domingo, 14 de septiembre de 2014

Adolfo Bioy Casares. Novela: El sueño de los héroes". Capítulo primero.


I
A lo largo de tres días y de tres noches del carnaval de 1927 la vida de Emilio Gauna logró su primera y misteriosa cul-minación. Que alguien haya previsto el terrible término acordado y, desde lejos, haya alterado el fluir de los acontecimientos, es un punto difícil de resolver. Por cierto, una solución que señalara a un oscuro de-miurgo como autor de los hechos que la pobre y presurosa inteligencia humana vagamente atribuye al destino, más que una luz nueva añadiría un problema nuevo. Lo que Gauna entrevió hacia el final de la terce-ra noche llegó a ser para él como un ansiado objeto mágico, obtenido y perdido en una prodigiosa aventura. Indagar esa experiencia, recupe-rarla, fue en los años inmediatos la conversada tarea que tanto lo de-sacreditó ante los amigos.
Los amigos se reunían todas las noches en el café Platense, en Iberá y Avenida del Tejar, y, cuando no los acompañaba el doctor Va-lerga, maestro y modelo de todos ellos, hablaban de fútbol. Sebastián Valerga, hombre parco en palabras y propenso a la afonía, conversaba sobre el turf —«sobre las palpitantes competencias de los circos de an-taño»—, sobre política y sobre coraje. Gauna, de vez en cuando, hubiera comentado los Hudson y los Studebaker, las quinientas millas de Ra-faela o el Audax, de Córdoba, pero, como a los otros no les interesaba el tema, debía callarse. Esto le confería una suerte de vida interior. El sábado o el domingo veían jugar a Platense. Algunos domingos, si te-nían tiempo, pasaban por la casi marmórea confitería Los Argonautas, con el pretexto de reírse un poco de las muchachas.
Gauna acababa de cumplir veintiún años. Tenía el pelo oscuro y crespo, los ojos verdosos; era delgado, estrecho de hombros. Hacía dos o tres meses que había llegado al barrio. Su familia era de Tapalqué: pueblo del que recordaba unas calles de arena y la luz de las mañanas en que paseaba con un perro llamado Gabriel. Muy chico, había que-dado huérfano y unos parientes lo llevaron a Villa Urquiza. Ahí conoció a Larsen: un muchacho de su misma edad, un poco más alto, de pelo rojo. Años después, Larsen se mudó a Saavedra. Gauna siempre había deseado vivir por su cuenta y no deber favores a nadie. Cuando Larsen le consiguió trabajo en el taller de Lambruschini, Gauna también se fue a Saavedra y alquiló, a medias con su amigo, una pieza a dos cuadras del parque.
Larsen le había presentado a los muchachos y al doctor Valerga. El encuentro con este último lo impresionó vivamente. El doctor en-carnaba uno de los posibles porvenires, ideales y no creídos, a que siempre había jugado su imaginación. De la influencia de esta admiración sobre el destino de Gauna todavía no hablaremos.
Un sábado, Gauna estaba afeitándose en la barbería de la calle Conde. Massantonio, el peluquero, le habló de un potrillo que iba a correr esa tarde en Palermo. Ganaría con toda seguridad y pagaría más de cincuenta pesos por boleto. No jugarle una boleteada fuerte, gene-rosa, era un acto miserable que después le pesaría en el alma a más de un tacaño de esos que no ven más allá de sus narices. Gauna, que nunca había jugado a las carreras, le dio los treinta y seis pesos que tenía: tan machacón y tesonero resultó el citado Massantonio. Después el mu-chacho pidió un lápiz y anotó en el revés de un boleto de tranvía el nombre del potrillo: Meteórico.
Esa misma tarde, a las ocho menos cuarto, con la última Hora debajo del brazo, Gauna entró en el café Platense y dijo a los muchachos:
—El peluquero Massantonio me ha hecho ganar mil pesos en las carreras. Les propongo que los gastemos juntos.
Desplegó el diario sobre una mesa y laboriosamente leyó:
—En la sexta de Palermo gana Meteórico. Sport: $ 59,30.
Pegoraro no ocultó su resentimiento y su incredulidad. Era obeso, de facciones anchas, alegre, impulsivo, ruidoso y —un secreto de nadie ignorado— con las piernas cubiertas de forúnculos. Gauna lo miró un momento; luego sacó la billetera y la entreabrió, dejando ver los billetes. Antúnez, a quien por la estatura llamaban el Largo Barolo, o el Pasaje, comentó:
—Es demasiada plata para una noche de borrachera.
—El carnaval no dura una noche —sentenció Gauna.
