jueves, 17 de septiembre de 2015

Cabrera Infante. Todo está hecho con espejos. Cuentos casi completos.


Cuento.
La soprano vienesa

   El fonógrafo siempre distorsionará

   Thomas Alva Edison

 
   I

   Creo que llegó la hora de contar el cuento del escultor
húngaro sobre la soprano vienesa.
   El escultor se llama (o se llamaba: no sé decir) Carol
Tobir, pero éste no era (es) su nombre verdadero, ya que su
verdadero nombre (Tibor Karolyi) le dio bastantes dolores de
cabeza con las bromas que la sola mención del mismo
desencadenaba como reflejos verbales condicionados. Un ligero
cambio en las sílabas, un trueque en la ordenación de nombre y
apellido (cosa que importa bien poco a los húngaros, ya que
nunca se ha sabido si Lajos Zilahy se llamaba en realidad
Zilahy Lajos) y el maestro Tobir pudo vivir en paz: ya no
recordó más en su apellido que era pariente del primer
presidente húngaro (Michel Karolyi o Karolyi Michel), pero
tampoco ningún otro cubano volvió a defecar metáforas dentro
de su nombre. (Tibor en Cuba no es "un vaso grande de barro
decorado exteriormente" sino algo más íntimo: un orinal.)
   Carol era un hombre grande y aquí quiero decir que era tan
alto como gordo y tenía un tipo que solamente su acento
extranjero y cierta aura europea evitaba que fuera un mulato
lavado ejemplar o un ejemplar de mulato lavado. Se parecía ya
bastante a Dan Seymour, el actor, cuando decidió acentuar el
parecido (después de ver "Tener y no tener") echándose una
boina negra sobre la cabeza que comenzaba a calvear.
   Sus amigos ven aquí la razón profunda para calarse el
"beret", como él decía, más que la frivolidad de seguir a Dan
Seymour, después de todo un actor bastante oscuro. Si ustedes
no recuerdan a Dan Seymour es porque está olvidado. Pero puedo
refrescarles la memoria añadiendo que Dan Seymour se parecía
bastante a un busto (apócrifo) de Metrodoro de Kyos que hay en
el museo de Bellas Artes de La Habana. Si todavía no lo
describo bien, añado que Julián Orbón, el compositor premiado
en el Festival de Caracas de 1957, siempre gustaba de
compararse (al pararse al lado) al busto (apócrifo) de
Metrodoro de Kyos. Para los que no conozcan a Orbón tan bien
como el peripatético poeta habanero Lezama Lima, sería bueno
decir que Julián es el vivo retrato de Dan Seymour. Pero no
creo que haga falta completar la imagen de Carolón, como le
llamábamos sus amigos. Quiero decir, el retrato físico. Sí
añado unos cuantos rasgos que podemos llamar, por no decirlo
de otra manera, morales.
   Carol había venido a Cuba alrededor del año cuarenta
huyéndoles a esas facciones que lo hacían en Hungría un tipo
de judío sefardita ejemplar. Había sido escultor laureado (un
parque de Pest, junto al Danubio, tiene todavía una fuente
firmada al pie, o a la cola, de un delfín con su nombre
húngaro) y gozaba de cierta fama centroeuropea, que se
convirtió, por la magia de la ignorancia antillana, en una
anonimidad total. No vivió mucho tiempo, sin embargo, en el
anónimo (en la nómina del Ministerio de Obras Públicas) porque
por aquella época Batista decidió inmortalizar su alma en
piedra de cantería y Carol hizo una o dos fuentes que nunca
firmó. Luego, durante la guerra, se inició con unos refugiados
flamencos (Beno Cravieski, ciudadano cubano de Amberes, lo
recuerda muy bien), en el negocio de joyería y ganó (y gastó)
una fortuna cubana. Los años cincuenta lo vieron de nuevo
pobre, pero en camino de una fama centroamericana como
escultor de masivos grupos humanos. Para su mal, de la noche a
la mañana decidió hacerse escultor abstracto y el arte de la
soldadura aprendida en la joyería, lo puso al servicio de
enormes brazaletes de bronce que querían ser estatuas
ecuestres o férreas maternidades que semejaban un "pendantif"
o aun anillos de compromiso en vías de derretirse en pietás
con un Cristo ausente -y dejó de aparecer en los anuarios de
"Art News Magazine".

   Ii

   Después de la Revolución lo vi pocas veces, porque yo
estaba muy ocupado escribiendo las memorias de un viejo
político ortodoxo (del Partido Ortodoxo) que murió, a resultas
de un derrame cerebral, en la amnesia total, mientras que
Carolón parecía mirar a La Habana con sus ajados ojos de
Budapest. Un día me lo encontré en la Biblioteca Nacional.
Hacía yo una investigación
literaria-policialhistórico-geográfica de los trabajos de
espías enemigos infiltrados en Cuba poco antes de la toma de
La Habana por los ingleses, para una monografía a editar por
las Fuerzas Armadas Revolucionarias, que luego apareció como
un capítulo de la obra titulada "Detección de la Infiltración
desde Colón, hasta la Revolución", afortunadamente firmada por
el capitán ÑIco Núñez.
   Me contó este cuento en el camino al café de Ayestarán
(muchos escriben todavía Ayesterán, incorrectamente) y 20 de
Mayo. Al regreso, lo dejé en la biblioteca leyendo el magazine
dominical del "New York Times". Antes de marcharse me puso una
de sus infinitas pero limitadas manos sobre (pesante) un
hombro y me dijo, "Acabo lerr una phrase de Marrcell Duchán
que serrá mi divisa", dijo, pero dijo difiso en vez de divisa.
"Dice Duchán que el ferdaderro arte es siempre subersifo. ?Qué
te parrese¿" Él había dicho arete en vez de arte y me quedé
pensando en unos pendientes de tNT.
   Cuando por fin entendí, ya me decía, "Voy irr suterránio
con mi esculturra". Me parecieron palabras de una cierta
profundidad y lo dejé allí, a que el silencio de la sala de
lectura le sirviera de eco histórico. No volví a saber de él,
hasta que pocos días antes del Primer Congreso de Escritores,
alguien me dijo que Carol había desaparecido. Ahora
probablemente esculpe estalactitas figurativas en una cueva de
Pinar del Río o los parques de Santo Domingo (República
Dominicana) comienzan a tener fuentes con delfines o en
Greenwich Village, Nueva York, hay una joyería de limallas de
hierro más.

   Iii

   Nunca fue tan esperado el debut de una soprano. Al menos,
ustedes y yo con ustedes (y el lector nunca sabe hasta qué
punto el escritor se ve atrapado por su trama literaria) hemos
bogado ansiosamente por este río discursivo, hecho tirabuzón
navegable por los meandros sucesivos de innúmeras digresiones,
para llegar al puerto escondido del secreto de la soprano que
vino de Viena.
   Pues bien, puedo decirles que sé poco de esta soprano
vienesa: ni siquiera sé si vino o no de Viena, porque por
aquella época (años 1939, 1940, 1941) todas las sopranos
venían de Viena. Por lo menos, eso es lo que de ellas decía la
prensa habanera y lo que decía la prensa habanera era lo que
ellas decían, ya que la crítica musical de ese tiempo se
reducía a elogios más o menos bien pagados. Lo cierto es que
la soprano tuvo su hora de éxito y por un momento pareció ser
más bien una ventrílocua (no estoy muy seguro de que esta
palabra tenga uso femenino: son muy pocas las mujeres que
hablan con el estómago), porque una tarde estaba cantando en
un recital de "lieder" de Hugo Wolf (todo su "Spanische
Liederbuch") en el saloncito recién inaugurado del Lyceum y a
prima noche tenía su acostumbrada media hora por Radio O.Shea
y de nueve a diez cantaba siempre en (?dónde si no¿) el
restaurant Vienés, usando en la emisora y en el restaurant las
mismas melodías de Strauss y Franz Lehar y de "ese músico que
ofende a Bach", como decía Tobir, Offenbach, y casi ya a
medianoche estaba en casa de Zaydín, entonces Primer Ministro,
o en una "soirée" musical de la Casa Cultural de Católicas o
en el programa sabatino o dominical del anfiteatro municipal,
cantando habaneras con un acento musical perfecto.
   Su gran momento, sin embargo, ocurrió un día, para decirlo
con palabras de Polonio, histórico-religioso-patriótico. Fue
el 12 de octubre de 1941 o el 10 de Tishri, año 5701 en el
calendario hebreo, o Día de las Américas o Aniversario del
Descubrimiento, en las efemérides del almanaque. Ese domingo
glorioso ella cantó en la Catedral por la mañana en una misa
(Te Deum) ofrecida en honor o en recuerdo o de gracia o de
descanso al alma emprendedora de Cristóbal Colón, cantó por la
tarde, ocasión del Yon Kippur, en la B.Naith B.Rith o en la
sinagoga del Vedado, y cantó en una velada ofrecida por el
Centro Gallego esa noche, en celebración del Día de la Raza.
Por muy poco falló en celebrar también el advenimiento del
nuevo año musulmán, ya que el Muharram en esa ocasión cayó
diez días más tarde.
   Ella se llamaba (o se hacía llamar) Militza Dolfus. No creo
que tuviera la menor intención de recordar en cada "lied" la
memoria asesinada del incauto canciller Engelbert Dollfuss, ni
mucho menos de condenar en toda aria al astuto regicida Otto
Planetta. No solamente las simples eses y eles de su apellido
me persuaden, sino que sé que "fr)ulein" Dolfus (siempre
tendré esta duda de su estado civil: ?señora o señorita¿)
había visto muy poco el Danubio o si lo vio no fue el mismo
Danubio que convocó en el daltónico compositor Johan Strauss
las recurrentes inundaciones musicales que padecimos tantas
veces en su voz de soprano ligera: nadie se inspira dos veces
en el mismo río. Pienso que había en ese seudónimo (porque
persona tuvo nunca dudas de que era un "nombre para el arte":
ella misma lo declaraba) algo más simple y más vil. El afán
comercial de parecerse aún más (cabellera oxigenada, nariz de
alas batientes al compás, manos entrelazadas sobre la organza
ventral o bajo el pecho capaz de dar el do, mientras exhibe
otras cualidades menos sonoras pero más visibles por los
escotes oportunamente abiertos), de ser posible, a otra
soprano vienesa famosa en aquel tiempo, que solía desplegar en
marquesinas y carteles el fílmico y notorio nombre
centroeuropeo de Miliza Korjus. Aun la sabia semejanza sonora
y la más hábil desemejanza ortográfica del nombre (que regula
la conocida ley que afirma que más se parece lo que no se
parece del todo, que lo absolutamente idéntico) lo indican.
Pero hay otra prueba concluyente: ambas millizas... perdón,
ambas Milizas fueron mellizas, al menos en la fama: cuando
ascendió una, subió la otra y las dos conocieron la decadencia
por el mismo tiempo, con la misma velocidad, en igual ausencia
de estela notoria. Pero las estrellas (las nuestras, las de
este mundo) declinan, no se apagan y un historiador acucioso
siempre encontrará su cola luminosa, perdida en el negro
espacio interestelar solamente para los ciegos ojos legos.
Nosotros, los astrónomos de la fama, sabemos sin embargo
situar en las cartas del cielo de la farándula estas novas,
supernovas y estrellas negras (me ocuparé de Sabor Vidal, la
mulata rumbera, otro día) que por años luz de olvido
parecieron extinguidas. Pueden brillar todavía con luz propia,
si existe el telescopio literario capaz de alcanzar, con su
potencia verbal, las débiles huellas de luz pública que deja
en el firmamento el paso de uno de estos astros del arte del
bel canto. Lo que hizo Nabokov con La Slavska, lo hago yo
ahora con la Dolfus. Quizás otra vez otro maestro (Jorge Luis
Borges, Ionesco, S.J. Perelman) rescatará del olvido cósmico
también a Miliza Korjus, ese facsímil.

   Iv

   Sé que me he dejado llevar por un arranque lírico, casi un
aria. Pero quiero reproducir en mis palabras la vehemencia con
que Carol Tobir me contaba en el largo viaje del día hacia el
café, la vida y los milagros de Militza Dolfus. Anoto ahora un
impromptu que compuso Carol en la ocasión, para mostrar su
carácter pendenciero y comunicativo y entusiasmado,
típicamente humano. Pasamos por un parque con una fuente al
medio y nos acercamos. Estaba firmada por Rita Longa, nuestra
conocida escultora. Había en el parque también dos o tres
grupos escultóricos. La fuente representaba o quería
representar un tiburón fugitivo de su detenida piedra al que
rodeaban sucesivas sardinas de hormigón y cantería, en
actitudes beligerantes. Todos echaban un agua sucia por la
boca en la que se bañaban después (como ocurre con todas las
fuentes: no hay nada más antihigiénico) y Tobir me sugirió que
el grupo parecía un tanto alegórico, aunque "en la mejorr
trradición del peorr gusto", me dijo riendo. "Parrecen
políticas de una phábula". Seguimos caminando y casi bojeamos
el parque, reconociendo cada una de las estatuas. Había una
tropa de ciervos de bronce o de yeso pintado de bronce, unas
aves estilizadas hasta perder toda capacidad para el vuelo y
una reunión heroica que parecía más bien un pulpo abarrotado
de brazos combativos. (Recordé ante estas pétreas imágenes un
cartel entonces popular representando a un negro rompiendo las
cadenas raciales en una metáfora cruda que hacía pensar a su
vez, automáticamente, en el Congo: la figura del negro, por un
cruel fallo técnico o una intención torcida, parecía un gorila
en atuendo de obrero militante al que superpusieran !la cabeza
de Patrice Lumumba¡) Todas las masas escultóricas estaban
firmadas por Rita Longa. Carolón las miró una a una y en cada
estatua ("de alguna manera hay que llamarlas", me dijo) dejaba
la impronta de una o dos frases lapidarias, más definitivas
que las piedras que enfrentábamos. Finalmente pareció abarcar
todo el parque con sus brazos de escultor y allí, bajo el sol
implacable, dijo una frase más implacable que el sol: "Ars
brevis, Rrita Longa".

