miércoles, 9 de abril de 2025

ORTEGA Y GASSET MUSAS LEJANAS PRÓLOGO

 



NOTAS SOBRE EL <ALMA EGIPCIA

Estas notas kan sido premeditadas como in

 troducción a esta antología de cantos y cuen

 tos del Antiguo Egipto. No se proponen otra 

cosa gue destacar en un somero esquema los ras

 gos del alma egipcia gue más importan a guien 

desee comprender en su diferencial peculiaridad 

agüella viejísima civilización.

 r 

„ - . . 

La/ huellaf del alm&j - - - 

El alma se expresa en

 t

 la palabra y en el gesto,

 pero, además, se imprime en la obra. El gesto y la

 palabra dicha se volatilizan, y gueda del alma gue

 fué sólo la obra y la palabra escrita. Son sus

 Huellas, sus presiones sobre la materia, llenas de

significación. No es desdeñable enseñanza 4ue 

la materia, lo más opuesto al alma, sea la en

 cargada de hacer pervivir a ésta. El resto del 

espíritu gue no ha logrado materializarse se 

evapora.

 Para penetrar en un alma tenemos (jue incli

 narnos sobre la materia y rastrear sus huellas 

como para dar caza a un animal fugaz. E1 alma 

tiene la facultad de impregnar la materia en tor

 no; no puede llegarse a ella sin darle alguna for

 ma (jue sale de su propio fondo, (jue es su íntima 

emanación. Estas conformaciones o deformacio

 nes son la confesión perdurable (jue la espiritua

 lidad deja, como prenda de su flúido ser, en nues

 tras manos.

 Y sería un error creer 4ue, de esos dos medios 

de manifestación duradera gue el alma posee — la 

palabra escrita y la obra—, es aquélla la (jue nos 

revela los mayores secretos. En la palabra, cier

 tamente, se propone el alma exteriorizar algo de 

sí misma; por esto decimos gue se expresa. En la 

obra no se propone nada parecido, sino simple

 mente producir un objeto útil o grato — la mora

 da, la espada, la estatua. Pero es el caso (jue esos 

objetos pueden tener formas innumerables, y al

 — 

10 —

preferir tfiiá el alma y excluir las demás, tíos re

 vela, sin sospecharlo, un secreto profundo de su 

ser, más profundo (Jue todo lo cjue pudo decir con 

sus palabras. Adviértase (jue acuellas conviccio

 nes y sentimientos cjue forman el estrato último 

de nuestra persona son para nosotros de tal modo 

evidentes, constituyen supuestos tan primarios de 

nuestra vida, cjue ni siguiera reparamos en ellos, 

y menos puede ocurrírsenos comunicarlos. Se dice 

sólo lo (jue nos parece diferencial, lo (jue varía, lo 

(Jue en algún sentido es cuestionable, lo (jue acon

 tece sobre ese fondo último de actitudes y creen

 cias. Pues bien, estos secretos últimos son los (jue 

aventa el alma cuando no pretende expresarse 

sino (jue, indeliberadamente, prefiere unas formas 

a otras, en los instrumentos, en las artes, en las 

instituciones. Más aún cjue la expresión en la pa

 labra, es sincera e indiscreta la impresión en la 

obra. La única ventaja de la palabra es gue es 

más clara, circunscribe más estrechamente su sig

 nificado. La obra es un lenguaje más vago tal 

vez, por lo mismo (jue enuncia las más vastas 

confesiones. De todas suertes, el alma de un pue

 blo antiguo sólo es inteligible cuando se con

 frontan sus palabras y sus obras. La civilización

 — ti —

entera de la raza se presenta a nuestros ojos comó 

una innumerable gesticulación, como un amplí

 simo lenguaje.

 L,sl> primera^ fechaj 

«La primera fecha se

 g urare registra la his

 toria universal es el 19 de julio del año 4241 an

 tes de Jesucristo. En ella fue establecido en el 

Bajo Egipto el calendario de 365 días.»—Eduar

 do Meyer, Historia de la Antigüedad; tomo I, 

2.a ed., pág. 110.

