miércoles, 17 de septiembre de 2014

Carlos Fuentes. La muerte de Artemio Cruz. Estudio crítico.


El mito del héroe en La muerte de Artemio Cruz

Oralia Prado Govea
Universidad de Guadalajara



 El mito en la obra narrativa del escritor mexicano Carlos Fuentes ha sido ampliamente estudiado por la crítica. Como ejemplo basta señalar los trabajos de Claude Fell en Mito y realidad en Carlos Fuentes (1971) y El mito en la obra narrativa de Carlos Fuentes (1987) de Francisco Javier Ordiz Vázquez quienes estudian la presencia de la mitología prehispánica y griega, entre otros tipos de mitos.
    También se han estudiado ampliamente el ataque y desintegración de las formas narrativas establecidas. La invención y creación verbal constantes; la lengua, personaje esencial de la novela, rebelada contra toda tradición lingüística y creadora. La incesante experimentación con el régimen del tiempo: tiempo regresivo, sujeto a los vuelos involuntarios de la memoria, más que progresivo. El cinematografismo de los procedimientos, multiplicidad de los planos y secuencias narrativas. La mutación y dinamismo del punto de vista (Loveluck,1999).
    A pesar de tan exhaustivos trabajos, ninguno ha estudiado La muerte de Artemio Cruz desde el mito del héroe, aunque en la novela se encuentran claras alusiones y a veces referencias directas a este mito. Los sucesos en la vida del héroe siguen una definida línea arquetípica  que es presentada en La muerte de Artemio Cruz, bajo una nueva dimensión de su principio básico para crear a un personaje moderno.
        Dado que el propósito de este estudio es encontrar qué función cumplen esos cambios en la acción de Artemio Cruz con respecto a la trayectoria clásica del héroe, se utilizará, por encontrarla adecuada, la teoría que el mismo autor ha venido elaborando por varios años. Aunque son varios los ensayos críticos del autor, se toman los postulados de Fuentes acerca de la novela moderna vertidos en algunos de sus ensayos críticos de Valiente Mundo Nuevo. Épica, utopía y mito en la novela hispanoamericana (1990). Principalmente, Juan Rulfo: El tiempo del mito; Mariano Azuela: la “Ilíada” descalza; Tiempo y espacio de la novela, y La épica vacilante de Bernal Díaz del Castillo.
    En éstos, el autor explica sus concepciones acerca del mito, la épica, la tragedia, el papel de la historia y la importancia del pasado de la Hispanoamérica multirracial y policultural. Para Fuentes, “debemos recordar claramente, o no tendremos futuro” (1990, p. 83). En el olvido del pasado radica que se cometan constantemente los mismos errores. De ahí que Artemio Cruz represente a la tiranía de siempre, mientras que la historia de México y de América Latina se repite en sus mismos problemas.
    De esta posición se pretende desarrollar la hipótesis principal de este trabajo: el fracaso del personaje Artemio Cruz, se debe básicamente a que no lleva con él su pasado, no es consciente de su identidad; por lo tanto, vive para alcanzar el futuro que desea, como marca el paradigma de la Ilustración. Para hacerlo notar es que Fuentes utiliza la atmósfera mítica; con lo cual se perfila como personaje moderno, pero amputado de sí mismo.
    Con respecto al héroe, se dilucida cuáles elementos del mito se mantienen a partir del análisis de la trayectoria del personaje principal; y cuál es su presentación y función en la novela, para llegar a los elementos que constituyen a este personaje como perteneciente a la narrativa moderna.
    Para llevar a cabo el análisis de la trayectoria del héroe se utilizan principalmente los estudios del mitólogo Joseph Campbell (2006) expuestos en El héroe de las mil caras y El mito del nacimiento del héroe del psicoanalista austriaco Otto Rank (1993).
    Estudiar La muerte de Artemio Cruz, desde una óptica interesada en el mito del héroe y con las observaciones de Fuentes, proporciona bases para abordar los diferentes niveles de significación que su personaje protagónico ofrece.

LA FAMILIA LITERARIA

    La épica es el resultado de la separación del hombre y el mito (Fuentes, 1990, p. 174), y por ende, de los dioses. Con este desprendimiento el hombre se convierte en actor: él es quien asume la acción. Esta acción surge como resultado del conocimiento del hombre sobre sí mismo, se sabe capaz de actuar por cuenta propia y viaja, se desplaza, abandona la tierra de origen y obliga a los dioses a acompañarlo. Así nace la épica. Además, el desplazamiento hace de la épica un puente entre el mito y la tragedia.
    En la épica hay un acto que es violación de la tierra pacífica: el quebrantamiento de la paz de los sepulcros a través del cual el hombre adquiere conciencia de sí. Con este acto la épica se convierte en tragedia ya que la sociedad reconoce que sus errores y aciertos pueden quebrantar los valores de la colectividad.
    La recuperación de los valores quebrantados se logra cuando “el héroe trágico regresa al hogar, a la tierra de los muertos, y cierra el círculo en el re-encuentro con el mito del origen.” (Fuentes, 1990, p.175). Pero además del regreso del héroe, para que la tragedia genere la reconciliación de la polis, son necesarios la catarsis que genera la resolución de los valores en conflicto y la transformación de la catástrofe en conocimiento. Es decir, el valor de la tragedia es que convierte la desgracia en conocimiento, el hombre debe experimentar un cambio a través del conflicto de valores. El valor del mito radica en su carácter estructurante de la épica, la tragedia y de sí mismo. El mito es palabra, es el alma de la tribu. La épica es acción y la tragedia es enfrentamiento de valores.
    Hispanoamérica no ha podido recrear el círculo mito, épica, tragedia porque, durante la Conquista, se interpuso la utopía de implantar la Edad de Oro en América, donde los cronistas se encontraron con el “buen salvaje” y una naturaleza paradisiaca, que se frustró dado que este paraíso fue convertido en ruinas. Dado que la búsqueda del progreso material trajo consigo la pérdida de tradiciones, valores morales y filosóficos, en América Latina.
    El regreso al mito se ve obstaculizado también por el paradigma occidental de la modernidad que “nos hizo herederos de una religión, una política y una literatura nugatorias del triple valor clásico.” (Fuentes, 1990, p.177). Esto se debe a la visión lineal del tiempo impuesta por el judeo-cristianismo primero y el mercantilismo después, lo que provocó el rompimiento del círculo: mito, épica, tragedia. Es esta visión del tiempo la que hace que surja la novela.
    Ésta, como ya se observó, hace el mismo tratamiento sucesivo del tiempo que la épica; pero, paradójicamente la rechaza: en Europa hizo de ella una parodia, en Hispanoamérica la degrada. Por otra parte, reconoce el vacío que dejan en la literatura el mito y la tragedia y desea unirse de nuevo a ellos.
    En el caso de Hispanoamérica la búsqueda de la utopía, durante la Conquista, establece dos grandes tradiciones: la crónica, de Colón, Coronado, Cortés, Cabeza de Vaca, Pizarro y Valdivia, que apoya políticamente la versión épica de los hechos (de los conquistadores, personajes que creen asemejarse a los héroes de las novelas medievales europeas; al tiempo que en Europa ya son parodiados por Cervantes) y la crónica lírica “que crea otro mundo, la historia en la cual todo lo asesinado y sofocado por la historia épica tenga cabida.” (Fuentes,1990, p.180). La crónica lírica, que es vacilación, ambigüedad, se observa en las narraciones de Bernal Díaz del Castillo, descritas como épica vacilante que refleja el amor por el vencido, es el anuncio de la novela de nuestro tiempo en Hispanoamérica.
    Fuentes se cuestiona en qué medida el impedimento de cumplir el círculo: mito, épica, tragedia es consecuencia de la decisión moderna, del judeo-cristianismo y del mercantilismo, de exiliar la tragedia que no encaja con la visión hacia el futuro que promete el bienestar de las comunidades y sus instituciones.
    El sueño de construir una utopía en América se convirtió, durante la Colonia, en una pesadilla: la hacienda que irónicamente resultó ser el refugio de los que habían sido despojados. De ahí salen los que en 1910 fueron a la revolución.
    Es este el discurso que permitirá ver qué función tienen las alusiones al mito clásico del héroe, el cual será analizado frente a este paradigma de Fuentes.
LA EXPRESIÓN ARTÍSTICA DE SU POÉTICA DE LA NOVELA

La novela hispanoamericana moderna, desde la visión de Fuentes, transgrede las normas habituales del quehacer narrativo. En términos generales, en ella se observa la desaparición de las formas que habían imperado a lo largo de más de un siglo y, sobre todo, del enfoque realista con sus técnicas tradicionales para expresar el poder voraz de la naturaleza que únicamente había servido para mostrar con simplicidad maniquea los problemas políticos y sociales.
    Los novelistas modernos rechazaron el simplismo realista y, conscientes de la incapacidad del lenguaje viejo, introdujeron el concepto de ambigüedad como recurso para mostrar tanto la complejidad interna del individuo como de sus relaciones sociales. Para expresar, entre otras cosas, esa ambigüedad utilizaron técnicas narrativas que eran la respuesta necesaria de la literatura a las dificultades que se presentaban en una sociedad en cambio constante.
    Fuentes mismo señala en La nueva novela hispanoamericana, “la novela es mito, lenguaje y escritura. Y al ser cada uno de estos términos es, simultáneamente, los otros dos” (1969, pp. 24-25). Es decir, debe existir una alianza entre el uso del lenguaje y de las estructuras míticas, pues estos permitirán la renovación del discurso para que la novela sea el medio que recupere la historia perdida y plasme la identidad de Hispanoamérica como continente multirracial y policultural.
    El rechazo del realismo decimonónico, la vuelta al lenguaje poético, la implantación de un lenguaje propio y el uso de estructuras narrativas novedosas son los postulados que Fuentes atribuye como fundamento teórico de la nueva novela hispanoamericana.
    Aquí se señalarán algunas de las principales técnicas narrativas que Fuentes utiliza en  La muerte de Artemio Cruz y se verá cómo es que están estrechamente relacionadas con su poética de esta novela.
1. Tratamiento del tiempo

    En La muerte de Artemio Cruz hay un relato base que consiste en la narración de un día de agonía en el personaje principal. En este día, 10 de abril de 1959, se presenta al personaje como un se
que en medio de su desintegración física -al mismo tiempo que expresa que pudo haber tomado decisiones diferentes- declara el desagrado que siente por su familia, el orgullo de sus actos despóticos y su negación a la muerte.
    A partir de este delirio convaleciente, Artemio, mediante una analepsis, comienza a hacer un recorrido de su vida que es en realidad en lo que consiste la novela ya que narra toda la vida del personaje y alrededor de cien años de historia de México.
    Desde la distancia, 1959, Artemio recuenta los hechos acaecidos en México del 9 de abril de 1889 al 31 de diciembre de 1955. Estos hechos se presentan entrecruzando la realidad social y la realidad individual del personaje principal.
    A través de la memoria de Artemio Cruz se observan algunos de los períodos históricos determinantes para el destino del país y el curso de la vida de este personaje. Uno de los momentos más sobresalientes es la Revolución Mexicana, en la cual se presenta principalmente a los líderes como Venustiano Carranza y Álvaro Obregón; los hombres del pueblo como los campesinos y el grupo de los yakis; las mujeres y niños abandonados en las paupérrimas poblaciones. Del periodo postrevolucionario destaca el ambiente político, social e ideológico; pues se señala la degeneración de la lucha provocada por las ambiciones políticas y el olvido de los ideales revolucionarios. Este aspecto también es señalado por Sergio Ramírez en Fuentes de la imaginación crítica: “Toda la urdimbre de la Revolución Mexicana podía explicarse en la vida de Artemio Cruz, el muchacho alzado en armas que luego se hacía poderoso porque la revolución había llegado a ser para él un brillante negocio (…)” (2008). Aunque es conveniente aclarar que la novela se enfoca en la facción carrancista.
    El último dato que se narra es el nacimiento de Artemio en una cabaña de mulatos. Así es como la analepsia permite que al final se toquen nacimiento y muerte.
    Esta analepsis se compone de doce segmentos, todos iniciados con una fecha: 1941, 1919, 1913, 1924, 1927, 1947, 1915, 1934, 1939, 1955, 1903, 1889. Como puede observarse, la analepsis no es lineal, pues por lo común la vida del personaje se narra hacia atrás, eso es lo que hace que la novela sea mítica.
    En términos generales el recuerdo de Artemio se da a la inversa pero no siempre; ya que tiene vaivenes que permiten generar una mayor complejidad y ambigüedad en la vida del personaje puesto que estos saltos en la narración hace que se originen reflejos que explican a Artemio durante sus diferentes etapas.
Las voces narrativas

