viernes, 12 de septiembre de 2014

Flaubert. Noviembre. Retrato de un novelista adolescente.


En Noviembre apreciamos ya esa condición transgresora y algo irónica que caracteriza la escritura de Flaubert, así como su enfoque, tan contestado por la moral de su época, su fuerza literaria y sus obsesivas preocupaciones estéticas; en fin, todo lo que hará de él uno de los más grandes literatos europeos, puente entre Balzac y Proust, entre lo moderno y lo contemporáneo.
Flaubert escribió en Noviembre en 1842, cuando tenía apenas veinte años. Considerada la novela que cierra la producción de juventud de Flaubert (marcada por esta obra y por Memorias de un loco), estamos ante una auténtica bildungsroman sentimental, una sorprendente novela de iniciación amorosa, que explora los sutiles mecanismos de la atracción erótica y los remordimientos provocados por las relaciones adúlteras y el lado pasional de las relaciones humanas. En esta novela, de lectura adictiva, y un delicioso recorrido sobre la exaltación pasional, un muchacho, en el que podemos ver reflejado el propio Flaubert, medita en el curso de un paseo campestre sobre las mujeres (incluyendo a Marie, la prostituta que lo inició en los secretos de la carne, y que es, a partes iguales, «la mujer angélica e intocable, y la hembra fatal armada de un erotismo destructor» en palabra de Lluís Mª Todó). Noviembre es, probablemente, la genuina crónica de una obsesión amorosa, con un joven Flaubert de protagonista. Esta novela, que Flaubert no publicó en vida (era un escritor «enfermo de exactitud», y buena parte de su producción hasta Madame Bovary era considerada por él como «ejercicios de estilo»), pero que siempre consideró con un cariño especial, es una hábil disección del mundo amoroso, en la que se analiza la pasión y el sufrimiento asociado a ella, cuya profundidad psicológica presagia ya el estilo de obras futuras como Madame Bovary o La educación sentimental.

***

RETRATO DE UN NOVELISTA ADOLESCENTE

por Lluís Mª Todó


Leer un texto que su autor no quiso hacer público tiene algo de indiscreto, tal vez incluso reprobable, puesto que implica desoír el criterio estético de un artista y desobedecer la voluntad última de un difunto. En este caso, además, no se trata de un capricho más o menos neurótico o instantáneo, sino de una decisión madura y reflexiva del novelista Gustave Flaubert, tal vez el escritor más exigente de su tiempo y de otros muchos, inflexible consigo mismo y con todos los demás, crítico implacable y agudo como poquísimos —que tuvo, eso sí, la discreción de reservar sus contundentes opiniones literarias, morales y políticas, para la esfera privada, es decir, su incomparable correspondencia. Lo cual, dicho sea de paso, dificulta bastante las cosas a los lectores interesados en su teoría artística—.
Precisamente en una carta fechada en 1846 leemos que Flaubert consideró Noviembre «la clausura de mi juventud», y en efecto, el texto que presentamos fue terminado el 25 de octubre de 1842, poco antes de que su autor cumpliera los veintiún años. El texto constituye, pues, la última de las llamadas convencionalmente «obras de juventud», es decir, en nuestro caso, los escritos anteriores a Madame Bovary, publicada en 1857. En cuanto a la valoración que mereció el texto a su propio autor, no debemos conceder mucho crédito a lo que dice en una carta, algo anterior a la ya citada, en la que Flaubert presenta Noviembre a un antiguo profesor suyo, y la califica de «ratatouille sentimental y amorosa» (la «ratatouille» es un excelente guiso parecido a nuestro pisto, pero la palabra se usa también en el sentido de «revoltijo» o «batiburrillo») en la que «la acción es nula». Parece indudable que aquí el joven Gustave Flaubert estaba cubriendo con sarcasmo fingido un más que probable orgullo de autor, y aunque el hecho irrebatible es que Flaubert nunca autorizó la publicación de Noviembre, también sabemos que el novelista siempre consideró con un cariño especial este libro, en el que cualquier lector atento puede apreciar ya el genio verbal e imaginativo del gran novelista.
Con todo, hubo que esperar hasta el año 1910, cuando Gustave Flaubert ya era una gloria literaria universal, para que saliera a la luz la primera edición de esta obra juvenil, y desde entonces, la crítica no ha dejado de admirar el estilo vigoroso y la intensidad moral de este relato escrito por un joven aprendiz de escritor consumido por el erotismo adolescente y devorado por un mal du siècle que ya sólo podía ser posromántico. Actualmente, Noviembre ha quedado colocado para siempre al lado de otros ilustres «retratos del artista adolescente», y suele relacionarse con otra joya poco conocida, el relato «La Fanfarlo» de Charles Baudelaire, coetáneo exacto de Flaubert (ambos nacieron en 1821), y con quien Flaubert comparte el honor de haber fundado, según algunos estudiosos, lo que ahora llamamos «el arte moderno».
No es sólo el hecho de retratar a un artista en ciernes lo que emparienta Noviembre con «La Fanfarlo» y con el mundo baudelairiano en general. Está también su compartida poética de la gran urbe —algo bastante nuevo en aquel momento—, las descripciones del París que empezaba a ser lo que sería plenamente unas décadas más tarde: la gran ciudad que nunca duerme, la sede de todas las miserias y de todos los lujos, el espacio donde el anonimato promete impunidad a los vicios y pone todos los éxtasis al alcance del flâneur abrumado de tedio, la indiscutible capital del siglo XIX —en palabras de Walter Benjamin—.
