John
Cleland
Fanny Hill
PRIMERA CARTA
Señora:
Tomo
la pluma para daros una prueba innegable de que considero vuestros
deseos como órdenes. Entonces, y por desagradable que sea mi tarea,
volveré a recordar esas escandalosas etapas de mi vida, de las que
ya he salido, para disfrutar de todas las bendiciones que pueden
otorgar el amor, la salud y la fortuna; estando aún en la flor de la
juventud, y no siendo demasiado tarde para emplear los ocios que me
proporcionan mi gran fortuna y prosperidad, cultivando mi
entendimiento, cuya naturaleza no es vil, y que ha ejercitado, aun
dentro del torbellino de placeres relajados en el que me vi envuelta,
más observaciones sobre los caracteres y las costumbres mundanas de
lo que es frecuente entre las que practicaban mi desgraciada
profesión, quienes contemplan todo pensamiento o reflexión como su
principal enemigo, los mantienen a la mayor distancia posible ó los
destruyen sin piedad.
Odiando
mortalmente todo prefacio innecesariamente largo, no os haré perder
más vuestro tiempo y no intentaré disculparme; preparaos para ver
la parte libertina de mi vida, escrita con la misma libertad con que
la llevé.
¡Verdad!
La verdad cruda y desnuda es la palabra, y no me tomaré el trabajo
de arrojar ni un velo de gasa sobre ella, sino que pintaré las
situaciones tal como aparecieron naturalmente ante mí, sin cuidarme
de infringir esas leyes de la decencia que nunca se aplicaron a unas
intimidades tan candorosas como las nuestras, ya que vos tenéis
demasiado entendimiento y demasiado conocimiento de los mismos
originales para desdeñar remilgadamente a sus retratos. Los hombres
más grandes, los que tienen gustos más refinados e influyentes, no
tienen escrúpulos en adornar sus habitaciones privadas con desnudos,
aunque se pliegan a los prejuicios vulgares y piensan que no serían
un decorado decente en sus escalinatas o en sus salones.
Habiendo
sentado estas premisas más que suficientes, me lanzo de cabeza en mi
historia personal. Mi nombre de soltera era Frances Hill. Nací en un
pueblecito cercano a Liverpool, en Lancashire, de padres muy pobres y
creo, piadosamente, extremadamente honestos.
Mi
padre, que había quedado baldado de las piernas, no podía realizar
las faenas más laboriosas del trabajo del campo y, tejiendo redes,
aseguraba su magra subsistencia que no mejoraba mucho porque mi madre
mantuviera una escuela para niñas de la vecindad. Habían tenido
varios hijos, pero ninguno vivió mucho, aparte de mí, que recibí
de la naturaleza una constitución perfectamente sana.
Mi
educación, hasta los catorce años, fue de las más vulgares; leía
o más bien deletreaba, escribía con letra ilegible y bordaba
torpemente; eso era todo. Y el fundamento de mi virtud no era más
que una total ignorancia del vicio y la cautelosa timidez que
caracteriza a nuestro sexo en esa tierna etapa de la vida, cuando los
objetos alarman o atemorizan más que nada por su novedad.
Claro
que este temor se cura con frecuencia, a expensas de la inocencia,
cuando la señorita, gradualmente, logra no mirar a un hombre como a
una criatura de presa que va a devorarla.
Mi
pobre madre había dividido tan completamente su tiempo entre sus
pupilos y sus pequeñas tareas domésticas que había dedicado muy
poco a mi instrucción, ya que por su propia inocencia de toda
maldad, nunca pensó ni remotamente en preservarme de ella.
Estaba
yo por cumplir quince años cuando sufrí la peor de las desgracias,
perdiendo a mis tiernos y cariñosos padres que me fueron arrebatados
por la viruela con pocos días de diferencia; mi padre murió antes,
apresurando así el fin de mi madre, y dejándome huérfana y sin
amigos, ya que mi padre se había afincado allí accidentalmente y
era originario de Kent. La cruel enfermedad que había sido tan fatal
para ellos también me había atacado, pero con síntomas tan suaves
y favorables que pronto quedé fuera de peligro y —cosa que no
aprecié enteramente en aquellos momentos— sin ninguna marca.