Intervino un muchacho que parecía un maniquí de tienda de ba-rrio. Se llamaba Maidana y lo apodaban el Gomina. Aconsejó a Gauna que se estableciera por su cuenta. Recordó el ofrecimiento de un quiosco para la venta de diarios y revistas en una estación ferroviaria.   Aclaró:
—Tolosa o Tristán Suárez, no recuerdo. Un lugar cercano, pero medio muerto.
Según Pegoraro, Gauna debía tomar un departamento en el Barrio Norte y abrir una agencia de colocaciones.
—Ahí, repantigado frente a una mesa con teléfono particular, hacés pasar a los recién llegados. Cada uno te abona cinco pesos.
Antúnez le propuso que le diera todo el dinero. Él se lo entrega-ría a su padre y dentro de un mes Gauna lo recibiría multiplicado por cuatro.
—La ley del interés compuesto —dijo.
—Ya sobrará tiempo para ahorrar y sacrificarse —respondió Gauna—. Esta vez nos divertiremos todos.
Lo apoyó Larsen.
Entonces Antúnez sugirió:
—Consultemos al doctor.
Nadie se atrevió a contradecirlo.
Gauna pagó otra vuelta de vermut, brindaron por tiempos mejores y se encaminaron a la casa del  doctor Valerga. Ya en la calle, con esa voz entonada y llorosa que, años después, le granjearía cierto renombre en kermeses y en beneficios, Antúnez cantó La copa del olvido. Gauna, con amistosa envidia, refle-xionó que Antúnez encontraba siempre el tango adecuado a las cir-cunstancias.
Había sido un día caluroso y la gente estaba agrupada en las puertas, conversando. Francamente inspirado, Antúnez cantaba a gritos. Gauna tuvo la extraña impresión de verse pasar con los muchachos, entre la desaprobación y el rencor de los vecinos, y sintió alguna alegría, algún orgullo. Miró los árboles, el follaje inmóvil en el cielo crepuscular y violáceo. Larsen codeó, levemente, al cantor. Éste calló. Faltaría poco más de cincuenta metros para llegar a la casa del doctor Valerga.
Abrió la puerta, como siempre, el mismo doctor. Era un hombre corpulento, de rostro amplio, rasurado, cobrizo, notablemente inexpre-sivo; sin embargo, al reír —hundiendo la mandíbula, mostrando los dientes superiores y la lengua— tomaba una expresión de blandísima, casi afeminada mansedumbre. Entre los hombros y la cintura, la exten-sión del cuerpo, un poco prominente a la altura del estómago, era ex-traordinaria. Se movía con cierta pesadez, cargada de fuerzas, y parecía empujar algo. Los dejó entrar, sucesivamente, mirando a cada uno en la cara. Esto asombró a Gauna, porque había bastante luz, y el doctor debía saber, desde el primer momento, quiénes eran.
La casa era baja. El doctor los condujo por un zaguán lateral, a través de una sala, que había sido patio, hasta un escritorio, con dos balcones sobre la calle. Colgaban de las paredes numerosas fotografías de gente comiendo en restaurantes o bajo enramadas o rodeando asa-dores, y dos solemnes retratos: uno del doctor Luna, vicepresidente de la República, y otro del mismo doctor Valerga. La casa daba la impresión de aseo, de pobreza y de alguna dignidad. El doctor, con evidente cor-tesía, les pidió que se sentaran.
—¿A qué debo tanto honor? —interrogó.
Gauna no contestó en seguida, porque le pareció descubrir en el tono una sorna velada y, para él, misteriosa. Se apresuró Larsen a bal-bucir algo, pero el doctor se retiró.
Nerviosamente, los muchachos se movieron en sus sillas. Gauna preguntó:
—¿Quién es la mujer?
La veía a través de la sala, a través de un patio. Estaba cubierta de telas negras, sentada en una silla muy baja, cosiendo. Era vieja. Gauna tuvo la impresión de que no le habían oído.
Al rato, Mai-dana contestó, como despertando:
—Es la criada del doctor.
Trajo éste en una bandejita tres botellas de cerveza y algunas copas. Puso la bandejita sobre el escritorio y sirvió. Alguien quiso hablar, pero el doctor lo obligó a callarse. Los mortificó un rato con protestas de que era una reunión importante y que debía hablar la persona debidamente comisionada.
Todos miraron a Gauna.
Por fin, éste se atrevió a decir:
—Gané mil pesos en las carreras y creo que lo mejor es gastarlos en estas fiestas, divirtiéndonos juntos.
El doctor lo miró inexpresivamente. Gauna pensó: «Lo ofendí, con mi precipitación».
Agregó, sin embargo:
—Espero que quiera honrarnos con su compañía.
—No trabajo en un circo, para tener compañía —respondió el doc-tor, sonriendo; después agregó con seriedad—: Me parece muy bien, mi amigo. Con la plata del juego hay que ser generoso.
