La
presente edición es, sin lugar a dudas, la más importante realizada
hasta la fecha, pues a las dos obras maestras de L. Carroll —y las
no menos magistrales ilustraciones de Tenniel— han venido a unirse
las notas y comentarios de Martin Gardner. El autor de esta edición
anotada, columnista de Scientific American durante más de veinte
años, matemático y ensayista original, era quizá, por su profesión
y aficiones, la persona más apropiada para realizar esta labor,
arrojando nueva y definitiva luz sobre un texto complicado pero
delicioso. No en vano Charles Dodgson —o sea, L. Carroll—, fue
también profesor de Lógica y Matemáticas, como el anotador,
dejando en sus libros la huella inequívoca de su sutilísimo humor,
entretejido de constantes combinaciones y variables imprevistos.
A
la calidad de los textos, y al meticuloso cuidado con el que ha
realizado su traducción Francisco Torres Oliver, viene por último a
unirse la magnífica presentación de los textos e ilustraciones.
Creemos que el conjunto constituye por todo ello una edición
auténticamente imprescindible.
Introducción
Digamos para empezar, que una ALICIA anotada es algo absurdo. Gilbert K. Chesterton, al escribir en 1932 sobre el centenario del nacimiento de Lewis Carroll, expresaba su «miedo tremendo» a que el cuento de Alicia hubiese caído ya en las pesadas manos de los eruditos, y se estuviera volviendo «frío y monumental como una tumba clásica».
«¡Pobre,
pobre Alicita!», se lamentaba G. K. Chesterton. «No sólo la han
cogido y le han hecho recibir lecciones; la han obligado a imponer
lecciones a los demás. Alicia es ahora no sólo una colegiala, sino
una profesora. Las vacaciones han terminado y Dodgson es otra vez
profesor. Habrá montones y montones de ejercicios de exámenes, con
preguntas como éstas: 1) ¿Qué sabes sobre las siguientes
expresiones: 'debirable', 'barrenar', 'ojos de abadejo', 'pozos de
melaza', 'hermosa sopa'? 2) Consigna todas las jugadas de ajedrez que
hay en A
través del Espejo,
y traza el diagrama. 3) Resume el método práctico del Caballero
Blanco para abordar el problema social de los bigotes verdes. 4)
Indica la diferencia entre Patachunta y Patachún».
Hay
muchas razones para no tomar demasiado en serio el alegato de
Chesterton. Ningún chiste resulta divertido, a menos que
comprendamos su quid;
y a veces ese quid
necesita de una explicación. En el caso de ALICIA nos enfrentamos
con un tipo de disparate muy extraño y complicado, escrito para
lectores británicos de otro siglo, y necesitamos saber muchísimas
cosas que no están en el texto si queremos captar todo su sabor y su
gracia. Peor aún: algunos chistes de Carroll sólo podrían
comprenderlos los residentes de Oxford; otros, más personales, las
encantadoras hijas del decano Liddell nada más.
Lo
cierto es que el disparate de Carroll no es tan casual y sin sentido
como le parece al moderno niño americano que intenta leer los libros
de ALICIA. Digo «intenta» porque ha pasado la época en que los
menores de quince años, incluso en Inglaterra, podían leer ALICIA
con el mismo placer que leen, digamos, El
viento en los sauces
o El
mago de Oz.
Hoy día los niños se sienten perplejos y a veces asustados ante la
atmósfera pesadillesca de los sueños de Alicia. Sólo el hecho de
que los adultos —científicos y matemáticos sobre todo— sigan
disfrutando con los libros de Alicia les ha asegurado a éstos su
inmortalidad. Así, pues, sólo a los adultos van dirigidas estas
notas.