    En el relato base arriba descrito la voz de la enunciación está en primera persona. A través del repaso de sus acciones Artemio busca recomponerse. Es un yo que muestra a un Artemio incoherente y convaleciente:
No, Artemio Cruz no. Otro. En un espejo colocado frente a la cama del enfermo. El otro. Artemio Cruz. Su gemelo. Artemio Cruz está enfermo. El otro. Artemio Cruz está enfermo: no vive: no, vive. Artemio Cruz vivió durante algunos años… Años no añoró: años no, no. Vivió durante algunos días (Fuentes, 2007, p.18).
En el pronombre yo surge el recuento de la vida del personaje. Este recuerdo es expresado por Artemio mismo desdoblado recorriendo su vida en la cual se utiliza el pronombre tú. Aquí, Artemio se interpela a sí mismo.
    Entre otros aspectos de la voz tú se encuentra la digresión que ayuda al personaje a cuestionarse y reflexionar acerca del rumbo que tomó su vida:
¿Quién no sería capaz, en un solo momento de su vida –como tú- de encarnar al mismo tiempo el bien y el mal, de dejarse conducir al mismo tiempo por dos hilos misteriosos, de color distinto, que parten del mismo ovillo para que después el hilo blanco ascienda y el negro descienda y, a pesar de todo, los dos vuelvan a encontrarse entre tus mismos dedos? (Fuentes, 2007, p.48).
    El tú recuerda un pasado narrado en futuro. El futuro pasado tiene relación con el tiempo mítico porque Artemio reflexiona sobre si el destino rigió su vida o fue libre para elegir: “Nadie se enterará, salvo tú, quizá. Que tu existencia será fabricada con todos los hilos del telar, como las vidas de todos los hombres. Que no te faltará, ni te sobrará, una sola oportunidad para hacer de tu vida lo que quieras que sea” (Fuentes, 2007, p.49). Como puede observarse por la cita anterior, hay una lucha entre la libertad y la fatalidad, lo cual vuelve humano a Artemio y contrario al personaje manifestado en la voz del yo.  Unido a lo anterior, a través del pasado futuro, a pesar de  que ya todo ocurrió, las acciones del personaje son presentadas como posibles y no como ocurridas. Con el uso del tiempo pasado futuro, la voz tú señala que a partir de la modernidad ya no hay un destino establecido -como el del mundo del héroe mítico, que se analizará en otro apartado- con lo cual Artemio es un personaje complejo perteneciente a la narrativa moderna.
    La otra voz es la del narrador omnisciente en tercera persona él. Esta voz sirve como trasfondo mítico-poético de la novela mediante el que se expone irónicamente al personaje, pues, como se verá más adelante, Artemio se mueve en dos plataformas distintas: una que genera esta atmósfera de la novela y otra que va forjando a un personaje ambiguo muy de la narrativa moderna.
    La voz él genera una novela moderna que critica la modernidad a través de la vida de Cruz y el rumbo del país, ya que ambos se mueven en los postulados de la Ilustración y el pensamiento ilustrado niega la tradición. Fuentes señala, a través de las ideas de Vico,  que el hombre hace la historia porque es producto de la vida en  una sociedad policultural y multirracial. Por lo tanto, la historia es la portadora del conocimiento de la humanidad. Si la historia es olvidada y se adquiere la visión futurizante del capitalismo, se deja de lado el conocimiento de las raíces humanas y se adquiere un excesivo individualismo en el que lo más importante es el propio bienestar. Durante el transcurso de la de la Revolución Mexicana, Artemio adquiere esa visión individualista y futurizante del capitalismo, y al finalizar la revuelta sus actos lo encaminan al comienzo de su fortuna.  
    A pesar del individualismo, la voz él del narrador omnisciente, deja ver el lado humano, ambiguo y complejo de Artemio. Como sucede en la escena del abandono al soldado durante la batalla:
Él le dio la espalda al soldado y al muerto y volvió a correr hacia el llano. Era preferible. Aunque no oyera ni viera nada. Aunque el mundo pasara como una sombra desgranada a su lado. Aunque todos los rumores de la guerra y los de la paz -cenzontles, viento, bramidos lejanos- que persistían se convirtieran en ese tambor único, sordo, que englobaba todos los ruidos y los reducía a una tristeza pareja (Fuentes, 2007, p.111).
    Paralelo al pensamiento de Artemio, se presentan las contradicciones del México moderno que persiguió las rutas de la Ilustración. Él presenta una visión más amplia y contradictoria del desatino del país, y del personaje.
    Además, al iniciarse en la Revolución, Artemio no tiene claros los ideales que persigue y, como se verá más adelante, la base de su acción son los postulados de la Ilustración. Fuentes, en Mariano Azuela: La “Ilíada” descalza (1990, pp. 174-193), expone que parte del fracaso del movimiento armado radica en que los hombres del pueblo que se levantaron en armas fueron sacados de debajo de la losa de los siglos.
    Por lo tanto, el sistema dominante lleva a Cruz a convertirse en lo que es y a la Revolución Mexicana a los resultados obtenidos; ya que el mercantilismo no permite la vida en comunidad porque impone el individualismo. La vida en comunidad surge a partir de la palabra pues ésta es el espíritu del pueblo. Sin embargo, la comunidad originaria de Artemio, al lado de su tío Lunero, fue sometida durante siglos hasta dispersarse su palabra:
(…) No hablaban. Pero el mulato y el niño sentían esa misma gratitud alegre de estar juntos que nunca dirían, que nunca, siquiera, expresarían en una sonrisa común, porque estaban allí no para decir o sonreír, sino para comer y dormir juntos y juntos salir cada madrugada, sin excepción silenciosa, cargada de humedad tropical y juntos cumplir las labores necesarias para ir pasando los días (…) (Fuentes, 2007, p.395).
Al carecer de palabra Artemio también está falto de una identidad cultural bien definida pues, al no conocer la historia de su comunidad, carece de raíces culturales. En esta cita destaca el silencio con lo cual se simboliza el aniquilamiento de la cultura y las tradiciones de Lunero e Isabel Cruz, pues si no hay palabra no existe la colectividad, el alma de la tribu se pierde. Lo que queda en la identidad de Lunero es casi intuitivo pero reconoce que al silenciar su pasado también oprime su identidad:
No debía decir nada, pensó el mulato; no diría nada, se iría como se iban los suyos, sin decir nada, porque conoce y acepta la fatalidad y siente un abismo de razones y memorias entre ese conocimiento y esa aceptación y el conocimiento y rechazo de otros hombres; porque conoce la nostalgia y la peregrinación (Fuentes, 2007, p.399).

Las citas anteriores también muestran el poder mítico de la anacronía utilizada por la analepsia; pues, a través del recuerdo, Artemio regresa a sus orígenes, aspecto que posteriormente será relacionado con el mito del héroe.
    Se puede afirmar que toda esta estructura, generada por la analepsis y las diferentes voces que componen la novela, expresa la visión mítico-heroica que se contrapone a la visión futurizante de la modernidad ilustrada y logra insertar a un personaje épico-moderno.

EL MITO DEL HÉROE

Se apuntó antes que el primer componente de lo que Fuentes llama la rueda de fuego, son los mitos. Aquí se destacará específicamente uno: el mito del héroe. Se dilucidará cuáles momentos se mantienen y cual función tienen en la novela a partir del análisis de la trayectoria de su personaje principal.  
    La identidad cultural, propiciada principalmente, como señala Fuentes, por el mito que es el origen del lenguaje, está ausente en la novela hispanoamericana moderna porque la visión de la modernidad ha llevado a la destrucción del mito. Recuérdese que Fuentes,  siguiendo a Vico,  afirma que no debe olvidarse que la historia es, sobre todo, la historia cultural de cada pueblo.
    El personaje no advierte la ironía, solamente la reconocen los lectores, pues, como ya se mencionó, el personaje se mueve en dos trayectorias distintas: entre el plano de lo mítico heroico y las decisiones ambiguas que lo alejan de su carácter de héroe. El acto iniciático, percibido desde el nivel o perspectiva de los personajes es una fatalidad.
    Así pues, a través de la ambigüedad, el cosmos novelístico presenta una delgada línea entre destino establecido y la libertad para elegir; con lo cual, pretende plasmar la inestabilidad de la sociedad y la vacilación en la identidad del personaje de Artemio Cruz:
Nunca has podido pensar en blanco y negro. En buenos y malos, en Dios y el Diablo: admite que siempre, aun cuando parecía lo contrario, has encontrado en lo negro el germen, el reflejo de su opuesto: tu propia crueldad, cuando has sido cruel ¿no estaba teñida de cierta ternura? (…) no queremos que se pierda esa zona intermedia, ambigua, entre la luz y la sombra: esa zona donde podemos encontrar el perdón (Fuentes, 2007, pp.47-48).
Esta inestabilidad es contraria al rígido mundo del héroe y al pleno reconocimiento que el enviado del destino tiene sobre sí mismo. En la personalidad de Artemio destaca la incertidumbre hacia la sociedad en la que habita y hacia su propia identidad pues reconoce que está rodeado por la ambigüedad.
    El héroe mitológico se convierte en un iniciado porque, tras haber enfrentado a los seres que le impiden el paso hacia la zona desconocida, se dirige a alcanzar un objetivo específico. Por el contrario, Artemio no sabe hacia dónde se dirige, lo cual es completamente contrario al héroe. Lo que Artemio lleva de su pasado son vivencias, afectos y sentimientos; pero carece de palabra.
    Durante el desprendimiento de la vida que debe quedar atrás para iniciar la aventura, en la cima de la montaña, Artemio es un ser amado por los dioses y el universo, él es el núcleo del mundo:
Vas a vivir... Vas a ser el punto de encuentro y la razón del orden universal... Tiene una razón tu cuerpo... Tiene una razón tu vida... Eres, serás, fuiste el universo encarnado... Para ti se encenderán las galaxias y se incendiará el sol... Para que tú ames y vivas y seas... Para que tú encuentres el secreto y mueras sin poder participarlo, porque sólo lo poseerás cuando tus ojos se cierren para siempre... (Fuentes, 2007, p.441).
En este momento en el que Artemio comienza su aventura, se percibe la belleza de lo que su vida pudo ser; sin embargo, al final él sabe que es un héroe fracasado con lo cual se genera una ironía interna en el personaje.
    De este reconocimiento del fracaso, que es la catástrofe de Artemio, hay un conocimiento que genera la tragedia; sobre todo porque hacia el final de la novela se presentan el momento de la partida y el camino que Artemio siguió, como una posibilidad de cambio en el mundo moderno a través del autoconocimiento que el personaje tiene de su trayectoria.
    En ningún momento de la narración Cruz debe enfrentarse ante la lucha de dos valores igualmente importantes. Durante su agonía, en el diálogo interno del tú, confiesa, al referirse a su otro yo con el que dialoga: “no te faltará, ni te sobrará, una sola oportunidad para hacer de tu vida lo que quieras que sea. Y si serás una cosa, y no la otra, será porque, a pesar de todo, tendrás que elegir” (Fuentes, 2007, pp.48-49).
    Su lucha de valores es consigo mismo. Su sistema de pensamiento lo traiciona al final pues reconoce su infelicidad y pone en tela de juicio el papel del destino, admite que fue libre para decidir su futuro y su vida ya que no es forzado a tomar sus decisiones, él elige lo que quiere hacer y ser. Esto lo sabe cuando ya no tiene tiempo, por lo que se convierte en una reflexión hacia un mundo futuro, aunque sea sin él, que aprenda de los errores.
    La reflexión de su vida le permitirá arrepentirse, desear haber tomado otro camino; por ello, su vida es trágica. Se genera un cambio en el personaje porque, a través de la memoria creada por la analepsis, Cruz experimenta una transformación como individuo y desea haber escogido otra vida.
    Después de que Artemio comienza el camino de las pruebas, no se sabe nada de su vida hasta que tiene veintiún años. En este momento se presenta el ayudante en la figura del maestro Sebastián. La figura del ayudante, en el mito del héroe, es una figura protectora que proporciona al aventurero los conocimientos que necesita para triunfar sobre la prueba que le fue impuesta (Campbell, 2006, p.70).Tras la primera prueba, Artemio parte a realizar su destino. Deja atrás el periodo de la vida con Lunero y adquiere otro estado al lado del maestro Sebastián pues él lo introduce a las ideas propias de la Ilustración.
    Para Fuentes, seguidor del pensamiento de Vico, los postulados de la Ilustración son parte de la tragedia de México porque, como ya se mencionó, la imposición de la modernidad ha provocado que la utopía, traída por algunos de los conquistadores a Hispanoamérica, se frustrara al convertirse en una lucha de ambición por el poder, provocada por la realidad del mercantilismo. Así pues, contra el modelo de la ilustración se levanta en gran medida la novela.
    Siguiendo la línea del monomito, con los conocimientos proporcionados por su ayudante, Artemio se considera preparado para enfrentarse al mundo de la Revolución Mexicana, pues sabe leer, escribir y odiar a los curas. Cruz se dirige a la lucha sin consciencia de su causa, como lo muestra su argumento para unirse al movimiento armado: “el maestro Sebastián le pidió que hiciera lo que los viejos ya no podían: ir al Norte, tomar las armas y liberar al país. Si era un escuincle entonces, aunque estuviera por cumplir los veintiún años” (Fuentes, 2007, p.100).
    Además, durante el camino de las pruebas, Artemio es un personaje casi vacío pues no porta la semilla de su misión:

