sábado, 2 de agosto de 2025

Temas discutidos en la sobremesa: El muro. Jean Paul Sartre.



📜 Temas discutidos en la sobremesa: El muro. Jean Paul Sartre.

Tema

Síntesis

Resonancia

Lecturas litúrgicas del día

Se evocó Levítico 23 y el Evangelio según Mateo 13:54-58, donde se cuestiona la sabiduría del hijo del artesano.

La figura del “autor ritual” fue comparada con el Cristo incomprendido: sabio, pero rechazado por su origen.

El Día de la Virgen de los Ángeles

Aunque la solemnidad principal es el 2 de agosto, se reflexionó sobre su ausencia en la mesa, como símbolo de lo que no se dice.

Se habló de la fe como estructura narrativa, y de Cartago como ciudad de peregrinación y juicio.

La suerte y el azar

Se mencionaron los Chances de la Junta de Protección Social como metáfora del destino y el juicio editorial.

¿Es el autor elegido por mérito o por azar? ¿Qué papel juega el lector como juez silencioso?

La figura sacerdotal

Se debatió si el escritor debe asumir el rol de sacerdote, mediador entre lo humano y lo simbólico.

Se propuso que el autor funcional es un oficiante, no un iluminado.

🍷 Bebidas que acompañaron el juicio

  • Chartreuse: símbolo de lo oculto y lo herbolario.
  • Cognac: evocación del juicio maduro.
  • Amaro Lucano: amargura ritual, como el rechazo del profeta en su tierra.

📜 Liturgia del Banquete Editorial

Consejo de Sobremesa – Mansión de Pugliatti Noche de Viernes y Madrugada consagrada al Juicio Literario

🕯️ Rito de Apertura – Entrada del Verbo

“Antes del juicio, la lengua debe ser purificada.”

·       Carpaccio de lengua de cordero en hibisco negro

·       Pan de ceniza con mantequilla de trufa

·       Sal volcánica sobre ónix ritual

🔥 Cena del Veredicto – Fuego del Logos

“El cuerpo del texto se consume como el ciervo ante el juicio.”

·       Filete de ciervo en mora y sangre ritual

·       Risotto de tinta con lágrimas de absenta

·       Raíces confitadas en salvia nocturna

 “Cada copa es una sentencia. Cada trago, una absolución.”

·       Chartreuse verde – Para los que aún creen en el misterio

·       Amaro Lucano – Para los que condenan con dulzura

·       Cognac de roble – Reservado para los jueces del canon

🧀 Dialéctica del Paladar – Tabla de Quesos

“El sabor es argumento. El queso, tesis y antítesis.”

·       Roquefort – Corrupción sublime

·       Pecorino trufado – Decadencia helénica

·       Cabra con ceniza – Memoria del abismo

🍮 Epílogo del Gusto – Sobremesa del Juicio

“El juicio no termina hasta que el azúcar se convierte en símbolo.”

·       Pastel de almendra y azafrán

·       Café turco en porcelana alquímica

·       Tabaco ritual – Para invocar lo que aún no se ha dicho

🕰️ Hora del Sello Ritual: 3:33 a.m.

“El juicio no es juicio si no hay condena.” Méndez-Limbrick se prepara. El sello será invocado. 

***

🧱 Comentario sobre El muro de Sartre

“La muerte no es el final, es el espejo.”

El muro (1939) es más que un cuento: es una celda metafísica donde Sartre encierra al lector junto a sus personajes. Ambientado durante la Guerra Civil Española, el relato sigue a tres prisioneros condenados a muerte. El protagonista, Pablo Ibbieta, atraviesa una noche de espera que se convierte en un ritual de despojamiento: de ilusiones, de sentido, de identidad.

🔍 Temas centrales:

  • La libertad radical: Sartre muestra que incluso ante la muerte, el ser humano conserva la capacidad de elegir —aunque sea una mentira que condena a otro.

  • La autenticidad como condena: Los personajes se ven obligados a enfrentarse a sí mismos sin máscaras. La muerte revela lo que somos cuando ya no podemos fingir.

  • El absurdo existencial: La ironía final —salvarse por una mentira que resulta accidentalmente cierta— es una bofetada al sentido común. El universo no responde a la lógica humana.

🧠 Filosofía encarnada:

Sartre no teoriza: dramatiza. Cada gesto, cada pensamiento de Pablo es una puesta en escena de la angustia existencial. El muro no es solo el lugar de ejecución; es el límite entre el yo y el mundo, entre la conciencia y el vacío.

💬 Cita clave:

“Mi vida estaba frente a mí, cerrada, como una bolsa, y sin embargo todo dentro de ella estaba inacabado.”

Conclusión: El muro es una obra que no se lee, se enfrenta. Es el tipo de texto que transforma al lector en prisionero, en testigo, en juez. En el contexto de 1939, cuando el mundo se preparaba para otra guerra, Sartre escribió el epitafio de la inocencia moderna.


 Jean-Paul Sartre
 y el existencialismo
 en la literatura

 

 

            Si el existencialismo en cuanto cosmovisión filosófica, y empero contar ya con una larga historia —puesto que sus raíces se hunden en Kierkegaard y las próximas lindan con Heidegger—, no había rebasado el ámbito de lo profesional o profesoral, ha bastado que fuera exhibido sobre la plataforma espectacular propia de las doctrinas literarias —como novedad presunta de la actual trasguerra— para captar las atenciones más distantes, transformándose de la noche a la mañana en un suceso periodístico, en un tema del día, suscitador de mil comentarios ininterrumpidos, sobre el que cada cual consideraría deshonroso dejar de pronunciarse. Reprueben otros, si gustan, este montaje escénico, este apoderamiento multitudinario. Por mi parte, aun valorizando debidamente la moda —como signo profundo, ineludible, adscrito a ciertas expresiones típicas de una época—, mas sin confundir la esencia con el accidente, prefiero buscar otras interpretaciones. Prefiero considerar tan clamorosa repercusión como un nuevo testimonio afirmativo de la valía y la perennidad de las escuelas literarias, en cuanto son órganos de generaciones diferenciadas.