   V

   La señora Dolfus dejó de cantar paulatinamente. Hoy una
velada musical en el salón de actos del Comité por un Quemado
de Güines Mejor, mañana un recital de fados en los salones de
la Artística Gallega, luego un ágape cantado en el Club Atenas
(banquete con pretexto en el centenario del primer concierto
ejecutado por Brindis de Salas, "el Paganini negro"), más
tarde una aparición ni al comienzo ni al final en el tercer
homenaje de despedida de Zoila Gálvez, soprano oficial, y,
finalmente, avisado en caritativas gacetillas "de gratis", su
propio homenaje (que se anunciaba, como siempre se anuncian
los autohomenajes, "nacional"), en gran función de mutis en el
teatro de los Yesistas. El teatro (contra lo que se pueda
pensar no pertenecía a una sociedad religiosa, sino al
sindicato de los obreros del yeso) estaba lleno aquella noche.
Lo que no es una hazaña musical, pues los Yesistas tienen
cabida solamente para ciento setenta y cinco personas. Tobir
me contó que esa noche de la primavera (que en Los Yesistas se
convirtió en noche de tórrido verano) de 1951 el teatro estaba
lleno, pero no de personas que pagaran la entrada, sino de
viandantes y vecinos y gente del barrio de la Victoria que
habían venido a oír tocar gratis a su pianista acompañante,
Juan Bruno Tarraza, entonces en vogue. Sin embargo, todas las
entradas se vendieron entre la colonia israelita y las
amistades europeas y cubanas de La Dolfus. (Así se hacía
llamar ella.) Por un tiempo La Dolfus disfrutó su bonanza
económica, y solamente los empresarios del teatro que venían a
diario a su casa a cobrar su parte (y nunca encontraban a
nadie) y la persuasión de dos o tres amigas, impidieron que
ese "adiós a la farándula" tuviera tantas repeticiones como la
dilatada despedida de Romeo de la alcoba de Julieta. Es que la
fama suele ser también una amante pegajosa.
   Tobir la veía, de vez en cuando, porque coincidían en el
Café Vienés una que otra noche, o a la hora del almuerzo
ocasional en Moshe Pippi, o en Fraga y Vázquez (12 y 23) en
las raras cenas de madrugada que Carolón se permitía (siempre
padeció de hipertensión) y en otros sitios parecidos: café
Ambos Mundos, Lucero Bar, Bodeguita del Medio, que él llamaba
del Miedo. La Dolfus venía invariablemente acompañada por un
viejo vienés, delgado, distinguido, de sempiterno sombrero
tirolés calado sobre la sien derecha, que apenas murmuraba un
saludo confuso siempre realizado con una cortesía nítida. A
Carol le pareció que el viejo vienés rejuvenecía. Hasta que un
día se dio cuenta de que el viejo era tan viejo como siempre:
era La Dolfus la que se derrumbaba físicamente bajo el peso de
los años y el tinte para el pelo y sus horribles "manteaus"
centroeuropeos, llevados aún en el memorable agosto de 1953,
cuando el termómetro subió a cuarenta y cuatro grados
centígrados a la sombra -y de día como de noche. Fue
precisamente poco después de ese verano que vio a La Dolfus
sola varias veces y al preguntar a amigos mutuos, supo que el
barón G9norres (tal era su nombre y Tobir sintió una difusa
pero intensa simpatía por el difunto barón, al saber que ambos
habían padecido el mismo suplicio nominal: ni siquiera el
título nobiliario lograba contener las desaforadas
asociaciones verbales cubanas una vez que la adventicia crema
del apellido del barón era olvidada, lo que ocurría a menudo)
había muerto en una batalla campal entre sus leucocitos y
fagocitos de un bando (el blanco) y sus hematíes del bando
contrario (el rojo). Una víctima más de esa guerra civil de la
sangre llamada por los médicos leucemia.

   V

   Habían pasado seis meses o un año cuando una tarde La
Dolfus se apareció en el estudio que Carol tenía en la Plaza
del Vapor. Ella conocía bien el lugar, porque en otros tiempos
de más fama artística y mayor esplendor físico (y no me estoy
refiriendo tan sólo a la voz), La Dolfus había cantado varias
veces en su ducha, por la mañana temprano, después de una
"noche rromántica". Esta vez no venía en busca de caricias,
sino de consejos: ella quería ser escultora. El salto que
alguno de ustedes ha dado (no ahora, sino al sentarse sobre un
clavo) fue discreto en comparación con el estrépito de Tobir
al caer de su banqueta de escultor. ?Una soprano escultora¿
?Por qué¿ ?Cuándo¿ Y además, ?de qué manera¿ La Dolfus lo
explicó bien. Ella tenía algún dinero (dejado por el barón en
recuerdo de noches en que su sangre era más roja), se aburría
en casa, quería tener un hobby y había pensado en la
escultura. ?Por qué había pensado en la escultura¿ Porque
cuando joven, en Viena, había tenido un novio escultor llamado
Miguel Angel, nacido, doble curiosidad, en Florencia, pero,
ay, sin talento.
   ?No le había contado esto a Carolito una madrugada en que
los dos llegaron borrachos al parque Maceo y montaron los
caballos de bronce y los espolearon hacia el mar para salir de
Cuba y volver a Europa, decretando la infalibilidad hípica
para la navegación¿ Los caballos nunca se hunden ni los
torpedea nadie, ?no¿ Tobir no recordaba una palabra. Además,
estaba cansado, no servía para dar lecciones a nadie y había
roto, completa y definitivamente "con la figuración". Eso no
era obstáculo para La Dolfus: "Enséñame el arete de
lesculturra avstrakta, Carolín", fue lo que le dijo. Tobir
comprendió que nunca sacaría de su estudio aquel mal recuerdo
y decidió enseñarle el abecé de la escultura usando la
plastilina Woolworth.
   Un mes más tarde, sin embargo, La Dolfus regresó trayendo
en una balsa una yegua plástica que recordaba a un perro
mutilado, una paloma que parecía más bien un pavorreal enano y
una vaca que de haber tenido debajo a Cástor y a su carnal
Pólux, habría sido una copia pasable de la loba romana. "No
modelaba más que animales", me dijo Tobir, que le preguntó qué
significaba aquella "ménagerie". "Parra ser abstraksiones son
demasiada rreales y para ser figurrasiones son demasiados
abstraktas", le dijo. Ella no se inmutó (se recordará que una
vez en la escena del teatro Alkázar, en el show obligado que
se intercalaba entonces entre película y película, un operador
disgustado por la espera interminable de un agudo sostenido
más allá del umbral de la paciencia le "echó encima" la
película y sin embargo la voz de La Dolfus superó los fieles
rugidos del león de la Metro, la espesa música de George
Bakhaleinikoff (?o era de Daniel Amfitheatrof¿) y los
atronadores cañonazos del departamento de sonido del estudio.
El do sostenido final de "Il baccio", en la voz de la soprano
vienesa, acompañó unos cuantos segundos de acción bélica en
las fingidas Ardenas de "Sangre en la nieve") y le respondió
simplemente a Tobir: "Soy una primitiva sophisticada". Pero
ella no venía a discutir su arte, sino a perfeccionarlo.
"Vengo me ensegnes a esculpir", le dijo a Tobir. Carolón
acababa de dejar la escultura tradicional y no tenía
disposición más que para la soldadura, por lo que la barra de
aleación, el soplete y el tanque de acetileno y el yelmo
protector ocupaban todo su estudio, donde esculpía (es un
decir) por las noches, mientras de día trabajaba con Ernesto
González en las obras esculpidas del Palacio de Bellas Artes.
Pero de alguna manera la Dolfus convenció a Carolón, que le
dio unas cuantas lecciones rudimentarias del arte de la
escultura y además le regaló un tronco de ácana y varios
trozos de baría y sabicú y caoba, y una gubia, un formión y un
mallete. "Empieza con la maderra", le dijo. "Que es muy
noble".
   Si Carolón creyó que allí terminaba su misión didáctica, se
equivocaba, porque La Dolfus regresó al mes por más: ahora
quería completar su curso. "Quierro me ensegnes la pietra a
esculpirr", le dijo a Tobir, que le respondió: "Se dice
trabagar". "Bueno", dijo ella, "quiero me ensegnes la pietra a
trabagar". A lo que respondió Carolón: "Es lo mismo que la
maderra, solamente que más dura. Tienes comprarte un cincel y
una sierrra para mármol". "?Y tú no podrías todo
regalármelo¿", fue su penúltima pregunta. "Nein", dijo Tobir.
"Traurig", dijo ella queriendo decir lástima en alemán. Antes
de irse hizo la última pregunta: "Wollen wir Morgen abend
ausgehen?". Pero Tobir que no tenía ganas de ir a ninguna
parte con aquella bola de primavera, grasa y maquillaje,
cubierta conspicuamente por la pelliza, a la que los años y el
calor y la humedad le habían dado un aspecto arratonado, dijo:
"Nicht. Danke sch9n". Y ella respondió, casi cerrando la
puerta: "Traurig. bitte sch9n". Algo en la voz, en esta mano
demorada en la puerta, en aquel rabo de ratón mojado que se
escurría entre la hoja y el marco al cerrarla, le hizo
llamarla y regalarle un mallete para mármol y el cincel y la
sierra. Solamente exigió Carol un favor (la verdad) a cambio y
La Dolfus le pagó en moneda falsa (la mentira). "¿Qué haces
con l.esculturra? ¿Te ganas la fida así ahorra?" "Nein", dijo
ella, tratando de sonreír. "Te dije, "Dumm Kopf", que más no
es que un hobby". La mano húmeda cerró la puerta.

 
   Vi

   Pero no es por gusto que un chachachá llamado "La
engañadora" fue durante años casi el himno nacional cubano.
Hay un verso de su letra que dice: "Pero todo en esta vida se
sabe". Lo cual es cierto, aunque más cierto aún es el final de
esta feliz frase musical: "Sin siquiera averiguar". Carolón se
enteró de todo sin preguntar a nadie. La Dolfus era ahora
escultora, pero no era la vieja enloquecida por la cultura que
tomaba la escultura como pasatiempo, como él creía, sino una
profesional que se ganaba la vida haciendo toda clase de
encargos esculpidos: la Rita Longa del rico. porque La Dolfus
no había heredado del barón la apreciable fortuna que ella
decía, pero sí su círculo de amistades escogidas, que por una
actitud muy cubana (y muy colonial), aceptaron a la amante
como amiga por el simple hecho de que era una extranjera,
cuando en otra ocasión no habrían aceptado a la esposa
legítima. De este grupo, tres amigas fueron más que sus
íntimas, sus compañeras de canasta. Hay algo en este largo y
complejo juego uruguayo que predispone a la amistad, a la
confesión, a una intimidad solamente aparejada por la cama, y
en su frivolidad intensa hay mucho de los amores físicos
violentos: tan sólo una noche de despliegue sexual puede dejar
tanta fatiga física y tal exaltación espiritual como seis o
siete horas seguidas de canasta. En uno de estos maratones, La
Dolfus dejó ver que su estrella declinaba (en realidad estaba
apagada hacía tantos años que nadie lo recordaba) y en otro
juego con pareja discreción sugirió su penuria económica (se
trataba en verdad de otra palabra, miseria) y en otro match
sabatino ("El sábado es el día imaginado para la canasta",
Virgilio Piñera) dijo en una suerte de proclama, que era una
escultora ahora y mostró las piedras creadas. Ese día jugaban
en su casa. Todas tres, sus compañeras de mesa cambiaron
miradas inteligentes (sí, eso dije: miradas inteligentes) y a
la salida se coaligaron para ayudar a La Dolfus -"sin que ella
supiera nada".
   Ahora quiero hablar, brevemente, de las amigas. Una es una
princesa rusa que es una de las reliquias habaneras más
preciadas. Por este tiempo estaba tan arruinada como La
Dolfus, pero nunca se quejaba y vestía con una elegancia tan
antigua que había pasado de moda y se había vuelto a poner de
moda. Poco después de este tiempo, esta princesa que se
llamaba Tania o Zinia o quizás Sonia y a quien llamaremos la
princesa Olga para simplificar, abandonó para siempre la
canasta y redujo el cuarteto a sonata trío. La princesa Olga
había venido de Rusia, por supuesto, muy joven, en aiag o
1918, "huyendo de la Revolución de Octubre o de Noviembre",
decía ella, con su padre, coronel de cosacos y príncipe: nada
excepcional, como se ve, para un exilado ruso de 1917, y que
debe de haber muerto hace años o desapareció sin dejar
rastros, porque nadie parecía haberlo conocido. Pero la
princesa Olga sí es excepcional. Es un personaje del folklore
habanero, con sus boinas o sombreros o tocados que parecen
adornar su cabeza como una segunda cabellera, y su eterna
boquilla de ámbar con un cigarrillo incesante humeando sobre
su ojo izquierdo, que guiña siempre a su destino. En zigzag.
El penúltimo zigzag (esta palabra inconsistente) del errático
fatum de la princesa Olga fue que la alcanzara una revolución
socialista fatalmente (estas tres mujeres fueron afectadas por
la revolución de una manera aparatosa y diversa), a ella que
había viajado diez mil kilómetros escapada de una revolución
semejante, para encontrar refugio en el único sitio de la
tierra donde una revolución comunista no sólo no parecía
factible, sino escasamente probable. El último rasgo de esta
zeta fatal fue que la Revolución llegó como providencial
salvavidas para la princesa Olga, casi ahogada en un océano de
acreedores. Hoy ella enseña ruso en la tierra firme de la
academia nacionalizada de idiomas John Reed (apodada Diez Días
que Conmovieron a Berlitz), y por primera vez en muchos años
gana un sueldo decente y ha conseguido un nuevo nombre: la
princesa Olga se llama ahora, cosas de la historia, la
compañera Vernisjaya.
   La segunda mujer es más oscura y está muerta: la oscuridad
en la oscuridad: "noches para una noche", que diría el Bardo
que siempre responde cuando Avón llama. Se llamaba María Luisa
Bonichea, era condueña del Frontón Jai-alai y cuando llegó la
Revolución pensó que pasaría de rica a millonaria, porque el
turismo norteamericano tendría que aumentar por fuerza, ahora
que había caído batista. Error de cálculo se llama esa figura
retórica: en este caso craso error patético. (Se oye una
marcha fúnebre que se parece a la Sinfonía Patética.) La
armonía (para encarrilar el pensamiento sobre el pentagrama:
"Todas las artes aspiran a la música") de su alarma fue un
pesar in crescendo, para llegar a una serie de secuencias con
las sucesivas nacionalizaciones y culminar en un tutti e
fortissimo el Día que Cambiaron la Moneda. Doña María Luisa
tenía en su casa cerca de %s250,000 (doscientos cincuenta mil
pesos) escondidos en una caja fuerte, un colchón del último
cuarto y una caja de zapatos en su armario. El golpe produjo
un eco "in lontano" en su corazón y no recobró el conocimiento
ya más. La enterraron con doscientos pesos de sus ahorros que
su vieja y fiel criada tenía en el banco. Como cosa casi
ejemplar, Doña María Luisa (que tenía horror a las colas y
había contratado un hombre para que le hiciera las
imprescindibles) Bonichea tuvo que esperar seis horas en una
fila funeral en el cementerio de Colón para ser enterrada.
   La historia de la tercera mujer es el final de esta
historia.