Nunca comprendió por qué, al tocar los cascos de su caballo el primer terreno llano, bajó la cabeza y perdió la noción de la tarea concreta que le había sido encomendada. La presencia de sus hombres se desvaneció, junto con el sentimiento firme de alcanzar un objetivo (Fuentes, 2007, p.104).
Este vacío se llena de las traiciones producto de las decisiones que Artemio toma: la violación de Regina; el compañero soldado que deja morir por cobardía; la usurpación del puesto de Gonzalo Bernal; el matrimonio forzado con Catalina; el enriquecimiento fraudulento; el abuso de poder hacia los sectores más desprotegidos... A pesar de la cobardía y despotismo de sus acciones, también se puede observar la ambigüedad de sus decisiones puesto que se percibe que su objetivo durante la Revolución no era convertirse en un tirano sino que añora,  quizá inconscientemente,  una vida como la que tuvo al lado de Lunero:
Cruzó los brazos sobre el pecho y trató de respirar regularmente. Una vez que dominaran al ejército desbaratado de Pancho Villa, habría paz. Paz. (…) Quizá la paz significaría buenas oportunidades de trabajo. En su recorrido en crucigrama por el territorio de México, sólo había asistido a la destrucción. Pero se destruían campos que podrían sembrarse de nuevo. En el Bajío, una vez, vio un campo precioso, junto al cual podría construirse una casa de arcadas y patios floreados y vigilar las siembras. Ver cómo crece una semilla, cuidarla, atener el brote de la planta, recoger los frutos. Podría ser una buena vida, una buena vida (Fuentes, 2007, p.253).
La nostalgia de una vida sencilla se va desvaneciendo debido a las traiciones que  comete y al terminar la Revolución, el mercantilismo aparece en su vida, Artemio se  convierte en el representante del nuevo cacique, y del perfil del militar que se aprovecha del poder para enriquecerse con la Revolución, como se muestra en los pasos que integraron su riqueza mal habida.
    Artemio Cruz es el arquetipo de la clase dirigente nacida después de la Revolución. Esta clase vencedora y gobernante del México postrevolucionario es observada durante toda la narración ya que, a partir de ésta, se fortalece el sistema capitalista con lo cual cambian los modelos de producción y, como consecuencia, los métodos de dominación social, como se puede observar en las acciones tomadas por Cruz y el resto de los hombres despóticos para mantener el poder.  
    En la nueva sociedad, el poder –que se repite con variantes- se mantiene a través de la represión de las masas trabajadoras, las relaciones comerciales con empresas estadounidenses, el manejo y control de la información, los contactos con los líderes… Con esto se muestra el desarrollo del sistema político postrevolucionario en México y la implantación de nuevos métodos de dominación social.
    Estas consideraciones del actuar de Artemio permiten afirmar que se va degradando la trayectoria del héroe clásico en el camino que el personaje recorre en la lucha armada. Cuando Artemio comienza su aventura, los momentos del mito heroico desaparecen porque a pesar de que las circunstancias son las necesarias para llevar a cabo las hazañas heroicas, las decisiones de Artemio no son las adecuadas en la trayectoria del héroe pues la vida de este personaje se inserta en el pensamiento de la modernidad y no porta con él las tradiciones de su comunidad originaria.
    Como ejemplo de lo anterior basta señalar que Cruz quiere borrar el pasado y se encamina hacia el futuro en el que cree se encuentra el progreso y tiene como paradigma de enriquecimiento el mercantilismo moderno de Estados Unidos.
    También se presenta el contraste entre el progreso material estadounidense y la realidad del México reflejado en el cosmos narrativo:
Desde la mesa, se veía la explanada del nuevo frente moderno de Acapulco, levantado con premura para satisfacer la comodidad del gran número de viajeros norteamericanos a los que la guerra había privado de Waikiki, Portofino o Biarritz, y también para ocultar el traspatio chaparro, lodoso, de los pescadores desnudos y sus chozas con niños barrigones, perros sarnosos, riachuelos de aguas negras, triquina y bacilos. Siempre los dos tiempos, en esta comunidad jánica, de rostro doble, tan lejana de lo que fue y tan lejana de lo que quiere ser. (Fuentes, 2007, p.213).
En esta cita, los comentarios de la voz de la enunciación él reflejan la insatisfacción de Artemio por el modelo de conducta que eligió. Esta insatisfacción es presentada a lo largo de la novela, con lo cual quedan asentados el fracaso de la utopía, la ambición por el poder, la tragedia de México impuesta por la modernidad y la ambigüedad en la visión de Artemio; pues como ya se mencionó, la novela se funda contra el modelo de la Ilustración y apuesta por la necesidad de un pasado vivo que permita abolir las injusticias que se han repetido incesantemente.
    Durante el trayecto de la vida de Artemio Cruz, se pierde la significatividad de los elementos del mito; porque durante el camino, se encuentra con la lucha armada de la Revolución; pero, al terminar el movimiento, el personaje encarna a un ser parecido al de la novela moderna; es decir, con una visión lineal del tiempo hacia el futuro pero que también muestra el otro rostro de la modernidad que no es de avance sino de degradación individual y social.
    Un profundo estado de sueño también es representación de la zona desconocida a la cual se ingresa tras haber aceptado el llamado a la aventura (Campbell, 2006, p.60). Para Artemio Cruz, la memoria es el umbral de regreso porque entra a una zona desconocida, representada por su consciencia y el recuerdo, para internarse en las profundidades del autodescubrimiento que lo llevará a reconocer su individualidad. La región de la memoria guarda el tesoro que Artemio necesita para otorgar el elíxir salvador de su comunidad:
Tú serás el nombre del mundo... Tú escucharás el "aooo" prolongado de Lunero... Tú comprometes la existencia de todo el fresco infinito, sin fondo, del universo... Tú escucharás las herraduras sobre la roca... En ti se tocan la estrella y la tierra... En tu corazón, abierto a la vida, esta noche; en tu corazón abierto... (Fuentes, 2007, pp. 441-442).
En su lecho de muerte, el personaje recorre de nuevo el viaje que hizo durante su vida a través de la memoria, redescubre el camino de la individualización. En este recorrido, las personas que debieron fungir como protectores arquetípicos, son, por el contrario, victimizadas por el propio Artemio. Por ello, el personaje está solo, no tiene ayudas, actos compasivos o signos que le demuestren que goza de la protección de los dioses.
    La individualización también es un tesoro difícil de conseguir, y al final de la larga jornada, el héroe anhela ofrecer a la mayor cantidad de personas posible los beneficios de sus sacrificios. La individualización se consigue cuando el héroe logra organizar el universo, dar vida a lo que carece de forma y energía (Da Costa y Da Costa, 2005).
    El caos provocado por la fragmentación de la memoria de Artemio –a lo cual se une el uso de la analepsis y las tres voces que componen el relato-, en su lecho de muerte, da origen al universo de la individualidad del personaje.
    En el pensamiento inconsciente de Artemio se genera un tiempo nuevo. De este caos provocado por el lenguaje surge el lenguaje creador de la identidad de Artemio Cruz, quien además es el portador de los tiempos simultáneos: los representados por los pronombres yo, tú, él. De la fragmentación de este lenguaje inconsciente surge el universo de la individualidad de Artemio porque reconoce su vida.
    El retorno demuestra que el héroe adquirió un poder para salvar. Pero este no es el caso de Artemio, ya que en el camino se encuentra con el maestro Sebastián, representante del paradigma de la Ilustración. El maestro  tuvo la función de guía pero Artemio no adquirió los conocimientos para triunfar sobre la prueba y regresar; sino que es desposeído de su carácter anterior y envestido con la visión del futuro. Artemio no regresa físicamente; por lo que no logra compartir el elixir salvador de la sociedad e instaurar sus conocimientos para beneficio de la humanidad.
    La memoria es el misterio fructificador de la vida descubierto por Cruz. A través de la memoria, Artemio se vuelve hacia sí mismo. Con este regreso sella el último eslabón: el retorno del héroe al hogar en el cosmos de la novela; pues en su viaje, a través del recuerdo, se genera el periplo.
    El fin último del monomito: la transfiguración del héroe para enseñar la renovación de la vida, no se cumple en La muerte de Artemio Cruz. Por el contrario, la figura del tirano perseguidor está siempre presente: don Ireneo Menchaca sede el trono a Atanasio Menchaca, este tirano hacendado, es reemplazado por su igual, otro tirano hacendado, quien será suplantado, posteriormente en la novela, por don Gamaliel Bernal, para terminar en la figura de Artemio Cruz.
    El recorrido, por La muerte de Artemio Cruz, que se ha hecho siguiendo la trayectoria del héroe mítico, y a la luz de algunos conceptos de la poética de la novela y de la concepción de la historia que sustenta Carlos Fuentes, ha permitido destacar aspectos importantes de esta novela.
    Con el manejo, en uno de los planos, de la segunda persona gramatical que permite la introspección del personaje, en una especie de desdoblamiento que posibilita la propia interpelación y, finalmente, el diálogo, la concertación con sí mismo, construye un personaje que expone sus traiciones, sus abusos, sus mentiras; pero también, sus afectos. Entre estos aspectos, Artemio reflexiona sobre si el destino rigió su vida o fue libre para elegir con lo cual se genera una lucha entre la libertad y la fatalidad. Unido a lo anterior, a través del pasado futuro, a pesar de  que ya todo ocurrió, las acciones del personaje son presentadas como posibles y no como ocurridas.
    Pero, además, al utilizar esta técnica del desdoblamiento acompañada del recurso de la gran analepsis en que consiste esta novela, la hondura del personaje se agranda con los efectos del tiempo, ya que desde su derrota final (el enfrentamiento inminente con la muerte) realiza un viaje en el que recorre su vida en sentido inverso, viaje que le permite, dada la distancia, entender y aceptar su vida; sopesar lo que fue y lo que pudo ser, introduciendo, de esta manera, la mirada irónica. Consigue, de este modo, un personaje complejo, mediante el que se expone la ambigüedad de la condición humana.
    Sin embargo la novela es, sobre todo,  una crítica, un alegato, una visión irónica de la historia del país observado desde el periodo de la Revolución Mexicana y el inmediatamente posterior, donde mediante la intervención de la voz del narrador omnisciente (la tercera persona gramatical) introduce el discurso del héroe clásico como trasfondo irónico del actuar del personaje quien paradójicamente se mueve siguiendo pautas diferentes porque el fin último del monomito, la transfiguración del héroe para enseñar la renovación de la vida, no se cumple en La muerte de Artemio Cruz. Por el contrario, la figura del tirano perseguidor está siempre presente.
    La organización temporal del relato da la pauta para explicar qué relación guarda la alusión a los mitos antiguos: se trata de una novela, que en términos generales, se mueve del fin al principio; de tal manera que nacimiento y muerte se tocan. Por lo tanto, es casi al final de la narración cuando el lector se encuentra con la descripción del abandono imaginado por Lunero. Al llegar aquí, el lector ya sabe de las traiciones, abusos de poder, despojos, violaciones… de todos los actos despóticos de Artemio Cruz así como de la ambigüedad de su vida y sus elecciones.
    De ahí que la concretización de la alusión al mito del nacimiento del héroe presente una calidad muy diferente a la concretización que hubiera hecho el lector si hubiera leído linealmente. La concretización no es la de una elaboración mental de un proyecto en el que se va a ver actuar al héroe. Lo que la hace –debido a la organización temporal de la novela- inevitablemente irónica. La alusión al mito heroico es el paradigma contra el que el lector mide las acciones de Artemio Cruz.              
    Si se retoma lo afirmado por Fuentes en Valiente Mundo Nuevo, con respecto a que el paradigma de la modernidad, con su visión lineal del tiempo, da lugar al nacimiento de la novela pero ésta no se siente completa y necesita romper la visión futurizante, La muerte de Artemio Cruz puede verse como una metáfora que se revela a la imposición del tiempo lineal y retoma el ciclo mitológico iniciando por el fin, para de esta manera hacer una especie de examen de la vida que el personaje no tuvo.
    La vida de Artemio funge como espejo irónico en el que se tocan el origen y la muerte, al mismo tiempo que la visión del personaje se inscribe en la modernidad y el mercantilismo. Por tanto, Fuentes se revela a la visión del mundo moderno pero lo asume; así pues, La muerte de Artemio Cruz es una novela moderna que critica la modernidad. En la novela hay una instauración de la cosmovisión mítica, paradójicamente es Artemio el portador del tiempo simultáneo del mito a través de la memoria, al mismo tiempo que porta la visión futurizante.

BIBLIOGRAFÍA
-     Campbell, J. (2006). El héroe de las mil caras. Psicoanálisis del mito. Trad. Luisa Josefina Hernández. México: Fondo de Cultura Económica.

-     Colchero Garrido, M. (1995). Filtros, burbujas y brebajes. Alquimia de la novela de Carlos Fuentes. México: Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.

-     Colmenares, I, et al. (1986). De Cuauhtémoc a Juárez y de Cortés a Maximiliano. México: Quinto Sol.

-     Da Costa A, y Fabian da Costa. (2005). Los grandes mitos y la historia del hombre. Trad. Sonia Afuera Fernández. España: Editorial De Vecchi, S. A. U.

-     Fell, C. (1971). “Mito y realidad en Carlos Fuentes.”  Comp. Helmy F. Giacoman. Homenaje a Carlos Fuentes. Variaciones interpretativas en torno a su obra. Nueva York: Anaya / Las Américas.

-     Fernández, T. “Carlos Fuentes o la conciencia del lenguaje”. Carlos Fuentes. Premio “Miguel de Cervantes” 1987. (1988). España: Antropos.

-     Fuentes, C. La muerte de Artemio Cruz. (2007). México: Punto de lectura.

-     ---* La nueva novela hispanoamericana. (2002) España: Planeta.

-     ---* Valiente Mundo Nuevo. Épica, utopía y mito en la novela  hispanoamericana. (1990). México: Fondo de Cultura Económica.

-     García Gutiérrez, G. Comp. Carlos Fuentes desde la crítica. (1999). México: Taurus.

-     Garrido Domínguez, Antonio. “El modelo teórico de G. Genette.” El texto narrativo. (1996). España: Síntesis. 166-193.

-     Ordiz Vázquez, F. El mito en la obra narrativa de Carlos Fuentes. (1987). España: Universidad de León.