            Porque si la segunda parte, el concepto de generación, es reciente como método histórico, la primera, la agrupación de individuos mediante afinidades mutuas —desdobladas parejamente en discrepancias con los demás— es muy antigua e ilustre en precedentes. Recuérdese sencillamente que en la literatura de tradición más unida, menos sujeta a discontinuidades y desniveles, en la literatura francesa, los espíritus y las tendencias capitales siempre se manifestaron así, agrupados en escuelas y movimientos. Desde los días de la Pléyade con Malherbe, desde las pugnas entre preciosos y burlescos, hasta los nuestros. Desde los románticos a los simbolistas en el siglo pasado. Se diría que frente al irreductible individualismo de las literaturas hispánicas (por algo, y hasta en la época que pudo ser más coherente, en el siglo XVII, Lope de Vega hablaba, en La Dorotea, con intención desdeñosa, de “los poetas en cuadrilla”), productores y consumidores en las letras francesas sólo sostienen y aceptan lo nuevo cuando surge en formación de parada, bajo una bandera espectacular.

            Pero la novedad o, más exactamente, la legitimidad de buscar otros contenidos y distintas fórmulas de expresión, ya no es punto de litigio, ni se presta al menor comentario polémico en abstracto, aunque la literatura existencialista particularmente no deje de suscitarlos.

            Dicha escuela aporta en primer término otro cambio que hasta ahora no fue señalado, mas que por tratarse de algo genérico merece anteponerse a cualquier consideración específica. Es cabalmente la muda de género dominante que lleva aneja: el salto de la poesía a la novela, la efusión subjetiva al reflejo plural del mundo.

            La alternancia y sucesión de los géneros —puesto que éstos, contra aquellas añejas teorías de Croce, y frente a la mezcolanza y atomización de sus elementos propios que hayan podido sufrir, continúan existiendo— es una ley literaria y artística tan digna de atención cuanto escasa o nulamente estudiada.

            Recuérdese someramente: hubo un momento de este siglo en que la pintura adelantó el paso sobre las demás artes y logró influjo en las letras. Le tocó luego la vez a la poesía; bajo el signo de la lírica, con infiltraciones de este género incluso en los más lejanos a su esencia, ha vivido gran parte de la literatura europea de los pasados años, hasta la guerra. Señaló el caso hace tiempo, respecto a la literatura española, Pedro Salinas; lo ha comprobado también, en un balance más reciente, François Mauriac por lo que concierne a las letras francesas; y en cuanto a las inglesas, aunque el caso fuera menos acusado en profundidad, si bien más general en extensión, no requiere ningún testimonio explícito.

            Pues bien, la rosa de los vientos gira y nos encontramos con que la novela cobra primacía y dominio. La novela o, si se prefiere, lo novelesco en un sentido muy amplio, ya que a sus límites violados se incorporan otros elementos también dúctiles, de líneas estiradas ahora más que nunca: ensayismo, filosofismo. Lo filosófico, por lo demás, deja de ser coto cerrado, se vitaliza; lo problemático del pensamiento entra a raudales en nuestras vidas complejas; al centrar en la primera persona del singular las cuestiones vitales, humanas, permanentes, éstas se colorean de un patetismo metafísico. Se ha reemplazado, por ejemplo, el problema de “la muerte” por el de “yo muero” —según frase de Groethuysen, con reminiscencia unamunesca— y, por consiguiente, ya no admite la escapatoria de lo impersonal e intemporal. Parejamente, en la ciencia, el “principio de incertidumbre” de Heisenberg parece ser la única realidad a tono con la atmósfera convulsionada. Y cualquier libro que no refleje este contrapunto, la interacción de vida e intelectualismo, corre el riesgo de dejarnos fríos. De ahí que las novelas de Malraux —no obstante sus imperfecciones, cierta calígine, la borrosidad psicológica de sus personajes— hayan marcado tan honda impronta en las últimas generaciones; de ahí la resonancia múltiple suscitada por libros —asimismo técnicamente nada excepcionales— como los de Arthur Koestler y las polémicas en torno a Darkness at noon donde se afrontan y ventilan problemas de conciencia sobre un tema tan contradictorio como los procesos soviéticos.

            Aun rehuyendo cautelosamente cualquier amago de profetismo, creo no incurrir en ningún desafuero al pronosticar desde ahora que en la literatura de la próxima década lo novelesco problemático será ineluctablemente el género donde se manifiesten las obras más representativas.

            Ahora bien, lo grave es que el módico equilibrio anterior de fuerzas conjugadas, de vida e intelectualismo, se ha roto, que el alud irracionalista amenaza con arrasar todo y que se pretende “un honor metafísico en sostener la absurdidad del mundo”, según escribe Albert Camus, quien niega pertenecer al clan existencial, no obstante sus patentes similitudes de concepto —a través de su libro teórico Le mythe de Sisyphe y su novela L’étranger— con las obras y teorías del portavoz oficial Jean-Paul Sartre.

            Cuando en el curso del dramático 1937 aparecieron en La Nouvelle Revue Française las primeras novelas cortas de Jean-Paul Sartre —“Le mur”, “Intimité”— fuimos ya algunos quienes sentimos al leerlas (confesarlo por mi parte no es incurrir en profetismo a posteriori, ya que entonces comuniqué a otros esa impresión) cierto choque sin guiar, la presencia incuestionable de algo cínico, turbador, poderoso. Ciertamente no era su nota dominante, una crudeza temática sin restricciones, ni su atmósfera amoral aquello que podía asombrarnos. No era tampoco su expresión impúdica, sin veladuras, lo que resultaba nuevo. Precedentes múltiples en ambas direcciones había ya depositado en nuestras riberas la resaca de la anterior trasguerra. Bastará recordar las novelas de Louis Ferdinand Céline en Francia, de Erich Kaestner en Alemania, de Alberto Moravia en Italia como demostración de que nuestro paladar estaba acostumbrado ya a “delicadezas” semejantes. Y en punto a violencia de situaciones, a amoralidad de atmósfera y “directismo” expresivo, la extensión todavía más vasta y el influjo creciente logrado por el nuevo realismo de algunos norteamericanos penúltimos —Faulkner, Steinbeck, Caldwell, Cain…— es suficiente ejemplo. Luego la sacudida del cinismo tenía ya un epicentro lejano, y esa ola turbia, emproada a mostrar la vida como “sound and fury” —como un cuento absurdo contado por un niño idiota, parafraseando las palabras de Shakespeare— se había extendido sin trabas a la novelística de otros países en años más recientes. La guerra, en vez de anular con su violencia real esta corriente, al superarla con los hechos, no hizo sino reforzar paradójicamente sus batientes, inclusive en la antes innocua literatura inglesa, según muestra la difusión alcanzada allí durante los años de la “blitzkrieg” por las imaginaciones a lo Kafka, de Rex Warner y, particularmente, por cierta novela sádica, Miss Blandish.

