NOTAS SOBRE EL <ALMA EGIPCIA
Estas notas kan sido premeditadas como in
troducción a esta antología de cantos y cuen
tos del Antiguo Egipto. No se proponen otra
cosa gue destacar en un somero esquema los ras
gos del alma egipcia gue más importan a guien
desee comprender en su diferencial peculiaridad
agüella viejísima civilización.
r
„ - . .
La/ huellaf del alm&j - - -
El alma se expresa en
t
la palabra y en el gesto,
pero, además, se imprime en la obra. El gesto y la
palabra dicha se volatilizan, y gueda del alma gue
fué sólo la obra y la palabra escrita. Son sus
Huellas, sus presiones sobre la materia, llenas de
significación. No es desdeñable enseñanza 4ue
la materia, lo más opuesto al alma, sea la en
cargada de hacer pervivir a ésta. El resto del
espíritu gue no ha logrado materializarse se
evapora.
Para penetrar en un alma tenemos (jue incli
narnos sobre la materia y rastrear sus huellas
como para dar caza a un animal fugaz. E1 alma
tiene la facultad de impregnar la materia en tor
no; no puede llegarse a ella sin darle alguna for
ma (jue sale de su propio fondo, (jue es su íntima
emanación. Estas conformaciones o deformacio
nes son la confesión perdurable (jue la espiritua
lidad deja, como prenda de su flúido ser, en nues
tras manos.
Y sería un error creer 4ue, de esos dos medios
de manifestación duradera gue el alma posee — la
palabra escrita y la obra—, es aquélla la (jue nos
revela los mayores secretos. En la palabra, cier
tamente, se propone el alma exteriorizar algo de
sí misma; por esto decimos gue se expresa. En la
obra no se propone nada parecido, sino simple
mente producir un objeto útil o grato — la mora
da, la espada, la estatua. Pero es el caso (jue esos
objetos pueden tener formas innumerables, y al
—
10 —
preferir tfiiá el alma y excluir las demás, tíos re
vela, sin sospecharlo, un secreto profundo de su
ser, más profundo (Jue todo lo cjue pudo decir con
sus palabras. Adviértase (jue acuellas conviccio
nes y sentimientos cjue forman el estrato último
de nuestra persona son para nosotros de tal modo
evidentes, constituyen supuestos tan primarios de
nuestra vida, cjue ni siguiera reparamos en ellos,
y menos puede ocurrírsenos comunicarlos. Se dice
sólo lo (jue nos parece diferencial, lo (jue varía, lo
(Jue en algún sentido es cuestionable, lo (jue acon
tece sobre ese fondo último de actitudes y creen
cias. Pues bien, estos secretos últimos son los (jue
aventa el alma cuando no pretende expresarse
sino (jue, indeliberadamente, prefiere unas formas
a otras, en los instrumentos, en las artes, en las
instituciones. Más aún cjue la expresión en la pa
labra, es sincera e indiscreta la impresión en la
obra. La única ventaja de la palabra es gue es
más clara, circunscribe más estrechamente su sig
nificado. La obra es un lenguaje más vago tal
vez, por lo mismo (jue enuncia las más vastas
confesiones. De todas suertes, el alma de un pue
blo antiguo sólo es inteligible cuando se con
frontan sus palabras y sus obras. La civilización
— ti —
entera de la raza se presenta a nuestros ojos comó
una innumerable gesticulación, como un amplí
simo lenguaje.
L,sl> primera^ fechaj
«La primera fecha se
g urare registra la his
toria universal es el 19 de julio del año 4241 an
tes de Jesucristo. En ella fue establecido en el
Bajo Egipto el calendario de 365 días.»—Eduar
do Meyer, Historia de la Antigüedad; tomo I,
2.a ed., pág. 110.