En la realidad, todos estos brillos de la gran metrópoli, esa magnífica quincalla estética y moral debió de impresionar más a Gustave Flaubert, normando de buena familia, que a Charles Baudelaire, parisino de nacimiento e hijastro de militar, pero ambos supieron ver con sagacidad semejante lo que podríamos llamar la dimensión poética y moral de la gran urbe. Por otra parte, los dos genios tienen aún más cosas en común, algunas de las cuales ya podemos apreciar y degustar en este primerizo Noviembre, como por ejemplo la fascinación por los arrebatos místicos, sean del orden que sean, o la afición a mezclar el erotismo con la religión, un gusto que llevó a la pobre Madame Bovary ante los tribunales, y que Baudelaire también practicó con frecuencia y buena fortuna.
Está también el interés común por el universo de la prostitución y sus protagonistas, a quienes ambos escritores atribuyen valores morales superiores, un conocimiento más íntimo de la verdad humana, además de las habilidades inherentes a su oficio. En ambos casos, sin embargo, las prostitutas tal como aparecen en los escritos de Baudelaire y Flaubert están en las antípodas del tópico decimonónico de la cortesana arrepentida y que acepta el sacrificio por amor, es decir, el modelo Margarita Gautier. En Flaubert y en Baudelaire, el peor pecado que cometen las meretrices no es de orden sexual, sino intelectual: es la estupidez, de la que nadie escapa. Pero no es éste el caso de Marie, la prostituta de Noviembre que, por lo que el autor nos da a conocer de ella, no tiene un pelo de tonta.
En cualquier caso, no tiene nada de extraño que el núcleo de la escasa acción de Noviembre, y probablemente su sección más interesante sea la que explica con minuciosidad el encuentro del narrador con la prostituta Marie, y el posterior relato que hace ésta de su vida extraordinaria —cosa que permite un cambio de vista narrativo muy característico de la poética flaubertiana—. Ahí encontramos ya todas las obsesiones eróticas de Flaubert, que irán asomando periódicamente en su obra posterior, y en especial esta magnífica habilidad que tiene el novelista para adoptar el punto de vista de la mujer deseante —una especie de travestismo literario que interesó mucho a Jean-Paul Sartre—. Esa soberanía concedida al deseo femenino, algo muy infrecuente en su tiempo, la encontraremos también más adelante en Emma Bovary, en la princesa cartaginesa Salammbô, o en Rosanette Bron, la cortesana de La educación sentimental. En este sentido, de haberse publicado el texto en la fecha en que fue terminado, es seguro que el público se habría extrañado, por lo menos, al leer cómo una muchacha de pueblo mira sin empacho el paquete a los hombres y trata de violar a un chico de su edad; una joven que, más adelante, cuando ya está iniciada en las prácticas del sexo, «desea los abrazos de las serpientes», en una frase, por cierto, que ya contiene los ritmos, las imágenes y las obsesiones del Flaubert maduro.
Con toda probabilidad, este personaje de Marie, como otros muchos personajes femeninos de la obra de Flaubert, está inspirado en dos mujeres con las que el autor se relacionó en su primera juventud, y que le proporcionarían material imaginario para el resto de su obra de novelista: la primera y principal, Elisa Schlesinger, que Flaubert conoció en una playa normanda cuando él tenía sólo quince años y ella veintiséis. Elisa estaba casada con un editor de música, tenía hijos, y pasados los años acabaría su vida en un sanatorio mental. A pesar de la brevedad del encuentro y lo somero de la relación, Elisa Schlesinger fue para Gustave Flaubert un amor perdurable, su único amor verdadero, según declaró repetidamente en sus papeles íntimos. Es además una presencia detectable en casi todas las novelas flaubertianas, y fue en especial el modelo de Marie Arnoux, la protagonista femenina de La educación sentimental.
El segundo modelo de la prostituta Marie de Noviembre es Eulalie Foucaud, que regentaba un hotel en Marsella en el que se alojó Flaubert a su regreso de Córcega, y con la que el novelista, a los veinte años, mantuvo una relación carnal y también fugaz, aunque prolongada en una correspondencia de varios meses. El encuentro de una sola noche con Eulalie también quedó grabado con gran fuerza en la memoria de Flaubert, que seguía hablando de ello veinte años más tarde, según cuentan los hermanos Goncourt.
No resulta muy forzado ver en estas dos experiencias juveniles un esquema mítico antiguo y repetido, el del amor sagrado opuesto al amor profano, el eros espiritual y el carnal, lo puro y lo impuro o, dicho de una manera más moderna y freudiana: la maman et la putain. Seguramente, dentro de la obra de Flaubert, las encarnaciones más fieles al original sean lúbrica Salammbô y la dulce Marie Arnoux de La educación sentimental.
