📜 Temas discutidos en la sobremesa: El muro. Jean Paul Sartre.
Tema |
Síntesis |
Resonancia |
Lecturas
litúrgicas del día |
Se evocó Levítico
23 y el Evangelio según Mateo 13:54-58, donde se cuestiona la
sabiduría del hijo del artesano. |
La figura
del “autor ritual” fue comparada con el Cristo incomprendido: sabio, pero
rechazado por su origen. |
El Día de
la Virgen de los Ángeles |
Aunque la
solemnidad principal es el 2 de agosto, se reflexionó sobre su ausencia en la
mesa, como símbolo de lo que no se dice. |
Se habló
de la fe como estructura narrativa, y de Cartago como ciudad de peregrinación
y juicio. |
La suerte
y el azar |
Se
mencionaron los Chances de la Junta de Protección Social como metáfora
del destino y el juicio editorial. |
¿Es el
autor elegido por mérito o por azar? ¿Qué papel juega el lector como juez
silencioso? |
La figura
sacerdotal |
Se debatió
si el escritor debe asumir el rol de sacerdote, mediador entre lo humano y lo
simbólico. |
Se propuso
que el autor funcional es un oficiante, no un iluminado. |
🍷 Bebidas que acompañaron el juicio
- Chartreuse: símbolo de lo oculto y lo
herbolario.
- Cognac: evocación del juicio maduro.
- Amaro Lucano: amargura ritual, como el
rechazo del profeta en su tierra.
📜 Liturgia del Banquete Editorial
Consejo de Sobremesa – Mansión de Pugliatti Noche de Viernes y Madrugada consagrada al Juicio Literario
🕯️ Rito de Apertura – Entrada del Verbo
“Antes del juicio, la lengua debe ser purificada.”
· Carpaccio de lengua de cordero en hibisco negro
· Pan de ceniza con mantequilla de trufa
· Sal volcánica sobre ónix ritual
🔥 Cena del Veredicto – Fuego del Logos
“El cuerpo del texto se consume como el ciervo ante el juicio.”
· Filete de ciervo en mora y sangre ritual
· Risotto de tinta con lágrimas de absenta
· Raíces confitadas en salvia nocturna
“Cada copa es una sentencia. Cada trago, una absolución.”
· Chartreuse verde – Para los que aún creen en el misterio
· Amaro Lucano – Para los que condenan con dulzura
· Cognac de roble – Reservado para los jueces del canon
🧀 Dialéctica del Paladar – Tabla de Quesos
“El sabor es argumento. El queso, tesis y antítesis.”
· Roquefort – Corrupción sublime
· Pecorino trufado – Decadencia helénica
· Cabra con ceniza – Memoria del abismo
🍮 Epílogo del Gusto – Sobremesa del Juicio
“El juicio no termina hasta que el azúcar se convierte en símbolo.”
· Pastel de almendra y azafrán
· Café turco en porcelana alquímica
· Tabaco ritual – Para invocar lo que aún no se ha dicho
🕰️ Hora del Sello Ritual: 3:33 a.m.
“El juicio no es juicio si no hay condena.” Méndez-Limbrick se prepara. El sello será invocado.
***
🧱 Comentario sobre El muro de Sartre
“La muerte no es el final, es el espejo.”
El muro (1939) es más que un cuento: es una celda metafísica donde Sartre encierra al lector junto a sus personajes. Ambientado durante la Guerra Civil Española, el relato sigue a tres prisioneros condenados a muerte. El protagonista, Pablo Ibbieta, atraviesa una noche de espera que se convierte en un ritual de despojamiento: de ilusiones, de sentido, de identidad.
🔍 Temas centrales:
La libertad radical: Sartre muestra que incluso ante la muerte, el ser humano conserva la capacidad de elegir —aunque sea una mentira que condena a otro.
La autenticidad como condena: Los personajes se ven obligados a enfrentarse a sí mismos sin máscaras. La muerte revela lo que somos cuando ya no podemos fingir.
