martes, 24 de julio de 2018

John Cleland Fanny Hill PRIMERA CARTA (Fragmento).



John Cleland

Fanny Hill






PRIMERA CARTA



Señora:
Tomo la pluma para daros una prueba innegable de que considero vuestros deseos como órdenes. Entonces, y por desagradable que sea mi tarea, volveré a recordar esas escandalosas etapas de mi vida, de las que ya he salido, para disfrutar de todas las bendiciones que pueden otorgar el amor, la salud y la fortuna; estando aún en la flor de la juventud, y no siendo demasiado tarde para emplear los ocios que me proporcionan mi gran fortuna y prosperidad, cultivando mi entendimiento, cuya naturaleza no es vil, y que ha ejercitado, aun dentro del torbellino de placeres relajados en el que me vi envuelta, más observaciones sobre los caracteres y las costumbres mundanas de lo que es frecuente entre las que practicaban mi desgraciada profesión, quienes contemplan todo pensamiento o reflexión como su principal enemigo, los mantienen a la mayor distancia posible ó los destruyen sin piedad.
Odiando mortalmente todo prefacio innecesariamente largo, no os haré perder más vuestro tiempo y no intentaré disculparme; preparaos para ver la parte libertina de mi vida, escrita con la misma libertad con que la llevé.
¡Verdad! La verdad cruda y desnuda es la palabra, y no me tomaré el trabajo de arrojar ni un velo de gasa sobre ella, sino que pintaré las situaciones tal como aparecieron naturalmente ante mí, sin cuidarme de infringir esas leyes de la decencia que nunca se aplicaron a unas intimidades tan candorosas como las nuestras, ya que vos tenéis demasiado entendimiento y demasiado conocimiento de los mismos originales para desdeñar remilgadamente a sus retratos. Los hombres más grandes, los que tienen gustos más refinados e influyentes, no tienen escrúpulos en adornar sus habitaciones privadas con desnudos, aunque se pliegan a los prejuicios vulgares y piensan que no serían un decorado decente en sus escalinatas o en sus salones.
Habiendo sentado estas premisas más que suficientes, me lanzo de cabeza en mi historia personal. Mi nombre de soltera era Frances Hill. Nací en un pueblecito cercano a Liverpool, en Lancashire, de padres muy pobres y creo, piadosamente, extremadamente honestos.
Mi padre, que había quedado baldado de las piernas, no podía realizar las faenas más laboriosas del trabajo del campo y, tejiendo redes, aseguraba su magra subsistencia que no mejoraba mucho porque mi madre mantuviera una escuela para niñas de la vecindad. Habían tenido varios hijos, pero ninguno vivió mucho, aparte de mí, que recibí de la naturaleza una constitución perfectamente sana.
Mi educación, hasta los catorce años, fue de las más vulgares; leía o más bien deletreaba, escribía con letra ilegible y bordaba torpemente; eso era todo. Y el fundamento de mi virtud no era más que una total ignorancia del vicio y la cautelosa timidez que caracteriza a nuestro sexo en esa tierna etapa de la vida, cuando los objetos alarman o atemorizan más que nada por su novedad.
Claro que este temor se cura con frecuencia, a expensas de la inocencia, cuando la señorita, gradualmente, logra no mirar a un hombre como a una criatura de presa que va a devorarla.
Mi pobre madre había dividido tan completamente su tiempo entre sus pupilos y sus pequeñas tareas domésticas que había dedicado muy poco a mi instrucción, ya que por su propia inocencia de toda maldad, nunca pensó ni remotamente en preservarme de ella.
Estaba yo por cumplir quince años cuando sufrí la peor de las desgracias, perdiendo a mis tiernos y cariñosos padres que me fueron arrebatados por la viruela con pocos días de diferencia; mi padre murió antes, apresurando así el fin de mi madre, y dejándome huérfana y sin amigos, ya que mi padre se había afincado allí accidentalmente y era originario de Kent. La cruel enfermedad que había sido tan fatal para ellos también me había atacado, pero con síntomas tan suaves y favorables que pronto quedé fuera de peligro y —cosa que no aprecié enteramente en aquellos momentos— sin ninguna marca. Omitiré referir aquí la pena y la aflicción que naturalmente sentí en una ocasión tan melancólica. Pasó algún tiempo y el atolondramiento de la edad disipó prontamente mis reflexiones sobre la irreparable pérdida, pero nada contribuyó tanto a reconciliarme con ella como las ideas que de inmediato me metieron en la cabeza de ir a Londres a servir, en lo que una tal Esther Davis me prometió ayuda y consejo, ya que había venido a ver a sus amigos y, después de unos días, debía retornar a su colocación.
Como ahora ya no me quedaba nadie vivo en el pueblo, nadie que se preocupara por lo que pudiera sucederme o que pusiera peros a este proyecto, y como la mujer que cuidaba de mí desde la muerte de mis padres más bien me animaba a seguir adelante, pronto tomé la resolución de lanzarme al ancho mundo y dirigirme a Londres para hacer fortuna, una frase que, por cierto, ha arruinado a más aventureros de ambos sexos, provenientes del campo, que los que se beneficiaron de ella.
Tampoco Esther Davis se privó de hacerme reflexionar, animándome a aventurarme con ella, aguijoneando mi curiosidad infantil con los hermosos espectáculos que se podían ver en Londres: las Tumbas, los Leones, el Rey, la Familia Real, las maravillosas funciones de teatro y ópera; en una palabra, todas las diversiones que podía esperar quien estaba en su situación; sus detalles hicieron dar vueltas a mi cabecita.
Tampoco puedo recordar sin reírme la inocente admiración, no desprovista de una pizca de envidia, con la que nosotras, chicas pobres cuyos vestidos para ir a la iglesia no superaban las camisas de algodón basto y las faldas de paño, admirábamos los vestidos de satín de Esther, sus cofias ribeteadas con una pulgada de encaje, sus vistosas cintas y sus zapatos con hebillas de plata; imaginábamos que todo eso crecía en Londres e influyó grandemente en mi determinación de tratar de obtener mi parte.
Sin embargo, la idea de llevar consigo a una mujer del pueblo, fue motivo de poca monta para que Esther se comprometiera a hacerse cargo de mí durante mi viaje a la ciudad, pues, según me dijo con su estilo peculiar, «muchas chicas del campo hicieron fortuna para ellas y sus familias, ya que preservando su virtud, algunas habían hecho tan buenas relaciones con sus amos que se habían casado con ellos, y ahora tenían carruajes y vivían a lo grande y felizmente, y hasta algunas habían llegado a ser duquesas; la buena estrella lo era todo y ¿por qué yo no?», añadiendo otras historias con la misma finalidad, que me pusieron ansiosa de iniciar ese prometedor viaje y de dejar un lugar que, aunque fuera aquel donde había nacido, no contenía parientes que pudiese extrañar y se me había vuelto insoportable a causa del cambio de los tiernos usos por la fría caridad con que se me recibía, aun en la casa de la única amiga de la que podía esperar cuidados y protección. Sin embargo, fue tan justa conmigo como para convertir en dinero las fruslerías que me quedaron después de saldar las deudas y los entierros, y en el momento de la partida puso en mis manos toda mi fortuna, que consistía en un magro guardarropas, guardado en una caja muy portátil y ocho guineas con diecisiete chelines de plata, metidos en una cajita de muelle, que eran el tesoro más grande que jamás hubiese visto y que me parecía imposible se pudiera gastar enteramente. Por cierto que estaba tan poseída por el júbilo de ser dueña de una suma tan inmensa, que presté muy poca atención al buen consejo que se me dio junto con ella.
Entonces, Esther y yo tomamos plazas en el coche de postas de Londres. Pasaré por alto la poco interesante escena de la despedida en la que dejé caer algunas lágrimas, mezcla de pena y alegría. Por las mismas razones de insignificancia, me saltaré todo lo que me sucedió en el camino, como el carretero que me miraba empalagosamente y las trampas que me tendieron algunos de los pasajeros, que fueron evitadas gracias a la vigilancia de Esther, quien, para hacerle justicia, cuidó maternalmente de mí, al mismo tiempo que me cobraba su protección obligándome a hacerme cargo de los gastos del camino, que sufragué con la mayor alegría, sintiendo que aún estaba en deuda con ella.
Por cierto que se cuidó de que no nos estafaran ni cobraran con exceso y también de comportarse lo más frugalmente posible, la prodigalidad no era su vicio.
Llegamos a la ciudad de Londres bastante tarde, una noche de verano, en nuestro medio de transporte, lento, pese a que seis caballos tiraban de él. Mientras pasábamos por las anchas calles que llevaban a nuestra posada, el ruido de los coches, las prisas, las multitudes de peatones, en una palabra, el nuevo paisaje de tiendas y casas me agradó y me asombró al tiempo.
Pero imaginad mi mortificación y mi sorpresa cuando llegamos a la posada y nuestras cosas fueron bajadas y entregadas y mi compañera de viaje y protectora, Esther Davis, que me había tratado con tierna solicitud durante el viaje y no me había preparado con ningún signo precursor del golpe abrumador que estaba por recibir, cuando, como digo, mi única amiga en este extraño lugar, asumió conmigo un tono extraño y frío, como si temiera que me convirtiera en una carga para ella.
Entonces, en vez de prometerme que continuarían su asistencia y sus buenos oficios, con los que yo contaba y que nunca había necesitado tanto, pareció considerarse, en apariencia, dispensada de sus compromisos para conmigo por haberme traído, sana y salva hasta el final del viaje, y pareciéndole que su proceder era natural y ordenado, comenzó a besarme para despedirse mientras yo me sentía tan confundida, tan herida que no tuve el espíritu ni la sensatez suficientes como para mencionar las esperanzas que había puesto en su experiencia y en su conocimiento del lugar donde me había traído.