-     Ramírez, S. Fuentes de la imaginación crítica. La Jornada. 7 de noviembre de 2008.Disponibleen:http://www.jornada.unam.mx/2008/11/07/index.php?section=opinion&article=a09alcul

-     Rank, O. El mito del nacimiento del héroe. Trad. Eduardo A. Loedel. (1993). México: Paidós.

martes, 16 de septiembre de 2014

Carlos Fuentes. Novela: Aura.


La novela ‘Aura’ cumplió (1962-2012) medio siglo convertida no solo en una de las obras más emblemáticas del escritor Carlos Fuentes (1928-2012), sino también de las letras mexicanas y del Boom Latinoamericano. El diseño original de la obra estuvo a cargo del pintor y escultor Vicente Rojo, quien en esa época diseñaba todos los libros que llegaban a editorial Era, que él fundó en 1960 junto con otros exiliados españoles. La idea original de la editorial para celebrar los 50 años de la novela, que fue llevada al cine y al teatro, “era hacer un facsimilar de la primera edición, pero fue idea de Vicente Rojo hacer ilustraciones nuevas”. Todo surgió el año pasado, recordó, cuando "Vicente cayó de sorpresa" a una firma de libros del ganador del Premio Cervantes 1987, con la primera edición de "Aura" en sus manos. Fue "un detalle bonito", comentó. Con motivo de los 50 años, el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta) describió la obra como “una oda de magnitudes magistrales” que toca la fina línea entre la vida y la muerte a través de sus personajes: el historiador Felipe Montero, la anciana Consuelo y la joven Aura de ojos verdes que da nombre a la historia. “Es un modelo y un prodigio de novela fantástica, que al mismo tiempo aborda los rasgos principales de la moral social de nuestro país”, sostiene el poeta y ensayista Hugo Gutiérrez, mientras el escritor Arturo Azuela la describe como una obra magistral que deja clara la universalidad de Fuentes, señala la nota de Conaculta.
http://www.elcomercio.com/tendencias/cultura/50-anos-de-novela-aura.html

lunes, 15 de septiembre de 2014

Carlos Fuentes. Homenaje. Novela: La región más transparente.


LA REGIÓN MÁS TRANSPARENTE. Novela.
La región más transparente es la primera novela mexicana a la que podemos aplicar el término cosmopolitismo, debido a la tesis que sostiene sobre la conformación de la ciudad a partir  de diversos orígenes, ideas y clases sociales. Su título proviene de una expresión de Visión de Anáhuac, ensayo que va y viene de la crónica a la viñeta histórica, del poema en prosa a la estampa costumbrista, escrito por Alfonso Reyes, y que sirve como punto de partida a la novela, ya que utiliza la Decena Trágica (acontecimiento histórico con el que culmina el ensayo) como inicio del rumbo que tomará la vida de los moradores. La genealogía desplegada sobre la planicie histórica, preserva la mirada que Fuentes tiene sobre la condición de la ciudad y sus habitantes.
Las mil y un máscaras de cada personaje se bifurcan en el traslúcido horizonte de la ciudad moderna. Algunos críticos sostienen que el personaje de la novela es la ciudad, sin embargo, ésta es el resultado de la historia y sus habitantes. Los residentes dibujados con imponente textura son el registro de un pasado que retorna eternamente en el futuro, tiempo por el que los fantasmas, a caballo, lucharon en medio de la sonata interpretada frente al paredón. La justicia llegaría con la modernidad, para dejar atrás el hambre y la vileza. El siete de abril de 1958 la ciudad de México aparece en la primera novela de Carlos Fuentes. La publicación de La región más transparente, una de las obras más importantes de las letras hispanoamericanas, corrió a cargo del Fondo de Cultura Económica con un tiraje de 4000 ejemplares.
http://www.elem.mx/obra/datos/2611


domingo, 14 de septiembre de 2014

Adolfo Bioy Casares. Novela: El sueño de los héroes". Capítulo primero.


I
A lo largo de tres días y de tres noches del carnaval de 1927 la vida de Emilio Gauna logró su primera y misteriosa cul-minación. Que alguien haya previsto el terrible término acordado y, desde lejos, haya alterado el fluir de los acontecimientos, es un punto difícil de resolver. Por cierto, una solución que señalara a un oscuro de-miurgo como autor de los hechos que la pobre y presurosa inteligencia humana vagamente atribuye al destino, más que una luz nueva añadiría un problema nuevo. Lo que Gauna entrevió hacia el final de la terce-ra noche llegó a ser para él como un ansiado objeto mágico, obtenido y perdido en una prodigiosa aventura. Indagar esa experiencia, recupe-rarla, fue en los años inmediatos la conversada tarea que tanto lo de-sacreditó ante los amigos.
Los amigos se reunían todas las noches en el café Platense, en Iberá y Avenida del Tejar, y, cuando no los acompañaba el doctor Va-lerga, maestro y modelo de todos ellos, hablaban de fútbol. Sebastián Valerga, hombre parco en palabras y propenso a la afonía, conversaba sobre el turf —«sobre las palpitantes competencias de los circos de an-taño»—, sobre política y sobre coraje. Gauna, de vez en cuando, hubiera comentado los Hudson y los Studebaker, las quinientas millas de Ra-faela o el Audax, de Córdoba, pero, como a los otros no les interesaba el tema, debía callarse. Esto le confería una suerte de vida interior. El sábado o el domingo veían jugar a Platense. Algunos domingos, si te-nían tiempo, pasaban por la casi marmórea confitería Los Argonautas, con el pretexto de reírse un poco de las muchachas.
Gauna acababa de cumplir veintiún años. Tenía el pelo oscuro y crespo, los ojos verdosos; era delgado, estrecho de hombros. Hacía dos o tres meses que había llegado al barrio. Su familia era de Tapalqué: pueblo del que recordaba unas calles de arena y la luz de las mañanas en que paseaba con un perro llamado Gabriel. Muy chico, había que-dado huérfano y unos parientes lo llevaron a Villa Urquiza. Ahí conoció a Larsen: un muchacho de su misma edad, un poco más alto, de pelo rojo. Años después, Larsen se mudó a Saavedra. Gauna siempre había deseado vivir por su cuenta y no deber favores a nadie. Cuando Larsen le consiguió trabajo en el taller de Lambruschini, Gauna también se fue a Saavedra y alquiló, a medias con su amigo, una pieza a dos cuadras del parque.
Larsen le había presentado a los muchachos y al doctor Valerga. El encuentro con este último lo impresionó vivamente. El doctor en-carnaba uno de los posibles porvenires, ideales y no creídos, a que siempre había jugado su imaginación. De la influencia de esta admiración sobre el destino de Gauna todavía no hablaremos.
Un sábado, Gauna estaba afeitándose en la barbería de la calle Conde. Massantonio, el peluquero, le habló de un potrillo que iba a correr esa tarde en Palermo. Ganaría con toda seguridad y pagaría más de cincuenta pesos por boleto. No jugarle una boleteada fuerte, gene-rosa, era un acto miserable que después le pesaría en el alma a más de un tacaño de esos que no ven más allá de sus narices. Gauna, que nunca había jugado a las carreras, le dio los treinta y seis pesos que tenía: tan machacón y tesonero resultó el citado Massantonio. Después el mu-chacho pidió un lápiz y anotó en el revés de un boleto de tranvía el nombre del potrillo: Meteórico.
Esa misma tarde, a las ocho menos cuarto, con la última Hora debajo del brazo, Gauna entró en el café Platense y dijo a los muchachos:
—El peluquero Massantonio me ha hecho ganar mil pesos en las carreras. Les propongo que los gastemos juntos.
Desplegó el diario sobre una mesa y laboriosamente leyó:
—En la sexta de Palermo gana Meteórico. Sport: $ 59,30.
Pegoraro no ocultó su resentimiento y su incredulidad. Era obeso, de facciones anchas, alegre, impulsivo, ruidoso y —un secreto de nadie ignorado— con las piernas cubiertas de forúnculos. Gauna lo miró un momento; luego sacó la billetera y la entreabrió, dejando ver los billetes. Antúnez, a quien por la estatura llamaban el Largo Barolo, o el Pasaje, comentó:
—Es demasiada plata para una noche de borrachera.
—El carnaval no dura una noche —sentenció Gauna.
Intervino un muchacho que parecía un maniquí de tienda de ba-rrio. Se llamaba Maidana y lo apodaban el Gomina. Aconsejó a Gauna que se estableciera por su cuenta. Recordó el ofrecimiento de un quiosco para la venta de diarios y revistas en una estación ferroviaria.   Aclaró:
—Tolosa o Tristán Suárez, no recuerdo. Un lugar cercano, pero medio muerto.
Según Pegoraro, Gauna debía tomar un departamento en el Barrio Norte y abrir una agencia de colocaciones.
—Ahí, repantigado frente a una mesa con teléfono particular, hacés pasar a los recién llegados. Cada uno te abona cinco pesos.
Antúnez le propuso que le diera todo el dinero. Él se lo entrega-ría a su padre y dentro de un mes Gauna lo recibiría multiplicado por cuatro.
—La ley del interés compuesto —dijo.
—Ya sobrará tiempo para ahorrar y sacrificarse —respondió Gauna—. Esta vez nos divertiremos todos.
Lo apoyó Larsen.
Entonces Antúnez sugirió:
—Consultemos al doctor.
Nadie se atrevió a contradecirlo.
Gauna pagó otra vuelta de vermut, brindaron por tiempos mejores y se encaminaron a la casa del  doctor Valerga. Ya en la calle, con esa voz entonada y llorosa que, años después, le granjearía cierto renombre en kermeses y en beneficios, Antúnez cantó La copa del olvido. Gauna, con amistosa envidia, refle-xionó que Antúnez encontraba siempre el tango adecuado a las cir-cunstancias.
Había sido un día caluroso y la gente estaba agrupada en las puertas, conversando. Francamente inspirado, Antúnez cantaba a gritos. Gauna tuvo la extraña impresión de verse pasar con los muchachos, entre la desaprobación y el rencor de los vecinos, y sintió alguna alegría, algún orgullo. Miró los árboles, el follaje inmóvil en el cielo crepuscular y violáceo. Larsen codeó, levemente, al cantor. Éste calló. Faltaría poco más de cincuenta metros para llegar a la casa del doctor Valerga.
Abrió la puerta, como siempre, el mismo doctor. Era un hombre corpulento, de rostro amplio, rasurado, cobrizo, notablemente inexpre-sivo; sin embargo, al reír —hundiendo la mandíbula, mostrando los dientes superiores y la lengua— tomaba una expresión de blandísima, casi afeminada mansedumbre. Entre los hombros y la cintura, la exten-sión del cuerpo, un poco prominente a la altura del estómago, era ex-traordinaria. Se movía con cierta pesadez, cargada de fuerzas, y parecía empujar algo. Los dejó entrar, sucesivamente, mirando a cada uno en la cara. Esto asombró a Gauna, porque había bastante luz, y el doctor debía saber, desde el primer momento, quiénes eran.
La casa era baja. El doctor los condujo por un zaguán lateral, a través de una sala, que había sido patio, hasta un escritorio, con dos balcones sobre la calle. Colgaban de las paredes numerosas fotografías de gente comiendo en restaurantes o bajo enramadas o rodeando asa-dores, y dos solemnes retratos: uno del doctor Luna, vicepresidente de la República, y otro del mismo doctor Valerga. La casa daba la impresión de aseo, de pobreza y de alguna dignidad. El doctor, con evidente cor-tesía, les pidió que se sentaran.
—¿A qué debo tanto honor? —interrogó.
Gauna no contestó en seguida, porque le pareció descubrir en el tono una sorna velada y, para él, misteriosa. Se apresuró Larsen a bal-bucir algo, pero el doctor se retiró.
Nerviosamente, los muchachos se movieron en sus sillas. Gauna preguntó:
—¿Quién es la mujer?
La veía a través de la sala, a través de un patio. Estaba cubierta de telas negras, sentada en una silla muy baja, cosiendo. Era vieja. Gauna tuvo la impresión de que no le habían oído.
Al rato, Mai-dana contestó, como despertando:
—Es la criada del doctor.
Trajo éste en una bandejita tres botellas de cerveza y algunas copas. Puso la bandejita sobre el escritorio y sirvió. Alguien quiso hablar, pero el doctor lo obligó a callarse. Los mortificó un rato con protestas de que era una reunión importante y que debía hablar la persona debidamente comisionada.
Todos miraron a Gauna.
Por fin, éste se atrevió a decir:
—Gané mil pesos en las carreras y creo que lo mejor es gastarlos en estas fiestas, divirtiéndonos juntos.
El doctor lo miró inexpresivamente. Gauna pensó: «Lo ofendí, con mi precipitación».
Agregó, sin embargo:
—Espero que quiera honrarnos con su compañía.
—No trabajo en un circo, para tener compañía —respondió el doc-tor, sonriendo; después agregó con seriedad—: Me parece muy bien, mi amigo. Con la plata del juego hay que ser generoso.
La reunión perdió la tirantez. Todos fueron a la cocina y volvieron con una fuente de carne fría y con nuevas botellas de cerveza. Después de comer y beber consiguieron que el doctor contara anécdotas. El doctor sacó del bolsillo un pequeño cortaplumas de nácar y empezó a limpiarse las uñas.
—Hablando de juego —dijo—, ahora me acuerdo de una noche, allá por el veintiuno, que me invitó a su escritorio el gordo Maneglia. Ustedes lo veían, tan gordo y tan tembloroso, y ¿quién iba decirles que ese hombre fuera delicado, una dama, con los naipes? De ser envidioso no me reputo —declaró mirando agresivamente a cada uno de los cir-cunstantes— pero siempre lo envidié a Maneglia. Todavía hoy me pasmo si pienso en las cosas que ese finado hacía con las manos, mientras us-tedes abrían la boca. Pero es inútil, una mañanita se le asentó el rocío y antes de veinticuatro horas se lo llevaba la pulmonía doble.
»Aquella noche habíamos cenado juntos y el gordo me pidió que lo acompañara hasta su escritorio, donde unos amigos lo esperaban para jugar al truco. Yo no sabía que el gordo tuviera escritorio, ni ocupación conocida, pero como los calores apretaban y habíamos comido bastante, me pareció conveniente ventilarme un poco antes de tirarme en el catre. Me asombró que se aviniera a caminar, sobre todo cuando vi cómo se le atajaba el resuello, pero todavía no me había dado pruebas de ser ta-caño y aficionado al dinero. Pero más me asombré cuando lo vi meter-se por el portón de una cochería. Se detuvo y, sin mirarme, dijo: “Aquí estamos ¿no entra?”. Yo siempre he sentido asco por las cosas de la muerte, así que entré achicado, a disgusto, entre esa doble fila de ca-rrozas fúnebres. Subimos por una escalera de caracol y nos encontramos en el escritorio del gordo. Allí lo esperaban, entre humo de cigarrillos, los amigos. Les mentiría si les dijera qué cara tenían. O mejor dicho: me acuerdo que eran dos y que uno tenía la cara quemada, como una sola cicatriz, si ustedes me entienden. Le dijeron a Maneglia que un tercero —lo nombraron, pero no puse atención— no podía venir. Mane-glia no pareció asombrarse y me pidió que reemplazara al ausente. Sin esperar mi respuesta, el gordo abrió un roperito de pinotea, trajo los naipes y los dejó sobre la mesa; después buscó un pan y dos tarros ama-rillos de dulce de leche; en uno había garbanzos para tantear y en el otro dulce de leche. Tiramos a reyes, pero comprendí que eso no tenía importancia; cualquiera que fuera mi compañero iba a ser compañero del gordo.
»La suerte, al principio, estaba indecisa. Cuando llamaba el telé-fono, el gordo tardaba en atenderlo. Explicaba: “Para no hablar con la boca llena”. Era una cosa notoria lo que ese hombre comía de pan y dulce. Cuando colgaba el tubo, se levantaba pesadamente y abría una ventanita endeble que daba sobre las caballerizas y por lo común gritaba:
»”Altar completo. Ataúd de cuarenta pesos”. Daba las medidas y el nombre de la calle y el número. La gran mayoría de los ataúdes era de cuarenta pesos. Recuerdo que por la ventanita entraban emanaciones verdade-ramente fuertes de olor a pasto y de olor a amoniaco.
»Puedo asegurarles que el gordo me dio una interesante lección de ligereza de manos. Hacia la medianoche empecé a perder de veras. Comprendí que las perspectivas no eran favorables, como dicen los chacareros, y que tenía que sobreponerme. Ese lugar tan fúnebre medio me desanimaba. Pero el gordo había cantado tantas flores sin que yo encontrara calce para la menor protesta, que me disgusté. Ya estaban ganándome otro chico esos tramposos, cuando el gordo dio vuelta sus cartas —un as, un cuatro y un cinco— y gritó: “Flor de espadas”. “Flor de tajo”, le contesté, y tomando el as se lo pasé de filo por la cara. El gordo sangró a borbotones y salpicó todo. Hasta el pan y el dulce de leche quedaron colorados. Yo junté despacio el dinero que había sobre la me-sa y me lo guardé en el bolsillo. Después agarré un manotón de naipes y le enjugué la sangre al gordo, refregándoselos por la trompa. Salí tranquilamente y nadie me cerró el paso. El finado me calumnió una vez ante conocidos, diciendo que abajo del naipe yo tenía el cortaplumas. El pobre Maneglia creía que todos eran tan ligeros de manos como él.»