El absurdo existencial: La ironía final —salvarse por una mentira que resulta accidentalmente cierta— es una bofetada al sentido común. El universo no responde a la lógica humana.
🧠 Filosofía encarnada:
Sartre no teoriza: dramatiza. Cada gesto, cada pensamiento de Pablo es una puesta en escena de la angustia existencial. El muro no es solo el lugar de ejecución; es el límite entre el yo y el mundo, entre la conciencia y el vacío.
💬 Cita clave:
“Mi vida estaba frente a mí, cerrada, como una bolsa, y sin embargo todo dentro de ella estaba inacabado.”
Conclusión: El muro es una obra que no se lee, se enfrenta. Es el tipo de texto que transforma al lector en prisionero, en testigo, en juez. En el contexto de 1939, cuando el mundo se preparaba para otra guerra, Sartre escribió el epitafio de la inocencia moderna.
Jean-Paul
Sartre
y el existencialismo
en la literatura
Si
el existencialismo en cuanto cosmovisión filosófica, y empero contar ya con una
larga historia —puesto que sus raíces se hunden en Kierkegaard y las próximas
lindan con Heidegger—, no había rebasado el ámbito de lo profesional o
profesoral, ha bastado que fuera exhibido sobre la plataforma espectacular
propia de las doctrinas literarias —como novedad presunta de la actual
trasguerra— para captar las atenciones más distantes, transformándose de la
noche a la mañana en un suceso periodístico, en un tema del día, suscitador de
mil comentarios ininterrumpidos, sobre el que cada cual consideraría deshonroso
dejar de pronunciarse. Reprueben otros, si gustan, este montaje escénico, este
apoderamiento multitudinario. Por mi parte, aun valorizando debidamente la moda
—como signo profundo, ineludible, adscrito a ciertas expresiones típicas de una
época—, mas sin confundir la esencia con el accidente, prefiero buscar otras
interpretaciones. Prefiero considerar tan clamorosa repercusión como un nuevo
testimonio afirmativo de la valía y la perennidad de las escuelas literarias,
en cuanto son órganos de generaciones diferenciadas.
Porque
si la segunda parte, el concepto de generación, es reciente como método histórico,
la primera, la agrupación de individuos mediante afinidades mutuas —desdobladas
parejamente en discrepancias con los demás— es muy antigua e ilustre en
precedentes. Recuérdese sencillamente que en la literatura de tradición más
unida, menos sujeta a discontinuidades y desniveles, en la literatura francesa,
los espíritus y las tendencias capitales siempre se manifestaron así, agrupados
en escuelas y movimientos. Desde los días de la Pléyade con Malherbe, desde las
pugnas entre preciosos y burlescos, hasta los nuestros. Desde los románticos a
los simbolistas en el siglo pasado. Se diría que frente al irreductible
individualismo de las literaturas hispánicas (por algo, y hasta en la época que
pudo ser más coherente, en el siglo XVII, Lope de Vega hablaba, en La Dorotea,
con intención desdeñosa, de “los poetas en cuadrilla”), productores y
consumidores en las letras francesas sólo sostienen y aceptan lo nuevo cuando
surge en formación de parada, bajo una bandera espectacular.
Pero
la novedad o, más exactamente, la legitimidad de buscar otros contenidos y
distintas fórmulas de expresión, ya no es punto de litigio, ni se presta al
menor comentario polémico en abstracto, aunque la literatura existencialista
particularmente no deje de suscitarlos.
Dicha
escuela aporta en primer término otro cambio que hasta ahora no fue señalado,
mas que por tratarse de algo genérico merece anteponerse a cualquier
consideración específica. Es cabalmente la muda de género dominante que lleva
aneja: el salto de la poesía a la novela, la efusión subjetiva al reflejo
plural del mundo.
La
alternancia y sucesión de los géneros —puesto que éstos, contra aquellas añejas
teorías de Croce, y frente a la mezcolanza y atomización de sus elementos
propios que hayan podido sufrir, continúan existiendo— es una ley literaria y
artística tan digna de atención cuanto escasa o nulamente estudiada.