Mientras yo me quedaba allí, estúpida y enmudecida, cosa que ella atribuyó, sin duda, tan sólo a la preocupación de la despedida, una idea me procuró, quizás, un ligero alivio al oírle decir que, ahora que habíamos llegado felizmente a Londres y que ella estaba obligada a volver a su colocación, me aconsejaba, sin ninguna duda, que yo también obtuviera una lo antes posible; que no debía atemorizarme ante esa idea, ya que había más colocaciones que iglesias; que me aconsejaba ir a una agencia de colocaciones y que si se enteraba de alguna cosa, me buscaría y me la comunicaría; que mientras tanto, debía buscar un alojamiento y comunicarle mis señas; que me deseaba buena suerte y esperaba que Dios me concediera la gracia de mantenerme siempre honesta y no ser la desgracia de mi familia. Con esto, se despidió de mí y me dejó como se dice en mis propias manos, con tanta ligereza como yo me había confiado a las suyas.
Cuando quedé sola, totalmente desamparada y sin amigos, comencé a sentir con amargura la severidad de esta separación, cuyo escenario había sido una pequeña habitación de la posada; en cuanto me volvió la espalda, la aflicción que sentía a causa de mi desvalida situación estalló en un río de lágrimas que aliviaron infinitamente la opresión de mi corazón, aunque aún seguía atónita y totalmente perpleja en lo que se refería a mi futuro.
La entrada de uno de los mozos acrecentó mi incertidumbre, al preguntarme secamente si necesitaba algo. A esto respondí inocentemente que no, pero que deseaba que me dijera dónde podría obtener una habitación para pasar la noche. Dijo que hablaría con su ama que por cierto vino, y me dijo en tono seco, sin interesarse por la inquietud que veía en mí, que podía tener una cama a cambio de un chelín y que, como suponía que tenía amigos en la ciudad (aquí suspiré profundamente, pero en vano), por la mañana podría arreglar mi situación.
Es increíble la pequeñez de los consuelos que la mente humana puede hallar en medio de una gran aflicción. La seguridad de tan sólo una cama donde descansar aquella noche calmó mis agonías, y sintiendo vergüenza de comunicar a la dueña de la posada que no tenía amigos a quienes recurrir en la ciudad, me propuse dirigirme, a la mañana siguiente, a una agencia de colocaciones, para lo que disponía de unas señas escritas en el reverso de una balada que me había dado Esther. Contaba con que allí me informarían sobre una colocación adecuada para una chica del campo, como yo, donde pudiera ganarme la vida antes de que mi pequeño capital se consumiera. En cuanto a las referencias, Esther me había repetido con frecuencia que podía contar con que ella las obtendría; por afectada que me hubiese sentido por su abandono, seguía contando con ella y comencé a pensar, afablemente, que su procedimiento era natural y que sólo mi ignorancia de la vida había hecho que yo lo considerara, al comienzo, bajo una luz desfavorable.
En consecuencia, a la mañana siguiente me vestí con todo el cuidado y el aseo que permitía mi rústico guardarropas y, después de dejar mi caja especialmente recomendada a la posadera, me aventuré sola, y sin encontrar más dificultades que las que pueden asaltar a una chica campesina de apenas quince años, para la que cada tienda era una trampa para los ojos, llegué a la deseada agencia de colocaciones.
Estaba dirigida por una mujer anciana que recibía a los parroquianos sentada frente a un libro, muy grande y ordenado, y varios rollos con señas de colocaciones.
Me dirigí entonces a este importante personaje, sin levantar los ojos ni observar a las personas que había a mi alrededor, que aguardaban allí con el mismo propósito que yo, y haciéndole una profunda reverencia me ingenié para tartamudear mis necesidades.
La señora, después de oírme, con toda la gravedad y el ceño fruncido de un ministro de Estado, y habiendo visto con una sola mirada quién era yo, no respondió, pero solicitó el chelín preliminar; al recibirlo me dijo que las plazas para criadas eran muy escasas, especialmente porque yo parecía algo delicada para los trabajos duros; pero que miraría en su libro y vería si podía hacer algo por mí. Me solicitó que esperara un poco, mientras despachaba a otros clientes.
Ante esto, retrocedí un poco, muy mortificada por una afirmación que conllevaba una incertidumbre fatal, incertidumbre que mis actuales circunstancias no me permitían soportar.
Finalmente, reuniendo mi coraje y buscando distraerme de mis desasosegados pensamientos, me aventuré a levantar un poco la cabeza y permití que mis ojos recorrieran la habitación, donde se encontraron de frente con los de una dama (porque así la juzgué, en mi extremada inocencia) que estaba sentada en un rincón, cubierta con un manto de terciopelo (nota bene: en pleno verano) y sin cofia; era muy gorda, rubicunda y cuando menos cincuentona.
Parecía que quería devorarme con los ojos, mirándome con fijeza de arriba abajo, sin cuidarse de la confusión y los rubores que me causaba su mirada fija, rubores y confusión que fueron, sin duda, mi mejor recomendación, pues le indicaban que yo era adecuada para sus propósitos. Después de un rato en el que examinó estrictamente mi aspecto, persona y figura que yo, por mi parte, procuré mejorar estirándome, irguiendo la cabeza y mostrando mi mejor aspecto, avanzó y me habló con mucha gravedad:
—¿Buscas una colocación, querida?
—Sí, si le place —le dije, mientras hacía una profunda reverencia.
Ante esto, me comunicó que ella misma había venido a la agencia a buscar una sirvienta; que creía que yo serviría, si aceptaba sus enseñanzas; que estaba dispuesta a considerar mi aspecto como recomendación; que Londres era un lugar vil y malvado; que esperaba que yo sería dócil y que me mantendría alejada de las malas compañías; en una palabra me dijo todo lo que una profesional de experiencia en la ciudad podía decir, que fue más de lo necesario para engañar a una ingenua e inexperimentada doncella campesina que temía convertirse en una vagabunda y, por lo tanto, debió aceptar la primera oferta de refugio, cuanto más si ésta venía de una dama tan grave y amatronada, como me aseguró mi imaginación que era mi nueva ama. Estaba siendo contratada ante las narices de la buena mujer que dirigía la agencia, cuyas astutas sonrisas y encogimientos de hombros no pude dejar de observar; inocentemente pensé que demostraban su complacencia porque había encontrado tan prontamente una colocación, pero como supe más tarde, esas viejas brujas se entendían muy bien y éste era un mercado al que la señora Brown, mi ama, concurría con frecuencia, a la caza de mercancías frescas que pudiesen ofrecerse para el uso de sus clientes y su propio provecho.
La señora estaba tan satisfecha con su ganga que, temiendo, según creo, que un buen consejo o algún accidente me apartaran de ella, me llevó solícitamente en un coche a mi posada donde reclamó mi caja y le fue entregada, gracias a mi presencia, sin que nadie pidiera explicaciones acerca del sitio donde me conducía.
Habiendo terminado con eso, ordenó al cochero que se dirigiera a una tienda en St. Paul Churchyard, donde compró un par de guantes que me entregó, renovando entonces sus órdenes al cochero para que nos condujera a su casa en la calle..., donde desembarcamos ante su puerta, luego de que yo fuera alegrada y animada durante el camino con los embustes más plausibles, en los que de cada sílaba sólo se podía concluir que yo había tenido la enorme buena suerte de caer en manos del ama más cariñosa, por no decir amiga, que el mundo entero podía proporcionarme; por tanto, atravesé su puerta con la más completa confianza y exaltación, prometiéndome que en cuanto estuviese un poco asentada, comunicaría a Esther Davis la extraordinaria fortuna que había tenido.
Podéis estar segura de que mi buena opinión acerca de mi empleo no disminuyó ante la aparición de un salón de estar, al que fui conducida y que me pareció magníficamente amueblado, a mí, que no había visto más salas que las comunes de las posadas del camino. Había dos espejos en los entrepaños de la pared y un aparador en el que brillaban unos platos, dispuestos para lucir; todo eso me persuadió de que debía haber entrado a servir en una familia muy reputada.
Aquí mi ama comenzó a representar su papel, diciéndome que debía ser alegre y libre con ella; que no me había tomado para ser una criada común, para realizar las faenas domésticas, sino para que fuera una especie de compañera para ella y que si yo me comportaba como una buena chica sería más que veinte madres para mí, a todo lo cual respondí sólo con las más profundas y torpes reverencias y unos pocos monosílabos como «¡sí!», «¡no!», «¡claro!»
Finalmente, mi ama hizo sonar la campanilla y entró la robusta doncella que nos había abierto la puerta.
—Martha —dijo la señora Brown—. Acabo de tomar a esta joven para que se cuide de mi ropa blanca, de modo que apresúrate y muéstrale su cuarto; te ordeno que la trates con tanto respeto como a mí, porque me gusta prodigiosamente y no sé qué no haría por ella.
Martha, que era una mala pécora y estaba habituada a esos fingimientos, la comprendió perfectamente, me hizo una especie de media reverencia y me pidió que subiera con ella; consecuentemente me enseñó una bonita habitación, luego de subir dos tramos de la escalera de atrás, en la que había una hermosa cama donde, según me dijo Martha, yo dormiría con una joven dama, una prima de mi ama que —me aseguró— sería muy bondadosa conmigo. Luego comenzó a alabar afectadamente a ¡su buena ama!, ¡su dulce ama! y ¡qué feliz era yo de haberla hallado! Yo no hubiese podido decirlo mejor. Añadió otras cosas del mismo estilo que hubiesen provocado las sospechas de cualquiera menos las de una tonta sin experiencia, para quien la vida era nueva y que tomó cada una de sus palabras tal como ella quiso que las tomara; vio con rapidez qué clase de agudeza era la mía y me midió perfectamente al silbar de modo que me sintiera complacida con mi jaula y no viera los barrotes.