Omitiré referir aquí la pena y la aflicción que naturalmente sentí
en una ocasión tan melancólica. Pasó algún tiempo y el
atolondramiento de la edad disipó prontamente mis reflexiones sobre
la irreparable pérdida, pero nada contribuyó tanto a reconciliarme
con ella como las ideas que de inmediato me metieron en la cabeza de
ir a Londres a servir, en lo que una tal Esther Davis me prometió
ayuda y consejo, ya que había venido a ver a sus amigos y, después
de unos días, debía retornar a su colocación.
Como
ahora ya no me quedaba nadie vivo en el pueblo, nadie que se
preocupara por lo que pudiera sucederme o que pusiera peros a este
proyecto, y como la mujer que cuidaba de mí desde la muerte de mis
padres más bien me animaba a seguir adelante, pronto tomé la
resolución de lanzarme al ancho mundo y dirigirme a Londres para
hacer
fortuna,
una frase que, por cierto, ha arruinado a más aventureros de ambos
sexos, provenientes del campo, que los que se beneficiaron de ella.
Tampoco
Esther Davis se privó de hacerme reflexionar, animándome a
aventurarme con ella, aguijoneando mi curiosidad infantil con los
hermosos espectáculos que se podían ver en Londres: las Tumbas, los
Leones, el Rey, la Familia Real, las maravillosas funciones de teatro
y ópera; en una palabra, todas las diversiones que podía esperar
quien estaba en su situación; sus detalles hicieron dar vueltas a mi
cabecita.
Tampoco
puedo recordar sin reírme la inocente admiración, no desprovista de
una pizca de envidia, con la que nosotras, chicas pobres cuyos
vestidos para ir a la iglesia no superaban las camisas de algodón
basto y las faldas de paño, admirábamos los vestidos de satín de
Esther, sus cofias ribeteadas con una pulgada de encaje, sus vistosas
cintas y sus zapatos con hebillas de plata; imaginábamos que todo
eso crecía en Londres e influyó grandemente en mi determinación de
tratar de obtener mi parte.
Sin
embargo, la idea de llevar consigo a una mujer del pueblo, fue motivo
de poca monta para que Esther se comprometiera a hacerse cargo de mí
durante mi viaje a la ciudad, pues, según me dijo con su estilo
peculiar, «muchas chicas del campo hicieron fortuna para ellas y sus
familias, ya que preservando su virtud, algunas habían hecho tan
buenas relaciones con sus amos que se habían casado con ellos, y
ahora tenían carruajes y vivían a lo grande y felizmente, y hasta
algunas habían llegado a ser duquesas; la buena estrella lo era todo
y ¿por qué yo no?», añadiendo otras historias con la misma
finalidad, que me pusieron ansiosa de iniciar ese prometedor viaje y
de dejar un lugar que, aunque fuera aquel donde había nacido, no
contenía parientes que pudiese extrañar y se me había vuelto
insoportable a causa del cambio de los tiernos usos por la fría
caridad con que se me recibía, aun en la casa de la única amiga de
la que podía esperar cuidados y protección. Sin embargo, fue tan
justa conmigo como para convertir en dinero las fruslerías que me
quedaron después de saldar las deudas y los entierros, y en el
momento de la partida puso en mis manos toda mi fortuna, que
consistía en un magro guardarropas, guardado en una caja muy
portátil y ocho guineas con diecisiete chelines de plata, metidos en
una cajita de muelle, que eran el tesoro más grande que jamás
hubiese visto y que me parecía imposible se pudiera gastar
enteramente. Por cierto que estaba tan poseída por el júbilo de ser
dueña de una suma tan inmensa, que presté muy poca atención al
buen consejo que se me dio junto con ella.
Entonces,
Esther y yo tomamos plazas en el coche de postas de Londres. Pasaré
por alto la poco interesante escena de la despedida en la que dejé
caer algunas lágrimas, mezcla de pena y alegría. Por las mismas
razones de insignificancia, me saltaré todo lo que me sucedió en el
camino, como el carretero que me miraba empalagosamente y las trampas
que me tendieron algunos de los pasajeros, que fueron evitadas
gracias a la vigilancia de Esther, quien, para hacerle justicia,
cuidó maternalmente de mí, al mismo tiempo que me cobraba su
protección obligándome a hacerme cargo de los gastos del camino,
que sufragué con la mayor alegría, sintiendo que aún estaba en
deuda con ella.