Adolfo Bioy Casares. Centenario de su nacimiento. Novela: "El sueño de los héroes".


Narrada en una Buenos Aires reconocible y cotidiana, en la que se entrelaza, sin embargo, un relato fantástico, "El sueño de los héroes", de Adolfo Bioy Casares, publicada en 1954, está considerada una de las obras fundamental de la literatura argentina del siglo XX.

Convertida en un clásico imprescindible, la historia que el autor situó en varios barrios porteños, entre los carnavales de 1927 y 1930, estará hoy en los quioscos, en la segunda entrega de la Biblioteca Esencial, que reúne en total 20 obras de Jorge Luis Borges y Bioy Casares.

Los lectores podrán adquirirla presentando en los puestos de venta de diarios el cupón que hoy aparece en la portada de LA NACION, más $ 4,90. La colección comenzó la semana última, con la entrega de "El Aleph", de Borges.

"El sueño de los héroes" es la tercera novela de Bioy Casares. Considerada por muchos como la mejor, narra la reconstrucción que el personaje central, Emilio Gauna, hace de un episodio clave en su vida, sucedido tres años antes.

LA CLAVE DEL DESCONCIERTO

Bioy ubica el relato en los arrabales porteños -Saavedra, Villa Luro, Barracas-, durante las noches de carnaval, en clubes y bares, donde conversan personajes que mantienen los modismos locales en el habla. Según comentó alguna vez el propio autor, este aspecto del relato -"la vida en Buenos Aires, la amistad, la lealtad"- fue más central en su escritura de la novela que la trama asombrosa y fantástica del argumento que ideó.

Para la periodista Silvia Hopenhayn, este relato es "una obra crucial" de Bioy Casares, porque "condensa esos personajes masculinos no terminados, como adolescentes empedernidos que buscan reconstruir lo perdido. «El sueño de los héroes» es la pesadilla de los mortales. No saber lo que ocurrió allí mismo donde se jugó un deseo", dijo a LA NACION.

Según Hopenhayn, "lo genial de Bioy es su forma literaria de demostrarnos que nunca se puede pasar en la vida por el mismo punto, y ésa es la clave de la añoranza y el desconcierto. En sus historias, suele haber alguien que queda atrapado. Lo fantástico en Bioy apuesta al repentino golpe del destino a la normalidad, siempre dado con consecuencias irreversibles".

También para la escritora y periodista Cristina Mucci, la gran innovación de la obra de Bioy está en el lugar de ruptura que tiene lo fantástico."El gran aporte de la novela, que continúa el estilo inaugurado en ?La invención de Morel´, es renovar los preceptos de la novela psicológica, y plantear un relato que se basa en la alucinación y el símbolo", comentó Mucci.

"La trama descansa en el sueño de un personaje y juega con el contraste entre lo real y la irrealidad. Además de la prosa de Bioy, que siempre es tan diáfana, la gracia de la novela es que pone este juego entre lo real y lo simbólico en un entorno reconocible por todos", dijo Mucci.

EL BARRIO Y LA AMBIGÜEDAD

El relato fue llevado al cine en 1997, con la dirección de Sergio Renán y el guión de Jorge Goldemberg. Germán Palacios, Soledad Villamil, Lito Cruz y Fabián Vena interpretaron a los protagonistas de la historia.

"Es una novela admirable. Lo esencial es la manera en que introduce el elemento mágico en el espacio del suburbio, en el universo de personajes arquetípicos del folklore urbano", señaló Renán, que destacó además "el manejo del idioma en personajes tan disímiles como el doctor Valerga y el Brujo Taboada, que es magistral. Todo eso, en el contexto del barrio y del grupo de amigos donde los roles no son claros, y el carnaval, como centro de ambigüedad."

"Me parece una novela notable", afirmó la ensayista Ivonne Bordelois, para quien la obra es "una lectura antiespejo de «Don Segundo Sombra»".

"En ambos casos se trata de una relación entre padrino y ahijado, pero mientras que en Güiraldes el padrino guía al ahijado y luego lo deja ir, en Bioy Casares se trata de un padrino perverso que acuchilla a su ahijado cuando éste empieza a crecer", describió. Según Bordelois, Bioy reproduce "el escenario abigarrado de una ciudad carnavalesca e infame", mientras que Güiraldes hace "una epifanía de la pampa".

"En el futuro corre, como un río, nuestro destino, según lo dibujamos aquí abajo. En el futuro está todo, porque todo es posible. Allí usted murió la semana pasada y allí está viviendo para siempre", dice el relato de Bioy, y sintetiza una de las claves de la novela.

La Biblioteca Esencial continuará el miércoles próximo con la entrega de "Historia universal de la infamia", de Borges.
http://www.lanacion.com.ar/732579-el-sueno-de-los-heroes-la-mejor-novela-de-bioy-casares

sábado, 13 de septiembre de 2014

Bioy también creó literatura de amor. Centenario de su nacimiento: 15 de setiembre.


Bioy también creó literatura de amor
 
En el marco del centenario del natalicio del autor argentino, que se conmemora el próximo lunes, se realiza en Buenos Aires un coloquio sobre su novelística
Adolfo Bioy Casares nació el 15 de septiembre de 1914 y murió el 8 de marzo de 1999. Foto: Especial

BUENOS AIRES, 13 de septiembre.— Considerado el pionero de la literatura fantástica en Argentina, Adolfo Bioy Casares puede ser leído también como un gran autor de novelas de amor y un cronista de la realidad, como coinciden los participantes en un homenaje al escritor en Buenos Aires con motivo del centenario de su nacimiento.

“Queremos leer sus libros desde el presente con miradas nuevas”, declaró Edgardo Scott, coordinador de las jornadas sobre Bioy que se celebran en la Biblioteca Nacional de Argentina hasta el próximo lunes, cuando el autor cumpliría un siglo de vida.

Según Scott, Bioy Casares es recordado sobre todo como un escritor de cuentos y novelas fantásticas y también por su amistad con Jorge Luis Borges y la vida “de dandy, hombre de derechas, mujeriego y cercano a la aristocracia” que llevó.

“Pero a partir de su obra póstuma, en 2006, esto se empieza a complejizar”, señaló, “porque con el libro Borges, el gran autor de género fantástico se convirtió también en gran cronista de la realidad”.

“No es lo mismo la literatura argentina sin ese libro que con él”, aseguró el asesor literario de la Biblioteca Nacional, Carlos Bernatek, sobre las cerca de mil 600 páginas en las que Bioy describió con detalle los entresijos de sus 40 años de estrecha relación con el autor de El Aleph.

“Es un texto políticamente incorrecto”, “una secreta venganza contra la formalidad y el buen decir que se esperaba de Bioy”, indicó Bernatek sobre la obra que muestra “un Borges desfachatado, incluso obsceno” que no corresponde a la imagen pública del genial escritor argentino, pero que “le enriquece”, opinó.

Sobre los textos previos de Bioy Casares, Scott destacó que en ellos “es tan recurrente el tema fantástico como el del amor” y agregó que sus obras reflejan también su temor a la muerte y la vejez y su mirada sobre las clases populares argentinas.

“La invención de Morel es la mejor novela de amor que se ha escrito en Argentina”, dijo el escritor Patricio Zunini, moderador de la mesa La etapa fantástica, la etapa borgeana.

“Un tipo que decide morirse, desaparecer, para que su fantasma acompañe a un fantasma, o más bien a la imagen fantasmal del amor que es Faustine, ¿no es una novela de amor?”, se cuestionó Zunini sobre el argumento de la célebre novela.

A su juicio, Bioy construye unos personajes femeninos “de los que te enamoras”, en especial Faustine, a quien considera “la mujer más hermosa de la literatura argentina”.

Oliverio Coelho describe al autor de Plan de evasión como un “asceta de la lengua rehén de la imaginación borgiana”.

Para Coelho, Bioy siempre fue leído a la sombra de Borges, pero cree que tras la publicación de su libro póstumo “se redefinió el vínculo, que no era de maestro y discípulo sino de complicidad”.

Juntos escribieron siete libros y Bioy colaboró también con su mujer, la brillante escritora Silvina Ocampo, en la redacción de Los que aman, odian y los tres fueron responsables de una antología sobre literatura fantástica y otra sobre poética argentina.


“Bioy actuó como bisagra entre dos potencias literarias”, afirma Bernatek sobre la intensa relación intelectual que mantuvieron Borges, Bioy y la menor de las hermanas Ocampo.

Bernatek explica que esos libros colectivos fueron fruto de esa gran sintonía, pero también de “una dinámica cultural que existía en ese momento en la literatura argentina”.

El sueño de los héroes, Diario de la guerra del cerdo y La trama celeste, entre otros textos de Bioy, han sido reeditados para acercarlos al público y cumplir así el que, según Scott, es el “verdadero deseo de cualquier escritor: seguir siendo leído”.
http://www.excelsior.com.mx/expresiones/2014/09/13/981474

viernes, 12 de septiembre de 2014

Flaubert. Noviembre. Retrato de un novelista adolescente.