En el caso de Noviembre, tenemos a Marie, que no es del todo ni una cosa ni otra, ni la mujer angélica e intocable, ni la hembra fatal armada de un erotismo destructor, pero que tiene algo de ambas. Es, también, la ocasión para que Flaubert escenifique una típica fantasía adolescente, o acaso, más generalmente, masculina: la de la prostituta joven y bella que, por una sola vez, ofrece su cuerpo por amor y por placer, y no por dinero; y conste que un cambio en el género o los géneros de los participantes en la escena no cambiaría, creo, la universalidad del mito.
En todo caso, lo más importante para nosotros es que el encuentro entre el narrador y Marie da lugar a «las páginas más ardientes, tal vez, sobre el goce del cuerpo, que existen en toda la prosa francesa del siglo pasado» —en palabras del escritor y crítico Henri Guillemin—. Probablemente sea cierto, y la larga y magnífica historia de amor y erotismo que constituye el núcleo central de Noviembre bastaría para desmentir el diagnóstico feroz y levemente narcisista de su autor: en efecto, no estamos ante ninguna ratatouille sentimental, sino sumergidos en un texto de indiscutible temple estilístico y de admirable densidad temática.
Pero esta segunda parte, con ser probablemente la mejor, no es lo único valioso de este texto extrañamente subtitulado «Fragmentos de un estilo cualquiera». El arranque, con esas reflexiones de adolescente prematuramente desengañado, contiene fragmentos sobre el otoño y sus éxtasis, por ejemplo, que ya son literatura de la buena, y que recuerdan al mejor Baudelaire (quien, por cierto, detestaba la naturaleza, otoñal o no), o incluso al Rimbaud panteísta e igualmente juvenil.
Al Flaubert de veinte años aún le quedaban muchas cosas por aprender, él que supo ver como nadie hasta entonces la parte de artesanía, de ingeniería verbal e imaginativa que implica la creación novelesca. Las cartas que escribió mientras redactaba, a lo largo de cinco largos años, Madame Bovary, dan testimonio de este aprendizaje áspero y exasperante. Pero fue también un genio precoz, como demuestra, una vez más, su correspondencia, y Noviembre contiene bellezas en número más que suficiente para excusar al lector, pienso, por la ligera indiscreción que comete al leer, sin permiso de su autor, este breve e intenso retrato de un novelista adolescente.
LLUÍS Mª TODÓ


  NOVIEMBRE


Fragmentos de un estilo cualquiera


Para… bobear y fantasear.


MICHEL DE MONTAIGNE[1]

Amo el otoño. Esta triste estación es apropiada para los recuerdos. Cuando los árboles pierden todas sus hojas, cuando el cielo crepuscular aún conserva ese tinte rojizo que dora la hierba marchita, resulta dulce ver cómo se apaga todo aquello que, poco antes, ardía en nuestro interior.
Acabo de regresar de mi paseo por los prados vacíos, junto a los fríos fosos en los que se miran los sauces. El viento hacía silbar sus ramas desnudas; en ocasiones enmudecía y después comenzaba otra vez, de repente. Entonces las hojas que aún se aferran a los zarzales temblaban de nuevo, la hierba tiritaba inclinándose sobre la tierra, todo parecía volverse más pálido, más helado. En el horizonte, el disco del sol se confundía con el blanco del cielo, y su aureola lo impregnaba de un soplo de vida expirante. Yo sentía frío, casi miedo.
Me he resguardado tras un montículo de hierba; el viento había cesado. No sé por qué pero, mientras estaba allí, sentado en el suelo —sin pensar en nada y contemplando el humo que brotaba de los chamizos en la lejanía—, mi vida entera se me apareció como un fantasma, y el amargo sabor de los días pasados regresó, con el olor de la hierba agostada y la madera muerta. Mis pobres años desfilaron de nuevo ante mis ojos, como arrastrados por el invierno en alas de una espantosa tormenta. Algo terrible los arremolinaba en mi memoria, con una furia mayor que la del viento que espoleaba las hojas sobre los senderos apacibles. Una extraña ironía los zarandeaba y revolcaba solo para mi diversión. Después remontaron el vuelo, todos juntos, y se perdieron en el cielo pálido.
Es triste esta estación en la que nos encontramos: se diría que la vida va a desaparecer junto con el sol. Un escalofrío nos recorre el corazón y la piel, todos los sonidos se extinguen, el horizonte palidece, todo se encamina a dormir o a morir. He visto cómo regresaban las vacas, mugiendo hacia el poniente. El chiquillo que las guiaba tiritaba bajo sus ropas de paño, hostigándolas con una rama de espino para que marcharan por delante de él; las reses resbalaban sobre el lodo al bajar la ladera, aplastando las pocas manzanas que quedaban sobre la hierba. El sol decía su último adiós tras las colinas borrosas, las luces de las casas se encendían en el valle. Y la luna, el astro del rocío, comenzaba a mostrarse entre las nubes y a descubrir su pálido rostro.
