miércoles, 25 de julio de 2018

John Robert Fowles. Novela. EL COLECCIONISTA.


John Robert Fowles conocido como John Fowles (1926 - 2005) fue un novelista y ensayista británico. Hijo de un próspero comerciante de tabaco y una maestra. Después de estudiar en el Bedford School, estudió francés y alemán en la Universidad de Edimburgo y en el New College de Oxford. Tras licenciarse sirvió en la Armada británica y en 1950, comenzó a trabajar como profesor en Francia, Grecia e Inglaterra. 

El éxito de su primera novela `El coleccionista` (The Collector) en 1963, hizo que dejara la docencia para dedicarse en exclusiva a la literatura. 
En 1968, Fowles se mudó a Lyme Regis en Dorset, que serviría como escenario de la novela `La mujer del teniente francés` (The French Lieutenant`s Woman). Esta novela se llevó a las pantallas en 1981, y su guionista fue nominado al Oscar. 

La obra de no ficción más conocida de Fowles es probablemente `Aristos` (The Aristos), una colección de reflexiones filosóficas. Muchos críticos lo consideran como el padre de Postmodernismo británico. 

Un tema constante en su obra es el libre albedrío, que en ocasiones implica al lector, como en `La mujer del teniente francés`, que plantea dos finales posibles. 

También recurre a la ironía para interpolar alusiones a teorías científicas y artísticas de la época en que se ambienta sus narraciones, como sobre Darwin o los prerrafaelistas, parodiando así determinada tradición narrativa victoriana. 

Falleció en su casa de Dorset después de una larga batalla contra un apoplejía que sufrió en 1988.

En este relato de amor obsesivo, Frederick, introvertido y tan falto de educación como de afecto, se dedica a coleccionar mariposas y hacer fotografías. Un día, un golpe de suerte en las quinielas le permite poner en práctica un plan secreto: secuestrar a Miranda, una estudiante de arte a la que admira furtivamente, y encerrarla en el sótano de una casa de campo. A partir de ese momento, para Él solo queda esperar a que el aislamiento acabe por borrar los prejuicios de clase que dificultan su relación amorosa. Ella, una mujer tan inteligente como desesperada por recuperar la libertad, trata de ser comprensiva, pero no puede disimular cuánto odia en su captor el desprecio por todo lo humano. El joven deja que la muchacha tenga algunas comodidades e incluso le proporciona con qué pintar e intenta relacionarse con ella, permitiendo que se bañe etc... sin darse cuenta de que ella es, privada de libertad, como esas mariposas sin vida que colecciona.