            Hasta en la secuestrada España las dos únicas novelas que alcanzaron renombre —aludo a Nada, de Carmen Laforet y a La familia de Pascual Duarte, por Camilo José Cela—, que la gente de allí ha leído y celebrado (quizá no tanto por su puro valor literario, muy relativo en los dos casos, sino por la protesta subterránea que marcan contra el oscurantismo y el conformismo teocrático-castrense) trasuntan semejante visión cínica e implacable de la vida. Una mención más subrayada, tanto por su valía infinitamente superior, como por tocarnos más de cerca en todos sentidos, merecen las obras de dos poderosos novelistas españoles revelados en el destierro. Aludo a Max Aub, cuyos libros Campo de sangre y Campo cerrado merecían mayores atenciones que las logradas; y a Arturo Barea español en Londres, desconocido por casi todos sus compatriotas, pero cuya trilogía autobiográfico-novelesca The forging of a rebel ya ha conquistado el espaldarazo de varias traducciones.

            Todo ello evidencia que la guerra y la trasguerra podrán haber exacerbado esa tendencia cínica, tremenda, malhablada, pero queda probado que no sólo en potencia, sino en actos y obras múltiples, existía ya desde antes. Cierto es que particularmente en Francia, ya hace años veníase hablando de una corriente “miserabilista” —el apelativo corresponde a Jean Schlumberger— introducida quizá antes que nadie por los libros ya aludidos, crudos, malhablados de Céline, autor hoy relegado a la zona de lo innombrable, merced a su conducta colaboracionista, ya que aquel cantor de negruras, aquel maniático antisemita lógicamente había de sentirse solidario con el antiespíritu nazi. Pero ni por su contenido ni por su técnica el autor del Voyage au bout de la nuit marcaba otra cosa que una reanudación del realismo naturalista, llevado a su dislocación caricaturesca y en sus aspectos más sombríos.

            Con la aparición de las novelas sartrianas las cosas toman un nuevo sesgo: la técnica cambia y la intención también. El incriminado “miserabilismo” no está tanto en el tema o en los detalles episódicos, como en el meollo de sus personajes y en la atmósfera que los baña. De otra parte el zolesco, las construcciones macizas, son sustituidas por el fragmentarismo y las visiones superpuestas, cuyo ejemplo más expresivo puede encontrarse en la composición de El aplazamiento.

            Mas la crudeza allí mostrada era de carácter diverso: más sutil y especiosa, como respondiendo a un preconcepto intelectual, como ejemplos de una cosmovisión peculiar muy elaborada y meditada. Sin ser meramente externa, puesto que iba unida al fondo, aquella crudeza tampoco podía considerarse esencial: era una resultante mas no un fin. La pareja enclaustrada de “La cámara”, el personaje entre grandioso, cómico y salaz, ávido de asombrar al mundo, de “Eróstrato”, el proceso de corrupción de una falsa personalidad que describe “La infancia de un jefe” —entre otras novelas cortas de El muro— impresionan e interesan por su intención subyacente antes que por su descaro verbal.

            Su personalidad incipiente quedó ya más definida cuando en 1938 dio a luz su primera novela La náusea. Decir que Antoine Roquentin, su protagonista, y casi el único personaje de esta novela tan despoblada y fantasmal, tan deliberadamente escasa de peripecias externas como rica en alusiones significantes, es una suerte de esquizofrénico, no explica gran cosa. La náusea que experimenta ante el mundo mediocre que le rodea no es física, sino metafísica. Es el sentimiento de la existencia como un vatio donde lo vital se aniquila, y donde contrariamente las formas inorgánicas de la materia asumen, al ser contempladas con frialdad y desprendimiento, una presencia fascinante. Según explica el mismo personaje en una página de sus soliloquios, lo esencial es la contingencia; por definición, la existencia no es la necesidad; existir es estar ahí simplemente (Dasein: la fórmula clave de Heidegger); los existentes aparecen, se dejan encontrar, pero nunca puede uno deducirlos. Y agrega Roquentin —portavoz novelesco de Sartre— que ningún ser necesario puede explicar la existencia: la contingencia no es una apariencia que pueda disiparse; es lo absoluto. Y, por consiguiente, la gratuidad perfecta. Gratuidad que equivale a lo Absurdo. “Yo comprendía, que había, encontrado la, clave de la existencia, la clave de mis nauseas, de mi propia vida. De hecho, todo lo que pude captar después se concentra en esta absurdidad fundamental.”

            Hacia la apología sistemática de lo absurdo, hecha no con ánimo paradójico sino con meditado rigor, se encamina paralelamente el libro ya aludido, Le mythe de Sisyphe, de Albert Camus. ¿Y acaso Heidegger al centrar en la nada el tema de sus reflexiones, y pretender que en ella se hace patente la angustia, no había ya anticipado desde 1931 —en su discurso ¿Qué es Metafísica?— los elementos esenciales de esta conclusión?

            Contra lo que parecen creer y afirmar tantos gacetilleros confusionistas, ni el existencialismo se produce como una consecuencia directa de la guerra, ni ha surgido súbitamente armado, cual una nueva Minerva, de la cabeza del Júpiter Sartre. Su importancia además —sobre todo desde nuestro punto de vista— no radica tanto en su filosofía como en la incorporación, por vez primera, de ciertos conceptos filosóficos a la novela y al teatro. Claro es que, lamentablemente, no son tales ideas las que han removido tan plurales curiosidades, sino la envoltura, mejor dicho, la aludida desenvoltura verbal con que se presentan, y, sobre todo, el relente peculiar que desprenden ciertas páginas sartrianas. Pero cualquier epíteto censorio, al cabo, no corresponde a Sartre: su destinatario es el mundo real de donde toma sus modelos. Por lo demás, errarán totalmente el camino quienes se acerquen a sus libros buscando únicamente páginas libidinosas, tanto como quienes pretendan identificarlas con la literatura licenciosa; su entraña estético-filosófica los sitúa en un plano muy superior, rigurosamente aparte de las procacidades vulgares.