Hay
dos tipos de notas que he tratado de evitar por todos los medios; no
porque sean difíciles de elaborar o porque no deban hacerse, sino
porque son tan sumamente fáciles que cualquier lector inteligente
puede escribirlas por sí solo. Me refiero a las exégesis alegóricas
y psicoanalíticas. Como Homero, la Biblia, y todas las demás
grandes obras de fantasía, los libros de ALICIA se prestan
fácilmente a todo tipo de interpretación simbólica, ya sea
política, metafísica o freudiana. Algunos comentarios eruditos de
este género que se han hecho son hilarantes. Por ejemplo, Shane
Leslie, en su artículo «Lewis Carroll and the Oxford Movement»
(publicado en el London
Mercury,
julio de 1933), dice haber descubierto en ALICIA una historia secreta
de las controversias religiosas de la Inglaterra victoriana. El tarro
de mermelada de naranja, por ejemplo, simboliza el Protestantismo
(por Guillermo de Orange, evidentemente). La batalla del Caballero
Rojo y el Caballero Blanco es el sonado enfrentamiento entre Thomas
Huxley y el Obispo Samuel Wilberforce. La Oruga Azul es Benjamín
Jowett; la Reina Blanca es el Cardenal John Henry Newmann, la Reina
Roja es el Cardenal Henry Manning, el Gato de Cheshire es el Cardenal
Nicholas Wiseman, y el Jerigóndor «sólo puede ser una espantosa
representación de la idea británica del papado…».
En
los últimos años se ha tendido naturalmente hacia las
interpretaciones psicoanalíticas. Alexander Woollcott expresó una
vez su alivio porque los freudianos hubiesen dejado sin explorar los
sueños de Alicia; pero eso fue hace veinte años; hoy, por
desgracia, nos hemos vuelto todos reductores de cabezas aficionados.
No hace falta que nos digan qué significa caer por una madriguera de
conejo, o acurrucarse en el interior de una casita diminuta con un
pie dentro de la chimenea. Lo malo es que cualquier disparate
literario posee tal abundancia de símbolos tentadores que uno puede
partir del supuesto que más le plazca sobre su autor, y construir
fácilmente un caso sugestivo. Consideremos, por ejemplo, la escena
en que Alicia coge el extremo del lápiz del Rey Blanco, y empieza a
garabatear por él. En cinco minutos podemos inventar seis
interpretaciones distintas. Es bastante discutible que el
subconsciente de Carroll tuviera presente alguna de ellas. Más
pertinente es el hecho de que Carroll estuviera interesado en los
fenómenos parapsicológicos y en la escritura automática, sin
descartar la hipótesis de que quizá sea puramente accidental el que
el lápiz de esta escena esté guiado de esa manera.
Debemos
tener presente que muchos personajes y episodios de ALICIA son
consecuencia directa de retruécanos y juegos de palabras, y que
habrían sido completamente distintos si Carroll los hubiera escrito,
digamos, en francés. No hace falta buscarle una explicación
enrevesada a la Falsa Tortuga; su presencia melancólica está
suficientemente explicada por la sopa de falsa tortuga. Las numerosas
referencias al acto de comer que hay en ALICIA ¿son signo de la
«agresión oral» de Carroll, o un reconocimiento de Carroll de que
a los niños les obsesiona el comer y les gusta que sus libros hablen
de ello? Parecido interrogante se puede aplicar a los elementos
sádicos de ALICIA, bastante suaves, comparados con los de los
dibujos animados de estos últimos treinta años. Sería absurdo
suponer que todos los autores de dibujos animados son
sadomasoquistas; más razonable parece considerar que todos ellos han
hecho el mismo descubrimiento de lo que a los niños les gusta ver en
la pantalla. Carroll era un narrador hábil, y debemos reconocerle la
capacidad de hacer un descubrimiento parecido. Lo importante aquí no
es que Carroll no fuera neurótico (todos sabemos que lo era), sino
que los libros de disparatada fantasía para niños no son esos
fértiles manantiales de visiones psicoanalíticas que podría
suponerse. Tienen demasiada abundancia de símbolos. Y los símbolos
tienen demasiadas explicaciones.
Los
lectores que quieran explorar las diversas interpretaciones
psicoanalíticas contrapuestas que se han hecho en ALICIA encontrarán
útiles las referencias bibliográficas que van al final de este
libro. Phyllis Greenacre, psicoanalista neoyorquina, ha hecho el
mejor y más detallado estudio de Carroll desde este punto de vista.