Por
cierto que se cuidó de que no nos estafaran ni cobraran con exceso y
también de comportarse lo más frugalmente posible, la prodigalidad
no era su vicio.
Llegamos
a la ciudad de Londres bastante tarde, una noche de verano, en
nuestro medio de transporte, lento, pese a que seis caballos tiraban
de él. Mientras pasábamos por las anchas calles que llevaban a
nuestra posada, el ruido de los coches, las prisas, las multitudes de
peatones, en una palabra, el nuevo paisaje de tiendas y casas me
agradó y me asombró al tiempo.
Pero
imaginad mi mortificación y mi sorpresa cuando llegamos a la posada
y nuestras cosas fueron bajadas y entregadas y mi compañera de viaje
y protectora, Esther Davis, que me había tratado con tierna
solicitud durante el viaje y no me había preparado con ningún signo
precursor del golpe abrumador que estaba por recibir, cuando, como
digo, mi única amiga en este extraño lugar, asumió conmigo un tono
extraño y frío, como si temiera que me convirtiera en una carga
para ella.
Entonces,
en vez de prometerme que continuarían su asistencia y sus buenos
oficios, con los que yo contaba y que nunca había necesitado tanto,
pareció considerarse, en apariencia, dispensada de sus compromisos
para conmigo por haberme traído, sana y salva hasta el final del
viaje, y pareciéndole que su proceder era natural y ordenado,
comenzó a besarme para despedirse mientras yo me sentía tan
confundida, tan herida que no tuve el espíritu ni la sensatez
suficientes como para mencionar las esperanzas que había puesto en
su experiencia y en su conocimiento del lugar donde me había traído.
Mientras
yo me quedaba allí, estúpida y enmudecida, cosa que ella atribuyó,
sin duda, tan sólo a la preocupación de la despedida, una idea me
procuró, quizás, un ligero alivio al oírle decir que, ahora que
habíamos llegado felizmente a Londres y que ella estaba obligada a
volver a su colocación, me aconsejaba, sin ninguna duda, que yo
también obtuviera una lo antes posible; que no debía atemorizarme
ante esa idea, ya que había más colocaciones que iglesias; que me
aconsejaba ir a una agencia de colocaciones y que si se enteraba de
alguna cosa, me buscaría y me la comunicaría; que mientras tanto,
debía buscar un alojamiento y comunicarle mis señas; que me deseaba
buena suerte y esperaba que Dios me concediera la gracia de
mantenerme siempre honesta y no ser la desgracia de mi familia. Con
esto, se despidió de mí y me dejó como se dice en mis propias
manos, con tanta ligereza como yo me había confiado a las suyas.
Cuando
quedé sola, totalmente desamparada y sin amigos, comencé a sentir
con amargura la severidad de esta separación, cuyo escenario había
sido una pequeña habitación de la posada; en cuanto me volvió la
espalda, la aflicción que sentía a causa de mi desvalida situación
estalló en un río de lágrimas que aliviaron infinitamente la
opresión de mi corazón, aunque aún seguía atónita y totalmente
perpleja en lo que se refería a mi futuro.
La
entrada de uno de los mozos acrecentó mi incertidumbre, al
preguntarme secamente si necesitaba algo. A esto respondí
inocentemente que no, pero que deseaba que me dijera dónde podría
obtener una habitación para pasar la noche. Dijo que hablaría con
su ama que por cierto vino, y me dijo en tono seco, sin interesarse
por la inquietud que veía en mí, que podía tener una cama a cambio
de un chelín y que, como suponía que tenía amigos en la ciudad
(aquí suspiré profundamente, pero en vano), por la mañana podría
arreglar mi situación.
