonía con el domingo lluvioso, pues parecía todo lo aletargado y estúpido que cabe esperar de cualquier boticario mortal un domingo, y cuando le pedí tintura de opio me la dio como podía haberlo hecho cualquier otra persona; aún más, al cambiarme una moneda de un chelín me entregó lo que parecía ser un verdadero medio penique de cobre, que sacó de un verdadero cajón de madera. Sin embargo, a pesar de tales indicios de humanidad, perdura desde entonces en mi memoria como la visión beatífica de un boticario inmortal enviado a la tierra en misión especial ante mi persona. Confirma mi modo de pensar el hecho de que, la siguiente vez que vine a Londres, lo busqué cerca del augusto Panteón y no logré encontrarlo; con lo cual a mí, que ignoraba su nombre (si es que lo tenía), me quedó la impresión de que se había desvanecido de la calle de Oxford y no retirado de ella de manera material. El lector, si así lo prefiere, puede suponer que posiblemente se trataba tan sólo de un boticario sublunar; bien pudiera ser, pero mi fe es superior: creo que se esfumó5 o se evaporó, tan poco dispuesto estoy a poner en relación cualquier recuerdo mortal con esa hora, ese lugar y esa criatura que por vez primera me dieron a conocer la droga celestial.
Como es de suponer, al llegar a casa no perdí un momento en tomar la cantidad prescrita. Naturalmente, nada sabía del arte y misterio del opio y lo que tomé lo tomé con todas las desventajas posibles. Pero lo tomé, y, una hora más tarde, ¡oh cielos!, ¡qué cambio tan repentino!, ¡cómo se elevó, desde las más hondas simas, el espíritu interior!, ¡qué apocalipsis del mundo dentro de mí! Que mis dolores se desvanecieran fue, a mis ojos, una insignificancia: este efecto negativo se hundía en la inmensidad de los efectos positivos que se abrían ante mí, en el abismo de divino deleite súbitamente revelado. Esta era la panacea —el (texto griego)— de todos los males humanos; aquí estaba, descubierto de un golpe, el secreto de la felicidad sobre el que disputaron los filósofos a través de las edades; la felicidad podía comprarse por un penique y llevarse en el bolsillo del chaleco, los éxtasis portátiles encerrarse con un corcho en una botella de medio litro, la paz del alma transportarse por galones en coches de correo. Pero si hablo de esta manera el lector creerá que me estoy riendo, y puedo asegurarle que n^die ríe mucho tiempo si frecuenta el opio: sus placeres tienen un carácter grave y solemne; ni siquiera en su estado más feliz puede presentarse al comedor de opio como un modelo del Allegro: aun entonces habla y piensa como conviene a Il Penseroso. Sin embargo, tengo la costumbre, por cierto muy censurable, de andar con burlas en medio de mis propias desgracias y, si no me refrenan otros sentimientos más intensos, mucho me temo que me haré culpable de práctica tan indecente aun en estos anales del dolor y la delicia. Sea el lector indulgente ante lo débil de mi naturaleza y, con unas pocas concesiones de esta clase, trataré de ser tan grave, ya que no tan soporífico, cual corresponde al tema del opio, que es en verdad antimercurial aunque no adormecedor como falsamente se le considera.
Para empezar, una palabra en cuanto a sus efectos corporales, ya que acerca de todo lo hasta ahora escrito sobre el opio por los viajeros que han recorrido Turquía (quienes pueden reclamar el privilegio de mentir como un derecho antiguo e inmemorial) o los profesores de medicina que hablan ex cathedra he de pronunciar, con el mayor énfasis posible, una sola crítica: ¡Mentiras! ¡Mentiras! ¡Mentiras! Recuerdo que en una ocasión, al pasar ante un puesto de libros, leí estas palabras en las páginas de un autor satírico: «Para entonces me había convencido de que los periódicos de Londres dicen la verdad dos veces por semana, a saber: el martes y el jueves, y que se puede tener fe en ello —cuando publican la lista de quiebras.» De manera semejante, no pretendo negar que se hayan comunicado al mundo algunas verdades en lo que respecta al opio: por ejemplo, los doctores han declarado en varias oportunidades que el opio es de color castaño oscuro y —dejo constancia de ello— estoy dispuesto a admitirlo; en segundo lugar, afirman que es más bien caro y también lo concedo, ya que en mi tiempo el opio de las Indias Orientales costaba tres guineas por libra y el de Turquía ocho; y, en tercer lugar, advierten que si lo come usted en grandes cantidades, muy probablemente se verá obligado a hacer algo que resulta en extremo desagradable a toda persona de costumbres morigeradas, o sea morirse6. Estas ponderosas afirmaciones, todas y cada una de ellas, son ciertas; no puedo negarlas y la verdad ha sido y será siempre digna de elogio. Creo, sin embargo, que con estos tres teoremas hemos agotado todos los conocimientos que el hombre ha acumulado hasta ahora acerca del opio. Por lo tanto, ilustres doctores, en vista de que todavía hay lugar para nuevos descubrimientos, háganse ustedes a un lado y permítanme presentarme a disertar sobre el tema.