En medio de estas falsas explicaciones acerca de la naturaleza de mis futuros servicios, nos llamaron nuevamente y fui introducida otra vez en el mismo salón, donde había una mesa tendida con tres cubiertos; ahora mi ama tenía consigo a una de sus chicas favoritas, una notable administradora de su casa cuyo oficio era preparar y domar a las potrancas jóvenes para que se avinieran a la montura. Por esta razón me fue adjudicada como compañera de cama y, para que tuviera mayor autoridad, se le confirió el título de prima, por parte de la venerable presidenta de ese colegio.
Aquí soporté un segundo examen que terminó con la completa aprobación de la señora Phoebe Ayres, que tal era el nombre de mi tutora, a cuyos cuidados e instrucciones fui afectuosamente recomendada.
La cena estaba ya en la mesa y, para continuar tratándome como a una compañera, la señora Brown, con un tono que no admitía discusión, dispuso prontamente de mis humildes y confusas objeciones acerca de la conveniencia de sentarme con su señoría, cosa que con mi humilde linaje me parecía no podía estar bien ni ser cosa natural.
En la mesa, la conversación fue mantenida por las, dos señoras y llevó consigo muchas expresiones de doble sentido, interrumpidas de tanto en tanto por bondadosas declaraciones dirigidas a mí, todas tendientes a confirmar y fijar mi satisfacción con mi presente condición; aumentarla, no podían, tan novicia era yo entonces.
Ahí se acordó que yo debía mantenerme en la parte alta de la casa y fuera del alcance de la vista durante unos pocos días, hasta que me procurasen las ropas adecuadas para el papel de acompañante de mi señora, observando mientras tanto que mucho dependería de la primera impresión que causara mi figura; como ellas pensaban, la perspectiva de cambiar mis vestidos aldeanos por atavíos londinenses hizo que la cláusula de confinamiento fuera bien digerida por mí. Pero la verdad era que la señora Brown prefería que no fuera vista ni hablara con nadie, ni con sus clientes ni con sus palomas (como llamaban a las chicas que les proporcionaba clientes hasta haberse asegurado un buen comprador para la virginidad que, al menos en apariencia, yo había traído para ponerla al servicio de su señoría.
Para ahorrar minutos que no tienen importancia dentro de mi historia, pasaré por alto el intervalo hasta la hora de ir a acostarse, durante el cual quedé cada vez más complacida con las perspectivas que se abrían ante mí de un servicio fácil con esta bondadosa gente y, después de la cena, fui llevada a la cama por la señorita Phoebe, quien observó en mí una cierta resistencia a desnudarme y cambiarme delante de ella, de modo que cuando la doncella se retiró, se acercó a mí y comenzó a desprender mi pañoleta y mi vestido y me alentó a que siguiera desnudándome. Sonrojándome aun porque me veía desnuda bajo mi camisa me apresuré a meterme bajo las mantas y fuera de la vista. Phoebe rió y no pasó mucho tiempo antes de que se tendiese a mi lado. Tenía unos veinticinco años, según sus sospechosos informes, en los que, por las apariencias, habían desaparecido unos buenos diez años; también había que tomar en cuenta los estragos que había realizado en su constitución una larga carrera de mercenaria que ya la había situado en esa rancia etapa en que las de su profesión se ven reducidas a hacer pasar a los visitantes en vez de recibirlos.
En cuanto esta preciosa sustituta de mi ama se hubo acostado, ella, que nunca dejaba pasar una ocasión de lujuria, se volvió hacia mí y me abrazó y besó afanosamente. Eso era nuevo y extraño para mí, aunque considerándolo un fruto de la pura bondad que, por lo que yo sabía, podía ser la moda en Londres, y con el propósito de no quedarme atrás, devolví el beso y el abrazo con todo el fervor de la perfecta inocencia.
Envalentonada con esto, sus manos se volvieron muy libres y recorrieron todo mi cuerpo con toques, apretones y presiones que más me entusiasmaron y sorprendieron por su novedad que me chocaron o alarmaron.
Las lisonjeras alabanzas que mezclaba con estos escarceos contribuyeron no poco a sobornar mi pasividad y como no conocía el mal, no lo temí especialmente de alguien que previno cualquier duda sobre su femineidad conduciendo mis manos hasta un par de pechos que colgaban blandamente, con un peso y volumen que distinguía su sexo de forma más que suficiente, para mí al menos, que nunca había hecho otra comparación...
Yo yacía allí, tan mansa y pasiva como ella deseaba, mientras sus libertades no me provocaban otras emociones que las de un extraño y, hasta ese momento, no experimentado placer. Cada una de mis partes estaba abierta y expuesta a las licenciosas rutas de sus manos que, como un fuego fatuo, recorrían todo mi cuerpo y deshelaban a su paso cualquier frialdad.
Mis pechos, si no es una metáfora demasiado audaz llamar así a dos montecillos firmes y nacientes que apenas habían comenzado a mostrarse y a significar algo para el tacto, ocuparon y entretuvieron durante un rato a sus manos hasta que, deslizándose hacia abajo, por un suave camino, pudo sentir el suave y sedoso plumón que había nacido unos pocos meses antes y que ornaba el monte del placer prometiendo esparcir un umbrío refugio sobre la sede de las sensaciones exquisitas que había sido, hasta ese momento, lugar de la más insensible inocencia. Sus dedos jugueteaban y trataban de enredarse en los brotes de ese musgo que la naturaleza ha destinado tanto al abrigo como al ornamento.
Pero, no contenta con esos sitios exteriores, ahora buscó el sitio principal y comenzó a retorcer, a insinuar y finalmente a forzar la introducción de un dedo en lo más vivo, de forma tal que si no hubiera procedido con una gradación insensible que me inflamó más allá del poder de la modestia, haciendo que no opusiera resistencia a sus progresos, hubiese saltado de la cama y gritado pidiendo auxilio ante sus extrañas embestidas.
En cambio, sus lascivos tocamientos encendieron un fuego nuevo que retozaba por todas mis venas y se fijaba con violencia en ese centro que le ha otorgado la naturaleza, donde ahora las primeras manos extrañas se ocupaban de tocar, apretar, cerrar los labios, abrirlos nuevamente, dejando un dedo dentro hasta que un «¡Oh!» hizo saber que me hacía daño donde la estrechez del pasaje intacto le negaba la entrada.
Mientras tanto, mis miembros extendidos y lánguidos mis suspiros y jadeos, conspiraban para asegurar a esa ramera llena de experiencia que yo me sentía más complacida que ofendida por sus acciones, que ella salpicaba con repetidos besos y exclamaciones como: «Oh, ¡qué encantadora criatura eres!... ¡Qué feliz será el primer hombre que te transforme en mujer!... ¡Oh! ¡Si yo fuera hombre!», y otras expresiones entrecortadas, interrumpidas por besos tan fieros y fervorosos como cualquiera de los que he recibido del otro sexo.
Por mi parte, estaba transportada, confundida y fuera de mí; sentimientos tan nuevos eran demasiado para mí. Mis ardientes y alarmados sentidos estaban en un tumulto que me robaba toda mi libertad de pensamiento; lágrimas de placer brotaban de mis ojos y aliviaban un poco el incendio que ardía en todo mi ser.
La misma Phoebe, la ramera de pura raza para quien todas las formas y recursos del placer eran conocidos y familiares, hallaba, aparentemente, en este ejercicio de su arte para domar jovencitas, la gratificación de uno de esos gustos arbitrarios que son totalmente inexplicables. No es que odiara a los hombres, ni que no los prefiriera a su propio sexo, pero cuando hallaba una ocasión como ésta, la saciedad de los placeres del camino trillado y quizás también una secreta parcialidad, la inclinaban a sacar el mayor placer posible, donde quiera que lo encontrara, sin distinción de sexos. Con ese propósito, la certeza de que con sus caricias me había inflamado lo suficiente para sus propósitos, bajó suavemente la ropa de cama y me vi extendida y desnuda, mientras me subía la camisa hasta el cuello, en tanto que yo no tenía la fuerza ni el sentido necesarios para oponerme a ello. Hasta mis sonrojos expresaban más el deseo que la modestia, mientras que la vela que había quedado encendida (sin duda, a propósito) iluminaba todo mi cuerpo.
—No —dice Phoebe—. Querida niña, no debes pensar en ocultarme todos esos tesoros. Mi vista debe recrearse tanto como mi tacto... Debo devorar con mis ojos ese pecho naciente... Soporta que lo bese... Aún no lo he mirado lo suficiente... Déjame besarlo una vez más... Qué carne blanca, firme y suave tienes aquí... Oh, déjame ver la pequeña, amada y tierna abertura... Esto es demasiado, ¡no puedo soportarlo!... Debo... Debo...
Aquí, tomó mi mano y en un transporte la llevó a donde fácilmente podréis suponer. Pero ¡qué diferencia en el estado de la misma cosa! Un amplio matorral de ásperos rizos denunciaban a la mujer adulta y completa. Y luego, la cavidad a la que guió mi mano la recibió fácilmente. En cuanto la sintió en su interior, se movió hacia adelante y hacia atrás con una fricción tan rápida que terminé por retirarla, mojada y pegajosa, tras lo cual Phoebe se compuso un tanto, y luego de dos o tres suspiros, de unos desgarradores ¡Oh! y un beso que pareció exhalar su alma a través de sus labios, volvió a cubrirnos con la ropa de cama. No diré qué placer había encontrado, pero sí sé que las primeras chispas incendiarias, las primeras ideas corrompidas, las cogí esa noche; y que el conocimiento y la comunicación con la maldad de nuestro propio sexo es, con frecuencia, tan fatal para la inocencia como todas las seducciones del otro. Pero sigamos. Cuando Phoebe recuperó la calma, que yo estaba muy lejos de disfrutar, me sondeó arteramente acerca de todos los puntos necesarios para dirigir los designios de mi virtuosa ama y, de mis respuestas, surgidas de mi genuina naturaleza, no tuvo razones más que para prometerse todo el éxito imaginable, siempre que dependiera de mi ignorancia, mi dulzura y el ardor de mi constitución.
Después de un prolongado diálogo, mi compañera de cama me dejó reposar y quedé dormida de puro cansancio, a causa de las violentas emociones que me había provocado; la naturaleza (que había sido agitada con demasiado fervor para no apaciguarse de alguna forma) me alivió por medio de uno de esos sueños lascivos cuyos transportes son apenas inferiores a los de los actos de la vigilia.