He saboreado detenidamente mi vida perdida. He admitido con gozo que mi juventud ya se ha extinguido, pues es una alegría sentir que el frío penetra en el corazón y podemos decirle, tanteándolo con la mano igual que un hogar aún humeante: «Ya no arde». He repasado lentamente todos los aspectos de mi vida, las ideas, las pasiones, los días de arrebato, los días de duelo, los latidos de la esperanza, los desgarros de la angustia. He examinado todo, como un hombre que visita las catacumbas y contempla con parsimonia, a ambos lados, una fila tras otra de muertos. Sin embargo, si contamos los años, no ha pasado tanto tiempo desde que nací, pero tengo en mi posesión numerosos recuerdos, a causa de los cuales me siento abrumado, al igual que lo están los ancianos por el peso de todos los días que han vivido. A veces me parece que he perdurado a lo largo de siglos y que mi ser contiene los retazos de mil existencias pasadas. ¿Por qué? ¿He amado? ¿He odiado? ¿He buscado algo? Todavía lo dudo; he vivido ajeno a cualquier movimiento, a cualquier acción, sin alterarme ni por la gloria, ni por el placer, ni por la ciencia, ni por el dinero.
De todo lo que viene a continuación, nadie ha sabido nada, nunca; quienes me veían cada día advertían tan poco como los demás. Eran, respecto a mí, como el lecho sobre el que duermo y que nada conoce de mis sueños. Además ¿no es el corazón humano una enorme soledad en la que nada penetra? Las pasiones que lo alcanzan son igual que viajeros en el desierto del Sahara, mueren asfixiadas allí dentro, sin que sus gritos puedan oírse en el exterior.
Me sentía triste ya en el colegio. Me aburría, los deseos me inflamaban, aspiraba ardientemente a una existencia insensata y agitada, soñaba con las pasiones, habría querido experimentarlas todas. Después de cumplir veinte años, veía para mí todo un mundo de luces, de fragancias; la vida se me aparecía en la distancia con esplendor y sonidos triunfales. Había, como en los cuentos de hadas, una galería tras otra, donde los diamantes rutilaban bajo el fulgor centelleante del oro, donde una palabra mágica hace que las puertas encantadas giren sobre sus goznes y, a medida que avanzamos, la mirada se zambulle en magníficos paisajes cuyo resplandor nos obliga a sonreír y cerrar los ojos.
De forma vaga, codiciaba algo espléndido, que no habría podido formular con palabras ni moldear en mi pensamiento, pero hacia lo que, sin embargo, abrigaba un deseo positivo, incesante. Siempre me han gustado las cosas brillantes. De niño, me abría paso entre la muchedumbre hasta la puerta de los dentistas ambulantes para atisbar los galones rojos de sus sirvientes y los ribetes de las bridas de sus caballos. Permanecía largo tiempo ante la tienda de los titiriteros, observando sus pantalones abombados y sus cuellos bordados. ¡Oh, sobre todo me gustaba la acróbata, con sus largos pendientes oscilantes y su enorme collar de pedrería agitándose sobre el pecho! ¡Con qué ávida inquietud la contemplaba cuando se estiraba hasta las lámparas colgadas de los árboles y su vestido, adornado con lentejuelas doradas, ondeaba al saltar y se inflaba en el aire! Aquellas fueron las primeras mujeres a las que amé. Sentía el espíritu atormentado al pensar en aquellos muslos de extrañas formas, ceñidos por los pantalones rosados, en sus brazos flexibles, rodeados por aquellos brazaletes que ellas hacían tintinear a la espalda, cuando se inclinaban hacia atrás y rozaban el suelo con las plumas de sus turbantes. Trataba de adivinar ya a la mujer (pensamos en ella a todas las edades: de niños, palpamos con una ingenua sensualidad los senos de las jóvenes que nos besan o nos tienen en brazos; a los diez años, soñamos con el amor; a los quince, este nos alcanza; a los sesenta, aún lo conservamos. Y si los muertos piensan en algo en el interior de sus tumbas, es en deslizarse bajo tierra hasta la fosa cercana, para alzar el sudario de la difunta y fusionarse con su sueño). Así pues, la mujer era un misterio fascinador que turbaba mi pobre imaginación infantil. Por lo que experimentaba cuando una de ellas posaba sus ojos sobre mí, ya distinguía que aquella mirada conmovedora encerraba algo fatal, algo que desbarata la voluntad humana, y me sentía a la vez hechizado y aterrado.
¿Con qué soñaba durante mis largas tardes de estudio, cuando, con el codo apoyado sobre el pupitre, me quedaba observando cómo la mecha del quinqué se prolongaba en la llama y cómo cada gota de petróleo caía sobre el quemador, mientras las plumas de mis compañeros arañaban el papel y, de vez en cuando, se oía el rumor de las páginas pasadas o el sonido de un libro al cerrarse? Terminaba mis deberes a la carrera para poder entregarme a gusto a mis placenteros pensamientos. En efecto, los saboreaba por anticipado con toda la fruición de un goce palpable. Comenzaba obligándome a pensar, como un poeta que provoca la llegada de la inspiración cuando desea crear. Me sumergía en lo más profundo de mi mente, la sacudía para observarla desde todas sus facetas, llegaba hasta el final, regresaba y volvía a empezar. Acto seguido todo se convertía en una carrera desenfrenada de mi imaginación, un salto prodigioso más allá de la realidad; creaba mis propias aventuras, organizaba historias, construía palacios en los que me alojaba como un emperador, cavaba todas las minas de diamantes y los arrojaba a manos llenas sobre los caminos que debía recorrer.