 «Tempo» des 1 a¿ 

historia^ egipciaj

 En cierta manera, este 

dato de tan formal apa

 riencia contiene y cifra

 todo lo esencial del alma egipcia. La instauración 

de un calendario supone q[ue la colectividad ha 

llegado a la madurez de su cultura. En esa legis

 lación sobre la medida del tiempo se resume siem

 pre un vasto saber cosmológico. Pero, además, 

implica la existencia de un Estado fuerte y en

 12 —

orden q[ue posee ya una compleja técnica adminis

 trativa.

 Ahora bien, el calendario egipcio es establecido 

en el Bajo Egipto. Constituía éste un cuerpo po

 lítico cjue se había formado por colonizaciones 

emprendidas desde el Alto Egipto. A la existen

 cia de un Estado en el Delta precedió la forma

 ción de otro Estado río arriba, verdadera cuna de 

la civilización egipcia. Esto significa q[ue siglos 

antes de acuella fecha existía ya una nación po

 derosa, políticamente organizada, no lejos de la 

primera catarata. Pero si, retrocediendo hacia el 

año 5000 a. de J., queremos pasar más allá, to

 pamos en seguida con los restos c(ue las excava

 ciones recientes han exhumado, y esos restos per

 tenecen a una civilización sumamente primitiva, 

en rigor, paleolítica, q[ue nada tiene q[ue ver con la 

egipcia. De modo q[ue no es posible retroceder 

mucho sin salirse de la historia de Egipto. Por 

otra parte, en torno a la fecha del 4000, según 

Borchardt, se están ya construyendo las pirámi

 des, lo cual q[uiere decir, ni más ni menos, q[ue 

Egipto está plenamente formado, tal y como va a 

ser en el resto de los milenios, con toda su estruc

 tura política, con todo su arte, con toda su técni

ca, religión y saber. Así, en lo q[ue respecta al 

tema más característico de esta civilización—el 

culto a los muertos—, hallamos q[ue en las tumbas 

de hacia el año 4000 se encuentran ya figuras de 

criados y criadas, servidores presuntos del cadá

 ver, modeladas por cierto sin pies, a fin, sin duda, 

de q[ue no huyesen, dejando en desamparo a su 

señor. Por ese tiempo la agricultura ha alcanza

 do su máximo desarrollo y es ya idéntica a lo q[ue 

va a ser hasta la época de Napoleón.

 De suerte que la historia egipcia ofrece el ejem

 plo de una civilización política y moral q[ue llega 

en un prestissimo fantástico a plena maturación, 

para anquilosarse en seguida y perdurar miles de 

años invariable en todo lo esencial. ¿Cómo se ex

 plica esto?

 r* 

, , - 

Pueblo agrícola-* 

La vertiginosidad con

 # 

q[ue se constituye el ins

 tado egipcio y su relativo estancamiento posterior 

tienen dos causas, material la una, psicológica la 

otra. La causa material fue, como es sabido, el 

Nilo. Aunque parcial, sigue pareciéndonos ver

— 14 —

(ladera la fórmula canónica dada por Herodoto: 

«Egipto es un don del Nilo.»

 La tierra toda de Egipto es menor gue dos pro

 vincias españolas. Sin embargo, su longitud es 

grande. Está repartida en dos breves bandas de 

terreno a ambas orillas del río. En algunos luga

 res su anchura no pasa de tres kilómetros. Más 

allá, a uno y otro lado, aprisionan el terruño fér

 til las rocas verticales gue llevan sobre sus hom

 bros el desierto. La inundación periódica es un 

beneficio, pero, a la par, un desastre. El agua ce

 nagosa gue luego fecundiza, primero destruye. 

Esto impone con una violencia clara, aguda, la 

necesidad de grandes trabajos de irrigación y dre

 naje, gue no pueden ser emprendidos por fami

 lias aisladas ni siguiera por pegueños grupos so

 ciales. El dominio sobre las aguas sólo es posible 

si una voluntad unitaria organiza la vida hu

 mana desde un punto del curso fluvial hasta su 

desembocadura.