A la mañana siguiente desperté a eso de las diez, muy contenta y descansada. Phoebe se había levantado antes que yo y me preguntó bondadosamente cómo estaba, cómo había descansado y si estaba pronta para desayunar, evitando cuidadosamente, al mismo tiempo, aumentar la confusión que yo sentía al mirarla a la cara, insinuando algo sobre la escena nocturna en la cama. Le dije que si le complacía, me levantaría y emprendería cualquier tarea que le placiera encomendarme. Phoebe sonrió: luego la doncella trajo el té y yo terminaba de ponerme mis ropas cuando entró, contoneándose, mi ama. Yo esperaba que me dijera algo o me regañara por haberme levantado tan tarde, pero me llevé un agradable chasco cuando me cumplimentó por mi aspecto puro y fresco. Yo era «un pimpollo de hermosura» (ése era su estilo) «y cuánto me admirarían los más finos caballeros», a todo lo cual mis respuestas, os lo aseguro, no desmintieron mi buena crianza; fueron tan simples y tontas como ellas pudieran desear y sin duda, les proporcionaron mayor satisfacción que si hubiesen demostrado que yo había sido ilustrada por la educación y el conocimiento del mundo.
Fuente:

Título original: Fanny Hill

John Cleland, 1748

Traducción: Beatriz Podestá

Diseño de portada: Neslé Soulé

Editor digital: minicaja

(r1.1) Corrección de erratas: ars_obscura

(r1.1) Corrección de erratas: minicaja

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lunes, 23 de julio de 2018

Lewis Carroll El juego de la lógica.


Es frecuente que los lectores de «Alicia en el País de las Maravillas» y «A Través del Espejo» queden sorprendidos, como dicen que le sucedió a la reina Victoria, al averiguar que Lewis Carroll no era sino el sobrenombre literario de Charles Dogson (1832-1895), diácono de la Iglesia de Inglaterra, profesor de matemática y ciudadano de vida circunspecta y ordenada.
Son varias las interpretaciones ofrecidas para explicar las relaciones entre esas dos personalidades en apariencia tan alejadas. Para Alfredo Deaño, prologuista y organizador de este volumen, fue precisamente el campo de la lógica la encrucijada elegida por Dogson-Carroll para que la fabulación y las matemáticas llevaron a cabo la contradictoria tarea de aunar la ciencia del sentido y el flujo del sinsentido.
El juego de la lógica reúne pruebas para fundamentar esta hipótesis: en los capítulos tomados de los libros de lógica, la neurosis del victoriano conformista, transferida a las construcciones mentales, muestra como el rigor de la inferencia puede desembocar en la locura; en la paradoja de los tres peluqueros y el debate entre Aquiles y la tortuga, la mentalidad del matemático plantea con sorprendente lucidez algunos problemas claves de la lógica moderna.
Alfredo Deaño, (1944-1978) fue un filósofo y lógico español. Catedrático en la Universidad Autónoma de Madrid es autor de los libros de textos, paradigmas de análisis lógico, que sirvieron a numerosos alumnos, desde los años 70. Deaño es el traductor de esta obra y de la magistral Introducción, donde leemos:

Esta colección de textos es una muestra de esquizofrenia (en el sentido explicado en el apartado 1, sentido metafórico, y, por otra parle, etimológico). La ofrecemos en castellano con la esperanza de que les sea de alguna utilidad a los burgueses malpensantes que hayan elegido el camino de la carrollización.

Fuente:
Título original: The Game of Logic
Lewis Carroll, 1886
Traducción: Alfredo Deaño
Diseño de cubierta: ElyDaniel
Capitulares: ElyDaniel sobre alfabeto Pacioli
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2

domingo, 22 de julio de 2018

Lewis Carroll & Martin Gardner Alicia ANOTADA.