Cuando caía la noche y todos estábamos acostados en nuestras blancas camas, con nuestros doseles blancos, y solo el jefe de estudios se paseaba de un lado a otro del dormitorio común… ¡cómo me recluía aún más en mí mismo, ocultando en mi seno a aquel pajarillo que sacudía las alas y cuya calidez percibía con delectación! Tardaba siempre largo tiempo en dormirme. Oía dar las horas; cuantas más pasaban, más dichoso me sentía. Me parecía que me arrastraban consigo al mundo, cantando, y que se despedían de cada momento de mi vida diciendo: «¡Otro! ¡Otro! ¡El siguiente! ¡Adiós, adiós!». Y cuando la última vibración se extinguía y terminaba de reverberar en mi oído, me decía a mí mismo: «Mañana darán la misma hora, pero faltará un día menos. Estaré un día más cerca de esa meta radiante, de mi porvenir, de ese sol cuyos rayos me inundan y que un día tocaré con mis propias manos». Mas me parecía que aún tendría que esperar demasiado y me dormía casi llorando.
Ciertas palabras me trastornaban: «mujer» y, sobre todo, «amante»; buscaba la explicación de la primera en los libros, en los grabados, en los cuadros, a los que deseaba poder arrancar la ropa para descubrir qué había debajo. Cuando finalmente averigüé todo, al principio el hallazgo me aturdió de gozo, como una armonía suprema. Pero enseguida me calmé y desde entonces viví con mayor alegría, experimentando un estremecimiento de orgullo cada vez que pensaba que era un hombre, un ser preparado para tener algún día mi propia mujer. Había desentrañado el sentido de la vida, estaba a las puertas de penetrar en él, casi podía saborearlo. Mi deseo no iba más allá, me sentía plenamente satisfecho sabiendo lo que ya sabía. Por lo que respecta a la «amante», esta me parecía un ser maléfico, la magia de cuyo nombre bastaba para empujarme a un profundo éxtasis: por sus amantes, los reyes asolaban y conquistaban provincias. Para ellas tejíamos las alfombras de la India, labrábamos el oro, cincelábamos el mármol, revolvíamos el mundo. Una amante posee esclavos con abanicos de plumas para espantar a las moscas mientras ella duerme en sofás de raso. Cuando despierta, la esperan elefantes repletos de regalos, los palanquines la trasladan con suavidad al borde de las fuentes, se sienta en tronos rodeada de una atmósfera refulgente y fragante, lejos de la muchedumbre que la execra y la idolatra.
Este misterio de la mujer fuera del matrimonio, aún más femenina precisamente a causa de esto, me excitaba y me tentaba con el doble señuelo del amor y de la riqueza. Nada había que yo amase tanto como el teatro, adoraba incluso los murmullos de los entreactos, incluso los pasillos, que recorría con el corazón emocionado para encontrar un asiento. Cuando la representación ya había comenzado, subía corriendo la escalera, oía el sonido de los instrumentos, de las voces, de los vítores, y cuando entraba y me sentaba, la atmósfera estaba impregnada de un cálido aroma a mujer engalanada, de algo que olía a ramo de violetas, a guantes blancos, a pañuelo bordado. Las galerías colmadas de gente, repletas de diamantes y de coronas de flores, parecían en suspenso mientras escuchaban el canto. La actriz se hallaba sola en el proscenio y su pecho, del que arrancaba notas precipitadas, descendía y ascendía palpitando, el compás espoleaba su voz como un caballo al galope y la conducía a un torbellino melodioso; los trinos provocaban que su cuello inflado se ondulara, como el de un cisne bajo el peso de los besos del aire. Extendía los brazos, clamaba, lloraba, centelleaba, reclamaba algo con un afecto inaudito y, cuando retomaba el estribillo, me parecía que arrancaba mi corazón con el sonido de su voz para fusionarlo con ella en una vibración amorosa.
El público aplaudía, le lanzaba flores y, en mi embeleso, yo paladeaba la adoración de la multitud en la mente de la artista, el amor de todos aquellos hombres y el deseo de cada uno de ellos. ¡Era por ella por quien quería ser amado, con una pasión voraz y sobrecogedora, con un amor de princesa o de actriz, que nos llena de orgullo y nos hace iguales a los ricos y los poderosos! ¡Qué bella es la mujer a la que todos aplauden y todos codician, la que proporciona a la muchedumbre la fiebre del deseo en los sueños de cada noche, la que aparece tan solo entre candilejas, resplandeciente y cantarina, moviéndose en el ideal del poeta como en una vida creada especialmente para ella! ¡Ella debe de guardar para el hombre al que quiere un amor diferente —mucho más hermoso que el que reparte a raudales sobre todos los corazones que lo absorben boquiabiertos—, cantos mucho más dulces, notas mucho más bajas, más tiernas, más palpitantes! ¡Si yo hubiera podido estar cerca de aquellos labios, de donde surgían tan puras, acariciar esos cabellos lustrosos que brillaban bajo las perlas! Pero las candilejas del teatro me parecían la barrera de la ilusión. Más allá había para mí un universo de amor y de poesía, las pasiones eran más bellas y más armoniosas, los bosques y palacios se evaporaban como el humo, las sílfides descendían del cielo; todo cantaba, todo amaba.