En Noviembre apreciamos ya esa condición transgresora y algo irónica que caracteriza la escritura de Flaubert, así como su enfoque, tan contestado por la moral de su época, su fuerza literaria y sus obsesivas preocupaciones estéticas; en fin, todo lo que hará de él uno de los más grandes literatos europeos, puente entre Balzac y Proust, entre lo moderno y lo contemporáneo.
Flaubert escribió en Noviembre en 1842, cuando tenía apenas veinte años. Considerada la novela que cierra la producción de juventud de Flaubert (marcada por esta obra y por Memorias de un loco), estamos ante una auténtica bildungsroman sentimental, una sorprendente novela de iniciación amorosa, que explora los sutiles mecanismos de la atracción erótica y los remordimientos provocados por las relaciones adúlteras y el lado pasional de las relaciones humanas. En esta novela, de lectura adictiva, y un delicioso recorrido sobre la exaltación pasional, un muchacho, en el que podemos ver reflejado el propio Flaubert, medita en el curso de un paseo campestre sobre las mujeres (incluyendo a Marie, la prostituta que lo inició en los secretos de la carne, y que es, a partes iguales, «la mujer angélica e intocable, y la hembra fatal armada de un erotismo destructor» en palabra de Lluís Mª Todó). Noviembre es, probablemente, la genuina crónica de una obsesión amorosa, con un joven Flaubert de protagonista. Esta novela, que Flaubert no publicó en vida (era un escritor «enfermo de exactitud», y buena parte de su producción hasta Madame Bovary era considerada por él como «ejercicios de estilo»), pero que siempre consideró con un cariño especial, es una hábil disección del mundo amoroso, en la que se analiza la pasión y el sufrimiento asociado a ella, cuya profundidad psicológica presagia ya el estilo de obras futuras como Madame Bovary o La educación sentimental.

***

RETRATO DE UN NOVELISTA ADOLESCENTE

por Lluís Mª Todó


Leer un texto que su autor no quiso hacer público tiene algo de indiscreto, tal vez incluso reprobable, puesto que implica desoír el criterio estético de un artista y desobedecer la voluntad última de un difunto. En este caso, además, no se trata de un capricho más o menos neurótico o instantáneo, sino de una decisión madura y reflexiva del novelista Gustave Flaubert, tal vez el escritor más exigente de su tiempo y de otros muchos, inflexible consigo mismo y con todos los demás, crítico implacable y agudo como poquísimos —que tuvo, eso sí, la discreción de reservar sus contundentes opiniones literarias, morales y políticas, para la esfera privada, es decir, su incomparable correspondencia. Lo cual, dicho sea de paso, dificulta bastante las cosas a los lectores interesados en su teoría artística—.
Precisamente en una carta fechada en 1846 leemos que Flaubert consideró Noviembre «la clausura de mi juventud», y en efecto, el texto que presentamos fue terminado el 25 de octubre de 1842, poco antes de que su autor cumpliera los veintiún años. El texto constituye, pues, la última de las llamadas convencionalmente «obras de juventud», es decir, en nuestro caso, los escritos anteriores a Madame Bovary, publicada en 1857. En cuanto a la valoración que mereció el texto a su propio autor, no debemos conceder mucho crédito a lo que dice en una carta, algo anterior a la ya citada, en la que Flaubert presenta Noviembre a un antiguo profesor suyo, y la califica de «ratatouille sentimental y amorosa» (la «ratatouille» es un excelente guiso parecido a nuestro pisto, pero la palabra se usa también en el sentido de «revoltijo» o «batiburrillo») en la que «la acción es nula». Parece indudable que aquí el joven Gustave Flaubert estaba cubriendo con sarcasmo fingido un más que probable orgullo de autor, y aunque el hecho irrebatible es que Flaubert nunca autorizó la publicación de Noviembre, también sabemos que el novelista siempre consideró con un cariño especial este libro, en el que cualquier lector atento puede apreciar ya el genio verbal e imaginativo del gran novelista.
Con todo, hubo que esperar hasta el año 1910, cuando Gustave Flaubert ya era una gloria literaria universal, para que saliera a la luz la primera edición de esta obra juvenil, y desde entonces, la crítica no ha dejado de admirar el estilo vigoroso y la intensidad moral de este relato escrito por un joven aprendiz de escritor consumido por el erotismo adolescente y devorado por un mal du siècle que ya sólo podía ser posromántico. Actualmente, Noviembre ha quedado colocado para siempre al lado de otros ilustres «retratos del artista adolescente», y suele relacionarse con otra joya poco conocida, el relato «La Fanfarlo» de Charles Baudelaire, coetáneo exacto de Flaubert (ambos nacieron en 1821), y con quien Flaubert comparte el honor de haber fundado, según algunos estudiosos, lo que ahora llamamos «el arte moderno».
No es sólo el hecho de retratar a un artista en ciernes lo que emparienta Noviembre con «La Fanfarlo» y con el mundo baudelairiano en general. Está también su compartida poética de la gran urbe —algo bastante nuevo en aquel momento—, las descripciones del París que empezaba a ser lo que sería plenamente unas décadas más tarde: la gran ciudad que nunca duerme, la sede de todas las miserias y de todos los lujos, el espacio donde el anonimato promete impunidad a los vicios y pone todos los éxtasis al alcance del flâneur abrumado de tedio, la indiscutible capital del siglo XIX —en palabras de Walter Benjamin—.
En la realidad, todos estos brillos de la gran metrópoli, esa magnífica quincalla estética y moral debió de impresionar más a Gustave Flaubert, normando de buena familia, que a Charles Baudelaire, parisino de nacimiento e hijastro de militar, pero ambos supieron ver con sagacidad semejante lo que podríamos llamar la dimensión poética y moral de la gran urbe. Por otra parte, los dos genios tienen aún más cosas en común, algunas de las cuales ya podemos apreciar y degustar en este primerizo Noviembre, como por ejemplo la fascinación por los arrebatos místicos, sean del orden que sean, o la afición a mezclar el erotismo con la religión, un gusto que llevó a la pobre Madame Bovary ante los tribunales, y que Baudelaire también practicó con frecuencia y buena fortuna.
Está también el interés común por el universo de la prostitución y sus protagonistas, a quienes ambos escritores atribuyen valores morales superiores, un conocimiento más íntimo de la verdad humana, además de las habilidades inherentes a su oficio. En ambos casos, sin embargo, las prostitutas tal como aparecen en los escritos de Baudelaire y Flaubert están en las antípodas del tópico decimonónico de la cortesana arrepentida y que acepta el sacrificio por amor, es decir, el modelo Margarita Gautier. En Flaubert y en Baudelaire, el peor pecado que cometen las meretrices no es de orden sexual, sino intelectual: es la estupidez, de la que nadie escapa. Pero no es éste el caso de Marie, la prostituta de Noviembre que, por lo que el autor nos da a conocer de ella, no tiene un pelo de tonta.
En cualquier caso, no tiene nada de extraño que el núcleo de la escasa acción de Noviembre, y probablemente su sección más interesante sea la que explica con minuciosidad el encuentro del narrador con la prostituta Marie, y el posterior relato que hace ésta de su vida extraordinaria —cosa que permite un cambio de vista narrativo muy característico de la poética flaubertiana—. Ahí encontramos ya todas las obsesiones eróticas de Flaubert, que irán asomando periódicamente en su obra posterior, y en especial esta magnífica habilidad que tiene el novelista para adoptar el punto de vista de la mujer deseante —una especie de travestismo literario que interesó mucho a Jean-Paul Sartre—. Esa soberanía concedida al deseo femenino, algo muy infrecuente en su tiempo, la encontraremos también más adelante en Emma Bovary, en la princesa cartaginesa Salammbô, o en Rosanette Bron, la cortesana de La educación sentimental. En este sentido, de haberse publicado el texto en la fecha en que fue terminado, es seguro que el público se habría extrañado, por lo menos, al leer cómo una muchacha de pueblo mira sin empacho el paquete a los hombres y trata de violar a un chico de su edad; una joven que, más adelante, cuando ya está iniciada en las prácticas del sexo, «desea los abrazos de las serpientes», en una frase, por cierto, que ya contiene los ritmos, las imágenes y las obsesiones del Flaubert maduro.
Con toda probabilidad, este personaje de Marie, como otros muchos personajes femeninos de la obra de Flaubert, está inspirado en dos mujeres con las que el autor se relacionó en su primera juventud, y que le proporcionarían material imaginario para el resto de su obra de novelista: la primera y principal, Elisa Schlesinger, que Flaubert conoció en una playa normanda cuando él tenía sólo quince años y ella veintiséis. Elisa estaba casada con un editor de música, tenía hijos, y pasados los años acabaría su vida en un sanatorio mental. A pesar de la brevedad del encuentro y lo somero de la relación, Elisa Schlesinger fue para Gustave Flaubert un amor perdurable, su único amor verdadero, según declaró repetidamente en sus papeles íntimos. Es además una presencia detectable en casi todas las novelas flaubertianas, y fue en especial el modelo de Marie Arnoux, la protagonista femenina de La educación sentimental.
El segundo modelo de la prostituta Marie de Noviembre es Eulalie Foucaud, que regentaba un hotel en Marsella en el que se alojó Flaubert a su regreso de Córcega, y con la que el novelista, a los veinte años, mantuvo una relación carnal y también fugaz, aunque prolongada en una correspondencia de varios meses. El encuentro de una sola noche con Eulalie también quedó grabado con gran fuerza en la memoria de Flaubert, que seguía hablando de ello veinte años más tarde, según cuentan los hermanos Goncourt.
No resulta muy forzado ver en estas dos experiencias juveniles un esquema mítico antiguo y repetido, el del amor sagrado opuesto al amor profano, el eros espiritual y el carnal, lo puro y lo impuro o, dicho de una manera más moderna y freudiana: la maman et la putain. Seguramente, dentro de la obra de Flaubert, las encarnaciones más fieles al original sean lúbrica Salammbô y la dulce Marie Arnoux de La educación sentimental.
En el caso de Noviembre, tenemos a Marie, que no es del todo ni una cosa ni otra, ni la mujer angélica e intocable, ni la hembra fatal armada de un erotismo destructor, pero que tiene algo de ambas. Es, también, la ocasión para que Flaubert escenifique una típica fantasía adolescente, o acaso, más generalmente, masculina: la de la prostituta joven y bella que, por una sola vez, ofrece su cuerpo por amor y por placer, y no por dinero; y conste que un cambio en el género o los géneros de los participantes en la escena no cambiaría, creo, la universalidad del mito.
En todo caso, lo más importante para nosotros es que el encuentro entre el narrador y Marie da lugar a «las páginas más ardientes, tal vez, sobre el goce del cuerpo, que existen en toda la prosa francesa del siglo pasado» —en palabras del escritor y crítico Henri Guillemin—. Probablemente sea cierto, y la larga y magnífica historia de amor y erotismo que constituye el núcleo central de Noviembre bastaría para desmentir el diagnóstico feroz y levemente narcisista de su autor: en efecto, no estamos ante ninguna ratatouille sentimental, sino sumergidos en un texto de indiscutible temple estilístico y de admirable densidad temática.
Pero esta segunda parte, con ser probablemente la mejor, no es lo único valioso de este texto extrañamente subtitulado «Fragmentos de un estilo cualquiera». El arranque, con esas reflexiones de adolescente prematuramente desengañado, contiene fragmentos sobre el otoño y sus éxtasis, por ejemplo, que ya son literatura de la buena, y que recuerdan al mejor Baudelaire (quien, por cierto, detestaba la naturaleza, otoñal o no), o incluso al Rimbaud panteísta e igualmente juvenil.
Al Flaubert de veinte años aún le quedaban muchas cosas por aprender, él que supo ver como nadie hasta entonces la parte de artesanía, de ingeniería verbal e imaginativa que implica la creación novelesca. Las cartas que escribió mientras redactaba, a lo largo de cinco largos años, Madame Bovary, dan testimonio de este aprendizaje áspero y exasperante. Pero fue también un genio precoz, como demuestra, una vez más, su correspondencia, y Noviembre contiene bellezas en número más que suficiente para excusar al lector, pienso, por la ligera indiscreción que comete al leer, sin permiso de su autor, este breve e intenso retrato de un novelista adolescente.
LLUÍS Mª TODÓ


  NOVIEMBRE


Fragmentos de un estilo cualquiera


Para… bobear y fantasear.