Es
increíble la pequeñez de los consuelos que la mente humana puede
hallar en medio de una gran aflicción. La seguridad de tan sólo una
cama donde descansar aquella noche calmó mis agonías, y sintiendo
vergüenza de comunicar a la dueña de la posada que no tenía amigos
a quienes recurrir en la ciudad, me propuse dirigirme, a la mañana
siguiente, a una agencia de colocaciones, para lo que disponía de
unas señas escritas en el reverso de una balada que me había dado
Esther. Contaba con que allí me informarían sobre una colocación
adecuada para una chica del campo, como yo, donde pudiera ganarme la
vida antes de que mi pequeño capital se consumiera. En cuanto a las
referencias, Esther me había repetido con frecuencia que podía
contar con que ella las obtendría; por afectada que me hubiese
sentido por su abandono, seguía contando con ella y comencé a
pensar, afablemente, que su procedimiento era natural y que sólo mi
ignorancia de la vida había hecho que yo lo considerara, al
comienzo, bajo una luz desfavorable.
En
consecuencia, a la mañana siguiente me vestí con todo el cuidado y
el aseo que permitía mi rústico guardarropas y, después de dejar
mi caja especialmente recomendada a la posadera, me aventuré sola, y
sin encontrar más dificultades que las que pueden asaltar a una
chica campesina de apenas quince años, para la que cada tienda era
una trampa para los ojos, llegué a la deseada agencia de
colocaciones.
Estaba
dirigida por una mujer anciana que recibía a los parroquianos
sentada frente a un libro, muy grande y ordenado, y varios rollos con
señas de colocaciones.
Me
dirigí entonces a este importante personaje, sin levantar los ojos
ni observar a las personas que había a mi alrededor, que aguardaban
allí con el mismo propósito que yo, y haciéndole una profunda
reverencia me ingenié para tartamudear mis necesidades.
La
señora, después de oírme, con toda la gravedad y el ceño fruncido
de un ministro de Estado, y habiendo visto con una sola mirada quién
era yo, no respondió, pero solicitó el chelín preliminar; al
recibirlo me dijo que las plazas para criadas eran muy escasas,
especialmente porque yo parecía algo delicada para los trabajos
duros; pero que miraría en su libro y vería si podía hacer algo
por mí. Me solicitó que esperara un poco, mientras despachaba a
otros clientes.
Ante
esto, retrocedí un poco, muy mortificada por una afirmación que
conllevaba una incertidumbre fatal, incertidumbre que mis actuales
circunstancias no me permitían soportar.
Finalmente,
reuniendo mi coraje y buscando distraerme de mis desasosegados
pensamientos, me aventuré a levantar un poco la cabeza y permití
que mis ojos recorrieran la habitación, donde se encontraron de
frente con los de una dama (porque así la juzgué, en mi extremada
inocencia) que estaba sentada en un rincón, cubierta con un manto de
terciopelo (nota
bene:
en pleno verano) y sin cofia; era muy gorda, rubicunda y cuando menos
cincuentona.
Parecía
que quería devorarme con los ojos, mirándome con fijeza de arriba
abajo, sin cuidarse de la confusión y los rubores que me causaba su
mirada fija, rubores y confusión que fueron, sin duda, mi mejor
recomendación, pues le indicaban que yo era adecuada para sus
propósitos. Después de un rato en el que examinó estrictamente mi
aspecto, persona y figura que yo, por mi parte, procuré mejorar
estirándome, irguiendo la cabeza y mostrando mi mejor aspecto,
avanzó y me habló con mucha gravedad:
—¿Buscas
una colocación, querida?
—Sí,
si le place —le dije, mientras hacía una profunda reverencia.
Ante
esto, me comunicó que ella misma había venido a la agencia a buscar
una sirvienta; que creía que yo serviría, si aceptaba sus
enseñanzas; que estaba dispuesta a considerar mi aspecto como
recomendación; que Londres era un lugar vil y malvado; que esperaba
que yo sería dócil y que me mantendría alejada de las malas
compañías; en una palabra me dijo todo lo que una profesional de
experiencia en la ciudad podía decir, que fue más de lo necesario
para engañar a una ingenua e inexperimentada doncella campesina que
temía convertirse en una vagabunda y, por lo tanto, debió aceptar
la primera oferta de refugio, cuanto más si ésta venía de una dama
tan grave y amatronada, como me aseguró mi imaginación que era mi
nueva ama. Estaba siendo contratada ante las narices de la buena
mujer que dirigía la agencia, cuyas astutas sonrisas y encogimientos
de hombros no pude dejar de observar; inocentemente pensé que
demostraban su complacencia porque había encontrado tan prontamente
una colocación, pero como supe más tarde, esas viejas brujas se
entendían muy bien y éste era un mercado al que la señora Brown,
mi ama, concurría con frecuencia, a la caza de mercancías frescas
que pudiesen ofrecerse para el uso de sus clientes y su propio
provecho.