En esto pensaba yo a solas por la noche, cuando el viento silbaba en los pasillos; o durante los recreos, mientras todos jugaban al marro o a la pelota y yo me paseaba junto a la pared, pisando las hojas caídas de los tilos y entreteniéndome con el sonido que hacían al levantarlas y sacudirlas con los pies.
Me poseyó enseguida el deseo de amar. Codiciaba el amor con un ansia infinita, soñaba con todos sus tormentos, esperaba a cada instante un desgarro que me colmaría de dicha. En numerosas ocasiones creí que lo había encontrado. En mi mente elegía a la primera mujer que surgiera y me pareciera hermosa, y me decía a mí mismo: «Esta es la mujer a la que amo». Pero el recuerdo que quería guardar de ella palidecía y se evaporaba en lugar de consolidarse. Sentía, además, que me forzaba a mí mismo a amar, que representaba para mi corazón una farsa que no lo engañaba en absoluto, y este fracaso me causaba una profunda tristeza. Casi lamentaba los amores que no había tenido, y después soñaba con otros con los que habría deseado poder colmar mi alma.
Solía forjarme una pasión al regresar de un asueto de dos o tres días, tras asistir a un baile o al teatro. Me representaba a la mujer que había elegido, tal y como la había visto, con un vestido blanco, llevada durante el vals por un caballero que la sostiene y le sonríe, o apoyada sobre la balaustrada de terciopelo de un palco, mientras mostraba con calma su regio perfil. El eco de las contradanzas y el resplandor de las luces resonaban y me deslumbraban todavía durante un tiempo, pero después todo terminaba fundiéndose en la monotonía de una ensoñación dolorosa. De esta forma tuve mil amoríos, que duraron ocho días o un mes y que yo deseé prolongar durante siglos. No sé en qué los fundamentaba, ni cuál era el propósito hacia el que estos vagos deseos convergían. Eran, creo, la necesidad de un nuevo sentimiento, como un anhelo de algo elevado cuya cima no podía vislumbrar.
La pubertad del corazón precede a la del cuerpo. Yo sentía mayor necesidad de querer que de gozar, más hambre de amor que de voluptuosidad. Ahora ya no conservo ni siquiera la idea de este amor de la primera adolescencia, para el que los sentidos no son nada y que tan solo el infinito puede colmar; situado entre la infancia y la juventud, constituye la transición entre ambas y pasa tan rápido que se olvida.
Había leído tanto entre los poetas la palabra «amor» y me la repetía tantas veces a mí mismo para fascinarme con su dulzura, que con cada estrella que brillaba en el cielo azul de una noche tibia, con cada murmullo de la marea en la orilla, con cada rayo de sol entre las gotas del rocío, pensaba: «¡Amo! ¡Oh! ¡Amo!». Y me sentía feliz por ello, me sentía orgulloso, dispuesto ya a los más hermosos sacrificios. Cuando una mujer me rozaba al pasar o me miraba cara a cara, habría querido amarla mil veces más, padecer aún más profundamente y que los pobres latidos de mi corazón pudieran destrozarme el pecho.
Hay una edad, recuérdalo, lector, en la que sonríes vagamente, como si en el aire flotaran besos; tienes el corazón henchido de una brisa perfumada, la sangre late acalorada en tus venas, burbujea dentro de ellas como el vino en una copa de cristal; te despiertas más feliz y más rico que la víspera, más palpitante, más emocionado; dulces fluidos ascienden y descienden en tu interior y te recorren deliciosamente con un calor embriagador. Los árboles flexionan sus copas en el viento con suaves torsiones, las hojas se agitan las unas contra las otras como si hablasen entre ellas, las nubes se deslizan y despejan el cielo, en el que brilla la luna y, desde las alturas, se contempla a sí misma en el río. Cuando caminas por la noche y aspiras el olor del heno cortado, mientras escuchas al cuco en el bosque y observas el movimiento de las estrellas, tu corazón —¿no es cierto?—, tu corazón es más puro, está más empapado de aire, de luz y de azul que el horizonte apacible, donde la tierra acaricia al cielo con un beso tranquilo. ¡Oh! ¡Qué perfumados son los cabellos de las mujeres! ¡Qué dulce es la piel de sus manos, qué penetrante su mirada! Pero aquellos ya no eran los primeros deslumbramientos de la infancia, recuerdos perturbadores de los sueños de la noche anterior. Por el contrario, estaba entrando en una vida real, en la que tenía mi lugar, en una armonía inmensa en la que mi corazón cantaba un himno y vibraba grandiosamente. Degustaba con fruición este fascinante crecimiento, y el despertar de mis sentidos incrementaba aún más mi satisfacción. Por fin despertaba de un largo sueño, como el primer hombre de la Creación, y veía frente a mí a un ser semejante a mí mismo, pero dotado de diferencias que establecían entre nosotros una vertiginosa atracción. Y al mismo tiempo sentía por esta nueva forma una emoción desconocida, que llenaba de orgullo mi pensamiento, mientras el sol brillaba más puro, las flores despedían un perfume más embriagador que nunca y la sombra era más dulce y más amable.