(Fragmento. Novela. El Coleccionista).
 John Fowles

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Cuando, desde el colegio en que estaba internada regresaba a su casa, yo solía verla, y a veces hasta varios días seguidos, porque sus padres vivían frente al Anexo de la Municipalidad, donde yo trabajaba. Ella y su hermanita menor iban y venían muy a menudo, acompañadas con frecuencia por muchachos, lo cual, como es natural, no me agradaba mucho que digamos. Cada vez que los archivos y carpetas me dejaban un momento libre, iba a la ventana para mirar hacia la calle cubierta de escarcha, y aunque no siempre, algunas veces conseguía verla. Todas las noches consignaba el hecho en mi libro diario de observaciones. Al principio, en aquellas anotaciones, ella era X; pero después, o sea, desde que supe cómo se llamaba, ya fue M. También la vi varias veces en la calle. Un día estuve un largo rato detrás de ella, en una cola de la Biblioteca Pública de la calle Crossfield. No me miró ni una sola vez, pero yo no aparté ni un instante la mirada de su nuca y de su pelo, que peinaba en una larga trenza.
Era un pelo de un rubio muy pálido, sedoso, como capullo de gusano de seda. Todo él estaba apretado en una larga y gruesa trenza que le llegaba a la cintura: algunas veces por la espalda, y otras, a un costado del pecho. Pero de vez en cuando la trenza desaparecía, remplazada por un peinado alto. Sólo una vez, antes de que viniera a esta casa como mi huésped, tuve la suerte de verla con el pelo suelto, y me dejó casi sin aliento. ¡Tan hermosa estaba, que parecía una sirena! Otra vez, un sábado que yo tenía libre, cuando hice una visita al Museo de Historia Natural, volví en el mismo tren que ella. Ocupaba un asiento tres filas delante de mí, en el otro lado del coche, y estaba concentrada en la lectura de un libro, lo que me brindó la oportunidad de mirarla a mi gusto durante treinta y cinco minutos.
Cada vez que la veía experimentaba la misma sensación que cuando conseguía atrapar un raro ejemplar de mariposa, acercándome con suma cautela, con el corazón en la boca como suele decirse. Por ejemplo, una Amarilla Pálida Anublada. Siempre pensaba en ella así, quiero decir, con palabras como, por ejemplo, «elusiva» y muy «refinada», de ninguna manera como las otras muchachas, ni siquiera las bonitas. Como quien dice, en buen conocedor.
El año en que ella estaba aún en el colegio no pude saber quién era; sólo que su padre era el doctor Grey, y un rumor que oí sin quererlo un día, en una reunión de la Sección de Insectos, en el sentido de que su madre bebía con exceso. Otro día, en una casa de comercio, oí hablar a su madre, que tenía una voz afectada, y uno se daba cuenta en seguida, al verla, de que era ese tipo de mujer dada a la bebida, además de maquillarse exageradamente, etcétera. Otro día leí en el diario local un pequeño artículo sobre la beca que M había ganado, y lo hábil y lista que era, y su nombre, que me pareció tan hermoso como ella misma: Miranda. Entonces me enteré de que estaba en Londres y que estudiaba dibujo y pintura. Aquél articulito del periódico tuvo un significado especial para mí, pues desde que lo leí me pareció que ella y yo habíamos intimado más, aunque, naturalmente, no nos conocíamos de la manera común entre las personas. No puedo decir lo que me ocurrió, pero la verdad es que la primera vez que la vi tuve la seguridad de que era la única mujer en el mundo para mí. Claro que no estoy loco, y me percaté de que aquello era sólo un sueño. Y lo habría seguido siendo para siempre de no haber mediado eso del dinero. A menudo soñaba despierto con ella, y componía historias en las cuales llegaba a conocerla, hacía todas las cosas que admiraba más, me casaba con ella, y todo eso. Pero nada malo ni feo; eso no ocurrió hasta más tarde, según explicaré algo más adelante.
Ella pintaba cuadros, y yo cuidaba mi colección de mariposas (en el sueño, claro). Siempre era lo mismo: ella me amaba y la entusiasmaba mi colección, y a menudo dibujaba y coloreaba las mariposas. Trabajábamos juntos en una hermosa casa moderna, en una amplia habitación que tenía una de esas enormes ventanas de un solo vidrio. Allí se celebraban también reuniones de la Sección de Insectos, en las cuales, en lugar de decir poco o nada por miedo a cometer un error, los dos éramos populares y cordiales dueños de casa. Ella, preciosa con su pelo de color rubio pálido y sus hermosos ojos grises, y los otros hombres, claro, verdes de envidia ante mi gran suerte.
Las únicas veces que no soñaba despierto todas esas cosas tan lindas sobre ella era cuando la veía con cierto muchacho, un individuo vulgar, estrepitoso, que tenía un coche deportivo. Una vez me encontré a su lado en el «Banco Barclay», donde había ido a efectuar un depósito, y le oí decir: «Démelo en billetes de cinco libras». El chiste era que el cheque sólo había sido librado por diez libras. Todos los tipos como ése tienen cosas así.
Miranda subía algunas veces al coche de aquel tipo; otras, los dos paseaban por el pueblo a pie, y en esos días mi comportamiento en la oficina era hosco con los demás y no consignaba en mi diario de observaciones las notas relacionadas con X. (Entonces aún era X para mí). Pero todo eso ocurrió antes de que ella se fuese a Londres, pues después ya dejó a ese muchacho. Ésos eran días en que yo soñaba despierto cosas malas, a propósito y con un poco de rabia. En esos sueños ella lloraba o se arrodillaba ante mí. Un día, soñando así, despierto, le di una bofetada, como había visto que hacía el primer actor a la dama joven en una obra de la Televisión. Tal vez eso fue el principio de todo… Quiero decir, todo lo malo.