En primer lugar, todo el que formal o incidentalmente toca la cuestión ni siquiera se molesta en afirmar, sino que da por sentado, que el opio es, o puede ser, causa de embriaguez. Ahora bien, lector, puedes estar seguro, meo periculo, que ninguna cantidad de opio embriagó ni puede embriagar nunca a nadie. En cuanto a la tintura de opio (comúnmente llamada láudano) eso sí que puede embriagar, ciertamente, si alguien tiene bastante resistencia como para bebería en cantidades suficientes; ¿por qué? Por la cantidad de alcohol y no por el opio que contiene. En cambio afirmo de modo perentorio que el opio crudo no puede producir en absoluto ningún estado corporal que se parezca remotamente al que produce el alcohol: es incapaz de ello no sólo en cuanto al grado sino también en cuanto a la clase de los efectos: lo que difiere no es sólo la cantidad sino sobre todo la calidad. El placer que da el vino va siempre en aumento y tiende a una crisis, pasada la cual declina; el del opio, una vez generado, se mantiene estacionario durante ocho o diez horas; el primero, según la distinción técnica utilizada en medicina, es un placer agudo, el segundo es crónico; el primero es una llama, el otro un resplandor constante y uniforme. Pero la diferencia principal estriba en esto, que mientras el vino desordena las facultades mentales, el opio, por el contrario (si se toma de manera apropiada), introduce en ellas el orden, legislación y armonía más exquisitos. El vino roba alj hombre el dominio de sí mismo; el opio, en gran medida, lo fortalece. El vino perturba y oscurece el juicio y da una claridad sobrenatural y una exaltación muy vívida a los desprecios y admiraciones, amores y odios de bebedor; el opio, en cambio, imparte serenidad y armonía a todas las facultades, sean activas o pasivas, y con respecto al carácter, y los sentimientos morales en general, comunica tan sólo esa especie de calor vital que la razón aprueba y que probablemente acompañó siempre a toda constitución dotada de una salud primitiva y antediluviana. El opio, al igual que el vino, acrece en el corazón los afectos más benignos, pero con esta diferencia notable, que la súbita expansión de la cordialidad que acompaña a la embriaguez es siempre más o menos sensiblera, lo cual la expone al menosprecio de los espectadores. Aquí será el estrecharse la mano, el jurarse amistad eterna y el echarse a llorar, aunque nadie sepa por qué: el predominio de la criatura sensual es evidente. En cambio, la expansión de los sentimientos benévolos característica del opio no es un acceso febril, sino una saludable restauración al estado que la mente recobra de modo natural al suspenderse cualquier honda irritación de dolor que altere y contrarreste los impulsos de un corazón de por sí justo y bueno. Cierto es que también el vino, en algunas personas y hasta cierto punto, tiende a exaltar y fortalecer la inteligencia; yo mismo, que nunca he sido gran bebedor de vino, encontraba que media docena de vasos afectaban para bien mis facultades, aclaraban e intensificaban la sensibilidad y daban a la mente la sensación de ser «ponderibus librata suis»: y sin duda es absurdo decir, como en la expresión popular inglesa, que alguien está disfrazado por el vino cuando, por ell contrario, la mayoría de los hombres están disfrazados por la sobriedad y sólo al beber muestran su verdadero carácter, (texto griego) (como dice el viejo caballero de Ateneo) lo cual seguramente no es difrazarse. Pero el vino suele llevar al borde del desvarío y la extravagancia y, pasado cierto límite, volatiliza y dispersa las energías intelectuales, mientras que el opio parece siempre sosegar lo que estaba agitado y concentrar lo discorde. En suma, para decirlo todo en una palabra, el hombre que está embriagado o que tiende a la embriaguez se halla, y siente que se halla, en unas condición que favorece la supremacía de la parte meramente humana, y a menudo brutal, de su naturaleza, en tanto que el comedor de opio (hablo de aquel que no sufre de ninguna enfermedad ni de otros efectos remotos del opio) siente que en él predomina la parte más divina de su naturaleza: los afectos morales se encuentran en un estado de límpida serenidad y sobre todas las cosas se dilata la gran luz del intelecto majestuoso.
1 Φιλον υπνη θελyητρον επικουρον νοσον.
2 ηδυ δουλευμα.  EURIP.  Orest.
3 αναξανδρων ’Αyαμεμνων.
4 ομμα θεισ’ ειτω πεπλων. El conocedor de los clásicos sabe que en todo este pasaje me refiero a las primeras escenas de Orestes, una de las más bellas exposiciones de los efectos familiares que ofrecen los dramas de Eurípides. Tal vez sea preciso advertir al lector inglés que, al comenzar el drama, la situación es la de la de un hermano a quien sólo asiste su hermana mientras dura la posesión demoníaca de una conciencia afligida (o, en la mitología de la pieza, mientras lo asedian las furias) en circunstancias de inminente peligro a causa de sus enemigos y del abandono o indiferencia de quienes eran amigos tan sólo de nombre.

5 Se esfumó: esta manera de retirarse de la escena de la vida parece haber sido muy conocida en el siglo xvn, aunque entonces se consideraba como un j privilegio privativo de la sangre real y en modo alguno permitido a los boticarios. En efecto, alrededor del año 1686, un poeta de nombre más bien ominoso (que, dicho sea de paso, hizo entera justicia a su nombre) i.e. el Sr. Flat-man, al hablar de la muerte de Carlos II, expresa su sorpresa ante el hecho de que un príncipe cometa un acto tan absurdo como morir, y añade:

Desdeñen morir los reyes, sólo desaparezcan.

o sea, que deben fugarse sigilosamente al otro mundo.



6 Se diría, no obstante, que últimamente la gente más enterada abriga ciertas dudas al respecto, ya que en una edición pirata de la Medicina Doméstica, de Buchan, vista una vez en manos de la mujer de un agricultor que la consultaba por cuestiones de salud, se hace decir al doctor: «Póngase especial cuidado en no tomar nunca más de veinticinco onzas de láudano al mismo tiempo.» Lo más probable es que el texto original dijera veinticinco gotas, que equivalen a alrededor de un gramo de opio crudo.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

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