Junto a todo esto, notaba que, día a día, se desarrollaba mi inteligencia, que ahora vivía una vida común a la de mi corazón. No sé si mis ideas eran sentimientos, pues todas ellas poseían la vehemencia de las pasiones y ese íntimo gozo que vivía en lo más profundo de mi ser se desbordaba sobre el mundo y lo engalanaba para mí con el exceso de mi propia alegría. Estaba a punto de alcanzar el conocimiento de la suprema voluptuosidad y, como un hombre ante la puerta de su amante, permanecía durante largo tiempo dejándome languidecer a propósito, para saborear una esperanza cierta y poder decirme: «¡Pronto la tendré entre mis brazos; será mía, mía por completo, no es un sueño!».
¡Qué extraña contradicción!: evitaba la compañía de las mujeres, al tiempo que sentía un delicioso placer al estar frente a ellas. Fingía no amarlas en absoluto, mientras que vivía en el interior de todas y habría deseado penetrar la esencia de cada una de ellas para fundirme con su belleza. Sus labios me invitaban ya a otros besos diferentes a los de una madre. En mi imaginación, me dejaba envolver por sus cabellos y me instalaba entre sus senos para asfixiarme gloriosamente en ellos. Habría querido ser el collar que besaba sus cuellos, el broche que mordía sus hombros, el vestido que cubría por completo el resto de sus cuerpos. Más allá de las vestimentas no podía ver nada, pero bajo ellas había una infinitud de amor, y me aturdía al pensarlo.
Las pasiones que habría querido tener, las estudiaba en los libros. Para mí, la vida humana giraba alrededor de dos o tres ideas, de dos o tres palabras, en torno a las cuales orbitaba todo lo demás, como satélites alrededor de su astro. Así, había poblado mi infinito de una gran cantidad de soles de oro. En mi cabeza los cuentos de amor se situaban junto a las espléndidas revoluciones, las hermosas pasiones frente a los grandes crímenes. Pensaba al mismo tiempo en las noches estrelladas de los países cálidos y en los disturbios de las ciudades incendiadas, en las lianas de las selvas vírgenes y en la pompa de las monarquías desaparecidas, en las tumbas y las cunas. El murmullo de la corriente entre los juncos, el arrullo de las tórtolas en los palomares, la madera del mirto y el aroma del aloe, el entrechocar de las espadas contra las corazas, los caballos que piafan, el oro reluciente, los centelleos de la vida, las agonías de los desesperados… lo contemplaba todo con los ojos abiertos de par en par, como un hormiguero que se hubiera agitado a mis pies. Pero, por encima de esta vida tan bullente en la superficie, que resonaba con tantos gritos diferentes, surgía una inmensa amargura que era la síntesis y la ironía de todo lo anterior.
De noche, en el invierno, me detenía ante las casas iluminadas, en cuyo interior danzaba la gente; y contemplaba cómo las sombras pasaban tras las cortinas rojas, oía los sonidos propios del lujo, las copas sobre las bandejas, los cubiertos de plata que tintineaban en los platos. Y me decía a mí mismo que tan solo dependía de mí poder formar parte de aquella fiesta a la que todos corrían, de aquel banquete en el cual comía todo el mundo. Pero un orgullo salvaje me mantenía apartado de todo aquello, pues consideraba que mi soledad me embellecía, que mi corazón se ensanchaba al mantenerlo alejado de todo cuanto representaba la felicidad humana. Entonces proseguía mi camino a través de las calles desiertas, en las cuales los faroleros se mecían tristemente mientras hacían chirriar sus poleas.
Soñaba con el dolor de los poetas, lloraba junto a ellos las más hermosas lágrimas, los sentía en el fondo del corazón, estaba impregnado de ellos, desconsolado. A veces me parecía que el entusiasmo que me aportaban me convertía en su igual, elevándome hasta su nivel. Las páginas ante las que otros permanecían impasibles me transportaban, me provocaban la vehemencia de una pitonisa, con ellas arrasaba mi espíritu a placer; me las recitaba a mí mismo a orillas del mar, o bien caminaba sobre la hierba con la cabeza gacha, declamándolas solo para mí con mi voz más amorosa y tierna.
¡Desdichado de aquel que no ha deseado la furia de la tragedia, que no conoce de memoria estrofas amorosas que repetir a la luz de la luna! Es hermoso vivir así, en la belleza eterna, mezclarse con los reyes, experimentar las pasiones en su suprema expresión, amar los amores que el genio ha inmortalizado.
Desde entonces, viví tan solo en un ideal sin límites, en el que, libre y volando a placer como una abeja, iba a libar sobre todo aquello que me sirviera para alimentarme y vivir. Intentaba descubrir, en los sonidos de los bosques y las corrientes, palabras que el resto de los hombres no oían en absoluto, y aguzaba los oídos para escuchar la revelación de su armonía. Componía con las nubes y el sol enormes cuadros, que ningún lenguaje habría podido describir y, de repente, también percibía todos los vínculos y las antítesis de las reacciones humanas, cuya radiante precisión me deslumbraba a mí mismo. En ocasiones, el arte y la poesía parecían abrir sus horizontes infinitos para iluminarse mutuamente con su propio resplandor, y yo construía palacios de cobre rojo, ascendía eternamente en un cielo esplendente por una escalera de nubes más mullidas que edredones.