Sus argumentos son de lo más ingeniosos; posiblemente ciertos, pero
uno desearía que estuviese menos segura de sí misma. Hay una carta
de Carroll en la que habla de la muerte de su padre como del «golpe
más terrible que he sufrido en mi vida». En los libros de Alicia,
los símbolos maternos más evidentes, la Reina de Corazones y la
Reina Roja, son seres despiadados mientras que el Rey de Corazones y
el Rey Blanco, los dos candidatos más plausibles al símbolo
paterno, son sujetos amables. Pero supongamos que le damos a todo
esto una inversión en espejo, y decidimos que Carroll tenía un
complejo de Edipo no resuelto. Quizá identificaba a las niñas con
su propia madre, y Alicia misma sea el verdadero símbolo materno.
Ésta es la opinión de la doctora Greenacre. Subraya que la
diferencia de edad entre Carroll y Alicia era más o menos la misma
que la existente entre Carroll y su madre, y nos asegura que esta
«inversión del apego edípico no resuelto es bastante corriente».
Según la doctora Greenacre, el Jerigóndor y el Snark son
recuerdos-pantalla de lo que los psicoanalistas aún insisten en
llamar «escena original». Puede ser; pero uno lo duda.
Tal
vez sea oscura la fuente interna de las excentricidades del Reverendo
Charles Lutwidge Dodgson, pero los datos externos sobre su vida son
bien conocidos. Durante casi medio siglo fue residente del Christ
Church College
de Oxford, su alma máter. Durante más de la mitad de ese tiempo,
fue profesor de matemáticas. Sus clases eran aburridas y carentes de
humor. No hizo contribuciones importantes a las matemáticas, aunque
dos de sus paradojas lógicas, publicadas en la revista Mind,
abordan problemas difíciles concernientes a lo que hoy se llama
metalógica. Sus libros de lógica y matemáticas están escritos de
una manera original, con muchos problemas divertidos; pero su nivel
es elemental y rara vez son leídos hoy día.
Físicamente,
Carroll era guapo y asimétrico: detalles que quizá contribuyeron a
su interés por las imágenes en espejo. Tenía un hombro más alto
que otro, la sonrisa ligeramente ladeada, y sus ojos no estaban
exactamente a la misma altura. Era de estatura mediana, delgado, su
postura era rígidamente erguida, y andaba con un paso espasmódico
peculiar. Estaba aquejado de sordera de un oído, y de cierto
tartamudeo que hacía que le temblase el labio superior. Aunque
ordenado diácono (por el Obispo Wilberfore), rara vez predicaba a
causa del defecto de su habla, y no siguió recibiendo órdenes
sagradas. No hay duda sobre la hondura y sinceridad de sus
convicciones en el seno de la Iglesia de Inglaterra. Era ortodoxo en
todos los sentidos, salvo en su incapacidad para creer en la
condenación eterna.
En
política era «tory», temido por las señoras y señores, e
inclinado a mostrarse snob con sus inferiores. Se oponía
vigorosamente al diálogo irreverente y sugestivo del teatro, y uno
de sus numerosos proyectos inacabados fue «bowdlerizar» a Bowdler
publicando una edición de Shakespeare adaptada para niñas. Pensaba
hacerlo eliminando determinados pasajes que incluso Bowdler había
encontrado inofensivos. Su timidez llegaba a tal extremo que era
capaz de permanecer sentado horas enteras en una tertulia sin
participar en la conversación: sin embargo, su timidez y tartamudeo
«desaparecían como por ensalmo» cuando estaba a solas con un niño.
Era un solterón exigente, estirado, melindroso, irritable y afable,
de vida asexual, apacible y feliz. «Mi vida está tan extrañamente
exenta de sufrimiento y preocupación», escribió una vez, «que no
me cabe duda de que esta felicidad es uno de los talentos confiados a
mí para que lo 'utilice', hasta el regreso del Señor, haciendo algo
que aporte felicidad a otras vidas».