La presente edición es, sin lugar a dudas, la más importante realizada hasta la fecha, pues a las dos obras maestras de L. Carroll —y las no menos magistrales ilustraciones de Tenniel— han venido a unirse las notas y comentarios de Martin Gardner. El autor de esta edición anotada, columnista de Scientific American durante más de veinte años, matemático y ensayista original, era quizá, por su profesión y aficiones, la persona más apropiada para realizar esta labor, arrojando nueva y definitiva luz sobre un texto complicado pero delicioso. No en vano Charles Dodgson —o sea, L. Carroll—, fue también profesor de Lógica y Matemáticas, como el anotador, dejando en sus libros la huella inequívoca de su sutilísimo humor, entretejido de constantes combinaciones y variables imprevistos.
A la calidad de los textos, y al meticuloso cuidado con el que ha realizado su traducción Francisco Torres Oliver, viene por último a unirse la magnífica presentación de los textos e ilustraciones. Creemos que el conjunto constituye por todo ello una edición auténticamente imprescindible.



Introducción

Digamos para empezar, que una ALICIA anotada es algo absurdo. Gilbert K. Chesterton, al escribir en 1932 sobre el centenario del nacimiento de Lewis Carroll, expresaba su «miedo tremendo» a que el cuento de Alicia hubiese caído ya en las pesadas manos de los eruditos, y se estuviera volviendo «frío y monumental como una tumba clásica».