            En 1940, pocos meses antes de la caída de París, Sartre da L’Imaginaire con el subtítulo de Psicología fenomenológica de la imaginación, tratado denso de aire rigurosamente filosófico, y cuya aridez expositiva le aleja de quienes hubieran acudido a él seducidos por la colindancia estética del tema. Y en 1943, bajo la ocupación alemana, su libro teórico más capital hasta la fecha, L’étre et le néant, ensayo de ontología fenomenológica, libro abrupto, rigurosamente técnico, compuesto de 722 páginas, a gran tamaño, del que todos hablan “pero que no han leído cabalmente una docena de personas ni han comprendido más de seis”, según dice un especialista y no cualquier lego; lo que se explica, ya que su fraseología nos ofrece, en cualquier página donde aisladamente hundamos la mirada, la impresión de una traducción germánica en crudo, dicho esto con todo respeto.

            Aun habiendo militado en las filas de la resistencia intelectual francesa, Sartre —primero movilizado, luego prisionero, al final evadido— fue uno de los no muchos autores que, por habilidad propia o condescendencia ajena, gozó de ciertas franquicias para publicar sus libros y estrenar sus obras dramáticas durante la ocupación nazi. Efectivamente, en 1943, dio a la escena su drama en tres actos Les mouches, vivificación mitológica de Orestes, llena de alusiones algo sibilinas a la actualidad de aquel entonces, en su condenación del tirano criminal; y en 1944 otro, en un acto, Huis clos. A puerta cerrada es, a mi ver, la realización escénica de Sartre más lograda hasta la fecha. El infierno que nos pinta, una simple habitación de hotel —donde están condenados a vivir toda la eternidad los tres únicos personajes— es más empavorecedor que pudieron serlo en la Edad Media las alegorías llameantes. El infierno real es el de la eternidad sin puertas, el de la incomunicación absoluta que padecen esos tres seres —tres escorias humanas— destinados “per in aeternum” a vomitarse sus recuerdos.

            Sobrevenida la liberación su actividad se multiplica: lanza los dos primeros volúmenes de una tetralogía novelesca, cuyo título general es Les chemins de la liberté y cuyos dos primeros tomos, únicos aparecidos hasta la fecha, se denominan L’âge de raison y Le sursis, libros removedores, suscitadores de epítetos negros —amoralidad putrefacción, etc.— que sirven a su propaganda, a cierta aureola de escándalo y publicidad, pero que en nada definen sus intenciones últimas ni revelan su verdadero carácter. La edad de la razón es una verdadera obra maestra en punto a crudeza, cinismo, desolación, y deprimente como ella sola. No por el tema —escabroso, pero nada excepcional—, no por la catadura de algunos personajes y el cariz de ciertas escenas, sino por la atmósfera general envolvente. La crudeza, pues, no está en los hechos mismos, tampoco en la manera —bastante objetiva— con que se nos narran, sino en algo indefinible y deletéreo que atraviesa todas las páginas. En el modo como aquellos seres reaccionan ante los acontecimientos, modo visceral pudiéramos decir, por oposición a todo estilo anímico. Aparentemente buscan definirse por su libertad de acción, por su “disponibilidad”, mas en realidad parecen simples esclavos de sus impulsos más elementales. Pero cualquier juicio definitivo sobre esta obra, lo mismo que sobre El aplazamiento —enmarcada en la época de Munich— resultaría prematuro, ya que no está acabada, y el autor promete que en el tomo cuarto y último quedará patente su sentido. Estrena otras dos obras dramáticas, Morts sans sepulture —drama de la resistencia— y La putain respectuese —quizá su única pieza moral, pese al título descarado— que renuevan idénticas marejadas con parecida innocuidad, puesto que se trata de creaciones cuya intención y cuyos valores pertenecen a un plano más alto. Y lanza la revista mensual Les temps modernes, publicación que editorialmente viene a ser una continuación de la famosa Nouvelle Revue Française —ya que aparece respaldada por el mismo editor, Gallimard, y que en su primer consejo directivo figuran nombres como el de Jean Paulhan, director de aquélla, quien por cierto no quiso resucitarla en modo alguno con el mismo título, pues entendía que había quedado prostituida para siempre merced al director que se incautó de ella, durante la ocupación, Drieu la Rochelle—, mas que literariamente acusa otras características.

            Desde entonces el nombre de Sartre —en cuya vida externa no hay ningún dato llamativo que apuntar: nacido en París, en 1905, normalista brillante, profesor de filosofía primero en Le Havre y luego en el Lycée Condorcet de París, hombre de tertulia y pandilla en los cafés próximos a Saint-Germain-des Prés— conoce una boga publicitaria clamorosa e ininterrumpida. Es leído, discutido, admirado, o improperiado como pocos. En manos de gacetilleros y aficionados el existencialismo corre el riesgo de trocarse en una moneda deslucida. Despectivamente, quienes se jactan de estar de vuelta de todo, aseguran cada seis meses que Sartre es un “bluff”, el existencialismo una moda pasajera y que dentro de otros seis ya nadie se acordará de ellos. ¿Será cierto… al cabo de una sesena algo más elástica? Recordemos que de enterradores espontáneos y pompiers de corazón están llenas las ciudades literarias. Agreguemos que si en Sartre sólo hubiera esa crudeza expresiva tan vituperada ya hace mucho tiempo que habría sido eclipsado por otros.

            Si fuéramos a fijarnos únicamente en este aspecto del existencialismo —el más sensacionalista y adjetivo— en el de su escatología, y aun en el de su coprología, y como a todo hay quien gane, resultaría que la marca sartriana fue superada poco después al conocerse en francés —pues el puritanismo yanqui tiene prohibida la circulación de las ediciones originales— las obras de cierto novelista norteamericano. Aludo, como se sospechará, a Henry Miller y a sus novelas Tropic of Cancer y Tropic of Capricorn. Lo coprológico, no sólo lo irracional y lo visceral —sustituyendo a la mente y a los sentidos como instrumentos para captar el mundo—, alcanzan aquí sus límites más desaforados. Con la diferencia de que en Miller no hay más que una obsesión libidinosa y un caos aterrador, mientras que en Sartre —como en sus colegas, afines, o discípulos: Simone de Beauvoir, Georges Bataille, Michel Leiris, etc., hay un concepto peculiar del mundo y un arte muy refinado, aun cuando en ciertos casos intente disfrazarse de balbuceo o tosquedad.