Hasta
aquí, muy gris. Empezamos a percibir atisbos de una personalidad más
interesante cuando observamos los pasatiempos favoritos de Charles
Dodgson. De niño era aficionado a los títeres y la
prestidigitación, y durante toda su vida disfrutó haciendo juegos
de magia, especialmente para los niños. Le gustaba confeccionar un
ratón con el pañuelo, y luego hacerlo saltar misteriosamente de su
mano. Enseñaba a los niños a hacer con papel barcos y pistolas que
estallaban al sacudirlas en el aire. Se dedicó a la fotografía
cuando este arte estaba empezando, especializándose en retratos de
niñas y de personajes famosos. Le entusiasmaba toda clase de juegos,
sobre todo el ajedrez, el croquet, el chaquete y el billar. Inventó
gran cantidad de acertijos verbales y matemáticos, juegos, métodos
de cifrado, un sistema para memorizar números (en su diario habla
del empleo de su método mnemotécnico para memorizar π
hasta setenta
y un decimales). Fue defensor entusiasta de la ópera y el teatro en
una época en que los representantes de la Iglesia no veían ni lo
uno ni lo otro con buenos ojos. La famosa actriz Ellen Terry fue una
de sus amistades inveteradas.
Ellen
Terry fue una excepción. El principal pasatiempo de Carroll —el
que le reportó mayores alegrías— era agasajar a las niñas. «Me
encantan las niñas (no los niños)», escribió una vez. A los niños
les tenía horror, y en la última etapa de su vida los evitó lo que
pudo. Adoptando el símbolo romano para los días afortunados,
escribía en su diario: «Señalo este día con una piedra blanca»,
cada vez que lo consideraba especialmente memorable. En casi todos
los casos, los días de piedra blanca eran días en que agasajaba a
una amiguita o conocía a alguna nueva niña. Consideraba el cuerpo
desnudo de las niñas (al contrario que el de los niños) sumamente
bello. De vez en cuando las fotografiaba o las dibujaba desnudas; con
permiso de la madre, naturalmente. «Si tuviese que dibujar o
fotografiar a la niña más preciosa del mundo», escribió, «y
notase en ella una pudorosa resistencia (por ligera y fácil de
vencer que fuese) a quedarse desnuda, consideraría un solemne deber
para con Dios renunciar por
completo
a semejante petición». Para que estos retratos desnudos no crearan
complicaciones a las niñas más tarde, dispuso que, a su muerte,
fuesen destruidos o devueltos a las niñas o a sus padres. Al
parecer, no ha sobrevivido ninguno.
En
Sylvie
and Bruno Concluded
hay un pasaje que pone tremendamente de manifiesto, en cuanto a la
fijación de Carroll a las niñas, toda la pasión de que era capaz.
El narrador de la historia, un Charles Dodgson apenas disfrazado,
recuerda que sólo una vez en su vida vio la perfección: «… Fue
en una exposición de Londres, donde, al abrirme paso entre la
multitud, me tropecé de repente, cara a cara, con una niña de una
belleza completamente ultraterrena». Carroll no dejó nunca de
buscar a esa niña. Se aficionó a conocer niñas en los vagones de
ferrocarril y en las playas públicas. Un maletín negro que llevaba
siempre consigo en esas excursiones a la playa contenía rompecabezas
de alambre y otros regalos insólitos para estimular el interés de
ellas. Llevaba incluso una provisión de imperdibles para sujetarles
las faldas, cuando querían andar con los pies metidos en el agua.
Los gambitos de apertura podían resultar divertidos. Una vez, cuando
estaba haciendo un apunte junto al mar, una niña que se había caído
al agua se acercó con las ropas chorreando. Carroll arrancó un
canto de la hoja de papel secante, y le dijo: «¿Puedo ofrecerte
esto para secarte?».
Por
la vida de Carroll desfiló una larga procesión de niñas
encantadoras (sabemos que lo eran por sus fotografías); pero ninguna
ocupó totalmente el lugar de su primer amor, Alicia Liddell. «He
tenido docenas de amiguitas desde tus tiempos», le escribió a ella
después de casada, «pero han sido algo completamente distinto».
Alicia era hija de Henry George Liddell (apellido que rima con
«fiddle»
[«violín»]), decano del Christ
Church.