   Vii

   Mariamelia Maciá es (o debe ser, porque una mujer que podía
refutar la evidencia bien puede alejar la muerte eternamente
por el simple expediente de negarse a creer en ella) una mujer
de carácter y una mujer de carácter tiene que ser viuda por
fuerza y por idéntica causa, tener un hijo sin carácter.
Mariamelia Maciá no tuvo un hijo débil de carácter, sino de un
carácter peculiar, por no decir otra palabra y añadir a la
pornografía la obscenidad. Mariano Pi y Maciá (conocido por
ciertos amigos suyos por otros nombres: María Nopi, Dalia
Maciapí y La Maciá) era, en fin, una loca. No era una loca
cualquiera pero era una loca "con su fama". Alguien la
describió una vez como "una loca de tacón, peineta y encaje
antiguo", tal vez porque su aspecto español era marcado. Su
gran momento (exceptuada, claro está, la culminación
sacrosanta) lo tuvo en las reuniones del Marqués de Pinar del
Río. Carol Tobir me contó que el poeta Ovidio Chato (atrapado
en la gran cacería de prostitutas, proxenetas y pederastas,
conocida como la Larga Noche de las Tres Pes, en La Habana, el
1 de octubre de 1961, detenido aparentemente por error, pero
juzgado por actos contra natura o contra la sociedad o contra
el estado (no recuerdo), enviado luego a un campo de
rehabilitación en Cayo Largo. A pesar de su nombre y de sus
relaciones y de las muchas cartas que escribió a funcionarios
que eran también poetas laureados, solicitando un perdón que
nunca llegó, y muerto finalmente como el vate latino, el otro
Ovidio, en su destierro insular) tenía una carta de un amigo,
enviada a su casa de Camagüey ("La ciudad de los tinajones"),
mucho antes de cometer el error inmortal de venir a vivir a La
Habana, donde le relataba una de estas provincianamente
depravadas soirées del Divino Marqués de P. R. Decía el
corresponsal, luego de describir un momento brillante de la
reunión (había, además, algunas insensateces y chismes de
comunidad cursis y otros detalles poco edificantes, pero es
solamente esta mención a Mariano Pi y Maciá lo que interesa),
decía: "... y ése fue el instante, querida, que Marianito Pi
escogió para atravesar el salón, dejando a su paso un reguero
de mariconería".
   Por supuesto que Mariamelia Maciá viuda de Pi, su nombre
completo en la "Guía Social de 1959* (la última que se editó
en La Habana), ignoraba todo esto: para ella, mujer devota (no
mujer "de botas", linotipista amable pero descuidado, como
ocurrió en mi inquisitiva biografía "¿Fue Cornelia la única
madre de los Graco?"), su hijo era un santo. No un santo
imaginado, sino un santo real. La muestra fehaciente estaba en
su devoción por los pobres (a menudo, Marianito traía, casi
siempre de noche, "invitados de baja estofa", como se solía
decir) y en su aspecto piadoso (es evidente que esta madre
ejemplar había visto demasiados Grecos: "Don.t you see that El
Greco is a maricón¿", (preguntó retórico Hemingway) y en su
virginidad a toda prueba.
   Tengo que decir que Mariamelia Maciá había puesto a
Marianito en cada una de sus etapas hacia el cielo "pruebas de
santidad". Lo había alejado de los humildes. Antes Marianito
siempre andaba por los muelles, por el Parque Central y la
Manzana de Gómez y el Dirty Dick.s: por los "barrios bajos".
Había intentado enfurecerlo, llevarlo a la desesperación, casi
al frenesí (al de ella), pero Marianito siempre conservaba su
natural calmado, de voz apagada, de gestos lívidos. Trajo a su
casa a sus ahijadas más bellas, empleó a las criadas más
atractivas y hasta una que otra exuberante mujer fácil, que no
sólo prodigaban sus atenciones al unigénito misógino y
melancólico (el gótico es esdrújulo), sino que llegaban a
exhibirle sus encantos en un despliegue que convertía al
"strip-tease" alevoso y nocturno en una ocasión deportiva,
sana. Pero Marianito ("Las situaciones de vodevil hay que
describirlas con frases de vodevil", Eugene Labiche),
Marianito, nada, nada, nada.
   No es extraño que cuando murió de repente, después de haber
atravesado la vida como se cruza un salón y dejado a su paso
una estela de pederastia, su madre, casi viuda y mártir,
pensara que era hora de tener una imagen del santo de su hijo
en la iglesia. Por supuesto, no era cosa de iniciar un lento
proceso de beatificación a través de los conductos
eclesiásticos. Mariamelia Maciá viuda de Pi tenía dinero y el
dinero lo consigue (o lo conseguía) casi todo en Cuba, hasta
la canonización: ella donaría una imagen monumental a la nueva
iglesia de Jesús de Miramar. ?Qué había de singular si por un
azar errático o por la segura mano de Dios esa imagen santa
sería también la vera efigie del hijo beato¿

   Viii

   Tobir cree todavía (o creía el soleado día que me hizo
largo este cuento corto) que en el proceso se produjo un
milagro cierto: la imagen del santo (Santo Tomás, no el
teólogo de Aquino sino el incrédulo) tenía un indudable
parecido con María Nopi. Perdón, con Mariano Pi y Maciá. ?Cómo
La Dolfus había logrado con sus rudimentos escultóricos aquel
parecido asombroso¿ Carol nunca se lo explicó. "Un milacro,
chico", me decía. "Un ferdaderro milacro". La estatua era
colosal y La Dolfus la había esculpido en pura piedra de San
José, en su casa -o mejor dicho, en su
apartamento-cuarto-estudio de la calle Baños. Cuando estuvo
terminada, vino un camión a cargarla y llevarla atravesando
toda La Habana hasta la Quinta Avenida, en Miramar, como el
que atraviesa un salón asfaltado.
   Hubo una ceremonia discreta (la viuda no quería publicidad
para aquella donación dolorosamente piadosa) y un
emplazamiento, ay, demasiado apropiado: todo el que llegaba a
la iglesia topaba (físicamente) de pronto con la imagen de
Marianito Pi, que ahora inundaba el sagrado recinto con sus
efluvios rarificados. Para última desazón y entendimiento
tardío de la madre y la viuda, algunos amigos indiscretos de
Marianito también vieron la imagen (pía no Pi) y notaron el
parecido y preguntaron. El resultado final fue que se enteró
la parroquia y la junta de feligreses y el patronato de la
iglesia, y todo paró en un reporte a la Nunciatura Apostólica.
Un recado discreto al Palacio Cardenalicio consiguió que la
escultura (ya no era más una imagen venerable, sino un trozo
de piedra tallada) se removiera con menos ruido que se instaló
y el mismo camión la transportó de la iglesia -?adónde¿ Por
supuesto que la madre dolida no quiso ver ante sí la muestra
palpable (en piedra de San José) del escarnio y del engaño -y
del fracaso. No quedaba más que un camino y era el camino de
regreso (dejando detrás las huellas de las pisadas sodomitas)
a la casa de su Frankenstein: La Dolfus tuvo que recibir aquel
monstruo hierático pero culpable. Todavía debe estar en su
salaestudio...

   Ix

   La última vez que Carol Tobir vio a Militza Dolfus, la
soprano vienesa, fue porque ella lo mandó a llamar urgente,
fingiéndose enferma de muerte. Cuenta Carol que llegó al
edificio y sintió el choque nemotécnico del olor que casi
había olvidado de la comida israelí (o de la cocina askenazi),
con su espeso aroma eslavo, y subió las escaleras oscuras
hasta el quinto piso y tocó en la oscuridad una puerta
invisible. Una mujer envuelta en una bata de grandes flores
naranjas sobre un fondo azul pastel y el pelo en ganchos de
onda (recordó, dijo, a Elsa Lanchester en "La novia de
Frankenstein") y un cigarrito en la boca, lo recibió con algo
que sonó como una sonrisa, si es que este sonido existe.
Cuando ella se hizo a un lado y pudo reconocer a la antigua
doble de Miliza Korjus con otro golpe de recuerdos que entraba
esta vez por la vista, casi quedó mudo y fue porque vio una
enorme masa de piedra en medio del cuarto, que tocaba al
techo. No distinguió facciones ni ademanes ni estilos (además,
él ya no tenía ojo para nada que no fueran las "formas en sí")
y solamente pudo preguntar: "?Y por dónde carrajo sacas tú
este Golem¿" La Dolfus le explicó que "ya (dejá", dijo, sin
darse cuenta de que hablaba en francés) lo habían sacado y, lo
que es peor, metido (otros: aquí vino, más o menos, el cuento
contado) con una grúa, por la ventana (demostración con
gesticulación semita), el no convidado de piedra fue
desmontado previamente y armado después, dos veces, pero
(creía, todavía con los dedos que indicaban el infeliz doble
viaje de la efigie demasiado veraz, levantados ante la cara
grasosa que antes fue graciosa, creía que él le estaba dando
consejos antes de oír su petición) ella no tenía dinero para
repetir el proceso. ("?Qué hacer¿", V. I. Lenin.) Tobir se
olvidó de la enfermedad supuesta y La Dolfus no la recordó,
porque juntos empezaron a calcular la manera de derribar,
destruir, deshacer, demoler, desbaratar, desmantelar,
desmoronar, desgastar, talar, arrasar, romper, roer, moler,
hacer trizas, quebrar, partir, gastar, hacer polvo,
volatilizar, desintegrar, no dejar piedra sobre piedra de
aquel mamut de pecado. No había nada que hacer y Carol dio una
solución práctica: "Chica, te fas tenerr que quedarr con tu
hijo en la barriga". Fue su brutal diagnóstico profesional y
La Dolfus, la soprano vienesa, se tiró con un crujido (?fueron
sus huesos¿, ?fueron los muelles¿, ?fue una imagen literaria
de Carolón¿) en el único mueble de la sala capaz de recibirla:
un sillón Viena.

   X

   --?Qué te parece¿ -me dijo Carol Tobir, alias Carolón, ci
devant Tibor Karolyi-. ?No verdad que un buen cuento¿
   Le dije que sí.
   --?Por qué no lo escribe, chico¿

 
   Fin de la obra.
_
Fuente:
Cabrera Infante
Todo está hecho con espejos
Cuentos casi completos
Alfaguara S.A.

 

miércoles, 16 de septiembre de 2015

VISTA DEL AMANECER EN EL TROPICO Guillermo Cabrera Infante.