«Tempo» des 1 a¿
historia^ egipciaj
En cierta manera, este
dato de tan formal apa
riencia contiene y cifra
todo lo esencial del alma egipcia. La instauración
de un calendario supone q[ue la colectividad ha
llegado a la madurez de su cultura. En esa legis
lación sobre la medida del tiempo se resume siem
pre un vasto saber cosmológico. Pero, además,
implica la existencia de un Estado fuerte y en
12 —
orden q[ue posee ya una compleja técnica adminis
trativa.
Ahora bien, el calendario egipcio es establecido
en el Bajo Egipto. Constituía éste un cuerpo po
lítico cjue se había formado por colonizaciones
emprendidas desde el Alto Egipto. A la existen
cia de un Estado en el Delta precedió la forma
ción de otro Estado río arriba, verdadera cuna de
la civilización egipcia. Esto significa q[ue siglos
antes de acuella fecha existía ya una nación po
derosa, políticamente organizada, no lejos de la
primera catarata. Pero si, retrocediendo hacia el
año 5000 a. de J., queremos pasar más allá, to
pamos en seguida con los restos c(ue las excava
ciones recientes han exhumado, y esos restos per
tenecen a una civilización sumamente primitiva,
en rigor, paleolítica, q[ue nada tiene q[ue ver con la
egipcia. De modo q[ue no es posible retroceder
mucho sin salirse de la historia de Egipto. Por
otra parte, en torno a la fecha del 4000, según
Borchardt, se están ya construyendo las pirámi
des, lo cual q[uiere decir, ni más ni menos, q[ue
Egipto está plenamente formado, tal y como va a
ser en el resto de los milenios, con toda su estruc
tura política, con todo su arte, con toda su técni
ca, religión y saber. Así, en lo q[ue respecta al
tema más característico de esta civilización—el
culto a los muertos—, hallamos q[ue en las tumbas
de hacia el año 4000 se encuentran ya figuras de
criados y criadas, servidores presuntos del cadá
ver, modeladas por cierto sin pies, a fin, sin duda,
de q[ue no huyesen, dejando en desamparo a su
señor. Por ese tiempo la agricultura ha alcanza
do su máximo desarrollo y es ya idéntica a lo q[ue
va a ser hasta la época de Napoleón.
De suerte que la historia egipcia ofrece el ejem
plo de una civilización política y moral q[ue llega
en un prestissimo fantástico a plena maturación,
para anquilosarse en seguida y perdurar miles de
años invariable en todo lo esencial. ¿Cómo se ex
plica esto?
r*
, , -
Pueblo agrícola-*
La vertiginosidad con
#
q[ue se constituye el ins
tado egipcio y su relativo estancamiento posterior
tienen dos causas, material la una, psicológica la
otra. La causa material fue, como es sabido, el
Nilo. Aunque parcial, sigue pareciéndonos ver
— 14 —
(ladera la fórmula canónica dada por Herodoto:
«Egipto es un don del Nilo.»
La tierra toda de Egipto es menor gue dos pro
vincias españolas. Sin embargo, su longitud es
grande. Está repartida en dos breves bandas de
terreno a ambas orillas del río. En algunos luga
res su anchura no pasa de tres kilómetros. Más
allá, a uno y otro lado, aprisionan el terruño fér
til las rocas verticales gue llevan sobre sus hom
bros el desierto. La inundación periódica es un
beneficio, pero, a la par, un desastre. El agua ce
nagosa gue luego fecundiza, primero destruye.
Esto impone con una violencia clara, aguda, la
necesidad de grandes trabajos de irrigación y dre
naje, gue no pueden ser emprendidos por fami
lias aisladas ni siguiera por pegueños grupos so
ciales. El dominio sobre las aguas sólo es posible
si una voluntad unitaria organiza la vida hu
mana desde un punto del curso fluvial hasta su
desembocadura.