Recuérdese
someramente: hubo un momento de este siglo en que la pintura adelantó el paso
sobre las demás artes y logró influjo en las letras. Le tocó luego la vez a la
poesía; bajo el signo de la lírica, con infiltraciones de este género incluso
en los más lejanos a su esencia, ha vivido gran parte de la literatura europea
de los pasados años, hasta la guerra. Señaló el caso hace tiempo, respecto a la
literatura española, Pedro Salinas; lo ha comprobado también, en un balance más
reciente, François Mauriac por lo que concierne a las letras francesas; y en
cuanto a las inglesas, aunque el caso fuera menos acusado en profundidad, si
bien más general en extensión, no requiere ningún testimonio explícito.
Pues
bien, la rosa de los vientos gira y nos encontramos con que la novela cobra
primacía y dominio. La novela o, si se prefiere, lo novelesco en un sentido muy
amplio, ya que a sus límites violados se incorporan otros elementos también dúctiles,
de líneas estiradas ahora más que nunca: ensayismo, filosofismo. Lo filosófico,
por lo demás, deja de ser coto cerrado, se vitaliza; lo problemático del
pensamiento entra a raudales en nuestras vidas complejas; al centrar en la
primera persona del singular las cuestiones vitales, humanas, permanentes, éstas
se colorean de un patetismo metafísico. Se ha reemplazado, por ejemplo, el
problema de “la muerte” por el de “yo muero” —según frase de Groethuysen, con
reminiscencia unamunesca— y, por consiguiente, ya no admite la escapatoria de
lo impersonal e intemporal. Parejamente, en la ciencia, el “principio de
incertidumbre” de Heisenberg parece ser la única realidad a tono con la atmósfera
convulsionada. Y cualquier libro que no refleje este contrapunto, la interacción
de vida e intelectualismo, corre el riesgo de dejarnos fríos. De ahí que las
novelas de Malraux —no obstante sus imperfecciones, cierta calígine, la borrosidad
psicológica de sus personajes— hayan marcado tan honda impronta en las últimas
generaciones; de ahí la resonancia múltiple suscitada por libros —asimismo técnicamente
nada excepcionales— como los de Arthur Koestler y las polémicas en torno a
Darkness at noon donde se afrontan y ventilan problemas de conciencia sobre un
tema tan contradictorio como los procesos soviéticos.
Aun
rehuyendo cautelosamente cualquier amago de profetismo, creo no incurrir en
ningún desafuero al pronosticar desde ahora que en la literatura de la próxima
década lo novelesco problemático será ineluctablemente el género donde se
manifiesten las obras más representativas.
Ahora
bien, lo grave es que el módico equilibrio anterior de fuerzas conjugadas, de
vida e intelectualismo, se ha roto, que el alud irracionalista amenaza con
arrasar todo y que se pretende “un honor metafísico en sostener la absurdidad
del mundo”, según escribe Albert Camus, quien niega pertenecer al clan
existencial, no obstante sus patentes similitudes de concepto —a través de su
libro teórico Le mythe de Sisyphe y su novela L’étranger— con las obras y teorías
del portavoz oficial Jean-Paul Sartre.
Cuando
en el curso del dramático 1937 aparecieron en La Nouvelle Revue Française las
primeras novelas cortas de Jean-Paul Sartre —“Le mur”, “Intimité”— fuimos ya
algunos quienes sentimos al leerlas (confesarlo por mi parte no es incurrir en
profetismo a posteriori, ya que entonces comuniqué a otros esa impresión)
cierto choque sin guiar, la presencia incuestionable de algo cínico, turbador,
poderoso. Ciertamente no era su nota dominante, una crudeza temática sin
restricciones, ni su atmósfera amoral aquello que podía asombrarnos. No era
tampoco su expresión impúdica, sin veladuras, lo que resultaba nuevo.