 VISTA DEL AMANECER EN EL TROPICO
Guillermo Cabrera Infante
«Ahí está la isla, todavía surgiendo entre el océano y el golfo: ahí está», se lee al final del primero de estos 101 textos perfectamente encadenados al ritmo trágico y musical de una historia que pudiera parecer inventada pero que no es sino el espejo de lo real. ¿Relatos? ¿Novela? Posiblemente poemas. Lo que sí está claro es que este libro de Guillermo Cabrera Infante, publicado por vez primera en 1974, ocupó la mente del escritor durante largos lustros. Cuando en 1964 obtuvo el premio Biblioteca Breve con Tres tristes tigres, el manuscrito presentado llevaba ya este título, Vista del amanecer en el trópico, que posteriormente cobijaría este libro completamente distinto.
«Y ahí estará», se dice en el texto final de este extraordinario conjunto verbal que desgrana un brillante, sutil y terrible desfile de imágenes encadenadas en una incomparable cascada multicolor. Como en un diorama, como en una linterna mágica, aquí se cuenta a golpes la historia de un país y de sus gentes, de una isla, Cuba, desde que surge del Océano y entra en la historia, de la mano de su primera tragedia, el descubrimiento y la conquista, hasta los últimos años después de la revolución; desde los primeros indios, esta sucesión de imágenes tan fulgurantes que parecen estáticas, pero cuyo ritmo en sucesión se anima y dinamiza irremediablemente, la historia atraviesa la conquista, la colonización, la dramática guerra de la
independencia, la explotación posterior, la tiranía y la revolución final. Estampas, grabados, viejas fotografías, se animan bajo la pluma densa y espectacular de Guillermo Cabrera Infante, y configuran un relato unitario y despedazado a la vez, cargado de magia y de sangre, de violencia y aurora al mismo tiempo, hasta llegar a un final que no lo es: «Esa triste, infeliz y larga isla estará ahí después del último indio y después del último español y después del último africano y después del último americano y después del último de los cubanos, sobreviviendo a todos los naufragios y eternamente bañada por la corriente del golfo: bella y verde, imperecedera, eterna».
Fuente:
NARRATIVA MONDADORI

martes, 15 de septiembre de 2015

Tres tristes tigres. Cabrera Infante.


La edición crítica de Tres tristes tigres, la novela de Guillermo Cabrera Infante, será presentada por la escritora y crítica literaria, una de las más importantes de España, Rosa Pereda. TTT, además fue el tema de la tesis de Rosa Pereda, quien batalló muchísimo durante el franquismo para que esa novela fuera reconocida. Participarán los autores de la edición crítica, y el cineasta Orlando Jiménez Leal.

La edición crítica fue trabajada durante tres años con el propio autor, y luego con su viuda, Miriam Gómez.

En el año 2007, Seix Barral, Biblioteca Breve, hizo el mayor homenaje que se le puede hacer a un autor doblemente censurado, reeditar la versión integral de la novela Tres Tristes Tigres, Premio Biblioteca Breve en 1964, publicada inicialmente por Seix Barral en 1967, sin los cortes que le propinó la dictadura franquista.
Tres tristes tigres es la gran novela de la música cubana, no sólo de la música popular, también, como diría el mismo Guillermo, quien fue mi amigo y mentor, es también la novela indirectamente de la música `seria`, que era como le llamaban los cubanos a la música clásica.
¿Por qué digo que GCI fue mi mentor? Porque cuando recibí el Premio Finalista del Planeta en 1996, por Te di la vida entera, dedicada a mi madre y a Guillermo Cabrera Infante, en un claro homenaje a ambos, la editorial Planeta, en el momento de la presentación del libro en el Hotel Ritz de Madrid, me anunció que Guillermo Cabrera Infante presentaría mi novela. Para mí fue como ganar un segundo padre, y Guillermo fue sumamente elegante y amable. Recuerdo que me preguntó: `¿Estás segura que quieres que yo te presente? Mira que si lo hago nunca más te dejarán entrar en Cuba`. Le respondí: `Cuba es usted, ya usted me dejó entrar a través de sus palabras, de sus novelas`. Y nos abrazamos.
Tres tristes tigres es la primera novela que se inspira en la música y en la vida nocturna habanera, a ritmo de bolero, y de sabrosura. Con mi novela Te di la vida entera quise continuar la historia donde GCI la dejó. Nunca he negado que para mí él es uno de los escritores que mayormente me influenció. Honrar honra. Y todo lo que hice fue tratar de devolverle lo que él me dio. Pobres de aquellos que no reconozcan que Tres tristes tigres es una novela fundacional, cambió el lenguaje, puso en relieve la apreciación festiva de toda una época, dio una visión justa y universal de La Habana.
Zoé Valdéz.

lunes, 14 de septiembre de 2015

CINE O SARDINA Guillermo Cabrera Infante (Fragmento).


CINE O SARDINA
Guillermo Cabrera Infante
(Fragmento).
 A José Luis Guarner
in memoriam

El hombre que nació con una pantalla de plata en la boca

Sí, una pantalla pero no en la boca: en sus dos ojos. Debo saber lo que digo porque fui yo quien nació con una pantalla de plata en los ojos. La pantalla era la del cine y lo que primero vi fue como humo en los ojos, ya que era una imagen gris y nublada como el humo pero pasaba no en la platea sino en la pantalla. Como sabemos, la visión del cine está en los ojos del que mira. Las películas no son más que un trompe l'oeil con éxito y desde la llegada del sonido un trompe l'oreille aún con más éxito.
Pero hay que admitir que hay algo de excesivo en el cine. Debe de ser la pantalla, que ya no es como era en la era heroica una sábana blanca sino, según Katz, la enciclopedia del cine, «el material reflector sobre la que se proyecta la película». En vez de reflector debería decir reflexivo porque para mí el cine es una lección de moral a 24 cuadros por segundo, que es lo que hace la ilusión de movimiento. Debida, como se sabe, a un defecto del ojo: la persistencia de la imagen en la retina.
Como en la magia de salón, donde la mano es más rápida que el ojo, para el cine el ojo es más lento que la imagen. La pantalla además tiene una desproporcionada proporción: 1:33:1. Nunca desde que la manzana le cayó a Newton en la cabeza una ecuación ha dado tanto que hablar y este formidable aspecto nos convierte a todos (las estrellas, los actores y lo que les rodea) en versiones de Gulliver y nosotros, hormigas o cigarras, liliputienses en la playa viendo a los gigantes dormir, despertarse y, en estos tiempos, fornicar con actitudes (y aptitudes) de trapecistas con la cama por red.




Viejo muere el cine


El cine, que es el arte del siglo XX, es el único arte que nació de una tecnología. Es cierto que para construir una escultura hace falta un cincel y un martillo, utensilios anteriores, pero antes de la piedra y el mármol se hacían figuras de barro cocido (¿quién inventó el fuego, Prometeo?) o eran sacadas de la madera mediante un cuchillo —una simple cuchilla bastaba. No hacía falta la laja negra de 2001 para que el hombre prehistórico aprendiera a hacer arte, como en Altamira. El óleo, una nueva técnica inventada en el Renacimiento, tuvo su precedente en la tempera y el carboncillo, cuyos orígenes se pierden en la antigüedad. La arquitectura comenzó con la primera casa hecha para salir de la cueva, mientras la música tenía ya en el mundo mitológico el caramillo o flauta de Pan y, todos, más a mano, la voz humana.
Sólo el cine ha sido posible gracias a un avance de la tecnología. Está, es verdad, la imperfección fisiológica de la persistencia en la retina de una imagen cuando ya ha desaparecido —o, en la invención del cine, cuando ha sido sustituida por otra imagen. Pero fue la fotografía, al exhibir unas cuantas fotos sucesivas la que permitió que unos pocos inventores del siglo pasado pensaran en acelerar el paso de las imágenes a 16 fotos fijas por segundo (en el cine sonoro se elevó esa aceleración a 24 fotogramas por segundo y la ilusión de movimiento se hizo perfecta) y así hace con los artefactos que jugaban con las sombras (chinescas o no) aparatos asombrosos por eficaces en la creación de ilusiones no muy lejanas de un juguete o, si se quiere, de la magia de salón. Uno de esos videntes que nos permitieron ver fue Thomas Alva Edison. Lo llamaron, sin ditirambo, el mago de Menlo Park.
Edison, que había inventado la bombilla incandescente (sin la cual no habría proyección de películas) y el fonógrafo (que sería central al cine sonoro), inventó también la cámara de cine, con el auxilio de George Eastman, el hombre que fue Kodak, creador de la película de 35 milímetros, esencial al cine. (Todavía está en uso hoy). Pero Edison, que era un inventor despectivo, dijo de uno de sus innumerables inventos: «El fonógrafo jamás reproducirá la voz de soprano». Pace María Callas.
Si el cine no es una invención sino un proceso en que colaboraron Edison, Eastman y los hermanos Lumière (para no mencionar los inventores anteriores que crearon el fonokistoscopio, el zoetropio y el dibujo animado del ciego belga Plateau), el resultado final de un rodaje, la película, el film, la cinta o como se llame es un esfuerzo colectivo del fotógrafo primero que nadie (no hay película sin fotografía), el director, que puede ser un genio o un megalómano obtuso o un simple artesano, los actores y los técnicos detrás de la cámara, del foquista certero, artero, a los anónimos electricistas, las atentas maquilladoras y los hombres y mujeres del vestuario y la guardarropía, todos, todos, colaboran para fabricar un mismo producto que fue hasta entonces proyecto y ahora pertenece al productor y tal vez al público. La estética francesa de los años cincuenta, llamada la politique des auteurs, (el director como autor) y que no era más que la política de los amateurs para hacerse profesionales, ha dejado de ser verdad. Es decir siempre fue mentira, pero las mentiras críticas francesas tienen el atractivo elegante de París y duran un solo verano de fidelidad. (Véanse todos esos ismos que riman con istmo, que es un pasaje estrecho).
Edison luego se desentendió del cine, que no fue para él más que un peep-show. Es decir no un espectáculo sino unas imágenes que se veían por un agujero: el artefacto complacía a aquellos que se entretenían espiando por una cerradura. Cuando Méliès, el originador del cine como espectáculo de magia, fue a visitar a Louis Lumière para adquirir su cámara/proyectora recibió de Lumière una respuesta extraordinaria. «El cine», le dijo, «es una invención que no tiene futuro». Sin embargo Lumière no sólo había inventado la cámara tomavista, el proyector y la pantalla blanca, sino que fue más importante por la creación de los géneros del cine del futuro.
En la primera proyección pública (no en un cine sino en un billar en el que ya se cobraba la entrada) se exhibieron, con asombrosa eficacia técnica, los ejemplares primeros de los géneros del cine. He aquí ese programa iniciático: La salida de los obreros de la fábrica Lumière (el producto que es una muestra de su producción, como tantos comerciales de la televisión) establecía el género documental, que en color y montaje audaz inunda ahora las pequeñas pantallas, y el subgénero semidocumental favorito de todos los cineastas totalitarios, de Leni Riefenstahl a Lev Kuleshov. En La llegada del tren a la estación de la Ciotat, por la posición de la cámara y la ausencia de tercera dimensión parecía que la locomotora saldría de la pantalla para aplastar a esos primeros espectadores, toma obligada de las series de episodios, de los thrillers y creadora del dramatismo del tren, el gran vehículo melodramático de los primeros cincuenta años del siglo —y del cine. Finalmente con El regador regado, Lumière establece las premisas mayores de la comedia futura, muda o parlante, con un objeto cotidiano que se rebela al revelarse.
Estas muestras del arte que nacía con su propia invención son el verdadero legado de Louis Lumière y su Auguste hermano. Edison, que inventó una forma de cine (creó el primer estudio, al que llamó Black Maria, aludiendo al cuarto oscuro de las revelaciones), produjo también la primera película en colores y sus invenciones fueron la base de la industria que se llama Hollywood y de ellos recibió un homenaje doble. En 1940 la Metro hizo no una sino dos biografías del inventor: El joven Edison y Edison el hombre, en que Mickey Rooney crecía para convertirse en Spencer Tracy.
George Eastman, que hizo posible el kinetógrafo de Edison y a la vez el cinematógrafo de Lumière, al inventar la película de 35 milímetros, fue más escéptico que Lumière y que Edison acerca del futuro del cine y se suicidó. Eastman tiene su monumento mínimo en cada rollo de film que insertan, profesionales y aficionados, en cada cámara, pero el artefacto se llama no con su nombre sino con el de Kodak, un nombre derivado de una onomatopeya: el clique o claque del obturador. No ha habido hasta ahora un homenaje adecuado a Louis Lumière, tal vez por su adhesión al nazismo.
Pero todos esos inventores y creadores, ilusos y soñadores tienen su monumento que es su momento en este arte que ya tiene un siglo —y que muere para nacer de nuevo en su vástago más vilipendiado pero más visto en la historia de la humanidad, la televisión. Viejo muere el cine pero renace cada día. Es decir, como el acto sexual que es, cada noche. El cine es, qué duda cabe, un afrodisíaco.

domingo, 13 de septiembre de 2015

«La Habana para un infante difunto» G. Cabrera Infante. (Fragmento).