La configuración de su territorio impuso al
pueblo egipcio un destino agrícola. Y esto con
raro exclusivismo. El valle del Nilo, acordonado
a una y otra mano de desiertos, gueda remoto del
mundo. Míseros pueblos nómadas, retenidos en
los estadios más primitivos del desarrollo huma
no, rozan apenas la existencia del labriego nilota,
defendido naturalmente por los escarpes de la
roca que el río ha tajado. El egipcio no será ni
guerrero ni comerciante hasta las postrimerías de
su historia. Cuando necesita algo del exterior
—por ejemplo, los exquisitos inciensos de Punt,
junto al Mar Rojo—, tendrá que dar a la opera
ción comercial un falso carácter bélico y dedica
rá a los que la emprenden himnos superlativos
que Grecia no hubiera juzgado oportuno consa
grar a Alejandre por la conquista de media Asia.
El fondo del alma egipcia, su estrato más hon
do encargado de soportar el resto, está, pues, cons
tituido por la psique de labriego más pura que
haya existido nunca. Esto quiere decir docilidad
y tradicionalismo, recogimiento en lo cotidiano,
imperio del hábito, gravitación hacia el pasado.
Pero las condiciones peculiares de la agricultu
ra en las riberas del Nilo imponen inexorable
mente una organización complicada, postulan un
Estado. Lo más frecuente en la historia ha sido
que el Estado no represente una necesidad prima
ria para la vida individual. Los pequeños grupos
sociales se bastaban a sí mismos para todo lo ur--
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gente. El Estado sólo era preciso para fines más
elevados y en cierto modo abstractos. Era, por
decirlo así, un lujo advenedizo. Los que sentían
esa genial voluntad de forjar un Estado tuvieron
de sólito que imponerlo a los pequeños grupos
consanguíneos,quebrando su egoísmo.En el Nilo,
por el contrario, la tendencia hacia un Estado se
halla inscrita desde luego en la existencia privada
como una de sus condiciones materiales. El sim
ple hecho de que la inundación anual borra las
lindes de los labrantíos fuerza a buscar un acuer
do entre los grupos próximos, una jurisprudencia
y una autoridad.
Puede decirse que el egipcio, a diferencia de
casi todos los demás hombres, se siente nativa
mente miembro de un Estado. Su ser privado no
es previo y distinto de su ser político.
Hay un síntoma que nunca falta para calcular
la fuerza del principio de Estado en una sociedad,
y es medir la fuerza que el principio familiar
desarrolle en ella. La familia, el instinto de con
sanguinidad, es antagónico del instinto político y
viven el uno a expensas del otro *. Pues bien, en
* Véase mi ensayo El origen deportivo del Estado, publía ¿o en
La Nación de Buenos Aires.-
17 -
2
Egipto todo lo familiar aparece desde luego redu
cido a su mínima expresión. Antes de formarse
las dos grandes naciones del Norte y el Sur, ha
llamos a los egipcios organizados en llamados
nomos o distritos, q[ue muy acertadamente com
para Meyer a los Estados-Ciudades del Medite
rráneo. Ya en ellos triunfa el poder político como
único principio de organización social; no existen
grupos familiares ni gentilicios donde la sangre
condicione la situación del individuo, sino <jue
éste vive calificado sólo por su puesto en el És-
tado e incluido en el gremio a q[ue su oficio co
rresponde. No usa nombres familiares ni alu
de jamás a sus antepasados en las inscripcio
nes. Apenas si se hace constar el nombre del
padre *.
Nosotros somos casi por entero personas pri
vadas, y sólo apendicularmente somos ciudada
nos, órganos del cuerpo político. El egipcio, al
revés.
Da ello un carácter sumamente extraño a esta
civilización primera. La vida es casi exclusiva
mente oficial. Cada cual es lo q[ue es como pieza
de la máquina pública.
*
Meyer, 74.-
18
T7-
r alta de individualidad
* Ese «oficialismo» de la
.
existencia íntegra sería
imposible si cada persona singular tuviese, como
suele decirse, su alma en su almario; si cada cual
sintiese su individualidad y la afirmase. Pero el
alma egipcia es colectiva y no individual. Quiero
decir con esto: primero, que el alma de cada egipcio
era prácticamente idéntica a la de otro cualquie
ra, que estaba formada por un repertorio igual de
pensamientos y reacciones; no sentía el choque
con el prójimo, ni percibía esa diferencia que,
como Stendhal dijo, engendra odio; segundo, no
sólo eran idénticas las almas, sino que su conteni
do estaba desproporcionadamente constituido por
contenidos sociales.