La
señora estaba tan satisfecha con su ganga que, temiendo, según
creo, que un buen consejo o algún accidente me apartaran de ella, me
llevó solícitamente en un coche a mi posada donde reclamó mi caja
y le fue entregada, gracias a mi presencia, sin que nadie pidiera
explicaciones acerca del sitio donde me conducía.
Habiendo
terminado con eso, ordenó al cochero que se dirigiera a una tienda
en St. Paul Churchyard, donde compró un par de guantes que me
entregó, renovando entonces sus órdenes al cochero para que nos
condujera a su casa en la calle..., donde desembarcamos ante su
puerta, luego de que yo fuera alegrada y animada durante el camino
con los embustes más plausibles, en los que de cada sílaba sólo se
podía concluir que yo había tenido la enorme buena suerte de caer
en manos del ama más cariñosa, por no decir amiga, que el mundo
entero podía proporcionarme; por tanto, atravesé su puerta con la
más completa confianza y exaltación, prometiéndome que en cuanto
estuviese un poco asentada, comunicaría a Esther Davis la
extraordinaria fortuna que había tenido.
Podéis
estar segura de que mi buena opinión acerca de mi empleo no
disminuyó ante la aparición de un salón de estar, al que fui
conducida y que me pareció magníficamente amueblado, a mí, que no
había visto más salas que las comunes de las posadas del camino.
Había dos espejos en los entrepaños de la pared y un aparador en el
que brillaban unos platos, dispuestos para lucir; todo eso me
persuadió de que debía haber entrado a servir en una familia muy
reputada.
Aquí
mi ama comenzó a representar su papel, diciéndome que debía ser
alegre y libre con ella; que no me había tomado para ser una criada
común, para realizar las faenas domésticas, sino para que fuera una
especie de compañera para ella y que si yo me comportaba como una
buena chica sería más que veinte madres para mí, a todo lo cual
respondí sólo con las más profundas y torpes reverencias y unos
pocos monosílabos como «¡sí!», «¡no!», «¡claro!»
Finalmente,
mi ama hizo sonar la campanilla y entró la robusta doncella que nos
había abierto la puerta.
—Martha
—dijo la señora Brown—. Acabo de tomar a esta joven para que se
cuide de mi ropa blanca, de modo que apresúrate y muéstrale su
cuarto; te ordeno que la trates con tanto respeto como a mí, porque
me gusta prodigiosamente y no sé qué no haría por ella.
Martha,
que era una mala pécora y estaba habituada a esos fingimientos, la
comprendió perfectamente, me hizo una especie de media reverencia y
me pidió que subiera con ella; consecuentemente me enseñó una
bonita habitación, luego de subir dos tramos de la escalera de
atrás, en la que había una hermosa cama donde, según me dijo
Martha, yo dormiría con una joven dama, una prima de mi ama que —me
aseguró— sería muy bondadosa conmigo. Luego comenzó a alabar
afectadamente a ¡su buena ama!, ¡su dulce ama! y ¡qué feliz era
yo de haberla hallado! Yo no hubiese podido decirlo mejor. Añadió
otras cosas del mismo estilo que hubiesen provocado las sospechas de
cualquiera menos las de una tonta sin experiencia, para quien la vida
era nueva y que tomó cada una de sus palabras tal como ella quiso
que las tomara; vio con rapidez qué clase de agudeza era la mía y
me midió perfectamente al silbar de modo que me sintiera complacida
con mi jaula y no viera los barrotes.