Mi padre murió mientras iba al volante de su coche. Entonces tenía yo dos años. Eso ocurrió en 1937. Mi padre guiaba en estado de ebriedad, más tía Annie dijo siempre que fue mi madre la que le empujó a la bebida. Nunca me dijeron la verdad de lo ocurrido, pero mi madre se fue poco después y me dejó con tía Annie. Parece que lo único que le interesaba a mi madre era pasarlo bien, sin complicaciones. Mi prima Mabel me dijo un día (cuando los dos éramos niños y en una disputa) que mi madre era una mala mujer y que se había escapado con un extranjero. Yo era un estúpido, y me fui en seguida a tía Annie, a preguntarle qué debía responder si alguien me preguntaba. Me dijo que no contestase nada, que ella se encargaría de eso y que yo debía ignorarlo todo. Ahora no me importa ya, y si mi madre vive todavía, no quiero encontrarme con ella. No me interesa. Tía Annie ha dicho siempre que es una gran suerte para todos que ella se haya marchado.
Así que fui criado como quien dice por tía Annie y tío Dick, con su hija Mabel. Tía Annie era hermana de mi padre, y mayor que él. Tío Dick murió cuando yo tenía quince años. Esto fue en 1950. Fuimos juntos al lago artificial de la represa de Tring, a pescar. Como de costumbre, yo me separé de él con mi red de cazar mariposas. Cuando me di cuenta de que tenía hambre, volví a donde lo había dejado y vi un grupo de gente apiñada. Pensé que tío Dick habría pescado algún ejemplar de gran tamaño. Pero no: había sufrido un ataque. Lo llevamos a casa, más ya no pudo hablar una palabra ni reconoció a ninguno de nosotros hasta que murió. Lo sentí mucho.
Los días que pasábamos juntos tío Dick y yo (bueno, juntos, lo que se dice juntos, no, porque yo siempre me iba a cazar mariposas y él se quedaba con sus cañas de pescar, aunque siempre comíamos y viajábamos de ida y vuelta juntos) fueron los mejores que recuerdo de toda mi vida. Tía Annie y mi prima Mabel miraban con desprecio mis mariposas cuando yo era niño, pero tío Dick siempre salía en defensa de mi hobby favorito. Admiraba la forma en que yo acomodaba mis ejemplares. Sentía lo mismo que yo ante alguna variedad rara. Se pasaba largos ratos mirando los movimientos de las mariposas, las orugas y demás insectos, y me cedió un espacio de su pequeño almacén de herramientas, para mi colección. Cuando gané un premio con un grupo de Fritillarias, me regaló una libra esterlina con la condición de que no le dijese una palabra a tía Annie. Pero, bueno: no sigo. Tío Dick fue tan bondadoso conmigo como un padre. Cuando tuve aquel cheque en la mano, él fue la persona, además de Miranda, claro, en quien pensé de inmediato. Le habría regalado los mejores trebejos de pesca que hubiese y cuanto hubiera querido. Pero estaba de Dios que no había de ser así, y me armé de paciencia.
Desde que cumplí los veintiún años empecé a jugar en las apuestas de fútbol. Todas las semanas jugaba un boleto de cinco chelines. El viejo Tom y Crutchley, que trabajaban conmigo en Tarifas, y algunas de las muchachas, se juntaron para jugar permanentemente un boleto mucho mayor que el mío, y no hacían más que insistir en que jugase con ellos, pero yo preferí seguir haciéndolo solo. Nunca me han gustado el viejo Tom y Crutchley. El primero es un hombre viscoso, que no hace otra cosa que hablar del gobierno municipal de la localidad y adular con todo descaro a Mr. Williams, el tesorero del Ayuntamiento. Crutchley es un hombre de mente sucia y un sádico. No deja pasar ni una oportunidad de burlarse de mi hobby, sobre todo cuando hay muchachas delante. Por ejemplo: «Fred tiene aspecto de cansado, porque se ha pasado un sucio fin de semana con un hermoso ejemplar de Col Blanca». O si no: «¿Quién era esa Dama Pintada con quien lo vi anoche, mi querido Fred?». Al oír esas salidas del sádico, el viejo Tom reía hipócritamente, y Jane, la novia de Crutchley, que trabaja en Sanidad y que siempre estaba en nuestra oficina, hacía coro a esa risa, como una perfecta idiota. Era todo lo que Miranda no era. Siempre he odiado a las mujeres vulgares, sobre todo a las jóvenes. De modo que, como ya he dicho, continué jugando solo. El cheque que recibí al acertar el boleto era de 73091 libras esterlinas, algunos chelines y peniques. No bien la gente de la administración de apuestas me confirmó el martes que todo estaba en regla, llamé por teléfono a Mr. Williams. En seguida me di cuenta de que estaba furioso, porque yo dejaba el empleo de esa manera, aunque al principio me felicitó y me dijo que se alegraba de mi buena suerte, y que estaba seguro de que todos en la oficina se alegraban también, lo que no creí, naturalmente, ni un momento. ¡Hasta me sugirió que invirtiese en bonos del 5% del Empréstito del Consejo! Hay tipos en el Ayuntamiento que pierden todo sentido de la proporción. Pero yo hice lo que me sugirió la gente de la administración de apuestas: me trasladé en seguida a Londres con tía Annie y Mabel, hasta que pasara el revuelo de mi buena suerte. Le mandé al viejo Tom un cheque de quinientas libras esterlinas, pidiéndole que las compartiese con los demás. No contesté las cartas de agradecimiento que me enviaron. Se adivinaba fácilmente que me consideraban un individuo mezquino.
Fuente:
Título original: The collector
John Fowles, 1963
Traducción: Federico López Cruz

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