MICHEL DE MONTAIGNE[1]

Amo el otoño. Esta triste estación es apropiada para los recuerdos. Cuando los árboles pierden todas sus hojas, cuando el cielo crepuscular aún conserva ese tinte rojizo que dora la hierba marchita, resulta dulce ver cómo se apaga todo aquello que, poco antes, ardía en nuestro interior.
Acabo de regresar de mi paseo por los prados vacíos, junto a los fríos fosos en los que se miran los sauces. El viento hacía silbar sus ramas desnudas; en ocasiones enmudecía y después comenzaba otra vez, de repente. Entonces las hojas que aún se aferran a los zarzales temblaban de nuevo, la hierba tiritaba inclinándose sobre la tierra, todo parecía volverse más pálido, más helado. En el horizonte, el disco del sol se confundía con el blanco del cielo, y su aureola lo impregnaba de un soplo de vida expirante. Yo sentía frío, casi miedo.
Me he resguardado tras un montículo de hierba; el viento había cesado. No sé por qué pero, mientras estaba allí, sentado en el suelo —sin pensar en nada y contemplando el humo que brotaba de los chamizos en la lejanía—, mi vida entera se me apareció como un fantasma, y el amargo sabor de los días pasados regresó, con el olor de la hierba agostada y la madera muerta. Mis pobres años desfilaron de nuevo ante mis ojos, como arrastrados por el invierno en alas de una espantosa tormenta. Algo terrible los arremolinaba en mi memoria, con una furia mayor que la del viento que espoleaba las hojas sobre los senderos apacibles. Una extraña ironía los zarandeaba y revolcaba solo para mi diversión. Después remontaron el vuelo, todos juntos, y se perdieron en el cielo pálido.
Es triste esta estación en la que nos encontramos: se diría que la vida va a desaparecer junto con el sol. Un escalofrío nos recorre el corazón y la piel, todos los sonidos se extinguen, el horizonte palidece, todo se encamina a dormir o a morir. He visto cómo regresaban las vacas, mugiendo hacia el poniente. El chiquillo que las guiaba tiritaba bajo sus ropas de paño, hostigándolas con una rama de espino para que marcharan por delante de él; las reses resbalaban sobre el lodo al bajar la ladera, aplastando las pocas manzanas que quedaban sobre la hierba. El sol decía su último adiós tras las colinas borrosas, las luces de las casas se encendían en el valle. Y la luna, el astro del rocío, comenzaba a mostrarse entre las nubes y a descubrir su pálido rostro.
He saboreado detenidamente mi vida perdida. He admitido con gozo que mi juventud ya se ha extinguido, pues es una alegría sentir que el frío penetra en el corazón y podemos decirle, tanteándolo con la mano igual que un hogar aún humeante: «Ya no arde». He repasado lentamente todos los aspectos de mi vida, las ideas, las pasiones, los días de arrebato, los días de duelo, los latidos de la esperanza, los desgarros de la angustia. He examinado todo, como un hombre que visita las catacumbas y contempla con parsimonia, a ambos lados, una fila tras otra de muertos. Sin embargo, si contamos los años, no ha pasado tanto tiempo desde que nací, pero tengo en mi posesión numerosos recuerdos, a causa de los cuales me siento abrumado, al igual que lo están los ancianos por el peso de todos los días que han vivido. A veces me parece que he perdurado a lo largo de siglos y que mi ser contiene los retazos de mil existencias pasadas. ¿Por qué? ¿He amado? ¿He odiado? ¿He buscado algo? Todavía lo dudo; he vivido ajeno a cualquier movimiento, a cualquier acción, sin alterarme ni por la gloria, ni por el placer, ni por la ciencia, ni por el dinero.
De todo lo que viene a continuación, nadie ha sabido nada, nunca; quienes me veían cada día advertían tan poco como los demás. Eran, respecto a mí, como el lecho sobre el que duermo y que nada conoce de mis sueños. Además ¿no es el corazón humano una enorme soledad en la que nada penetra? Las pasiones que lo alcanzan son igual que viajeros en el desierto del Sahara, mueren asfixiadas allí dentro, sin que sus gritos puedan oírse en el exterior.
Me sentía triste ya en el colegio. Me aburría, los deseos me inflamaban, aspiraba ardientemente a una existencia insensata y agitada, soñaba con las pasiones, habría querido experimentarlas todas. Después de cumplir veinte años, veía para mí todo un mundo de luces, de fragancias; la vida se me aparecía en la distancia con esplendor y sonidos triunfales. Había, como en los cuentos de hadas, una galería tras otra, donde los diamantes rutilaban bajo el fulgor centelleante del oro, donde una palabra mágica hace que las puertas encantadas giren sobre sus goznes y, a medida que avanzamos, la mirada se zambulle en magníficos paisajes cuyo resplandor nos obliga a sonreír y cerrar los ojos.
De forma vaga, codiciaba algo espléndido, que no habría podido formular con palabras ni moldear en mi pensamiento, pero hacia lo que, sin embargo, abrigaba un deseo positivo, incesante. Siempre me han gustado las cosas brillantes. De niño, me abría paso entre la muchedumbre hasta la puerta de los dentistas ambulantes para atisbar los galones rojos de sus sirvientes y los ribetes de las bridas de sus caballos. Permanecía largo tiempo ante la tienda de los titiriteros, observando sus pantalones abombados y sus cuellos bordados. ¡Oh, sobre todo me gustaba la acróbata, con sus largos pendientes oscilantes y su enorme collar de pedrería agitándose sobre el pecho! ¡Con qué ávida inquietud la contemplaba cuando se estiraba hasta las lámparas colgadas de los árboles y su vestido, adornado con lentejuelas doradas, ondeaba al saltar y se inflaba en el aire! Aquellas fueron las primeras mujeres a las que amé. Sentía el espíritu atormentado al pensar en aquellos muslos de extrañas formas, ceñidos por los pantalones rosados, en sus brazos flexibles, rodeados por aquellos brazaletes que ellas hacían tintinear a la espalda, cuando se inclinaban hacia atrás y rozaban el suelo con las plumas de sus turbantes. Trataba de adivinar ya a la mujer (pensamos en ella a todas las edades: de niños, palpamos con una ingenua sensualidad los senos de las jóvenes que nos besan o nos tienen en brazos; a los diez años, soñamos con el amor; a los quince, este nos alcanza; a los sesenta, aún lo conservamos. Y si los muertos piensan en algo en el interior de sus tumbas, es en deslizarse bajo tierra hasta la fosa cercana, para alzar el sudario de la difunta y fusionarse con su sueño). Así pues, la mujer era un misterio fascinador que turbaba mi pobre imaginación infantil. Por lo que experimentaba cuando una de ellas posaba sus ojos sobre mí, ya distinguía que aquella mirada conmovedora encerraba algo fatal, algo que desbarata la voluntad humana, y me sentía a la vez hechizado y aterrado.
¿Con qué soñaba durante mis largas tardes de estudio, cuando, con el codo apoyado sobre el pupitre, me quedaba observando cómo la mecha del quinqué se prolongaba en la llama y cómo cada gota de petróleo caía sobre el quemador, mientras las plumas de mis compañeros arañaban el papel y, de vez en cuando, se oía el rumor de las páginas pasadas o el sonido de un libro al cerrarse? Terminaba mis deberes a la carrera para poder entregarme a gusto a mis placenteros pensamientos. En efecto, los saboreaba por anticipado con toda la fruición de un goce palpable. Comenzaba obligándome a pensar, como un poeta que provoca la llegada de la inspiración cuando desea crear. Me sumergía en lo más profundo de mi mente, la sacudía para observarla desde todas sus facetas, llegaba hasta el final, regresaba y volvía a empezar. Acto seguido todo se convertía en una carrera desenfrenada de mi imaginación, un salto prodigioso más allá de la realidad; creaba mis propias aventuras, organizaba historias, construía palacios en los que me alojaba como un emperador, cavaba todas las minas de diamantes y los arrojaba a manos llenas sobre los caminos que debía recorrer.
Cuando caía la noche y todos estábamos acostados en nuestras blancas camas, con nuestros doseles blancos, y solo el jefe de estudios se paseaba de un lado a otro del dormitorio común… ¡cómo me recluía aún más en mí mismo, ocultando en mi seno a aquel pajarillo que sacudía las alas y cuya calidez percibía con delectación! Tardaba siempre largo tiempo en dormirme. Oía dar las horas; cuantas más pasaban, más dichoso me sentía. Me parecía que me arrastraban consigo al mundo, cantando, y que se despedían de cada momento de mi vida diciendo: «¡Otro! ¡Otro! ¡El siguiente! ¡Adiós, adiós!». Y cuando la última vibración se extinguía y terminaba de reverberar en mi oído, me decía a mí mismo: «Mañana darán la misma hora, pero faltará un día menos. Estaré un día más cerca de esa meta radiante, de mi porvenir, de ese sol cuyos rayos me inundan y que un día tocaré con mis propias manos». Mas me parecía que aún tendría que esperar demasiado y me dormía casi llorando.
Ciertas palabras me trastornaban: «mujer» y, sobre todo, «amante»; buscaba la explicación de la primera en los libros, en los grabados, en los cuadros, a los que deseaba poder arrancar la ropa para descubrir qué había debajo. Cuando finalmente averigüé todo, al principio el hallazgo me aturdió de gozo, como una armonía suprema. Pero enseguida me calmé y desde entonces viví con mayor alegría, experimentando un estremecimiento de orgullo cada vez que pensaba que era un hombre, un ser preparado para tener algún día mi propia mujer. Había desentrañado el sentido de la vida, estaba a las puertas de penetrar en él, casi podía saborearlo. Mi deseo no iba más allá, me sentía plenamente satisfecho sabiendo lo que ya sabía. Por lo que respecta a la «amante», esta me parecía un ser maléfico, la magia de cuyo nombre bastaba para empujarme a un profundo éxtasis: por sus amantes, los reyes asolaban y conquistaban provincias. Para ellas tejíamos las alfombras de la India, labrábamos el oro, cincelábamos el mármol, revolvíamos el mundo. Una amante posee esclavos con abanicos de plumas para espantar a las moscas mientras ella duerme en sofás de raso. Cuando despierta, la esperan elefantes repletos de regalos, los palanquines la trasladan con suavidad al borde de las fuentes, se sienta en tronos rodeada de una atmósfera refulgente y fragante, lejos de la muchedumbre que la execra y la idolatra.
Este misterio de la mujer fuera del matrimonio, aún más femenina precisamente a causa de esto, me excitaba y me tentaba con el doble señuelo del amor y de la riqueza. Nada había que yo amase tanto como el teatro, adoraba incluso los murmullos de los entreactos, incluso los pasillos, que recorría con el corazón emocionado para encontrar un asiento. Cuando la representación ya había comenzado, subía corriendo la escalera, oía el sonido de los instrumentos, de las voces, de los vítores, y cuando entraba y me sentaba, la atmósfera estaba impregnada de un cálido aroma a mujer engalanada, de algo que olía a ramo de violetas, a guantes blancos, a pañuelo bordado. Las galerías colmadas de gente, repletas de diamantes y de coronas de flores, parecían en suspenso mientras escuchaban el canto. La actriz se hallaba sola en el proscenio y su pecho, del que arrancaba notas precipitadas, descendía y ascendía palpitando, el compás espoleaba su voz como un caballo al galope y la conducía a un torbellino melodioso; los trinos provocaban que su cuello inflado se ondulara, como el de un cisne bajo el peso de los besos del aire. Extendía los brazos, clamaba, lloraba, centelleaba, reclamaba algo con un afecto inaudito y, cuando retomaba el estribillo, me parecía que arrancaba mi corazón con el sonido de su voz para fusionarlo con ella en una vibración amorosa.
El público aplaudía, le lanzaba flores y, en mi embeleso, yo paladeaba la adoración de la multitud en la mente de la artista, el amor de todos aquellos hombres y el deseo de cada uno de ellos. ¡Era por ella por quien quería ser amado, con una pasión voraz y sobrecogedora, con un amor de princesa o de actriz, que nos llena de orgullo y nos hace iguales a los ricos y los poderosos! ¡Qué bella es la mujer a la que todos aplauden y todos codician, la que proporciona a la muchedumbre la fiebre del deseo en los sueños de cada noche, la que aparece tan solo entre candilejas, resplandeciente y cantarina, moviéndose en el ideal del poeta como en una vida creada especialmente para ella! ¡Ella debe de guardar para el hombre al que quiere un amor diferente —mucho más hermoso que el que reparte a raudales sobre todos los corazones que lo absorben boquiabiertos—, cantos mucho más dulces, notas mucho más bajas, más tiernas, más palpitantes! ¡Si yo hubiera podido estar cerca de aquellos labios, de donde surgían tan puras, acariciar esos cabellos lustrosos que brillaban bajo las perlas! Pero las candilejas del teatro me parecían la barrera de la ilusión. Más allá había para mí un universo de amor y de poesía, las pasiones eran más bellas y más armoniosas, los bosques y palacios se evaporaban como el humo, las sílfides descendían del cielo; todo cantaba, todo amaba.
En esto pensaba yo a solas por la noche, cuando el viento silbaba en los pasillos; o durante los recreos, mientras todos jugaban al marro o a la pelota y yo me paseaba junto a la pared, pisando las hojas caídas de los tilos y entreteniéndome con el sonido que hacían al levantarlas y sacudirlas con los pies.
Me poseyó enseguida el deseo de amar. Codiciaba el amor con un ansia infinita, soñaba con todos sus tormentos, esperaba a cada instante un desgarro que me colmaría de dicha. En numerosas ocasiones creí que lo había encontrado. En mi mente elegía a la primera mujer que surgiera y me pareciera hermosa, y me decía a mí mismo: «Esta es la mujer a la que amo». Pero el recuerdo que quería guardar de ella palidecía y se evaporaba en lugar de consolidarse. Sentía, además, que me forzaba a mí mismo a amar, que representaba para mi corazón una farsa que no lo engañaba en absoluto, y este fracaso me causaba una profunda tristeza. Casi lamentaba los amores que no había tenido, y después soñaba con otros con los que habría deseado poder colmar mi alma.