            Resultaría fuera de lugar e inevitablemente extenso intentar siquiera exponer someramente las teorías del existencialismo en el plano filosófico. En el que más cercanamente nos toca, en el literario, éstas se condensan y aclaran cuando sus defensores nos dicen cómo su propósito es reproducir fielmente el flujo y reflujo de la vida interior (¿acaso Dostoievsky, acaso Joyce, acaso Kafka, los mismos superrealistas, se habían propuesto otra cosa?) antes de que el espíritu intervenga para introducir una lógica que no existía. O bien cuando afirman que este pensamiento es como una reacción de la filosofía del hombre contra los excesos de la filosofía de las ideas y la filosofía de las cosas. Porque “mientras el pensamiento abstracto —escribía Kierkegaard— se propone comprender abstractamente lo concreto, el pensador subjetivo (leamos hoy existencial) tiende, por el contrario, a comprender concretamente lo abstracto”. Cierto es que lo anterior sólo constituye levísima insinuación de un sistema que se presenta tan trabado y coherente, pero ello nos explica por qué, en definitiva, quizá el pensamiento existencial se exprese mejor que en las obras doctrinales en la novela y en el teatro. “Si la descripción de la esencia —corrobora Simone de Beauvoir— pertenece a la filosofía propiamente dicha, únicamente la novela permitirá evocar, reflejar, en su realidad completa, singular, temporal, el flujo original de la existencia.” Luego, en definitiva, quien desee captar vívidamente las tesis existencialistas, antes que a las exposiciones doctrinales deberá acudir a las novelas y dramas de Sartre ya mencionados, lo mismo que a las de Simone de Beauvoir —L’invitée, Le sang des autres, Tous les hommes sont mortels, más la pieza Les bouches inutiles— ya que cada una de ellas viene a ser la ilustración y corporización de tales teorías.

 

            GUILLERMO DE TORRE


viernes, 1 de agosto de 2025

Oliverio Girondo Espantapájaros (al alcance de todos FRAGMENTO

 



🪶 Comentario sobre Espantapájaros (Al alcance de todos) de Oliverio Girondo

En colaboración Enrico Giovanni Pugliatti y Méndez Limbrick

🌪️ Una obra que desafía la gravedad del lenguaje

Espantapájaros (1932) es una obra radical, vanguardista y profundamente irreverente. Girondo no escribe para agradar ni para explicar: escribe para desarmar al lector, para que el lenguaje deje de ser herramienta y se convierta en experiencia. El texto se compone de 25 piezas, la mayoría en prosa poética, y se abre con un caligrama en forma de espantapájaros, que ya anuncia su intención: espantar las convenciones.

🧩 Fragmentación y rizoma

Según Edson Faúndez, la obra se caracteriza por:

  • La conexión rizomática de fragmentos discursivos heterogéneos.
  • La disolución de la identidad raíz.
  • La irrupción de lo otro, como fuerza que desestabiliza al sujeto moderno.

Girondo no construye un yo lírico estable, sino que lo descompone, lo multiplica, lo ridiculiza. El sujeto que habla en Espantapájaros es un cuerpo accidentado, un amante dañado, un oficinista que podría morir abrazado al pescuezo de una vaca.

🔥 Erotismo, absurdo y vuelo

Los textos que compartiste (como el de María Luisa) son ejemplos de cómo Girondo mezcla:

  • Erotismo surrealista: la mujer que vuela, que se convierte en pluma, que transforma el deseo en levitación.
  • Humor grotesco: el embajador que olfatea la alfombra como un perro.
  • Delirio doméstico: la esposa que imagina a su marido como marinero, soldado, monje y amante de abadesas.

Todo esto configura una poética del absurdo existencial, donde el amor, la identidad y el cuerpo se desfiguran para revelar su fragilidad y su potencia simbólica.

🧠 Vanguardia y autodescubrimiento

La crítica literaria destaca que Espantapájaros es también una obra de autodescubrimiento existencial:

  • El hablante lírico se enfrenta a su propia condición humana, a su deseo de trascender lo pedestre.
  • Se cuestionan los roles sociales, los rituales del amor, la pureza y la brutalidad del deseo.

🛠️ Estructura como provocación

Girondo rompe con la forma tradicional:

  • Usa caligramas, poemas en prosa, verso libre, cuento.
  • Publicita el libro con un muñeco de tres metros que representa a un académico, paseado en carroza fúnebre por Buenos Aires.
  • Declara que “un libro debe construirse como un reloj y venderse como un salchichón”.

✨ Conclusión

Espantapájaros no es solo un libro: es un manifiesto contra la solemnidad, una celebración del lenguaje como juego, como vuelo, como delirio. Girondo nos invita a desaprender, a volar, a morir de risa o de deseo, pero nunca a quedarnos en tierra.

 

Oliverio Girondo

 Espantapájaros

(al alcance de todos)

 

 


Título original: Espantapájaros (al alcance de todos)

 

Oliverio Girondo, 1932

 

Editor digital: jugaor

 

ePub base r1.0

 

 

 

 



 1

 

 

No se me importa un pito que las mujeres tengan los senos como magnolias o como pasas de higo; un cutis de durazno o de papel de lija. Le doy una importancia igual a cero, al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisiaco o con un aliento insecticida. Soy perfectamente capaz de soportarles una nariz que sacaría el primer premio en una exposición de zanahorias; ¡pero eso sí! —y en esto soy irreductible— no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar. Si no saben volar ¡pierden el tiempo las que pretendan seducirme!

Ésta fue —y no otra— la razón de que me enamorase, tan locamente, de María Luisa.

¿Qué me importaban sus labios por entregas y sus encelos sulfurosos? ¿Qué me importaban sus extremidades de palmípedo y sus miradas de pronóstico reservado?

¡María Luisa era una verdadera pluma!

Desde el amanecer volaba del dormitorio a la cocina, volaba del comedor a la despensa. Volando me preparaba el baño, la camisa. Volando realizaba sus compras, sus quehaceres.

¡Con qué impaciencia yo esperaba que volviese, volando, de algún paseo por los alrededores! Allí lejos, perdido entre las nubes, un puntito rosado. «¡María Luisa! ¡María Luisa!»… y a los pocos segundos, ya me abrazaba con sus piernas de pluma, para llevarme, volando, a cualquier parte.

Durante kilómetros de silencio planeábamos una caricia que nos aproximaba al paraíso; durante horas enteras nos anidábamos en una nube, como dos ángeles, y de repente, en tirabuzón, en hoja muerta, el aterrizaje forzoso de un espasmo.