 La configuración de su territorio impuso al 

pueblo egipcio un destino agrícola. Y esto con 

raro exclusivismo. El valle del Nilo, acordonado 

a una y otra mano de desiertos, gueda remoto del 

mundo. Míseros pueblos nómadas, retenidos en

los estadios más primitivos del desarrollo huma

 no, rozan apenas la existencia del labriego nilota, 

defendido naturalmente por los escarpes de la 

roca que el río ha tajado. El egipcio no será ni 

guerrero ni comerciante hasta las postrimerías de 

su historia. Cuando necesita algo del exterior 

—por ejemplo, los exquisitos inciensos de Punt, 

junto al Mar Rojo—, tendrá que dar a la opera

 ción comercial un falso carácter bélico y dedica

 rá a los que la emprenden himnos superlativos 

que Grecia no hubiera juzgado oportuno consa

 grar a Alejandre por la conquista de media Asia.

 El fondo del alma egipcia, su estrato más hon

 do encargado de soportar el resto, está, pues, cons

 tituido por la psique de labriego más pura que 

haya existido nunca. Esto quiere decir docilidad 

y tradicionalismo, recogimiento en lo cotidiano, 

imperio del hábito, gravitación hacia el pasado.

 Pero las condiciones peculiares de la agricultu

 ra en las riberas del Nilo imponen inexorable

 mente una organización complicada, postulan un 

Estado. Lo más frecuente en la historia ha sido 

que el Estado no represente una necesidad prima

 ria para la vida individual. Los pequeños grupos 

sociales se bastaban a sí mismos para todo lo ur-- 

16 

gente. El Estado sólo era preciso para fines más 

elevados y en cierto modo abstractos. Era, por 

decirlo así, un lujo advenedizo. Los que sentían 

esa genial voluntad de forjar un Estado tuvieron 

de sólito que imponerlo a los pequeños grupos 

consanguíneos,quebrando su egoísmo.En el Nilo, 

por el contrario, la tendencia hacia un Estado se 

halla inscrita desde luego en la existencia privada 

como una de sus condiciones materiales. El sim

 ple hecho de que la inundación anual borra las 

lindes de los labrantíos fuerza a buscar un acuer

 do entre los grupos próximos, una jurisprudencia 

y una autoridad.

 Puede decirse que el egipcio, a diferencia de 

casi todos los demás hombres, se siente nativa

 mente miembro de un Estado. Su ser privado no 

es previo y distinto de su ser político.

 Hay un síntoma que nunca falta para calcular 

la fuerza del principio de Estado en una sociedad, 

y es medir la fuerza que el principio familiar 

desarrolle en ella. La familia, el instinto de con

 sanguinidad, es antagónico del instinto político y 

viven el uno a expensas del otro *. Pues bien, en

 * Véase mi ensayo El origen deportivo del Estado, publía ¿o en 

La Nación de Buenos Aires.- 

17 - 

2

Egipto todo lo familiar aparece desde luego redu

 cido a su mínima expresión. Antes de formarse 

las dos grandes naciones del Norte y el Sur, ha

 llamos a los egipcios organizados en llamados 

nomos o distritos, q[ue muy acertadamente com

 para Meyer a los Estados-Ciudades del Medite

 rráneo. Ya en ellos triunfa el poder político como 

único principio de organización social; no existen 

grupos familiares ni gentilicios donde la sangre 

condicione la situación del individuo, sino <jue 

éste vive calificado sólo por su puesto en el És- 

tado e incluido en el gremio a q[ue su oficio co

 rresponde. No usa nombres familiares ni alu

 de jamás a sus antepasados en las inscripcio

 nes. Apenas si se hace constar el nombre del 

padre *.

 Nosotros somos casi por entero personas pri

 vadas, y sólo apendicularmente somos ciudada

 nos, órganos del cuerpo político. El egipcio, al 

revés.

 Da ello un carácter sumamente extraño a esta 

civilización primera. La vida es casi exclusiva

 mente oficial. Cada cual es lo q[ue es como pieza 

de la máquina pública.