Hay un pasaje en Pretérita,
autobiografía fragmentaria de John Ruskin, que nos da cierta idea de
lo atractiva que debió de ser Alicia. Florence Becker Lennon
reproduce el pasaje en su biografía de Carroll, que es de donde lo
cito yo ahora.
Ruskin
enseñaba en Oxford en aquel entonces, y había dado a Alicia
lecciones de dibujo. Una noche nevada de invierno en que el Decano y
la señora Liddell iban a cenar fuera, Alicia invitó a Ruskin a una
taza de té. «Creo que Alicia me envió una nota», escribe, «cuando
no había moros en la costa». Ruskin se había acomodado en una
butaca junto a un fuego crepitante, cuando se abrió bruscamente la
puerta, «y se produjo una sensación como si el viento hubiese
apagado algunas estrellas». El Decano y la señora Liddell habían
regresado al encontrar las calles bloqueadas por la nieve.
—¡Cuánto
debe de sentir que hayamos vuelto, señor Ruskin! —dijo la señora
Liddell.
—Jamás
lo he sentido tanto —replicó Ruskin.
El
decano sugirió que siguieran con su té. «Y así lo hicimos»,
continúa Ruskin; «pero no conseguimos que papá y mamá se
marchasen del salón después de su cena, y volvimos a Corpus
desconsolados».
Y
ahora viene la parte más importante de la historia: Ruskin cree
que las hermanas de Alicia, Edith y Rhoda, también se encontraban
presentes, aunque no está seguro: «Ahora es todo como un sueño»,
escribe. Sí; Alicia debió de ser una niña bastante atractiva.
Se
ha discutido mucho sobre si Carroll estaba enamorado de Alicia
Liddell o no. Si se entiende en el sentido de que quería casarse con
ella o hacerle el amor, no hay la más ligera prueba de ello. Sin
embargo, su actitud respecto a ella era la de un enamorado. Sabemos
que la señora Liddell notó algo fuera de lo normal, tomó medidas
para desalentar el interés de Carroll, y más tarde quemó todas sus
primeras cartas a Alicia. Hay una misteriosa referencia en el diario
de Carroll, correspondiente al 28 de octubre de 1862, según la cual
había perdido por completo el favor de la señora Liddell, «desde
el asunto de lord Newry». Cuál es el asunto de lord Newry al que se
refiere, sigue siendo hoy un sugestivo misterio.
No
existen indicios de que Carroll tuviera conciencia de otra cosa que
de la más pura inocencia en sus relaciones con las niñas, ni existe
la más leve falta de decoro en ninguno de los cariñosos recuerdos
que docenas de ellas han escrito después sobre él. Había en la
Inglaterra victoriana una tendencia, reflejada en la literatura de la
época, a idealizar la belleza y la pureza virginal de las niñas.
Sin duda esto hizo más fácil a Carroll suponer que su debilidad por
ellas se situaba en un elevado plano espiritual; aunque por supuesto,
esto no basta para explicar tal debilidad. Hace poco, Carroll ha sido
comparado con Humbert Humbert, el narrador de la novela de Vladimir
Nabokov, Lolita.
Es cierto que los dos tenían pasión por las niñas, pero sus
objetivos eran diametralmente opuestos. Las pequeñas «ninfas» de
Humbert Humbert eran criaturas para ser utilizadas carnalmente. Las
niñas de Carroll le atraían precisamente porque con ellas se sentía
sexualmente a salvo. Lo que diferencia a Carroll de otros escritores
que vivieron una vida asexual (Thoreau, Henry James…) y de los que
se sintieron fuertemente atraídos por las niñas (Poe, Ernest
Dowson…) es la singular combinación que se da en él, casi única
en la historia de la literatura, de una completa inocencia sexual y
una pasión que sólo puede describirse como totalmente heterosexual.
A
Carroll le encantaba besar a sus amiguitas y terminar sus cartas
enviándoles 10.000.000 de besos, o 43/3 o dos millonésimas de beso.