En
medio de estas falsas explicaciones acerca de la naturaleza de mis
futuros servicios, nos llamaron nuevamente y fui introducida otra vez
en el mismo salón, donde había una mesa tendida con tres cubiertos;
ahora mi ama tenía consigo a una de sus chicas favoritas, una
notable administradora de su casa cuyo oficio era preparar y domar a
las potrancas jóvenes para que se avinieran a la montura. Por esta
razón me fue adjudicada como compañera de cama y, para que tuviera
mayor autoridad, se le confirió el título de prima, por parte de la
venerable presidenta de ese colegio.
Aquí
soporté un segundo examen que terminó con la completa aprobación
de la señora Phoebe Ayres, que tal era el nombre de mi tutora, a
cuyos cuidados e instrucciones fui afectuosamente recomendada.
La
cena estaba ya en la mesa y, para continuar tratándome como a una
compañera, la señora Brown, con un tono que no admitía discusión,
dispuso prontamente de mis humildes y confusas objeciones acerca de
la conveniencia de sentarme con su
señoría,
cosa que con mi humilde linaje me parecía no podía estar bien ni
ser cosa natural.
En
la mesa, la conversación fue mantenida por las, dos señoras y llevó
consigo muchas expresiones de doble sentido, interrumpidas de tanto
en tanto por bondadosas declaraciones dirigidas a mí, todas
tendientes a confirmar y fijar mi satisfacción con mi presente
condición; aumentarla, no podían, tan novicia era yo entonces.
Ahí
se acordó que yo debía mantenerme en la parte alta de la casa y
fuera del alcance de la vista durante unos pocos días, hasta que me
procurasen las ropas adecuadas para el papel de acompañante de mi
señora, observando mientras tanto que mucho dependería de la
primera impresión que causara mi figura; como ellas pensaban, la
perspectiva de cambiar mis vestidos aldeanos por atavíos londinenses
hizo que la cláusula de confinamiento fuera bien digerida por mí.
Pero la verdad era que la señora Brown prefería que no fuera vista
ni hablara con nadie, ni con sus clientes ni con sus palomas
(como llamaban a las chicas que les proporcionaba clientes hasta
haberse asegurado un buen comprador para la virginidad que, al menos
en apariencia, yo había traído para ponerla al servicio de su
señoría.
Para
ahorrar minutos que no tienen importancia dentro de mi historia,
pasaré por alto el intervalo hasta la hora de ir a acostarse,
durante el cual quedé cada vez más complacida con las perspectivas
que se abrían ante mí de un servicio fácil con esta bondadosa
gente y, después de la cena, fui llevada a la cama por la señorita
Phoebe, quien observó en mí una cierta resistencia a desnudarme y
cambiarme delante de ella, de modo que cuando la doncella se retiró,
se acercó a mí y comenzó a desprender mi pañoleta y mi vestido y
me alentó a que siguiera desnudándome. Sonrojándome aun porque me
veía desnuda bajo mi camisa me apresuré a meterme bajo las mantas y
fuera de la vista. Phoebe rió y no pasó mucho tiempo antes de que
se tendiese a mi lado. Tenía unos veinticinco años, según sus
sospechosos informes, en los que, por las apariencias, habían
desaparecido unos buenos diez años; también había que tomar en
cuenta los estragos que había realizado en su constitución una
larga carrera de mercenaria que ya la había situado en esa rancia
etapa en que las de su profesión se ven reducidas a hacer pasar
a los visitantes en vez de recibirlos.
En
cuanto esta preciosa sustituta de mi ama se hubo acostado, ella, que
nunca dejaba pasar una ocasión de lujuria, se volvió hacia mí y me
abrazó y besó afanosamente. Eso era nuevo y extraño para mí,
aunque considerándolo un fruto de la pura bondad que, por lo que yo
sabía, podía ser la moda en Londres, y con el propósito de no
quedarme atrás, devolví el beso y el abrazo con todo el fervor de
la perfecta inocencia.
Envalentonada
con esto, sus manos se volvieron muy libres y recorrieron todo mi
cuerpo con toques, apretones y presiones que más me entusiasmaron y
sorprendieron por su novedad que me chocaron o alarmaron.