Precedentes múltiples en ambas direcciones había ya depositado en nuestras
riberas la resaca de la anterior trasguerra. Bastará recordar las novelas de
Louis Ferdinand Céline en Francia, de Erich Kaestner en Alemania, de Alberto
Moravia en Italia como demostración de que nuestro paladar estaba acostumbrado
ya a “delicadezas” semejantes. Y en punto a violencia de situaciones, a
amoralidad de atmósfera y “directismo” expresivo, la extensión todavía más
vasta y el influjo creciente logrado por el nuevo realismo de algunos
norteamericanos penúltimos —Faulkner, Steinbeck, Caldwell, Cain…— es suficiente
ejemplo. Luego la sacudida del cinismo tenía ya un epicentro lejano, y esa ola
turbia, emproada a mostrar la vida como “sound and fury” —como un cuento
absurdo contado por un niño idiota, parafraseando las palabras de Shakespeare—
se había extendido sin trabas a la novelística de otros países en años más
recientes. La guerra, en vez de anular con su violencia real esta corriente, al
superarla con los hechos, no hizo sino reforzar paradójicamente sus batientes,
inclusive en la antes innocua literatura inglesa, según muestra la difusión
alcanzada allí durante los años de la “blitzkrieg” por las imaginaciones a lo
Kafka, de Rex Warner y, particularmente, por cierta novela sádica, Miss
Blandish.
Hasta
en la secuestrada España las dos únicas novelas que alcanzaron renombre —aludo
a Nada, de Carmen Laforet y a La familia de Pascual Duarte, por Camilo José
Cela—, que la gente de allí ha leído y celebrado (quizá no tanto por su puro valor
literario, muy relativo en los dos casos, sino por la protesta subterránea que
marcan contra el oscurantismo y el conformismo teocrático-castrense) trasuntan
semejante visión cínica e implacable de la vida. Una mención más subrayada,
tanto por su valía infinitamente superior, como por tocarnos más de cerca en
todos sentidos, merecen las obras de dos poderosos novelistas españoles
revelados en el destierro. Aludo a Max Aub, cuyos libros Campo de sangre y
Campo cerrado merecían mayores atenciones que las logradas; y a Arturo Barea
español en Londres, desconocido por casi todos sus compatriotas, pero cuya
trilogía autobiográfico-novelesca The forging of a rebel ya ha conquistado el
espaldarazo de varias traducciones.
Todo
ello evidencia que la guerra y la trasguerra podrán haber exacerbado esa
tendencia cínica, tremenda, malhablada, pero queda probado que no sólo en
potencia, sino en actos y obras múltiples, existía ya desde antes. Cierto es
que particularmente en Francia, ya hace años veníase hablando de una corriente “miserabilista”
—el apelativo corresponde a Jean Schlumberger— introducida quizá antes que
nadie por los libros ya aludidos, crudos, malhablados de Céline, autor hoy
relegado a la zona de lo innombrable, merced a su conducta colaboracionista, ya
que aquel cantor de negruras, aquel maniático antisemita lógicamente había de
sentirse solidario con el antiespíritu nazi. Pero ni por su contenido ni por su
técnica el autor del Voyage au bout de la nuit marcaba otra cosa que una
reanudación del realismo naturalista, llevado a su dislocación caricaturesca y
en sus aspectos más sombríos.
Con
la aparición de las novelas sartrianas las cosas toman un nuevo sesgo: la técnica
cambia y la intención también. El incriminado “miserabilismo” no está tanto en
el tema o en los detalles episódicos, como en el meollo de sus personajes y en
la atmósfera que los baña. De otra parte el zolesco, las construcciones
macizas, son sustituidas por el fragmentarismo y las visiones superpuestas,
cuyo ejemplo más expresivo puede encontrarse en la composición de El
aplazamiento.
Mas
la crudeza allí mostrada era de carácter diverso: más sutil y especiosa, como
respondiendo a un preconcepto intelectual, como ejemplos de una cosmovisión
peculiar muy elaborada y meditada. Sin ser meramente externa, puesto que iba
unida al fondo, aquella crudeza tampoco podía considerarse esencial: era una
resultante mas no un fin. La pareja enclaustrada de “La cámara”, el personaje
entre grandioso, cómico y salaz, ávido de asombrar al mundo, de “Eróstrato”, el
proceso de corrupción de una falsa personalidad que describe “La infancia de un
jefe” —entre otras novelas cortas de El muro— impresionan e interesan por su
intención subyacente antes que por su descaro verbal.