Se habría horrorizado ante la insinuación de que quizá todo esto
comportaba un elemento sexual. Hay en su diario una anécdota
divertida según la cual besó a una niña, para descubrir más tarde
que tenía diecisiete años. Carroll escribió rápidamente a su
madre excusándose en tono humorístico, y asegurándole que no
volvería a suceder; pero a la madre no le hizo gracia.
En
cierta ocasión, una preciosa actriz de quince años llamada Irene
Barnes (más tarde hizo los papeles de la Reina Blanca y de la Jota
de Corazones, en la versión musical de ALICIA) pasó una semana con
Charles Dodgson, en una estación balnearia. «Según le recuerdo
ahora», rememora Irene en su autobiografía To
Tell My Story
(el pasaje lo cita Roger Green en el vol. II, pág. 454 del Diary
de Carroll), «era muy delgado, tenía algo menos de seis pies, un
rostro lozano y juvenil, el cabello blanco, y daba la impresión de
una extrema pulcritud… sentía un profundo amor por los niños,
aunque me inclino a pensar que no les comprendía de la misma manera…
Su mayor placer era enseñarme su Juego de Lógica (consistía en un
método de resolver silogismos colocando fichas negras y rojas sobre
un diagrama inventado por el propio Carroll). ¿Puedo decir que esto
me hacía bastante tediosa la noche, cuando la banda de música
desfilaba tocando, y la luna brillaba en el mar?»
Sería
fácil decir que Carroll encontró una válvula de escape para su
represión en las violentas, caprichosas y desenfrenadas visiones de
sus libros de ALICIA. Desde luego, los niños Victorianos disfrutaron
con semejante escape; pero Carroll se sentía cada vez más inquieto
pensando que todavía no había escrito un libro para jóvenes que
transmitiera algún mensaje evangélico Su obra en esta dirección
fue Sylvie
and Bruno,
novela larga y fantástica dividida en dos partes que se publicaron
por separado. Contiene algunas escenas cómicas francamente
espléndidas; la canción del Jardinero, que atraviesa todo el relato
como una fuga demente, es una de las mejores cosas de Carroll. He
aquí la estrofa final, cantada por el Jardinero con las mejillas
bañadas en lágrimas:
Creyó
descubrir un Argumento
que
demostraba que era el Papa;
volvió
a mirar, y vio que era
una
Pastilla de jaspeado Jabón
«¡Realidad
tan horrorosa», se dijo débilmente,
«destruye
toda esperanza!»
Pero
no son las magníficas canciones disparatadas, los aspectos que
Carroll más admiraba de esta narración. Él prefería una canción
que cantan los niños duendes, Sylvie y Bruno, y cuyo estribillo
dice:
Pues
creo que es Amor
Pues
siento que es Amor
¡Pues
estoy seguro de que sólo es Amor!
Carroll
la consideraba el poema más bonito que había escrito. Incluso
quienes pueden coincidir con el sentimiento que subyace en él, y en
otras partes de la novela (empalagosamente endulzadas de devoción),
encuentran difícil hoy leer esos pasajes sin sentir embarazo por el
autor. Parecen haber sido escritos en el fondo de un pozo de melaza.
Uno concluye con tristeza que Sylvie
and Bruno
es un fracaso a la vez artístico y retórico. Seguramente son pocos
los niños Victorianos (a quienes iba destinado este relato) que se
conmovieron, se divirtieron o se elevaron con él.
Irónicamente,
el disparate pagano anterior de Carroll contiene, al menos para
algunos lectores modernos, un mensaje religioso más eficaz que el de
Sylvie
and Bruno.
Porque el disparate, como a Chesterton le gustaba decirnos, es una
forma de ver la existencia, análoga a la humildad y al portento
religiosos. El Unicornio considera a Alicia un monstruo fabuloso.
Parte del embotamiento filosófico de nuestro tiempo consiste en que
hay millones de monstruos racionales que andan erguidos sobre sus
extremidades posteriores, observan el mundo a través de un par de
lentes flexibles, se suministran energía metiéndose sustancias
orgánicas por un orificio situado en sus caras, y, sin embargo, no
ven nada fabuloso en ellos mismos. De vez en cuando, a estas
criaturas se les estremece la nariz a causa de un acceso momentáneo.