¡Qué delicia la de tener una mujer tan ligera…, aunque nos haga ver, de vez en cuando, las estrellas! ¡Qué voluptuosidad la de pasarse los días entre las nubes, la de pasarse las noches de un solo vuelo!

Después de conocer una mujer etérea, ¿puede brindarnos alguna clase de atractivos una mujer terrestre? ¿Verdad que no hay una diferencia sustancial entre vivir con una vaca o con una mujer que tenga las nalgas a setenta y ocho centímetros del suelo?

Yo, por lo menos, soy incapaz de comprender la seducción de una mujer pedestre, y por más empeño que ponga en concebirlo, no me es posible ni tan siquiera imaginar que pueda hacerse el amor más que volando.

 


 2

 

 

Jamás se había oído el menor roce de cadenas. Las botellas no manifestaban ningún deseo de incorporarse. Al día siguiente de colocar un botón sobre una mesa, se le encontraba en el mismo sitio. El vino y los retratos envejecían con dignidad. Era posible afeitarse ante cualquier espejo, sin que se rasgara a la altura de la carótida; pero bastaba que un invitado tocase la campanilla y penetrara en el vestíbulo, para que cometiese los más grandes descuidos; alguna de esas distracciones imperdonables, que pueden conducirnos hasta el suicidio.

En el acto de entregar su tarjeta, por ejemplo, los visitantes se sacaban los pantalones, y antes de ser introducidos en el salón, se subían hasta el ombligo los faldones de la camisa. Al ir a saludar a la dueña de casa, una fuerza irresistible los obligaba a sonarse las narices con los visillos, y al querer preguntarle por su marido, le preguntaban por sus dientes postizos. A pesar de un enorme esfuerzo de voluntad, nadie llegaba a dominar la tentación de repetir: «Cuernos de vaca», si alguien se refería a las señoritas de la casa, y cuando éstas ofrecían una taza de té, los invitados se colgaban de las arañas, para reprimir el deseo de morderles las pantorrillas.

El mismo embajador de Inglaterra, un inglés reseco en el protocolo, con un bigote usado, como uno de esos cepillos de dientes que se utilizan para embetunar los botines, en vez de aceptar la copa de champagne que le brindaban, se arrodilló en medio del salón para olfatear las flores de la alfombra, y después de aproximarse a un pedestal, levantó la pata como un perro.

 


 3

 

 

Nunca he dejado de llevar la vida humilde que puede permitirse un modesto empleado de correos. ¡Pues! Mi mujer —que tiene la manía de pensar en voz alta y de decir todo lo que le pasa por la cabeza— se empeña en atribuirme los destinos más absurdos que pueden imaginarse.

Ahora mismo, mientras leía los diarios de la tarde, me preguntó sin ninguna clase de preámbulos:

«¿Por qué no abandonaste el gato y el hogar? ¡Ha de ser tan lindo embarcarse en una fragata!… Durante las noches de luna, los marineros se reúnen sobre cubierta. Algunos tocan el acordeón, otros acarician una mujer de goma. Tú fumas la pipa en compañía de un amigo. El mar te ha endurecido las pupilas. Has visto demasiados atardeceres. ¿Con qué puerto, con qué ciudad no te has acostado alguna noche? ¿Las velas serán capaces de brindarte un horizonte nuevo? Un día en que la calma ya es una maldición, bajas a tu cucheta, desanudas un pañuelo de seda, te ahorcas con una trenza de mujer».

Y no contenta con hacerme navegar por todo el mundo, cuando hace dieciséis años que estoy anclado en el correo:

«¿Recuerdas las que tenía cuando me conociste?… En ese tiempo me imaginaba que serías soldado y mis pezones se incendiaban al pensar que tendrías un pecho áspero, como un felpudo.

»Eras fuerte. Escalaste los muros de un monasterio. Te acostaste con la abadesa. La dejaste preñada. ¿A qué tiempo, a qué nación pertenece tu historia?… Te has jugado la vida tantas veces, que posees un olor a barajas usadas. ¡Con qué avidez, con qué ternura yo te besaba las heridas! Eras brutal. Eras taciturno. Te gustaban los quesos que saben a verija de sátiro… y la primera noche, al poseerme, me destrozaste el espinazo en el respaldo de la cama».

Y como me dispusiera a demostrarle que lejos de cometer esas barbaridades, no he ambicionado, durante toda mi existencia, más que ingresar en el Club Social de Vélez Sarsfield:

«Ahora te veo arrodillado en una iglesia con olor a bodega.

»Mírate las manos; sólo sirven para hojear misales. Tu humildad es tan grande que te avergüenzas de tu pureza, de tu sabiduría. Te hincas, a cada instante para besar las hojas que se quejan y que suspiran. Cuando una mujer te mira, bajas los párpados y te sientes desnudo. Tu sudor es grato a las prostitutas y a los perros. Te gusta caminar, con fiebre, bajo la lluvia. Te gusta acostarte, en pleno campo, a mirar las estrellas…

»Una noche —en que te hallas con Dios— entras en un establo, sin que nadie te vea, y te estiras sobre la paja, para morir abrazado al pescuezo de alguna vaca…»

 


 4

 

 

Abandoné las carambolas por el calambur, los madrigales por los mamboretás, los entreveros por los entretelones, los invertidos por los invertebrados. Dejé la sociabilidad a causa de los sociólogos, de los solistas, de los sodomitas, de los solitarios. No quise saber nada con los prostáticos. Preferí el sublimado a lo sublime. Lo edificante a lo edificado. Mi repulsión hacia los parentescos me hizo eludir los padrinazgos, los padrenuestros. Conjuré las conjuraciones más concomitantes con las conjugaciones conyugales. Fui célibe, con el mismo amor propio con que hubiese sido paraguas. A pesar de mis predilecciones, tuve que distanciarme de los contrabandistas y de los contrabajos; pero intimé, en cambio, con la flagelación, con los flamencos.

Lo irreductible me sedujo un instante. Creí, con una buena fe de voluntario, en la mineralogía y en los minotauros. ¿Por qué razón los mitos no repoblarían la aridez de nuestras circunvoluciones? Durante varios siglos, la felicidad, la fecundidad, la filosofía, la fortuna, ¿no se hospedaron en una piedra?

¡Mi ineptitud llegó a confundir a un coronel con un termómetro!