«La Habana para un infante difunto». (1979) es su obra maestra. Aquí retoma su tema, la ciudad diurna y el erotismo de la nocturna, ciudad de palabras reconstruida a partir del olvido y la lejanía. Un amor carnal recurrente que aún siendo rubia o morena, es, en últimas, ninguna verdadera. Es también la iniciación amorosa y erótica de un niño en una ciudad, en blanco y negro, que termina coloreándose a medida que se hace elegía y crónica del ayer. En el libro todo es parodia de principio a fin. Amor y humor recorren sus páginas haciendo burla de los besos, chistes de las copulaciones, en una búsqueda de la mujer interminable como los recuerdos de La Habana y los fracasos personales del buscador, con un erotismo que vive gracias al arte de la palabra, al enlace erótico de la escritura. Para Cabrera Infante la mujer es un ser fascinante digno de amor. «La Habana para un infante difunto» es un homenaje poético a lo femenino.
 Fuente: Enrico Pugliatti.
 

Guillermo Cabrera Infante

 La Habana para un infante difunto

 Título original: La Habana para un infante difunto
Guillermo Cabrera Infante, 1979





  A M, mi móvil


 CARL DENHAM (After taking a good
look at the natives):
"Blondes seem to be pretty
scarce around here".
King Kong

  La casa de las transfiguraciones


Era la primera vez que subía una escalera: en el pueblo había muy pocas casas que tuvieran más de un piso y las que lo tenían eran inaccesibles. Este es mi recuerdo inaugural de La Habana: ir subiendo unas escaleras con escalones de mármol. Hay la memoria intermedia de la estación de ómnibus y el mercado del frente, la plaza del Vapor, arcadas ambas, colmadas de columnas, pero en el pueblo también había portales. Así mi verdadero primer recuerdo habanero es esta escalera lujosa que se hace oscura en el primer piso (tanto que no registro el primer piso, sólo la escalera que tuerce una vez más después del descanso) para abrirse, luego de una voluta barroca, al segundo piso, a una luz diferente, filtrada, casi malva, y a un espectáculo inusitado. Enfrente (para este momento mi familia había desaparecido ante mi asombro) un pasillo largo, un túnel estrecho, un corredor como no había visto nunca antes, al que se abrían muchas puertas, perennemente abiertas, pero no se veían los cuartos, el interior oculto por unas cortinas que dejaban un espacio, largo, arriba y otro tramo, corto, abajo. El aire movía los telones de distintos colores que no dejaban ver las funciones domésticas: aunque era pleno verano, temprano en la mañana había fresco y una corriente venía del interno. El tiempo se detuvo ante aquella visión: con mi acceso a la casa marcada Zulueta 408 había dado un paso trascendental en mi vida: había dejado la niñez para entrar en la adolescencia. Muchas personas hablan de su adolescencia, sueñan con ella, escriben sobre ella, pero pocos pueden señalar el día que comenzó la niñez extendiéndose mientras la adolescencia se contrae —o al revés.
Pero yo puedo decir con exactitud que el 25 de julio de 1941 comenzó mi adolescencia. Por supuesto que seguiría siendo un niño mucho tiempo después, pero esencialmente aquel día, aquella mañana, aquel momento en que enfrenté el largo corredor de cortinas, contemplando la vista interior que luego asustaría hasta un veterano de la vida bohemia, el pintor primitivo Cherna Bue, que visitó la casa mucho tiempo después y se negó de plano a quedarse en ella un momento siquiera, espantado por la arquitectura de colmena depravada que tenía el edificio, aquel a cuya formidable entrada había un anuncio arriba que decía: «Se Alquilan Habitaciones —Algunas con Días Gratis— Apúrense mientras quedan», ese día preciso terminó mi niñez. No sólo era mi acceso a esa institución de La Habana pobre, el solar (palabra que oí ahí por primera vez, que aprendería como tendría que aprender tantas otras: la ciudad hablaba otra lengua, la pobreza tenía otro lenguaje y bien podía haber entrado a otro país: tiempo después, cuando llegaron las etimologías, aprendí que solar era una mera degradación de casa solariega, la palabra cortada, el edificio transformado en falansterio) sino que supe que había comenzado lo que sería para mí una educación.
Avanzamos todos juntos ahora, intimidados, por el largo pasillo hasta la única puerta cerrada, que enfrentaba otro pasillo más largo (el interior del edificio estaba diseñado como una alta T con un rasgo al final y a la izquierda, una suerte de serife donde luego encontraríamos los baños y los inodoros colectivos, nociva novedad), esa puerta era la nuestra —por un tiempo.
Mi madre había logrado que una familia del pueblo, que regresaban por el verano, nos prestaran el cuarto por un mes. Mi padre (aunque debía haber sido mi madre quien lo hiciera) abrió la puerta y nos asaltó un olor que siempre asociamos con aquel cuarto, con aquella familia, que nunca habíamos sentido cuando visitábamos su gran casa en el pueblo, en reuniones comunistas. Mi madre descubrió que era producido por unos polvos misteriosos que usaban, aunque nunca supimos para qué. Ese olor, como el perfume que llevaba la primera prostituta con quien me acosté, era típicamente habanero y aunque el perfume de la puta tenía el aroma de lo prohibido, resultaba tentador y grato, este otro olor memorable que salía del cuarto podía ser llamado ofensivo, malvado, un hedor —el tufo del rechazo.
Ambos olores son el olor de la iniciación, el incienso de la adolescencia, una etapa de mi vida que no desearía volver a vivir —y sin embargo hay tanto que recordar de ella.
Nos instalamos con nuestro equipaje (en realidad cajas de cartón amarradas con sogas) en el cuarto caótico dominado por el vaho exótico y mi madre, con su obsesión por la limpieza, comenzó a poner el caos en orden. Recuerdo la vida de entonces, del mes que vivimos allí, como una interminable sucesión de tranvías (yo estaba fascinado por los tranvías, vehículo para el que no conocía igual, con su paso rígido por sobre raíles cromados por el tránsito continuo, su aspecto de vagón de ferrocarril abandonado a su suerte, sus largas antenas dobles que al contacto con los cables arriba, paralelos a las vías, producían chispas como breves bengalas) por el día y por la noche la iluminación azul y rojo intermitente que originaba el letrero luminoso colgado afuera, ahí mismo junto a nuestro balcón, que decía alternativamente «DROGUERÍA SARRÁ-LA MAYOR». Ese letrero en dos tonos de continuo coloreaba mis sueños, poblados de tranvías alternativamente azules y rojos —pero ésa era la infravida de medianoche. La gran aventura comenzada sucedía más temprano, en La Habana de noche, con sus cafés al aire libre, novedosos, y sus inusitadas orquestas de mujeres (no sé por qué las orquestas que amenizaban los cafés del paseo del Prado, al doblar del edificio, eran todas femeninas, pero ver una mujer soplando un saxofón me producía una inquietante hilaridad) y la profusa iluminación: focos, faros, bombillas, reflectores, letreros luminosos: luces haciendo de la vida un día continuo. Yo venía de un pueblo pobre y aunque la casa de mis abuelos quedaba en la calle Real no había más que un bombillo de pocas bujías en cada esquina que apenas alumbraba el área alrededor del poste, haciendo más espesa la oscuridad de esquina a esquina. Pero en La Habana había luces dondequiera, no sólo útiles sino de adorno, sobre todo en el paseo del Prado y a lo largo del Malecón, el extendido paseo por el litoral, cruzado por raudos autos que iluminaban veloces la pista haciendo brillar el asfalto, mientras las luces de las aceras cruzaban la calle para bañar el muro, marea luminosa que contrastaban las olas invisibles al otro lado: luces dondequiera, en las calles y en las aceras, sobre los techos, dando un brillo satinado, una pátina luminosa a las cosas más nimias, haciéndolas relevantes, concediéndoles una importancia teatral o destacando un palacio que por el día se revelaría como un edificio feo y vulgar. De día las anchas avenidas ofrecían una perspectiva ilimitada, el sol menos intenso que en el pueblo: allá rebotaba su luz contra la arcilla blanca de las calles, haciéndolas implacables, aquí estaba el asfalto, —el pavimento negro para absorber el mismo sol, el resplandor atenuado además por la sombra de los altos edificios y el aire que soplaba del mar, producido por la cercana corriente del Golfo, refrescaba el verano tropical y luego crearía una ilusión de invierno imposible en el pueblo: ese paisaje habanero libre solamente compensaba la estrechez de vivir en un cuarto, cuando en el pueblo, aun en los tiempos más pobres, vivimos siempre en una casa. Esa puerta siempre cerrada (mi madre no había aprendido todavía el arte de utilizar la cortina como partición) me, nos, forzaba hacia el balcón, la única abertura libre, aunque sirvió también de sitio de terror, pues mi madre había continuado su costumbre, tan vieja como yo podía recordar, de lograr el clímax de una discusión doméstica cualquiera (el que mi hermano hubiera tiznado accidentalmente sus pantalones blancos, por ejemplo) con la amenaza de suicidarse, esta vez concretada en una acción: «¡Me tiro por el balcón y acabo ya de una vez!». Pero no es de la vida negativa que quiero escribir (aunque introducirá su metafísica en mi felicidad más de una vez) sino de la poca vida positiva que contuvieron esos años de mi adolescencia, comenzada con el ascenso de una escalera de mármol impoluto, de arquitectura en voluta y baranda barroca.

sábado, 12 de septiembre de 2015

Mapa dibujado por un espía. Guillermo Cabrera Infante.




  Mapa dibujado por un espía  
 (Fragmento del libro).
Libro póstumo.
    Guillermo Cabrera Infante 
   
Sinopsis

Entre los textos inéditos dejados por Guillermo Cabrera Infante al morir, está Mapa dibujado por un espía. Se trata de una autobiografía novelada en la que el autor narra su retorno a Cuba unos años después de la Revolución para asistir al entierro de su madre. El libro gira al entorno de una Cuba redescubierta donde la revolución ha ido empobreciendo a la población y atemorizándola ante la represión política. El encarcelamiento de los homosexuales, el silenciamiento de los escritores críticos, el cierre de empresas y negocios particulares son muestra del deterioro de un país y una sociedad que tantos sueños había alimentado. La mirada lúcida y descarnada de Cabrera Infante pasa revista a una realidad que muchos en aquellos años y todavía décadas después se obstinaron en ignorar.

 Nota a esta edición 




ENTRE los numerosos papeles encontrados por Miriam Gómez después del fallecimiento de Guillermo Cabrera Infante, además de los muchos que habían sido publicados en diarios y revistas, apareció una cantidad relevante de textos inéditos. Había varios libros acabados, dos de los cuales, La ninfa inconstante y Cuerpos divinos, ya vieron la luz en esta misma editorial. Sin embargo, el libro que el lector tiene en las manos posee una particularidad que lo diferencia de aquellos. De hecho, Mapa dibujado por un espía podría no haber existido nunca: su autor lo escribió y lo depositó en un sobre que no se volvería a abrir hasta muchos años después de su muerte. En más de una entrevista de las que concedió a lo largo de su vida, Cabrera confesó seguir trabajando intermitentemente en él, del mismo modo que lo hacía con Cuerpos divinos, aunque sin duda con menor constancia que en este último.
El lector tiene la última palabra para valorar la oportunidad de su publicación, pero los editores hemos considerado que, más allá de lo esencialmente literario, el libro constituye un testimonio de primera magnitud a la hora de conocer en qué medida la convulsión política cubana afectó a Guillermo Cabrera Infante, y como, por extensión, influyó en sus posteriores opiniones sobre la realidad de Cuba.
Es difícil fechar el momento preciso de la escritura de Mapa dibujado por un espía. Si nos atenemos a su biógrafo Raymond L. Souza en Guillermo Cabrera infante. Two island: many worlds (1996), según testimonio del propio Cabrera, fue escrito en 1973,tras el colapso mental que había padecido el año anterior: «Escrito en 1973, cuando volvió a trabajar después de una grave depresión, el libro le ayudó a reconstruir y a exorcizar recuerdos del pasado». Es, sin duda, una hipótesis razonable si, como Souza revela, la fecha fue mencionada por el propio autor, pero algunos datos que se desprenden del texto podrían arrojar alguna sombra sobre tal afirmación. Los hechos que se narran en Mapa... ocurren en 1965. Desde entonces hasta lo que puede considerarse su ruptura pública con el régimen, ocasionada a raíz de la entrevista que concediera en julio de 1968 a Tomás Eloy Martínez para el semanario argentino Primera Plana, y que fue, a su vez, consecuencia de la explosión del llamado «caso Padilla», la vida de los Cabrera Infante transcurrió dentro de una aparente normalidad. Tras su paso por la embajada cubana en Bélgica, vivieron una temporada en Madrid —ciudad en la que a él se le denegó el permiso de residencia a causa de ciertos reportajes antifranquistas publicados en Lunes— y en el swinging London, donde se establecerían definitivamente, a pesar de las dificultades económicas que los acompañaron.
Si realmente situamos este exorcismo de la memoria en el año 1973, parece poco verosímil el trato que reciben algunas personas que aparecen en el texto, las mismas que, a partir del caso Padilla, pasaron a convertirse en enemigos acérrimos de Cabrera Infante, que tacharon de «gusano» o de «contrarrevolucionario» al autor. Gentes que, en definitiva, optaron por apoyar al régimen que Cabrera criticaba. Entre los más notorios, Lisandro Otero, Edmundo Desnoes, Harold Gramatges o Roberto Fernández Retamar, cuya presencia en el libro no denota la fuerte enemistad política que trascendió en lo personal y que acabó separándoles. Nuestra modesta hipótesis es pues que el libro probablemente fue escrito, casi de un tirón, con anterioridad al año 1968.