El águila es un ave altiva que se posa en las cimas elevadas. Ve por debajo de sí las nubes que vagan sobre los valles, llevando consigo a las golondrinas. Ve la lluvia que cae sobre los abetos, las galgas de mármol rodando en el lecho fluvial, al pastor que silba a sus cabras, a las gamuzas saltando sobre los precipicios. En vano cae la lluvia, la tormenta destroza los árboles, los torrentes fluyen sollozando, la cascada se precipita entre vapores, estalla el trueno y quiebra la cima de los montes: el águila bate las alas y planea apaciblemente por encima. El estrépito de la montaña la divierte, lanza chillidos de alegría, lucha contra los nubarrones que pasan presurosos y asciende aún más alto en su inmenso cielo.
También yo me he divertido con el fragor de las tempestades y con el vago zumbido de los hombres que trepaban hasta mí. He vivido en un montículo elevado, donde mi corazón se ensanchaba con el aire puro, donde emitía gritos de triunfo para distraerme de mi soledad.
Muy pronto empecé a experimentar una insoportable repugnancia hacia las cosas de aquí abajo. Una mañana empecé a sentirme viejo y colmado de experiencias sobre mil cosas aún por vivir. Solo experimentaba indiferencia hacia las más tentadoras y desdén hacia las más hermosas. Todo cuanto suscitaba las apetencias de los demás me provocaba lástima, no veía nada que valiese siquiera la pena desear. Tal vez mi vanidad me empujaba a estar por encima de la vanidad común y mi desinterés no era sino el exceso de una avidez sin límites. Era como esos edificios nuevos sobre los que el musgo comienza a crecer antes siquiera de que estén finalizados. Las alegrías turbulentas de mis compañeros me aburrían y me encogía de hombros ante sus necedades sentimentales: unos conservaban durante todo un año un viejo guante blanco o una camelia marchita, que cubrían de besos y de suspiros; otros escribían a sombrereras y daban cita a cocineros; los primeros me parecían cretinos, los segundos, grotescos. Por lo demás, tanto la buena como la mala sociedad me aburrían por igual, era cínico con los devotos y místico con los libertinos, de forma que todos ellos me detestaban.
En aquella época en la aún era virgen, me complacía en observar a las prostitutas. Deambulaba por las calles en las que viven, frecuentaba los lugares por donde pasean. A veces les dirigía la palabra para tentarme a mí mismo, seguía sus pasos, las tocaba y entraba en el aire que respiraban; y, a causa de mi desvergüenza, creía estar tranquilo. Sentía vacío el corazón, pero aquel vacío era un abismo.
Me gustaba perderme en la algarabía de las calles. Con frecuencia me inventaba distracciones estúpidas, como observar fijamente a cada viandante para descubrir en su semblante un vicio o una pasión que destacase. Todos los rostros pasaban velozmente ante mí: algunos sonreían y silbaban al alejarse, con los cabellos al viento; otros eran pálidos, o sonrojados, o lívidos. Desaparecían con rapidez a un lado y a otro, se sucedían vertiginosamente los unos a los otros, como los rótulos cuando montamos en coche. O bien miraba tan solo los pies que caminaban en todas direcciones e intentaba relacionar cada uno de ellos con un cuerpo, cada cuerpo con una idea, y me preguntaba adónde se dirigían todos aquellos pasos y por qué caminaba toda aquella gente. Observaba cómo los equipajes desaparecían tras los soportales bulliciosos y cómo los pesados estribos de los vehículos se desplegaban con estrépito. La muchedumbre se empujaba a la puerta de los teatros; yo contemplaba las luces que brillaban a través de la niebla y, por encima, el cielo azabache sin estrellas. En una esquina tocaba un organista, unos niños harapientos cantaban, un frutero empujaba su carreta alumbrada por un fanal rojo. Los cafés bullían con alboroto, las copas refulgían bajo la luz de los faroles de gas, los cuchillos tintineaban sobre las mesas de mármol; en la puerta, tiritando, los pobres se alzaban para ver comer a los ricos; me mezclaba con ellos y, con su misma mirada, contemplaba a los afortunados en la vida. Envidiaba sus banales satisfacciones, pues hay días en los que uno está tan triste que quisiera afligirse aún más; nos hundimos deliberadamente en la desesperación, como en un camino sencillo, tenemos el corazón henchido de lágrimas y nos enardecemos llorando. Muchas veces he deseado ser pobre, vestir harapos, vivir atormentado por el hambre, notar cómo la sangre fluye de las heridas, sentir odio y buscar venganza.
Pero ¿qué es este dolor inquieto, del que nos enorgullecemos como del genio y que escondemos como el amor? No lo confesamos ante nadie, lo guardamos para nosotros mismos, lo estrechamos contra nuestro pecho entre besos y lágrimas. Sin embargo, ¿de qué podemos quejarnos? ¿Qué es lo que nos vuelve tan sombríos, a esa edad en la que todo nos sonríe? ¿Acaso no tenemos amigos entregados, una familia de la que somos el orgullo, botas de charol, un abrigo forrado, etcétera? ¿No será que este enorme sufrimiento sin nombre no es sino una rapsodia poética, el recuerdo de malas lecturas o una amplificación retórica? Pero entonces, ¿la propia felicidad no será asimismo una metáfora inventada en un día de tedio? Lo he dudado durante mucho tiempo, pero ya no tengo dudas.

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