Kierkegaard imaginó una vez a un filósofo estornudando mientras
anotaba una de sus profundas sentencias. ¿Cómo puede un hombre así,
se preguntaba Kierkegaard, tomarse en serio su metafísica?
El
último grado de la metáfora contenido en los libros de ALICIA es
éste: que la vida, observada racionalmente y sin ilusión, parece un
disparate contado por un matemático idiota. En el fondo de las
cosas, la ciencia descubre sólo una loca, interminable contradanza
de Ondas de Falsa Tortuga y partículas de Grifo. Por un momento, las
ondas y las partículas formando figuras grotescas, inconcebiblemente
complicadas, capaces de afectar a su propio absurdo. Todos vivimos
una vida bufonesca bajo una inexplicable condena a muerte, y cuando
tratamos de averiguar qué quieren las autoridades del Castillo que
hagamos, se nos envía de un burócrata chapucero a otro. Ni siquiera
estamos seguros de que el conde West-West, dueño del Castillo,
exista realmente. Más de un crítico ha comentado las semejanzas
entre el Proceso
de Kafka y el proceso de la Jota de Corazones, entre el Castillo
de Kafka y la partida de ajedrez en que las piezas vivientes ignoran
el plan del juego y no saben si se mueven por su propia voluntad o
son empujadas por dedos invisibles.
Esta
visión de la monstruosa insensatez del cosmos («¡Que le corten la
cabeza!») puede ser tenebrosa y turbadora, como en Kafka y en el
Libro de Job, o una despreocupada comedia, como en Alicia o en El
hombre que fue Jueves,
de Chesterton. Cuando Domingo, símbolo de Dios en la pesadilla
metafísica de Chesterton, lanza pequeños mensajes a sus
perseguidores, dichos mensajes resultan ser disparates. Uno de ellos
lleva incluso la firma de Snowdrop («Campanilla»), nombre de la
gatita blanca de Alicia. Se trata de una visión que puede conducir a
la desesperación y al suicidio, a la risa que pone fin al relato de
Jean Paul Sartre, «El Muro», a la resolución del humanista de
continuar valerosamente frente a las tinieblas finales. Y por extraño
que parezca, tal vez sugiera también la hipótesis descabellada de
que detrás de las tinieblas puede haber una luz.
La
risa, declara Reinhold Niebuhr en uno de sus más hermosos sermones,
es una especie de tierra de nadie entre la fe y la desesperación.
Preservamos nuestra cordura riéndonos de los absurdos superficiales
de la vida; pero la risa se convierte en amargura y escarnio si se
orienta hacia esos absurdos más profundos que son el mal y la
muerte. «Esa es la razón» concluye, «por la que hay risas en el
atrio del templo, ecos de risas en el templo mismo, pero sólo
recogimiento y oración, y ninguna risa, en el santo de los santos».
Lord
Dunsany dice lo mismo en Los
dioses de Pegana
(el que habla es Limpang-Tung, dios de la alegría y de los juglares
melodiosos):
«Introduciré
bromas y un poco de alegría en el mundo. Y mientras la Muerte te
parezca tan lejana como el borde purpúreo de los montes, y el dolor
tan remoto como la lluvia en los días azules del verano, reza a
Limpang-Tung. Pero cuando seas viejo, o vayas a morir, no reces a
Limpang-Tung, porque ya formarás parte de un plan que no
comprendes.»
«Sal
a la noche estrellada, y Limpang-Tung danzará contigo… u ofrece
una broma a Limpang-Tung; pero no reces a Limpang-Tung en tu dolor,
pues ha dicho del dolor; 'puede que sea muy inteligible para los
dioses, pero él no lo comprende'».
LAS
AVENTURAS DE ALICIA EN EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS y A TRAVÉS DEL
ESPEJO son dos incomparables bromas que el reverendo C. L. Dodgson,
durante el descanso mental de sus tareas en el Christ
Church,
ofreció a Limpang-Tung.
Fuente:
Título original: The Annotated Alice
© Martin Gardner, 1960
Traducción: Francisco Torres Oliver
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