«¡Pobre, pobre Alicita!», se lamentaba G. K. Chesterton. «No sólo la han cogido y le han hecho recibir lecciones; la han obligado a imponer lecciones a los demás. Alicia es ahora no sólo una colegiala, sino una profesora. Las vacaciones han terminado y Dodgson es otra vez profesor. Habrá montones y montones de ejercicios de exámenes, con preguntas como éstas: 1) ¿Qué sabes sobre las siguientes expresiones: 'debirable', 'barrenar', 'ojos de abadejo', 'pozos de melaza', 'hermosa sopa'? 2) Consigna todas las jugadas de ajedrez que hay en A través del Espejo, y traza el diagrama. 3) Resume el método práctico del Caballero Blanco para abordar el problema social de los bigotes verdes. 4) Indica la diferencia entre Patachunta y Patachún».
Hay muchas razones para no tomar demasiado en serio el alegato de Chesterton. Ningún chiste resulta divertido, a menos que comprendamos su quid; y a veces ese quid necesita de una explicación. En el caso de ALICIA nos enfrentamos con un tipo de disparate muy extraño y complicado, escrito para lectores británicos de otro siglo, y necesitamos saber muchísimas cosas que no están en el texto si queremos captar todo su sabor y su gracia. Peor aún: algunos chistes de Carroll sólo podrían comprenderlos los residentes de Oxford; otros, más personales, las encantadoras hijas del decano Liddell nada más.
Lo cierto es que el disparate de Carroll no es tan casual y sin sentido como le parece al moderno niño americano que intenta leer los libros de ALICIA. Digo «intenta» porque ha pasado la época en que los menores de quince años, incluso en Inglaterra, podían leer ALICIA con el mismo placer que leen, digamos, El viento en los sauces o El mago de Oz. Hoy día los niños se sienten perplejos y a veces asustados ante la atmósfera pesadillesca de los sueños de Alicia. Sólo el hecho de que los adultos —científicos y matemáticos sobre todo— sigan disfrutando con los libros de Alicia les ha asegurado a éstos su inmortalidad. Así, pues, sólo a los adultos van dirigidas estas notas.
Hay dos tipos de notas que he tratado de evitar por todos los medios; no porque sean difíciles de elaborar o porque no deban hacerse, sino porque son tan sumamente fáciles que cualquier lector inteligente puede escribirlas por sí solo. Me refiero a las exégesis alegóricas y psicoanalíticas. Como Homero, la Biblia, y todas las demás grandes obras de fantasía, los libros de ALICIA se prestan fácilmente a todo tipo de interpretación simbólica, ya sea política, metafísica o freudiana. Algunos comentarios eruditos de este género que se han hecho son hilarantes. Por ejemplo, Shane Leslie, en su artículo «Lewis Carroll and the Oxford Movement» (publicado en el London Mercury, julio de 1933), dice haber descubierto en ALICIA una historia secreta de las controversias religiosas de la Inglaterra victoriana. El tarro de mermelada de naranja, por ejemplo, simboliza el Protestantismo (por Guillermo de Orange, evidentemente). La batalla del Caballero Rojo y el Caballero Blanco es el sonado enfrentamiento entre Thomas Huxley y el Obispo Samuel Wilberforce. La Oruga Azul es Benjamín Jowett; la Reina Blanca es el Cardenal John Henry Newmann, la Reina Roja es el Cardenal Henry Manning, el Gato de Cheshire es el Cardenal Nicholas Wiseman, y el Jerigóndor «sólo puede ser una espantosa representación de la idea británica del papado…».
En los últimos años se ha tendido naturalmente hacia las interpretaciones psicoanalíticas. Alexander Woollcott expresó una vez su alivio porque los freudianos hubiesen dejado sin explorar los sueños de Alicia; pero eso fue hace veinte años; hoy, por desgracia, nos hemos vuelto todos reductores de cabezas aficionados. No hace falta que nos digan qué significa caer por una madriguera de conejo, o acurrucarse en el interior de una casita diminuta con un pie dentro de la chimenea. Lo malo es que cualquier disparate literario posee tal abundancia de símbolos tentadores que uno puede partir del supuesto que más le plazca sobre su autor, y construir fácilmente un caso sugestivo. Consideremos, por ejemplo, la escena en que Alicia coge el extremo del lápiz del Rey Blanco, y empieza a garabatear por él. En cinco minutos podemos inventar seis interpretaciones distintas. Es bastante discutible que el subconsciente de Carroll tuviera presente alguna de ellas. Más pertinente es el hecho de que Carroll estuviera interesado en los fenómenos parapsicológicos y en la escritura automática, sin descartar la hipótesis de que quizá sea puramente accidental el que el lápiz de esta escena esté guiado de esa manera.
Debemos tener presente que muchos personajes y episodios de ALICIA son consecuencia directa de retruécanos y juegos de palabras, y que habrían sido completamente distintos si Carroll los hubiera escrito, digamos, en francés. No hace falta buscarle una explicación enrevesada a la Falsa Tortuga; su presencia melancólica está suficientemente explicada por la sopa de falsa tortuga. Las numerosas referencias al acto de comer que hay en ALICIA ¿son signo de la «agresión oral» de Carroll, o un reconocimiento de Carroll de que a los niños les obsesiona el comer y les gusta que sus libros hablen de ello? Parecido interrogante se puede aplicar a los elementos sádicos de ALICIA, bastante suaves, comparados con los de los dibujos animados de estos últimos treinta años. Sería absurdo suponer que todos los autores de dibujos animados son sadomasoquistas; más razonable parece considerar que todos ellos han hecho el mismo descubrimiento de lo que a los niños les gusta ver en la pantalla. Carroll era un narrador hábil, y debemos reconocerle la capacidad de hacer un descubrimiento parecido. Lo importante aquí no es que Carroll no fuera neurótico (todos sabemos que lo era), sino que los libros de disparatada fantasía para niños no son esos fértiles manantiales de visiones psicoanalíticas que podría suponerse. Tienen demasiada abundancia de símbolos. Y los símbolos tienen demasiadas explicaciones.
Los lectores que quieran explorar las diversas interpretaciones psicoanalíticas contrapuestas que se han hecho en ALICIA encontrarán útiles las referencias bibliográficas que van al final de este libro. Phyllis Greenacre, psicoanalista neoyorquina, ha hecho el mejor y más detallado estudio de Carroll desde este punto de vista. Sus argumentos son de lo más ingeniosos; posiblemente ciertos, pero uno desearía que estuviese menos segura de sí misma. Hay una carta de Carroll en la que habla de la muerte de su padre como del «golpe más terrible que he sufrido en mi vida». En los libros de Alicia, los símbolos maternos más evidentes, la Reina de Corazones y la Reina Roja, son seres despiadados mientras que el Rey de Corazones y el Rey Blanco, los dos candidatos más plausibles al símbolo paterno, son sujetos amables. Pero supongamos que le damos a todo esto una inversión en espejo, y decidimos que Carroll tenía un complejo de Edipo no resuelto. Quizá identificaba a las niñas con su propia madre, y Alicia misma sea el verdadero símbolo materno. Ésta es la opinión de la doctora Greenacre. Subraya que la diferencia de edad entre Carroll y Alicia era más o menos la misma que la existente entre Carroll y su madre, y nos asegura que esta «inversión del apego edípico no resuelto es bastante corriente». Según la doctora Greenacre, el Jerigóndor y el Snark son recuerdos-pantalla de lo que los psicoanalistas aún insisten en llamar «escena original». Puede ser; pero uno lo duda.
Tal vez sea oscura la fuente interna de las excentricidades del Reverendo Charles Lutwidge Dodgson, pero los datos externos sobre su vida son bien conocidos. Durante casi medio siglo fue residente del Christ Church College de Oxford, su alma máter. Durante más de la mitad de ese tiempo, fue profesor de matemáticas. Sus clases eran aburridas y carentes de humor. No hizo contribuciones importantes a las matemáticas, aunque dos de sus paradojas lógicas, publicadas en la revista Mind, abordan problemas difíciles concernientes a lo que hoy se llama metalógica. Sus libros de lógica y matemáticas están escritos de una manera original, con muchos problemas divertidos; pero su nivel es elemental y rara vez son leídos hoy día.
Físicamente, Carroll era guapo y asimétrico: detalles que quizá contribuyeron a su interés por las imágenes en espejo. Tenía un hombro más alto que otro, la sonrisa ligeramente ladeada, y sus ojos no estaban exactamente a la misma altura. Era de estatura mediana, delgado, su postura era rígidamente erguida, y andaba con un paso espasmódico peculiar. Estaba aquejado de sordera de un oído, y de cierto tartamudeo que hacía que le temblase el labio superior. Aunque ordenado diácono (por el Obispo Wilberfore), rara vez predicaba a causa del defecto de su habla, y no siguió recibiendo órdenes sagradas. No hay duda sobre la hondura y sinceridad de sus convicciones en el seno de la Iglesia de Inglaterra. Era ortodoxo en todos los sentidos, salvo en su incapacidad para creer en la condenación eterna.
En política era «tory», temido por las señoras y señores, e inclinado a mostrarse snob con sus inferiores. Se oponía vigorosamente al diálogo irreverente y sugestivo del teatro, y uno de sus numerosos proyectos inacabados fue «bowdlerizar» a Bowdler publicando una edición de Shakespeare adaptada para niñas. Pensaba hacerlo eliminando determinados pasajes que incluso Bowdler había encontrado inofensivos. Su timidez llegaba a tal extremo que era capaz de permanecer sentado horas enteras en una tertulia sin participar en la conversación: sin embargo, su timidez y tartamudeo «desaparecían como por ensalmo» cuando estaba a solas con un niño. Era un solterón exigente, estirado, melindroso, irritable y afable, de vida asexual, apacible y feliz. «Mi vida está tan extrañamente exenta de sufrimiento y preocupación», escribió una vez, «que no me cabe duda de que esta felicidad es uno de los talentos confiados a mí para que lo 'utilice', hasta el regreso del Señor, haciendo algo que aporte felicidad a otras vidas».
Hasta aquí, muy gris. Empezamos a percibir atisbos de una personalidad más interesante cuando observamos los pasatiempos favoritos de Charles Dodgson. De niño era aficionado a los títeres y la prestidigitación, y durante toda su vida disfrutó haciendo juegos de magia, especialmente para los niños. Le gustaba confeccionar un ratón con el pañuelo, y luego hacerlo saltar misteriosamente de su mano. Enseñaba a los niños a hacer con papel barcos y pistolas que estallaban al sacudirlas en el aire. Se dedicó a la fotografía cuando este arte estaba empezando, especializándose en retratos de niñas y de personajes famosos. Le entusiasmaba toda clase de juegos, sobre todo el ajedrez, el croquet, el chaquete y el billar. Inventó gran cantidad de acertijos verbales y matemáticos, juegos, métodos de cifrado, un sistema para memorizar números (en su diario habla del empleo de su método mnemotécnico para memorizar π hasta setenta y un decimales). Fue defensor entusiasta de la ópera y el teatro en una época en que los representantes de la Iglesia no veían ni lo uno ni lo otro con buenos ojos. La famosa actriz Ellen Terry fue una de sus amistades inveteradas.
Ellen Terry fue una excepción. El principal pasatiempo de Carroll —el que le reportó mayores alegrías— era agasajar a las niñas. «Me encantan las niñas (no los niños)», escribió una vez. A los niños les tenía horror, y en la última etapa de su vida los evitó lo que pudo. Adoptando el símbolo romano para los días afortunados, escribía en su diario: «Señalo este día con una piedra blanca», cada vez que lo consideraba especialmente memorable. En casi todos los casos, los días de piedra blanca eran días en que agasajaba a una amiguita o conocía a alguna nueva niña. Consideraba el cuerpo desnudo de las niñas (al contrario que el de los niños) sumamente bello. De vez en cuando las fotografiaba o las dibujaba desnudas; con permiso de la madre, naturalmente. «Si tuviese que dibujar o fotografiar a la niña más preciosa del mundo», escribió, «y notase en ella una pudorosa resistencia (por ligera y fácil de vencer que fuese) a quedarse desnuda, consideraría un solemne deber para con Dios renunciar por completo a semejante petición». Para que estos retratos desnudos no crearan complicaciones a las niñas más tarde, dispuso que, a su muerte, fuesen destruidos o devueltos a las niñas o a sus padres. Al parecer, no ha sobrevivido ninguno.