La reunión perdió la tirantez. Todos fueron a la cocina y volvieron con una fuente de carne fría y con nuevas botellas de cerveza. Después de comer y beber consiguieron que el doctor contara anécdotas. El doctor sacó del bolsillo un pequeño cortaplumas de nácar y empezó a limpiarse las uñas.
—Hablando de juego —dijo—, ahora me acuerdo de una noche, allá por el veintiuno, que me invitó a su escritorio el gordo Maneglia. Ustedes lo veían, tan gordo y tan tembloroso, y ¿quién iba decirles que ese hombre fuera delicado, una dama, con los naipes? De ser envidioso no me reputo —declaró mirando agresivamente a cada uno de los cir-cunstantes— pero siempre lo envidié a Maneglia. Todavía hoy me pasmo si pienso en las cosas que ese finado hacía con las manos, mientras us-tedes abrían la boca. Pero es inútil, una mañanita se le asentó el rocío y antes de veinticuatro horas se lo llevaba la pulmonía doble.
»Aquella noche habíamos cenado juntos y el gordo me pidió que lo acompañara hasta su escritorio, donde unos amigos lo esperaban para jugar al truco. Yo no sabía que el gordo tuviera escritorio, ni ocupación conocida, pero como los calores apretaban y habíamos comido bastante, me pareció conveniente ventilarme un poco antes de tirarme en el catre. Me asombró que se aviniera a caminar, sobre todo cuando vi cómo se le atajaba el resuello, pero todavía no me había dado pruebas de ser ta-caño y aficionado al dinero. Pero más me asombré cuando lo vi meter-se por el portón de una cochería. Se detuvo y, sin mirarme, dijo: “Aquí estamos ¿no entra?”. Yo siempre he sentido asco por las cosas de la muerte, así que entré achicado, a disgusto, entre esa doble fila de ca-rrozas fúnebres. Subimos por una escalera de caracol y nos encontramos en el escritorio del gordo. Allí lo esperaban, entre humo de cigarrillos, los amigos. Les mentiría si les dijera qué cara tenían. O mejor dicho: me acuerdo que eran dos y que uno tenía la cara quemada, como una sola cicatriz, si ustedes me entienden. Le dijeron a Maneglia que un tercero —lo nombraron, pero no puse atención— no podía venir. Mane-glia no pareció asombrarse y me pidió que reemplazara al ausente. Sin esperar mi respuesta, el gordo abrió un roperito de pinotea, trajo los naipes y los dejó sobre la mesa; después buscó un pan y dos tarros ama-rillos de dulce de leche; en uno había garbanzos para tantear y en el otro dulce de leche. Tiramos a reyes, pero comprendí que eso no tenía importancia; cualquiera que fuera mi compañero iba a ser compañero del gordo.
»La suerte, al principio, estaba indecisa. Cuando llamaba el telé-fono, el gordo tardaba en atenderlo. Explicaba: “Para no hablar con la boca llena”. Era una cosa notoria lo que ese hombre comía de pan y dulce. Cuando colgaba el tubo, se levantaba pesadamente y abría una ventanita endeble que daba sobre las caballerizas y por lo común gritaba:
»”Altar completo. Ataúd de cuarenta pesos”. Daba las medidas y el nombre de la calle y el número. La gran mayoría de los ataúdes era de cuarenta pesos. Recuerdo que por la ventanita entraban emanaciones verdade-ramente fuertes de olor a pasto y de olor a amoniaco.
»Puedo asegurarles que el gordo me dio una interesante lección de ligereza de manos. Hacia la medianoche empecé a perder de veras. Comprendí que las perspectivas no eran favorables, como dicen los chacareros, y que tenía que sobreponerme. Ese lugar tan fúnebre medio me desanimaba. Pero el gordo había cantado tantas flores sin que yo encontrara calce para la menor protesta, que me disgusté. Ya estaban ganándome otro chico esos tramposos, cuando el gordo dio vuelta sus cartas —un as, un cuatro y un cinco— y gritó: “Flor de espadas”. “Flor de tajo”, le contesté, y tomando el as se lo pasé de filo por la cara. El gordo sangró a borbotones y salpicó todo. Hasta el pan y el dulce de leche quedaron colorados. Yo junté despacio el dinero que había sobre la me-sa y me lo guardé en el bolsillo. Después agarré un manotón de naipes y le enjugué la sangre al gordo, refregándoselos por la trompa. Salí tranquilamente y nadie me cerró el paso. El finado me calumnió una vez ante conocidos, diciendo que abajo del naipe yo tenía el cortaplumas. El pobre Maneglia creía que todos eran tan ligeros de manos como él.»

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