A menudo Cabrera se refería al manuscrito como «Ítaca vuelta a visitar», una clara reminiscencia del viaje de Ulises. Pero en algún lugar ya habló de Mapa dibujado por un espía. Según sabemos por Miriam Gómez, su viuda, su cómplice y su compañera inseparable, este último título le fue sugerido por un mapa de La Habana que vio en el despacho de Alejo Carpentier quien le aseguró que había sido hecho por un espía inglés en el siglo xviii.
Probablemente los dos títulos se alternaron en su pensamiento a lo largo de los años. En todo caso, lo que parece a todas luces evidente es que Cabrera Infante redactó una primera versión que podríamos llamar instrumental, y luego, sucesivamente, fue redactando fragmentos y más fragmentos con el propósito de otorgarle una nueva dimensión literaria. Algunas de estas páginas van encabezadas por el rótulo «Mapa» y otras por el de «Ítaca». La mayoría son reelaboraciones de episodios aparecidos en el texto que hoy presentamos, además de escenas de nuevo cuño que el autor quizá pretendía incluir repartidas a lo largo del libro.
No hay duda de que el texto que ahora se publica jamás habría visto la luz exactamente así, que el libro finalmente perpetrado por Cabrera Infante hubiera sido otro, quién sabe si «Ítaca...» o «Mapa...», en cualquier caso el resultado de haber podido completar un trabajo que hoy nos ha llegado aún deslavazado y con desordenada fragmentación, y de cuyo detalle documental el lector podrá tener cumplida cuenta en un volumen futuro de sus Obras completas.
De lo dicho hasta ahora, el lector puede entender que este Mapa dibujado por un espía es la versión de un texto, lo que se suele denominar un urtext, sobre el cual el autor prefirió ir trabajando, aunque de forma discontinua, para darle una nueva redacción y no para volver sobre el mismo tal como estaba. En la mencionada biografía de Raymond L. Souza se alude a este deseo del autor: «pero Cabrera Infante siente que el estilo es demasiado directo y tal vez demasiado denso. Dice: “No estoy contento con la narración del libro. Quiero cambiarla. Pero la pregunta es cuándo. ¿Cómo comprar tiempo?”»...
Esta es la razón por la que hemos decidido publicar el texto manteniendo su carácter «imperfecto». Ese estilo directo del que habla Cabrera más bien es una ausencia de estilo, un borrador escrito con el afán de narrar los hechos, de conservarlos en la memoria. Es evidente que no estamos ante un texto «literario», en el sentido que el mismo Cabrera Infante otorgaba a su literatura de creación, impregnada de humor y de ingenio verbal. Más bien se acerca al tono de una crónica, que también cultivó brillantemente en algunos escritos periodísticos, con una clara voluntad de construcción novelada. El manuscrito va introducido por un «Prólogo», con numeración romana. Quizá se podría conjeturar que este prólogo fue escrito en un momento distinto, puesto que su estilo contrasta mucho con el del resto de la obra, y además introduce la historia de un personaje que luego no tendrá un papel demasiado relevante en el curso de los hechos narrados. Y a continuación, ya con números arábigos, las 314 páginas del manuscrito, que se cierra, contundentemente, con la palabra «Fin».
El trabajo editorial se ha limitado a transcribir el manuscrito respetando al máximo su literalidad, a pulirlo en lo que se refiere a la ortotipografía y a ponerlo en condiciones de ser llevado a imprenta. Por ello, no se ha intervenido en absoluto en cuestiones estilísticas, ni siquiera sintácticas, aun cuando ello supusiera reproducir escrupulosamente repeticiones, construcciones forzadas e incluso incorrecciones, fruto de la escritura apresurada y conscientemente provisional. Además de las tildes, que en el manuscrito son casi inexistentes, y de alguna que otra coma añadida, más para evitar anfibologías que para modificar el estilo del autor —sabedores de la poca estima que Cabrera Infante sentía por ellas—, el texto actual reproduce fielmente lo que fue escrito, y pretende dejar para futuras ediciones críticas las interpretaciones que pudiera suscitar.

Mapa dibujado por un espía es un libro triste, melancólico. La historia de una gran desengaño, el espectáculo de la delación permanente. Tras el cierre de Lunes de Revolución, un grupo de intelectuales problemáticos para el régimen es «alejado» de La Habana. A Cabrera Infante se le nombra agregado cultural en la embajada de Cuba en Bélgica y en ese periodo, además de su actividad diplomática, escribe la novela que ganará el premio Biblioteca Breve (que gracias a la censura franquista no sería ya la Vista del amanecer en el Trópico que se había presentado al certamen sino Tres tristes tigres, toda una celebración de La Habana anterior a la Revolución). Desde Bruselas, tras la llamada de Carlos Franqui que le anuncia que su madre, Zoila, está grave, vuela a La Habana. Al llegar, Zoila ya ha fallecido, asiste a su entierro y al cabo de una semana piensa regresar a Europa llevándose consigo a sus dos hijas. En el momento de partir, estando en el aeropuerto, una llamada le conmina a no subirse al avión y a regresar a La Habana para entrevistarse, al día siguiente, con el ministro de Relaciones Exteriores.
Ahí empieza una pesadilla kafkiana que le retendrá en la isla por más de cuatro meses, en el transcurso de los cuales asistirá a la confirmación de sus premoniciones más terribles: la decadencia de La Habana y la destrucción de todo un país bajo el peso del totalitarismo.
En la célebre entrevista, antes mencionada, que concediera a Tomás Eloy Martínez en julio de 1968 (actualmente recogida en su libro Mea Cuba) y que, a la postre, sería el origen de sus posteriores vicisitudes del exilio, Cabrera Infante escribía: «Sé de otros riesgos. Sé que acabo de apretar el timbre que hace funcionar la Extraordinaria y Eficaz Máquina de Fabricar Calumnias; conozco algunos de los que en el pasado sufrieron sus efectos: Trotski, Gide, Koestler, Orwell, Silone, Richard Wright, Milosz y una enorme lista de nombres que, si se hacen cada vez menos importantes, puede terminar en Valeri Tarsis». Premonición de la disidencia, testimonio demoledor del desengaño y la decepción, Mapa dibujado por un espía se configura como la cartografía íntima de una despedida.
ANTONI MUNNÉ


 

Tú no eres realmente uno de ellos sino un espía en su país.ERNEST HEMINGWAY

He aquí un mapa hecho pocos días antes del ataque a la capital de la isla. Como se puede ver, el mapa es mas bien grosero, pero llena muy bien su cometido... Se puede observar cómo distorsionan el mapa las características de la ciudad y sus alrededores. Se cree que dicho mapa fue hecho por un espía inglés.GUILLERMO CABRERA INFANTE

Although an old, consistent exile, the editor of the following pages revisits now and again the city of which he exults to be a native.ROBERT LOUIS STEVENSON

The reader will perceive how awkward it would appear to speak of myself in the third person.PAT F. GARRETT

You may well ask why I write. And yet my reasons are quite many. For it is not unusual in human beings who have witnessed the sack of a city or the falling to pieces of a people to set down what they have witnessed for the benefit of unknown heirs or of generations infinitely remote; or, if you please, just to get the sight out of their heads.Ford Madox Ford

Ici encore, il faut se garder d’exagérer: beaucoup d’entre nous ont aimé la tranquillité bourgeoise, le charme suranné que cette capital exsangue prenait au clair de lune; mais leur plaisir même était teinté d’amertume: quoi de plus amer que de se promener dans sa rue, autour de son église, de sa mairie, et d’y goûter la même joie mélancolique qu’à visiter le Colisée ou le Parthénon sous la lune. Tout était ruine: maisons inhabitées [...], aux volets clos, hôtels et cinémas réquisitionnés, signalés par des barrières blanches contre lesquelles on venait buter tout à coup, bars et magasins fermés pour la durée de la guerre et dont le propriétaire était déporté, mort ou disparu, socles sans statues, jardins coupés en deux par des chicanes ou défigurés par des casemates en béton armé, et toutes ces grosses lettres poussiéreuses au sommet des maisons, réclames électriques qui ne s’allumaient plus.JEAN-PAUL SARTRE