Las
lisonjeras alabanzas que mezclaba con estos escarceos contribuyeron
no poco a sobornar mi pasividad y como no conocía el mal, no lo temí
especialmente de alguien que previno cualquier duda sobre su
femineidad conduciendo mis manos hasta un par de pechos que colgaban
blandamente, con un peso y volumen que distinguía su sexo de forma
más que suficiente, para mí al menos, que nunca había hecho otra
comparación...
Yo
yacía allí, tan mansa y pasiva como ella deseaba, mientras sus
libertades no me provocaban otras emociones que las de un extraño y,
hasta ese momento, no experimentado placer. Cada una de mis partes
estaba abierta y expuesta a las licenciosas rutas de sus manos que,
como un fuego fatuo, recorrían todo mi cuerpo y deshelaban a su paso
cualquier frialdad.
Mis
pechos, si no es una metáfora demasiado audaz llamar así a dos
montecillos firmes y nacientes que apenas habían comenzado a
mostrarse y a significar algo para el tacto, ocuparon y entretuvieron
durante un rato a sus manos hasta que, deslizándose hacia abajo, por
un suave camino, pudo sentir el suave y sedoso plumón que había
nacido unos pocos meses antes y que ornaba el monte del placer
prometiendo esparcir un umbrío refugio sobre la sede de las
sensaciones exquisitas que había sido, hasta ese momento, lugar de
la más insensible inocencia. Sus dedos jugueteaban y trataban de
enredarse en los brotes de ese musgo que la naturaleza ha destinado
tanto al abrigo como al ornamento.
Pero,
no contenta con esos sitios exteriores, ahora buscó el sitio
principal y comenzó a retorcer, a insinuar y finalmente a forzar la
introducción de un dedo en lo más vivo, de forma tal que si no
hubiera procedido con una gradación insensible que me inflamó más
allá del poder de la modestia, haciendo que no opusiera resistencia
a sus progresos, hubiese saltado de la cama y gritado pidiendo
auxilio ante sus extrañas embestidas.
En
cambio, sus lascivos tocamientos encendieron un fuego nuevo que
retozaba por todas mis venas y se fijaba con violencia en ese centro
que le ha otorgado la naturaleza, donde ahora las primeras manos
extrañas se ocupaban de tocar, apretar, cerrar los labios, abrirlos
nuevamente, dejando un dedo dentro hasta que un «¡Oh!» hizo saber
que me hacía daño donde la estrechez del pasaje intacto le negaba
la entrada.
Mientras
tanto, mis miembros extendidos y lánguidos mis suspiros y jadeos,
conspiraban para asegurar a esa ramera llena de experiencia que yo me
sentía más complacida que ofendida por sus acciones, que ella
salpicaba con repetidos besos y exclamaciones como: «Oh, ¡qué
encantadora criatura eres!... ¡Qué feliz será el primer hombre que
te transforme en mujer!... ¡Oh! ¡Si yo fuera hombre!», y otras
expresiones entrecortadas, interrumpidas por besos tan fieros y
fervorosos como cualquiera de los que he recibido del otro sexo.
Por
mi parte, estaba transportada, confundida y fuera de mí;
sentimientos tan nuevos eran demasiado para mí. Mis ardientes y
alarmados sentidos estaban en un tumulto que me robaba toda mi
libertad de pensamiento; lágrimas de placer brotaban de mis ojos y
aliviaban un poco el incendio que ardía en todo mi ser.
La
misma Phoebe, la ramera de pura raza para quien todas las formas y
recursos del placer eran conocidos y familiares, hallaba,
aparentemente, en este ejercicio de su arte para domar jovencitas, la
gratificación de uno de esos gustos arbitrarios que son totalmente
inexplicables. No es que odiara a los hombres, ni que no los
prefiriera a su propio sexo, pero cuando hallaba una ocasión como
ésta, la saciedad de los placeres del camino trillado y quizás
también una secreta parcialidad, la inclinaban a sacar el mayor
placer posible, donde quiera que lo encontrara, sin distinción de
sexos. Con ese propósito, la certeza de que con sus caricias me
había inflamado lo suficiente para sus propósitos, bajó suavemente
la ropa de cama y me vi extendida y desnuda, mientras me subía la
camisa hasta el cuello, en tanto que yo no tenía la fuerza ni el
sentido necesarios para oponerme a ello. Hasta mis sonrojos
expresaban más el deseo que la modestia, mientras que la vela que
había quedado encendida (sin duda, a propósito) iluminaba todo mi
cuerpo.