En Sylvie and Bruno Concluded hay un pasaje que pone tremendamente de manifiesto, en cuanto a la fijación de Carroll a las niñas, toda la pasión de que era capaz. El narrador de la historia, un Charles Dodgson apenas disfrazado, recuerda que sólo una vez en su vida vio la perfección: «… Fue en una exposición de Londres, donde, al abrirme paso entre la multitud, me tropecé de repente, cara a cara, con una niña de una belleza completamente ultraterrena». Carroll no dejó nunca de buscar a esa niña. Se aficionó a conocer niñas en los vagones de ferrocarril y en las playas públicas. Un maletín negro que llevaba siempre consigo en esas excursiones a la playa contenía rompecabezas de alambre y otros regalos insólitos para estimular el interés de ellas. Llevaba incluso una provisión de imperdibles para sujetarles las faldas, cuando querían andar con los pies metidos en el agua. Los gambitos de apertura podían resultar divertidos. Una vez, cuando estaba haciendo un apunte junto al mar, una niña que se había caído al agua se acercó con las ropas chorreando. Carroll arrancó un canto de la hoja de papel secante, y le dijo: «¿Puedo ofrecerte esto para secarte?».
Por la vida de Carroll desfiló una larga procesión de niñas encantadoras (sabemos que lo eran por sus fotografías); pero ninguna ocupó totalmente el lugar de su primer amor, Alicia Liddell. «He tenido docenas de amiguitas desde tus tiempos», le escribió a ella después de casada, «pero han sido algo completamente distinto». Alicia era hija de Henry George Liddell (apellido que rima con «fiddle» [«violín»]), decano del Christ Church. Hay un pasaje en Pretérita, autobiografía fragmentaria de John Ruskin, que nos da cierta idea de lo atractiva que debió de ser Alicia. Florence Becker Lennon reproduce el pasaje en su biografía de Carroll, que es de donde lo cito yo ahora.
Ruskin enseñaba en Oxford en aquel entonces, y había dado a Alicia lecciones de dibujo. Una noche nevada de invierno en que el Decano y la señora Liddell iban a cenar fuera, Alicia invitó a Ruskin a una taza de té. «Creo que Alicia me envió una nota», escribe, «cuando no había moros en la costa». Ruskin se había acomodado en una butaca junto a un fuego crepitante, cuando se abrió bruscamente la puerta, «y se produjo una sensación como si el viento hubiese apagado algunas estrellas». El Decano y la señora Liddell habían regresado al encontrar las calles bloqueadas por la nieve.
¡Cuánto debe de sentir que hayamos vuelto, señor Ruskin! —dijo la señora Liddell.
Jamás lo he sentido tanto —replicó Ruskin.
El decano sugirió que siguieran con su té. «Y así lo hicimos», continúa Ruskin; «pero no conseguimos que papá y mamá se marchasen del salón después de su cena, y volvimos a Corpus desconsolados».
Y ahora viene la parte más importante de la historia: Ruskin cree que las hermanas de Alicia, Edith y Rhoda, también se encontraban presentes, aunque no está seguro: «Ahora es todo como un sueño», escribe. Sí; Alicia debió de ser una niña bastante atractiva.
Se ha discutido mucho sobre si Carroll estaba enamorado de Alicia Liddell o no. Si se entiende en el sentido de que quería casarse con ella o hacerle el amor, no hay la más ligera prueba de ello. Sin embargo, su actitud respecto a ella era la de un enamorado. Sabemos que la señora Liddell notó algo fuera de lo normal, tomó medidas para desalentar el interés de Carroll, y más tarde quemó todas sus primeras cartas a Alicia. Hay una misteriosa referencia en el diario de Carroll, correspondiente al 28 de octubre de 1862, según la cual había perdido por completo el favor de la señora Liddell, «desde el asunto de lord Newry». Cuál es el asunto de lord Newry al que se refiere, sigue siendo hoy un sugestivo misterio.
No existen indicios de que Carroll tuviera conciencia de otra cosa que de la más pura inocencia en sus relaciones con las niñas, ni existe la más leve falta de decoro en ninguno de los cariñosos recuerdos que docenas de ellas han escrito después sobre él. Había en la Inglaterra victoriana una tendencia, reflejada en la literatura de la época, a idealizar la belleza y la pureza virginal de las niñas. Sin duda esto hizo más fácil a Carroll suponer que su debilidad por ellas se situaba en un elevado plano espiritual; aunque por supuesto, esto no basta para explicar tal debilidad. Hace poco, Carroll ha sido comparado con Humbert Humbert, el narrador de la novela de Vladimir Nabokov, Lolita. Es cierto que los dos tenían pasión por las niñas, pero sus objetivos eran diametralmente opuestos. Las pequeñas «ninfas» de Humbert Humbert eran criaturas para ser utilizadas carnalmente. Las niñas de Carroll le atraían precisamente porque con ellas se sentía sexualmente a salvo. Lo que diferencia a Carroll de otros escritores que vivieron una vida asexual (Thoreau, Henry James…) y de los que se sintieron fuertemente atraídos por las niñas (Poe, Ernest Dowson…) es la singular combinación que se da en él, casi única en la historia de la literatura, de una completa inocencia sexual y una pasión que sólo puede describirse como totalmente heterosexual.
A Carroll le encantaba besar a sus amiguitas y terminar sus cartas enviándoles 10.000.000 de besos, o 43/3 o dos millonésimas de beso. Se habría horrorizado ante la insinuación de que quizá todo esto comportaba un elemento sexual. Hay en su diario una anécdota divertida según la cual besó a una niña, para descubrir más tarde que tenía diecisiete años. Carroll escribió rápidamente a su madre excusándose en tono humorístico, y asegurándole que no volvería a suceder; pero a la madre no le hizo gracia.
En cierta ocasión, una preciosa actriz de quince años llamada Irene Barnes (más tarde hizo los papeles de la Reina Blanca y de la Jota de Corazones, en la versión musical de ALICIA) pasó una semana con Charles Dodgson, en una estación balnearia. «Según le recuerdo ahora», rememora Irene en su autobiografía To Tell My Story (el pasaje lo cita Roger Green en el vol. II, pág. 454 del Diary de Carroll), «era muy delgado, tenía algo menos de seis pies, un rostro lozano y juvenil, el cabello blanco, y daba la impresión de una extrema pulcritud… sentía un profundo amor por los niños, aunque me inclino a pensar que no les comprendía de la misma manera… Su mayor placer era enseñarme su Juego de Lógica (consistía en un método de resolver silogismos colocando fichas negras y rojas sobre un diagrama inventado por el propio Carroll). ¿Puedo decir que esto me hacía bastante tediosa la noche, cuando la banda de música desfilaba tocando, y la luna brillaba en el mar?»
Sería fácil decir que Carroll encontró una válvula de escape para su represión en las violentas, caprichosas y desenfrenadas visiones de sus libros de ALICIA. Desde luego, los niños Victorianos disfrutaron con semejante escape; pero Carroll se sentía cada vez más inquieto pensando que todavía no había escrito un libro para jóvenes que transmitiera algún mensaje evangélico Su obra en esta dirección fue Sylvie and Bruno, novela larga y fantástica dividida en dos partes que se publicaron por separado. Contiene algunas escenas cómicas francamente espléndidas; la canción del Jardinero, que atraviesa todo el relato como una fuga demente, es una de las mejores cosas de Carroll. He aquí la estrofa final, cantada por el Jardinero con las mejillas bañadas en lágrimas:
Creyó descubrir un Argumento
que demostraba que era el Papa;
volvió a mirar, y vio que era
una Pastilla de jaspeado Jabón
«¡Realidad tan horrorosa», se dijo débilmente,
«destruye toda esperanza!»
Pero no son las magníficas canciones disparatadas, los aspectos que Carroll más admiraba de esta narración. Él prefería una canción que cantan los niños duendes, Sylvie y Bruno, y cuyo estribillo dice:
Pues creo que es Amor
Pues siento que es Amor
¡Pues estoy seguro de que sólo es Amor!
Carroll la consideraba el poema más bonito que había escrito. Incluso quienes pueden coincidir con el sentimiento que subyace en él, y en otras partes de la novela (empalagosamente endulzadas de devoción), encuentran difícil hoy leer esos pasajes sin sentir embarazo por el autor. Parecen haber sido escritos en el fondo de un pozo de melaza. Uno concluye con tristeza que Sylvie and Bruno es un fracaso a la vez artístico y retórico. Seguramente son pocos los niños Victorianos (a quienes iba destinado este relato) que se conmovieron, se divirtieron o se elevaron con él.
Irónicamente, el disparate pagano anterior de Carroll contiene, al menos para algunos lectores modernos, un mensaje religioso más eficaz que el de Sylvie and Bruno. Porque el disparate, como a Chesterton le gustaba decirnos, es una forma de ver la existencia, análoga a la humildad y al portento religiosos. El Unicornio considera a Alicia un monstruo fabuloso. Parte del embotamiento filosófico de nuestro tiempo consiste en que hay millones de monstruos racionales que andan erguidos sobre sus extremidades posteriores, observan el mundo a través de un par de lentes flexibles, se suministran energía metiéndose sustancias orgánicas por un orificio situado en sus caras, y, sin embargo, no ven nada fabuloso en ellos mismos. De vez en cuando, a estas criaturas se les estremece la nariz a causa de un acceso momentáneo. Kierkegaard imaginó una vez a un filósofo estornudando mientras anotaba una de sus profundas sentencias. ¿Cómo puede un hombre así, se preguntaba Kierkegaard, tomarse en serio su metafísica?
El último grado de la metáfora contenido en los libros de ALICIA es éste: que la vida, observada racionalmente y sin ilusión, parece un disparate contado por un matemático idiota. En el fondo de las cosas, la ciencia descubre sólo una loca, interminable contradanza de Ondas de Falsa Tortuga y partículas de Grifo. Por un momento, las ondas y las partículas formando figuras grotescas, inconcebiblemente complicadas, capaces de afectar a su propio absurdo. Todos vivimos una vida bufonesca bajo una inexplicable condena a muerte, y cuando tratamos de averiguar qué quieren las autoridades del Castillo que hagamos, se nos envía de un burócrata chapucero a otro. Ni siquiera estamos seguros de que el conde West-West, dueño del Castillo, exista realmente. Más de un crítico ha comentado las semejanzas entre el Proceso de Kafka y el proceso de la Jota de Corazones, entre el Castillo de Kafka y la partida de ajedrez en que las piezas vivientes ignoran el plan del juego y no saben si se mueven por su propia voluntad o son empujadas por dedos invisibles.
Esta visión de la monstruosa insensatez del cosmos («¡Que le corten la cabeza!») puede ser tenebrosa y turbadora, como en Kafka y en el Libro de Job, o una despreocupada comedia, como en Alicia o en El hombre que fue Jueves, de Chesterton. Cuando Domingo, símbolo de Dios en la pesadilla metafísica de Chesterton, lanza pequeños mensajes a sus perseguidores, dichos mensajes resultan ser disparates. Uno de ellos lleva incluso la firma de Snowdrop («Campanilla»), nombre de la gatita blanca de Alicia. Se trata de una visión que puede conducir a la desesperación y al suicidio, a la risa que pone fin al relato de Jean Paul Sartre, «El Muro», a la resolución del humanista de continuar valerosamente frente a las tinieblas finales. Y por extraño que parezca, tal vez sugiera también la hipótesis descabellada de que detrás de las tinieblas puede haber una luz.
La risa, declara Reinhold Niebuhr en uno de sus más hermosos sermones, es una especie de tierra de nadie entre la fe y la desesperación. Preservamos nuestra cordura riéndonos de los absurdos superficiales de la vida; pero la risa se convierte en amargura y escarnio si se orienta hacia esos absurdos más profundos que son el mal y la muerte. «Esa es la razón» concluye, «por la que hay risas en el atrio del templo, ecos de risas en el templo mismo, pero sólo recogimiento y oración, y ninguna risa, en el santo de los santos».
Lord Dunsany dice lo mismo en Los dioses de Pegana (el que habla es Limpang-Tung, dios de la alegría y de los juglares melodiosos):
«Introduciré bromas y un poco de alegría en el mundo. Y mientras la Muerte te parezca tan lejana como el borde purpúreo de los montes, y el dolor tan remoto como la lluvia en los días azules del verano, reza a Limpang-Tung. Pero cuando seas viejo, o vayas a morir, no reces a Limpang-Tung, porque ya formarás parte de un plan que no comprendes.»
«Sal a la noche estrellada, y Limpang-Tung danzará contigo… u ofrece una broma a Limpang-Tung; pero no reces a Limpang-Tung en tu dolor, pues ha dicho del dolor; 'puede que sea muy inteligible para los dioses, pero él no lo comprende'».