 * 

Meyer, 74.- 

18 

T7- 

r alta de individualidad 

* Ese «oficialismo» de la

 .

 existencia íntegra sería

 imposible si cada persona singular tuviese, como 

suele decirse, su alma en su almario; si cada cual 

sintiese su individualidad y la afirmase. Pero el 

alma egipcia es colectiva y no individual. Quiero 

decir con esto: primero, que el alma de cada egipcio 

era prácticamente idéntica a la de otro cualquie

 ra, que estaba formada por un repertorio igual de 

pensamientos y reacciones; no sentía el choque 

con el prójimo, ni percibía esa diferencia que, 

como Stendhal dijo, engendra odio; segundo, no 

sólo eran idénticas las almas, sino que su conteni

 do estaba desproporcionadamente constituido por 

contenidos sociales.

 Suele con error creerse que la psique humana 

se forma partiendo de un núcleo central en lo más 

íntimo de cada persona que luego va engrosan

 do el volumen del alma hasta tocar la del próji

 mo y formar así la espiritualidad social. Tal su

 posición impide la inteligencia de la psicología 

primitiva. La verdad es, más bien, lo inverso. Lo 

que primero se forma de cada alma es su perife

 ria, la película que da a los demás, la persona o 

yo social. Se cree lo que creen los demás; se sien- 

19 

ten emociones multitudinarias. Es el grupo hu

 mano quien, en rigor, piensa y siente en cada 

sujeto.

 Así, en Egipto, el individuo desaparece bajo la 

hopa del funcionario, del labriego, del sacerdote. 

El faraón mismo no es una personalidad in

 transferible, sino un mero soporte de su dignidad 

pública. Por tal razón, no se halla reparo en co

 piar tras el nombre de un rey la lista de hazañas a 

que otro dió cima. Aquí y allá asoma tal vez un 

pujo de individualidad. Un rey hace un gesto 

propio, un pintor insinúa una novedad; mas, al 

punto, la singularidad se generaliza y hace con

 vencional. Diríase que la vida de cada hombre 

puede, sin resto, verterse en otro hombre sin que 

se note la suplantación.

 El gigantesco legado de pintura y plástica que 

Egipto nos dejó confirma superlativamente esta 

falta de individuación en el alma egipcia. Cuan

 do han querido, el pincel y el buril del artista ni- 

Iota han creado portentosos retratos. No cabe, 

pues, atribuir a defecto de técnica la escasez de 

ellos. El mismo personaje de quien conservamos 

un retrato se hace representar cien veces en forma 

convencional y desindividualizada. Lo que inte

— 20 —

resa a él y al artista es su persona típica—su ran

 go, su oficio—, no su perfil singular.

 Este alma primitiva sentía la individuación 

como un desgarramiento doloroso del blogue so

 cial en gue vive engastada. Así, la nota más mo

 derna— más individualizada—de toda la cultura 

egipcia es la narración de Sinué. Este aventure

 ro es acaso el único estremecimiento de plena in

 dividualidad gue registran tres mil años de histo

 ria. Y—coincidencia curiosa—es un anormal, 

un fugitivo, un evadido, un desertor. Huye de 

Egipto, gana honra y provecho en tierras extra

 ñas— una vaga resonancia del Cid—y vuelve a 

morir a la tierra madre. Al retorno cuenta sus vi

 cisitudes. El mismo no se explica cómo le ocurrió 

huir, desterrarse. Aún siente la titilación del do

 lor gue esta secesión le produjo. «La fuga reali

 zada por tu servidor — dice contrito al rey—no 

fue intencionada; no estaba en mi corazón y no 

la premedité. No sé lo gue me arrancó de donde 

estaba. Fué como un sueño, como si un hombre # 

del Delta se viese de pronto en Elefantina, o un 

hombre de los pantanos en Nubia.» Sinué atri

 buye, pues, su acción individualista a un rapto de 

amencia.

Nosotros no tenemos una noción individual 

de la oveja; así, el egipcio no la tenía del hombre. 

Ni de sí mismo, ni de su prójimo.

 Pueblo de funcionario/

 No ha existido nunca 

una sociedad que sea 

más pura y exclusivamente un Estado que en 

Egipto. Concluye por absorber el país entero. En 

el nuevo Imperio es propietario único de todo el 

territorio, que arrienda en parcelas al 20 por 100. 

Todo llevaba a hipertrofia del Estado. La condi

 ción externa de la vida egipcia—la agricultura en. 

terreno de inundaciones periódicas—equivalía a 

un mandamiento hacia la más amplia organiza

 ción política; la condición interna, el módulo 

psicológico, era, por su falta de individuación, 

una tendencia nativa y como preestablecida a lo 

mismo.