Suele con error creerse que la psique humana
se forma partiendo de un núcleo central en lo más
íntimo de cada persona que luego va engrosan
do el volumen del alma hasta tocar la del próji
mo y formar así la espiritualidad social. Tal su
posición impide la inteligencia de la psicología
primitiva. La verdad es, más bien, lo inverso. Lo
que primero se forma de cada alma es su perife
ria, la película que da a los demás, la persona o
yo social. Se cree lo que creen los demás; se sien-
19
'
ten emociones multitudinarias. Es el grupo hu
mano quien, en rigor, piensa y siente en cada
sujeto.
Así, en Egipto, el individuo desaparece bajo la
hopa del funcionario, del labriego, del sacerdote.
El faraón mismo no es una personalidad in
transferible, sino un mero soporte de su dignidad
pública. Por tal razón, no se halla reparo en co
piar tras el nombre de un rey la lista de hazañas a
que otro dió cima. Aquí y allá asoma tal vez un
pujo de individualidad. Un rey hace un gesto
propio, un pintor insinúa una novedad; mas, al
punto, la singularidad se generaliza y hace con
vencional. Diríase que la vida de cada hombre
puede, sin resto, verterse en otro hombre sin que
se note la suplantación.
El gigantesco legado de pintura y plástica que
Egipto nos dejó confirma superlativamente esta
falta de individuación en el alma egipcia. Cuan
do han querido, el pincel y el buril del artista ni-
Iota han creado portentosos retratos. No cabe,
pues, atribuir a defecto de técnica la escasez de
ellos. El mismo personaje de quien conservamos
un retrato se hace representar cien veces en forma
convencional y desindividualizada. Lo que inte
— 20 —
resa a él y al artista es su persona típica—su ran
go, su oficio—, no su perfil singular.
Este alma primitiva sentía la individuación
como un desgarramiento doloroso del blogue so
cial en gue vive engastada. Así, la nota más mo
derna— más individualizada—de toda la cultura
egipcia es la narración de Sinué. Este aventure
ro es acaso el único estremecimiento de plena in
dividualidad gue registran tres mil años de histo
ria. Y—coincidencia curiosa—es un anormal,
un fugitivo, un evadido, un desertor. Huye de
Egipto, gana honra y provecho en tierras extra
ñas— una vaga resonancia del Cid—y vuelve a
morir a la tierra madre. Al retorno cuenta sus vi
cisitudes. El mismo no se explica cómo le ocurrió
huir, desterrarse. Aún siente la titilación del do
lor gue esta secesión le produjo. «La fuga reali
zada por tu servidor — dice contrito al rey—no
fue intencionada; no estaba en mi corazón y no
la premedité. No sé lo gue me arrancó de donde
estaba. Fué como un sueño, como si un hombre #
del Delta se viese de pronto en Elefantina, o un
hombre de los pantanos en Nubia.» Sinué atri
buye, pues, su acción individualista a un rapto de
amencia.
Nosotros no tenemos una noción individual
de la oveja; así, el egipcio no la tenía del hombre.
Ni de sí mismo, ni de su prójimo.
Pueblo de funcionario/
No ha existido nunca
una sociedad que sea
más pura y exclusivamente un Estado que en
Egipto. Concluye por absorber el país entero. En
el nuevo Imperio es propietario único de todo el
territorio, que arrienda en parcelas al 20 por 100.
Todo llevaba a hipertrofia del Estado. La condi
ción externa de la vida egipcia—la agricultura en.
terreno de inundaciones periódicas—equivalía a
un mandamiento hacia la más amplia organiza
ción política; la condición interna, el módulo
psicológico, era, por su falta de individuación,
una tendencia nativa y como preestablecida a lo
mismo.