Su
personalidad incipiente quedó ya más definida cuando en 1938 dio a luz su
primera novela La náusea. Decir que Antoine Roquentin, su protagonista, y casi
el único personaje de esta novela tan despoblada y fantasmal, tan
deliberadamente escasa de peripecias externas como rica en alusiones
significantes, es una suerte de esquizofrénico, no explica gran cosa. La náusea
que experimenta ante el mundo mediocre que le rodea no es física, sino metafísica.
Es el sentimiento de la existencia como un vatio donde lo vital se aniquila, y
donde contrariamente las formas inorgánicas de la materia asumen, al ser
contempladas con frialdad y desprendimiento, una presencia fascinante. Según
explica el mismo personaje en una página de sus soliloquios, lo esencial es la
contingencia; por definición, la existencia no es la necesidad; existir es
estar ahí simplemente (Dasein: la fórmula clave de Heidegger); los existentes
aparecen, se dejan encontrar, pero nunca puede uno deducirlos. Y agrega
Roquentin —portavoz novelesco de Sartre— que ningún ser necesario puede
explicar la existencia: la contingencia no es una apariencia que pueda
disiparse; es lo absoluto. Y, por consiguiente, la gratuidad perfecta.
Gratuidad que equivale a lo Absurdo. “Yo comprendía, que había, encontrado la,
clave de la existencia, la clave de mis nauseas, de mi propia vida. De hecho,
todo lo que pude captar después se concentra en esta absurdidad fundamental.”
Hacia
la apología sistemática de lo absurdo, hecha no con ánimo paradójico sino con
meditado rigor, se encamina paralelamente el libro ya aludido, Le mythe de
Sisyphe, de Albert Camus. ¿Y acaso Heidegger al centrar en la nada el tema de
sus reflexiones, y pretender que en ella se hace patente la angustia, no había
ya anticipado desde 1931 —en su discurso ¿Qué es Metafísica?— los elementos
esenciales de esta conclusión?
Contra
lo que parecen creer y afirmar tantos gacetilleros confusionistas, ni el
existencialismo se produce como una consecuencia directa de la guerra, ni ha surgido
súbitamente armado, cual una nueva Minerva, de la cabeza del Júpiter Sartre. Su
importancia además —sobre todo desde nuestro punto de vista— no radica tanto en
su filosofía como en la incorporación, por vez primera, de ciertos conceptos
filosóficos a la novela y al teatro. Claro es que, lamentablemente, no son
tales ideas las que han removido tan plurales curiosidades, sino la envoltura,
mejor dicho, la aludida desenvoltura verbal con que se presentan, y, sobre
todo, el relente peculiar que desprenden ciertas páginas sartrianas. Pero
cualquier epíteto censorio, al cabo, no corresponde a Sartre: su destinatario
es el mundo real de donde toma sus modelos. Por lo demás, errarán totalmente el
camino quienes se acerquen a sus libros buscando únicamente páginas
libidinosas, tanto como quienes pretendan identificarlas con la literatura
licenciosa; su entraña estético-filosófica los sitúa en un plano muy superior,
rigurosamente aparte de las procacidades vulgares.
En
1940, pocos meses antes de la caída de París, Sartre da L’Imaginaire con el
subtítulo de Psicología fenomenológica de la imaginación, tratado denso de aire
rigurosamente filosófico, y cuya aridez expositiva le aleja de quienes hubieran
acudido a él seducidos por la colindancia estética del tema. Y en 1943, bajo la
ocupación alemana, su libro teórico más capital hasta la fecha, L’étre et le néant,
ensayo de ontología fenomenológica, libro abrupto, rigurosamente técnico,
compuesto de 722 páginas, a gran tamaño, del que todos hablan “pero que no han
leído cabalmente una docena de personas ni han comprendido más de seis”, según
dice un especialista y no cualquier lego; lo que se explica, ya que su
fraseología nos ofrece, en cualquier página donde aisladamente hundamos la
mirada, la impresión de una traducción germánica en crudo, dicho esto con todo
respeto.