—No
—dice Phoebe—. Querida niña, no debes pensar en ocultarme todos
esos tesoros. Mi vista debe recrearse tanto como mi tacto... Debo
devorar con mis ojos ese pecho naciente... Soporta que lo bese... Aún
no lo he mirado lo suficiente... Déjame besarlo una vez más... Qué
carne blanca, firme y suave tienes aquí... Oh, déjame ver la
pequeña, amada y tierna abertura... Esto es demasiado, ¡no puedo
soportarlo!... Debo... Debo...
Aquí,
tomó mi mano y en un transporte la llevó a donde fácilmente
podréis suponer. Pero ¡qué diferencia en el estado de la misma
cosa! Un amplio matorral de ásperos rizos denunciaban a la mujer
adulta y completa. Y luego, la cavidad a la que guió mi mano la
recibió fácilmente. En cuanto la sintió en su interior, se movió
hacia adelante y hacia atrás con una fricción tan rápida que
terminé por retirarla, mojada y pegajosa, tras lo cual Phoebe se
compuso un tanto, y luego de dos o tres suspiros, de unos
desgarradores ¡Oh! y un beso que pareció exhalar su alma a través
de sus labios, volvió a cubrirnos con la ropa de cama. No diré qué
placer había encontrado, pero sí sé que las primeras chispas
incendiarias, las primeras ideas corrompidas, las cogí esa noche; y
que el conocimiento y la comunicación con la maldad de nuestro
propio sexo es, con frecuencia, tan fatal para la inocencia como
todas las seducciones del otro. Pero sigamos. Cuando Phoebe recuperó
la calma, que yo estaba muy lejos de disfrutar, me sondeó
arteramente acerca de todos los puntos necesarios para dirigir los
designios de mi virtuosa ama y, de mis respuestas, surgidas de mi
genuina naturaleza, no tuvo razones más que para prometerse todo el
éxito imaginable, siempre que dependiera de mi ignorancia, mi
dulzura y el ardor de mi constitución.
Después
de un prolongado diálogo, mi compañera de cama me dejó reposar y
quedé dormida de puro cansancio, a causa de las violentas emociones
que me había provocado; la naturaleza (que había sido agitada con
demasiado fervor para no apaciguarse de alguna forma) me alivió por
medio de uno de esos sueños lascivos cuyos transportes son apenas
inferiores a los de los actos de la vigilia.
A
la mañana siguiente desperté a eso de las diez, muy contenta y
descansada. Phoebe se había levantado antes que yo y me preguntó
bondadosamente cómo estaba, cómo había descansado y si estaba
pronta para desayunar, evitando cuidadosamente, al mismo tiempo,
aumentar la confusión que yo sentía al mirarla a la cara,
insinuando algo sobre la escena nocturna en la cama. Le dije que si
le complacía, me levantaría y emprendería cualquier tarea que le
placiera encomendarme. Phoebe sonrió: luego la doncella trajo el té
y yo terminaba de ponerme mis ropas cuando entró, contoneándose, mi
ama. Yo esperaba que me dijera algo o me regañara por haberme
levantado tan tarde, pero me llevé un agradable chasco cuando me
cumplimentó por mi aspecto puro y fresco. Yo era «un pimpollo de
hermosura» (ése era su estilo) «y cuánto me admirarían los más
finos caballeros», a todo lo cual mis respuestas, os lo aseguro, no
desmintieron mi buena crianza; fueron tan simples y tontas como ellas
pudieran desear y sin duda, les proporcionaron mayor satisfacción
que si hubiesen demostrado que yo había sido ilustrada por la
educación y el conocimiento del mundo.
Fuente:
Título original: Fanny Hill
John Cleland, 1748
Traducción: Beatriz Podestá
Diseño de portada: Neslé Soulé
Editor digital: minicaja
(r1.1) Corrección de erratas: ars_obscura
(r1.1) Corrección de erratas: minicaja
ePub base r1.0
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