El Estado, entidad abstracta y sobreindividual,
es el único protagonista de la historia egipcia, que
a ello debe su ejemplar continuidad durante mi
lenios. El Estado es un sistema de moldes inte
lectuales y morales. Genialmente, Hegel lo llamó
«espíritu objetivo», aceptando la contradicción
— 22 —
que la fórmula incluye. El egipcio no necesitó su
perar una intimidad arisca e indócil para adap
tarse a esos moldes públicos. Estaba hecho para
ellos. En él lo espontáneo era ya lo oficial, lo
convencional. El artista se complace en confor
marse a la pauta recibida. El gran dignatario no
contará en los jeroglifos de su tumba nada de sus
destinos privados, sino meramente para constar
los cargos que desempeñó, las empresas oficiales
de que fué encargado, los títulos que decoraron su
persona.
Egipto ha sido el paraíso de los títulos. Exento
de vida privada, el hombre del Nilo espera del títu
lo oficial el perfil diferenciador que por sí no tiene.
Sobre la masa agrícola se eleva la masa de los
empleados. La sociedad egipcia es, en su porción
superior, un pueblo de funcionarios, como era
inevitable allí donde el Estado no nace de una
genial imposición guerrera sino de una necesidad
de organización. Funcionarismo, burocracia...;
otro síntoma de individualidad ausente.
Los empleados fueron los creadores de la cul
tura egipcia, que ha sido, consecuentemente, una
cultura de convencionalismos prácticos, de recetas,
de fórmulas. Toda persona sin individualidad es
feliz cuando se encuentra al frente de una ofici
na. En Egipto no había más gue pegujales y
oficinas. Los templos eran una variedad burocrá
tica, una administración gue recogía los bienes de
este mundo en sus vastos graneros y los canjeaba
por bienes de ultratumba.
r
.
El funcionario es en
L eu escri tura^ Egipto el hombre culto
—lo mismo gue en China y por análogas razones.
La cultura consiste puramente en técnicas oficia
les, y casi se resume en la escritura y su adjunto,
la contabilidad. El egipcio siente un respeto reli
gioso por la sabiduría; pero la palabra con gue
denomina el saber, el conocimiento, es sospecho
sa. Como nuestros labriegos, llama al saber «los
libros». Saber es simplemente saber escribir. El
sabio es el escriba, el literato — como en China. El
hombre gue sabe dibujar letras lo es todo en esta
civilización. «Nadie conoce el nombre del iletrado,
del analfabeto — dice un viejo texto—, y es como
un asno harto de carga gue el letrado aguija.»
La escritura y su secuela la contabilidad do
minan la vida egipcia, la penetran, la inundan. Se
— 34 —
escribe continuamente, en tabletas menudas o en
rocas gigantes. De todo se forma expediente y se
hace inventario, con una tinta perenne que sigue
hoy neta al cabo de cinco mil años. El escriba
pulula inexorable. Se le halla dondequiera con
su cálamo tras de la oreja, como nuestros cova
chuelistas y tenderos. Desde los diez o doce años,
el egipcio que no cultiva el campo trabaja en la
oficina. Hay contadores para todo, con sus títulos
especiales; hay «contadores de cereales», de bue
yes, de árboles. El tesorero mayor del Imperio
Nuevo se denomina «guardián de la balanza».
Sin embargo, no existe el menor intento de orde
nar una gramática ni de elaborar una aritmética.
La teoría, la ciencia, faltan por completo. La escri
tura tiene un sentido mágico y administrativo,
pero no intelectual. Se ama la forma de la letra,
no el posible espíritu que cupiera inyectar en ella.
Cuando muere un niño, se ponen en la tumba sus
planas caligráficas. No obstante, la pedagogía
egipcia aparece resumida en esta frase: «El niño
tiene espalda: escucha cuando se le pega.»
José Ortega y Gasset
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