 El Estado, entidad abstracta y sobreindividual, 

es el único protagonista de la historia egipcia, que 

a ello debe su ejemplar continuidad durante mi

 lenios. El Estado es un sistema de moldes inte

 lectuales y morales. Genialmente, Hegel lo llamó 

«espíritu objetivo», aceptando la contradicción

 — 22 —

que la fórmula incluye. El egipcio no necesitó su

 perar una intimidad arisca e indócil para adap

 tarse a esos moldes públicos. Estaba hecho para 

ellos. En él lo espontáneo era ya lo oficial, lo 

convencional. El artista se complace en confor

 marse a la pauta recibida. El gran dignatario no 

contará en los jeroglifos de su tumba nada de sus 

destinos privados, sino meramente para constar 

los cargos que desempeñó, las empresas oficiales 

de que fué encargado, los títulos que decoraron su 

persona.

 Egipto ha sido el paraíso de los títulos. Exento 

de vida privada, el hombre del Nilo espera del títu

 lo oficial el perfil diferenciador que por sí no tiene.

 Sobre la masa agrícola se eleva la masa de los 

empleados. La sociedad egipcia es, en su porción 

superior, un pueblo de funcionarios, como era 

inevitable allí donde el Estado no nace de una 

genial imposición guerrera sino de una necesidad 

de organización. Funcionarismo, burocracia...; 

otro síntoma de individualidad ausente.

 Los empleados fueron los creadores de la cul

 tura egipcia, que ha sido, consecuentemente, una 

cultura de convencionalismos prácticos, de recetas, 

de fórmulas. Toda persona sin individualidad es

feliz cuando se encuentra al frente de una ofici

 na. En Egipto no había más gue pegujales y 

oficinas. Los templos eran una variedad burocrá

 tica, una administración gue recogía los bienes de 

este mundo en sus vastos graneros y los canjeaba 

por bienes de ultratumba.

 r 

El funcionario es en

 L eu escri tura^ Egipto el hombre culto 

—lo mismo gue en China y por análogas razones. 

La cultura consiste puramente en técnicas oficia

 les, y casi se resume en la escritura y su adjunto, 

la contabilidad. El egipcio siente un respeto reli

 gioso por la sabiduría; pero la palabra con gue 

denomina el saber, el conocimiento, es sospecho

 sa. Como nuestros labriegos, llama al saber «los 

libros». Saber es simplemente saber escribir. El 

sabio es el escriba, el literato — como en China. El 

hombre gue sabe dibujar letras lo es todo en esta 

civilización. «Nadie conoce el nombre del iletrado, 

del analfabeto — dice un viejo texto—, y es como 

un asno harto de carga gue el letrado aguija.»

 La escritura y su secuela la contabilidad do

 minan la vida egipcia, la penetran, la inundan. Se

 — 34 —

escribe continuamente, en tabletas menudas o en 

rocas gigantes. De todo se forma expediente y se 

hace inventario, con una tinta perenne que sigue 

hoy neta al cabo de cinco mil años. El escriba 

pulula inexorable. Se le halla dondequiera con 

su cálamo tras de la oreja, como nuestros cova

 chuelistas y tenderos. Desde los diez o doce años, 

el egipcio que no cultiva el campo trabaja en la 

oficina. Hay contadores para todo, con sus títulos 

especiales; hay «contadores de cereales», de bue

 yes, de árboles. El tesorero mayor del Imperio 

Nuevo se denomina «guardián de la balanza». 

Sin embargo, no existe el menor intento de orde

 nar una gramática ni de elaborar una aritmética. 

La teoría, la ciencia, faltan por completo. La escri

 tura tiene un sentido mágico y administrativo, 

pero no intelectual. Se ama la forma de la letra, 

no el posible espíritu que cupiera inyectar en ella. 

Cuando muere un niño, se ponen en la tumba sus 

planas caligráficas. No obstante, la pedagogía 

egipcia aparece resumida en esta frase: «El niño 

tiene espalda: escucha cuando se le pega.»

 José Ortega y Gasset

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