Renuncié a las sociedades de beneficencia, a los ejercicios respiratorios, a la franela. Aprendí de memoria el horario de los trenes que no tomaría nunca. Poco a poco me sedujeron el recato y el bacalao. No consentí ninguna concomitancia con la concupiscencia, con la constipación. Fui metodista, malabarista, monogamista. Amé las contradicciones, las contrariedades, los contrasentidos… y caí en el gatismo, con una violencia de gatillo.

 


 5

 

 

En cualquier parte donde nos encontremos, a toda hora del día o de la noche, ¡miembros de la familia! Parientes más o menos lejanos, pero con una ascendencia idéntica a la nuestra.

¿Cualquier gato se asoma a la ventana y se lame las nalgas?… ¡Los mismos ojos de tía Carolina! ¿El caballo de un carro resbala sobre el asfalto?… ¡Los dientes un poco amarillentos de mi abuelo José María!

¡Lindo programa el de encontrar parientes a cada paso! ¡El de ser un tío a quien lo toman por primo a cada instante!

Y lo peor, es que los vínculos de consanguinidad no se detienen en la escala zoológica. La certidumbre del origen común de las especies fortalece tanto nuestra memoria, que el límite de los reinos desaparece y nos sentimos tan cerca de los herbívoros como de los cristalizados o de los farináceos. Siete, setenta o setecientas generaciones terminan por parecernos lo mismo, y (aunque las apariencias sean distintas) nos damos cuenta de que tenemos tanto de camello, como de zanahoria.

Después de galopar nueve leguas de pampa, nos sentamos ante la humareda del puchero. Tres bocados… y el esófago se nos anuda. Hará un periodo geológico; este zapallo, ¿no sería un hijo de nuestro papá? Los garbanzos tienen un gustito a paraíso, ¡pero si resultara que estamos devorando a nuestros propios hermanos!

A medida que nuestra existencia se confunde con la existencia de cuanto nos rodea, se intensifica más el terror de perjudicar a algún miembro de la familia. Poco a poco, la vida se transforma en un continuo sobresalto. Los remordimientos que nos corroen la conciencia, llegan a entorpecer las funciones más impostergables del cuerpo y del espíritu. Antes de mover un brazo, de estirar una pierna, pensamos en las consecuencias que ese gesto puede tener, para toda la parentela. Cada día que pasa nos es más difícil alimentarnos, nos es más difícil respirar, hasta que llega un momento en que no hay otra escapatoria que la de optar, y resignarnos a cometer todos los incestos, todos los asesinatos, todas las crueldades, o ser, simple y humildemente, una víctima de la familia.

6

 

 

Mis nervios desafinan con la misma frecuencia que mis primas. Si por casualidad, cuando me acuesto, dejo de atarme a los barrotes de la cama, a los quince minutos me despierto, indefectiblemente, sobre el techo de mi ropero. En ese cuarto de hora, sin embargo, he tenido tiempo de estrangular a mis hermanos, de arrojarme a algún precipicio y de quedar colgado de las ramas de un espinillo.

Mi digestión inventa una cantidad de crustáceos, que se entretienen en perforarme el intestino. Desde la infancia, necesito que me desabrochen los tiradores, antes de sentarme en alguna parte, y es rarísimo que pueda sonarme la nariz sin encontrar en el pañuelo un cadáver de cucaracha.

Todavía, cuando llovizna, me duele la pierna que me amputaron hace tres años. Mi riñón derecho es un maní. Mi riñón izquierdo se encuentra en el museo de la Facultad de Medicina. Soy políglota y tartamudo. He perdido, a la lotería, hasta las uñas de los pies, y en el instante de firmar mi acta matrimonial, me di cuenta que me había casado con una cacatúa.

Las márgenes de los libros no son capaces de encauzar mi aburrimiento y mi dolor. Hasta las ideas más optimistas toman un coche fúnebre para pasearse por mi cerebro. Me repugna el bostezo de las camas deshechas, no siento ninguna propensión por empollarles los senos a las mujeres y me enferma que los boticarios se equivoquen con tan poca frecuencia en los preparados de estricnina.

En estas condiciones, creo sinceramente que lo mejor es tragarse una cápsula de dinamita y encender, con toda tranquilidad, un cigarrillo.

 


 7

 

 

¡Todo era amor… amor! No había nada más que amor. En todas partes se encontraba amor. No se podía hablar más que de amor.

Amor pasado por agua, a la vainilla, amor al portador, amor a plazos. Amor analizable, analizado. Amor ultramarino. Amor ecuestre.

Amor de cartón piedra, amor con leche… lleno de prevenciones, de preventivos; lleno de cortocircuitos, de cortapisas.

Amor con una gran M, con una M mayúscula, chorreado de merengue, cubierto de flores blancas…

Amor espermatozoico, esperantista. Amor desinfectado, amor untuoso…

Amor con sus accesorios, con sus repuestos; con sus faltas de puntualidad, de ortografía; con sus interrupciones cardiacas y telefónicas.

Amor que incendia el corazón de los orangutanes, de los bomberos. Amor que exalta el canto de las ranas bajo las ramas, que arranca los botones de los botines, que se alimenta de encelo y de ensalada.

Amor impostergable y amor impuesto. Amor incandescente y amor incauto. Amor indeformable. Amor desnudo. Amor-amor que es, simplemente, amor. Amor y amor… ¡y nada más que amor!

 


 8

 

 

Yo no tengo una personalidad; yo soy un cocktail, un conglomerado, una manifestación de personalidades.

En mí, la personalidad es una especie de furunculosis anímica en estado crónico de erupción; no pasa media hora sin que me nazca una nueva personalidad.

Desde que estoy conmigo mismo, es tal la aglomeración de las que me rodean, que mi casa parece el consultorio de una quiromántica de moda. Hay personalidades en todas partes: en el vestíbulo, en el corredor, en la cocina, hasta en el W. C…

¡Imposible lograr un momento de tregua, de descanso! ¡Imposible saber cuál es la verdadera!

Aunque me veo forzado a convivir en la promiscuidad más absoluta con todas ellas, no me convenzo de que me pertenezcan.

¿Qué clase de contacto pueden tener conmigo —me pregunto— todas estas personalidades inconfesables, que harían ruborizar a un carnicero? ¿Habré de permitir que se me identifique, por ejemplo, con este pederasta marchito que no tuvo ni el coraje de realizarse, o con este cretinoide cuya sonrisa es capaz de congelar una locomotora?