 Prólogo



CIERTAS criaturas parecen haber sido creadas por la Divina Providencia, por la Naturaleza o por el Azar con el solo propósito de encarnar una metáfora —a la que precedieron en eones geológicos o por toda una eternidad. Tal la serpiente, por ejemplo, o la paloma, utilizadas hasta la deformación física, hasta su monstruosa recreación mítica, por diversos poetas hebreos ocultos tras el anónimo bíblico. Otros animales, como el perezoso o el chacal, personifican desde su mismo nombre actitudes morales a las que son, está de más decirlo, ajenos. Igualmente, algunos hombres son poco más que una presencia metafórica, como esa figura de la metafísica del mal histórico en los tiempos modernos, el Hombre de la Máscara de Hierro, que inaugura la tradición y encama la leyenda del preso político desconocido. Otros hombres son más presciencia que presencia y llegan a anteceder por años aquel momento histórico al que resultan imprescindibles como metáfora.
Un siglo antes su nombre habría tenido en Cuba una significación distinta. Los Aldama no sólo pertenecían a la aristocracia criolla: ellos eran la aristocracia de la aristocracia criolla: es decir que encarnaban la idea de la aristocracia en Cuba. Uno de los Aldama, Miguel, se mandó a hacer un palacio a la medida, como si lo encargara a un sastre, construido sin escatimar en piedra de cantería, mármoles y maderas preciosas. Adorno central, estaba al comienzo de uno de los más hermosos paseos de La Habana y, aunque el paseo fue luego una calle comercial y es ahora una calle fea, allí está todavía, convertido en museo colonial, su antiguo frontis multicolor raspado hasta la piedra desnuda y vuelto a cubrir por el hollín del siglo veinte, que lo ennegreció como si se tratara no del original en tres dimensiones sino de su reproducción litográfica. Sus largas columnas exteriores muestran, ya desde la suntuosa entrada neoclásica —la fachada es el espejo del alma del amo—, que su dueño había importado no sólo sus ideas políticas sino su estilo de vida de la Francia apodada Revolucionaria. Pero en su fuero interno Miguel Aldama aspiraba a ser lo contrario de un francés, es decir, un inglés oculto por una puerta íntima.
Había en su palacio una joya inaugural —el primer toilet inodoro que se instalaba en América. Este Aldama era un noble patricio que protegía las artes y las letras y abría las puertas de su palacio cada viernes para convertirlo en un salón literario. Era también un patriota noble y sus doblemente francas opiniones políticas le atrajeron la atención de las autoridades españolas primero y luego le trajeron el exilio. Como toda la aristocracia criolla, los Aldama eran esclavistas. Sus ingenios azucareros, sus plantaciones de caña y tabaco y sus mansiones, haciendas y personas, eran atendidos por miles de esclavos importados de África. Según la costumbre de la época, los esclavos de los Aldama también se llamaban Aldama. Por ironías de la historia o de la biología los Aldama blancos y aristócratas desaparecieron con el siglo de su apogeo y hoy el apellido ilustre de ayer lo llevan solamente los descendientes de sus esclavos negros. Pablo, alias Agustín, Aldama está vivo y es, por supuesto, nieto o bisnieto de esclavos. Aunque es posible que por sus venas corra alguna de la sangre de los Aldama originales, ya que más que negro es mulato oscuro.
La vida privada de Aldama no es muy conocida por mí, entre otras cosas porque él hablaba poco y cuando hablaba no hablaba de su vida privada. Además, no debe de haber sido una vida muy venturosa, excepto porque atesoraba una foto de su sobrina como si se tratara de una hija. (O tal vez se tratara de su hija, porque una de las cosas que descubrí estudiando a Aldama es que el hombre parco puede ser un mentiroso parco). Cuando hablaba, Aldama hablaba de su vida pública y sobre todo de sus méritos revolucionarios. A juzgar por la pasión locuaz que este hombre taciturno ponía en enumerar sus virtudes cívicas, sus credenciales no debían ser legítimas. Pero en todo caso es cierto que antes había sido, como se dice, un hombre de acción y conservaba celosamente las cicatrices testimoniales de aquella época. Había militado en uno o varios de los llamados en Cuba «grupos de acción» de los años cuarenta, y algunas lagunas, ciertas reticencias, parecían indicar que había cambiado de bando a menudo. No que hubiera sido un traidor sino, como dijo el Argentino, «hombre de sucesivas y encontradas lealtades».
En uno de estos grupos siempre escudados en siglas, la UIR, Aldama conoció o decía que conoció a Fidel Castro, entonces un matón amateur. La Unión Insurreccional Revolucionaría contrariaba en sus actos la fácil tentación de hacer de sus siglas un verbo —huir—, pues estaba compuesta por hombres de una valentía puesta a prueba demasiadas veces. Singularmente sus miembros compartían con su vesánico jefe, Emilio Tro, el gusto por un humor que no podía ser más que negro. Se daban mutuamente apodos risibles —así un cojo de guerra era conocido como Patachula, otro a quien un tiro le desbarató la boca se llamó desde entonces Comebalas, dos asesinos gemelos eran conocidos como los Jiamgua, uno de los jefes, J. Jesús Jinjauma, tenía un segundo llamado Lázaro de Betania y cuando liquidaba a un antiguo deudor de venganzas colgaban de su cuello un letrero que invariablemente decía: La Justicia tarda pero llega. En una ocasión lograron reunir en un solo golpe audaz el humor negro, la valentía bravucona, la perfección técnica del asesinato, ciertas aficiones literarias y el nombre de Castro.
Otro de los grupos de acción, la ARG, capitaneado por otro Jesús G. Cartas, más conocido por el seudónimo de El Extraño, que hacía honor a su cara, había puesto a punto una técnica de matar importada de la «época caliente» de Chicago. Consistía simplemente en utilizar dos autos para un solo atentado criminal cuando se trataba de saldar cuentas con una pandilla rival. Uno de los autos pasaba frente al objetivo o blanco para —como decían los periódicos de entonces, usando términos de jardinería— rociar de plomo la entrada de la casa marcada. Cuando, pasada la alarma y para comprobar que no había heridos, salían a la calle los matones airados, a veces impelidos a tirar tiros inútiles al auto que huía, aparecía en el horizonte trasero otro auto alevoso que disparaba a mansalva sobre el grupo expuesto. De esta forma atacaron la casa de la madre de Jesús Jinjauma en el momento en que la UIR celebraba allí una reunión. La organización decidió responder al ataque, asumir los riesgos y devolver la técnica de asalto a sus orígenes —con un toque original.
La revancha tuvo lugar en el Chicago de Hollywood. Manolo Castro —Director nacional de Deportes, antiguo líder universitario y miembro del MSR, organización aliada a la ARG— conversaba con un amigo empresario en el vestíbulo de su cine «para familias» llamado, afectuosamente, Cinecito. Súbitamente una máquina pasó a toda velocidad y ametralló la fachada del teatro. Castro y su amigo se refugiaron tras la taquilla y resultaron ilesos. Pasado un tiempo, y viendo que el segundo carro fatal no aparecía, salieron a la calle. Fue entonces que dos pistoleros a pie y apostados en la acera de enfrente tiraron sobre ellos. El empresario fue herido gravemente y sobrevivió, pero Manolo Castro cayó muerto bajo la marquesina luminosa.
La ARG, el MSR y un solitario fiscal acusaron al otro Castro, a Fidel, sin parentesco, de ser el tirador certero, aunque no se probó su culpa entonces tanto como su inocencia ahora. Pero Emilio Tro en su tumba —había muerto, poco antes, atacado alevosamente estando desarmado, como Manolo Castro, enfrentado con fuerzas coaligadas del MSR y la ARG, al final de una batalla campal en plena ciudad de Marianao, durante la cual se usaron ametralladoras, rifles y tanques, muerte que fue, irónicamente, filmada por un noticiario local—, Emilio Tro en el más allá de los violentos debió sonreír descarnadamente último: estaba en la mejor tradición de la UIR que hubiera dos Castros en el campo de batalla. Era sobre todo cómico esto de que Castro matara a Castro.
Fue allí, repito, en que Aldama decía que conoció a Fidel Castro. Es posible. Lo que sí era cierto es que Aldama guardaba de estos tiempos una huella indeleble: había recibido un tiro en la cabeza que le salió por un ojo. Ahora era tuerto y a su ojo único añadía unas terribles neuralgias en el lado de la cara por donde le entró o salió la bala. Esto lo supe después. En un principio ni siquiera noté que no tenía más que un ojo: usaba unos sempiternos espejuelos negros que no le dejaban ver no ya el ojo ausente, ni siquiera el presente.
El día que lo conocí acababa de llegar a la embajada. Había estado durmiendo para recuperarse del viaje y luego se apareció a media tarde en la cancillería. Apenas si cabía por la puerta: era un gigante que medía seis pies seis pulgadas. Nunca había visto yo un cubano tan alto. Tenía los brazos y los pies desmesuradamente largos y sus manos eran gigantescas garras de hueso: era extremadamente flaco. Hablaba además con una voz grave y profunda y cuando lo hacía hablaba poco. Sus grandes gafas oscuras, su quijada prominente y su pelo pasudo cortado muy corto, destacaban su cráneo apenas cubierto de carne. La impresión general era de un hermetismo muy eficaz: Aldama era ahora un policía de seguridad, empleado por el ministerio de Relaciones Exteriores. Al menos eso era lo que él se complacía en aparentar que era. Pero eso fue al final.
Al principio llegó supuestamente enviado por un viceministro amigable para resolver amigablemente las diferencias entre el embajador, Gustavo Arcos, y su primer secretario, Juan José Díaz del Real. El viceministro, Arnold Rodríguez, había oído rumores precisos: hasta él había llegado la noticia de que el embajador y su primer secretario se pedían la cabeza ahora, después de haber llegado a la embajada como los mejores amigos (el embajador había pedido el envío de su primer secretario como un favor personal), y hasta se temía que la situación degenerara en violencia. Díaz del Real ya había matado a un exilado cubano en Santo Domingo, cuando era Ciudad Trujillo, y él el embajador en República Dominicana. Su acción por poco le cuesta la vida y el incendio de la embajada cubana. Arcos, por su lado, había tomado parte en el asalto al cuartel Moncada en 1953 y, aunque era un hombre pacífico, era capaz de ponerse violento. Los dos andaban siempre armados con sendas pistolas. Aldama era supuestamente amigo de los dos —es más, cuando llegó parecía ser más amigo de Gustavo Arcos que de Díaz del Real, pero eso fue cuando llegó.
Pronto cambió de bando —o mejor se afilió a uno de los bandos y se puso de parte de Díaz del Real y en contra de Gustavo Arcos. Al principio de soslayo, hablando en la cancillería cuando estábamos solos, luego esto fue siempre porque estábamos siempre solos, ya que Pipo Carbonell (el otro funcionario cubano, tercer secretario de la embajada) había hecho causa común con Arcos y al mismo tiempo se había peleado con Díaz del Real, que había sido su padrino y quien pidió a Arcos que lo trajeran a Bélgica. En este crucero de lealtades y deslealtades diferentes y encontradas estaba yo tratando de sobrevivir como agregado cultural, sin liarme a un grupo o al otro, por mi cuenta, usando la astucia para sobrevivir y en un principio lográndolo por mis conocimientos de francés solamente, pues en un determinado momento era el único en la embajada (Arcos ahora en sanatorio checo, tratando de que le curaran la herida incurable que le produjeron cuando el asalto al Moncada) que hablaba francés. El equilibrio era precario y en un momento difícil, ya que una intriga de Carbonell me distanció de Arcos por un tiempo— hasta que este se dio cuenta de que tenía demasiados enemigos en la embajada y de que mi labor era imprescindible para su supervivencia. Por este tiempo Aldama ya casi no hablaba con Arcos, pero no había olvidado las sucesivas confidencias que Arcos le había hecho (como le hacía a cualquiera que considerara ser su amigo), muchas de ellas de índole política muy seria, de confidencias acerca del carácter nefasto de Fidel Castro que llegaban a ser casi escandalosas. Todo esto Aldama (y por su parte también Díaz del Real) lo atesoraba para usarlo en un futuro contra Arcos.
Aldama vivía en el último piso de la embajada, en un cuarto pequeño, que había convertido casi en una guarida, al que entraba directamente por el elevador desde el garage. Allí lo fui a ver una vez que desapareció durante días y estaba aparentemente enfermó, tirado sobre la cama grande a la que hacía minúscula su enorme cuerpo tumbado. Estaba sufriendo una de sus neuralgias faciales de a menudo. La criada, una gallega amable, ignorante y buena, lo oyó quejarse una noche y se levantó para preguntarle si algo le hacía daño y él había respondido que nadie le hacía daño. Me lo contó al día siguiente y así fue como subí a su cueva. Había en ella un olor indescriptible, ya que estaba herméticamente cerrada la ventana única y el cuarto estaba a oscuras. Fue la única vez que lo vi sin sus espejuelos negros y pude observar su ojo tuerto, alargado y muerto, como de vidrio, tal vez de vidrio. Con el otro miraba cada uno de mis movimientos nerviosos por el cuarto —y confieso que sentí miedo entonces: no sé a qué, no se a quién, tal vez recordara el pasado terrible que había producido este cíclope, tal vez tuviera entonces una intimación del futuro y del papel que este aparente inválido jugaría en él. Sé que me fui del cuarto con suficientes elementos como para tenerle pena— pero no sentía ninguna.
Con el tiempo la situación se hizo insostenible en la embajada. Hubo un momento en que Díaz del Real sacó su pistola del buró y subió a ver a Gustavo Arcos, que lo había llamado, mientras decía, rastrillando el arma: —¡A ese hijoeputa lo mato yo hoy! Recuerdo que me quedé sentado a mi escritorio, inmóvil, esperando oír las detonaciones. Pasó un rato demasiado largo y al cabo reapareció Díaz del Real, se sacó la pistola de la cintura, la descargó y la volvió a poner en la gaveta— todo esto sin decir palabra. Más nunca volvió a mencionar el incidente ni dio explicaciones de por qué no había matado al embajador ese día. Fue así que yo tuve la impresión definitiva de que en realidad pensaba matarlo y su acto de cargar el arma significaba mucho más que una simple bravata.
La intolerable situación se disipó un tanto cuando Díaz del Real fue trasladado a Finlandia, de encargado de negocios. Esto fue a principios del verano de 1964. Poco después las relaciones entre Gustavo y yo eran inmejorables. Por su parte, Aldama no manifestaba ninguna enemistad hacia mí y había heredado el antiguo buró de Díaz del Real, aunque, al contrario que este, aquel se pasaba el día sin hacer nada. Ese verano ocurrieron muchas cosas. Mi madre estaba de visita en Bélgica desde principio del invierno y se preparaba para regresar a Cuba vía Madrid, donde ya estaba mi hermano trabajando como agregado comercial. Me operé de la garganta. Recuerdo que la última crisis de amigdalitis la apresuró o la provocó una salida con Aldama, que se empeñaba en visitar un bar belga asombrosamente llamado New York —digo asombrosamente porque estaba regenteado por una belleza marroquí. Fue al regreso, esa noche, que vomité todo lo que había tomado y comido (Aldama había vomitado en la calle: vino y restos no digeridos de la comida) y la fiebre me subió a cuarenta y medio. Al otro día el médico recomendó una operación de urgencia, y quince días después estaba sin amígdalas y despidiendo a mi madre y a mis hijas, a las que esperaba ver en Cuba, cuando una euforia postoperatoria me hizo ver que las podía ver todavía en Madrid. Así inicié mi viaje en mi viejo (por querido no por tiempo) Fiat 600 desde Bruselas hasta Málaga, pasando por Madrid, para recoger a mi madre y a mis hijas y llevarlas a todas, junto con mi mujer a recorrer el sur de España.