Aun
habiendo militado en las filas de la resistencia intelectual francesa, Sartre —primero
movilizado, luego prisionero, al final evadido— fue uno de los no muchos
autores que, por habilidad propia o condescendencia ajena, gozó de ciertas
franquicias para publicar sus libros y estrenar sus obras dramáticas durante la
ocupación nazi. Efectivamente, en 1943, dio a la escena su drama en tres actos
Les mouches, vivificación mitológica de Orestes, llena de alusiones algo
sibilinas a la actualidad de aquel entonces, en su condenación del tirano
criminal; y en 1944 otro, en un acto, Huis clos. A puerta cerrada es, a mi ver,
la realización escénica de Sartre más lograda hasta la fecha. El infierno que
nos pinta, una simple habitación de hotel —donde están condenados a vivir toda
la eternidad los tres únicos personajes— es más empavorecedor que pudieron
serlo en la Edad Media las alegorías llameantes. El infierno real es el de la
eternidad sin puertas, el de la incomunicación absoluta que padecen esos tres
seres —tres escorias humanas— destinados “per in aeternum” a vomitarse sus
recuerdos.
Sobrevenida
la liberación su actividad se multiplica: lanza los dos primeros volúmenes de
una tetralogía novelesca, cuyo título general es Les chemins de la liberté y
cuyos dos primeros tomos, únicos aparecidos hasta la fecha, se denominan L’âge
de raison y Le sursis, libros removedores, suscitadores de epítetos negros —amoralidad
putrefacción, etc.— que sirven a su propaganda, a cierta aureola de escándalo y
publicidad, pero que en nada definen sus intenciones últimas ni revelan su
verdadero carácter. La edad de la razón es una verdadera obra maestra en punto
a crudeza, cinismo, desolación, y deprimente como ella sola. No por el tema —escabroso,
pero nada excepcional—, no por la catadura de algunos personajes y el cariz de
ciertas escenas, sino por la atmósfera general envolvente. La crudeza, pues, no
está en los hechos mismos, tampoco en la manera —bastante objetiva— con que se
nos narran, sino en algo indefinible y deletéreo que atraviesa todas las páginas.
En el modo como aquellos seres reaccionan ante los acontecimientos, modo
visceral pudiéramos decir, por oposición a todo estilo anímico. Aparentemente
buscan definirse por su libertad de acción, por su “disponibilidad”, mas en
realidad parecen simples esclavos de sus impulsos más elementales. Pero
cualquier juicio definitivo sobre esta obra, lo mismo que sobre El aplazamiento
—enmarcada en la época de Munich— resultaría prematuro, ya que no está acabada,
y el autor promete que en el tomo cuarto y último quedará patente su sentido.
Estrena otras dos obras dramáticas, Morts sans sepulture —drama de la
resistencia— y La putain respectuese —quizá su única pieza moral, pese al título
descarado— que renuevan idénticas marejadas con parecida innocuidad, puesto que
se trata de creaciones cuya intención y cuyos valores pertenecen a un plano más
alto. Y lanza la revista mensual Les temps modernes, publicación que
editorialmente viene a ser una continuación de la famosa Nouvelle Revue Française
—ya que aparece respaldada por el mismo editor, Gallimard, y que en su primer
consejo directivo figuran nombres como el de Jean Paulhan, director de aquélla,
quien por cierto no quiso resucitarla en modo alguno con el mismo título, pues
entendía que había quedado prostituida para siempre merced al director que se
incautó de ella, durante la ocupación, Drieu la Rochelle—, mas que
literariamente acusa otras características.