LAS AVENTURAS DE ALICIA EN EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS y A TRAVÉS DEL ESPEJO son dos incomparables bromas que el reverendo C. L. Dodgson, durante el descanso mental de sus tareas en el Christ Church, ofreció a Limpang-Tung.

Fuente:
Título original: The Annotated Alice
© Martin Gardner, 1960
Traducción: Francisco Torres Oliver

sábado, 21 de julio de 2018

Fantasmagoría. Lewis Carroll



Fantasmagoría
Lewis Carroll (1832-1898), seudónimo de Charles Lutwidge Dodgson, lógico, matemático, fotógrafo, diácono de la Iglesia de Inglaterra y celebrado autor de literatura infantil, fue una de las figuras más completas del período Victoriano inglés. La mayor parte de su vida transcurrió en el Christ Church College de la Universidad de Oxford, donde enseñaba matemáticas. Siempre fascinado por la paradoja y por los límites del lenguaje y del pensamiento, llegó, por puro interés lógico, a escribir algunas de las páginas más absurdas y disparatadas de la historia de la literatura, si no a crear todo un género, el nonsense, del que la famosísima Alicia en el país de las maravillas (1865) y su continuación, Alicia a través del espejo (1872), son muestras espléndidas.
Carroll escribió asimismo poesía: sus nonsense verses se cuentan entre lo más creativo y elogiado de su producción. Así lo demuestran los pequeños fragmentos intercalados en los dos libros de Alicia, y en los dos de Sylvie y Bruno (1869-1893), así como en el largo poema épico-burlesco titulado La caza del snark (1876).
Fantasmagoría se publicó en 1869, junto con otros doce cómicos y trece más «serios», en el volumen Phantasmagoria and Other Poems. En 1893 fue incluido en una antología titulada Rhyme? And Reason? con ilustraciones del artista norteamericano Arthur Burdett Frost (1851-1928). Carroll, que siempre se entrometió en el trabajo de sus ilustradores, con los que a menudo acababa riñendo, le escribió a Frost: «Resulta difícil encontrar palabras para expresar, con toda la fuerza que desearía, hasta qué punto admiro sus dibujos para el poema de fantasmas. Son realmente maravillosos».

Fantasmagoría



Nota del traductor

Si toda traducción tiene una buena dosis de traición, ésta es aún mayor cuando la forma del texto original está realzada por los recursos de la métrica. Acceder a Lewis Carroll, auténtico virtuoso de la versificación inglesa, a través de una traducción implica tener que resignarse a perder en este recorrido gran parte de su atractivo original. Es misión del traductor procurar que este inevitable naufragio sea lo menos desastroso posible, y su responsabilidad es todavía mayor cuando, como en este caso, se trata de la primera vez que la obra en cuestión (la Fantasmagoría) es publicada en castellano en España.
He intentado ceñirme al máximo a la forma original del poema, dentro de las posibilidades que ofrece la métrica castellana. Carroll utiliza un único esquema métrico que repite en las 150 estrofas de su Fantasmagoría. Cada estrofa consta de cinco versos. El primero, tercero y cuarto versos son octosílabos acentuados en la última sílaba, mientras que el segundo y el quinto son heptasílabos acentuados en la penúltima. Los tres octosílabos riman entre sí en consonante, y lo mismo ocurre con los dos heptasílabos. He aquí la primera estrofa de la Fantasmagoría:
One winter night, at half-past nine,
8A
Cold, tired, and cross, and muddy,
7B
I had come home, too late to dine,
8A
And supper, with cigars and wine,
8A
Was waiting in the study.
7B
Siendo el inglés una lengua de vocablos más breves que los del castellano, cualquier traducción a nuestra lengua tendrá necesariamente que contar con un número superior de sílabas. Por ello he convertido en endecasílabos los octosílabos originales ingleses, ganando así nueve sílabas suplementarias, y he mantenido los heptasílabos. El resultado ha sido una lira al revés (sólo por lo que respecta a la medida, y no a la rima). La lira es una combinación de heptasílabos y endecasílabos que culmina en un endecasílabo, el cual, al ser un verso de arte mayor, impone al conjunto un carácter solemne, propio de un tema heroico. En esta adaptación de la estrofa empleada por Carroll se invierte la disposición de la lira, al intercambiar los endecasílabos y los heptasílabos sus respectivos lugares. De este modo, el heptasílabo, verso de arte menor y como tal más adecuado para un tema cómico, pasa a ocupar el lugar principal, lo que se ajusta al tono desenfadado del poema.
En lo tocante a la rima, una estricta fidelidad al texto habría exigido mantener la misma distribución de rimas elegida por Carroll. Ello me habría obligado a alejarme excesivamente del original, al no ser fácil encontrar 750 correspondencias semánticas que rimen entre sí en consonante. El empleo de la rima asonante concede mayor libertad, pero no resulta posible en este caso, dado que la estrofa posee un número impar de versos, y lo habitual en nuestra métrica es que rimen en asonante los versos pares. He elegido una solución intermedia, consistente en hacer rimar entre sí tres versos en consonante, dejando los otros dos libres, y he optado por hacer rimar los versos impares, para lograr así una mayor cohesión mediante una distribución simétrica de las rimas. Ésta es mi versión de la estrofa antes citada:
Noche invernal, las nueve y media: helado,
11A
harto, enlodado, exhausto,
7-
vuelvo a casa. La cena ya ha pasado,
11A
mas en mi estudio, con su vino y puros,
11-
me espera un buen bocado.
7A
Paso a ocuparme brevemente de la terminología «fantasmal» del poema. Carroll se sirve del término ghost (ocasionalmente sprite) para designar con carácter general a los seres inmateriales que según la creencia popular atemorizan a los seres humanos, y lo subdivide en una veintena de categorías. La mayoría de éstas las toma de la mitología inglesa, pero también echa mano de la escocesa, la irlandesa, la germánica, la escandinava y la oriental. En un momento dado llega incluso a establecer un orden jerárquico de espíritus (aunque sólo parcial), pero no siempre se muestra sistemático: con sus denominaciones fantasmales lo que pretende es divertir y no efectuar una docta clasificación. En esta versión he utilizado el término «trasgo» (ocasionalmente «espíritu») para designar a estos seres inmateriales en general, reservando el término «fantasma» (phantom) para la categoría a la que pertenece el espíritu protagonista. He recurrido a diversas mitologías españolas no castellanas para imitar la utilización que hace Carroll de las mitologías británicas no inglesas, y he mantenido sin cambios la mayoría de las denominaciones mitológicas no británicas. Como Carroll, no siempre he sido sistemático ni he buscado correspondencias exactas.
Termino esta nota donde debería haberla comenzado, agradeciendo a Pollux Hernúñez su magistral revisión de este texto. No me fío de mi pluma para expresar adecuadamente hasta qué punto soy su deudor, y recurro a la de Baudelaire, como él maestro en el doble arte de escribir y traducir, para dejar constancia de mi gratitud:
Quod erat spurcum, cremasti;
quod rudius, exaequasti;
quod debile, confirmasti.

Javier La Orden Trimollet

Fuente:
Título original: Phantasmagoria
Traducción: Javier La Orden Trimollet

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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