Solía forjarme una pasión al regresar de un asueto de dos o tres días, tras asistir a un baile o al teatro. Me representaba a la mujer que había elegido, tal y como la había visto, con un vestido blanco, llevada durante el vals por un caballero que la sostiene y le sonríe, o apoyada sobre la balaustrada de terciopelo de un palco, mientras mostraba con calma su regio perfil. El eco de las contradanzas y el resplandor de las luces resonaban y me deslumbraban todavía durante un tiempo, pero después todo terminaba fundiéndose en la monotonía de una ensoñación dolorosa. De esta forma tuve mil amoríos, que duraron ocho días o un mes y que yo deseé prolongar durante siglos. No sé en qué los fundamentaba, ni cuál era el propósito hacia el que estos vagos deseos convergían. Eran, creo, la necesidad de un nuevo sentimiento, como un anhelo de algo elevado cuya cima no podía vislumbrar.
La pubertad del corazón precede a la del cuerpo. Yo sentía mayor necesidad de querer que de gozar, más hambre de amor que de voluptuosidad. Ahora ya no conservo ni siquiera la idea de este amor de la primera adolescencia, para el que los sentidos no son nada y que tan solo el infinito puede colmar; situado entre la infancia y la juventud, constituye la transición entre ambas y pasa tan rápido que se olvida.
Había leído tanto entre los poetas la palabra «amor» y me la repetía tantas veces a mí mismo para fascinarme con su dulzura, que con cada estrella que brillaba en el cielo azul de una noche tibia, con cada murmullo de la marea en la orilla, con cada rayo de sol entre las gotas del rocío, pensaba: «¡Amo! ¡Oh! ¡Amo!». Y me sentía feliz por ello, me sentía orgulloso, dispuesto ya a los más hermosos sacrificios. Cuando una mujer me rozaba al pasar o me miraba cara a cara, habría querido amarla mil veces más, padecer aún más profundamente y que los pobres latidos de mi corazón pudieran destrozarme el pecho.
Hay una edad, recuérdalo, lector, en la que sonríes vagamente, como si en el aire flotaran besos; tienes el corazón henchido de una brisa perfumada, la sangre late acalorada en tus venas, burbujea dentro de ellas como el vino en una copa de cristal; te despiertas más feliz y más rico que la víspera, más palpitante, más emocionado; dulces fluidos ascienden y descienden en tu interior y te recorren deliciosamente con un calor embriagador. Los árboles flexionan sus copas en el viento con suaves torsiones, las hojas se agitan las unas contra las otras como si hablasen entre ellas, las nubes se deslizan y despejan el cielo, en el que brilla la luna y, desde las alturas, se contempla a sí misma en el río. Cuando caminas por la noche y aspiras el olor del heno cortado, mientras escuchas al cuco en el bosque y observas el movimiento de las estrellas, tu corazón —¿no es cierto?—, tu corazón es más puro, está más empapado de aire, de luz y de azul que el horizonte apacible, donde la tierra acaricia al cielo con un beso tranquilo. ¡Oh! ¡Qué perfumados son los cabellos de las mujeres! ¡Qué dulce es la piel de sus manos, qué penetrante su mirada! Pero aquellos ya no eran los primeros deslumbramientos de la infancia, recuerdos perturbadores de los sueños de la noche anterior. Por el contrario, estaba entrando en una vida real, en la que tenía mi lugar, en una armonía inmensa en la que mi corazón cantaba un himno y vibraba grandiosamente. Degustaba con fruición este fascinante crecimiento, y el despertar de mis sentidos incrementaba aún más mi satisfacción. Por fin despertaba de un largo sueño, como el primer hombre de la Creación, y veía frente a mí a un ser semejante a mí mismo, pero dotado de diferencias que establecían entre nosotros una vertiginosa atracción. Y al mismo tiempo sentía por esta nueva forma una emoción desconocida, que llenaba de orgullo mi pensamiento, mientras el sol brillaba más puro, las flores despedían un perfume más embriagador que nunca y la sombra era más dulce y más amable.
Junto a todo esto, notaba que, día a día, se desarrollaba mi inteligencia, que ahora vivía una vida común a la de mi corazón. No sé si mis ideas eran sentimientos, pues todas ellas poseían la vehemencia de las pasiones y ese íntimo gozo que vivía en lo más profundo de mi ser se desbordaba sobre el mundo y lo engalanaba para mí con el exceso de mi propia alegría. Estaba a punto de alcanzar el conocimiento de la suprema voluptuosidad y, como un hombre ante la puerta de su amante, permanecía durante largo tiempo dejándome languidecer a propósito, para saborear una esperanza cierta y poder decirme: «¡Pronto la tendré entre mis brazos; será mía, mía por completo, no es un sueño!».
¡Qué extraña contradicción!: evitaba la compañía de las mujeres, al tiempo que sentía un delicioso placer al estar frente a ellas. Fingía no amarlas en absoluto, mientras que vivía en el interior de todas y habría deseado penetrar la esencia de cada una de ellas para fundirme con su belleza. Sus labios me invitaban ya a otros besos diferentes a los de una madre. En mi imaginación, me dejaba envolver por sus cabellos y me instalaba entre sus senos para asfixiarme gloriosamente en ellos. Habría querido ser el collar que besaba sus cuellos, el broche que mordía sus hombros, el vestido que cubría por completo el resto de sus cuerpos. Más allá de las vestimentas no podía ver nada, pero bajo ellas había una infinitud de amor, y me aturdía al pensarlo.
Las pasiones que habría querido tener, las estudiaba en los libros. Para mí, la vida humana giraba alrededor de dos o tres ideas, de dos o tres palabras, en torno a las cuales orbitaba todo lo demás, como satélites alrededor de su astro. Así, había poblado mi infinito de una gran cantidad de soles de oro. En mi cabeza los cuentos de amor se situaban junto a las espléndidas revoluciones, las hermosas pasiones frente a los grandes crímenes. Pensaba al mismo tiempo en las noches estrelladas de los países cálidos y en los disturbios de las ciudades incendiadas, en las lianas de las selvas vírgenes y en la pompa de las monarquías desaparecidas, en las tumbas y las cunas. El murmullo de la corriente entre los juncos, el arrullo de las tórtolas en los palomares, la madera del mirto y el aroma del aloe, el entrechocar de las espadas contra las corazas, los caballos que piafan, el oro reluciente, los centelleos de la vida, las agonías de los desesperados… lo contemplaba todo con los ojos abiertos de par en par, como un hormiguero que se hubiera agitado a mis pies. Pero, por encima de esta vida tan bullente en la superficie, que resonaba con tantos gritos diferentes, surgía una inmensa amargura que era la síntesis y la ironía de todo lo anterior.
De noche, en el invierno, me detenía ante las casas iluminadas, en cuyo interior danzaba la gente; y contemplaba cómo las sombras pasaban tras las cortinas rojas, oía los sonidos propios del lujo, las copas sobre las bandejas, los cubiertos de plata que tintineaban en los platos. Y me decía a mí mismo que tan solo dependía de mí poder formar parte de aquella fiesta a la que todos corrían, de aquel banquete en el cual comía todo el mundo. Pero un orgullo salvaje me mantenía apartado de todo aquello, pues consideraba que mi soledad me embellecía, que mi corazón se ensanchaba al mantenerlo alejado de todo cuanto representaba la felicidad humana. Entonces proseguía mi camino a través de las calles desiertas, en las cuales los faroleros se mecían tristemente mientras hacían chirriar sus poleas.
Soñaba con el dolor de los poetas, lloraba junto a ellos las más hermosas lágrimas, los sentía en el fondo del corazón, estaba impregnado de ellos, desconsolado. A veces me parecía que el entusiasmo que me aportaban me convertía en su igual, elevándome hasta su nivel. Las páginas ante las que otros permanecían impasibles me transportaban, me provocaban la vehemencia de una pitonisa, con ellas arrasaba mi espíritu a placer; me las recitaba a mí mismo a orillas del mar, o bien caminaba sobre la hierba con la cabeza gacha, declamándolas solo para mí con mi voz más amorosa y tierna.
¡Desdichado de aquel que no ha deseado la furia de la tragedia, que no conoce de memoria estrofas amorosas que repetir a la luz de la luna! Es hermoso vivir así, en la belleza eterna, mezclarse con los reyes, experimentar las pasiones en su suprema expresión, amar los amores que el genio ha inmortalizado.
Desde entonces, viví tan solo en un ideal sin límites, en el que, libre y volando a placer como una abeja, iba a libar sobre todo aquello que me sirviera para alimentarme y vivir. Intentaba descubrir, en los sonidos de los bosques y las corrientes, palabras que el resto de los hombres no oían en absoluto, y aguzaba los oídos para escuchar la revelación de su armonía. Componía con las nubes y el sol enormes cuadros, que ningún lenguaje habría podido describir y, de repente, también percibía todos los vínculos y las antítesis de las reacciones humanas, cuya radiante precisión me deslumbraba a mí mismo. En ocasiones, el arte y la poesía parecían abrir sus horizontes infinitos para iluminarse mutuamente con su propio resplandor, y yo construía palacios de cobre rojo, ascendía eternamente en un cielo esplendente por una escalera de nubes más mullidas que edredones.
El águila es un ave altiva que se posa en las cimas elevadas. Ve por debajo de sí las nubes que vagan sobre los valles, llevando consigo a las golondrinas. Ve la lluvia que cae sobre los abetos, las galgas de mármol rodando en el lecho fluvial, al pastor que silba a sus cabras, a las gamuzas saltando sobre los precipicios. En vano cae la lluvia, la tormenta destroza los árboles, los torrentes fluyen sollozando, la cascada se precipita entre vapores, estalla el trueno y quiebra la cima de los montes: el águila bate las alas y planea apaciblemente por encima. El estrépito de la montaña la divierte, lanza chillidos de alegría, lucha contra los nubarrones que pasan presurosos y asciende aún más alto en su inmenso cielo.
También yo me he divertido con el fragor de las tempestades y con el vago zumbido de los hombres que trepaban hasta mí. He vivido en un montículo elevado, donde mi corazón se ensanchaba con el aire puro, donde emitía gritos de triunfo para distraerme de mi soledad.
Muy pronto empecé a experimentar una insoportable repugnancia hacia las cosas de aquí abajo. Una mañana empecé a sentirme viejo y colmado de experiencias sobre mil cosas aún por vivir. Solo experimentaba indiferencia hacia las más tentadoras y desdén hacia las más hermosas. Todo cuanto suscitaba las apetencias de los demás me provocaba lástima, no veía nada que valiese siquiera la pena desear. Tal vez mi vanidad me empujaba a estar por encima de la vanidad común y mi desinterés no era sino el exceso de una avidez sin límites. Era como esos edificios nuevos sobre los que el musgo comienza a crecer antes siquiera de que estén finalizados. Las alegrías turbulentas de mis compañeros me aburrían y me encogía de hombros ante sus necedades sentimentales: unos conservaban durante todo un año un viejo guante blanco o una camelia marchita, que cubrían de besos y de suspiros; otros escribían a sombrereras y daban cita a cocineros; los primeros me parecían cretinos, los segundos, grotescos. Por lo demás, tanto la buena como la mala sociedad me aburrían por igual, era cínico con los devotos y místico con los libertinos, de forma que todos ellos me detestaban.
En aquella época en la aún era virgen, me complacía en observar a las prostitutas. Deambulaba por las calles en las que viven, frecuentaba los lugares por donde pasean. A veces les dirigía la palabra para tentarme a mí mismo, seguía sus pasos, las tocaba y entraba en el aire que respiraban; y, a causa de mi desvergüenza, creía estar tranquilo. Sentía vacío el corazón, pero aquel vacío era un abismo.
Me gustaba perderme en la algarabía de las calles. Con frecuencia me inventaba distracciones estúpidas, como observar fijamente a cada viandante para descubrir en su semblante un vicio o una pasión que destacase. Todos los rostros pasaban velozmente ante mí: algunos sonreían y silbaban al alejarse, con los cabellos al viento; otros eran pálidos, o sonrojados, o lívidos. Desaparecían con rapidez a un lado y a otro, se sucedían vertiginosamente los unos a los otros, como los rótulos cuando montamos en coche. O bien miraba tan solo los pies que caminaban en todas direcciones e intentaba relacionar cada uno de ellos con un cuerpo, cada cuerpo con una idea, y me preguntaba adónde se dirigían todos aquellos pasos y por qué caminaba toda aquella gente. Observaba cómo los equipajes desaparecían tras los soportales bulliciosos y cómo los pesados estribos de los vehículos se desplegaban con estrépito. La muchedumbre se empujaba a la puerta de los teatros; yo contemplaba las luces que brillaban a través de la niebla y, por encima, el cielo azabache sin estrellas. En una esquina tocaba un organista, unos niños harapientos cantaban, un frutero empujaba su carreta alumbrada por un fanal rojo. Los cafés bullían con alboroto, las copas refulgían bajo la luz de los faroles de gas, los cuchillos tintineaban sobre las mesas de mármol; en la puerta, tiritando, los pobres se alzaban para ver comer a los ricos; me mezclaba con ellos y, con su misma mirada, contemplaba a los afortunados en la vida. Envidiaba sus banales satisfacciones, pues hay días en los que uno está tan triste que quisiera afligirse aún más; nos hundimos deliberadamente en la desesperación, como en un camino sencillo, tenemos el corazón henchido de lágrimas y nos enardecemos llorando. Muchas veces he deseado ser pobre, vestir harapos, vivir atormentado por el hambre, notar cómo la sangre fluye de las heridas, sentir odio y buscar venganza.
Pero ¿qué es este dolor inquieto, del que nos enorgullecemos como del genio y que escondemos como el amor? No lo confesamos ante nadie, lo guardamos para nosotros mismos, lo estrechamos contra nuestro pecho entre besos y lágrimas. Sin embargo, ¿de qué podemos quejarnos? ¿Qué es lo que nos vuelve tan sombríos, a esa edad en la que todo nos sonríe? ¿Acaso no tenemos amigos entregados, una familia de la que somos el orgullo, botas de charol, un abrigo forrado, etcétera? ¿No será que este enorme sufrimiento sin nombre no es sino una rapsodia poética, el recuerdo de malas lecturas o una amplificación retórica? Pero entonces, ¿la propia felicidad no será asimismo una metáfora inventada en un día de tedio? Lo he dudado durante mucho tiempo, pero ya no tengo dudas.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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