El hecho de que se hospeden en mi cuerpo es suficiente, sin embargo, para enfermarse de indignación. Ya que no puedo ignorar su existencia, quisiera obligarlas a que se oculten en los repliegues más profundos de mi cerebro. Pero son de una petulancia… de un egoísmo… de una falta de tacto…

Hasta las personalidades más insignificantes se dan unos aires de transatlántico. Todas, sin ninguna clase de excepción, se consideran con derecho a manifestar un desprecio olímpico por las otras, y naturalmente, hay peleas, conflictos de toda especie, discusiones que no terminan nunca. En vez de contemporizar, ya que tienen que vivir juntas, ¡pues no señor!, cada una pretende imponer su voluntad, sin tomar en cuenta las opiniones y los gustos de las demás. Si alguna tiene una ocurrencia, que me hace reír a carcajadas, en el acto sale cualquier otra, proponiéndome un paseíto al cementerio. Ni bien aquélla desea que me acueste con todas las mujeres de la ciudad, ésta se empeña en demostrarme las ventajas de la abstinencia, y mientras una abusa de la noche y no me deja dormir hasta la madrugada, la otra me despierta con el amanecer y exige que me levante junto con las gallinas.

Mi vida resulta así una preñez de posibilidades que no se realizan nunca, una explosión de fuerzas encontradas que se entrechocan y se destruyen mutuamente. El hecho de tomar la menor determinación me cuesta un tal cúmulo de dificultades, antes de cometer el acto más insignificante necesito poner tantas personalidades de acuerdo, que prefiero renunciar a cualquier cosa y esperar que se extenúen discutiendo lo que han de hacer con mi persona, para tener, al menos, la satisfacción de mandarlas a todas juntas a la mierda.

 


 9

 

 

¿Nos olvidamos, a veces, de nuestra sombra o es que nuestra sombra nos abandona de vez en cuando?

Hemos abierto las ventanas de siempre. Hemos encendido las mismas lámparas. Hemos subido las escaleras de cada noche, y sin embargo han pasado las horas, las semanas enteras, sin que notemos su presencia.

Una tarde, al atravesar una plaza, nos sentamos en algún banco. Sobre las piedritas del camino describimos, con el regatón de nuestro paraguas, la mitad de una circunferencia. ¿Pensamos en alguien que está ausente? ¿Buscamos, en nuestra memoria, un recuerdo perdido? En todo caso, nuestra atención se encuentra en todas partes y en ninguna, hasta que, de repente advertimos un estremecimiento a nuestros pies, y al averiguar de qué proviene, nos encontramos con nuestra sombra.

¿Será posible que hayamos vivido junto a ella sin habernos dado cuenta de su existencia? ¿La habremos extraviado al doblar una esquina, al atravesar una multitud? ¿O fue ella quien nos abandonó, para olfatear todas las otras sombras de la calle?

La ternura que nos infunde su presencia es demasiado grande para que nos preocupe la contestación a esas preguntas.

Quisiéramos acariciarla como a un perro, quisiéramos cargarla para que durmiera en nuestros brazos, y es tal la satisfacción de que nos acompañe al regresar a nuestra casa, que todas las preocupaciones que tomamos con ella nos parecen insuficientes.

Antes de atravesar las bocacalles esperamos que no circule ninguna clase de vehículo. En vez de subir las escaleras, tomamos el ascensor, para impedir que los escalones le fracturen el espinazo. Al circular de un cuarto a otro, evitamos que se lastime en las aristas de los muebles, y cuando llega la hora de acostarnos, la cubrimos como si fuese una mujer, para sentirla bien cerca de nosotros, para que duerma toda la noche a nuestro lado.

10

 

 

¿Resultará más práctico dotarse de una epidermis de verruga que adquirir una psicología de colmillo cariado?

Aunque ya han transcurrido muchos años, lo recuerdo perfectamente. Acababa de formularme esta pregunta, cuando un tranvía me susurró al pasar: «¡En la vida hay que sublimarlo todo… no hay que dejar nada sin sublimar!».

Difícilmente otra revelación me hubiese encandilado con más violencia: fue como si me enfocaran, de pronto, todos los reflectores de la escuadra británica. Recién me iluminaba tanta sabiduría, cuando empecé a sublimar, cuando ya lo sublimaba todo, con un entusiasmo de rematador… de rematador sublime, se sobreentiende.

Desde entonces la vida tiene un significado distinto para mí. Lo que antes me resultaba grotesco o deleznable, ahora me parece sublime. Lo que hasta ese momento me producía hastío o repugnancia, ahora me precipita en un colapso de felicidad que me hace encontrar sublime lo que sea: de los escarbadientes a los giros postales, del adulterio al escorbuto.

¡Ah, la beatitud de vivir en plena sublimidad, y el contento de comprobar que uno mismo es un peatón afrodisiaco, lleno de fuerza, de vitalidad, de seducción; lleno de sentimientos incandescentes, lleno de sexos indeformables; de todos los calibres, de todas las especies: sexos con música, sin desfallecimientos, de percusión! Bípedo implume, pero barbado con una barba electrocutante, indescifrable. ¡Ciudadano genial —¡muchísimo más genial que ciudadano!— con ideas embudo, ametralladoras, cascabel; con ideas que disponen de todos los vehículos existentes, desde la intuición a los zancos! ¡Mamón que usufructúa de un temperamento devastador y reconstituyente, capaz de enamorarse al infrarrojo, de soldar vínculos autógenos de una sola mirada, de dejar encinta una gruesa de colegialas con el dedo meñique!…

¡Pensar que antes de sublimarlo todo, sentía ímpetus de suicidarme ante cualquier espejo y que me ha bastado encarar las cosas en sublime, para reconocerme dueño de millares de señoras etéreas, que revolotean y se posan sobre cualquier cornisa, con el propósito de darme docenas y docenas de hijos, de catorce metros de estatura; grandes bebés machos y rubicundos, con una cantidad de costillas mucho mayor que la reglamentaria, a pesar de tener hermanas gemelas y afrodisiacas!…

Que otros practiquen —si les divierte— idiosincrasias de felpudo. Que otros tengan para las cosas una sonrisa de serrucho, una mirada de charol.

Yo he optado, definitivamente, por lo sublime y sé, por experiencia propia, que en la vida no hay más solución que la de sublimar, que la de mirarlo y resolverlo todo, desde el punto de vista de la sublimidad.

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Temas discutidos en la sobremesa: El muro. Jean Paul Sartre.

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