A mi regreso, quince días más tarde, encontré que Arcos (era ya mediados de agosto) planeaba un nuevo viaje de vacaciones a Cuba. No vendría nadie de La Habana a sustituirlo y por jerarquía diplomática yo debía ocupar el cargo de encargado de negocios ad interim. Fue entonces que Aldama comenzó a cambiar, aunque yo no lo noté al principio. Pocos días antes, al contrario, él se había comprado una cámara de cine de 8 mm y había usado todo un rollo de película para retratar a mi madre. Esto fue antes de que ella y yo fuéramos a España. A la vuelta todavía conversábamos en el sótano, donde estaba la cancillería, y él se refería a allá arriba (el primer piso, donde estaban las oficinas del embajador la casa, el segundo piso, donde vivían sus enemigos predilectos, Arcos y Pipo Carbonell) como el lugar donde habitan los malos. Yo, en cambio, pertenecía a aquí abajo. Pero pronto en su conversación había pullas referentes a mis buenas relaciones con el embajador —Arcos no tenía entonces otro nombre para él, aunque pocos meses antes se llamaba «mi hermano Gustavo». Luego, la parca conversación se hizo casi toda pullas, hasta que finalmente cayó en su mutismo de siempre, aunque seguía bajando al sótano y todavía se sentaba a mirar papeles en blanco con su ojo único. Pronto dejaría de hacer siquiera esto.
Finalmente Arcos regresó a Cuba y la mujer de Pipo Carbonell regresó con él, quedándose Pipo en la embajada por un tiempo más. Yo pasé al primer piso a trabajar como encargado de negocios y me mudé al segundo piso con mi mujer. En ese piso, al otro extremo de la casa, vivía también Pipo Carbonell. Aldama seguía habitando su cueva del último piso. Entonces su trato hacia mí se hizo más hermético, si esto era posible, al tiempo que dejó de aparecer por la embajada. Se levantaba tarde y almorzábamos todos casi en silencio, no sólo porque Aldama no dijera nada, sino porque Pipo Carbonell temía hablar delante de él. En esos alegres almuerzos Aldama se sentaba frente a un aparador que quedaba detrás de la mesa del comedor y, reflejado en los cristales del mueble, veía todo lo que pasaba detrás de él. A veces yo sorprendía su ojo ubicuo por un costado de los espejuelos negros y había en él un brillo único. En ocasiones se sonreía para sí. Siempre sin decir palabra. Su presencia en los almuerzos era tan torva que Pipo Carbonell lo apodó el Tontón Macute. Pronto yo lo llamaría Jambon primo hermano de James Bond, de acuerdo con sus ocupaciones favoritas.
Si Aldama había venido, como dijo a su llegada, a echar aceite diplomático sobre las encrespadas aguas cubanas en Bélgica, su misión había terminado con la salida de Díaz del Real para Finlandia y ahora quedaba sin tener su segundo objetivo cerca, ya que también Gustavo Arcos estaba fuera de la embajada en Cuba. Pero ahora comenzó a salir en misteriosas misiones en Bruselas. Aunque estaba mal equipado para ellas (no hablaba ni francés ni inglés y mucho menos flamenco y no había colonia cubana en Bélgica) a veces se pasaba dos días en estas salidas sin regresar a la embajada. Es cierto que una vez, hacía ya tiempo, había sido contactado por un cubano exilado, alguien que cojeaba porque era apodado el Cojo Kaysés o cosa parecida. Yo recuerdo verlo al crepúsculo belga saliendo de la embajada al tiempo que Díaz del Real le preguntaba si no iba armado, la pregunta hecha casi en clave pero lo suficientemente alto para oírla yo y oír también su respuesta estoica: «No, compañero, no hace falta», junto con la transformación de sus manos en puños. Nunca supe cuál fue el resultado de la supuesta entrevista con el susodicho cojo, pero aparentemente no salió nada de ella: Aldama siguió en la embajada y ningún cojo vino a engrosar las bien flacas filas de los exilados que hacían el viaje de vuelta a Cuba.
Ahora las misiones parecían tener otra naturaleza y Aldama se mostraba cada vez más misterioso, sin apenas hablar con nadie. Este silencio vino a interrumpirlo, aparatosamente, el incendio de su automóvil. Aldama había traído consigo (es un decir ya que él vino en avión y el auto en barco) un viejo Buick negro y enorme, que debía ser de por lo menos diez años atrás. Como no tenía lugar en el garage de la embajada lo guardaba afuera, junto a la acera. Llegado el frío, el Buick, evidentemente acostumbrado al calor de Cuba, se negó a arrancar y allí se vio durante buena parte del invierno, parado y cubierto de nieve, soturno, siniestro casi en su composición de un oxímoron: un automo inmóvil, antediluviano, gangsteril y por siempre inútil. Se quedó parqueado allí hasta la primavera cuando aparentemente le arreglaron su desperfecto. Entonces me pidió —y yo se lo concedí— buscarle un puesto en el garage. Y en el garage se pasaba las horas Aldama cuando estaba en la casa. De allí partieron un día unos gritos estentóreos llamándome urgentes: todos —Pipo, mi mujer y yo— corrimos escaleras abajo para encontrarnos el automóvil en llamas y a Aldama paralizado por el terror al fuego. Fue Pipo quien se lanzó sobre el motor y casi con sus manos desnudas apagó el incendio, surgido, justo lugar, en el encendido. Aldama había estado toqueteando el mecanismo y había provocado el fuego. Ese día, más tarde, cuando se hubo ido —cosa que hizo inmediatamente después que Pipo controló el incendio— nos reímos como locos, no tanto de la desgracia provocada por su autor, sino de la cara de Aldama en pánico. El automóvil, ahora definitivamente fuera de combate, quedó paralizado dentro del garage: mejor así: ya no producía la lamentable impresión que daba parqueado eternamente en la calle, para asombro de los vecinos bien que teníamos y deleite de los muchachos que cogían el carro como paradero de sus patinajes calle abajo.
En la embajada hubo una secretaria sustituta que era una belga jovencita, bastante feúcha de cara, pero alta y entrada en carnes, con las suficientes masas en las caderas y en las nalgas y en las tetas como para gustarle a un cubano. Ella por su parte estaba buscando quien le hiciera la corte. Primero lo ensayó conmigo y no tuvo, por supuesto, mucha suerte: aunque yo no hubiera estado casado nunca le habría puesto un dedo encima, no tanto por prurito diplomático como por motivos estéticos: detestaba su boca de pescado y para mí las bocas femeninas son muy importantes. Luego ella ensayó con Pipo y tuvo menos suerte. Finalmente parece que le tocó el turno a Aldama: lo cierto fue que los vimos paseando por un parque, cogidos de las manos, tiempo después de haber dejado la muchacha su trabajo en la embajada. Esto no tiene la menor importancia si no se dice que, después de la partida de Aldama, llamaba a la embajada una belga con voz nada joven, para maldecir a los que habían hecho ir a su Agustín para Cuba. Es evidente que nuestro Jambón era tan eficaz con los espías como con las damas, honrando así a su primo inglés.
Hablando de espías. Aldama, que no trabajaba en la embajada, que no trabajó nunca ya que no había nada que él supiera o pudiera hacer, dejó de hacer sus extrañas salidas para concentrarse en la embajada. Había hecho liga con el consejero comercial (que pertenecía a otro ministerio, que tenía oficinas en otra parte de Bruselas, que no vivía en la embajada) para, según murmuró un día, «poner aquí las cosas en claro». «Aquí» era evidente que era la embajada —¿o tal vez se refiriera a toda Bélgica? En otra ocasión, como mi mujer hiciera una limpieza cabal de la cocina de la embajada, en la que ella iba a cocinar y la que encontró muy descuidada, dijo entre dientes: «Parece mentira, los contrarrevolucionarios hacen más por Cuba que los revolucionarios». Yo le dejé pasar el comentario, como otros muchos, porque creía que sus días estaban contados— Gustavo Arcos me había prometido, al decidirme a hacerme cargo de la misión, que Aldama estaría de regreso a Cuba en pocos días. Estos pocos días, hay que decirlo, se volvieron semanas primero, luego meses y más tarde una eternidad. Ahora la atención de Aldama se había vuelto hacia los asuntos personales de Arcos. Estaba interesado, sobre todo, en echar mano al estado de cuentas de su cuenta bancaria, sabe Dios con qué propósito: tal vez para remitirlo a Cuba, aunque Arcos no había cometido otro delito que poner en el banco sus ahorros personales. Como otras veces, fue tan eficaz como discreto. «El señor embajador está envuelto en llamas», dijo un día al sentarse a la mesa a almorzar y no dijo más. Pero esto fue suficiente para que mi mujer y yo le cuidáramos la espalda a Arcos. Llamé al banco y dejé dicho que no se mandaran más estados de cuentas al embajador hasta que él regresara. Al mismo tiempo mi mujer tenía el trabajo de levantarse todos los días muy temprano para esperar el primer correos que llegaba a las ocho. Aldama se levantaba siempre tarde, pero una o dos veces mi mujer lo vio rondando por la casa, tal vez esperando al correos, tal vez en busca de otra cosa. ¿Pero qué? ¿Qué más había en la embajada que pudiera perjudicar a Arcos en Cuba? ¿Qué hacer para librarnos de Aldama?
En diciembre tuve que dejar dos veces la embajada. El día 14 mi mujer y yo nos fuimos a Ruan, en Francia, en cuyos alrededores estaba viviendo temporalmente Carlos Franqui. Pasamos allí dos días, preocupados con lo que podía ocurrir entre Aldama y Pipo, y regresamos el día 26. No había pasado nada, afortunadamente. El día 28 me fui a Barcelona, a recibir el premio Joan Petit Biblioteca Breve, concedido por la editorial Seix Barral a una novela mía, la primera. Estuve dos días nada más en Barcelona, yo solo, y en ese tiempo me preocupaba mucho qué podía hacer Aldama contra mi mujer en la embajada. A mi regreso me encontré que Aldama y el encargado comercial (cuyo nombre no vale siquiera la pena mencionar) habían estado rondando la casa todo el tiempo y que hicieron una llamada misteriosa a Madrid, aparentemente a la embajada de Cuba allá. Como otras veces, Aldama repetía su técnica de misteriosa indiscreción o de indiscreto misterio. En realidad el objetivo de sus actos era aterrorizar —¿pero qué miedo podía inspirar este pobre aprendiz de agente secreto? ¿Qué misterios podía revelar? ¿Qué conspiraciones descubrir? En la embajada, como en nuestras vidas, todo era diáfano y transparente: yo no era más que un funcionario que trataba de cumplir con su deber y mi mujer y Carbonell, mientras estuvo allí, me ayudaban en esta comisión. No había que temer a Aldama, lo que había era que deshacerse de él, este peso muerto sin función. Y sin embargo su técnica de miedo tenía su eficacia.
Consistía en deambular por el edificio a las horas más inesperadas. A veces se le sentía caminar por los pasillos a las tres de la mañana. Otras desaparecía y aparecía cuando menos se le esperaba. No era raro verlo reaparecer después de días de ausencia y entrar en la embajada como si acabara de dejarla. Al principio murmuraba alguna excusa que hacía aparecer sus salidas como importantes comisiones, pero después ni siquiera se molestaba en justificar su extraño comportamiento. En una ocasión se apareció en mi oficina para pedirme que le cambiara en moneda belga un billete americano de cincuenta dólares. Cómo llegó este billete a su posesión es todavía un misterio espeso, pero creo que su objetivo al pedirme que se lo cambiara —podía haberlo hecho en cualquier banco o agencia de cambio— fue picarme la curiosidad y hacerme preguntarle de dónde había sacado aquel dinero. (Hubo en su actitud una nota vaga que parecía inducirme a precisar aquel dinero como obtenido de agentes americanos, pero este gesto fue tan borroso que no pude asegurar jamás que esto fue lo que él pretendía). Así las cosas, llamé a Gustavo Arcos varias veces a La Habana pidiéndole que me librara de la presencia ominosa de Aldama. Pero sin resultado positivo. En una ocasión que pedí la llamada cuando no estaba en la embajada —siempre aprovechaba sus ausencias para comunicarme con Arcos—, esta llegó en el momento que Aldama volvía sorpresivamente. Fue digno de una película de suspenso, verme esperando en el sótano la llamada, mientras oía arriba cómo Aldama se paseaba por el primer piso de la cancillería. Finalmente conseguí descolgar el teléfono al primer timbrazo y hablar con Arcos en La Habana sin que Aldama se diera cuenta de nada.
Por aquellos días vino a visitarnos Luis Ricardo Alonso, embajador cubano en Londres, y su esposa. Como viejo amigo que era, le expliqué a Luis Ricardo lo que pasaba con Aldama y él mismo tuvo ocasión de verlo con sus propios ojos en el poco tiempo que permaneció en la embajada. También vino de visita Juan Arcocha, que era attaché de prensa en París, y juntos, Arcocha y Alonso, planearon cómo librarme de Aldama: Arcocha se lo diría a su embajador en París y Alonso se comunicaría con alguien importante en el ministerio, presumiblemente el propio ministro. También ocurrió una reunión de jefes de misión de Europa Occidental y allí Alonso y Carrillo, el embajador en París, parece que plantearon el caso al viceministro Arnold Rodríguez porque en una de las sesiones Alonso me dijo, hablando desde el otro lado de la mesa, «Ya te libramos de tu pesadilla». Luego, en un viaje por separado que hice a París para reunirme de nuevo con el viceministro, este me dijo, expresamente: «Comunícale a Aldama que tiene que regresar enseguida a La Habana», y luego añadió: «Díselo con cuidado no se nos vaya a asilar». Era la primera vez que yo oía hablar de tal posibilidad, pero aquella advertencia conectaba las salidas misteriosas y el billete de cincuenta dólares y su hermética misión con una posible defección.
Tan pronto como regresé a Bruselas, mandé a llamar a Aldama por medio de la secretaria. Yo había observado que mis salidas a Madrid y a París, las que le había comunicado ex profeso, lo habían puesto ligeramente nervioso, nerviosismo apreciable por encima de su hermetismo habitual. Ahora, cuando entró en mi despacho, juro que casi lo vi temblar, temblor que se hacía más perceptible por su gigantesca estatura. Yo temía que él tuviera una reacción inesperada al conocer la noticia de su traslado a La Habana y no en las mejores condiciones y había dejado abierta la gaveta en que Gustavo Arcos guardaba su pequeña pistola de bolsillo. Suena a melodrama barato, pero yo estaba dispuesto a usar el arma si Aldama hacía el menor gesto amenazador —que no era tan extraño en él como pueda parecer. Pero él aceptó la noticia de su regreso a Cuba sin muestras de violencia. Solamente pidió que le dieran más tiempo «para embarcar su auto en Amberes y arreglar sus asuntos en Bruselas». Claro que esto era una medida dilatoria. Para disuadirlo, le dije lo que había añadido Arnold, aclarándole que las sospechas de que él pudiera pedir asilo venían de la alta jerarquía del ministerio. Esta revelación pareció cegar su ojo único y se revolvió molesto. Enseguida dejó de tutearme: «Bueno, compañero— dijo y era cómico verlo usar esta forma de apelación —, yo le pido que envíe usted un cable al ministerio comunicando mi petición de embarcarme no ahora sino dentro de quince días».
Él tema derecho a hacer aquella petición y cursé el cable. Cuando vino la respuesta afirmativa a su demanda, pareció engallarse y dijo: «Bueno, parece que en el ministerio sí saben lo que hacen». Aquella fue una de las últimas veces que hablé con él y había en su voz y en sus gestos una clara declaración de guerra: era visible que desde entonces se había propuesto destruirme y que para lograrlo no sólo iba a conseguir la ayuda de su hermano, sino conjuntar su vieja influencia con los organismos de seguridad del Estado. Aquella frase fue la primera piedra o el primer proyectil que él me lanzó para hundirme: ahora era obvio que no descansaría hasta conseguirlo. Su puntería era mala pero contaba además con la ayuda de sus padrinos, ayuda que yo alegremente —en la euforia del triunfo del bien sobre el mal— deseché como deleznable, pero que en fin de cuentas mostró que había triunfado el bien sobre el mal sólo momentáneamente. El futuro inmediato (y todavía más: el futuro mediato) se encargaría de mostrarme que mi seguridad aparente de entonces no fue más que una forma velada del hybris.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

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