Desde
entonces el nombre de Sartre —en cuya vida externa no hay ningún dato llamativo
que apuntar: nacido en París, en 1905, normalista brillante, profesor de
filosofía primero en Le Havre y luego en el Lycée Condorcet de París, hombre de
tertulia y pandilla en los cafés próximos a Saint-Germain-des Prés— conoce una
boga publicitaria clamorosa e ininterrumpida. Es leído, discutido, admirado, o
improperiado como pocos. En manos de gacetilleros y aficionados el
existencialismo corre el riesgo de trocarse en una moneda deslucida. Despectivamente,
quienes se jactan de estar de vuelta de todo, aseguran cada seis meses que
Sartre es un “bluff”, el existencialismo una moda pasajera y que dentro de
otros seis ya nadie se acordará de ellos. ¿Será cierto… al cabo de una sesena
algo más elástica? Recordemos que de enterradores espontáneos y pompiers de
corazón están llenas las ciudades literarias. Agreguemos que si en Sartre sólo
hubiera esa crudeza expresiva tan vituperada ya hace mucho tiempo que habría
sido eclipsado por otros.
Si
fuéramos a fijarnos únicamente en este aspecto del existencialismo —el más
sensacionalista y adjetivo— en el de su escatología, y aun en el de su coprología,
y como a todo hay quien gane, resultaría que la marca sartriana fue superada
poco después al conocerse en francés —pues el puritanismo yanqui tiene
prohibida la circulación de las ediciones originales— las obras de cierto
novelista norteamericano. Aludo, como se sospechará, a Henry Miller y a sus
novelas Tropic of Cancer y Tropic of Capricorn. Lo coprológico, no sólo lo
irracional y lo visceral —sustituyendo a la mente y a los sentidos como
instrumentos para captar el mundo—, alcanzan aquí sus límites más desaforados.
Con la diferencia de que en Miller no hay más que una obsesión libidinosa y un
caos aterrador, mientras que en Sartre —como en sus colegas, afines, o discípulos:
Simone de Beauvoir, Georges Bataille, Michel Leiris, etc., hay un concepto
peculiar del mundo y un arte muy refinado, aun cuando en ciertos casos intente
disfrazarse de balbuceo o tosquedad.
Resultaría
fuera de lugar e inevitablemente extenso intentar siquiera exponer someramente
las teorías del existencialismo en el plano filosófico. En el que más
cercanamente nos toca, en el literario, éstas se condensan y aclaran cuando sus
defensores nos dicen cómo su propósito es reproducir fielmente el flujo y
reflujo de la vida interior (¿acaso Dostoievsky, acaso Joyce, acaso Kafka, los
mismos superrealistas, se habían propuesto otra cosa?) antes de que el espíritu
intervenga para introducir una lógica que no existía. O bien cuando afirman que
este pensamiento es como una reacción de la filosofía del hombre contra los
excesos de la filosofía de las ideas y la filosofía de las cosas. Porque “mientras
el pensamiento abstracto —escribía Kierkegaard— se propone comprender
abstractamente lo concreto, el pensador subjetivo (leamos hoy existencial)
tiende, por el contrario, a comprender concretamente lo abstracto”. Cierto es
que lo anterior sólo constituye levísima insinuación de un sistema que se
presenta tan trabado y coherente, pero ello nos explica por qué, en definitiva,
quizá el pensamiento existencial se exprese mejor que en las obras doctrinales
en la novela y en el teatro. “Si la descripción de la esencia —corrobora Simone
de Beauvoir— pertenece a la filosofía propiamente dicha, únicamente la novela
permitirá evocar, reflejar, en su realidad completa, singular, temporal, el
flujo original de la existencia.” Luego, en definitiva, quien desee captar vívidamente
las tesis existencialistas, antes que a las exposiciones doctrinales deberá
acudir a las novelas y dramas de Sartre ya mencionados, lo mismo que a las de
Simone de Beauvoir —L’invitée, Le sang des autres, Tous les hommes sont
mortels, más la pieza Les bouches inutiles— ya que cada una de ellas viene a
ser la ilustración y corporización de tales teorías.
GUILLERMO DE TORRE